Capítulo VIII
Vocación y trayectoria de Sancho
- 1 -Vocación íntima de Sancho
«Don Quijote era el espíritu. Sancho era la materia cargada de amor, como si
estuviera cargada de una potencia magnética, y gracias a esa potencia magnética
pudo Sancho ganar la santificación mítica. El mito de Sancho es la glorificación
de la carne por el amor».
Álvaro Fernández Suárez
Hay quienes ven en Sancho una expresión incompleta y vulgar del buen sentido
prosaico. Trataríase de una personificación de la tendencia realista grosera y
utilitaria; de un caso de la denominada sabiduría popular con ese sabor
sabidero, evidenciado en ese gusto por los refranes rimados o asonantados, que
no repara en el sentido. Cide Hamete Benengeli, el supuesto historiador arábigo,
lo describe corto de talle, largo de zancas, de barriga grande y con fama de
tragón.
¿Por qué escogió Don Quijote a Sancho? Aunque Cervantes no se detenga para
explicarnos los motivos, bien podemos suponer que el hidalgo vio en el labriego
una bondad y una simplicidad de muy alto valor. Debió presentir que le
aguardaba un destino común con Sancho. Tal vez esa honrada y bondadosa condición
de su futuro escudero -y esa sencillez, sobre todo- le conmovieron íntimamente
y le hicieron adivinar ocultas virtudes en Sancho, aun antes de hablarle de
aventuras y caballerías. «En este tiempo solicitó Don Quijote a un labrador
vecino suyo, hombre de bien (si es que este título se puede dar al que es
pobre), pero de muy poca sal en la mollera. En resolución: tanto le dijo, tanto
le persuadió y prometió, que el pobre villano se determinó a salirse con él
y servirle de escudero»47.
¡No! No era tonto Sancho, sino sencillo, crédulo. Astucia no le faltaba cuando
era menester, y siempre estuvo «dotado de saviduría radical, de raíz; sabiduría
no de sabio, sino de savio», advierte Fernández Suárez.
En Sancho había -¡qué duda cabe!- una vocación íntima, una atracción, un
impulso, una adivinación que le llevaron a seguir a un caballero andante capaz
de grandes hazañas y valerosos hechos. Pero había también -no menos cierto-
una buena dosis de codicia y de ambición burguesa. El mismo Cervantes debió
tener una noción muy oscura de las posibilidades de quijotizar a Sancho. Un
labrador pobre, leal y algo simplote, llevaba el germen -con toda la preñez de
sus posibilidades- de un compañero de aventuras de Don Quijote. A medida que
Sancho se va desplegando, a medida que se va imponiendo de su singular e histórico
papel, nos llena de asombro. Aunque siempre combate a la defensiva y por algo
tangible -no por abstracciones-, valor no le falta. Bástenos recordar su
denodado esfuerzo al embestir a los bárbaros yangüeses en defensa de
Rocinante, o su lucha con Cardenio, el loco enamorado que atacó sorpresivamente
a Don Quijote. Contra el cabrero -otro loco de amor- sale Sancho, en defensa de
su amo, con verdadera decisión viril.
En el gobierno de la ínsula Barataria probó Sancho una prudencia política
exenta de erudición, pero no de sabiduría equilibrada.
El humanismo de Sancho, hecho de tolerancia, de amistad, de respeto socrático a
las leyes, de lealtad a su nación, acaba por ganarnos definitivamente. Ahí está
ese episodio del encuentro con Ricote -el morisco expulsado- probándonos
elocuentemente esa humana tolerancia sanchopancesca. Niégase Sancho a ayudar a
Ricote en su empresa de sacar el tesoro fuera del país, aunque le hubiera
reportado pingües ganancias. «-Yo lo hiciera, pero no soy nada codicioso, que
a serlo, un oficio dejé yo esta mañana de las manos donde pudiera hacer las
paredes de mi casa de oro y comer antes de seis meses en platos de plata, y así,
por esto como por parecerme, haría traición al Rey, al dar favor a sus
enemigos, no fuera contigo si, como me prometes doscientos ducados, me dieras
aquí de contado cuatrocientos». Aun así, Sancho tranquiliza a su vecino
Ricote diciéndole que no le descubrirá: «Por mi no serás descubierto, y
prosigue en buen hora tu camino»48.
La veneración hacia Don Quijote aumenta en Sancho con el transcurso del tiempo.
Tal vez nunca llegue a entenderla en plenitud, pero presiente en él un ideal
superior, una verdad situada más allá de las locuras. Con tal de restituir a
Don Quijote el ánimo perdido, está dispuesto a hacerse cualquier cosa. Le
admira por sus altas virtudes y por su vasto y fino saber. Le respetaba, con
unción, por los hechos insólitos que le veía realizar. Se ha dicho -y no se
carece de razón- que en Sancho había un mérito maternal. Guardián del
caballero en sus pasos terrenales, recurría, en ocasiones, a «un tienes razón
para que te calles, junto con cierta burla piadosa». Aun queriendo y admirando
a su amo, en ciertos momentos llegó a burlarse de él y hasta ponerle la mano,
aunque fuera sólo para sujetarlo... Con todo, hay una lealtad fundamental de
Sancho para Don Quijote.
Ante el lecho de muerte de Don Quijote, Sancho quijotizado saltando por encima
de sus dudas, de sus burlas, de sus socarronerías, exclama vivamente conmovido:
«No se muera, señor mío, que quizás tras alguna mata hallemos a la señora
Dulcinea desencantada que no hay más que ver. Si es que se muere de pesar de
verse vencido, écheme a mí la culpa, diciendo que por haber yo cinchado mal a
Rocinante le derribaron; cuanto más que vuestra merced habrá visto en sus
libros de caballerías ser cosa ordinaria derribarse unos caballeros a otros, y
el que es vencido hoy ser vencedor mañana»49. ¡Estupenda explosión de fe
quijotesca! Bien dice Menéndez y Pelayo que Sancho no es solamente el coro
humorístico que acompaña a la tragicomedia humana; es algo mayor y mejor que
esto, es un espíritu redimido y purificado del fango de la materia por Don
Quijote: es el primero y mayor triunfo del ingenioso hidalgo, es la estatua
moral que van labrando sus manos en materia tosca y rudísima, a la cual
comunica el soplo de la inmortalidad.
- 2 -Sancho labriego, receptivo y mediador
Sancho es siempre el mismo: simple y astuto, ansioso y desinteresado, crédulo e
inquiridor, anhelando la tranquilidad y huyendo de ella, un gusano en el polvo y
un águila en las alturas celestes.
J. Bickermann
En vez de llamar a Don Quijote «idealista» y a Sancho «realista» -tipos que
no convienen en exclusiva a ninguno de los dos personajes-, convendría
comprenderlos y valorarlos como seres activos que se van desarrollando a nuestra
vista, al compás de incitaciones exteriores e interiores. En tanto que la
voluntad de Don Quijote es proyectiva, la voluntad de Sancho es receptiva. «El
uno -observa Américo Castro- prefiere cuanto conviene a su programa, encauza el
mundo por las vías que él previamente se ha trazado y forja a Dulcinea desde
el fondo de su capacidad creadora, lo mismo que el bálsamo de Fierabrás. El
otro va encajando su vivir receptivo en las demandas que le salen al encuentro,
sean materiales o ideales; se deja afectar, diríamos hoy, por el 'espíritu
objetivado', mientras que Don Quijote sería 'espíritu objetivante', y en torno
a el todo se quijotiza. El uno inventa riesgos; el otro los padece, o los evita
si puede»50. Sancho reacciona de muy diversas maneras, según el tenor de las
circunstancias. Lo que no hace es crear e inventarse el curso de su vida. Cuándo
la ocasión es propicia encarnará la función de un buen juez. Y si cree que le
llevan por los aires sabrá reflexionar hondamente sobre la pequeñez de los
afanes que mueven a los habitantes de la tierra. Todo depende del momento.
Alguien ha dicho alguna vez -y apenas sí se ha reparado en el alcance de la
afirmación- que Sancho es medularmente un labriego. Dígalo sino su amor al
terruño, su sobriedad, el afecto que siente por el Rucio, del cual se preocupa
casi tanto como de sí mismo; su sabiduría tradicional y refranesca, sus
arraigadas convicciones religiosas -gravedad de su conciencia y preocupación
por la salvación de su alma-, su avaricia, su simpleza, su resignación y
credulidad...
¿Por qué esa humildad de Sancho? El que año tras año surca la misma tierra
-podría responder un psicólogo- y sabe que la cosecha depende de los elementos
contra los cuales nada pueden los hombres, no se siente con grandes pretensiones
ni valúa en mucho sus fuerzas.
En las aldeas se adquieren creencias, costumbres, usos y refranes de los padres
y abuelos que llevan a una vida cuyo repertorio es relativamente fijo y
sencillo. Saben los aldeanos que más allá de su caserío se abre un mundo
extenso y abigarrado que encierra inmensas posibilidades y grandezas. ¿Qué de
raro tiene entonces que Sancho creyese las fantasías y las promesas de su culto
amo?
También se explica la avaricia de Sancho. El campesino no suelta, sino con gran
dificultad, el dinero que ha ido ganando poco a poco y fatigosamente. Por eso el
labriego manchego se agarra vorazmente a la bolsa de ducados y hace grandes
esfuerzos por convencer a su señor que no persiga al hombre que pudiera
resultar el propietario de la bolsa. Es el mismo quien confiesa, al escudero del
Caballero del Bosque, su codicia: «ruego yo a Dios me saque de pecado mortal,
que lo mismo será si me saca de este peligroso oficio de escudero, en el cual
he incurrido segunda vez, cebado y engañado de una bolsa de cien ducados, que
me hallé un día en el corazón de Sierra Morena, y el diablo me pone ante los
ojos aquí, allí, acá no, sino acullá, un talento lleno de doblones, que me
parece que a cada paso le toco con la mano, y me abrazo con él, y lo llevo a mi
casa, y echo censos, y fundo rentas» (II, 13). Sin embargo, la tentación del
dinero y del poder es siempre vencida por esa virtud de fidelidad a su amo: «Y
si mi señor Don Quijote, obligado de mis muchos y buenos servicios -dícele al
Bachiller Carrasco, antes de la tercer salida-, quisiera darme alguna ínsula de
las muchas que su merced dice que se ha de topar por ahí, recibiré mucha
merced en ello; y cuando no me la diere, nacido soy, y no ha de vivir el hombre
en hoto sino de Dios; y más, que tan bien, y aún quizás mejor, me sabrá el
pan desgobernado que siendo gobernador; ¿y se yo por ventura si en esos
gobiernos me tiene aparejada el diablo alguna zancadilla donde tropiece y caiga
y me haga las muelas? Sancho nací y Sancho pienso morir». Y es lo cierto que
sigue siempre fiel a Don Quijote aunque le peguen, le sacudan, pase hambre,
sufra otras muchas incomodidades y pierda la ínsula.
Tal vez acierten quienes digan que algo hay en Sancho -en su psicología, claro
está- de femenino. Es locuaz, curioso, de corazón mollizo, llorón y propenso
a enfadarse y encapricharse fácilmente. Aun la atracción que sobre el ejerce
el poder es a manera de golosina magnífica: «Venga esa ínsula, que yo pugnaré
por ser tal gobernador que, a pesar de bellacos, me vaya al cielo; y esto no es
por codicia que yo tenga que salir de mis casillas ni de levantarme a mayores,
sino por el deseo que tengo de probar a qué sabe el ser gobernador».
Sancho es el hombre-pueblo que encuentra satisfacción en seguir a un verdadero
adalid y reformador del mundo. Tanto admira a Don Quijote que sueña con sus
mismos sueños y llega a hablar en el mismo estilo. No tan sólo es el compañero
y amigo de Don Quijote, sino su confidente y mediador. Entre la gente, a veces
buena, y el solemne caballero de los ideales góticos, Sancho suaviza los
contrastes. «Para que Sancho pudiera desempeñar este papel tan importante
-apunta Joseph Bickermann- tenía que ser él mismo una especie de Don Quijote,
y al mismo tiempo no serlo, porque de otro modo no serviría como vínculo
intermediario»51. Lo que no parece tener fundamento es ese paralelo que
Bickermann pretende establecer entre Sancho y Mefistófeles. El escudero -figura
tonificante y reactiva- es como un reflejo o proyección de Don Quijote que con
él acaba por formar comunidad. Discípulo y seguidor del caballero de los
mundos imaginarios, no deja por ello de ver las cosas -la mayoría de las veces-
como son. Es su constante camarada, su adlátere, su contrafigura, pero nunca su
«alter ego». Tiene clara conciencia de ser persona: «no hay tanta diferencia
de mí a mi amo, que a él le laven con agua de ángeles y a mí con lejía de
diablos» (II, 32).
No carece Sancho, como interpretaciones superficiales nos han querido hacer
creer, de espiritualidad. Montado sobre Clavileño; en aquella encantada ascensión,
se despierta en él un incontenible deseo de lo sobrenatural: «Después que bajé
del cielo, y después que desde su alta cumbre miré la tierra y la vi tan pequeña,
se templó en mí la gana que tenía tan grande de ser gobernador; porque, ¿qué
grandeza es mandar en un grano de mostaza, o qué dignidad o imperio el gobernar
a media docena de hombres tamaños como avellanas, que, a mi parecer, no había
más en toda la tierra? Si vuestra señoría fuese servido de darme una tantita
parte del cielo, aunque no fuese más de media legua, la tomaría de mejor gana
que la mayor ínsula del mundo» (II, 42). ¡Qué magnífica perspectiva la de
Sancho y qué honda sensatez la de sus reflexiones! No tiene apoyo en el texto,
ni mucho menos en el contexto, decir, como lo dice Américo Castro, que «Sancho
se expresa aquí como un personaje lucianesco, y el cielo de que habla es el
firmamento, meta codiciada para desilusionados o escépticos desde que los Diálogos
de Luciano de Samosata fueron accesibles para los humanistas del Renacimiento»52.
Bástenos recordar que Sancho es un fiel católico -así lo proclama él mismo
en varias ocasiones- y un auténtico labriego español con la tradicional fe de
su pueblo. Al hablar de «una tantita parte del cielo, aunque no fuese más de
media legua», es claro que lo hace en sentido figurado. El firmamento no es
objeto de codicia. Y nada tiene el escudero de personaje lucianesco,
desilusionado o escéptico.
- 3 -Proyección de Don Quijote en Sancho
Entre Don Quijote y Sancho dase una comunidad indestructible. Tal vez por eso se
ha llegado a decir -y en ello hay algo de verdad- que el caballero y su escudero
son partes de una misma persona real. Salvador de Madariaga ha hablado de la
quijotización de Sancho y de la sanchificación de Don Quijote -afirmación
esta última que no podemos aceptar-, surgida de «una interinfluencia lenta y
segura que es, en su inspiración como en su desarrollo, el mayor encanto y el más
hondo acierto del libro»53. Externa e internamente Sancho se modela sobre Don
Quijote. Con sencillez de labriego imita a su amo hasta en el estilo de las
frases: «-Ahora digo que tienes algún familiar en ese cuerpo. Válate Dios, la
mujer, y qué de cosas has ensartado unas en otras sin tener pies ni cabeza. ¿Qué
tienen que ver el cascajo, los broches, los refranes y el entono con lo que yo
digo? Ven acá, mentecata e ignorante...». Cuando la gloria irrumpe de pronto
en la vida de Sancho, hay indicios de una nueva debilidad: «...y dice que me
mientan a mí en ella con mi mesmo nombre de Sancho Panza». Inflándose de sed
de honra y de inmortalidad, exclama el escudero quijotizado: «Atienda ese señor
moro, o lo que es, a mirar lo que hace, que yo y mi señor le daremos tanto
ripio a la mano en materia de aventuras y de sucesos diferentes que pueda
componer, no sólo segunda parte, sino ciento. Debe de pensar el buen hombre sin
duda que nos dormimos aquí en las pajas; pero ténganos el pie al herrar verá
del que cosqueamos. Lo que yo se decir es que, si mi señor tomase mi consejo,
ya habíamos de estar en esas campañas deshaciendo agravios y enderezando
entuertos, como es uso y costumbre de los buenos andantes caballeros».
Sin embargo, Sancho -aun quijotizado- sigue siendo Sancho. Quiero decir que todo
ese hálito caballeresco que le presta Don Quijote no hace desaparecer -del
todo- la sustancia carnal, el arraigo en la tierra, la familiaridad con el
pueblo. Sancho seguirá siendo apacible, vividor, empírico. Nació -sit venia
verbo- hombre-pueblo y hubo de conquistar la quijotización. «Bien es verdad
-nos dice- que soy algo malicioso y tengo mis ciertos asomos de bellaco; pero
todo lo cubre y tapa la gran capa de la simpleza mía, siempre natural y nunca
artificiosa; y cuando otra cosa no tuviere sino el creer, como siempre creo,
firme y verdaderamente, en Dios y en todo aquello que tiene y cree la Santa
Iglesia Católica Romana, y el ser enemigo mortal, como lo soy, de los judíos,
debían los historiadores tener misericordia de mí y tratarme bien en sus
escritos; pero, digan lo que quisieren, que desnudo nací, desnudo me hallo, ni
pierdo ni gano, aunque por verme puesto en libros y andar por ese mundo de mano
en mano, no se me da un higo que digan de mí todo lo que quisieren».
Preciso es reconocer, no obstante, que la proyección de Don Quijote en Sancho
hace perder a este último algo de ese su buen sentido empírico. Aunque en lo
abstracto nunca llegue a tener Sancho -«costal lleno de refranes y de malicias»,
como le llamó Don Quijote- esa seguridad y esa madurez que había tenido
siempre en lo concreto, lo cierto es que ahora le atrae todo ese mundo de
ideales que su señor le hace entrever. Su sistema de valoraciones se quiebra al
entrar en contacto directo con una persona que tiene por superior.
Cuando el escudero del Caballero del Bosque dice que Don Quijote es más bellaco
que tonto y que valiente, Sancho, con hondo afecto y acrisolada lealtad,
responde:
«...digo que no tiene nada de bellaco; antes tiene un alma como un cántaro: no
sabe hacer mal a nadie, sino bien a todos, ni tiene malicia alguna; un niño le
hará entender que es de noche en la mitad del día, y por esta sencillez le
quiero como a las telas de mi corazón, y no me amaño a dejarle, por más
disparates que haga»54.
¡Conmovedoras palabras! Sancho bueno, Sancho humilde, Sancho fiel reconoce la
superioridad de su amo en conocimiento, valor, estado y tipo moral. Y este
reconocimiento, lejos de acarrearle al escudero un resentimiento, le produce una
limpia admiración y un sincero cariño. No todo era codicia en Sancho. Si así
hubiese sido, al perder su ínsula habría abandonado a su amo. ¡Pero no!
Sancho, junto al lecho de muerte del caballero, acompaña a su amo hasta el fin.
Se ha llenado de fe quijotesca, de esa misma fe que le hizo escribir a don
Miguel de Unamuno: «Sancho, que no ha muerto, es el heredero de tu espíritu,
buen hidalgo, y esperamos tus fieles en que Sancho sienta un día que se le
hincha de quijotismo el alma, que le florecen los viejos recuerdos de su vida
escuderil, y vaya a tu casa y se revista de tus armaduras, que hará se las
arregle a su cuerpo y talla el herrero del lugar, y saque a Rocinante de su
cuadra y monte en él, y embrace lanza, la lanza con que diste libertad a los
galeotes y derribaste al Caballero de los Espejos, y sin hacer caso de las voces
de tu sobrina, salga al campo y vuelva a la vida de aventuras, convertido de
escudero en caballero andante. Y entonces, Don Quijote mío, entonces es cuando
tu espíritu se asentará en la tierra»55. Así pudo haber terminado Cervantes
su obra. Y así pudo -también nos parece verosímil- iniciar un nuevo libro.
La fe de Sancho en Don Quijote -alimentada de dudas- era una fe viva,
triunfante. «Y así como Don Quijote tiene que creer en Dulcinea, a fin de
creer en sí mismo -observa agudamente Madariaga-, Sancho tiene que creer en Don
Quijote para creer en la ínsula. De este modo la fe del caballero va a nutrir
el espíritu del criado después de haber sostenido el espíritu propio»56. ¿Acaso
Don Quijote tendrá, a su vez, fe en Sancho? ¡No! Don Quijote se siente unido
fraternalmente a Sancho, pero no tiene fe en él. Conoce muy bien a la persona y
al mundo de su escudero, mientras que este apenas sí presiente el maravilloso y
sorprendente mundo de su señor. La humanidad del buen Sancho está demasiado a
la vista. El heroísmo y la incitación ideal de Don Quijote están, por el
contrario, en el cielo de los mitos. No hay tal «sanchificación de Don Quijote»
como lo pretende Madariaga. Existe -tal vez eso sí- una desengañada piedad de
Don Quijote que le va poseyendo después de haber vivido cuanto la vida le
ofreció.
El problema de Dulcinea
- 1 -Don Quijote y su Dulcinea
Dulcinea es, para Don Quijote, la objetivación de todos aquellos valores, que
estaban encarnados en la dama medieval, a los que un caballero debe rendir
pleitesía. Para el aumento de su honra y para mejor servir como caballero
andante poetiza a una aldeana de nombre Aldonza Lorenzo. «Básteme a mí
-afirma esa activa conciencia a caballo que es Don Quijote- pensar y creer que
la buena de Aldonza Lorenzo es hermosa y honesta... y yo me hago cuenta que es
la más alta princesa del mundo». Y aún llega a decir: «Yo imagino que todo
lo que digo es así... y píntola en mi imaginación como la deseo». Pero
nuevamente Cervantes construye sobre una realidad primaria. Dice el capítulo
inicial del libro: «...y fue, a lo que se cree, que en un lugar cerca del suyo
había una moza labradora de muy buen parecer, de quien él un tiempo anduvo
enamorado (aunque, según se entiende, ella jamás lo supo, ni se dio cata dello). Llamábase Aldonza Lorenzo, y a esta le pareció ser bien, darle título
de señora de sus pensamientos y buscándole nombre que no desdijese del suyo, y
que tirase y se encaminase al de princesa y gran señora, vino a llamarla
Dulcinea del Toboso, nombre, a su parecer, músico y peregrino, y significativo,
como todos los demás que a él y a sus cosas había puesto»57.
Sobre el cuerpo rústico de Aldonza Lorenzo, Don Quijote va a insuflar toda una
carga de idealidad. Ha nacido, pues, Dulcinea. En ella cree Don Quijote como se
cree en los ideales amados. Podemos imaginar, si queremos, que en su fuero
interno empieza dudando y esforzándose por no dudar. Muy pronto triunfará en
él la voluntad de creer. Sus sacrificios, las mofas de los duques, los engaños
y socarronerías de Sancho son pruebas de heroísmo, al servicio de su ideal,
que acrecentarán su fe.
Bien sabe el Caballero de la Triste Figura quien es Dulcinea y así se lo deja
ver a Sancho cuando le cuenta la historia de la hermosa viuda, libre y rica, que
se enamoró de un mozo rollizo y motilón. «Para lo que yo le quiero -había
sentenciado la viuda a uno que se burlaba de la ignorancia del mozo- más sabe
que Aristóteles». Llevando al plano espiritual el amor de la viuda, Don
Quijote se aplicó la sentencia, transponiéndola: «Para lo que yo quiero a
Dulcinea, tanto vale como la más alta princesa de la tierra».
Desde el primer momento advierte Don Quijote que va a necesitar «una dama de
quien enamorarse: porque el caballero andante sin amores era árbol sin hojas y
sin fruto y cuerpo sin alma». Y recurre a «una moza de muy buen ver de quien
el un tiempo anduvo enamorado». Carmen Muñoz de Dieste observa agudamente: «se
va a idealizar la mujer, pero a partir de una femenidad sana y hermosa. Se va a
idealizar el amor, pero a partir de una chispa de su ardiente realidad: el amor
de un soltero entrado en años, que no se atrevió, sin duda, a manifestarlo y
que ahora va a crecer, se va a manifestar con todo derecho, dentro de los cánones
de la caballería»58. Para Don Quijote, como buen caballero andante, tener una
dama de sus pensamientos es cosa de norma moral, de ineludible deber. Más aún,
se trata de una imprescindible necesidad: «digo que no puede ser que haya
caballero andante sin dama, porque tan propio y tan natural les es a los tales
ser enamorados como al cielo tener estrellas, y a buen seguro que no se haya
visto historia donde se halle caballero andante sin amor es; y por el mesmo caso
que estuviese sin ellos no sería tenido por legítimo caballero sino por
bastardo, y que entró en la fortaleza de la caballería dicha, no por las
bardas como salteador y ladrón». La ética se combina con la estética y surge
en Don Quijote el amor, como un culto, a Dulcinea. Antes de cada lance invoca a
su dama: «Acorredme, señora... no me desfallezca vuestro favor y amparo...
ahora es tiempo que vuelvas los ojos de tu grandeza»; o bien: «¡Oh señora de
la fermosura, esfuerzo y vigor del debilitado corazón mío! Ahora es tiempo que
vuelvas los ojos de tu grandeza a este tu cautivo caballero, que tamaña
aventura está atendiendo...». Enamorado fiel y casto, el Caballero de la
Triste Figura se niega a aceptar las solicitaciones de enamoradas doncellas,
cuidándose, no obstante, de no herir ni humillar a las cuitadas damas. Cuando
Sancho se entusiasma ante la perspectiva de una ventajosa alianza de su amo con
la princesa Micomicoma (la hermosa Dorotea), Don Quijote monta en cólera y
advierte a su escudero: «...¿No sabéis vos, gañán, faquín, belitre, que si
no fuese por el valor que ella infunde a mi brazo, que no le tendría yo para
matar una pulga? Decid, socarrón de lengua viperina, ¿y quien pensáis que ha
ganado este reino y cortado la cabeza a este gigante, y hecho a vos marqués
(que todo esto doy ya por hecho y por cosa pasada en cosa juzgada) si no es el
valor de Dulcinea, tomando a mi brazo por instrumento de sus hazañas? Ella
pelea en mí, y vence en mí, y yo vivo y respiro en ella, y tengo vida y ser».
Nótese hasta qué punto siente Don Quijote que en Dulcinea tiene su fundamento:
apoyo y raíz. No se trata simplemente de un motor para su heroísmo, sino de un
ente -su Dulcinea- fundamental y fundamentante. El peligro de idolatría es
palpable.
Pero es tiempo de que nos preguntemos: ¿Existe Dulcinea? ¿Quién es Dulcinea y
cómo la ve Don Quijote? Hay un momento -cuando el Duque refiere al caballero
que Avellaneda asegura en su libro que no hay tal Dulcinea- en que Don Quijote
no parece estar muy seguro de la existencia de su dama:
«En eso hay mucho que decir. Dios sabe si hay Dulcinea, o no, en el mundo, o si
es fantástica o no es fantástica; y estas no son de las cosas cuya averiguación
se ha de llevar hasta el cabo»59.
Antes, cuando los mercaderes toledanos pedían a Don Quijote que les mostrase a
Dulcinea para poder confesar la verdad que les pedía, el enamorado deja ver a
las claras que se trata de materia de fe: «Si os la mostrara, ¿qué hiciérades
vosotros en confesar una verdad tan notoria? La importancia está en que sin
verla lo habéis de creer, confesar, afirmar, jurar y defender; donde no,
conmigo sois en batalla, gente descomunal y soberbia»60.
- 2 -¿Cómo concibe Don Quijote a Dulcinea?
La amorosa fe de Don Quijote en Dulcinea le hace decir: «Yo no podré afirmar
si la dulce mi enemiga gusta, o no, de que el mundo sepa que yo la sirvo; sólo
se decir, respondiendo a lo que con tanto comedimiento se me pide, que su nombre
es Dulcinea; su patria, el Toboso, en lugar de la Mancha; su calidad, por lo
menos, ha de ser princesa, pues es reina y señora mía; su hermosura,
sobrehumana, pues en ella se vienen a hacer verdaderos todos los imposibles y
quiméricos atributos de belleza que los poetas dan a sus damas: que sus
cabellos son oro, su frente campos elíseos, sus cejas arcos del cielo, sus ojos
soles, sus mejillas rosas, sus labios corales, perlas sus dientes, alabastro su
cuello, mármol su pecho, marfil sus manos, su blancura nieve, y las partes que
a la vista humana encubrió la honestidad son tales, según yo pienso y
entiendo, que sólo la discreta consideración puede encarecerlas, y no
compararlas»61. Aunque «Dulcinea es -para su rendido caballero- principal y
bien nacida, y de los hidalgos linajes que hay en el Toboso, que son muchos,
antiguos y muy buenos», vale, sobre todo, por su virtud: «A eso puedo decir
que Dulcinea es hija de sus obras, y que las virtudes adoban la sangre, y que en
más se ha de estimar y tener un humilde y virtuoso que un vicioso levantado;
cuanto más que Dulcinea tiene un jirón que la puede llevar a ser reina de
corona y cetro; que el merecimiento de una mujer hermosa y virtuosa a hacer
mayores milagros se extiende, y, aunque no formalmente, virtualmente tiene en sí
encerradas mayores venturas»62.
Creyendo fuertemente en su mito, Don Quijote decide ir a Toboso, en compañía
de Sancho, para visitar a Dulcinea. El caballero avanza lentamente, como
temiendo el choque con una realidad adversa, y por fin llega al pueblo manchego
en una noche entreclara. Manda a su escudero que le guíe hasta el palacio de
Dulcinea, y respóndele Sancho:
«-¿Cómo quiere vuesa merced que encuentre yo el palacio de nuestra señora
Dulcinea del Toboso si no vine más que una vez, y de día, cuando vuesa merced
tampoco le encuentra, y eso que debió venir millares de ellas y a toda hora?
»-Tú me harás desesperar, Sancho -dijo Don Quijote-. Ven acá, hereje: ¿no
te he dicho mil veces que en todos los días de mi vida no he visto a la sinpar
Dulcinea, ni jamás atravesé los umbrales de su palacio, y que sólo estoy
enamorado de oídas y de la gran fama que tiene de hermosa y discreta?
»-Ahora lo oigo -respondió Sancho-; y digo que pues vuesa merced no la ha
visto ni yo tampoco.
»-Eso no puede ser -replicó Don Quijote-; que, por lo menos, ya me has dicho tú
que la viste ahechando trigo, cuando me trajiste la respuesta de la carta que le
envié contigo.
»-No se atenga a eso, señor -respondió Sancho-; porque le hago saber que
también fue de oídas la vista y la respuesta que le traje; porque así se yo
quien es la señora Dulcinea como dar un puño en el cielo»63.
Antes, en Sierra Morena, Don Quijote habíale dicho a Sancho que a Dulcinea la
había visto tres o cuatro veces (I, XXV). ¿Nos engaña Don Quijote? ¿Por qué
se complace Cervantes en ese juego como de espejos? ¿Se tratará de un descuido
de autor? Es cierto que Cervantes juega con el tema de Dulcinea y hasta juega
con nosotros, los lectores; pero no creemos que se olvide el autor de lo que
escribió en otra parte. Más plausible nos parece la interpretación de Álvaro
Fernández Suárez: «Dulcinea ha cobrado tal entidad propia, independiente de
la moza Aldonza Lorenzo, que Don Quijote olvida haber visto al pretexto carnal
de su verdadera amada, de la dama ideal que, efectivamente, nunca tuvo ante sus
ojos. Es decir, el caballero no habla ahora, como hablara en aquella sazón,
antes de enviar a Sancho a la embajada de amor, de la moza Aldonza Lorenzo, la
hija de Corchuelo, sino de la princesa Dulcinea del Toboso, que no es hija de
nadie sino de su pecho, nacida como nacieron antiguas diosas. En Sierra Morena,
Dulcinea era aún Aldonza. En el Toboso, Dulcinea es Dulcinea. La carne que
diera sustancia al sueño empieza a desvanecerse para dejar todo lugar a la
entidad ideal»64. Queremos, no obstante, hacer una observación: No es que en
Sierra Morena Dulcinea fuese aún Aldonza. Dulcinea fue siempre Dulcinea. Lo que
pasa es que el mito llega a adquirir tal plenitud, que acaba por borrar la
realidad primaria que le diera sustancia. Si se nos permite el vocablo -usándolo
analógicamente y con todo respeto-, diríamos que se ha operado una
transustanciación.
Cervantes esquiva todo encuentro entre Don Quijote o Sancho y Dulcinea. Porque
en las afueras del Toboso la dama ideal de Don Quijote es una Dulcinea encantada
sin plena realidad externa. Y sin embargo, el mito se salva siempre. Más que la
filiación física de Dulcinea, impórtale, a Don Quijote, su valor ideal. Si
prefiere a la Dama de sus sueños sobre la bellísima Dorotea es porque opta por
el valor ideal sobre la belleza sensible. La voluntad de creer llevada hasta la
abnegación y el sacrificio, hace de Don Quijote un «dócil poseso de su propio
mito».
Caminó de su aldea, el Caballero de la Triste Figura regresa vencido, llevando
en su alma el peso de aquellos, tristes agüeros. En vano Sancho el bueno
alienta a su señor. «Esto quiere significar que no tengo de ver más a
Dulcinea», exclama acongojado Don Quijote. Y muere -o se desvanece en el
cerebro de Alonso Quijano- sin verla. El presentimiento se cumple. Es mejor que
así sea.
La dama ideal de Don Quijote es impersonificable e insustituible. La imaginación
amorosa del alucinado caballero iba siempre más allá de toda mujer real, por
bella que fuese. Llevaba doce años de quererla más que a la lumbre de sus ojos
que habían de comer la tierra. «...Porque mis amores y los suyos -nos dice-
han sido siempre platónicos, sin extenderse más que a un honesto mirar»65. El
amor intelectual «de un cuerpo bello» (el de Aldonza Lorenzo) engendró en Don
Quijote «bellos pensamientos». Al final se desvanece la belleza particular del
cuerpo y del rostro de Aldonza Lorenzo, perdiéndose hasta su recuerdo frente a
lo Bello en sí, del que no era sino fugaz reflejo que excitaba, en el
caballero, el deseo del eterno esplendor de la belleza divina que torna a su
alma -para decirlo en lenguaje platónico- capaz de la inmortalidad.
La Filosofía de los valores y el Quijote
- 1 -La Filosofía de los valores
En la base de una investigación axiológica del Quijote, está presupuesta una
Filosofía de los valores. ¿Qué son los valores? ¿Existen en sí y por sí?
¿Por qué medios los conocemos? ¿Cómo los realizamos?
Génesis de la teoría
Nombres ilustres de la filosofía contemporánea se encuentran vinculados a la
axiología. Bástenos citar a Brentano, Scheler, Hartmann, Durkheim, Müller
Freienfels, Meinong, Heyde, Ostwald, Lessing, Vierkandt, Stern, Aloys Müller...
Viejo como la filosofía misma, el problema de los valores empieza a surgir
cuando los economistas plantean la cuestión de los satisfactores de la
necesidad. ¿Es el valor económico un resultado de la utilidad, o bien se trata
de la cristalización del esfuerzo? Federico Nietzsche emplea, por primera vez,
la palabra valor en sus escritos filosóficos. Pero preocupado por destruir la
misericordia y la caridad cristiana y por implantar, en su lugar, la voluntad de
poderío, no se cuida de estudiar el problema de los valores. Francisco Brentano
-fecundo en tantas direcciones- piensa que «lo bueno para el hombre es lo
mejor, lo mejor es lo estimado como preferible; lo preferible, es lo que dice
adecuación con la tendencia superior del hombre, esto es, con la voluntad; toda
adecuación denuncia ajustamiento; el ajustamiento es justicia en el preciso
sentido de relación de los actos humanos con los objetos específicos; luego,
la esencia de lo justo es la bondad de la relación entre la voluntad y el bien
práctico supremo». Aquí, en la teoría de la preferibilidad, está contenida
germinalmente la intuición emotiva de Max Scheler.
Direcciones principales
1.- Para Marx Scheler «los valores son cualidades irreductibles que se ofrecen
como objetos intencionales de los sentimientos puros, ocupando la jerarquía más
elevada aquellos que son contenidos objetivos de los sentimientos puros de la
personalidad». La intuición emocional del espíritu -actos de sentir,
preferir, amar, odiar, querer- es «a priori», independientemente de la
experiencia y de la lógica. Este orden material apriorístico corresponde al «ordre
du coeur» pascaliano. Según Max Scheler, los valores no se abstraen de los
bienes, sino que son fenómenos independientes, cualidades materiales. El valor
de una cosa y su rango -dice el filósofo de Munich- nos son dados de una manera
evidente, sin que los soportes de este valor, los bienes, nos sean dados. Trátase
de esencias alógicas, irreductibles e irracionales, cuyas conexiones y jerarquías
son dadas antes de toda experiencia, es decir, apriorísticamente. Un valor será
tanto más elevado cuanto menos relativo sea. Hay una escala ascendente de
valores que tiene los siguientes peldaños: valores sensoriales
(agradable-desagradable), valores vitales (noble-vulgar), valores espirituales
(bello-feo, justo-injusto, verdadero-falso), valores de lo sagrado. El verdadero
soporte de los valores morales es la persona: unidad concreta y esencial de
todos los actos.
2.- Nicolás Hartmann hace de los valores ideas platónicas, esencias
independientes que no provienen ni de las cosas reales ni de los sujetos. No
cabe definir el valor -como no cabe definir el ser-; sólo cabe hablar de
errores axiológicos y de ceguera axiológica. En el sujeto activo el deben-ser
de los valores se transforma en un deber-hacer. Los grandes guías éticos
descubren y proclaman nuevos valores.
3.- Pero no son sólo Scheler y Hartmann los representantes de las tendencias
actuales de la axiología. En Alemania -hogar de la filosofía de los valores-
no escasean los axiólogos.
4.- Ricardo Müller Freienfels sostiene que el fundamento de los valores puede
ser un sentimiento, un anhelo o cualquier otro fenómeno emotivo. El valor no es
más que un valor para alguien, para un sujeto. En última instancia, los valor
es no son más que la objetivación de nuestros sentimientos. «La puesta de
valor es, por consiguiente, una manera secundaria de tomar posición frente a
los propios sentimientos y deseos, que, por su parte, constituyen la toma de
posición primaria». A esto se ha llamado -y con razón- psicologismo.
5.- Johannes Erich Heyde ha tratado de construir una ciencia fundamental de los
valores. Considera que la cuestión primordial es la investigación ontológica
del valor, no la psicológica. Formula tres ecuaciones: 1) Objeto de valor =
objeto más el valor del objeto; 2) Valor del objeto = objeto de valor menos el
objeto; 3) Objeto = objeto de valor menos el valor del objeto. Para Heyde los
valores no son cualidades sino relaciones de objetos con sujetos. Es el goce el
que funda el valor.
6.- Guillermo Ostwald ha pretendido fundar en la termo-dinámica la Filosofía
de los valores. El rendimiento energético o «efecto útil» es determinante de
todo valor de la cultura humana. He aquí el imperativo energético: «no
malgastes la energía; trata de utilizarla». Para la vida carece de valor la
energía disipada porque no es transformable en trabajo. La fuente de todo valor
está en la energía libre.
7.- Alfredo Vierkandt es el representante de mayor relieve de la sociología de
los valores. Los sentimientos dan origen a los valores por los mecanismos de
tradición, condensación y desplazamiento.
8.- Guillermo Stern ve en el valor un «acento de significación», una noción
atributiva que adhiere siempre a algo. El dominio axiológico presenta valores
propios, irradiados y de servicio. Su imperativo categórico es el siguiente:
«¡forma tu vida de tal modo que tu actitud hacia los valores sagrados esté
comprendida en el cumplimiento de tu propio valor!».
9.- Teodoro Lessing esboza una axiomática de los valores. Busca dar razón del
valor de los valores. Intenta formular enunciados que hacen caso omiso de toda
voluntad y de toda apreciación. Ejemplo: Si A es un valor y B otro, A más B es
un valor mayor que A y B aislados. El valor es aquello que es justamente
estimado. La vida no puede ser verdaderamente la norma última y el valor
supremo de todo sistema axiológico.
Características de los valores
Aunque las direcciones actuales de la Filosofía de los valores son de lo más
diverso, cabe, no obstante, extraer algunas características generales: a) Los
valores reposan en la no-indiferencia del mundo; b) Son objetivos pero sólo
cabe mostrarlos, no demostrarlos; c) No son entes sino valentes que adhieren a
las cosas; d) Son extraños a la cantidad, al tiempo y al espacio; e) Todo valor
tiene su contravalor (estructura pilar); f) Tienen jerarquía.
La axiología ha intentado poner ante nuestra consideración un mundo ignorado,
rico, fecundo, como el mundo del ser, pero que no es real sino virtual... El
intento es grandioso aunque fallido.
- 2 -Naturaleza de los valores
Las más recientes investigaciones axiológicas han puesto de relieve lo
infundado de la dicotomía ser-valor, que en su expresión scheleriana nos
asegura que el valor no es sino que vale.
Fundándose sobre la teoría de la experiencia fenomenológica de Husserl
-opuesta a la experiencia construida, científica o vulgar-, Max Scheler hace
hincapié en la experiencia inmediata de las esencias extratemporales (Wesenheiten) o intuición
(Wesenschau). Trátase de un positivismo de las
esencias directamente presentes y encarnadas en los objetos reales del mundo
temporal. Estas cualidades inmediatas e irreductibles (valores) se encuentran
desprovistas de significaciones intelectuales y son vividas en la experiencia
emotiva que posee sus intuiciones propias. Los actos específicos de preferencia
y de repugnancia intuitivas -esencialmente variables- nos dan el grado de
elevación de los diversos valores bipolares. Es evidente, para Scheler, que se
puede establecer, «a priori», un orden único de los valores con la siguiente
jerarquía: el rango inferior corresponde a los valores de lo agradable y de lo
desagradable; siguen después los valores vitales: bienestar, prosperidad y
valores económicos; viene después el rango de los valores espirituales (estéticos,
jurídicos, cognoscitivos) pudiendo exigir el sacrificio de lo vital y de lo
agradable. En la cumbre de los valores nos encontramos con lo divino y lo
sagrado. Y algo de primordial importancia: todos los valores posibles están
fundados sobre el valor de un espíritu infinito y personal. Sobre el mundo de
los valores a el ofrecido gravita todo lo valioso. Porque los valores están
insuficientemente encarnados en la existencia, dan origen a un deber ser. En
este sentido el deber ser es intermediario entre valores y bienes existentes66.
Nicolai Hartmann absolutiza e inmoviliza los valores a manera de ideas platónicas.
Los concibe como objetos ideales que existen en sí y por sí,
independientemente de que se les ignore. En su ideal esencialidad permanecen
siempre más allá del acto de realización. Aunque relativos a las personas y a
los bienes, los valores no sufren en su objetividad. Hartmann no advierte que «los
valores no sólo son relativos a las personas que les dan vida, sino a las
situaciones reales en que se manifiestan o producen», como lo apunta Eduardo
García Maynez67. No hay que olvidar que los valores sólo dentro de una situación
concreta tienen existencia y sentido. Nuestro gusto estético y nuestra
conciencia ética intervienen en un juicio de valor. Pero la objetividad se
impone desde el momento en que valoramos de un modo determinado al objeto que
nos obliga, nos fuerza -por decirlo así- a reconocer en él cierta cualidad.
Por la experiencia valorativa sabemos que esta se da dentro de un conjunto de
elementos históricos, culturales, sociales, objetivos y subjetivos. Y sin
embargo, «lo deseable -observa Risieri Frondizi- mantiene su cordón umbilical
con lo deseado»68.
La «estrechez del sentido del valor» es, para Hartmann, un hecho indubitable.
Consiste, precisamente, en la incapacidad humana para intuir cabal y
perfectamente todos los valores. De individuo a individuo y de siglo a siglo varía
la intuición axiológica. Los valores -y esto, claro está, supone educación y
esfuerzo- se descubren pero no se inventan. Puede haber cegueras, perversiones y
errores en la conciencia estimativa. La relación de los valores con la realidad
aparece en la conciencia bajo la forma del deber: el ser ideal tacha de
antivaliosa la realidad y contrapone al punto de vista ontológico la estructura
axiológica. La realización de la conducta obligatoria tiene, como forma
categorial, el acto teleológico: postulación del fin, elección de los medios,
realización. Hartmann se cuida de advertir que la teleología supone
necesariamente a la causalidad. Si los medios elegidos no producieran
causalmente la finalidad buscada, no habría realización de propósitos y, por
ende, ni propósitos.
Las teorías axiológicas con base en la fenomenología no han podido explicar,
cabalmente, el fundamento de la relación entre el valor y la cosa valiosa en
que se encarna. Si los valores son autónomos y absolutos, ¿cómo pueden tener
«soportes» y «portadores»? Cuando Hartmann, por ejemplo, trata de determinar
esas cualidades existentes en sí y absolutamente en una esfera que les es
propia, cae, muy a su pesar, en la «cosa».
«La posibilidad de que los valores sean agrupados en familias diferentes:
morales, estéticos, sociales, biológicos, utilitarios, etc., sugiere
fuertemente que sus contenidos cualitativos o están arraigados en último, análisis
en cosas, actos o sucesos del mundo real, o están co-ordinados de tal modo con
ellos que, subyacente a los dos términos de la relación valor-cosa, haya un
principio -asegura el profesor de la Universidad de Bogotá, Jaime Vélez Sáenz-
en que ambos se identifiquen. No admitirlo así es condenarse a no dar
satisfactoria cuenta y razón del hecho fundamental de que el contenido
cualitativo de un valor determinado, o de un tipo de valores, se coordina con
determinado género de realidades, no con otro»69.
Si el valor no es manifestación y expresión del ser real, no podrá explicarse
la conexión del contenido cualitativo valioso con la cosa real. ¿Por qué sólo
a determinados conjuntos y ordenamientos de cualidades sensibles les damos el
calificativo de valiosos? Scheler y Hartmann no pueden dar razón de este hecho
con su dicotomía: entes-valentes.
De mí sé decir que no puedo concebir el valer sin algo que valga. ¿Podría
hablarse de una existencia sin algo que exista? Pues bien, tampoco cabe
divorciar la idea de valor de los valores reales particulares.
Tendemos a los valores porque su existencia -no su inexistencia- llena nuestros
vacíos y satisface nuestros intereses. Lejos de ser «a priori absoluto, el
valor es la expresión natural del dinamismo del ser que le impulsa a su
perfección. Estas determinaciones ontológicas de la realidad en sus diversas
formas dependen de las cualidades reales de una cosa. Por los valores entendemos
el sentido de lo real y entramos en la compleja armonía de un universo.
- 3 -Bases para una Filosofía de los valores
La axiología se resiente de falta de claridad en la explicación del nexo entre
los valores y sus realizaciones en las cosas particulares. Es lo mismo que ocurría
a las ideas platónicas con respecto a los entes concretos. La esfera axiológica
sin potencia ontológica, y por lo mismo sin ser, no tiene consistencia alguna.
Apuntemos algunas de las principales críticas que se han enderezado contra la
filosofía de los valores:
1.- Es insostenible el dualismo entre ser y valor. Si los valores son algo que
se ofrece como contenido de un acto, ¿cómo puede pensarse que este algo no sea
ser? ¿Cómo puede haber un campo de objetos que no son?
2.- La intuición emocional «a priori», al lado del conocer teórico, es otro
dualismo inaceptable. «Este sentimiento intencional, órgano específico de
aprehensión del valor -expresa el Dr. Antonio Linares Herrera- o es un
conocimiento o no lo es. Si es un conocimiento, el conocimiento no tiene más
que un sentido, el de ser una actividad, que aprehende espiritualmente objetos,
y esto solamente puede hacerlo una facultad de orden teórico. Si no es un
conocimiento, entonces tampoco puede atribuírsele la propiedad de captar o
aprehender objetos».
3.- Si el hombre es el portador y el realizador de los valores, es un
contrasentido que se pase su vida afanándose por realizarlos para que a la
postre se le diga que los valores no son sino que valen. Esto equivale a decirle
que ha realizado una pura nada.
La filosofía escolástica finca en el ser la valiosidad fundamental. Todo ser
es valioso. Brunner propone el siguiente criterio: «donde la relación es
objetivamente de activación del ser, un ente resulta valor para otro; donde es
de lesión del ser, un ente resulta contravalor o un mal». Porque es
estimulador del ser, el bien es apetecible.
Cada ser particular tiene comprimida una abundante riqueza de concebido
potencial valioso. En la realidad caben diversos grados de acrecentamiento de
las normas ideales. El supremo valor es Dios: acto puro y actualidad suma. A
mayor actualidad mayor valor; o mayor potencialidad menor valor.
Geyser concibe los valores como relaciones u ordenaciones reales que el hombre
descubre cuando sus naturales facultades cognoscitivas penetran en la complicada
trama del mundo real. La raíz fundamental del deber y de la buena o mala
conducta hay que buscarla relacionando la conducta del hombre con aquel
comportamiento que su razón le muestra como recta y racionalmente ordenado. El
valor puede ser concebido como esencia o como existencia. Como esencia es una
cualidad o determinación de un objeto sustantivo con los caracteres de
polaridad, diversidad específica y rango jerárquico. «Valor -define Linares
Herrera- es aquella peculiar situación o aspecto del ser que consiste en el
sentido de importancia, notoriedad, dignidad o jerarquía que le sobreviene a
efectos de su ajustamiento a la ley o principio de finalidad que satura todos
los ámbitos del ser». La clave del valor está en su ordenación teleológica
residente en su propia naturaleza. Pero estamos ante una situación ontológica
que no rebasa los dominios del ser. Situación que consiste en la relación real
entre el estado efectivo de un ser y la norma ideal inmanente que se contiene en
su propia contextura o esencia. La potencialidad de perfección sirve de modeló
ontológico.
Frente a las actitudes del psicologismo, formalismo y autonomismo del valor, es
preciso orientarnos hacia una concepción metafísica. El valor tiene que
incluirse en la estructura óntica del ser, no en un mundo etéreo de esencias
alógicas, sino que tiene su soporte en el mundo real. Trátase de una
manifestación activa del ser, de una ordenación del ente fundada
teleológicamente.
Aunque Santo Tomás de Aquino no haya desarrollado explícitamente una filosofía
de los valores, hay en sus obras elementos suficientes para estructurar una
axiología (la cuestión 5.ª de la primera parte de la Summa Theologica que se
titula «De Bono», los «Quaestiones Disputatae de Veritate», el opúsculo «De
Pulchro»). Un tomista mexicano, el Dr. Oswaldo Robles, encuentra en la noción
tomista de bien adecuado un sinónimo preciso del valor. «El valor -nos dice-
es una relación entre el ente en acto y la tendencia natural; el valor es 'a
priori' porque la relación es 'a priori', es decir, fundada en la esencialidad
del ser en acto y en la esencialidad de la tendencia natural, o para hablar en
lenguaje escolástico, en la formalidad actual del ente y en la formalidad
actual de la tendencia natural». En una posición realista, no sería el valor
el fundamento del bien, sino a la inversa: el bien, el fundamento del valor.
Dentro de la misma escuela, Paul Siwek expresa que valor es aquello «que
corresponde a la finalidad intrínseca del ser». Y habrá tantas clases de
valores como grados de finalidad intrínseca. El «tipo ideal» de la naturaleza
de un ser servirá, en todo caso, para graduar el valor de su desenvolvimiento.
Pero obsérvese que solamente el ser puede complementar o perfeccionar a otro
ser. El valor puro y simple «no puede encontrarse sino en el Dios de la Filosofía
y tiene de particular que solamente aquí la razón formal del valor coincide
con el sujeto portador del mismo».
Sobre estas bases es posible airear y dar nueva vida a la filosofía fenomenológica
de los valores, para que cese de ser un capítulo cerrado en la historia de la
filosofía.
Es tiempo ya de emprender el estudio de la relación que guarda Don Quijote con
el valor de lo caballeresco. ¿Cómo construir una axiología del Quijote? ¿Cuál
es, en última instancia, el valioso mensaje de Don Quijote?
- 4 -Don Quijote y el valor de lo caballeresco
Decíamos que los valores son cualidades que determinan a las cosas. Cualidades
con peculiares características: polaridad, diversidad específica y gradación
jerárquica. Valor es -según la definición que antes hemos apuntado- aquel
estadio o modo del ser que estriba en el sentido de excelencia, dignidad,
importancia o jerarquía que le acaece en virtud de su adecuación a la ley
teleológica, a la causa final que permea todo el orden ontológico. Una cosa
vale tanto más, cuanto se conforme mejor con el principio de su ordenación
final. No se trata de cualidades ideales y absolutas que valgan fuera del
dominio del ser en su reino irreal, sino de modelos o arquetipos antológicos
extraídos por la razón de la actualidad del ser y de su potencialidad de
perfección; de su norma ideal inmanente contenida en su misma esencia. En
rigor, nada hay negativamente valioso; el valor negativo sería un ente privado
del ser, es decir, un no-ser. Por lo demás, resulta un contrasentido, un
absurdo, que una persona se afane por realizar valores y se pase su vida realizándolos
para que a la postre se le diga esta zarandaja: «los valores no son, sino que
valen». O son o no son. Si no son no merecen ni la más pequeña partícula de
nuestro aprecio.
Don Quijote, al intentar realizar el valor de lo caballeresco, se hace por esta
misma situación portador de valor. El caballero es la encarnación del honor,
valioso por valeroso, por realizador del deber, por honrado en su actuar, por
defensor de la justicia, por amparador del débil contra el fuerte. Convierte a
la mujer en el ideal más puro de sus amores y le profesa un culto idolátrico,
desviándose del auténtico valor que perseguía y enturbiando su actuar. Del
castillo feudal sale el caballero andante, se arma de todas sus armas, embraza
su adarga, toma su lanza y, en camino de glorioso alucinado, busca las aventuras
por lo más intrincado de las selvas, en las más lóbregas encrucijadas y
expuesto a las inclemencias del cielo. Combate a los malhechores, socorre a los
indigentes, impone la paz y la justicia sobre la tierra. Y todo esto lo hace Don
Quijote a la española, con esa rara mezcla de orgullo y honor. Orgullo fatuo
que genera su individualismo y anarquismo; honor acrisolado que gesta el
personalismo hispano de tan alto valor. En el ejercicio de su elevado
ministerio, Don Quijote se coloca por encima de toda autoridad. Por encima de él
sólo reconoce a Dios. Su lanza es su ley, sus bríos son sus fuerzas, su
voluntad sus premáticas. España, el grande y heroico pueblo del Romancero y de
los Cantares de Gesta, se impregnó del espíritu caballeresco aunque la
caballería no se halla establecido propiamente en su suelo.
Hay en el Quijote como un hacerse del interior espiritual al exterior corporal.
Vive desde sí y para todos. Es un «hijo dalgo», es decir, un hijo de bien. Mi
maestro en la Universidad Central de Madrid, Alfonso García Valdecasas, ha
explicado que el concepto de «hidalgo» -radicado en el tiempo- hace referencia
a un pasado, a una continuidad, a una sucesión. El tener ascendientes nobles no
es más que una causa de obligación. Cada cual, por consiguiente, tiene que ser
hijo de sus propias obras y justificarse por ellas. Las obras consisten en la
acción esforzada, no en el resultado ni en el éxito. Reiteradamente formula
Cervantes estos principios: «Cada cual es hijo de sus propias obras»; «la
verdadera nobleza consiste en tu virtud»; «la honra puédela tener el pobre,
pero no el vicioso». Un caballero para Don Quijote es aquel que «siendo
afable, bien criado, cortés, comedido y oficioso; no soberbio, no arrogante, no
murmurador y, sobre todo, caritativo, que con dos maravedises que con ánimo
alegre dé al pobre, se mostrará tan liberal como el que, a campana herida da
limosna». (Parte II, Cap. IV.) La generosidad de alma y el desprecio del éxito
es algo muy quijotesco e hispánico. Lo que verdaderamente importa es la obra y
el esfuerzo producidos por el ser; el éxito o el fracaso no están determinados
por la virtud, sino que, en sus efectos, interviene la fortuna. Amonestando a
Sancho, dice Don Quijote: «Bien se parece, Sancho, que eres villano, y de
aquellos que dicen: ¡Viva quien vence!». Como buen hidalgo, Don Quijote se
cuida más del ser que del parecer, y a solas, consigo mismo es más hidalgo que
nunca. Está siempre por encima de los convencionalismos y del éxito,
dependiente sólo de su propia persona y de Dios. Su honor es más sustancial
que él mismo. La honra es para «el caballero de la triste figura» cosa de
vocación. Abnegado y desprendido sin proponérselo, está listo siempre para
defender cualquier causa -149- justa. Obra conforme a su conciencia -norma próxima
de moralidad- y esto le salva aunque tuviese conciencia errónea.
¿Por qué sigue Sancho a Don Quijote? He aquí la explicación de García
Valdecasas: «El cazurro Sancho le sigue y le quiere, no ciertamente por loco,
sino por hidalgo. Toda su gramática parda y sus infinitos refranes no pueden
impedir que Sancho se sienta arrastrado a seguir a Don Quijote. Ni salarios al
contado, ni ínsulas prometidas bastarían para explicarlo. Lo explica el
natural señorío del hidalgo, que despierta en quienes están en torno de ellas
virtudes dormidas, y suscita en cada uno lo mejor que pueda dar de sí»70.
Lo que en el español hay de humano, su eterna y universal humanidad,
transparece en el Quijote, cristalización perenne de la grande y heroica
cultura ibera. No se trata de un libro deprimente, ni de una sátira contra las
esencias heroicas que informaban la caballería medieval: siempre generadoras de
nobles y abnegadas acciones. En Madrid, el día 23 de abril de 1948, tuvimos la
satisfacción de escuchar de viva voz de don Ramón Menéndez Pidal, Director de
la Real Academia Española, un discurso titulado «Cervantes y el Ideal
Caballeresco», cuyas últimas palabras deseamos ahora reproducir: «Es
apreciación muy incompleta toda aquella que se detiene en la burla de la
caballería andante y no percibe la complicación del tipo quijotesco: cuerdo
cuando raciocina, mueve a profunda melancólica simpatía, haciendo deseable la
santa sed de Justicia, de Verdad y de Belleza que él propugna; loco cuando
obra, se capta todavía nuestra admiración por su inquebrantable fe, por su
inagotable energía, por su martirial poder de sufrimiento que nos edifica y
fortalece. El invencible entusiasmo del vencido caballero es donairoso y grave
doctrinal de tenacidad heroica ante los ideales más arduos, los únicos dignos
de tal nombre, los que hoy son un sueño inasequible, y sólo se harán
asequibles en un futuro mejor». Todo esto está muy bien, a condición de no
caer en aquel empeño de Unamuno de hacer del quijotismo una religión nacional.
El Quijote nos proporciona descanso en la lucha de la vida, creando a nuestro
alrededor una zona ideal y estética. Por eso se le experimenta como «catarsis»
y como liberación, pero no como salvación. La liberación que ofrece es artística,
no real; es un desviar los ojos de la amenaza, no una destrucción de la misma.
De ahí que el Quijote, como el arte en general, no pueda asumir veces de
realidad y menos de religión. Nos quitará, y ya es bastante, el fardo de la
existencia por unos momentos, para que, fortalecidos, podamos recomenzar el
asalto de la altura. Contra el quijotismo como religión de Unamuno, proclamamos
el quijotismo como espíritu tutelar de nuestra cultura hispánica.
Un estudio axiológico del Quijote servirá, tal vez, para poner de relieve los
valores-claves de la cultura hispánica. En todo caso, iluminará la genial obra
de Cervantes, esclareciendo, de rechazo, una buena porción de problemas sobre
el hombre.
- 5 -Hacia una axiología del Quijote
Como Cervantes, también los lectores acabamos por amar -y no secretamente- la
actitud del hidalgo. Mucho se ha dicho sobre la quijotización de Sancho Panza,
pero hay un hecho más radical y primario: la quijotización de Cervantes. El
autor casi desaparece en aras de su ente de ficción. Y queda sólo un mensaje
de heroísmo, una dichosa embriaguez ante el valor de lo caballeresco.
Es tiempo ya de afirmarlo: lo esencial de Don Quijote -el núcleo de donde
dimana toda su acciones eso: el sentirse portador de un valor personal: lo
caballeresco. Impulso hacia lo heroico, sentimiento del honor, sed de gloria,
amor idealizado, lealtad acrisolada y fervor religioso, son notas esenciales o
ingredientes constitutivos del valor de lo caballeresco, tal como lo realiza Don
Quijote. Todo el afán de ejercitar su voluntad sobre su contorno, todas sus
esperanzas de reformador, provienen de su intuición de los valores espirituales
en cuyo favor sacrifica todo valor vital.
Hasta ahora no se ha hecho -que yo sepa- un estudio rigurosamente axiológico
sobre el Quijote. Y sin embargo, toda la estructura de la novela parece
descansar sobre la noción de valor. Pero no de valor en el sentido de una forma
apriórica vacía de contenido real, o como una segunda especie de entidad o
subsistencia ideal, distinta e independiente de la realidad del ser. Frente a
las actitudes del psicologismo, formalismo y autonomismo del valor, Cervantes se
orienta hacia una concepción metafísica. En la estructura óntica va ya
incluido el valor. Trátase de una manifestación activa del ser, de una
ordenación del ente fundada teleológicamente. El basamento de lo caballeresco
no está flotando en un mundo etéreo de esencias alógicas, sino que tiene su
soporte en el mundo real. Vayan, como ejemplo, estos expresivos textos: «A esto
puedo decir que Dulcinea es hija de sus obras, y que las virtudes adoban la
sangre, y que en más se ha de estimar y tener un humilde virtuoso que un
vicioso levantado». «La honra puédela tener el pobre, pero no el vicioso».
«Cada uno es hijo de sus obras». «La virtud vale por sí sola lo que la
sangre no vale». A lo largo de toda la obra cervantina, el honor aparece como
mero apéndice de la virtud. La dignidad del hombre no pende de la fama, de la
opinión, de los galardones o de cualquier otra circunstancia externa, sino de
la intimidad de la virtud personal. No hay por qué concluir, como lo hace Américo
Castro, que la moral naturalista y estoica da frutos originales en Cervantes y
que la psicología de sus personajes -empirismo, relativismo y «engaño a los
ojos»- nos lleva a los estados de espíritu más exquisitos dentro del
Renacimiento precortesiano71. Es claro que su flora temática crece en el clima
histórico renacentista, pero recuérdese que el Renacimiento español
-Renacimiento «sui generis»- no rompe con la tradición medieval en lo
sustancial, en las ideas-madres. La ética de Cervantes es una ética cristiana.
El ideal caballeresco del Medievo persiste y se salva en el Quijote, «que sólo
satiriza -como lo han apuntado casi unánimemente todos los críticos contemporáneos-
los desvaríos y excesos idealistas, en lo que son contrarios a la razón y al
sentido de la realidad».
¡No! Don Quijote no es un hombre erasmiano, renacentista; es un caballero
cristiano encendido por nobles afanes de ejecutar «el bien de la tierra», «con
el valor de nuestros brazos y filos de nuestras espadas». Su moral es
inconfundiblemente cristiana; dígalo si no este pasaje: «Hemos de matar en los
gigantes, a la soberbia; a la avaricia y envidia, en la generosidad y buen
pecho; a la ira, en el reposado continente y quietud del ánimo; a la gula y al
sueño, en el poco comer que comemos y en el mucho velar que velamos; a la
lujuria y lascivia, en la lealtad que guardamos a las que hemos hecho señoras
de nuestros pensamientos; a la pereza, con andar por todas las partes del mundo
buscando las ocasiones que nos pueden hacer y hagan, sobre cristianos, famosos
caballeros». No hay duda alguna, Don Quijote tiene clara conciencia de ser
portador del valor de lo caballeresco: «Yo nací, por querer del cielo, en esta
nuestra edad de hierro, para resucitar en ella la de oro... Yo soy aquel para
quien están guardados los peligros, las grandes hazañas, los valerosos hechos».
No importa que tenga un físico débil; la debilidad de su físico la suplirá
con el gran temple de su alma. Lo que cuenta es la lucha contra los obstáculos
que se oponen a la felicidad común. Viejo y achacoso por su cuerpo, el
caballero manchego vive anímicamente sueños e ilusiones de mozo. Esta mezcla
inesperada de vejez y de juventud es la fuente de la «vis» cómica de Don
Quijote. Y sin embargo, más allá de toda comicidad, habría que exclamar con
Merimée: «¡Ay del que no haya tenido alguna idea de Don Quijote, ni corrido
el riesgo de verse apaleado o ridiculizado por enderezar entuertos!».
«España -dijo una vez Nietzsche- es un pueblo que quiso ser demasiado». Lo
característico del siglo XVI estriba en una voluntad de ideal y de fe que se
superpone a la realidad, a la evidencia que suministran los sentidos y al
raciocinio natural, «como en los cuadros de El Greco hay una espiritualidad que
no tienen graciosamente las figuras, sino que quieren tenerla, y por eso la
alcanzan» (R. de Maeztu). Cervantes, con los ojos bien abiertos, contempla a su
alrededor la pobreza de España y la fatiga de sus caballeros: todo lo que
circunda aparece derrengado y jadeante. Tal vez sea necesario marcar el alto.
Pero ahí está el arrebato de la voluntad española, el designio de realizar
increíbles hazañas. «Don Quijote -escribe Ramiro de Maeztu- es el prototipo
del amor, en su expresión más elevada de amor cósmico, para todas las edades,
si se aparta, naturalmente, lo que corresponde a las circunstancias de la
caballería andante y a los libros de caballería. Todo gran enamorado se
propondrá siempre realizar el bien de la tierra y resucitar la edad del oro en
la del hierro, y querrá reservarse para sí las grandes hazañas, los hechos
valerosos. Ya no leeremos el Quijote más que en su perspectiva histórica; pero
aun entonces, cuando no pueda desalentarnos, porque lo consideraremos como la
obra en que tuvieron que inspirarse los españoles cuando estaban cansados y
necesitaban reposarse, todavía nos dará otra lección definitiva la obra de
Cervantes: la de que Dante se engañaba al decirnos que el amor mueve el sol y
las estrellas. El amor sin la fuerza no puede mover nada, y para medir bien la
propia fuerza nos hará falta ver las cosas como son. La veracidad es deber
inexcusable»72. En el mundo cervantino, la esfera de lo real colinda por una
parte con el hemisferio de la ilusión, y por otra parte con el del ideal. Y
esto nos da como resultado lo que el alemán Joseph Bickermann, en su libro «Don
Quijote y Fausto», ha llamado el hallazgo de un mundo trino en el hombre por
parte de Cervantes.
- 6 -El Mensaje de Don Quijote
Don Quijote no es un ser que husmea lascivamente -dentro y fuera de sí, sino un
ser que vive; es decir, un ser que quiere realizar la vida integral. Sin eludir
ni renegar de la condición carnal de lo humano, tampoco la exalta y sublimiza;
le basta con suponerla. Sus ojos esperanzados siempre están vueltos hacia las
alturas.
¡Sí! El Caballero de la Mancha es un loco, un extraviado; pero su locura no se
origina en sus altos ideales ni toma pie en sus esfuerzos, apasionados. Se trata
simplemente del mucho leer la letra muerta de libros extravagantes. Y la
realidad se venga cruelmente de él con el molino de viento que no reconoce como
tal. Fuera de este punto ciego de su conciencia, ¡qué discreto, qué noble, qué
delicado es Don Quijote y cuántas cosas sabe! ¡Cuidado! ¡No hay que
burlarnos! «Cualquier hombre que pasa a nuestro lado es un posible Don Quijote,
sólo que de tipo y calidad inferior»73.
Dos ideas directrices presiden la estructura espiritual de Don Quijote:
ecumenicidad e institucionalismo personalista. El caballero español no se
conforma con la idea de luchar contra un mal localizado en su país y en su
tiempo. Quiere servir a todos los pueblos, a la Cristiandad, y a todos los
tiempos venideros. Su reforma del mundo la confía a una institución: la orden
de la caballería andante. Pero esta institución deberá reposar en los valores
personales del caballero: «Sábete, Sancho, que no es un hombre más que otro
si no hace más que otro».
Cuando acompañamos a Don Quijote en su evasión de la realidad, retornamos más
ávidamente a ella, para enraizarnos en la tierra de lo eternamente humano.
Después de acompañara este héroe derrotado por las inclemencias de la suerte,
nos queda un sedimento familiar, comprensivo, profundamente humano... Ya podemos
contemplar la vida y los hombres «con ojos conmovidos, húmedos de emoción,
con la luz entre irónica y oleosa de una limpia melancolía». ¿Lágrimas? Tal
vez algunas afloren a los ojos, pero impregnadas de sal, saturadas de compasión
por los hombres.
«¿Por qué el Quijote es la obra maestra de la ironía...? -pregunta Alomar en
sus «Notas al margen de mi Quijote»-. Todo el hombre está aquí... Por eso
muestra este libro maravillosamente la identidad matriz de ideal y regalo, o sea
de imagen y cosa, porque se ve despuntar bajo las cosas su identidad con nuestra
propia naturaleza, y se las ve acomodar su forma al molde de nuestro espíritu.
Por eso también en el Quijote se inicia la modalidad de los tiempos modernos,
hechos de ironía y contraposición, de hipótesis y duda».
Concluimos la lectura de «El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha» y
pensamos que ideal y vida no son dos polos irreconciliables: el ideal viene a
ser como la luz que ilumina la vitalidad. A través de la inserción del ideal
en un ser viviente individual se realiza esa iluminación. Y hasta cabe hablar
de unos «ideales de la vida» y de una «vida de los ideales». El valor de lo
caballeresco llegó a erigirse en rector, de la vida de Don Quijote, señalándole,
como ideal que es, un nimbo por seguir. Pero la promoción de su ser viviente
hacia su objetivo debiose a su esforzada voluntad, al calor propio de su emoción
vital.
Ninguna otra novela como el Quijote provoca con mayor intensidad la voluntad de
superar las barreras entre la obra y el sujeto, invitando a la intropatía. A su
profunda significación une un valor abierto a la «Einfühlung».
Colocándose en la dimensión del espíritu, clave de lo humano, Don Quijote
tiene constante comercio con los valores y con los universales. Esta región,
específicamente humana, le exige disciplina y sacrificio. La pendiente de la
animalidad se baja fácil, por más que nunca acabe el hombre de convertirse en
puro animal. Lo difícil es subir, como Don Quijote, la escala de los valores,
dominando los obstáculos externos e internos. Para esta ascensión cuenta el
caballero manchego con un motor excelente: el amor. Por el ejercicio amoroso se
sale de sí mismo y se da a los demás. Y esta dádiva le enriquece y le salva.
En Don Quijote -podríamos decir siguiendo a Nicolai Hartmann- el deber-ser de
los valores se transforma en un deber-hacer. Pero esto no es una necesidad física.
Es justamente su libertad frente a la necesidad de los valores la que representa
un valor constitutivo para su ser moral. El ideal personal de lo caballeresco
sirve de estrella polar a la persona empírica de Alonso Quijano.
Un día cayó vencido Don Quijote al ímpetu del Caballero de la Blanca Luna. Y
la tenue luz de su ocaso le dispuso a recibir la plena luz del sol. «Yo me
siento, sobrina, a punto de muerte; querría hacerla de tal modo, que diese a
entender que no había sido mi vida tan mala que dejase renombre de loco; que
puesto que lo he sido, no querría confirmar esta verdad en mi muerte» (II,
74). Cualquiera que haya sido su locura -y no la fue por haber querido realizar
altos valores- no dese a acreditarla en la muerte. Lejos de entregarse a cruel
desesperación, supo sufrir con paciencia y hasta con dulzura. He aquí su último
mensaje que podría ser el mismo de Job: «post tenebras spero lucem», después
de las tinieblas espero la luz.
Nuestros tiempos han ido formando un verdadero culto de la vida. De tanto buscar
las fáciles satisfacciones y el «confort» a todo precio, se ha desembocado en
un simple «spleen» sentimental, en un terrible hastío de la vida. En medio de
esta confusión moral y política, contemplemos una vez más a Don Quijote. Ridículo
a veces por sus extremos de locura, digno de lástima por sus frecuentes
descalabros, es noble, es digno, es idealista, esforzado, desinteresado,
merecedor, en todos los conceptos, de mejor suerte. Se entregó, sin reservas ni
claudicaciones, a su nobilísima empresa. Qué importa que no haya obtenido lo
que el común de las gentes llaman trofeos, si logró una victoria que su fiel
Sancho juzgara la más valiosa: la victoria sobre sí propio. Su solución es,
en definitiva, la solución del desinterés y de la justicia. Nos enseñó a
pasar sobre el propio yo, que es el hombre rudimentario; a vencer al hombre egoísta
que todo lo calibra por el interés; a triunfar sobre el yo meticuloso que se
lisonjea con atribuir a la prudencia su flojedad y su tardanza. Sin negar al
bien útil su parte de bondad, supo subordinarle al bien honesto, como medio al
fin. Contra los acomodaticios de toda laya, prefirió la buena esperanza a la
ruin posesión (II, 7). Vencedor o vencido, el buen caballero acreditó con sus
obras sus palabras (II, 66). Es incapaz de hacer traición a su programa, aunque
postrado en tierra vea blandir sobre su rostro la lanza del rival: «Dulcinea
del Toboso es la más hermosa mujer del mundo, y yo el más desdichado caballero
de la tierra, y no es bien que mi flaqueza defraude esta verdad. Aprieta,
caballero, la lanza, y quítame la vida, pues me has quitado la honra».
¡Te equivocas, Don Quijote, la honra no te ha sido quitada! La victoria
material, en buena tesis, no concede derechos. Has perdido una batalla, eso es
todo. Pero has ganado la unidad de un enjambre de pueblos que hablan tu mismo
idioma, has enarbolado un ideal que conserva la voluntad personal dentro de la
voluntad de Dios y que une el mundo de los acaeceres en el que todos padecemos
con el mundo de los sueños en el que estamos solos. Los hombres ya no se podrán
olvidar de Don Quijote cada vez que renueven sus sentimientos de hidalguía y de
honor. ¡Y honra, verdadera honra de hijos de Dios, es lo que está necesitando
el mundo de nuestros días!
_________________
47 Miguel de Cervantes Saavedra.- I-VII, «Obras Completas», página 1056.
48 Miguel de Cervantes Saavedra.- II, LIV, «Obras Completas», pág. 1460.
49 Miguel de Cervantes Saavedra.- II, LXXIV, «Obras Completas», pág. 1522.
50 Américo Castro.- «La Estructura del Quijote», «Realidad», Revista de
Ideas, Buenos Aires, septiembre-octubre, 1947.- Páginas 168-169.
51 Joseph Bickermann.- «Don Quijote y Fausto», Editorial Araluce.- Pág. 198.
52 Américo Castro.- Opus cit. pág. 166.
53 Salvador de Madariaga.- «Guía del Lector del Quijote», Editorial Hermes, pág.
127.
54 Miguel de Cervantes Saavedra.- «Obras Completas», Parte II, Cap. XIV, pág.
1315.
55 Miguel de Unamuno.- «Vida de Don Quijote y Sancho».- Colección Austral,
Espasa Calpe, Argentina.- Pág. 251.
56 Salvador de Madariaga.- «Guía del Lector del Quijote».- Editorial Hermes.-
Pág. 125.
57 Miguel de Cervantes Saavedra.- «Obras Completas», Ed. Aguilar. Págs.
1039-1040.
58 Carmen Muñoz de Dieste.- «Destino de Dulcinea», en Jornada Cervantina.
Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey. 1956.- Pág. 16.
59 Miguel de Cervantes Saavedra.- «Obras Completas». Ed. Aguilar. Págs.
1385-1386.
60 Miguel de Cervantes Saavedra.- Opus cit., pág. 1048.
61 Miguel de Cervantes Saavedra.- «Obras Completas», Cap. XIII de la Primera
Parte, pág. 1074.
62 Miguel de Cervantes Saavedra.- Opus cit., pág. 1386.
63 Miguel de Cervantes Saavedra.- «Obras Completas», II, IX, página 1301.
64 Álvaro Fernández Suárez.- «Los mitos del Quijote», de Á. Fernández Suárez.-
Editorial Aguilar, pág. 80.
65 Miguel de Cervantes Saavedra.- «Obras Completas», I, XXV, página 1132.
66 Max Scheler.- «Ética». Editorial Revista de Occidente.- Traducción
castellana de Hilario Rodríguez Sanz.
67 Eduardo García Maynez.- «Ética».- Editorial Porrúa, S. A. México,
1953.- Pág. 225.
68 Risieri Frondizi.- «Valor y Situación», V Congreso Interamericano de
Filosofía, Washington. Julio de 1957.
69 Jaime Vélez Sáenz.- «Sobre la Ontología de los Valores», presentada al V
Congreso Interamericano de Filosofía. Washington. Julio de 1957.
70 Alfonso García Valdecasas.- «El Hidalgo y el Honor».- Editorial Revista de
Occidente.- Págs. 52-53.
71 Américo Castro.- «El Pensamiento de Cervantes».- Editorial Hernando,
Madrid, 1925.- Pág. 387.
72 Ramiro de Maeztu.- «Don Quijote, Don Juan y La Celestina».- Colección
Austral, 4a. edición.- Pág. 72.
73 «Don Quijote y Fausto».- Editorial Araluce.- J. Bickermann.