Capítulo XV

Vocación y destino final de Don Quijote


- 1 -Vocación e invocación de Don Quijote


Don Quijote no se hace caballero andante por creación de la nada. En la forma primaria y concreta de ser Alonso Quijano, ya había un proyecto vital de ser un caballero «desfacedor de entuertos» y protector de los desvalidos. Si suprimimos lo que de anacrónico pueda haber en la andantesca caballería del hidalgo manchego -imputable a su locura- queda, no obstante, un mínimo esquema radical en el que es posible descubrir a la persona de Alonso Quijano como irrenunciable autor. Porque hasta una monomanía, como la de Don Quijote, se levanta sobre la base de una vocación. Alonso Quijano imaginó por su propia cuenta, al leer los libros de caballería, una figura de vida, un personaje, que emergía de su mismidad. Se sentí a llamado a ser un justiciero, a realizar grandes hazañas. Leía, sobre todo, novelas de caballerías, porque esta clase de libros -y no otros- entraban de lleno en su sistema de preferencias, reencendiendo su ideal caballeresco. «En resolución, él se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban las noche leyendo de claro en claro y los días de turbio en turbio». (Parte I, Cap. I.) Rematando ya su juicio, le pareció conveniente y hasta necesario, «así para el aumento de su honra como para el servicio de su república, hacerse caballero andante y irse por todo el mundo con sus armas y caballo a buscar aventuras y a ejercitarse en todo aquello que él había leído que los caballeros andantes se ejercitaban, deshaciendo todo género de agravio y poniéndose en ocasiones y peligros donde, acabándolos, cobrase eterno nombre y fama». (Ibid.) La causa final de su decisión es la fama personal -engrandecer su ser y perpetuarse en la memoria de los hombres- y el bien común de España.

Una calurosa mañana del mes de julio se armó de todas sus armas, subió sobre Rocinante y salió al campo, por la puerta falsa de un corral, «con grandísimo contento y alborozo de ver con cuánta facilidad había dado principio a su buen deseo». ¿Por qué esa alegría? Es que tiene conciencia de estar en vías de conseguir ser de hecho el que es en proyecto. El adecuarse al proyecto vocacional -suprema brújula de Don Quijote- es fuente de íntimo alborozo. Su delicadeza de conciencia, que llega hasta limitar con el escrúpulo, le insta a no tomar armas con ningún caballero y a llevar armas blancas, sin empresa en el escudo, hasta que le armasen caballero.

Si por vocación entendemos -como lo entiende José Ortega y Gasset- un programa íntegro e individual de existencia y no tan sólo una forma genérica de la ocupación profesional y del «curriculum civil», el «yo» de Don Quijote es su vocación. Por esa vocación personalísima, se ve en la inexorable forzosidad de realizar el proyecto de existencia que es, en lucha frenética con las cosas y con los hombres. Aunque entren en escena los encantadores -con Frestón a la cabeza- y su sobrina -en típica actitud burguesa- le inste a estar pacífico en su casa, y no irse por el mundo a buscar pan de trasiego, Don Quijote no desistirá de su empresa. Guarda minuciosamente las reglas de la caballería, hasta para no «quejarse de herida alguna, aunque se les salgan las tripas por ella». Y es que quiere ser un cabal y perfecto caballero andante. Pero un caballero con un sentido tan hondo de la fraternidad humana que se sienta al lado de Sancho y los cabreros, compartiendo platos y bebidas, y sintiendo que la caballería andante, como el amor, iguala todas las cosas.

Siempre deja ver, a las claras, la irrenunciable conciencia de su misión: «el buen paso, el regalo y el reposo allá se inventó para los blandos cortesanos; mas el trabajo, la inquietud y las armas sólo se inventaron e hicieron para aquellos que el mundo llama caballeros andantes, de los cuales yo, aunque indigno, soy el menor de todos». (Parte I, capítulo XIII.) Ama las letras, pero ama aún más las armas. Sabe resignarse ante lo inevitable: «...y no hay que hacer caso destas cosas de encantamentos, ni hay para qué tomar cólera ni enojo con ellas; que, como son invisibles y fantásticas, no hallaremos con quien vengarnos, aunque la procuremos». (Parte I, capítulo XVII.) Su fantasía estaba llena, a todas horas y momentos, de batallas, encantamientos, sucesos, desatinos, amores y desafíos, al estilo de los narrados por los libros de caballerías; «y todo cuanto hablaba, pensaba, o hacía, era encaminado a cosas semejantes». (I, XVIII.) Gusta Don Quijote de hacerle a Sancho observaciones axiológicas: el valor se basa en el bien realizado: «Sábete, Sancho, que no es un hombre más que otro si no hace más que otro». Y hasta se permite señalar una jerarquía de valores: «Porque te hago saber, Sancho, que la boca sin muelas es como molino sin piedra, y en mucho más se ha de estimar un diente que un diamante» (I, XVIII).

Desde 1955 insistíamos ya, en nuestros artículos publicados en diversos diarios mexicanos, que Cervantes empleaba la palabra valor en un sentido axiológico próximo al sentido actual. En 1957 ha publicado un libro Santiago Montero Díaz -«Cervantes, Compañero Eterno»-, en el cual comenta aquel pasaje (I, XXVII) del Quijote: Luscinda a Cardenio. «Cada día descubro en vos valores que me obligan y fuerzan a que en más os estime...». El Dr. Montero Díaz apunta: «Como en Shakespeare, empléase aquí la palabra valor en riguroso sentido axiológico, es decir, designando una cualidad irreal de alguna manera radicada en un objeto. Obsérvese, además, que estos valores son descubiertos y estimados, en riguroso acuerdo con el esquema de toda toma de posición ante un valor descrito por los axiólogos modernos. Y, finalmente, obsérvese que el breve pasaje comentado alude, para que nada falte, el carácter fundamental de forzosidad de los valores, que se imponen por su propia jerarquía. Tres notas, en un solo pasaje, esenciales a la teoría de los valores: calidades incorporadas a un objeto, estimación y forzosidad»105.

La valentía de Don Quijote nos sobrecoge. ¿Cómo explicárnosla sin esa conciencia precisa de su vocación y sin esa fidelidad heroica a sí mismo? Basandose en una especie de probabilismo moral, Don Quijote le enseña a Sancho que, en caso de duda, puede obrar hasta estar mejor informado. A un galeote le advierte -él, que creía en los encantamientos- «que no hay hechizos en el mundo que puedan mover y forzar la voluntad, como algunos simples piensan; que es libre nuestro albedrío, y no hay yerba ni encanto que le fuerce». ¡Magníficas palabras! La voluntad es irreductible y la libertad no es cosa de tener o no tener, sino de ser.

Sueños de gloria no le faltan al Caballero de la Triste Figura. Espera que su nombre ha de ser puesto «en el templo de la inmortalidad, para que sirva de ejemplo y dechado en los venideros siglos, donde los caballeros andantes vean los pasos que han de seguir si quisieren llegar a la cumbre y alteza honrosa de las armas» (I, XLVII). Y sin embargo, reconoce humildemente que sólo por medio de la invocación puede llegar al cumplimiento de su vocación. Mientras que esta es un llamado que le hace Dios -mediante la voz interior-, aquella es un llamado que él le hace a su Dios y a su Dulcinea.

Si la vocación es el yo, ¿cuál es el «yo» de Don Quijote? Él, por lo menos, parece conocerlo bien al exclamar aquél: «yo sé quién soy y se qué puedo ser».


- 2 -El «yo sé quién soy» de Don Quijote


La figura de los caballeros andantes provocaba, en el entendimiento de Alonso Quijano, la imperiosa necesidad de realizarse. Anhelaba vivir esa realidad -vida fingida en los libros- haciéndola privativamente suya, dentro de la circunstancia española de su siglo. Esa nueva vida, aún inexistente, la descubrió en su ser como trazada sobreconscientemente. Podemos imaginar, que ese día, Alonso Quijano tomó posesión de su «yo propio», inalienable y único. De allí arranca su sentido existencial, su estilo misional. Tomó conciencia de sí y trazó, caminando, su meta. «Yo sé quién soy y sé qué puedo ser» (Parte I, Cap. V), es decir, sabe lo que quiere ser y presiente su mensaje. Su sentido existencial lo siente ligado a un pueblo, a una época y al mundo. Oye una voz, clamando en su sangre, y avizora una luz, iluminándole su sendero. Es el sentido de su vocación y el hilo de su destino.

Cosa grande, pero terrible, la de tener una misión personal y secreta; «la de haber oído en las reconditeces del alma -como expresa Unamuno- la voz silenciosa de Dios, que dice: 'tienes que hacer esto', mientras no les dice a los demás: 'este mi hijo que aquí véis, tiene esto que hacer'. Cosa terrible haber oído: 'haz eso; haz eso que tus hermanos, juzgando por la ley general que os rige, estimarán desvarío o quebrantamiento de la ley misma; hazlo, porque la ley suprema soy Yo, que te lo ordeno'». Y líneas delante comenta: «El ser que eres no es más que un ser caduco y perecedero, que come de la tierra y al que la tierra comerá un día; el que quieres ser es tu idea en Dios. Conciencia del Universo: es la divina idea de que eres manifestación en el tiempo y el espacio. Y tu impulso querencioso hacia ese que quieres ser no es sino la morriña que te arrastra a tu hogar divino. Sólo es hombre hecho y derecho el hombre cuando quiere ser más que hombre. Y si tú, que así reprochas su arrogancia a Don Quijote, no quieres ser sino lo que eres, estás perdido, irremisiblemente perdido»106.

Mucho se ha hablado de la misión justiciera de Don Quijote, pero nada se ha dicho, que yo sepa, de su cristianísima misión de consolador de los afligidos: Dirigiéndose al astroso «Caballero de la Sierra» -Cardenio-, Don Quijote le dijo: «tenía determinado de no salir destas sierras hasta hallaros y saber de vos si al dolor que en la extrañeza de vuestra vida mostráis tener se podía hallar algún género de remedio; y si fuera menester buscarle, buscarle con la diligencia posible. Y cuando vuestra desventura fuera de aquellas que tienen cerradas las puertas a todo género de consuelo, pensaba ayudaros a llorarla y plañirla como mejor pudiera; que todavía es consuelo en las desgracias hallar quien se duela de ellas». (Parte I, Cap. XXIV.) ¡Sublimes palabras! Gozosa plenitud la nuestra si colmamos la vida de auténtica amistad. Excelencia -y no pequeña- es esta de vibrar al unísono con el amigo en los regocijos y en las penas, en las fiestas y en los entierros. Porque con el amigo se está, como suele decirlo nuestro pueblo, «en las duras y en las maduras». Bien pudiera explicarse la amistad como la gracia de no querer estar solos a fuerza de saber ser humanos. Triste soledad la nuestra si únicamente la llenásemos de filosofía o de versos, de flores o de espinas, de placeres o de «saudades», de oro o de brumas... Pero no de amigos. Amistad es -para Don Quijote- caridad. Pero caridad, en la sagrada unción y en la maravillosa hondura que derrama su etimología. Porque la caridad es, esencialmente, un amor de amistad. Un amor por el cual se desea el bien del amigo. No basta la simple benevolencia. «Es necesario -escribe Santo Tomás de Aquino- todavía un amor recíproco, pues el amigo es un amigo para su amigo; una tal benevolencia no va nunca, en efecto, sin una cierta comunicación, y como existe entre el hombre y Dios una comunicación por la cual Él nos comunica su beatitud, es necesario que esta comunicación sea el fundamento de una cierta amistad». Sin detrimento de la personalidad intangible, la amistad torna semejante a quien encuentra desigual. Es el caso de Sancho quijotizado. Antes que de mengua, puede hablarse de enaltecimiento. En la amistad de Don Quijote y Sancho no hay secretos. La comunicación los hermana. Desde el primer momento Don Quijote recibe a Sancho con el corazón abierto, y le habla con tanta confianza como a sí mismo. Le hace fiel, porque le considera fiel. Muere con amor Don Quijote -rodeado de amigos- porque vivió con amistad. Y el morir con amor, por vivir con amistad, es la mejor de las muertes.

El corazón del Caballero de la Triste Figura rebosa gratitud. «Por esto querría -dice Don Quijote al Canónigo- que la fortuna me ofreciese presto alguna ocasión donde me hiciese emperador, por mostrar mi pecho haciendo bien a mis amigos, especialmente a este pobre de Sancho Panza, mi escudero, que es el mejor hombre del mundo, y querría darle un condado que le tengo muchos días ha prometido; sino que temo que no ha de tener habilidad para gobernar su estado». (Parte I, Cap. L.) Pero en ese corazón -tan humano, al fin y al cabo- también hay cólera que estalla en maldiciones (insultos para el cabrero que osó decir que Don Quijote debía tener vacíos los aposentos de la cabeza); afán de dar lecciones sobre la importancia, en el mundo, de la caballería andante; desdén para su tiempo; fe vigorosa en la existencia de Amadís de Gaula y de todos los otros caballeros andantes cuyas historias se cuentan en el orbe; temor de que sus amores fuesen tratados, por los historiadores, con alguna indecencia, que redundase en menoscabo y perjuicio de la honestidad de su señora Dulcinea del Toboso.

Don Quijote preocúpase por su fama: «...y dime, Sancho amigo: ¿qué es lo que dicen de mí por ese lugar? ¿En qué opinión me tiene el vulgo, en qué los hidalgos y en qué los caballeros? ¿Qué dicen de mi valentía, qué de mis hazañas y qué de mi cortesía? ¿Qué se platica del asunto que he tomado de resucitar y volver al mundo la ya olvidada orden caballeresca?». (Parte II, Cap. II.) Siendo el hombre un ser esencialmente comunicativo, dialógico, es natural que a Don Quijote le importe conocer la opinión que les merece a los demás. Pero sus acciones no están motivadas, nunca, por el «qué dirán», sino por el bien. Cómo le dolería al buen caballero aquella respuesta de Sancho: «el vulgo tiene a vuestra merced por grandísimo loco, y a mí por no menos mentecato. Los hidalgos dicen que no conteniéndose vuesa merced en los límites de la hidalguía, se ha puesto 'don' y se ha arremetido a caballero con cuatro cepas y dos yugadas de tierra, y con un trapo atrás y otros adelante. Dicen los caballeros que no querrían que los hidalgos se opusiesen a ellos, especialmente aquellos hidalgos escuderiles que dan humo a los zapatos y toman los puntos de las medias negras con seda verde». Con hondo conocimiento del mundo, no exento de amargura, respondió el aludido: «Mira, Sancho -dijo Don Quijote-: dondequiera que está la virtud en eminente grado, es perseguida. Pocos o ninguno de los famosos varones que pasaron dejó de ser calumniado de la malicia». (Parte II, capítulo II.) Se trasluce, a través de esta respuesta, el «yo sé quién soy y sé qué puedo ser».

Por su adhesión al destino, amor fati, su devenir trasciende de su mera temporalidad.


- 3 -Aspiraciones y decepciones de Don Quijote


La vida de Don Quijote se nos aparece como auténtica por esa fidelidad a su vocación. En el montón de acciones y acontecimientos descubrimos siempre lo que Don Quijote tenía que haber sido. Como su vida efectiva realiza su entelequia, hay una sensación de plenitud en su existencia de andante caballero. De todas las posibilidades que se le presentan, sabe optar por la posibilidad que él debe ser. Por eso le responde a el Ama, cuando le sugiere que sea un caballero en la corte de su Majestad: «no todos los caballeros pueden ser cortesanos, ni todos los cortesanos pueden ni deben ser caballeros andantes. De todos ha de haber en el mundo; y aunque todos seamos caballeros, va mucha diferencia de los unos a los otros...». (Parte II, Cap. VI.) Y a su sobrina le advierte: «Ni todos los que se llaman caballeros lo son de todo en todo; que unos son de oro, otros de alquimia, y todos parecen caballeros; pero no todos pueden estar al toque de la piedra de la verdad». (Ibid.) Es inútil que traten de disuadirle. Él sabe lo que quiere; él tiene conciencia de su destino personal: «Dos caminos hay, hijas, por donde pueden ir los hombres a llegar a ser ricos y honrados: el uno es el de las letras; otro, el de las armas. Yo tengo más armas que letras, y nací, según me inclino a las armas, debajo de la influencia del planeta Marte; así, que casi me es forzoso seguir por su camino, y por él tengo de ir a pesar de todo el mundo, y será en balde cansaros en persuadirme a que no quiera yo lo que los cielos quieren, la fortuna ordena y la razón pide, y, sobre todo, mi voluntad desea; pues con saber, como sé, los innumerables trabajos que son anejos a la andante caballería, sé también los infinitos bienes que se alcanzan con ella; y sé que la senda de la virtud es muy estrecha, y el camino del vicio, ancho y espacioso; y sé que sus fines y paraderos son diferentes; porque el del vicio, dilatado y espacio so, acaba en muerte, y el de la virtud, angosto y trabajoso, acaba en vida, y no en vida que se acaba, sino en la que no tendrá fin; y sé, como dice el gran poeta castellano nuestro, que

Por estas asperezas se camina
de la inmortalidad al alto asiento,
do nunca arriba quien de allí declina».
(Parte II, Cap. VI.)

El mundo se le presenta, a Don Quijote, como tentación, como campo propicio para la distracción. Multitud de posibilidades que no son de él -que no deben ser de él- se le ofrecen seductoras, insinuantes. «Yo te prometo, Sobrina -respondió Don Quijote-, que si estos pensamientos caballerescos no me llevasen tras sí todos los sentidos, que no habría cosa que yo no hiciese, ni curiosidad que no saliese de mis manos, especialmente jaulas y palillos de dientes». (II, VI.) Pero está comprometido a decidir, constantemente, ser fiel a sí mismo, ser fiel a quien le ofrece la posibilidad de ser él mismo. Aunque realizada en la sociedad española de su tiempo, con Dios y con los otros hombres, esta tarea fundamental es netamente personal.

Aunque Don Quijote persigue la fama, no se le oculta la vanidad de la misma, por mucho que dure. Sin embargo, vive sus momentos de plenitud gozosa. Nos refiere Cervantes que, después de haber vencido al Caballero de los Espejos, «con la alegría, contento y ufanidad que se ha dicho seguía Don Quijote su jornada, imaginándose por la pasada victoria ser el caballero andante más valiente que tenía en aquella edad el mundo; daba por acabadas y a felice fin conducidas cuantas aventuras pudiesen sucederle de allí adelante; tenía en poco a los encantos y a los encantadores; no se acordaba de los innumerables palos que en el discurso de sus caballerías le habían dado, ni de la pedrada que le derribó la mitad de los dientes, ni del desagradecimiento de los galeotes, ni del atrevimiento y lluvia de estacas de los yangüeses; finalmente, decía entre sí que si él hallara arte, modo o manera como desencantar a su señora Dulcinea, no invidiara a la mayor ventura que alcanzó, o pudo alcanzar, el más venturoso caballero andante de los pasados siglos». (II, XVI.) Un triunfo basta, a veces, para borrar todas las penalidades de la vida pasada. Me interesa destacar, en este pasaje, el dinamismo ascensional de la vida de Don Quijote, su tendencia irrefrenable a la plenitud subsistencial. Como hombre, tiene un afán incoercible a la supervivencia y a la sobrevivencia en la memoria de los hombres. Quiere realizar grandes hazañas para pasar a la posteridad: que es una forma -tercera vida la han llamado algunos- de que las obras personales subsisten en los otros.

Don Quijote aspira inevitable e ilimitadamente a la grandeza y a la perfección, a la felicidad y a la vida. No trata simplemente de ser siempre, sino de ser siempre en plenitud. Las felicidades temporales -en casa de Don Diego Miranda y en casa de los Duques- las vive como limitadas e insuficientes. Cuando se siente relativamente feliz, exige eternidad. Ama el arte porque admira el amplio radio de la vida del artista excepcional. Declara que desde muchacho fue aficionado a la carátula y en su mocedad se le iban los ojos tras la farándula. Compara la poesía con «una doncella tierna y de poca edad, y en todo extremo hermosa, a quien tienen cuidado de enriquecer, pulir y adornar otras muchas doncellas, que son todas las otras ciencias, y ella se ha de servir de todas, y todas se han de autorizar con ella; pero esta tal doncella no quiere ser manoseada, ni traída por las calles, ni publicada por las esquinas de las plazas ni por los rincones de los palacios». (II, XVI.)

Hablando de los comediantes, dícele Don Quijote a Sancho: «Pues lo mesmo acontece en la comedia y trato deste mundo, donde unos hacen los emperadores, otros los pontífices, y, finalmente, todas cuantas figuras se puedan introducir en una comedia; pero en llegando al fin, que es cuando se acaba la vida, a todos les quita la muerte las ropas que los diferenciaban, y quedan iguales en la sepultura». (II, XII.) Verdad tan grande que alcanza al mismo Don Quijote. Tal vez él mismo se haya imaginado, al pronunciar estas palabras, que un día la muerte le quitaría las ropas de caballero andante, igualándole al resto de los hombres en la sepultura. Todo terminaría para él. Ya no volvería a ver el río Ebro, «cuya alegre vista renovó en su memoria mil amorosos pensamientos». Pero quizá la contemplación de la amenidad de sus riberas, de la claridad de sus aguas, del sosiego de su curso y de la abundancia de sus líquidos cristales, le hizo atisbar entonces la gran realidad que se oculta en el trasfondo maravilloso de la vida. Dice Cide Hamete -el filósofo mahomético creado por la imaginación de Cervantes- que «pensar que en esta vida las cosas della han de durar siempre en un estado es pensar en lo excusado; antes parece que ella anda todo en redondo, digo a la redonda: la primavera sigue al verano, el verano al estío, el estío al otoño y el otoño al invierno, y el invierno a la primavera, y así torna a andarse el tiempo con esta rueda continua. Sola la vida humana corre a su fin ligera más que el viento, sin esperar renovarse si no es en la otra, que no tiene términos que la limiten». Esta ligereza e inestabilidad de la vida presente, prepara el ocaso y la decepción de Don Quijote: «y al cabo, al cabo, cuando esperaba palmas, triunfos y coronas, granjeadas y merecidas por mis valerosas hazañas, me he visto esta mañana pisado, acoceado y molido de los pies de animales inmundos y soeces. Esta consideración me embota los dientes, entorpece las muelas, y entumece las manos, y quita de todo en todo la gana de comer, de manera, que pienso dejarme morir de hambre, muerte la más cruel de las muertes». (II, LIX.)


- 4 -Destino final de Don Quijote


(De una «menos-vida» a una «plus-vida»)

¡Que quisiera morirse Don Quijote! Es mentira. Una mentira magnífica, porque es la mentira de un espíritu magnífico. Su grito de muerte es un grito de: ¡vida!, ¡más vida! Aun cuando la tragedia existe, su corazón pugna por transportarse al gozo. Cierto que este mundo, todo máquinas y trazas, contrarias unas de otras, acaba por agobiarle. Se convence de que pretender reducir a la canalla «a que por ruegos haga virtud alguna», es predicar en desierto. Por eso exclama, en el colmo del sentimiento de su desamparo ontológico y de su insuficiencia radical: «Yo no puedo más». (Parte II, Cap. XXIX.) El desengaño le hace desenmascarar, dolorosamente, lo falso, desenmascarando su propio error humano. Y llega así a la posesión de la verdad, buscada pero ignorada. Reconoce a las cosas como son. Las ventas son simplemente ventas, y no castillos. Paga daños a los pescadores por el barco hecho pedazos. Su propio criado le vence y le arranca una promesa. La adversidad le produce un desengaño cuyo impacto de verdad le afecta existencialmente.

Roque Guinart, compasivo después de todo, le dice a Don Quijote: «-No estéis tan triste, buen hombre...». «-No es mi tristeza -respondió don Quijote- haber caído en tu poder, ¡oh valeroso Roque, cuya fama no hay límites en la tierra que la encierren!, sino por haber sido tal mi descuido, que me hayan cogido tus soldados sin el freno, estando yo obligado, según la orden de la andante caballería que profeso, a vivir contino alerta, siendo a todas horas centinela de mí mismo; porque te hago saber, ¡oh gran Roque!, que si me hallaran sobre mi caballo, con mi lanza y con mi escudo, no les fuera muy fácil rendirme, porque yo soy Don Quijote de la Mancha, aquel que de sus hazañas tiene lleno todo el orbe». (II, LX.) Decididamente la adversidad se cierne sobre el Caballero de la Triste Figura. El de la Blanca Luna le ha vencido. Pero aun así, Don Quijote no puede ir contra su verdad: «Dulcinea del Toboso es la más hermosa mujer del mundo, y yo el más desdichado caballero de la tierra, y no es bien que mi flaqueza defraude esta verdad. Aprieta, caballero, la lanza, y quítame la vida, pues me has quitado la honra». (II, LXIII.) Como una vida sin honra no es verdadera vida para Don Quijote, pide que le priven de esta menos vida para pasar a una plus-vida. Sin embargo, no quiere darse por vencido definitivamente. Pasan unos días y recupera la esperanza: la esperanza que nunca muere del todo mientras viva el hombre. «-Calla, Sancho, pues ves que mi reclusión y retirada no ha de pasar de un año; que luego volveré a mis honrados ejercicios y no me ha de faltar reino que gane y algún condado que darte». (II, LXV.) ¿Ha cesado ya la tristeza y la angustia? Al salir de Barcelona y mirar el sitio donde había caído, exclama Don Quijote: «-¡Aquí fue Troya! ¡Aquí mi desdicha, y no mi cobardía, se llevó mis alcanzadas glorias; aquí usó la fortuna conmigo de sus vueltas y revueltas; aquí se escurecieron mis hazañas; aquí, finalmente, cayó mi ventura para jamás levantarse!». (II, LXVI.) ¡Qué profunda melancolía! Presiente que su ventura ha caído definitivamente. En el camino hacia su eclipse ya no puede detenerse. Unos labradores le invitan a la «taberna de lo caro», pero llega tarde la invitación: «- Yo, señores -respondió don Quijote-, os lo agradezco, pero no puedo detenerme un punto, porque pensamientos y sucesos tristes me hacen perecer descortés y caminar más que de paso». (II, LXVI.)

Sancho trata de reconfortar el corazón de su amo. Le recuerda que tan de valientes corazones es tener sufrimiento en las desgracias como alegría en las prosperidades. La Fortuna es una mujer borracha y antojadiza, y, sobre todo, ciega, y así, no ve lo que hace, ni sabe a quien derriba, ni a quien ensalza. Pero Don Quijote es providencialista. Le complace constatar la discreción y la filosofía de su escudero. Tiene, no obstante, que corregirle: «Lo que te sé decir es que no hay fortuna en el mundo, ni las cosas que en él suceden, buenas o malas que sean, vienen acaso, sino por particular providencia de los cielos, y de aquí viene lo que suele decirse: que cada uno es artífice de su ventura. Yo lo he sido de la mía; pero no con la prudencia necesaria, y así me han salido al gallarín mis presunciones; pues debería pensar que al poderoso grandor del caballo del de la Blanca Luna no podía resistir la flaqueza de Rocinante». (II, LXVI.) Con toda honradez reconoce el Caballero manchego que hay una cierta adecuación entre su ser y su acontecer. Le aconteció lo que estaba en relación con su personalidad y con sus circunstancias. Trató de configurar la realidad de acuerdo con su ser de caballero andante, pero la realidad, que tiene también su forma, le resistió. «Atrevime, en fin, hice lo que pude; derribáronme, y aunque perdí la honra, no perdí, ni puedo perder, la virtud de cumplir mi palabra». (Ibid.) Don Quijote puede haberse sentido menoscabado en su «pundonor», en su estado de prelación en la jerarquía social, pero la honra, en rigor, no la perdió al perder una batalla. Sí la hubiese perdido, en cambio, si no hubiese cumplido su palabra. Porque cumplir su palabra le pertenece como su propiedad más íntima, pero perder una batalla le venía de muy lejos. El destino le tenía reservado este revés.

Aun en su ocaso, camino de su aldea, el ser de Don Quijote reclama la plenitud. Su ser se rebela ante la nada y el vacío; rechaza la contingencia y la muerte. Por eso le propone a Sancho que se hagan pastores. Nadie le puede arrebatar a Don Quijote su aspiración irrefrenable a una «plus-vida», a una vida en plenitud: «que yo post tenebras spero lucem». (II, LXVIII.) El mundo, sus realidades y complicidades, cerraron con obstinación los caminos trazados por Don Quijote con rumbo al ideal absoluto. Pero este mundo no es sino tinieblas en las cuales surge, de cuando en cuando, un rayo de luz. Esa frase de Don Quijote -«post tenebras spero lucem»-, es un adiós al mundo engañoso. Y es, también, una afirmación de su fe católica, de su providencialismo, de su amor, de su honestidad, de su convicción justiciera... Su victoria es la victoria de la persona, del ente teotrópico... Su destino fue el de haber llegado hasta el final, molido a palos y pedradas, pero sin desviar la vista de la línea vertical... Sangre, sudor y vida por la conquista de un ideal. Mientras otros, los acomodaticios, simplemente se acomodan, renuncian y se someten a la circunstancia, el Caballero de la Mancha reivindica el valor del esfuerzo, el mérito del sacrificio, la fe en el ideal y en el triunfo de la justicia final. El triunfo del maquiavelismo es sólo aparente y a corto plazo. A la larga está perdido, porque pretende fundarse en el poder metafísico del mal y el mal carece de poder metafísico. Don Quijote amó sin transigir. Amó desinteresadamente la justicia, sin motivos espúreos, sin segundas intenciones. La lucha contra la adversidad -parece enseñarnos Cervantes con su Quijote- no es una simple tragedia, sino un privilegio del hombre. Y esta locura esplendente -incurable en los verdaderos héroes-, no es infecunda. No es infecunda porque ellos, o sus continuadores, insertan sobre la vida material el orden ideal.

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106 Unamuno.- «Vida de Don Quijote y Sancho», octava edición, Espasa Calpe Argentina.- Págs. 43 y 45.