La
palabra griega “diákonos” significa, literalmente traducida,
“servidor”. En el pueblo griego, en la época en la que se formó la
primitiva Iglesia, se designaban con esta palabra las personas que tenían algún
cargo en sus sociedades, federaciones y organizaciones. Si actualmente llamamos
a las personas que desempeñan los cargos, por ejemplo en un sindicato,
“secretarios”, algo parecido pasó en la antigüedad con la palabra “diákonos”.
Los
primeros cristianos no escogían solamente por casualidad o conveniencia esta
palabra para designar a las personas que tenían un cargo en la Iglesia. Para
ellos, el título era un programa: El diácono es un servidor como Cristo. Jesús
había dicho: “Cualquiera que quiera ser grande entre ustedes será el
servidor de ustedes.” (Mt 20,26) y también: “El Hijo del Hombre no vino
para ser servido, sino para servir y para dar su vida en rescate por muchos.”
(Mc 10,45)
El
cargo en la Iglesia es, por lo tanto, un servicio. Quien quiere ser diácono,
tiene que prepararse a servir a los demás. De la misma manera, los que son
catequistas, profesores, sacerdotes u obispos, no lo son para valer más o para
tener más poder o prestigio, sino para servir más. Si esto vale para todo
cargo, para el diácono vale todavía mucho más, porque el diácono es, como
dicen los obispos latinoamericanos en la conferencia de Puebla, “signo
sacramental del ‘Cristo Siervo’” (P 697).
Para
no dejar lugar a confusiones: Muchas veces todavía se piensa y se escucha que
el diácono es una ayuda al párroco. La idea del diácono-servidor no es esta.
Si el diácono es una imagen y un sacramento del siervo Jesucristo, no se lo
debe considerar como un servidor al obispo o al sacerdote. Es un servidor del
Pueblo de Dios y de los pobres. Considerarlo como un servidor del párroco, es
abusar del diácono, porque la misión y las tareas del diácono son otras, y no
existe para suplirle o para ayudarle al sacerdote. El diácono no está
subordinado al sacerdote, como en un ejército el mayor es el subalterno del
coronel. Al contrario, los dos ministerios eclesiales tienen que servir de
manera fraternal e igualitaria al Pueblo de Dios.
Las
viejas esquemas de una Iglesia como jerarquía, en la que existen unas cuantas
personas arriba, como el Papa, los cardenales y los obispos, y otra gente por abajo, en primer lugar la gran mayoría de
los laicos, sugerían la idea de que en la Iglesia uno podía ascender como en
el ejército, y de una manera igual como en la jerarquía militar, se debía
obedecer y servir hacia arriba y mandar (y hasta maltratar) hacia abajo. La
Iglesia que quiso Jesús, y la Iglesia que nos fue enseñada por el Concilio
Vaticano II no es así. Es una comunidad de servidores. Toda la Iglesia no sirve
a un fin propio o a si misma, sino a la humanidad. Y dentro de la Iglesia, los
que tienen un cargo, tienen que servir a los laicos para desarrollar su fe
dentro de su vida. (CatIC 1547)
El siguiente esquema trata de explicar este asunto: Aparentemente se ha invertido el orden jerárquico acostumbrado. Los que se consideran habitualmente como “arriba”, de hecho, tienen que estar abajo, y el que asume un cargo en la Iglesia, aunque aparezca insignificante, deberá considerarse menos que los demás. Además, se nota que los diáconos y ministros y ministras laicales no son servidores del párroco, sino – a la par de él – servidores del pueblo.
De
esta manera, el conjunto de servidores y servidoras de la Iglesia podrá poner
en práctica el consejo del Apóstol Pablo de imitar a Jesús, quien “no
consideró el ser igual a Dios como algo a qué aferrarse; sino que se despojó
a sí mismo, tomando forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres”
(Fil 2,6-7). Quiere decir, que quien será diácono permanente, no subirá de
categoría, sino tendrá que prepararse a bajar.
Como
el viejo esquema de la Iglesia todavía no se ha perdido del todo, existe la
tentación no solamente para el mismo diácono, sino también para los laicos y
para los sacerdotes, de valorar al diácono como si fuera algo más que sus
hermanos laicos – y algo menos que sus hermanos sacerdotes. Es preciso tener
mucho cuidado con este problema. Y es preciso conscientizar a todos – a los
candidatos al diaconado, a sus párrocos y a los laicos en las comunidades y
parroquias – que el diácono sirve para servir al pueblo, y no para servirle
al párroco, ni mucho menos para hacerse servir.
Si poco a poco se puede desarrollar esta conciencia, no se necesitará tener miedo a la mal llamada y muy temida “clericalización” de los diáconos permanentes. En una Iglesia que comprende su misión como un servicio a la humanidad, y en la que los sacerdotes no son clericales y los laicos han asumido su mayoría de edad, los que pertenecen al clero como los diáconos buscarán destacarse como servidores y ayudantes de la fe y de la vida del pueblo. No les importarán los signos de ostentación que puedan manejar y el prestigio que puedan ganar, sino el servicio que pueden hacer a la construcción del Reino de Dios.
Desde
que se reinstauró el ministerio del diaconado permanente en la Iglesia Católica,
su principal característica es el hecho que lo pueden ejercer personas casadas.
Mientras los demás ministerios ordenados son restringidos a varones no casados,
mientras las órdenes religiosas todavía gozan de mucho prestigio y buena
aceptación por su vida célibe dedicada a los demás y después de un largo período
en el que el matrimonio se consideraba un obstáculo antes que un valor para la
vida espiritual, los diáconos permanentes dan testimonio de la unión entre la
vida familiar y la vida religiosa, entre las vocaciones al servicio eclesial y
al matrimonio y entre los sacramentos del orden y del matrimonio.
En
muchos casos, sin embargo, este testimonio es sumamente difícil. No pocas
veces, la familia parece ser un estorbo a la práctica pastoral, y el trabajo al
interior de la Iglesia se manifiesta como si fuera contrario a la vida
matrimonial. Mientras los párrocos muchas veces no quieren entender (o quizá
no lo pueden, como les falta la experiencia correspondiente), que se precisa la
presencia y la atención del padre y esposo en la familia, y éste no puede
estar a tiempo completo a disposición de la parroquia, asimismo las familias
exigen del diácono que asume su responsabilidad como esposo y como padre. El diácono
se siente jalado de un lado a otro y, como no quiere decepcionar a nadie,
empieza a hacer las cosas a medias. En muchos casos, lastimosamente, llega a
descuidar la familia.
Existe
un error fundamental en estas posturas. La vida familiar del diácono es parte
de su ministerio. No se puede exigir del diácono que abandone la familia para
dedicarse más al servicio, y él mismo no puede pensar que asumiendo su
responsabilidad como padre de familia relegaría su vocación ministerial. Para
el diácono casado, no se excluyen, sino se condicionan mutuamente los dos
sacramentos. Uno sirve para fortalecer el otro. Los obispos latinoamericanos
hablan por tanto de la “doble sacramentalidad” (SD 77) del diácono
permanente.
En
el caso del diácono casado, el matrimonio como sacramento es anterior al
sacramento del orden. No se ordena a una persona cualquiera, sino a una persona
ya marcada con un vínculo sacramental de por vida. El nuevo sacramento no puede
anular el anterior. Ambos sacramentos son obra del mismo Espíritu Santo, y éste
no puede borrar con el codo lo que escribió con la mano. Al
contrario, a través de la ordenación diaconal, fortalece y profundiza el
sacramento del matrimonio.
El
diácono permanente, por lo tanto, tiene que constituirse en primer lugar en el
diácono y servidor de su propia familia. Tiene que desempeñar su ministerio
dentro de la familia y para ella. Si asume su responsabilidad como padre y como
esposo, está asumiendo su compromiso diaconal. Lo hará no en primer lugar con
la educación y enseñanza religiosa de sus hijos, sino con el testimonio de
vida. Este testimonio es importante, porque un diácono que da un falso
testimonio dentro de su propia familia alejará a sus hijos y quizás a la misma
esposa de la Iglesia y del mensaje de Jesús. Si el padre de familia, desde que
anda con la Iglesia, se vuelve una persona distinta, extraña e indiferente a la
familia, entonces los hijos y la esposa dirán, que algo estaría mal con esta
Iglesia. Y tendrían razón.
Si
el diácono abandona la familia para dedicarse a la pastoral, hace más mal que
bien. Además, da un contra-testimonio a la gente de toda la parroquia. Si no
atiende bien a su familia, ¿cómo puede instruir a las parejas cuyo casamiento
va a bendecir? Si maltrata a sus hijos, ¿qué ejemplo puede dar a los padres de
familia que le traen sus hijos para que los bautice? De esta manera, no
contribuye a la pastoral de la parroquia, aunque quizás invierta mucho tiempo
en ella. Se convierte más bien en un obstáculo para la construcción del Reino
de Dios.
Por
esto es importante que se perciba la importancia del matrimonio para el
ejercicio del diaconado permanente. El diácono casado es un ministro diferente
del sacerdote o diácono célibe. Refuta en persona propia la separación entre
la vida seglar y la vida religiosa que todavía se puede encontrar en ámbitos
eclesiales. Muestra la importancia que tienen la amistad, el amor, la
sexualidad, la educación, la ayuda mutua, el compartir, el trabajo profesional,
la lucha por la sobrevivencia, las alegrías y penas diarias y tantas otras
cosas “mundanas” para la salvación, y al mismo tiempo, cumple con la tarea
de inventarse cada día, pasito por pasito, las realizaciones concretas de la fe
en Jesús que lo ha impulsado a ser diácono permanente.
El
diácono casado debe apreciar, por lo tanto, el sacramento del matrimonio como
otra forma, y quizás la primera, de realizar su vocación. El matrimonio es
vocación de Dios, es seguimiento de Jesús y es don del Espíritu Santo. A través
de este sacramento nos santificamos y santificamos al mundo. A través del
matrimonio y de la vida familiar Dios nos hace partícipes de su amor y nos
convierte en constructores de la nueva humanidad. No debemos caer en la vieja
trampa de considerar solamente la vocación al celibato o el trabajo
expresamente pastoral como caminos del seguimiento de Jesús. No sin motivo la
Iglesia aprecia al matrimonio como uno de los siete sacramentos, al igual que la
ordenación, y no en un grado inferior, sino igual.
La
Iglesia está en todas partes, y el seguimiento de Jesús lo realizamos donde
sea: dentro del templo y fuera de él. Ciertamente, el diácono, ante todo el
recién ordenado, tenderá a valorar el trabajo pastoral como algo más
importante, pero al fin y al cabo, es solamente una tarea más dentro de su
ministerio. Su vida familiar quizá es la tarea más importante que tiene. Por
esto tiene que respetar las legítimas obligaciones e intereses también de los
demás en la familia: La escuela de los hijos, la junta vecinal, los vecinos,
compadres y amigos, los parientes, también los de la esposa, su trabajo
profesional y también el de la esposa. Todo esto no es algo menos importante o
aún un estorbo para su diaconado, sino es su ministerio, y encontrará a Dios
en todo esto, de la misma manera como en el trabajo pastoral.
Ciertamente, el hecho de que el padre de familia sea diácono trae también algunos problemas para la vida familiar. Ante todo la esposa y los hijos son objetos de calumnias y susceptibilidades. Se les trata como algo fuero de lo normal, la vida familiar es observada y criticada por los demás. Es necesario, por lo tanto, que toda la familia del diácono no solamente dé su consentimiento a la ordenación, sino que sea también parte de la formación y del seguimiento. Es preciso tomar en serio las preocupaciones y los problemas de los familiares del diácono, ya que él no es ordenado sin más, sino como miembro de una familia y como parte de un matrimonio sacramental. Si la ordenación diaconal influye de manera decisiva en la vida familiar, de la misma manera la familia del diácono tendrá una influencia concreta e importante sobre el ministerio que éste ejerce.
El
diácono permanente no es un ser de otro mundo. Al contrario, es una persona
enraizada en una cultura, parte de una sociedad, ciudadano de un país y un
eslabón de la cadena económica. Como representante de la Iglesia Católica
tiene la tarea de vivir su compromiso y su ministerio en todas estas áreas.
A
veces puede existir la tentación de pensar que el diácono ya es una persona
demasiado religiosa para meterse en los asuntos terrenales. Lo contrario es el
caso. “El cristiano que falta a sus obligaciones temporales – dice el
Concilio Vaticano II – falta a sus deberes con el prójimo; falta, sobre todo,
a sus obligaciones para con Dios y pone en peligro su eterna salvación.” (GS
43) Si esto vale para todo cristiano, vale con mayor razón para el diácono
permanente quien es en su persona un ejemplo de la unión entre fe y vida, entre
la Iglesia y el mundo.
Por
esto, parte de la misión del diácono permanente es su vida entre sus contemporáneos.
Dentro de su trabajo, dentro de su vecindario, dentro de su ciudad y su país,
él tiene que ser fermento en la masa (Mt 11,33). De ninguna manera debe
descuidar sus responsabilidades civiles y temporales. Por una parte, en su
ejercicio de estas responsabilidades, dará el testimonio de vida, el
“testimonio sin palabras” (EN 21) del que habla Pablo VI. Las palabras serán
de los demás, cuando juzgan al diácono (y con él a la Iglesia) según la
manera como toma en serio sus responsabilidades cívicas y profesionales o no.
“¿Por qué es así? ¿Por qué vive de esa manera? ¿Qué es o quién es el
que lo inspira? ¿Por qué está con nosotros?” (EN 21) Este testimonio puede
ser positivo e inspirador, pero también puede ser tan malo que al final de
cuentas la gente dice que no quiere saber nada más de la Iglesia, si sus
representantes son así.
En
segundo lugar, dentro de las instituciones y organizaciones civiles, sindicales
y políticas, el diácono permanente debe vivir su ministerio de manera que
estas instancias pueden ser fecundadas por el espíritu de Jesús. El servicio a
los pobres, que es la tarea principal del diácono, no se realiza solamente
dentro del templo. De ninguna manera. Quizá es incluso más importante, que el
diácono se dedique a trabajar en la educación, en la salud, en los medios de
comunicación e incluso en los sindicatos, juntas y federaciones. ¡Cuánto se
puede y se debe hacer por los pobres en estos y en otros ámbitos! El diácono
no debe tener miedo de faltarle a su ministerio o a sus tareas eclesiales cuando
se mete en los problemas terrenales. Por lo contrario, debe estar seguro de
encontrarse con el Dios que lo ha consagrado y que nos dejó la seguridad de que
“lo que hicieron a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo
hicieron” (Mt 25,40).
En
todo este tema, pero ante todo cuando entramos al área de la política
partidaria, es preciso tener mucho cuidado. Es que – al menos en Bolivia –
muchas organizaciones políticas, pero también a veces sindicales y hasta
vecinales tienen estructuras e ideologías internas muy fuertes que no dejan
lugar al desarrollo de las propias convicciones. Alguien puede empezar a
trabajar en una de estas organizaciones, convencido de que de esta manera puede
ayudar a los pobres de la mejor manera, y termina en medio de la corrupción,
del nepotismo y de la delincuencia. Por esto es importante, no dejarse llevar
con las corrientes, sino mantenerse fiel a sus propios compromisos. En algunos
casos, será imposible continuar con este compromiso dentro de una cierta
organización, para no dejarse corromper.
Por
esto, por lo general, un diácono debe evitar la militancia política, aunque
puede haber excepciones. Pero en todo caso, puede acompañar a los laicos que
militan y que tratan de cambiar y mejorar un partido político desde dentro.
Asimismo, el diácono puede y debe dar su opinión en tiempos de elecciones. Si
por miedo a la política nos alejamos totalmente de ella, faltamos a una de las
tareas más importantes de nuestra misión: “colaborar en la edificación de
este mundo” (GS 21), lo que no se puede hacer automarginándose de la política.
Es
preciso que el diácono tome en serio sus compromisos como ciudadano. En primer
lugar en su propio trabajo, pero también en su comunidad y su barrio, entre
vecinos y compadres, familiares y amigos, en organizaciones e instituciones, en
el colegio de sus hijos y en el hospital de su zona, él debe estar presente con
su misión y con su fe para tratar de poner en práctica cuanto cree y cuanto
puede ayudar a este mundo a asemejarse cada vez más al Reino de Dios.
Incluso puede asumir cargos y responsabilidades civiles. Para un diácono rural, es obvio que debe desempeñarse como corregidor, curaca, mayor y cuanto otro servicio puede haber en su comunidad. Pero también el diácono urbano puede ser elegido para la junta escolar, la junta vecinal o para algún cargo en su sindicato o federación. La única condición sería que en el desempeño de este cargo el diácono siempre tendrá que tomar en serio su compromiso cristiano y su misión como representante ordenado de la Iglesia Católica. De esta manera dará testimonio de su fe y contribuirá a la construcción de este mundo.
El
diácono permanente, ante todo el que vive y trabaja en el área rural, está en
permanente contacto con la cultura del pueblo. Su vida de comunario, de
originario y de padre de familia le pone en relación con los lazos culturales
que unen a las personas. La cultura no solamente es el idioma, la vestimenta y
las costumbres. Es toda una manera de convivir con la naturaleza, de realizar el
trabajo, de relacionarse entre personas, de percibir la realidad y de tomar
contacto con Dios.
Lo
mismo vale para el diácono urbano. En la ciudad, está inmerso en una variedad
de culturas que se complementan, interpelan y también oprimen mutuamente. El diácono
no debe, y mucho menos puede escaparse de esta realidad. Su misión es vivir su
diaconado dentro de su cultura, respetando las culturas de los demás y tratando
de vivir el mensaje de Jesús de una manera inculturada.
Las
relaciones entre diaconado y cultura empiezan por el mismo acto de selección de
los candidatos. En la cultura andina, no es asunto de uno solo si quiere asumir
una responsabilidad o un cargo. En esto interviene la comunidad. Es cierto que
existen autoridades perennes y por vocación, como los janpiris, yatiris,
parteras y otros. Sin embargo, aún ellos aprenden su oficio de otra persona que
los puede aceptar o rechazar, y la comunidad entera puede acudir a ellos o dejar
de hacerlo. Por ello, es importante que la asamblea de la comunidad de un
candidato al diaconado sea consultada para escuchar si los vecinos están de
acuerdo. Mejor aún sería si la comunidad elige al candidato. De esta manera él
tendría la seguridad de que lo aceptarán posteriormente cuando sea ordenado
(ver M 33 y P 716).
El
diácono permanente, igual que todos los agentes de pastoral, debe entender que
su propia cultura o la cultura, dentro de la que trabaja, ya es cristiana. El diácono
no viene a cristianizar, sino a profundizar el sentido de Dios que la cultura ya
posee. La Religiosidad Popular, las fiestas, las creencias y costumbres ya son
cristianos desde antes. Si no respetamos este hecho, estaremos en la tentación
de formar comunidades separadas o incluso sectas católicas dentro de las
comunidades originarias y campesinas que desde siempre se han considerado
cristianas y católicas. El diácono debe recordar, además, que Dios ya está
presente en las culturas originarias de nuestro país. No llegará recién con
el trabajo pastoral que el diácono puede realizar, no llegó tampoco hace
quinientos años, cuando llegó la Biblia. Dios siempre estaba presente con su
pueblo, y la cultura originaria es la manera cómo este pueblo supo contestar a
la presencia de Dios en medio de ellos. Es el modo de relacionarse con Dios que
él mismo enseñó a los antepasados. Por esto, no se debe menospreciar las
expresiones culturales de nuestros pueblos, por lo contrario es preciso
reconocer la presencia de Dios dentro de ellas. Hay que vivir el diaconado
permanente de acuerdo con la cultura, como un servicio a ella.
Si
entendemos el ministerio del diaconado permanente desde lo que es una autoridad
en la cultura andina, nos percatamos de que se debe entender como servicio. Las
autoridades abusan de su poder si tratan de aprovecharse de su cargo, si quieren
enriquecerse o si quieren dominar a la comunidad. En este sentido, las
autoridades originarias pueden ser un buen modelo para el diácono en la cultura
andina. Con la ordenación, no se convertirá en el dueño o el jefe de la
comunidad, ni siquiera en los asuntos religiosos, y mucho menos en otros
asuntos. Se convierte en su servidor. Se establecerá igualmente en un servidor
de las autoridades. Habiendo sido catequista por muchos años, y siendo diácono
de por vida, podrá caer en la tentación de creerse más importante que las
autoridades elegidas por la comunidad. Los comunarios mismos pueden estar
tentados de acudir en algunos casos primero al diácono aunque le corresponda a
la autoridad. En estos casos, el diácono tendrá que desarrollar una
espiritualidad humilde y de servicio, para apoyar a las autoridades y para
reforzar su papel de líderes de la comunidad. De ninguna manera el diácono
puede aparecer como el que no hace caso a las autoridades o el que divide la
comunidad, lo que no quita su responsabilidad de criticar a las autoridades
cuando sea necesario.
El
diácono, por lo general, tiene que respetar las reglas y la manera de ver la
vida de su cultura. Por esto, como cualquier otro comunario, debe cumplir con
sus deberes: participar en los trabajos comunales, las faenas, las mink’as y
aynis; colaborar a las autoridades y hacer turno de autoridad cuando le toca;
participar y hasta tomar cierto protagonismo en los ritos y las costumbres de la
comunidad; enseñar a los demás el respeto a la Pachamama, a los achachilas,
samiris, llallawas, cumbreras y otros protectores; participar en las fiestas de
la comunidad.
En
todo esto tiene que vivir como buen ejemplo, respetando las costumbres y los
valores de los antepasados y tratando de profundizar y expresar cada vez mejor
su propia cultura. Esto significa también, que de vez en cuando tiene que
criticar la manera de llevar adelante las costumbres de los antepasados. En los
casos que se ha oscurecido la tradición cultural, como es el caso cuando la
fiesta se ha convertido en pura borrachera o el ayni y el padrinazgo sirven
solamente para explotar a los demás. El buen ejemplo del diácono puede
consistir en que trate de recuperar el sentido original de las costumbres o en
que las fecunde con el mensaje cristiano.
La
antigua práctica de la Iglesia Católica, la “extirpación de los ídolos”,
pasó. Sin embargo, sus vestigios permanecen en nuestras comunidades. Mucha
gente piensa que la Iglesia está en contra
de los ritos, de las costumbres y de las creencias. Será tarea del diácono
demostrar con su actitud que ello ya no es así. Puede ser en algunos casos una
tarea dura y difícil. Sin embargo, no es por ello menos necesaria. El diácono,
como forma parte de la cultura y parte “oficial” de la Iglesia Católica,
puede convertirse en el protagonista de la evangelización inculturada; puede
buscar, junto con sus compañeros campesinos y originarios, caminos de expresar
la fe católica dentro de la cultura y religión andina y al revés, enriquecer
la fe católica a través del diálogo con la cultura y religión andina.
El
diácono, por lo tanto, debe tener un amor profundo a la propia cultura Si vive
en la ciudad y es de cultura mestiza, debe apreciar y valorar las varias
culturas de los pobres en la ciudad: las culturas ancestrales y la cultura y
religión popular. Estas culturas y religiosidades o religiones son expresión
genuina de la fe de los pobres. De ninguna manera el diácono vendrá para
“limpiar” o “purificar” esta expresión. Está llamado a compartir la fe
popular y a servirle. Esto vale también para todas las expresiones de la
religiosidad popular: fiestas, santuarios, sacramentos, romerías, vírgenes y
santos. Asumiendo estas expresiones de la fe del pueblo, el diácono no
solamente podrá ser dentro de ellas un factor de evangelización, sino que podrá
ser evangelizado por el mismo pueblo.
Con todo, el diácono no es esclavo de la cultura. El presente nos exige tener fuerza y vitalidad cultural y no mantener solamente lo heredado por los antepasados. Por esto, ante todo en el contacto con los jóvenes, se trata de recrear la cultura y de mantenerla viva. Esta tarea le exige mucha creatividad al diácono permanente, a la vez que será necesario mucho respeto a las formas culturales tradicionales. Pero no sobrevivirá la cultura ancestral sin un diálogo vivo con la cultura moderna. Por ello, el diácono está llamado no solamente a valorar y conservar la cultura, sino a vivirla y transformarla en una cultura que puede ayudar a sus comunarios a vivir dignamente dentro de un mundo amenazante y destructor.
El
diácono es el “ojo de la Iglesia”, decía el texto que cité en el primer
capítulo. El ojo, para ver a las necesidades y problemas de la gente. Podríamos
decir también, el oído, para escuchar sus penas y tristezas, y la mano para
ayudarles a levantarse. El diácono puede vivir en su propia persona lo que dice
el Concilio Vaticano II sobre la Iglesia en general: “Alegrías y esperanzas,
penas y angustias de las personas de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y
de cuantos sufren, son a la vez alegrías y esperanzas, penas y angustias de los
discípulos de Cristo.” (GS 1)
Por
esto, el diácono no solamente tiene que ver los problemas y escuchar las penas
de la gente. Asimismo comparte sus alegrías, sus esperanzas y sus fiestas. Este
es el sentido de la Opción por los Pobres en la Iglesia Católica. Mucho más
todavía, cuando el diácono es uno de estos pobres. Entonces, él mismo tiene
que optar por estos pobres compañeros suyos y hacerse de nuevo uno de ellos, es
más, convertirse en su servidor. El diaconado no es una magia que nos puede
sacar del mundo de los pobres, sino un compromiso que nos induce a acercarnos más
a el, con sus alegrías y con sus penas. La ordenación diaconal no es un
instrumento para el ascenso social, sino por lo contrario significa un descenso
espiritual: convertirse en el servidor de los más pobres.
En
la espiritualidad del diácono tiene que haber un profundo amor hacia los
pobres. No, ciertamente, hacia la pobreza, porque ella tiene, en Bolivia como en
muchos otros países, un rostro inhumano y cruel. Pero sí, amor a los pobres y
su manera de vivir. Si el diácono no es, originalmente, de los estratos pobres
de la sociedad, tiene que asumir la actitud de la encarnación: hacerse presente
en el mundo y en la realidad de los pobres. Y no solamente es hacerse presente,
sino asumir, defender y llegar a amar esta realidad. Entonces le será fácil
ser ojo, oído y mano en este mundo de los pobres.
Esto
implica una fuerte actitud de rechazo frente a los racismos, el machismo y
tantas otras formas de soberbia que encontramos a menudo en nuestra sociedad.
Por lo contrario, hay que exhibir activamente, quiénes son los preferidos por
Dios. Asimismo, hay que rechazar toda actitud de lucro, de ambición y de
ostentación. En la relación con los pobres, el diácono tiene que vivir una
actitud de humildad, de sencillez y de sinceridad.
Además,
la Opción por los Pobres implica darles la palabra a los pobres. No es una mera
actitud “hacia” otros, sino es una espiritualidad que busca la autoestima,
la dignidad y la independencia de los pobres. Trabajando con los pobres, el diácono
intentará ayudarles a autogestionarse, a independizarse y a organizarse bien
para defender y conseguir sus derechos.
Concretamente,
el trabajo con los pobres significa, que el diácono debe estar atento a las
personas que necesitan ayuda en su comunidad, barrio o parroquia. No siempre
tiene que ser él quien presta la ayuda. Más importante será organizar a las
demás personas para que los pobres puedan tener la ayuda que necesitan. Los
vecinos, las autoridades, el párroco, laicos con voluntad en la parroquia,
hasta profesionales de alguna institución pueden prestar sus servicios a los
que necesitan ayuda. En algunos casos, puede ser el diácono el que impulsa o
organiza un proyecto de desarrollo. La responsabilidad del diácono es vigilar
para que la comunidad humana no pase por alto las necesidades y los derechos de
los pobres.
Pero
el servicio que el diácono puede prestar a los pobres no es meramente
asistencialista. Su mejor servicio puede ser que crea en ellos y les ayuda a
tener confianza en si mismos. Siendo un representante de la Iglesia en medio de
ellos, les puede ayudar a entender que Dios está cerca de ellos y les ayuda a
superar sus problemas. Compartiendo su cultura, les hará ver que Dios está
desde siempre presente en su medio y les quiere dar fuerza para la vida.
Participando de sus alegrías les dará la certeza de que la verdadera esperanza
no está en las cosas materiales de las que carecen. Impulsando y acompañando
sus luchas, les puede infundir la esperanza de que Dios quiere la libertad, la
justicia y la paz para todos sus hijos.
La Opción por los Pobres implica, además, la crítica profética a los ricos. El ser rico no es malo en sí, pero en América Latina muchas veces implica que los ricos son ricos, porque explotan a los demás. El anuncio de la Palabra de Dios muchas veces conlleva la denuncia de los obstáculos al reino. En ciertos casos, esta denuncia puede ser peligrosa para el diácono. Entonces será sumamente importante, que tenga el pleno respaldo de los demás representantes de la Iglesia Católica, de los diáconos, sacerdotes, el obispo y los laicos. Ser diácono no significa buscar el martirio, sino buscar la vida en plenitud para los demás.