PASTORAL MISIONERA CON LOS BAUTIZADOS

A. M. HENRY, O. P.

RELACIONES ENTRE FE Y BAUTISMO FE/BAU: 

El problema puede plantearse de dos maneras, desde el punto de vista del que se bautiza, y del que lo bautiza.

1. Fe del bautizado y sacramento

Decimos del bautismo que es sacramento de la fe. Esto significa dos cosas: que el bautismo es profesión de fe, y que el bautismo da la fe, o, como dice Santo Tomás, una mayor gracia de fe. Estos dos aspectos son absolutamente inseparables. Si los separamos, llegaríamos a la concepción herética según la cual el sacramento es profesión de fe, pero sin eficacia interna y divina, o a que la recepción de la gracia es en cierto modo automática, cualesquiera sean las disposiciones del alma del bautizado. Ahora bien, Dios no nos salva sin nosotros, y mucho menos contra nosotros. La cooperación a la obra de Dios es necesaria, aunque esa cooperación sea también efecto de la gracia. Veamos qué quiere decir esto.

Pongamos, por ejemplo, un hombre que no cree en Dios y que vive al margen de El. Sin embargo, un día, después de una desgracia beneficiosa, el corazón se abre a la Palabra de Dios y a su gracia. Poco a poco, bajo el efecto de la prueba y del sol de la Palabra divina, continuamente aceptada, la gracia de la conversión echa profundas raíces en su alma. Finalmente, un día, este pecador ratifica con su profesión de fe todo el movimiento de conversión que se ha desarrollado en él desde aquella prueba, Cristo pone su sello divino en el movimiento de la gracia que suscitó, sostuvo y animó su conversión a lo largo de su desarrollo.

La influencia y eficacia del bautismo se desborda por todas partes en el instante en que se administra el sacramento. Desde que el pecador deja su pecado y se vuelve hacia su Salvación, desde el momento, ordinariamente invisible y siempre misterioso, en que da el primer paso en el camino que un día lo llevará a las aguas bautismales, la gracia del Salvador, que Cristo hace manifiesta por el bautismo, trabaja dentro de él. El bautismo es como un polo en el que convergen todas las energías de vida divina. Por lejos que esté ese polo, es por él como el pecador se enlaza con Cristo, Nuestro Salvador muerto y resucitado, primeramente de modo implícito y después cada vez más explícitamente. Por ello, no podemos extrañarnos que la fe, que se da por el bautismo, se requiera antes de la recepción del sacramento. Comentando el penúltimo versículo de San Mateo (/Mt/28/19), escribe ·Jerónimo-SAN: "Primero los apóstoles enseñan a las naciones, después bautizan con agua a las naciones enseñadas. En efecto, no podemos hacer que el cuerpo reciba el signo sacramental del bautismo antes de que el alma haya recibido la realidad por él significada que es la fe» (2). Y ·Basilio-san: «La fe y el bautismo son dos medios de salvación inseparables. La fe encuentra su culminación en el bautismo, y éste se fundamenta en la fe. Una y otro tienen la misma fórmula sagrada: Creemos en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo, y somos bautizados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Primero está la profesión de fe que lleva a la salvación, después, el bautismo que pone el sello a nuestra adhesión».

No multipliquemos las citas. Expresan la doctrina común de los Padres, y no podemos citarlas todas. Concluyamos mejor, con la enseñanza tan explícita de Santo Tomás de Aquino. Comentando el bautismo administrado por Pedro al centurión Cornelio (/Hch/10/48), escribe: "Antes de su bautismo, Cornelio había recibido, y todos los que están cn situación semejante reciben, la gracia y las virtudes por efecto de su fe en Cristo y del deseo, implícito o explícito del bautismo. Ulteriormente, el bautismo les confiere una mayor intensidad de gracia y de virtudes» (1). Es doctrina común que «la primera conversión a Dios se realiza por la fe» (2), lo que de ninguna manera quiere decir que el bautismo, posterior, no sirva de nada respecto a la primera gracia de la fe.

En otros términos, el que cree y «desea renacer del agua y del Espíritu Santo» por el bautismo, ya ha renacido en su corazón, aunque no visiblemente. Lo que hace decir a San Pablo que la circuncisión del corazón es según el espíritu y no según la letra. También ·Ambrosio-san, cuando lloraba a su amigo el emperador Valentiniano, que murió catecúmeno, antes de ser bautizado, decía de él: "Yo he perdido al que iba a engendrar espiritualmente, pero él no ha perdido la gracia que había solicitado».

En cierto modo habría que preguntarse si la gracia del bautismo es anterior a la fe o a la inversa. Una y otra coexisten necesariamente. No hay fe sin la gracia que Dios infunde y manifiesta por el bautismo. No hay gracia en el adulto sin esta fe -en el plano de su conocimiento y de su conciencia- en la muerte y resurrección de Cristo a las que el catecúmeno se adhiere en su bautismo. Hay necesaria correspondencia, por lo menos en el plano de las realidades invisibles, entre el don de Dios y los actos interiores del hombre, incluso cuando los signos visibles, del don de Dios y la fe interior del hombre, no aparezcan simultáneamente.

En el convertido, los signos de su fe aparecen normalmente mucho antes que el agua del bautismo, signo de la regeneración divina, haya lavado su frente, aun cuando esta regeneración sea contemporánea a su conversión.

En el niño, por el contrario, el signo de la regeneración es visible en el momento de la ceremonia bautismal, pero la profesión de fe que completa y ratifica el bautismo, en lo que toca al bautizado, no se realiza sino años después de esta ceremonia, cuando el niño es capaz de este acto, aunque el germen de la virtud de la fe esté en él desde el mismo momento de la infusión de la gracia bautismal. Puede ocurrir también -tercer ejemplo, poco corriente y monstruoso a los ojos de la fe- que un adulto sea bautizado sin preparación ni instrucción, o lo haya pedido con miras temporales e incluso mundanas. Ese es el caso, a veces, de los novios que desean ser bautizados porque su familia política quiere el matrimonio por la Iglesia. También, en ciertos países y épocas, el de los que desean un certificado de bautismo por cuestión de seguridad política. En estos casos, si el bautismo es válido, comunica interiormente un cierto carácter de pertenencia a la Iglesia, Cuerpo de Cristo, aunque los signos de esta pertenencia espiritual aparezcan sólo cuando el obstáculo de la duplicidad desaparece con una penitencia sacramental -y una conversión- ulteriores.

Estos ejemplos muestran que la fe interior, don de la gracia de Cristo, puede aparecer de modo no visible antes de la ceremonia del bautismo -mucho o poco tiempo antes- o después -poco o mucho después-. En todo caso, en momentos y con una intensidad muy diversa. En los dos primeros siglos de la Iglesia, por ejemplo, había costumbre de bautizar a los convertidos casi en el momento de su conversión o muy poco después. Así fue como bautizó Pedro al centurión Cornelio y a todos los paganos que le rodeaban (Act 10, 45); Felipe al Etíope (Act 8, 38). Pero a partir del año 200, aproximadamente, no se bautizaba sino después de un tiempo de catecumenado -cuya institución se extendió rápidamente- a convertidos probados e instruidos. Claro que si se recibe la realidad esencial que confiere el bautismo (la salvación), es idéntica siempre y en todas partes. Pero el enraizamiento de la vida divina en el alma puede ser, tras el velo del signo, superficial y sin profundidad; la fe durante poco o mucho tiempo puede permanecer frágil y débil o, por el contrario, llegar a ser rápidamente sólida y firme. Si es frágil, cuando sea probada... puede perderse. Esta posibilidad hacía pensar a Orígenes que la conversión interior del cristiano estaba más asegurada en el momento de su "segunda conversión" (entiéndase: de su primera penitencia sacramental) que en el momento de su bautismo. En resumen: como nosotros no sabemos cómo han sido recibidos los signos sacramentales, sobre qué terreno espiritual han caído (¿y quién lo sabe con certeza sino Dios?), nos dicen bastante poco, y siempre insuficiente, sobre la fe de tal cristiano o tal colectividad. Para descubrir un poco más exactamente esta realidad es preciso conocer también otros signos. ¿Cuáles? Antes de indicarlos, respondemos a nuestra segunda cuestión sobre las relaciones entre Palabra y sacramento.

2. Palabra y sacramento PALABRA/SACRAMENTO:

Todo sacramento pide que le sea integrada la Palabra, para indicar con precisión lo que significan los ritos sacramentales. Efectivamente, un mismo rito puede revestir significaciones múltiples; la Palabra, al «terminar» el rito, le da su última «forma». La Palabra que termina así el rito es la «palabra sacramental», inmediatamente unida al rito principal del sacramento, por ejemplo, «Yo te bautizo en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo» en el bautismo. Pero esta palabra misma es insuficiente, fuera de su contexto, para mostrar completamente su divina significación. La Iglesia rodea el rito principal, sacramental, de ritos secundarios, sacramentales, a los que acompañan nuevas palabras (oraciones, preguntas, moniciones...). Esas palabras desarrollan a su modo la significación del sacramento. Pero tampoco están aisladas. Tienen también su contexto. No se definen, mejor, no se entienden ni comprenden perfectamente, si no se refieren a toda la enseñanza de la Iglesia, a toda Palabra que resuena en la Iglesia. Por otra parte, si la monición, por ejemplo, se hace dentro de la celebración sacramental, un poco antes o mucho antes; si las interrogaciones y los diálogos de los «escrutinios» preparatorios al bautismo se hacen al mismo tiempo o en diferentes momentos, no siempre es fácil ver la continuidad entre la palabra que está "dentro" de la celebración sacramental y la que está «fuera». ¿Cómo apreciar las fronteras de la celebración sacramental en un sacramento como el de la Penitencia, por ejemplo, cuando el penitente plantea preguntas y comienza la monición antes de la acusación de los pecados, o cuando después de la absolución se abordan de nuevo ciertos problemas, así como la monición? Esta dificultad de delimitar el espacio temporal del sacramento es normal y no solamente para la Penitencia. Los sacramentos están sumergidos en lo que podría llamarse «aura de la Palabra» que asegura a todos ellos plenitud de significación. Conjugada con cada uno de los ritos sacramentales, la Palabra, presente en todo en la Iglesia, opera la conversión y la santificación de los que la acogen y, al acogerla, lleva a recibir los sacramentos.

En resumen: el rito no tiene significación plena y completa sino por la Palabra -incluidas todas las palabras- que resuena en la Iglesia, y la Palabra encuentra su consagración final y su signo de eficacia en cada uno de los ritos sacramentales. Palabra y rito son, pues, tan inseparables como fe y rito.

Estamos ahora más capacitados para comprender cómo la incredulidad puede continuar o reaparecer en el corazón del bautizado. Esto puede ocurrir de diversas maneras: porque nunca hubo conversión; porque se rechace la conversión y el bautizado reniegue, de hecho y por propia iniciativa, de su bautismo, porque la conversión es sitiada por el medio pagano del bautizado, y éste, al sufrir el contagio pagano, acaba por sucumbir a él; finalmente, porque la conversión inicial demasiado frágil no se confirma o, viene a ser lo mismo, porque en realidad nunca ratificó el bautismo. Consideremos estas cuatro formas del bautizado de situarse en el mundo de la incredulidad.

a) El bautismo sin conversión BAU/CV:

Que el bautismo pueda ser administrado, o recibido, sin que el bautizado esté convertido es monstruoso, ¡tan contrario es a la significación del bautismo! Sin embargo, puede ocurrir, puesto que, como acabamos de ver, es posible la disyunción entre el signo exterior del bautismo y la fe interior.

Este es, por ejemplo, el hecho de los niños bautizados a las pocas semanas de nacer, y que después nunca son catequizados ni educados cristianamente. Nunca han entrado en una iglesia, nunca han oído la Palabra de Dios. Parece inaudito, pero cualquier sacerdote ha encontrado casos así, por ejemplo, en una boda, cuando uno de los novios desea la ceremonia eclesiástica. Y el otro, cuyos padres son indiferentes -aunque frecuentemente supersticiosos, hasta el extremo de hacer bautizar al niño por "superstición" o incrédulos o ateos, y él, por su parte, es tan indiferente o incrédulo o ateo, como puede serlo un no bautizado.

Sin duda que el recién nacido que recibe el bautismo recibe también la gracia de la salvación y con ella el germen de la fe que convierte. Entonces, al hablar de los adultos bautizados sin conversión, ¿habría que decir que se han "desconvertido"? No lo decimos a fin de mantener para la palabra «conversión» su más enérgico sentido de conversión activa. En el caso expuesto, el niño, llegado a la edad de razón propiamente hablando, nunca se convirtió al Dios vivo.

Esta ausencia de conversión, debida aquí a falta de instrucción y de educación familiar, puede producirse también, sencillamente, porque faltó el testimonio. El niño quizá aprendió el catecismo, pero de una forma que nunca tuvo ni la idea, ni la intención de convertirse realmente. Adulto ya, sabe lo que saben los creyentes, y este conocimiento le hace pensar a veces que tiene fe como ellos (3). ¿Es un caso tan raro?

Pero la ausencia de conversión puede darse también en los adultos que se «preparan» al bautismo o que lo reciben. Esto depende principalmente de ellos mismos, o principalmente de otros y secundariamente de ellos mismos.

Puede depender de ellos mismos, puesto que el hombre tiene siempre el terrible poder de oponerse a la invitación que Dios le hace a la salvación, no aceptando interiormente la Palabra de Dios, o no queriendo renunciar a un pecado que, con toda claridad, sabe es incompatible con la gracia de Dios. También puede permanecer incrédulo en su corazón -donde esencialmente tiene su dominio la incredulidad- aun recibiendo exteriormente el sacramento del bautismo.

Ciertamente, es «posible». Pero ¿cómo es que la comunidad cristiana admite al bautismo a semejante candidato? Parece que la responsabilidad es ampliamente compartida. Igual que en el niño, el obstáculo para la conversión puede venir de otro. Hace poco hemos hablado de la necesidad de integración entre la Palabra y el Sacramento, o, dicho con una expresión actual, la necesidad de integración de una Iglesia de la Palabra y una Iglesia de los Sacramentos. ¿Quién ignora que a una sacramentalización sin Palabra, casi mágica, puede corresponder a veces una recepción de sacramentos sin conversión y sin fe? La historia de las misiones cuenta -demasiado lo hemos visto en los últimos años- con algunos ejemplos de esas sacramentalizaciones anárquicas y abusivas, cuyas consecuencias sufren todavía ciertos pueblos siglos después de recibir la primera «misión». Es, pues, un obstáculo grave la ausencia de la Palabra. Pero no el único. Basta recordar la ausencia del testimonio de fe que da crédito a la Palabra o la presencia de contratestimonios formales que hacen todavía más difícil creer en la Palabra. ¿Qué decir cuando faltan simultáneamente Palabra y testimonios de fe?, ¿cuando el rostro de la Iglesia no puede ser reconocido como lo que es?. Y así encontramos la llamada incredulidad poscristiana de aquellos a quienes el hábito de algunos camportamientos de "cristiandad" han vacunado contra la cristiandad y aparentemente contra la fe.

¿Cómo diagnosticar la incredulidad de todos estos bautizados? De la misma manera como se diagnostica la de los no bautizados. Naturalmente, en cuanto es posible al hombre, no puede pedirse más al pastor, que reserva siempre a Dios el último juicio. Lo importante es que el pastor esté sobre aviso que el signo exterior del bautismo no siempre es signo determinante de la verdadera fe, y que algunos de los que lo han recibido también necesitan la misión. Una profesión de fe puramente verbal, como la exterior recitación del Credo, no es por sí sola determinante. Sobre todo es preciso considerar la vida y los «hechos de vida», como se dice en Acción Católica. Una constante inmoralidad, rupturas con el pecado que no se realizan nunca, una vida regulada por los slogans mundanos y paganos: riqueza, ambiciones, imperativos del «clan» o de la patria que hacen olvidar por completo los imperativos de la caridad y de la fraternidad universal... son signos de ausencia de conversión.

Y en todas partes donde hay ausencia de conversión, estamos todavía o de nuevo en tiempo de misión, de evangelización, de kerygma.

b) La conversión rechazada de hecho
Acabamos de ver que la verdadera fe se traduce en una vida «conformada» a lo que esa fe significa: «Desde el momento en que habéis resucitado con Cristo, dice San Pablo a los Colosenses (3, 1), buscad las cosas de arriba en donde está Cristo sentado a la derecha de Dios.» Hay antagonismo entre la carne, es decir, lo que nace sólo del hombre, y el Espíritu que viene de Dios. La conducta de los cristianos «no obedece a la carne, sino al Espíritu» (Rom 8, 4). El apóstol dice a los Gálatas: «Si vivimos del espíritu, andemos también según el Espíritu» (5, 25). San Juan saca la conclusión cuando escribe: «Quien ha nacido de Dios no peca... no puede pecar, porque ha nacido de Dios» (I ln 3, 9). Y el que es de Dios -nacido del Espíritu (Jn 3, 5. 6. 8), o nacido de lo Alto (Jn 3, 3. 7)- es el que cree (Jn 3, 11-21).

P/INCREDULIDAD: CR/ANTICRISTO: Así hay, en el pecado posterior al bautismo y en todo pecado -ya sea injusticia, adulterio, mentira, crueldad-, algo contrario a la fe y, por consiguiente, algo que "desconvierte". Creer en Dios es someterse a El, y el espíritu no está sometido a Dios si el hombre toma como norma de conducta su propio querer. El pecado es, en sí mismo, según el Evangelio, una manifestación de incredulidad. Y, al contrario, una conducta santa puede en ciertas circunstancias, ser una profesión de fe mucho más solemne que la recitación verbal del Credo. Aunque, claro, una conducta «santa» pueda ser a veces ambigua, necesita la palabra para que la fe, que la inspira y anima, se manifieste.

Ni que decir tiene que el pecado de que hablamos es un pecado especialmente grave. No se trata del pecado venial, evitable en una u otra ocasión, pero inevitable globalmente, y que consiste precisamente en esa debilidad del hombre por la que puede éste hacer un acto en contradicción con el fin que persigue y al que está unido, sin desviarlo de ese fin. El pecado venial no puede ser una manifestación de incredulidad: debilita el fervor de la fe que obra por la caridad: eso es todo. Es una debilidad de la «carne» incapaz de seguir al espíritu por todos lados donde la fe viva quisiera arrastrarlo.

También puede ocurrir que un pecado grave, incluso muy grave en su naturaleza, deje al pecador como interiormente desgarrado, roto, de modo parecido pero mucho más sensible en esta ocasión, porque el pecado es grave. El pecador continúa creyendo, y su pecado le es tanto más penoso cuanto que por este "desgarramiento" de la fe se ha puesto en una situación más incómoda. Un pecado así no constituye una manifestación de incredulidad si es una excepción momentánea en medio de una vida santa. Pero si permanece la adhesión al pecado, la duplicidad del alma que mira a la vez hacia Dios y hacia el mal que la atrae, será casi inconciliable con la conservación lúcida de la fe y de sus exigencias.

Cualquiera que sea el pecado que de verdad «desconvierte», «que lleva a la muerte» y vuelve a poner al cristiano en situación misionera, es como el de los pecadores de los que dice San Pedro: «Si después de haber huido de las impurezas del mundo mediante el conocimiento del Señor y Salvador Jesucristo, de nuevo se dejan envolver y vencer por ellas, esta última condición viene a ser peor que la primera. Mejor les fuera no haber conocido el camino de la justicia...» (/2P/02/20-21). Es el pecado quien desvía de la Alianza de Dios en Jesucristo. El pecador no puede, pues, volver sin una nueva conversión y sin la segunda tabla de salvación que, después del bautismo, es la Penitencia.

No todo pecado llega hasta ahí. Sin embargo, todo pecado es por sí mismo, y en sí mismo, una manifestación que tiende, por su naturaleza, a llegar hasta ahí. Frecuentemente los sencillos lo consideran así, cuando se escandalizan de algunos actos de los «buenos cristianos». A la larga, llega a ser ciertamente así. El lenguaje cristiano espontáneamente declara «paganos» a ciertos carteles, o ciertos trajes de baño en los que, manifiestamente, «lo que ha nacido del hombre» pasa por encima de lo «que ha nacido de Dios». Y no decimos nada de algunas formas de comportarse supersticiosas, que, por su naturaleza, se oponen más directamente todavía a la fe. Si algunos «cristianos» están pendientes de determinado gesto, de no derramar sal, de los horóscopos; si están apegados a llevar ciertas medallas, no por fe, sino como un talismán y por superstición, ¿qué testimonio de fe pueden dar a su alrededor? Escuchemos a ·Agustín-SAN: "Todo hombre que en sus actos niega a Cristo, es un antiCristo. No escucho lo que canta, miro cómo vive: hablan los actos, ¿y nosotros vamos a juzgar por las palabras? (...). Mientras susurras palabras a mi oído, yo examino tus pensamientos. En ellos veo mala voluntad, y los frutos que me muestras son malos. Sé lo que se puede recoger en ellos; no recojo higos de los matorrales, ni uvas de las espinas. Cada árbol se reconoce por sus frutos (/Mt/07/16). Es un anti-Cristo aún más mentiroso que los demás el que, con la boca proclama que Jesús es el Cristo, mientras que lo niega con sus actos. Mentiroso, porque dice una cosa y hace otra...

Por eso, hermanos, si hay que interrogar los hechos, descubrimos no sólo numerosos anti-Cristos que ya salieron de nuestra comunidad, sino otros que aún no se han manifestado ni se han ido. Todo lo que la Iglesia lleva en sí de perjuros, estafadores, malhechores, gentes que van a los echadores de cartas, adúlteros, borrachos, usureros... mercaderes de esclavos... y todos los demás que no podemos enumerar, todos se oponen a la doctrina de Cristo, y todo lo que se opone a la Palabra de Dios está en el campo del Anticristo, porque el Anticristo es el que se opone a Cristo» (In I Joannis II, hom. III).

Inmediatamente vemos las aplicaciones actuales que podrían hacerse de este texto. Los perjuros, los estafadores... o, al menos, los que por nada del mundo abandonarían los gestos o las prácticas supersticiosas, existen siempre. Pero están también los «idólatras» de hoy, que ponen su «absoluto» en la protección o culto de sus intereses personales, familiares, patrióticos, despreciando las exigencias elementales de la fraternidad universal y de la caridad, los que ponen su absoluto en sus amores profanos... en la idea que se han formado de Dios (sin haber tratado de someter su inteligencia a la verdad). No es el ídolo o la idea que nos formamos de Dios a quien hemos de adorar sino a Dios mismo. Todos los que después de su bautismo vuelven a estos errores, necesitan la misión.

El pecado, aun sin llegar a la «desconversión» total, mina la fe, la debilita, porque por sí mismo y en sí mismo, cualquiera que sea la intención del pecador, contradice esa fe. No hay fe viva y victoriosa sino en un constante esfuerzo para salir de todo pecado. Solamente la Palabra de Dios es verdaderamente escuchada si alcanza no sólo la inteligencia, sino, sobre todo, el corazón. El Verbo de Dios es "spirans amorem", es decir, que atrae, provoca, arrastra al amor, y, por tanto, a toda Palabra escuchada nuevamente, debería corresponder una nueva transformación de todo el ser, al que esta Palabra concierne sin cesar. No hay Iglesia viva y en expansión más que allí donde se da igualmente el testimonio de una cierta santidad.

c) La conversión asediada

FE/ASEDIADA:

Es una perogrullada decir que el hombre moderno, a diferencia de sus antepasados, pertenece a múltiples redes de relaciones que no se superponen unas a otras. Repitámoslo, sin embargo, porque es importante. Las relaciones de vecindad, de familia, de profesión o de empleo, de religión, de diversión, de partido... se realizaban antes en el mismo y único territorio: el pueblo, el terruño, la ciudad provinciana. Hoy, por el contrario, estas diferentes redes de relación tienen su propio «espacio», y estos diferentes "espacios" no se superponen.

Aunque con diversa intensidad, cada una de estas redes de relaciones tiene su influencia. Es adhiriéndose a sus relaciones, y por sus relaciones, como el hombre se construye interiormente. Ahora bien, puede ser que el hombre se adhiera a cierto espacio territorial, que es un espacio cristiano, pero poco determinante para la construcción de su personalidad, mientras que se adhiere a una red de relaciones de trabajo pagana y paganizante que influye mucho más sobre él. Entonces, en su espacio territorial, la parroquia es simplemente una estación de servicio para sus necesidades espirituales, y tanto los servicios que pide como las necesidades espirituales que presente allí afectan solamente a una parte de su ser, que no es precisamente la más reveladora de su personalidad. De este modo él es cristiano por una parte, pero por otra pagano, sin darse entera cuenta de ello: comparte los principios paganos de su ambiente profesional, de su partido, o de su mundo; acepta las injusticias institucionalizadas, en las relaciones sociales, por ejemplo; se adhiere al «desorden establecido», porque es más cómodo; se hace una moral política, comercial, familiar, al margen de la moral cristiana, porque ésta no le interesa. Y así en lo demás. Su adhesión oscura, frecuentemente inconsciente o poco consciente, al mundo de incredulidad a que pertenece en los diversos sectores de sus actividades y sus intereses, hace que una parte, quizá una gran parte de sí mismo, tienda a convertirse en «país de misión».

Sin duda, la fe que permanece sólo en una parte de la personalidad no es muy viva ni muy luminosa, ya que no puede iluminar las tinieblas de la otra parte. No obstante, no está muerta ni apagada. Esta incredulidad limitada, injertada parasitariamente sobre un resto de credulidad, no incluye todavía en la categoría de los incrédulos. No es una cierta adhesión a un medio pagano la que pone interiormente a la persona fuera de la salvación. Es una adhesión tal, que pone en duda la conversión del corazón, la totalidad de la persona en su adhesión a Cristo. Es una adhesión tal, a un sector social paganizante, que crea una brecha profunda en la personalidad y prácticamente la pone fuera de la Alianza. El desprecio del pobre, la explotación del hombre, el asesinato individual como en la O.A.S., que son «ley» de ciertas sociedades, si terminan por aceptarse, ponen al cristiano fuera de la Alianza de Cristo.

Por estas razones es por lo que hay que evangelizar al hombre moderno en los distintos espacios a los que está adherido y en los que se construye su personalidad. No es suficiente la parroquia. De hecho, ella sola no puede hoy día abarcar «todo el hombre». Debe ser completada por los movimientos ambientales, especialmente por la Acción Católica especializada, y hasta por las misiones ambientales. Pero al mismo tiempo, la parroquia debe anunciar la Palabra del Evangelio con tanto más vigor cuanto que sufre más peligrosamente la influencia de la incredulidad de los ambientes paganos que atraviesan su territorio.

d) La conversión no confirmada

La incredulidad que consideramos ahora, en cuarto lugar, afecta al hombre de distinto modo. No es que el paganismo gane una parte de su ser e incline toda su personalidad hacia la incredulidad de ese ambiente: es que él mismo todavía no ha entrado de lleno en la fe. Su adhesión de fe abarca, sí, todas las zonas de su ser interior, pero no moviliza toda la energía necesaria para asegurar esta adhesión, o al menos para hacerla firme estable, decidida y sólida. Es una adhesión de fe que permanece frágil, sensible a las contradicciones y tanto más penosa cuanto que el alma, generalmente, ignora exactamente las causas: ¿es porque no sabe, porque no ha sido suficientemente instruida, porque no ha leído bastante, por falta de voluntad...? Su fe es, o se lo parece, al mismo tiempo indecisa y borrosa. Ese adolescente acaba por preguntarse si verdaderamente cree. Quisiera creer y no sabe si cree. Dos jocistas, recogidos en auto-stop por un marxista, al cabo de cinco horas, ya no creían: "Ha destrozado todos nuestros argumentos..."

Esta fragilidad e inestabilidad de la fe en un niño o en un adolescente no puede sorprendernos. Los dones de Dios, como la naturaleza humana que El ha instituido, se nos dan en el tiempo, lo que es también decir: en la duración. Incluso en un adulto convertido, la fe, salvo un milagro, no tiene desde la conversión esa amplitud de conocimiento, esa generosidad, esa firmeza y esa unidad luminosa que adquiere poco a poco, con la ayuda de Dios, a medida que el alma escucha la Palabra de Dios, es probada y ama cada vez más. A fortiori en el niño. Sin que pueda fijarse ninguna proporción entre desarrollo de la fe y crecimiento humano -sería una especie de pelagianismo-, existe, sin embargo, muy a menudo una cierta proporción entre el don de Dios y las capacidades del sujeto que lo recibe. Si bien no debemos buscar la medida de los dones de gracia en los dones naturales de cada uno, podemos reconocer que tanto del lado de la naturaleza como del de la sobrenaturaleza se encuentra una vida en crecimiento y que ambas se armonizan en la unidad del ser. Y eso porque los dones naturales, por ejemplo, están muy desarrollados por la amplitud de una gracia recibida y llevada a la práctica, o, al contrario, porque los dones de la gracia están sometidos a un lento desarrollo, como sucede en el recién nacido, por falta de recursos naturales para ponerlos en obra. Es, pues, normal que haya una relativa correspondencia, por lo menos en cada individuo, entre las etapas de su fe y las de su crecimiento natural, físico e intelectual.

Sin que pueda fijarse un determinado número de años a esta fragilidad, es normal que los comienzos de la fe sean frágiles, o al menos inestables, particularmente sensibles a las contradicciones, después, que adquiera amplitud, profundidad, firmeza, cuando la catequesis, los nuevos conocimientos, la educación de la oración, la experiencia de la confianza en Dios y de la caridad le proporcionan ciertos apoyos, alimentos y medios. Cuando el don de la fe se recibe desde la cuna, generalmente son también etapas frágiles en la fe las de la infancia y la adolescencia, aunque hay excepciones, y además la duración del crecimiento y consolidación espiritual varían según los individuos y la educación recibida.

CV/EDADES: No es raro hoy día que el «niño» dude de su fe, permanezca indeciso o descargue en los que le rodean su responsabilidad de creer (o de no creer) hasta los veinte-veinticinco años, y aún más allá. Esto no quiere decir que el niño, a cualquier edad, es incapaz de convertirse realmente, pero esa conversión, por ser un niño, es siempre provisional. No tiene las promesas de duración, por «humanas» que sean esas «promesas». A cada edad de la infancia y de la adolescencia corresponde un estadio de verdadera conversión «a su edad», pero corresponde también a esa edad el tener que pasar crisis profundas de personalidad -como las de los siete, doce-catorce y dieciocho-veinte años-, que pueden poner en duda la fe de la conversión anterior. No es extraño que, en cada edad, haya que volver a empezar.

Esto significa, pues, que el tiempo de la infancia y de la adolescencia sigue siendo globalmente «tiempo de misión», o, si se prefiere, que el momento de la misión, es decir, de la comunicación de la fe, de su implantación, de su enraizamiento, dura cierto tiempo. El hombre recibe la Palabra y los dones de Dios en la duración, en el transcurso de su existencia, y aun la misma fe, aunque tenga, como el embrión, un principio absoluto, no toma forma ni figura sino al término de cierto escalamiento temporal. Se dirá, sin duda, que es inherente a la naturaleza de la fe y de la vida espiritual el estar siempre en crecimiento y en estado de nueva conversión. ¿Dónde está, en estas condiciones, la solución de continuidad entre la «fe inestable y frágil» y la «fe firme y amplia»? Esta es, efectivamente, una verdadera dificultad. Si la naturaleza «no da saltos», ¿los hace siempre lo sobrenatural en el transcurso de su crecimiento? La vida eterna cala tan profundamente en el hombre, que ordinariamente abraza las leyes del desarrollo en la continuidad del tiempo. Es decir, que es necesario volver al kerygma, a todo lo largo de la vida espiritual, como cimiento de la catequesis.

Sin embargo, si no queremos poner toda la pastoral a cargo de la primera misión de evangelización, tenemos que encontrar ciertas señales merced a las que podamos trazar una frontera entre las edades frágiles e inestables de la fe y la edad adulta de la fe relativamente decidida, convencida y firme.

Antes de esa frontera es el momento de la evangelización, que será relevada, poco a poco, por la catequesis, cuyo fin es precisamente apoyar y dar firmeza a la fe, al mismo tiempo que amplía sus conocimientos. Después de esa frontera, es el momento sobre todo de la catequesis. Antes de esa frontera, la fe del convertido se busca o se construye, a tientas, en etapas intermitentes, o poco decididas; es todavía dificultosa y torpe. Después de esa frontera es más firme, más convencida; no teme comunicarse. Y no sólo no lo teme, sino que lo quiere: la fecundidad espiritual. Este es el mejor signo de la madurez. Esta es la Frontera.

Para presentar esta frontera habría que analizar lo que significa la edad adulta de la fe. Esto ha sido ya hecho (4) y remitimos a esos estudios. No obstante, no nos equivoquemos. «La edad adulta», que comienza al otro lado de esa frontera, es la edad adulta de la fe. No corresponde, pues, sólo ni necesariamente, aunque a veces se dé el caso, a los mayores de veinticinco años. Si es cierto, incluso psicológicamente, que se encuentran inclinaciones afectivas de tipo infantil o adolescentes en edad a veces avanzada, todavía lo es más en el crecimiento espiritual, menos solidario aún del crecimiento físico que la vida afectiva y psicológica. Por ejemplo, se ha mostrado recientemente, cómo hay en los adultos oraciones de tipo infantil. Y también el carácter siempre infantil de cierta moral legalista. Sería interesante proseguir esos análisis en todos los actos de la vida de fe, y determinar los caracteres de la edad adulta en cada uno de ellos.

De todas formas, la fe de los niños está muy poco asegurada; por eso depende globalmente -no en ocasiones aisladas- del tiempo de misión que todavía no ha terminado. La evangelización, como toda obra humana, no es labor de un momento; no se debe considerar como acabada ni hecha porque haya comenzado una vez; debe continuarse siempre, al menos hasta la edad adulta en la fe.

No hace falta decir que la fe adulta de una Iglesia local se manifiesta normalmente por ciertos signos. Una Iglesia "adulta" expresa su fe en la calidad de sus celebraciones eucarísticas y de todas las instituciones que esa fe suscita sin cesar. Una iglesia «adulta» es capaz de comunicar su fe por la presencia de los obispos y clero autóctono, por la acción de sus militantes y la educación dada en los hogares cristianos. Pero aun aquí «la edad adulta» debe probarse detrás de esos signos, como la fe debe probarse que existe detrás del signo del bautismo.

CONCLUSIÓN

En resumen, la pastoral misionera, la de la incredulidad, interesa también a un sector de los bautizados: los que nunca han creído a pesar del «signo de la fe» recibido, a pesar, quizá, de su práctica y de su comportamiento religioso; los que contradicen su fe y prácticamente la niegan con algunos estados de pecado en que viven y en que se "desconvierten"; los que, consciente o inconscientemente, aceptan que una parte de sí mismos "viva" en las sombras de la muerte y arrastre allí su personalidad; finalmente, los que no han logrado todavía la configuración de su fe y a quienes es necesario continuar comunicando el mensaje y dando testimonio de fe, todavía durante cierto tiempo. Frente a todos ellos, que de nombre son las ovejas de su rebaño, la inquietud del pastor debe incesantemente hacerse misionera.

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1) Suma teológica, IIIª, 69, 4, ad 2. Cf. también IIIª, 69, 5, ad 1

2) Idem, Iª, IIae, 113, 4.

3) Fritz Leist escribe sobre esta cuestión (en Anima, junio 1961, páginas 129-135): CR/ATEO-PRACTICO: "Se puede hablar de Dios sin hablar de él; cualquiera puede tener conceptos exactos de Dios y no adivinar nunca su presencia. En nuestros días, es posible ser incrédulo, aun teniendo conceptos de Dios que en realidad no sirven para nada. Puede existir una fisura entre un saber conceptual de Dios y un comienzo de la experiencia de Dios... Experiencia no significa que Dios se manifieste presente a través de todo mi ser, con mi saber íntimo, las fibras de mi carne y toda mi afectividad...» (pág. 131). «Hay una especie de incredulidad cuyo crecimiento es acompañado por un peligroso engaño de sí mismo. Debemos descubrirla: Un hombre determinado puede vivir y morir en católico, cumplir sus deberes de cristiano: nadie, excepto Dios, ve su corazón; sin embargo, tenemos que preguntarnos: ¿Alguna vez en su vida realizó un acto de don de sí mismo en la fe? Nuestro examen de conciencia debe prepararse para descubrir esta nueva especie de incredulidad disfrazada; bajo una aparente lealtad puede esconderse -de tal forma que casi no nos demos cuenta- una forma de incredulidad muy difícil de adivinar...; intelectualmente podemos «saber» las verdades de la fe; pero cada uno tiene que probarse: ¿cree de corazón? Lo más profundo de su ser puede haber escapado al bautismo. En la Iglesia primitiva, la penitencia, es decir, la conversión, precedía al bautismo. Hoy tendría que seguirlo, pero ¿qué ocurre cuando no llega?...» (pág. 134).

4) A. LIÉGÉ, Madurez en la fe, Ed. Paulinas.

A. M. HENRY
EVANGELIZACION Y CATEQUESIS
CELAM-CLAF.MAROVA.MADRID-1968, pags. 138-155