La Eucaristía, mesa en la que los hombres se abren a su verdadero deseo como deseo de reciprocidad


M. ABDÓN SANTANER

INTRODUCCIÓN
Tarde o temprano nos llega a todos un momento en el que 
confiamos a algún amigo aquello que más intensamente hemos 
deseado en nuestra vida.
A veces esta confidencia no llega a nuestros 3abios, de hombre o 
de mujer, más que en situaciones extremas. Revisamos nuestra 
existencia. Captamos con mayor precisión lo que nos ha estado 
empujando interiormente, quizás desde la más tierna infancia... «Yo 
deseaba»... «Yo hubiera deseado...» «Yo siempre he deseado...»
Eso que nos ocurre, le ocurrió también a Jesús de Nazaret en la 
última cena de su vida.

«Cuando llegó la hora, se puso a la mesa con sus apóstoles; y les 
dijo: Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros 
antes de padecer.»

Fijémonos en cómo habla Jesús de su deseo. Habla lo mismo que 
los enamorados hablan de su amor. «He amado apasionadamente», 
dicen cuando quieren dar a entender que verdaderamente han 
amado. «Ardientemente he deseado», dice Jesús. Quiere hacer 
comprender con ello que verdaderamente lo había deseado.

El hombre y su deseo
J/DESEO-ARDIENTE DESEO/BUENO-MALO: La literatura 
religiosa del último siglo, más impactada por la virtud que por el 
Evangelio, sospechaba de la palabra «deseo» y del verbo 
«desear».
Desde hace algunos años, estos términos han recuperado su 
título de nobleza. Gracias al psicoanálisis, desear y hablar del deseo 
ha dejado de ser indecoroso.
Pero no se ha resuelto el problema del deseo, porque este título 
de nobleza que el deseo ha recuperado, se concede, actualmente, a 
muchas actitudes y comportamientos en los que el hombre es 
arrastrado por la codicia, el narcisismo o el orgullo.
Jesús de Nazaret calificó de adulterio el simple hecho de desear a 
una mujer... incluso la suya propia, especifica Juan Pablo II.
En este pasaje del Evangelio, desear quiere decir claramente 
codiciar. Jesús habla de un deseo en el que la mujer no es 
reconocida como una persona con la que se quiere establecer una 
relación sino que se la trata como un objeto del que se quiere gozar. 
Consentir en este deseo no es «desear ardientemente», sino ser 
arrastrado por la necesidad de posesión.
Francisco de Asís escribía un día a uno de sus hermanos: «No 
desees que tu hermano sea mejor, si lo deseas sólo en beneficio 
tuyo».
Se denuncia aquí al deseo porque es únicamente voluntad de 
poder. El hermano a quien se desea que sea mejor cristiano, porque 
eso nos conviene, no es reconocido como una persona con la que 
se quiere vivir una relación fraterna. Es sólo un objeto cuya 
transformación deseamos para integrarla mejor en el universo que 
construimos.
Consentir en este deseo no es «desear ardientemente», sino ser 
arrastrado por la necesidad de ser uno mismo el centro.
Jesús de Nazaret y Francisco de Asís, uno y otro, sabían lo que 
es «desear ardientemente».
Para ellos, el deseo no era el movimiento de codicia o de 
dominación por el que se reduce al otro al estado de objeto. El 
deseo, tal como ellos lo vivieron, era el movimiento profundo por el 
que sentían que su ser buscaba la plenitud de su verdad humana.
«Ardientemente he deseado», dice Jesús.
Esta sencilla fórmula invita a todo ser humano a clarificarse frente 
a su propio deseo.

El deseo impedido
No es fácil para el hombre clarificarse acerca de su propio 
deseo.
Hay miles de potencias que se esfuerzan por mantener al hombre 
en la ignorancia o en la ambigüedad en relación con sus propios 
deseos.
Los pescadores tiran del pez cuando éste creía morder comida, y 
en realidad se tragaba el anzuelo. El hombre puede creer que se 
siente empujado por su propio deseo cuando, en realidad, tiran de él 
desde fuera. Todo hombre que quiere clarificarse respecto de sus 
propios deseos se hace acreedor a los peores insultos de los 
pescadores de aguas revueltas que estaban esperando para 
rebozarlos y echarlos en su sartén.
Al sindicalista que niega que un sistema económico puede definir, 
desde su propio funcionamiento, las necesidades que debe 
satisfacer para hacer felices a los trabajadores, le acusarán de mala 
fe. 
Al disidente que rechaza el que un poder totalitario haga él solo 
las opciones según las cuales todos deben considerarse libres, le 
acusarán de espíritu ruín.
Ante la resistencia de un pueblo que rechaza que los «países 
hermanos» sepan mejor que él cómo ser verdaderamente él mismo, 
hablarán de testarudez obtusa.
Estos tres ejemplos hacen relación a tres campos diferentes: el de 
la economía, el de la política y el de la cultura. En cada uno de ellos 
hay hombres a quienes unos poderes que pretenden servir al 
hombre les «impiden desear».
DESEO/PATRIA-NUESTRA: Los hombres, sin embargo, deberían 
saber que el ser impedidos en su deseo es peor que cuando se les 
prohíbe la residencia. La más terrible de las prohibiciones de 
residencia, ¿no es la que le impide al hombre habitarse a si mismo? 
El propio deseo es, para todo ser humano, la tierra de donde es, su 
verdadero país de origen.
Cuando hay ideologías indiscutibles, poderes incontestables, 
economías inmodificables, que dictan al hombre lo que debe decir, 
querer, y comer, el hombre termina por no saber ya quién es, 
impedido como está de poder habitar en su deseo como su casa. 
Por no haber conocido ni podido desplegar su verdadero deseo de 
hombre, empieza a desaparecer de la tierra en cuanto hombre. La 
existencia del hombre se halla amenazada en cualquier parte donde 
al hombre, del modo que sea, se le impide su deseo.
DESEO/HACE-AL-H: «Dejar de desear es dejar de vivir», escribía 
en el s. XIII el gran franciscano catalán Ramón Llull. Sólo el hombre 
que «desea ardientemente» es el hombre verdadero.

El hombre de deseo
El hombre, en cuanto hombre, sólo existe por su deseo.
Para un ser humano, existir como hombre es, esencialmente, ser 
él mismo, en una relación con los demás en la que se realiza junto 
con ellos en una libertad continuamente en expansión, que les 
permite a todos, a los otros también, ser ellos mismos.
Este es el horizonte humano.
El soplo del deseo impulsa hacia este horizonte y levanta 
incansablemente el profundo oleaje de este océano que es el 
corazón humano. El ser humano, obedeciendo a este impulso, 
progresa hacia la plenitud de aquello que constituye su vocación: ser 
plenamente hombre, ser plenamente mujer.
«Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros 
antes de padecer», dice Jesús a sus amigos al sentarse con ellos a 
la mesa.
Estas palabras nos muestran que Jesús era consciente de estar 
llegando a la plenitud de sí mismo, en el transcurso de esa misma 
cena en la que las pronuncia: «antes de padecer».
Cuando los hombres y las mujeres, al final ya de su camino, 
expresan su deseo, lo hacen frecuentemente en términos en los que 
manifiestan su fracaso: «Yo deseaba...», «yo hubiera deseado»... 
Estos hombres y mujeres tienen la sensación de que su deseo tenía 
dimensiones más amplias que las que ha alcanzado su propia vida.
Jesús dice: «Ardientemente he deseado»...
Eso que Jesús ha deseado ardientemente no es un sueño al que 
luego haya tenido que renunciar, sino que está allí, al alcance de su 
mano; es la Pascua de esta cena que va a tomar entre los suyos. Al 
decir «ardientemente he deseado», Jesús constata que aquello que 
le ha sido dado vivir realiza su deseo. Se ve a sí mismo como quien 
ha realizado la plenitud humana que deseaba alcanzar
Sólo llegarán a ser plenamente hombres y mujeres aquellos y 
aquellas cuya existencia concluye con esta misma constatación de 
que lo que les ha sido dado vivir les ha conducido a su realización 
completa en la verdad de su propio deseo.
Estos hombres y mujeres no han malgastado sus energías 
persiguiendo quimeras. Se han realizado. Quizá algunos de ellos 
mueren en la contradicción, en el abandono, en la tortura o la 
cárcel... Pero todos ellos pueden gritar «¡tierra!, ¡tierra! ». Son 
verdaderos descubridores y han llegado al puerto de su propia 
profundidad.
H/DESEO: Ser un hombre de deseo no consiste en pertenecer al 
número de los que imaginan mil posibilidades de realización. El 
verdadero deseo no tiene nada que ver con el mundo de las ideas 
abstractas. El hombre de deseo no es lo que hoy llamamos un 
idealista. El hombre de deseo vive en la realidad. No vive en lo 
condicional: «yo hubiera deseado...» No vive en el pasado: «Yo 
deseé...».
Vive en el presente y para el porvenir: «lo que me ha sido dado 
vivir aparece ahora como aquello adonde me llevaba, desde 
siempre, el soplo de mi deseo verdadero».

Eucaristía y deseo
«Ardientemente he deseado»...
EU/DESEO: Jesús, como hombre de deseo, constata y afirma que 
la comida que va a realizar es la comida por la que su deseo le había 
movido constantemente.
Puesto que el ser humano tiene acceso a su propia plenitud de 
hombre o de mujer en el momento en que reconoce el horizonte 
hacia el que constantemente le llevaba su propio deseo, entonces es 
evidente que el modo como Jesús vivió su última cena nos está 
diciendo algo de lo que ha sido para él ese «ser hombre, 
plenamente hombre».
En esta comida, pues, es donde hay que buscar el mensaje 
esencial de Jesús en relación con la vida humana.
Jesús, en el transcurso de esta comida, instituye la Eucaristía.
En el lenguaje ordinario, las palabras que corresponden a la 
palabra Eucaristía son las de Misa y Comunión.
Para quien las escucha, estas dos palabras, lo mismo que la de 
Eucaristía, apenas despiertan ecos en los que resuena la vida de los 
hombres.
Todo lo más, esas palabras evocan representaciones cultuales: 
cirios e incienso, música de órgano o de armonium, motetes... 
¿Hablaba de estas cosas Jesús cuando decía «ardientemente he 
deseado» ? . . .
Si Jesús, al hablar así, evocaba ese horizonte hacia el cual había 
sido llevado su corazón de hombre por el deseo más profundo, las 
palabras Misa, Comunión, Eucaristía, debieran despertar en el 
corazón humano una cierta intuición de aquello hacia lo cual les lleva 
su propio deseo de hombres.
Las páginas que siguen han sido escritas con esta profunda 
convicción.
Se dirigen, pues, a hombres y mujeres que piensan que la 
primera condición para realizarse ellos mismos en su existencia, es 
ser hombres y mujeres de deseo.
A estos hombres y mujeres quisiera decirles que la Misa, la 
Comunión y la Eucaristía son bastante más que una simple 
ceremonia religiosa.
La Misa, la Comunión, la Eucaristía son «la comida que fue 
ardientemente deseada» por Jesús, el ser humano que ha sido más 
plenamente hombre.
No pretendo, en estas pocas páginas, decir todo lo que podría o 
debería decirse sobre la Eucaristía. Quiero hablar de la Eucaristía 
en su relación con la vida de los hombres.
Hablaré, pues, de cómo, por la Eucaristía, los seres humanos 
comienzan a pasar de una vida encerrada en las necesidades, a una 
vida que se ha hecho libre por la obediencia a su deseo de hombres 
y de mujeres.
EU/MESA-PAL-ASAMBLEA: En este camino trataremos de la 
Eucaristía abordando, uno tras otro, cada uno de los tres terrenos 
en los que se desarrolla la existencia humana: la economía, la 
cultura y la política. La Eucaristía es, efectivamente, Mesa, pero es 
también Palabra y además, Asamblea.
Esta investigación sobre la Eucaristía nos permitirá examinar la 
vida humana en aquello que constituye su mayor profundidad. Y nos 
hará posible ver mucho mejor en qué y cómo esta vida de los 
hombres prefigura, prepara, e incluso es participación ya ahora, en 
la Eucaristía misteriosa que es Dios vivo en el secreto de su vida tal 
como nos ha sido revelada en Jesucristo.

Primera parte:
La Eucaristía, mesa en la que los hombres se abren 
a su verdadero deseo como deseo de reciprocidad

1. Mesa eucarística y verdad 
del deseo de reciprocidad 
en el hombre

La Eucaristía es una Mesa.
En un tiempo no demasiado lejano, el altar en el que la Eucaristía 
se celebraba, se había retirado lejos y alto, en la profundidad del 
santuario, tras un espacio sagrado frecuentemente surcado de 
sillerías de coro... Pero, incluso entonces, el altar era considerado 
como una «mesa santa».
El aliento de fe de los fieles hacia volver sus corazones, sus 
miradas y su deseo hacia esa mesa. Y, sin embargo, es cierto que 
en este impulso, los fieles no llegaban a traspasar la barrera. Pero la 
habían puesto ellos mismos un nombre significativo. Le llamaban 
"masa de comunión» o «comulgatorio».
La Eucaristía es una mesa. Eso nadie lo contradice; estamos de 
acuerdo.
Pero hay una enorme variedad de mesas. ¿A qué tipo pertenece 
la de la Eucaristía? ¿Es mesa para una comida de funeral? ¿Es 
mesa para un banquete de bodas? ¿Para un banquete oficial? 
¿Para una comida fraterna?
Al hablar de la Eucaristía como mesa, caemos en las 
comparaciones. Y todos sabemos que toda comparación, sobre todo 
si se la apura, es engañosa.
Más que buscar, pues, comparaciones, corriendo el riesgo de 
errar nuestro camino de búsqueda, debemos volver al 
acontecimiento original de donde brota la Eucaristía. Este volver 
hacia atrás nos ayudará a establecer una relación entre la institución 
de la Eucaristía realizada por Jesús y los pasos que dan los hombres 
hasta poner esa mesa en la que la vida recibe su sustento. 
Podremos decir entonces por qué y cómo la Eucaristía es una 
mesa.
Tres temas de reflexión:
1) El acontecimiento original.
2) La experiencia en nuestra vida humana.
3) La Eucaristía como Mesa en la que el hombre es iniciado en la 
reciprocidad.

El acontecimiento original
En el Evangelio de Lucas, el relato de la última cena se abre con 
dos declaraciones que Jesús hace a sus discípulos.
En primer lugar, Jesús les dice que ha deseado ardientemente 
comer esta comida con ellos; después, Jesús añade que no comerá 
ni beberá en esa comida:

«Cuando llegó la hora se puso Jesús a la mesa con los apóstoles 
y les dijo:
—¡Cuánto he deseado cenar con vosotros esta Pascua antes de 
mi Pasión! Porque os digo que nunca más la comeré hasta que 
tenga su cumplimiento en el Reino de Dios.
Cogiendo una copa, dio gracias y dijo:
—Tomad, repartidla entre vosotros; porque os digo que desde 
ahora no beberé más del fruto de la vid hasta que llegue el reinado 
de Dios.» ( 1)

Hay aquí dos declaraciones que, a primera vista, parecen 
contradecirse. ¿Se puede desear ardientemente aquello que, 
inmediatamente, se dice que no se va a hacer?
Para no quedarnos atorados ante esta contradicción, debemos 
comparar lo que Jesús dice aquí con lo que dice a propósito de otras 
comidas (2).
San Juan, en su capítulo cuarto, relata el viaje de Jesús y los 
suyos a través de Samaría. Cansado del camino, Jesús se sentó 
junto a un pozo de una aldea llamada Sicar. Los discípulos habían 
ido al pueblo para comprar comida. En su ausencia, Jesús trabó 
conversación con una mujer del pueblo que venía a sacar agua del 
pozo. Cuando volvieron los discípulos, la mujer, tras dejar allí mismo 
el cántaro, se había ido corriendo a contar a sus vecinos el 
extraordinario encuentro que acababa de tener: un hombre le había 
dicho todo lo que ella había hecho en su vida.

«Mientras tanto, sus discípulos le insistían:
-Maestro, come.
El les dijo:
-Yo tengo un alimento que vosotros no conocéis.[
Los discípulos comentaban:
-¿Le habrá traído alguien de comer?
Jesús les dijo:
-Para mí es alimento cumplir el designio del que me envió y llevar 
a cabo su obra.» (3)

Este texto de Juan nos da luz acerca del modo como Jesús vivió el 
problema del hambre y la sed. Jesús es el hombre que ha 
experimentado con mayor profundidad la verdad del dicho «no sólo 
de pan vive el hombre» (4).
Jesús ha experimentado esta verdad en el corazón mismo de las 
relaciones que mantenía con los hombres y mujeres que encontraba 
en el camino. De estos encuentros, Jesús unas veces salió 
satisfecho, y otras con hambre. Las relaciones con los demás fueron 
así el lugar donde Jesús, poco a poco, fue tomando conciencia de 
que su hambre humana podía transformarse en hambre de algo que 
no fuese pan.
Esta toma de conciencia la hizo Jesús por medio de un hecho 
sencillo que fue comprendiendo progresivamente. La comida que 
alimentaba su existencia humana le era menos indispensable para 
vivir que el alimento de una relación vivida a fondo con su Padre. 
Llevar a cabo la obra que su Padre le había confiado se le revela 
como la comida con la que se calma su hambre más profunda (5). En 
el momento de sentarse a la mesa con los suyos para su última 
cena, esta toma de conciencia le ha invadido por completo. De ahora 
en adelante comprenderá que el alimento es para é] hacer la 
voluntad de su Padre: «no comeré ni beberé hasta la mesa del 
Reino».
No hay, pues, contradicción entre esas dos declaraciones que 
hace Jesús al comienzo de su última cena.
Jesús ha deseado verdaderamente comer esta última Pascua. 
Pero su deseo no se dirige hacia la comida y la bebida que hay 
sobre la mesa. Su deseo se dirige a esa mesa, sólo en cuanto es el 
lugar y la cima de las relaciones que vive conscientemente y a fondo. 
En él, el Hijo del hombre que vive de pan se ha unido plenamente al 
ritmo de vida del Hijo de Dios que vive del Padre en el Espíritu. La 
Pascua que desea comer antes de padecer es la Pascua deseada 
no por lo que en ella se va a comer y consumir, sino por la Vida que 
de ella emerge y vivifica.
Jesús no come ni bebe en esta última cena con sus discípulos, no 
por falta de apetito ni porque el drama que se acerca le quite el 
hambre. Su deseo, plenamente despierto, ha sobrepasado toda 
hambre de comer y beber. Como hombre, había conseguido 
saciarse con esas relaciones vividas en el misterio de Dios (6).
En el estado de ánimo en el que Jesús se encuentra, la institución 
de la Eucaristía es en él, si podemos hablar así, un proceso 
completamente normal.
CO-SO/QUE-ES: El «tomad y comed, esto es mi cuerpo», y el 
«tomad y bebed, esta es mi sangre», que Jesús les dice a los suyos, 
tienden a establecer entre ellos y él una relación semejante a la que 
vive con su Padre en el Espíritu. Realmente, nada más sencillo. 
Comer su carne y beber su sangre es vivir de él como él mismo vive 
de su Padre (7). Comer su carne y beber su sangre es permanecer 
en él como él mismo permanece en el Padre (8). Comer su carne y 
beber su sangre es tener vida dentro de sí como el Hijo tiene la vida 
en sí mismo por el Padre (9).
En continuidad con lo que de este modo nos es revelado, 
podemos hablar de la Eucaristía como Mesa.
La Eucaristía es una comida en la cual Jesús establece, entre él y 
los suyos, las mismas relaciones que mantiene con el Padre y el 
Espíritu en la intimidad del misterio trinitario. En estas relaciones, el 
Padre, el Hijo y el Espíritu son el único Dios Vivo. Se dan 
mutuamente la existencia como personas, por la plenitud de vida de 
la que goza cada uno en su relación con los otros dos.
Al instituir la Eucaristía, Jesús realiza aquello que su corazón 
humano ha deseado ardientemente desde siempre. Crea para sí 
mismo un modo de vivir la relación con los hombres sus hermanos, 
semejante al modo que vive las relaciones que constituyen su vida 
más profunda en el misterio trinitario. Les invita a un banquete en el 
que compromete la totalidad de sí mismo como alimento para todos 
(10).
Ciertamente, la Eucaristía es un banquete.
EU/BANQUETE: Pero la Eucaristía no es un banquete cualquiera 
No es una comida de funeral, ni un banquete de boda, ni un 
banquete oficial, ni una comida fraterna... La Eucaristía es un 
banquete con una referencia a lo sagrado. En él se realiza un 
sacrificio. Y este sacrificio no es el sacrificio de una sangre que se 
derrama, ni de una destrucción violenta de nada. El sacrificio se da 
en referencia a unas relaciones humanas que, en él, se viven como 
se viven esas relaciones en el mundo de la divinidad. El «Tomad, 
comed, esto es mi cuerpo...» y el «Tomad, bebed, esta es mi 
sangre...» ponen bien a las claras lo que se realiza en este 
banquete. Participar en él es entrar en un intercambio insólito que 
desborda la simple comunicación de bienes.
Decir que se trata de un intercambio insólito no significa que no 
podamos comprender algo de lo que allí se realiza. Por eso 
buscamos la manera de llegar a comprenderlo. Para ello, vamos a 
clarificar, a partir de nuestra experiencia humana, lo que nos dice el 
relato de los evangelistas acerca del acontecimiento que está en el 
origen de la Eucaristía.

La experiencia de la vida humana
Durante la Segunda Guerra Mundial yo tenía veinte años.
Era un tiempo de restricciones en cuanto a la comida: cartilla de 
alimentación, vales para el azúcar, racionamiento de la carne... 
Cuando había oportunidad para hacer una buena comida se 
valoraba ésta en la misma medida en que escaseaba.
Los domingos, la gente recorría los pueblos y si al cabo del día 
conseguían un salchichón o una docena de huevos ya eran 
felices...
De estos años, conservo el recuerdo de algunos rostros de 
hombres y mujeres que fui conociendo un poco por todas partes. Yo 
tenía un hambre de lobo, pues era joven, y no me saciaba nunca. A 
esta gente, sin embargo, siempre les parecía demasiado lo que les 
echaban en el plato. Más tarde he llegado a comprender cuál era el 
sentido verdadero de esa su falta de apetito. A ello me ayudaron 
algunos casos, por ejemplo, el de Simone Well. En una Inglaterra en 
la que no le faltaba de nada, ella, sin embargo, se moría de 
desnutrición. Su propia carne había participado demasiado 
intensamente en la agonía de tantos hombres y mujeres que, a la 
misma hora, estaban muriendo de hambre en los campos de 
concentración alemanes. Me acuerdo también de un amigo 
africano.
Para explicarme su falta de apetito, me citaba un proverbio de su 
tierra: «Lo más necesario para comer no es una bola de mijo; sino 
tener amigos».
El hombre es así. Trabaja, lucha para tener preparada la mesa 
donde se sentará al acabar la jornada. Pero su trabajo y su lucha no 
adquieren todo su sentido si no puede sentarse en esa mesa, por la 
que ha trabajado, junto con otros. Si el hombre está solo para comer 
el fruto de su fatiga, ésta termina por parecerle absurda (11).
«Pruébame este vino», dice el cosechero.
No dice «prueba», sino «pruébame». El mismo, como que se 
implica de algún modo en ese vino que escancia. En el reflejo de ese 
liquido parece como que ve gotear el sudor con el que ha hecho 
fecunda a su viña. Y al mismo tiempo, al ver cómo los otros disfrutan 
bebiendo su vino, es como si él mismo bebiera. De esta misma 
manera hablan el padre y la madre cuando estimulan el apetito de 
sus hijos: «Cómeme esto», les dicen.
Todo este lenguaje de la comida y la bebida, si le prestamos 
atención, nos muestra que los hombres, en la mesa, ponen una 
realidad que desborda la simple referencia al hambre y la sed. Si 
uno se sienta a la mesa junto con otros, ahí se realiza algo más que 
un simple consumo de alimentos. En torno a la mesa o sobre ella, 
flota un «no sé qué» que baña a los comensales lo mismo que a los 
alimentos y a la bebida.
Para llegar a discernir ese «no sé qué» debemos renunciar a 
utilizar un instrumental analítico.
Este «no sé qué», en efecto, no se puede definir 
cuantitativamente: puede darse al compartir una naranja pero no si 
repartimos un camión de ellas. Este «no sé qué» no puede definirse 
tampoco cualitativamente: se puede dar en torno a un vaso de vino y 
no darse, sin embargo, en torno a unas copas burbujeantes con el 
mejor de los champanes. Este «no sé qué» es de un orden muy 
particular, precisamente porque el alimento o la bebida que se 
comparten tienen «sabor humano».
La comida y la bebida tienen sabor humano cuando en ellos 
quedan implicados hombres y mujeres a los que se quiere. Su 
trabajo, sus luchas, no tienen como único objetivo la producción. Se 
trabaja y se lucha para. comer y beber. El trabajador se alimenta, 
incluso con su propia fatiga, cuando sabe que con ella podrá 
alimentar también a sus seres queridos.
Es ese «no sé qué» que cada uno puede experimentar en la 
mesa en que come. No existen palabras que lo expresen, pero 
cuando sentimos su presencia, hablamos de «lo sagrado». Se 
requieren muchos sacrificios para preservar este no sé qué. Por él 
llegaremos, incluso, a dejar de comer.
Este es el caso de quienes han hecho huelgas de hambre para 
lograr el reconocimiento, para sus prójimos o semejantes, de algún 
derecho que consideren inalienable. Es el caso, por ejemplo, de los 
sublevados de Gdansk cuando, en 1971, declaraban: «Estamos 
dispuestos a trabajar por un plato de sopa si prometen no 
mentirnos». Y es el caso de estos mismos obreros cuando, en 1980, 
suprimieron la venta de alcohol dentro de la fábrica: «Ahora ya no 
necesitamos beber dentro de las fábricas, pues con el sindicato libre 
hemos recuperado la dignidad».
Es cierto que el hombre necesita pan para vivir. Pero para vivir 
como un ser humano se necesita un pan que tenga sabor humano 
para la sensibilidad del hombre.
Ocurre algunas veces que, después de haber comido 
determinado pan para poder vivir, el hombre vomita un día ese 
mismo pan cuando constata que no le sirve para vivir como un ser 
humano.
«Lo tengo todavía atravesado», «todavía no he conseguido 
tragarlo», «se me ha quedado en la garganta», «aún no lo he 
digerido»... Todas estas expresiones se refieren a comidas que son 
indignas del hombre: comidas en las que el hombre se siente 
explotado, o que las recibe como limosna que es al fin y al cabo lo 
mismo.
Las únicas comidas dignas del hombre son aquellas en las que el 
hombre es tratado según su verdadero deseo. Este deseo aspira 
confusamente a una comida en la que esté presente ese «no sé 
qué» que da sabor humano a la comida y la bebida.
COMIDA/COR-SACIADO: El hombre sabe que no puede hallar 
este sabor humano en la comida que sólo sirve para subsistir, en la 
que cada uno come lo necesario para seguir viviendo. 
Instintivamente, el hombre presiente y desea otro tipo de relaciones 
económicas: comidas en las que unos a otros se faciliten la 
existencia mutuamente. Más allá, bastante más allá de ese plato 
concreto, los ojos del ser humano buscan el gesto, el gesto que 
hace que ese plato rebose. El hombre, en la comida, da 
misteriosamente importancia al gesto.
Su corazón de adulto o de niño nunca se engaña. Sabe 
instintivamente si ese plato de comida le aporta sólo subsistencia o si 
le sirve para existir de veras como un ser humano. El hombre no se 
siente vivir al sentarse a la mesa, más que si el verdadero deseo de 
su corazón ha sido satisfecho.
Si es cierto realmente que el hombre necesita comer para poder 
vivir, ¿cómo es posible que haya hombres y mujeres que han llegado 
a dejar de comer para afirmar su voluntad de vivir como verdaderos 
hombres y mujeres?
Si es verdad que el ser humano se realiza produciendo lo que 
consume gracias a su trabajo, ¿cómo es posible que algunos 
hombres y mujeres prefieran perder su puesto de trabajo antes que 
renunciar a las relaciones de amor, de amistad, de solidaridad que 
les unen a otros seres humanos?
Es imposible encontrar ni siquiera un principio de explicación para 
estos hechos, si el hombre pudiera reducirse, simplemente, al 
proceso por el que satisface sus necesidades. La única explicación 
posible está en la línea del deseo. Y el deseo que en este caso 
impulsa al ser humano es el de una reciprocidad sin la cual no puede 
sentir su existencia como humana.
Esta experiencia humana de la vida cotidiana nos aproxima y nos 
ayuda a comprender mejor el proceso observado en Jesús cuando 
instituye la Eucaristía. La comida eucarística responde a la exigencia 
de reciprocidad que se agita dentro del corazón humano. En la 
última cena, Jesús pudo no probar bocado y, sin embargo, seguir 
siendo plenamente comensal junto a los suyos; en esta comida su 
alimento era la fe con que los suyos tomaban el pan que les repartía 
y el vino que les invitaba a beber.
A poco que los hombres reflexionen sobre su propia experiencia 
acerca de la comida, pueden reconocer, en el gesto que Jesús 
realiza el gesto que decide, en última instancia, sobre la verdad de 
cualquier comida. Una comida es verdadera en la medida en la que 
en ella se hace justicia al deseo de reciprocidad. Jesús, en la última 
cena, instituyó la Eucaristía como hombre de deseo. En ese gesto, 
que prolonga y corona los gestos de toda su vida, invita a los 
hombres a preguntarse acerca del espacio que dejan, al deseo de 
reciprocidad en sus luchas por la mesa de la vida.

La Eucaristía, iniciación en la reciprocidad
La reforma litúrgica del Vaticano II ha hecho posible a los fieles un 
cierto número de redescubrimientos en torno a la Eucaristía.
EU/TRABAJO/RELACION TRABAJO/EU/RELACION Entre estos 
redescubrimientos, uno de los más interesantes, es el vínculo que 
existe entre trabajo humano y Eucaristía: «Bendito seas, Señor Dios 
del universo, por este pan y este vino, fruto del esfuerzo y del trabajo 
de los hombres».
Lo que se come en el banquete de la Eucaristía no es «la 
sagrada forma intocable», sino algo que hay que comer con los 
dientes, como el pan.
CO-SO/MASTICAR: Es una materia que hay que moler 
masticándola, como prolongación del molino o el lagar que han 
triturado el trigo o las uvas; como prolongación también y sobre todo 
del trabajo en el que el hombre mismo es triturado, molido, roto por 
la fatiga, cuando no por la injusticia y la explotación.
Como comida, la Eucaristía es, pues, una especie de culmen, de 
meta, de punto focal. En ella, todo el esfuerzo de los hombres para 
ganar el pan se ilumina. Se iluminan igualmente las luchas que los 
hombres han llevado a cabo desde siempre para disminuir su 
cansancio: desde los inventos técnicos hasta las luchas 
profesionales o sindicales; desde la lucha contra el hambre hasta las 
acciones contra el paro y a favor del empleo. Puestos sobre la mesa 
de la Eucaristía, el pan y el vino nos muestran todas estas cosas. 
Ver este pan y este vino es apoderarse de nuevo de toda la fatiga 
humana con todos sus combates. La agresividad desarrollada en 
todas estas luchas no debe ser minimizada. Es parte integrante del 
alimento humano. Tiene, pues, su sitio en la mesa de la Eucaristía.
Con todo, quienes vienen a esta mesa saben que no lo hacen 
para satisfacer en ella el hambre o la sed de sus estómagos.
Lo que se come y lo que se bebe en esta mesa es algo diferente 
de aquello que se ve. En esta mesa, el alimento real es el gesto de 
partir el pan y no el pan que se come; y la alegría que existe es 
porque se comparte el vino, no por el hecho de beberlo. El pan y el 
vino son indispensables en la comida eucarística; son la materia a 
consumir.
Pero la vida, sin embargo, no la esperamos recibir de este 
alimento material. La vida, la esperamos de esas relaciones que la 
materia significa.
El pan y el vino de la Eucaristía no dan la vida por ser pan ni por 
ser vino. Dan la vida porque, por ellos, somos introducidos en la 
participación que Jesucristo hace de sí mismo a los hombres de 
todos los tiempos y de todos los lugares. El, que es la fuente de 
todos los significados por ser el Verbo de Dios, hace que el pan y el 
vino compartido signifiquen el intercambio que quiere realizar entre 
él y los hombres: «esto es mi cuerpo», «ésta es mi sangre».
Así pues, la relación que Jesús propone aquí a todo hombre o 
mujer prolonga y sobrepasa, al mismo tiempo, ese horizonte hacia el 
que se dirige el deseo de los hombres.
El deseo humano, por sí mismo, tiende a esa relación en que los 
hombres y las mujeres se dan unos a otros la vida comiendo y 
bebiendo juntos el fruto del trabajo y de la lucha.
La mesa de la Eucaristía satisface plenamente ese horizonte. 
Como toda comida que sea realmente humana, la Eucaristía arranca 
al hombre de la trivialidad, donde comer y beber sólo sirven para 
satisfacer necesidades naturales.
Y al mismo tiempo, la Eucaristía hace que ese deseo humano 
vislumbre, como otras tantas playas desconocidas, aquellas 
relaciones que hicieron de Jesús el hombre verdaderamente más 
vivo de todos los tiempos. El, que vive para siempre, más allá de la 
muerte, por las relaciones que mantiene con el Padre en el Espíritu, 
propone a los hombres que coman y beban de él, como él mismo 
come y bebe en el misterio mismo del Dios de la vida. La 
reciprocidad, tal como es vivida en Dios, se transforma de este modo 
en horizonte de ese deseo de reciprocidad que bulle dentro del 
corazón humano.
Un horizonte como éste no es ajeno al hombre. Es el último punto 
hacia el que se dirige el deseo que empuja al hombre desde dentro. 
El hombre, por sus propios medios, no hubiera podido imaginar, ni 
mucho menos alcanzar, ese horizonte de reciprocidad en el que 
somos alimento unos de otros. Lo que la Eucaristía propone al 
hombre es una especie de ínter-devorarse mutuo. Cuando el 
hombre acepta este horizonte para su deseo de reciprocidad, 
comienza a poner la mirada más allá de sus profundidades 
simplemente humanas y aspira a las profundidades del misterio de 
Dios.
Y ciertamente puede hacerlo. Lo puede, porque Dios mismo es 
quien se lo propone al hombre. En Jesucristo, es Dios mismo quien, 
al darles como alimento y bebida su carne y su sangre de 
hombre-Dios, se da a sí mismo como bebida y comida para los 
hombres.
La Eucaristía como mesa, inicia al hombre en la reciprocidad 
perfecta, tal como se vive en Dios.
En Dios, esta reciprocidad tiene un nombre: el Espíritu del Hijo y 
del Padre. Por él, el Padre y el Hijo, al tiempo que siguen siendo 
totalmente irreductibles uno al otro porque son diferentes, pueden 
sin embargo decirse mutuamente: «Todo lo que es mío, es tuyo, y 
todo lo que es tuyo, es mío».
EU/ES EPICLESIS/EU: Esto nos hace ver claramente que no 
puede haber nunca Eucaristía sin que se invoque al Espíritu Santo 
por medio de la plegaria llamada epíclesis (12). Por la acción del 
Espíritu el cuerpo de Jesús fue formado en el seno de la Virgen 
María, y bajo la acción del Espíritu, Jesús, estremeciéndose hasta 
las fibras más íntimas de su carne, se hizo Eucaristía; por la acción 
de este mismo Espíritu, el pan y el vino se transforman en cuerpo y 
sangre de Jesús en la mesa de la Eucaristía.
Lo mismo ocurre en la vida de los hombres.
Quien se deja conducir por el Espíritu, logrará abrirse a esos 
horizontes de reciprocidad hacia los que le conduce lo más profundo 
de su propio deseo. Superando esos significados triviales, en los 
que el esfuerzo humano es sólo un medio para tener más, logrará 
alcanzar otros significados en los que el esfuerzo se transforma en 
medio para participar con los demás. En la medida en que, gracias a 
esta docilidad hacia el Espíritu, vaya avanzando por este camino, su 
esfuerzo irá creando en él un ser humano capaz, cada vez más, de 
compartir con los demás. Este darse mutuamente la existencia por 
medio de estas relaciones de reciprocidad, se le irá transformando 
en sal que da a su vida el verdadero sabor humano. A medida que 
vaya cogiendo gusto a esta reciprocidad humana, su corazón se irá 
abriendo progresivamente al deseo de una reciprocidad de orden 
divino (13).
Quienes se dejan iniciar por la Eucaristía en este deseo de 
reciprocidad tal como se vive en Dios por el Espíritu no conocerán la 
muerte (14). Biológicamente hablando es cierto que morirán, como 
todos los demás hombres. Pero morirán tras haber sido 
transformados en vivientes. Y su propia muerte será para ellos la 
comida de una Pascua ardientemente deseada.
Así es la Mesa que llamamos Eucaristía.
Para quien ha penetrado en el significado de esta mesa, el 
adjetivo «sagrado» y la palabra «sacrificio» no designan ya 
realidades lejanas; son los términos indispensables para hablar de ]a 
Eucaristía porque lo son igualmente para hablar de las realidades de 
la vida. Por la comida sagrada del sacrificio eucarístico, el hombre se 
inicia en el conocimiento de la dimensión sagrada de su vida 
económica. La Misa, la Comunión, despiertan de nuevo en los 
hombres el deseo de una reciprocidad de orden divino sin la cual 
sus comidas perderían rápidamente todo sabor humano.


2. Mesa eucarística 
y pedagogía del deseo 
de reciprocidad

Como Mesa, la Eucaristía cuestiona al hombre en el plano de la 
vida económica.
¿Logra alcanzar el hombre en la actividad económica su 
verdadero deseo con suficiente profundidad, más allá de sus 
necesidades naturales que tiene que satisfacer? ¿O se hace tal vez 
prisionero de sus necesidades corriendo el riesgo de no abrirse 
nunca a la reciprocidad?
La Eucaristía plantea al hombre estos interrogantes. Y los plantea 
como Mesa que debe iniciar al hombre en su más verdadero deseo, 
que es el deseo de vivir como hombre.
Pero la Eucaristía no es únicamente iniciación. Es también viático 
(15): provisión para el camino que hay que recorrer.
Desde la codicia que quiere acaparar todo para sí y poseerlo, 
debe pasar el hombre a relaciones de reciprocidad en las que él 
mismo se entregue para poder recibir del otro que también se 
entrega. Esto requiere un largo camino.
Y para este camino se necesitan fuerzas.
Antes de instituir la Eucaristía dijo Jesús:
«Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros 
antes de padecer...»
La palabra Pascua, usada por Jesús, nos evoca con toda claridad 
la salida de Egipto.
En la institución de la Eucaristía realizada durante la cena de la 
Pascua, Jesús asume el éxodo de los antepasados desde la tierra de 
Egipto a la tierra prometida por Dios. Pero Jesús asume, sobre todo, 
ese proceso por el que los hijos de Israel, a lo largo de los siglos de 
su historia y arrancando de sí la codicia que les llevaba a poseer la 
tierra, dieron el paso hacia el deseo que Dios quería despertar en el 
corazón humano desde el mismo momento en que llamó a su 
antepasado Abraham.
La mesa de la Eucaristía es el lugar propio para una pedagogía 
del deseo. Comunica a los hombres la orientación y las fuerzas 
necesarias para dar ese paso desde la codicia al deseo de 
reciprocidad.
Para comprender esta pedagogía es necesario que la experiencia 
bíblica se haga presente al espíritu humano. Toda esa experiencia 
culmina en el proceso en el que Jesús se propone a si mismo como 
alimento y bebida para la vida de los hombres.
Entonces es posible comprender cómo la Eucaristía es viático.

Tres temas de reflexión:
1) La experiencia bíblica.
2) La propuesta del Evangelio.
3) La Eucaristía como viático para entrar en reciprocidad.

La experiencia bíblica
La experiencia bíblica es la experiencia vivida por los hombres y 
mujeres de que nos habla la Biblia. En ella se hallan los tres 
aspectos que se engloban en toda vida humana: el aspecto cultural, 
el aspecto político y el aspecto económico.
Desde el punto de vista económico, la experiencia bíblica nos 
muestra cómo vivió el pueblo de Dios la relación con los bienes de la 
tierra.
En el comienzo de esta experiencia encontramos la Alianza que se 
establece entre Dios y Abraham. A este hombre, nómada, Dios le 
promete una tierra (16). La experiencia que el hombre bíblico tuvo 
que hacer fue la de la paciencia después de los combates que 
condujeron a las tribus de Israel a dominar el territorio prometido por 
Dios (17). La posesión de la tierra y el disfrute de sus productos 
consagran su existencia como pueblo. Estas doce tribus son un 
verdadero pueblo porque gozan juntos, como pueblo, de la tierra y 
de sus frutos. «Israel y Judá eran numerosos, más numerosos que la 
arena que está a la orilla del mar; comían, bebían, se daban buena 
vida...» (18).
Esa experiencia exaltó en Israel el amor a la tierra y sus 
productos. Se quiere a la tierra como un don recibido de Dios: 
«Bendito seas, Señor, Tú que nos das...».
Esta bendición se repetía de modo particular, una vez al año en la 
cena de Pascua, que no evocaba solamente la salida de Egipto, sino 
que celebraba también la realización de las promesas hechas por 
Dios a los antepasados. ¡Los bienes de la tierra eran reconocidos en 
ella como bienes recibidos de la mano del Dios verdadero! (19).
Pero la experiencia bíblica no se detiene en la toma de posesión 
de la tierra prometida.
Los acontecimientos siguientes van a cambiar la relación del 
pueblo con los bienes recibidos de Dios. Con la instauración de la 
monarquía, sobre todo a partir de Salomón (20), con el cisma que 
divide al pueblo en dos dinastías rivales (21), con la amenaza que 
pesa sobre los dos reinos por los imperios vecinos en conflicto, la 
idea que se tiene acerca de estos bienes va evolucionando. Cada 
vez se les tiene menos como bienes comunes para todo el pueblo. 
Los reyes se los apropian y distribuyen el suelo para ganarse 
adeptos o recompensar fidelidades (22). La ostentación de la 
riqueza se transforma en un medio de gobierno interior y en un 
principio de diplomacia en las relaciones internacionales (23). Así se 
instauran prácticas para acaparar los bienes. Los profetas echan 
peste contra ellas. Los bienes recibidos de Dios ya no son amados 
como es debido; ¡son únicamente objeto de codicia! La explotación 
de los pequeños y los pobres es su consecuencia lógica (24).
La experiencia bíblica se transforma, de esta manera, en el 
dominio económico, en experiencia de la ambigüedad de los bienes 
de la tierra. Esos bienes que Dios había hecho desear a los 
antepasados, pueden hacer olvidar a los hijos la Alianza con Dios 
(25).
Pero he aquí que en esta experiencia aparecen situaciones 
inesperadas. El pueblo se ve arrancado de la tierra que, sin 
embargo, Dios le había dado (26). La deportación, el exilio, la 
dispersión, introducen en la experiencia bíblica los datos de 
perdición, privación y ausencia. A partir de estos hechos, Israel 
comienza a interrogarse (27).
Si Dios ha permitido que les sean quitados los bienes que él 
mismo les había dado, es que esos bienes no son aquello que hace 
que Israel sea un verdadero pueblo. Lo importante, pues, no es 
recuperar esos bienes. Lo importante es relacionarse con ellos en el 
mismo sentido en que han sido recibidos de mano de Dios (28) 
Aquellos israelitas que consiguieron llegar a esta toma de 
conciencia, pudieron encontrarse a sí mismos en profundidad. La 
experiencia de los bienes perdidos les hizo calibrar el verdadero 
deseo de su corazón (29).
La experiencia bíblica acerca de los bienes terrenos es la de un 
camino, a lo largo del cual los hombres y las mujeres fueron 
reconociendo su ambigüedad, aun tratándose de bienes que habían 
recibido directamente de Dios. Para los hijos de Israel que hicieron 
esta experiencia, su conclusión fue el presentimiento de un nuevo 
modo de relacionarse entre sí (30). Y también de una transformación 
en las relaciones que mantenían hasta entonces con los demás 
pueblos.
Para estos israelitas, el hecho de haber recibido de Dios la tierra 
de Canaán como herencia no constituye ya un muro de separación 
con las otras naciones. Se reconoce progresivamente al extranjero 
su derecho a participar en los bienes que esta tierra produce (31); 
se reconoce que él también tiene un sitio en el banquete que Dios va 
a dar en la montaña santa (32); se vislumbra, incluso, un día en que 
todos los pueblos podrán hacer valer sus derechos para habitar la 
tierra prometida, pues también ellos serán herederos de la promesa 
(33).
Este es el resultado de la experiencia bíblica acerca de la relación 
del hombre con los bienes.
Dieciocho siglos de evolución interna hicieron posible que algunos 
de los hijos de Israel se abriesen a esta perspectiva de una 
participación a la que pueden acudir los hombres de todas las 
naciones.
Una lenta pedagogía les hizo recobrar el significado de los bienes. 
Los bienes no son tales por el hecho de poseerlos, sino porque 
hacen posible la dinámica del compartir en la que el hombre alcanza 
la reciprocidad con el prójimo. Vivida de esta manera, la relación con 
los bienes se transforma en una de las opciones que el ser humano, 
hombre o mujer, debe realizar.
En relación con estos bienes, el hombre puede llegar a ser 
prisionero de su propia codicia; pero, en esta misma relación, el 
hombre puede también abrirse en esta doble posibilidad a la que el 
hombre accede a través de los bienes. Su ambigüedad se halla en 
su misma raíz, y es tarea del hombre eliminarla.
La intervención de Jesucristo, al término de la experiencia, 
consistirá en colocar al hombre ante una decisión en la que esta 
ambigüedad pueda ser eliminada.

La propuesta del Evangelio
En el Evangelio de Juan, capítulo sexto, Jesús provoca al hombre 
para que tome esta decisión, y lo hace proponiéndose a sí mismo 
como comida y bebida.
El texto del evangelio coloca dos episodios seguidos. Primero, la 
multiplicación de los panes, fuera del país que Dios ha dado a los 
antepasados, al otro lado del lago de Galilea (34); después, en 
Cafarnaúm, los que un día antes habían querido hacer rey a Jesús, 
vuelven a encontrarse con él (35). Entre estos dos episodios, Juan 
relata la travesía del lago, solos los discípulos, en medio de la 
tempestad de la noche (36).
Las gentes que vinieron al encuentro de Jesús en Cafarnaúm 
habían visto el milagro de la multiplicación de los panes: habían 
comido hasta saciarse. Pero no habían visto el signo hecho por 
Jesús, es decir, el significado de su acción. Seguían a Jesús porque 
soñaban con que se repitiera lo ocurrido el día antes. Lo que les 
empuja, sin duda inconscientemente, es la codicia. Querían comer. 
No les empujaba el deseo, pues el deseo busca lo inédito y no la 
repetición de lo pasado (/Jn/06/26).
«Sí, os lo aseguro: No me buscáis porque hayáis percibido 
señales, sino porque habéis comido pan hasta saciaros. » (37)

Al hablarles así, Jesús les manda que eliminen ellos mismos la 
ambigüedad de su camino. ¿Quieren el pan por el pan mismo o por 
lo que el pan significa? Jesús, de alguna manera, les conmina para 
que se pregunten ellos mismos por qué han venido a su encuentro. 
¿Le buscan como a un mago para que solucione sus problemas 
económicos, o le buscan por él mismo? Si le buscan por él mismo, 
¡no tienen más que reconocerle por la señal que les ha dado! Esta 
señal les dice claramente quién es él: verdadero Pan de vida que el 
Padre da a los hombres para su alimento... Es ya hora de que los 
interlocutores de Jesús se clarifiquen respecto de su propio 
deseo...
San Juan precisa que las palabras de Jesús fueron dichas en la 
sinagoga de Cafarnaúm (38). Fueron probablemente uno de esos 
comentarios que se invitaba a hacer a los visitantes que estaban de 
paso en la reunión del sábado. Dichas ante unas gentes que 
celebraban al mismo tiempo el descanso del Señor y la entrada del 
pueblo en la tierra prometida, las palabras de Jesús establecen 
claramente la diferencia entre el pan que han comido el día anterior 
en la tierra de la codicia y el Pan que se comerá en la verdadera 
Tierra Prometida. Allí se verá saciado el impulso del deseo 
verdadero.
Entre la multiplicación de los panes y la proposición del Pan de 
vida, el evangelista ha colocado la travesía del lago.
Esta travesía representa la ruptura con toda esa veleidad de 
querer prolongar las situaciones vividas por los antepasados en el 
desierto, en aquel tiempo en el que Dios proveía a sus necesidades 
con el maná, las codornices, la fuente que brotaba de la roca... (39). 
Esta travesía del lago recuerda la travesía del Jordán conducidos 
por Josué (40). Pero aquí no se trata de pasar a una mayor 
abundancia de bienes materiales, en la tierra que mana leche y miel. 
.., sino de otro tipo de economía: la de vivir, de ahora en adelante, 
de la misma vida de Dios. ¡Esa es la verdadera tierra prometida al 
deseo del corazón humano!
El pueblo de Dios atravesó el Jordán conducido por Josué. Los 
discípulos de Jesús deben atravesar el lago bajo su mandato, ¡pero 
sin él! (41). Todo lo más, él se unirá a ellos para librarles de la 
tempestad y hacerles arribar adonde quieren llegar (42). Con ello, el 
evangelio quiere significar que sólo Jesús puede hacer arribar al 
hombre al puerto de su verdadero deseo, pero que debe ser el 
hombre quien se meta en la barca él mismo, si quiere hacer la 
travesía. Bajo el mandato de Jesús, el hombre debe hacer un acto 
de fe.
Cuando Jesús, a la mañana siguiente, proponga su carne como 
comida y su sangre como bebida, sólo admitirán sus palabras 
aquellos que, por su mandato, han aceptado realizar esta travesía 
(43). Pero los que han seguido a Jesús codiciando soluciones 
milagrosas no podrán recibir sus palabras: «¿Cómo puede éste 
darnos a comer su carne?», se dirán unos a otros (44).
A este «¿cómo es posible...?», Jesús no responde. Se limita a 
repetir su mandato. Este mandato coloca al hombre ante una 
elección en que se juega su destino como hombre: se trata de optar 
por una vida creyente en aquel que se llama «Pan de vida».
La oposición entre estos dos episodios, separados por la travesía 
del lago, indica a los: hombres que la vida por la que hay que optar 
no es en absoluto ninguna garantía por que se les multipliquen los 
recursos materiales, como fruto de algún milagro, de la técnica o de 
otros medios... La verdadera vida no queda garantizada más que 
entrando en el tipo de relaciones que se viven en Dios:

«A mí me ha enviado el Padre, que vive, y yo vivo gracias al Padre; 
pues también quien me come vivirá gracias a mí. Aquí está el pan 
que ha bajado del cielo; no como el que comieron vuestros padres, 
que comieron, pero murieron; quien coma de este pan vivirá para 
siempre.» (45)

Al proponerse como pan de vida, Jesús lo hace apoyándose en el 
resultado al que había conducido a los antepasados la experiencia 
bíblica: el descubrimiento de que los bienes han sido dados por Dios 
para ser compartidos en reciprocidad. Jesús lleva esta conclusión 
hasta sus últimas consecuencias. Hay que compartir incluso ese bien 
que es uno mismo. Jesús se presenta, pues, como quien ha 
realizado, él mismo, la opción de compartir de este modo, y se llama 
a sí mismo comida y bebida (46).
Lo que arranca a los hombres de las consecuencias de su codicia 
y les despierta al último impulso de su deseo es el aceptar esta 
participación. Se admite entonces la mesa eucarística porque se ve 
en ella aquello que realmente es: la reciprocidad vivida entre los 
hombres tal como se la vive en Dios. Es inútil preguntar cómo se 
consigue eso. Se vive, y eso basta. Pero se vive por la fe, porque, 
por la fe, se embarca uno hacia esa orilla bajo el mandato de Jesús.
Las palabras en las que Jesús se propone a sí mismo como 
comida y bebida, no pueden ser recibidas por quienes no han hecho 
esta travesía simbolizada, en el Evangelio de Juan, por el lago, la 
tempestad y la llegada «allá adonde iban». Aquella noche, sin duda, 
Judas la había rechazado interiormente (47).
Para quien ha aceptado hacer esta travesía, las palabras de 
Jesús, por el contrario, se convierten en una pedagogía. El destino 
de los hombres se desvela en ellas con posibilidades anteriormente 
inimaginables. La fe en la mesa eucarística hace posible la fe en 
unas relaciones económicas distintas, en las que la vida humana no 
sea solamente biológica, moral o psicológica, sino verdadera vida 
humana: vida, de hombres y mujeres, que viven de la misma vida de 
la que Dios vive. La fe en la mesa de la Eucaristía podría ayudar a 
los hombres a hacerse más conscientes de sus codicias ocultas, que 
condenan a tantos hombres a devorarse mutuamente en el odio, 
enarbolando, eso sí, banderas honorables, sin llegar incluso a saber 
qué provecho van a sacar de su propio exterminio. El hombre, si vive 
de la Eucaristía, será llamado a un devorarse mutuo sí, pero en el 
orden del amor.

La Eucaristía, viático para una entrada en la reciprocidad
Lo propio de la Eucaristía es que no existe como Mesa si no se la 
mira de un modo determinado: aquel modo de mirar que, habiendo 
percibido la ambigüedad de los bienes terrenos, encuentra en esos 
bienes, no una ocasión para recaer en la codicia, sino una 
provocación para desear ardientemente.
Tal mirada no se da de modo espontáneo en el hombre; pero 
puede irse instaurando en la medida en que el corazón del hombre 
se vaya invistiendo del mensaje de la Escritura. Siguiendo el ejemplo 
del Hijo del hombre, que vino «comiendo y bebiendo» (48) y que se 
va declarando que no comerá ni beberá (49), el hombre se libera de 
toda mirada «a priori» sobre los bienes de la tierra.
Hay gente, en efecto, para quienes los bienes de la tierra no son 
más que falsos bienes indignos de ser amados. Estos nunca podrán 
gustar lo que significa la mesa de la Eucaristía. Jamás comprenderán 
que Jesús haya podido multiplicar el pan y el vino como fuerza y 
alegría de los hombres. Les es imposible atravesar el lago por la 
sencilla razón de que no están en la orilla de la que debieran partir.
Hay otros para quienes los bienes de la tierra son tan preciados 
que no pueden, por sí mismos, ser signos de otra cosa. Tampoco 
ellos podrán saborear el significado de la Eucaristía como Mesa. 
Jamás comprenderán que Jesús haya podido renunciar a comer y 
beber. La travesía del lago les es imposible porque son incapaces 
de soñar en otra cosa que no sea la repetición de las satisfacciones 
ya tenidas.
Lo que une a estas gentes tan opuestas es el hecho de no haber 
percibido la ambigüedad de los bienes terrenos tal como lo ilumina la 
experiencia bíblica. Para ellos, la mesa de la Eucaristía no tiene 
nada que ver con la relación del hombre con los bienes de la tierra. 
Esta mesa nunca será para ellos más que una ceremonia religiosa, 
un banquete de funeral o de fiesta con los que una religión 
embellece los acontecimientos que se refieren a la muerte o a la 
vida.
Los únicos que pueden realmente saborear la mesa de la 
Eucaristía son los que vienen y se sientan a ella como a una mesa 
en la que van a recibir lo que su corazón de hombre o de mujer, de 
un modo confuso sin duda, pero muy real, desea ardientemente. 
Para estos hombres y mujeres la Eucaristía es viático. La Eucaristía 
es la mesa de la que sacan fuerzas para recorrer el camino abierto 
ante ellos en su existencia por el despliegue de su propio deseo.
Los testimonios son abundantes en este terreno.
Deberíamos repetir lo que nos ha quedado con el tiempo como 
palabras venidas de los primeros cristianos condenados a las minas 
o a las fieras. Son palabras semejantes a las que nos llegan hoy día 
de las prisiones o los campos de concentración donde se pudren los 
testigos de los tiempos modernos. Deberíamos dejar hablar, 
igualmente, a militantes conocidos y a toda una masa de hombres y 
mujeres ocultos tras el anonimato.
En el testimonio que todos estos hombres y mujeres aportan hay 
un rasgo común. Sirviéndoles como viático, la Eucaristía les ha 
abierto a la reciprocidad con otros hombres, incluidos los que son 
más distintos o los más alejados. Lejos de replegarles en un 
«consumo interno, entre creyentes», la Eucaristía les ha hecho salir 
al encuentro y al diálogo. «Cuando recibo la comunión, sé que no 
puedo odiar a nadie ya que aquel a quien recibo ha muerto por 
todos, incluso por mis carceleros, lo mismo que por mí».
En el largo camino que hay que recorrer hasta que todas las 
confesiones cristianas se encuentren un día en la unidad, la 
Eucaristía es el alimento que puede hacer capaces a las 
inteligencias de reconocerse mutuamente, en la reciprocidad. En el 
camino, más largo todavía, que un día debería permitir reconocerse 
mutuamente a quienes creen en Jesús y a quienes no le conocen, la 
Eucaristía es, para los discípulos de Jesús, el alimento que les hace 
desear ardientemente llegar todos juntos a la plenitud de Dios.
Pero el entrar en reciprocidad, cosa a la que la Eucaristía no 
dejará de provocar a quienes viven de ella, es un entrar en 
reciprocidad en el terreno de los bienes materiales.
Esta provocación se encuentra subyacente en los 
comportamientos que, desde los primeros tiempos, se fueron 
abriendo paso en las comunidades cristianas:

«Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la 
comunión, a la fracción del pan, y a las oraciones... Todos los 
creyentes vivían unidos y tenían todo en común; vendían sus 
posesiones v sus bienes y repartían el precio entre todos, según la 
necesidad de cada uno.» (50)

Este eco de la vida de los primeros creyentes, aunque esté 
idealizado, nos está indicando que no puede partirse el pan de la 
mesa eucarística si en ello no nos sentimos provocados a partirnos 
nosotros mismos con todo lo que poseemos, en acto de reciprocidad 
con los demás.
La Eucaristía no es, pues, la mesa donde se cultiva una 
fraternidad fácil; tampoco es la mesa donde se solemnizan las 
apariencias de unidad. La Eucaristía es una mesa en la que «cada 
uno, examinándose a sí mismo» es llamado a clarificarse con su 
propio deseo (51). Nadie puede pretender decir que calma su 
hambre o su sed con lo que come o bebe en esta mesa si no 
reconoce, en las relaciones de reciprocidad que unen a las 
Personas divinas, el modelo según el cual deben vivirse las 
relaciones entre él y los otros hombres. Únicamente esta disposición 
hace de él un convidado a la mesa en la que Jesús se sentó 
diciendo que la había deseado ardientemente (52).
Estas consideraciones nos hacen ver que, si la Eucaristía es una 
mesa en la que se come y se bebe, es también una mesa que 
alimenta la mirada.
El pan y el vino de la Eucaristía no son únicamente alimento y 
bebida para la boca; son también alimento y bebida para los ojos. El 
pan y el vino de la Eucaristía son bienes. Pero son bienes que hacen 
ver otra cosa distinta. Son un signo, y al serlo, cumplen de modo 
eminente el papel que todos los bienes de la tierra debieran cumplir 
si los ojos de los hombres no estuviesen oscurecidos por la codicia. 
Lo propio del pan y el vino de la Eucaristía es que despierta nuestra 
mirada pero no nuestra codicia. Sólo puede despertar en nosotros el 
deseo...
Un cierto purismo en la aplicación de la reforma litúrgica del 
Vaticano II desvía hoy la atención de los fieles de las prácticas por 
las que la Eucaristía se presentaba en los ostensorios y en las 
exposiciones del Santísimo. Hay que reconocer el abuso que se 
había introducido en estas prácticas. Pero no debería olvidarse, sin 
embargo, cuál era su fundamento. La Eucaristía ha realizado el 
papel de viático en la experiencia cristiana, sosteniendo la marcha 
del bautizado en el camino hacia la visión de lo invisible. La 
contemplación de la Eucaristía hace al hombre más capaz de ver a 
los seres como signos. La mirada no siempre reconoce estos signos 
a primera vista. Es bueno saciarse de pan, pero es necesario 
saciarse, además, de signos (53), pues toda saciedad, la del 
estómago y también la de los ojos, cumple el papel de despertar 
nuestro corazón hacia el deseo que lo habita.
Este es el significado de la Eucaristía como mesa.
Contemplada y comida con la boca, pero también con los ojos, la 
Eucaristía mantiene abiertas ante el hombre todas las puertas del 
deseo. Por ella, toda saciedad vivida aquí abajo puede convertirse 
en signo de algo diferente, en vez de encerrar al hombre en la 
codicia de la repetición de lo vivido. Pero las llamadas del deseo que 
la Eucaristía despierta en el hombre, le obligarán constantemente a 
nuevas travesías para las cuales él mismo deberá embarcarse bajo 
el mandato de Jesús: en la fe.
Como Mesa, la Eucaristía es para los hombres, a un mismo 
tiempo, iniciación en su verdadero deseo de reciprocidad y viático 
para obedecer al impulso de este deseo: hasta la reciprocidad tal 
como el Espíritu la realiza en el misterio de Dios.
En esto la Eucaristía es un interrogante lanzado a los hombres 
acerca de todas las prácticas por las que, como hombres o como 
mujeres, tratan de poner la mesa para su comida. Para quienes 
quieran acogerlo, este interrogante puede formularse en términos 
del lenguaje más corriente.
Basta con preguntarse:
«¿Con qué rima el acto de comer con nuestra vida humana?...».
Desde las profundidades alcanzadas por el taladro de las 
prospecciones petrolíferas, hasta las alturas donde va navegando, 
inmóvil, la estación espacial de telecomunicación, el problema de la 
comida y la bebida se halla en el centro de todas las opciones 
humanas. ¿Pero serán verdaderamente humanas estas opciones? 
¿La economía impondrá al hombre que se considere a si mismo 
únicamente como productor de las cosas que consume...? ¿Estará 
toda la vida humana circunscrita a este círculo implacable de la 
producción-consumo? ¿O serán, la producción y el consumo, el 
lugar privilegiado que haga despertar a esta «bella durmiente del 
bosque» que es el deseo en el ser humano, para que amanezca 
como deseo de reciprocidad?...
La Eucaristía, celebrada como Mesa, está diciendo a los hombres 
que no pueden mirar los bienes que consumen como si no fuesen 
signos de algo más. Olvidar ese «no sé qué» por el que estos bienes 
tienen sabor humano sería, para los hombres, acabar un día 
olvidándose de sí mismos. Mediante esta interpelación, la Eucaristía 
podría ciertamente ser la instancia crítica que permitiera a los 
hombres situarse como tales hombres en relación a las demandas 
de la economía. La Eucaristía denuncia como engañosas todas las 
teorías económicas que desprecian el deseo de reciprocidad 
existente en el hombre. Estas teorías, sea que invoquen la 
aspiración a un más justo reparto de los bienes, sea que aspiren a 
promover una mejor productividad mediante el juego de la iniciativa y 
la competencia, ignoran al hombre en lo que éste tiene de más 
profundo. Únicamente están al servicio del hombre aquellos 
procesos económicos que permiten al hombre despertar a su deseo 
de relaciones económicas vividas en la reciprocidad.
Reconocida como instancia crítica respecto a las prácticas de la 
economía, la mesa de la Eucaristía podría hacer posible la 
revolución que la humanidad debe realizar en su modo de 
relacionarse con los bienes de la tierra; pues cuando el hombre llega 
a reconocer hacia dónde le conduce su deseo verdadero, todo se le 
hace posible. La Eucaristía impide al hombre limitar su deseo al 
círculo absurdo de la simple conservación de la vida. Al mostrarle las 
dimensiones divinas de sus comidas humanas, la Eucaristía amplía 
el deseo humano hasta ]as dimensiones divinas de su destino 
humano.

Para un proceso de Revisión de Vida.
(Si se trata de hechos en los que el hombre vive su relación con 
los bienes.)
La Eucaristía ayuda a dar transparencia a nuestra visión de los 
bienes.
1) La reivindicación de los bienes es una de las señales del Reino 
de Dios.
2) En la medida en que nos acercamos al Reino de Dios, los 
bienes se reivindican cada vez menos por ellos mismos. Se les 
codicia cada vez menos.
3) El acceso al Reino queda atestiguado por el hecho de que, 
aunque fuera necesario perderse a sí mismo, se desea la 
reciprocidad de la cual los bienes son únicamente sus primicias.

 


M. ABDON SANTANER
EL DESEO DE JESÚS
La Eucaristía como Mesa, Palabra y Asamblea
Sal Terrae. Colección ALCANCE 24
Santander 1982. Págs. 7-61

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(1) Lc 22, 14-18; Mt 26, 29; Mc 14, 25.
(2) Ver J. Jeremías, La derniere Cene, pág. 252.
(4) Dt. 8, 3; Mt 4, 14; Mc 1, 12-13; Lc 4, 1-13.
(5) Jn 13. 3; Jn 17, 4.
(7) Jn 6, 57.
(8) Jn 6 56; Jn 5, 24 y 26.
(9) Jn 6, 54; Jn t5, 45.
(10) Jn 16, 12-15.
(11) Ver mi libro It faur que »a mange. págs. 86-96.
(12) Para el sentido de esta palabra ver Eudokimov: L'Amour fou de Dieu, 
págs. 27, 153 y 176 Jn 6, 13-15; Jn 17, 10; Lc 10, 21.
(13) Cr. San Agustín en el comentario a la primera carta de San Juan (IV, 6).
(14) Jn 5, 24; Jn 6, 49-50.
(15) La palabra viático viene del latín «vía»: camino a realizar.
(16) Gn 12, 7; Gn 13, 14.
(17) Heb 11 9-16, Jos 21, 44-45.
(18) 1 Re 4 20.
(19) Dt 8, 7-10.
(20) 1 Re 12, 4.
{21) 1 Re 12. 20-25.
(22) 1 Re 21, 1-16, Miq 2, 1-2.
(23) Jer 21, 12 17.
(24) Am 8, 4-7; Miq 3, 1-4; Miq 6, 9 y 16; Jer 5, 26-30
(25) Dt 8 11-17.
(261 2 Crón 36, 20-21.
(27) Is 64, 7-11, Jer 14, 8-9.
(28) Ba 3, 6-8.
(29) Dan 3, 3941.
(30) Ne 5, 9-12; Ne 12, 41-46; Tob 1, 7-8.
(31) Dt 26, 12-13.
(32) Is 25, 6.
(33) Ez 47, 22-23.
(34) Jn 6, 115.
(35) Jn 6, 23-59.
(36) Jn 16, 21.
(37) Jn 6, 26
(38) Jn 6, 59
(39) Ex 16 y 17.
(40) Jo 3, 14-16.
(41) Mc 6, 45, Jn 6, 16.
(42) Jn 6, 21; Ps 107, 30.
(43) Jn 6, 68-69.
(44) Jn 6, 52.
(45) Jn 6, 57.
(46) Jn 6, 53 y 63.
(47) Jn 6, 70.
(48) Lc 7, 34.
(49) Lc 22. 15: Jn 12. 32.
(50) Hch 2, 42-45.
(51) 1 Co 11, 28.
(52) Lc 22, 15.
(53) 1 Jn 1, 1.