Capítulo III
El sentido de la muerte de Alonso Quijano
- 1 -Pautas para comprender la vida y la muerte de Don Quijote
«Don Quijote es un loco -por su amor a la caballería; pero la monomanía
anacronista es también fuente de una nobleza tan real, de tal pureza y gracia
aristocrática, de un decoro tan respetable en todas sus maneras, las
espirituales y las corporales, que la risa por su 'triste' y grotesca figura está
mezclada siempre de admirativo respeto, y no lo encuentra nadie que no se sienta
atraído hacia el hidalgo lamentablemente magnífico, extravagante en ocasiones,
pero siempre sin tacha. Es el espíritu mismo, en forma de un spleen, quien le
lleva y ennoblece y hace que su dignidad moral salga intacta de cada humillación».
Thomas Mann
Nunca podremos comprender a Don Quijote con la sola contemplación y explicación
causal de su empresa exterior. Necesitamos ver lo que en realidad veía él.
Nuestro tiempo pide un Quijote desde dentro. Recojamos, sí, los principales
sucesos de su vida, pero no con el simple fin de narrarlos, sino con el propósito
de apreciar la evolución de aquel espíritu. Veámosle acontecer, sin trazarle
previamente su programa, sin urdir planes arbitrarios que corroboren prejuicios.
Comprender significa aprehender un sentido, poner un fenómeno en relación con
una conexión total conocida. Spranger nos dirá que tiene sentido lo que en un
todo lógico (sistema de conocimiento) o en un todo de valor (sistema de valor)
entra como miembro constitutivo obedeciendo una ley, de constitución
particular9. El valor de lo caballeresco se descubre siempre detrás del
objetivo propuesto o fijado por Don Quijote. Lo fundamental para comprender el
sentido de la obra maestra de Miguel de Cervantes es que las partes se unan a la
totalidad según una ley. No basta conocer los objetivos de Don Quijote; se
precisa penetrar en los motivos de su conducta. Hay una escala, en su proceder
teleológico, fácilmente advertible: medio-objetivo-valor.
En toda obra cultural existe un valor espiritual que centra hacia sí la conmoción
o admiración que suscita la obra. Los demás valores espirituales se agrupan en
torno de este valor-eje.
En la historia y en la conciencia hispánicas vivieron siempre los valores
espirituales que encarnan Don Quijote y Sancho. Estaba reservado al genio de
Cervantes captar estas partículas de la naturaleza humana que flotaban en el
cielo de España, para ennoblecer y embellecer la vida. Pensamiento, sentimiento
y acción se fundieron, con verdadero amor y buen gusto, en esa amplia visión
de la naturaleza humana que nos ofrece el Quijote. En medio de esa rica y múltiple
visión de las cosas, Cervantes lucha por construir lo perdurable. Esa tenaz
persecución del ideal -idea revestida de valor- es constante en el Quijote.
Cuando dibuja un pueblo castellano de piedras inconmovibles y pintorescas
costumbres, deja caer como del cielo, en la calma de su aislamiento, valores
eternos: hidalguía nunca desmentida, creencias imperecederas de una sencillez
encantadora... Las vigorosas y corpóreas imágenes son transformadas, por la
magia de Cervantes, en suprema poesía. En España, en Italia y en Argel, el
novelista supo recoger sus modelos: hidalgos, estudiantes, soldados, pastores,
posaderos, trajinantes, pícaros y mujerzuelas. Es el cortejo entero de los
tipos humanos, pero visto con voluntad bondadosa e inteligente. Quien ama la
verdad, la justicia y el orden no puede darnos una novela existencialista de lo
absurdo.
No puedo menos de sentir un profundo desacuerdo con el admirable escritor Thomas
Mann cuando afirma: «He aquí una nación que realiza en su libro-tipo y
reconoce con orgulloso y severo dolor la melancólica burla y la reducción 'ab
absurdum' de sus calidades clásicas: grandeza, idealismo, generosidad mal
aplicada, caballerosidad inútil»10. Es posible que en Don Quijote exista una
nobleza inadaptada, pero de ninguna manera es cierto que se trate de reducir al
absurdo la grandeza, el idealismo, la generosidad. El valor intrínseco de los
altos ideales nada sufre cuando una realidad adversa se resista a recibirlos en
su seno. Cervantes, firme creyente en la trascendencia de Dios, salva los
valores enraizándolos en la Deidad.
Asombran las claras razones, la nobleza formal y la benevolencia humana de Don
Quijote cuando discurre, por ejemplo, ante el Caballero del Verde Gabán, sobre
la educación y sobre la poesía natural y la artificial. ¡Qué inteligencia
moral tan sutil cuando diserta sobre la valentía como justo medio entre dos
excesos: la cobardía y la temeridad, indicando cómo es más fácil dar el
temerario en verdadero valiente, que no el cobarde subir a la verdadera valentía!
Y sin embargo, ¿cuántos disparates y temeridades cuando actúa? ¿Cómo
conciliar esa vida moral superior de su pensamiento con la temeraria y
disparatada aventura de los leones? Don Quijote, cuerdo cuando piensa, es un
loco cuando obra. ¿Por qué discurriendo magníficamente, las más de las
veces, no puede actuar sensatamente? Se lo impide su concepción metafísica de
una realidad aparente y tornadiza, producida por los encantadores, y una
subrealidad que sólo el advierte.
Don Quijote no muere; se evapora, por así decirlo. Alonso Quijano ya no quiere
ser Don Quijote. Muchos lectores se entristecen, se lamentan, se sienten desengañados.
Quisieran verle de nuevo sobre su rocín, con lanza y adarga, emprendiendo
nuevas aventuras. Y todo ¿para qué? Es que no se comprende que la misión del
Caballero de la Triste Figura no podía terminar de otra manera. Tenía que
pagar su heroísmo. El médico aseguró «que melancolías y desabrimientos le
acababan». Anheló, como caballero andante, ser un paladín de la justicia y
terminó siendo derribado por el Caballero de la Blanca Luna.
¿Qué otro fin pudo haber tenido Don Quijote? «Hacer. caer realmente y perecer
a Don Quijote en uno de sus combates disparatados -expresa Thomas Mann- no era
posible; hubiera sido pasar, sin belleza, los límites de la burla. Dejarle
vivir después de haberse convertido en persona razonable, tampoco podía ser.
Hubiera sido rebajar la figura, la supervivencia de un Don Quijote sin alma,
prescindiendo de que por razones de defensa literaria no debía seguir entre los
vivos. Comprendo, por otra parte, que no hubiera sido cristiano ni pedagógico
dejarle morir en su extravío, si respetado por la lanza del caballero de la
Blanca Luna, profundamente desesperado por su derrota. Esta desesperación debía
encontrar en la muerte su desenlace, por el conocimiento de que todo había sido
locura. Pero la muerte en la creencia de que Dulcinea no era una princesa
adorable, sino una lugareña bronca, y de que toda su fe y sus hechos y sus
cuitas habían sido locura, ¿no es también una muerte desesperada? Sí, era
necesario salvar el alma de la razón de Don Quijote antes de su muerte. Mas
para que este acto respondiera al corazón cumplidamente, debiera el poeta
habernos hecho amar menos su sinrazón»11. Permítaseme observar que el poeta
no hizo que amásemos la sinrazón de Don Quijote, sino sus ideales; y estos no
murieron. Tampoco podemos aceptar que toda su fe y sus hechos fueron locura.
Alonso Quijano, buen cristiano al fin y al cabo, abominó los disparates y
embelecos de los libros de caballería, no los valores eternos del ideal
caballeresco. La adversidad fue recibida por él, como un rayo de verdad enviado
por Dios misericordioso. «Yo, señores, siento que me voy muriendo a toda
prisa: déjense burlas aparte, y tráiganme un confesor que me confiese... que
en tales trances como este no se ha de burlar el hombre con el alma». (II, 74.)
Sabía, por el barro de que fue hecho, que morir era forzoso. ¿Por qué no
hacer la paz definitiva con Dios?
Pero el Quijote es una creatura de Cervantes. Conviene, en consecuencia,
destacar su posición -oposiciones- ante el magno problema de la muerte.
- 2 -Posiciones cervantinas ante la muerte
En nuestro presente está nuestra posibilidad de morir. Como nuestra existencia
es simplemente de hecho, estamos -irremediablemente- en continuo trance de
muerte entitativa.
Justamente porque Cervantes fue un enamorado de la vida, estuvo hondamente
preocupado por la muerte. No importa que su atención se dirija,
preferentemente, hacia el abigarrado y multiforme espectáculo vital. En su
contemplación de la vida tropezará, ineludiblemente, con esa amenaza cierta y
delimitante que nos está siempre presente. No se trata de una posibilidad
remota, sino de una posibilidad actualizada en tanto que posibilidad. Porque la
muerte, como riesgo fundamental de la existencia, es la condición de cualquier
posibilidad determinada.
Con toda razón ha podido afirmar Santiago Montero Díaz que «la unidad de
estructura y dirección que reina en la obra total de Cervantes no queda
vulnerada por el hecho de que 'el Quijote sea lo más logrado y universal de
aquella obra'. Valdría lo mismo asegurar que la cima cubierta de vírgenes
hielos rompe, en lugar de coronarla, la unidad de la montaña»12. Queremos
observar, sin embargo, que aun existiendo una constante intelección de la
muerte en la obra cervantina, hay una rica gama de diversas actitudes vitales
que asume el genial escritor español. Acaso ante el tema de la muerte se
quiebre esa unidad de estructura y dirección que se advierte en el resto de la
obra. No parece ser posible -como lo pretende Montero Díaz- «hallar una cierta
sistemática, una concepción ordenada y clara, como corresponde a un escritor
de corte clásico, observador, reflexivo y dotado de genio creador»13, en torno
de la posición cervantina ante la muerte. Y la mejor prueba nos la suministra
el propio Santiago Montero Díaz, quien asegura, en su magistral estudio, que
Cervantes «recibe ideas procedentes de la teología católica, la ascética y
la piedad de su tiempo. Otras ideas proceden del Renacimiento, y ostentan un
aire de pagana libertad. Finalmente, penetra también en su pensamiento un eco
de la posición popular, desgarrada y burlona, que podríamos definir como
'materialismo espontáneo' del pueblo»14. Presentemos, en esquema, estas
posiciones principales que Cervantes asume ante el problema de la muerte.
Situado en mirador ascético, Cervantes, ante la caducidad de las cosas humanas,
contempla la victoria de la muerte. Tálamos y sepulturas, galas y lutos se ven
mezclados en la muerte:
«Mas ¡ay! que yace muerta nuestra lumbre,
el alma goza de perpetua gloria
y el cuerpo de terrena pesadumbre.
No se pase, señor, de tu memoria
como en un tiempo la invencible muerte
lleva de nuestras vidas la victoria».
(«Elegía al cardenal Diego de Espinosa».)
El temor a la muerte, en un enamorado de la vida, puede llegar hasta el terror.
Tal es el caso de Cervantes:
«Con todo es mejor vivir:
que, en los casos desiguales,
el mayor mal de los males
se sabe que es el morir.
Calle el que canta, que aterra
oír tratar de la muerte:
que no hay tesoro de suerte
en tal espacio de tierra».
(«El Rufián Dichoso», Jornada II.)
La muerte, sin embargo, puede ser una liberación cuando se vive una vida
desgraciada por ausencia de amores:
«Mas todos estos temores
que me figura mi suerte,
se acabarán con la muerte
que es el fin de los dolores...».
(«Galatea», V.)
La erótica sensual renacentista también tuvo su momento en Miguel de
Cervantes:
«Horas de cualquier otro venturosas:
Aquella dulce del mortal traspaso,
aquella de mi muerte sola os pido...».
(Lamento de Silerio, «Galatea», V.)
Y hasta el materialismo ingenuo popular se filtra en la sensibilidad de
Cervantes, con todo ese aspecto de pantomima, de realismo burlón y crudo, de
humor desgarrado a la par que resignado:
«A buena fe, señor, respondió Sancho, que no hay que fiar en la descarnada,
digo en la muerte, la cual tan bien come cordero como carnero; y a nuestro cura
he oído decir que con igual pie pisaba las altas torres de los reyes como las
humildes chozas de los pobres... Tiene esta señora más de poder que de
melindre; no es nada asquerosa, de todo come, y a todo hace, y de toda suerte de
gentes, edades y preeminencias hinche sus alforjas. No es segador que duerme las
siestas, que a todas horas siega y corta así la seca como la verde hierba, y no
parece que masca sino que engulle y traga cuanto se le pone delante, porque
tiene hambre canina que nunca se harta, y aunque no tiene barriga da a entender
que está hidrópica y sedienta de beber todas las vidas de cuantos viven, como
quien se bebe un jarro de agua fría...». (Quijote, II, 20.)
Cervantes parece querer decirnos, en su obra toda, que cada agonía y cada
muerte tienen un carácter singular, intransferible, único. La significación y
la vida de cada personaje guarda una estrecha relación con su propia muerte. En
la tipología cervantina del acto de morir desfilan, por igual, muertes
imprevistas, muertes dulces y serenas de hombres justos, muertes de angustiados,
muertes de santos, muertes por abandono (o por renuncia apasionada a vivir),
suicidios heroicos con todo el brío de Numancia... La desesperación -dice
Cervantes en «El casamiento engañoso»- «es el mayor pecado de los hombres...
por ser pecado de los demonios». Observa Santiago Montero Díaz -a quien hemos
seguido, con cierta libertad, en su ensayo «La idea de la muerte en la obra de
Cervantes»-, que aunque no ofrece duda que Cervantes condenaba doctrinalmente
el suicidio, en el caso de Grisóstomo -un pastor desesperado que peca
extremosamente, con la más grave de las culpas- «relata el hecho y silencia
todo aplauso con la misma pulcritud que toda condenación. Es una de las pocas
muestras de impasibilidad cervantina. Y también uno de los pasajes más
conmovedores de su obra»15.
El sentido de la muerte, en Don Quijote -o en Alonso Quijano, para ser más
exactos-, reviste singular importancia y merece comentario aparte.
- 3 -El sentido de la muerte de Alonso Quijano
«Tu muerte fue aún más heroica que tu vida, porque al llegar a ella cumpliste
la más grande renuncia de tu gloria, la renuncia de tu obra. Fue tu muerte
encumbrado sacrificio. En la cumbre de tu pasión, cargado de burlas, renuncias,
no a ti mismo, sino a algo más grande que tú: a tu obra. Y la gloria te acoge
para siempre».
Miguel de Unamuno
La experiencia histórica enseña que la cercanía de la muerte acaba, súbitamente,
con la indiferencia en materia de religión.
A punto de muerte, Don Quijote -que no era precisamente un indiferente en
materia religiosa- quiere pasar el trance «de tal modo que diese a entender que
no había sido mi vida tan mala que dejase renombre de loco: que puesto que lo
he sido, no querría confirmar esta verdad en mi muerte». Contempla la vida a
la luz de la muerte. Quisiera, con una buena muerte, abonar y glorificar su vida
toda, aunque hubiese sido, en no escasa parte, la de un loco. Alaba el poder de
Dios, y su misericordia, por haberle devuelto el juicio ya libre y claro. Ahora
reconoce que ya no es Don Quijote de la Mancha, sino Alonso Quijano, a quien sus
costumbres le dieron renombre de bueno. En este mismo sentido dirá nuestro
Antonio Machado, en este siglo, aquellos versos del autorretrato.
«y, más que un hombre al uso que sabe su doctrina, soy, en el buen sentido de
la palabra, bueno».
Es esto lo único que cuenta al final de la jornada. Ninguna otra cosa le
interesa ya recordar -porque ninguna otra cosa cuenta- en esa postrera hora a
Alonso Quijano. Es curioso que autores rusos y autores españoles hayan
coincidido en destacar el sentido de renuncia que hay en la muerte de Don
Quijote. «Cuando al fin renunció a todo -dice Dostoyevsky-, cuando curó de su
locura y se convirtió en un hombre cuerdo... no tardó en irse de este mundo plácidamente
y con triste sonrisa en los labios, consolando todavía al lloroso Sancho, y
amando al mundo con la gran fuerza de aquella ternura que en su santo corazón
se encerrara, y viendo, sin embargo, que no hacía ya falta alguna en la tierra».
Me importa hacer notar que esta renuncia tiene un sentido de donación, de
entrega. Se renuncia al egocentrismo para entregarse al teo-centrismo. Y para
quitar cualquier sabor de conceptualismo abstracto, digámoslo en términos más
precisos: se renuncia al narcisismo del yo para darse, generosamente, a Dios.
En trance de muerte se opera una definitiva conversión, tras de una auténtica
autovaloración. Las obras puramente egocéntricas ya no cuentan nada. Es la
hora suprema de la verdad, de la sinceridad. Don Quijote no había sido malo. Días
antes de caer enfermo le había dicho a Don Álvaro de Tarfe: «Yo no sé si soy
bueno, pero sé decir que no soy malo». Siempre se pudo distinguir a Alonso
Quijano «el bueno» a través de Don Quijote.
«La muerte de Don Quijote -expresa Turguénief en plenitud de simpatía- abisma
al alma en ternura inefable». En tan supremo instante se revela toda la
grandeza y toda la significación de aquel personaje: «Ya en los nidos de antaño
no hay pájaros hogaño... Ya yo no soy Don Quijote de la Mancha, sino Alonso
Quijano, a quien mis costumbres me dieron renombre de Bueno...» Y Turguénief
comenta, visiblemente emocionado: «Este nombre -de bueno- mencionado por
primera y última vez conmueve al lector. Es la única palabra que aún conserva
su valor en presencia de la muerte».
En presencia de la muerte, Alonso Quijano sabe que su yo-programa, que su
devenir vital va a concluir, encuéntrese en el estado que se encuentre. Ya no
caben adiciones ni reformas. Los contornos del pasado han adoptado una fijeza
desesperante. Le queda, sin embargo, un medio para abonar su vida: el
arrepentimiento. Todos los hombres -hasta los santos- tienen por qué
arrepentirse. Rodean a Alonso Quijano, en su lecho, sus familiares y amigos. Con
él está su buen amigo Sancho. Pero él siente que va a morir radicalmente
solo. Por esa soledad pavorosa, no hay agonía que esté exenta de grandeza.
Sabe de sobra, el caballero, que en el morir no existe ningún uso o
convencionalismo social que le dispense de encararse en carne viva con el
trance. Si en la vida se pudo acoger a las reglas de la caballería andante, en
la muerte tendrá que pasar por instantes privativamente suyos, con un carácter
singular, intransferible, único. Al parecer, todo lo tiene ganado el desamparo
ontológico: las fuerzas le abandonan, los dolores físicos y morales se
agudizan, la soledad es devoradora. Ante el observador superficial, el desamparo
ontológico simulará haber acabado con el afán de plenitud subsistencial. Se
necesita aguzar mucho el oído para poder oír todavía el contrapunto. Pero, a
no dudarlo, existe. En los entresijos del alma del hidalgo manchego se ha
entablado la más terrible lucha. La nada, el poder de la destrucción (Satán,
diría el teólogo) reclama lo suyo: el cuerpo manchado de culpa (de pecado,
volvería a decir el teólogo). Pero el afán de plenitud subsistencial de
Alonso Quijano pugna como nunca por ser y seguir siendo mejor, buscando e
impetrando las fuerzas esenciales (la Gracia) que le faltan. Y entre estas dos
vertientes, en pleno estertor de la agonía, podemos imaginar que su libre
voluntad humana supo muy bien decidir, definitivamente y para siempre, su suerte
eterna.
«Verdaderamente se muere y verdaderamente está cuerdo Alonso Quijano el Bueno»,
dijo el cura. Muere, como la semilla, para vivir mejor. Ahora sí despierta de
su sueño. ¡No más locuras de esta vida mundanal! «Señores, vámonos poco a
poco, pues ya en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño». Ante la
inminencia de la muerte han huido todos los pájaros. Ya no es tiempo de
ilusiones vitales.
¡Pero si es un héroe de ficción!, dirá alguien. ¡Cierto! Y sin embargo, qué
bien comprendemos a Rodríguez Marín cuando nos dice: «enternece y apesadumbra
la muerte de Don Quijote como la de una persona que en realidad ha existido, y a
la cual hemos profesado entrañable afecto»16.
«La muerte es una necesidad igual e invencible: ¿quién puede quejarse de
estar incluido en una condición que alcanza a todos?», pregunta Séneca17. ¡Verdad
innegable! Pero no se nos negará el derecho a dolernos de ese arrancamiento de
un ente de ficción que habíamos aprendido a amar. La razón presenta el hecho,
pero el sentimiento lo penetra en sus estratos más profundos.
________________
9 Spranger.- «Erklären and Verstehen», pág. 148, Comunicación al 89
Congreso internacional de Psicología, celebrado en Groningen en 1926.
10 Thomas Mann.- «Cervantes, Goethe y Freud». Pág. 39.- Editorial Losada,
Buenos Aires, 1943.
11 Thomas Mann.- Opus cit., pág. 84.
12 Santiago Montero Díaz.- «Cervantes, Compañero eterno». Página 16.-
Editorial Aramo, Madrid, 1957.
13 Santiago Montero Díaz.- Opus cit., pág. 82.
14 Santiago Montero Díaz.- Opus cit., pág. 83.
15 Santiago Montero Díaz.- Opus cit., pág. 112.
16 Rodríguez Marín.- Véase la primera edición de «El Ingenioso Hidalgo Don
Quijote de la Mancha», tomo VI, Madrid, RABM, 1928, página 467.
17 Séneca.- «Cartas a Lucilio», Libro IV-XXX, «Cómo debemos aguardar la
muerte».- Obras Completas, Ed. Aguilar, Madrid, 1957.