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LA MARIA DE AMÉRICA LATINA

 

Tres notas son muy características de la piedad popular mariana en los ambientes latinoamericanos: a la Virgen se la exalta hasta límites insospechados; se la humaniza y acerca a la vida del pueblo; se la concreta y localiza en imágenes y espacios determinados. Este triple movimiento que, a mi juicio, nace por sentirla e interpretarla como «su madre», va a permitir una globalización de María en todas las dimensiones anteriormente apuntadas, cuando nos preguntábamos ¿quién es María?

 

 

La María Pascual y Eclesial

 

La exaltación de María en América Latina es tan resaltante y evidente que algunos teólogos y pastoralistas han llegado a denunciarla como «mariolatría», tema en el que nos detendremos posteriormente.

Lo que sí es evidente es que la maternidad vivida por los hijos en un ambiente machista tiende a la idealización de la madre, para la que se reserva en el corazón un lugar extraordinario, a la que se la adorna con todas las virtudes hogareñas, y en la que se reconoce autoridad y poderes casi omnipotentes. Esta actitud cultural favorece al descubrimiento y al subrayado de la Virgen Pascual y de la Iglesia.

Por ese motivo se la reconoce sin ninguna dificultad tan cercana a Dios, que con la expresión guadalupana se la denominará como la Señora del Cielo, y simbólicamente el pueblo verá con naturalidad el encontrarla en los grandes santuarios de América Latina y el revestirla con las mejores joyas y galas.

Tampoco tendrá dificultad el pueblo en aceptar todos los títulos con los que la honra la Iglesia, aunque no los entienda demasiado e incluso en ocasiones los confunda, dado que se formulan algunos en expresiones extrañas a su propia cultura.

Así la reconoce como Madre de Dios, incluso con formulaciones tan originales y significativas como cuando en el mundo guaraní se la denomina como «che Tupãsy», es decir, «Mi Madre de Dios». El juego lingüístico, en este caso, es curiosísimo. En el fondo late una doble maternidad unida en la misma persona: «Mi madre que es la Madre de Dios».

Reconocerla como Virgen se ha constituido en la expresión ordinaria con la que se la designa. Es el reconocimiento del triunfo de «nuestra madre» frente a la agresión machista, teniendo el privilegio de haber sido amorosamente fecundada por Dios de una forma similar a la de la madre-tierra.

El misterio de la Inmaculada Concepción de María es el que probablemente ha tenido mayor acogida en nuestro pueblo.66 El misterio, no siempre bien comprendido a nivel popular en sus estrictos límites dogmáticos, ha sido, sin embargo, expresado con un conjunto de palabras significativas. Así se habla de «la Limpia y Pura Concepción de la Virgen María». Se denomina a la Virgen como «La sin pecado» o «La sin mancha». En el Cuzco se la llamará «La Linda» y en Lima será «La Sola».67 También se hablará de «La Pura» o de «La Purísima» y de «La sin mancilla».

Si nos fijamos con detención, advertiremos que la Inmaculada Concepción —con la comprensión global del pueblo—, es el ideal de madre y de hogar que se opone al contexto real de un universo violento y mentiroso, cargado de todo tipo de maldades, en el que tiene que desenvolverse «el macho» y «el oprimido», para poder marchar adelante en la vida. Cuando «el macho» y «el oprimido» se sienten agotados en su trágico mundo real, vuelven a descubrir su profunda dimensión de hijos y retornan a «su madre» y «a su hogar», palabras prácticamente sinónimas. Es en la madre en la que descubren la ausencia del pecado, de la violencia y de la mentira. Por eso, ella será «La Linda» frente a «lo feo». Y sobre todo, será «La Sola», es decir, la única en la que surge otro mundo diferente. La imaginería, con la que es caracterizada la Inmaculada, ayuda a la visualización simbólica de esta realidad: colores predominantemente blancos y azules, quedando ausentes el agresivo rojo y la tristeza del negro; la figura de María, cándida y sencilla, pero pisando triunfadora un mundo rodeado por la fuerza venenosa de la víbora, símbolo del diablo. El pueblo puede afirmar con alegría: «Así es Mi Madre».

Tampoco el dogma de la Asunción ha tenido dificultad para la religiosidad popular latinoamericana. Nunca han visto en «su Madre María» la reducción funeraria popular y clásica de «la ánima». La Madre está viva —no finada ni difunta—, y consiguientemente vive en la totalidad de su ser humano, por eso se puede hablar y dialogar con ella en cualquier momento y en cualquier lugar, porque tiene una cierta omnipresencia. Pero al mismo tiempo que está viva, es la Señora o la Madre del Cielo, que habita transparentemente en el universo de Dios, de Jesucristo, de los ángeles y de los santos. La mayoría del pueblo no sabrá explicarnos lo que significa la Asunción, pero de hecho cree en la Asunción, porque la «madre viva», en la relación de filiación, es la mujer que se encuentra con Dios, lo que se manifiesta también en ser modelo y escuela de piedad.

Otros títulos de María son connaturales para el pueblo latinoamericano. María es «Nuestra Señora» —título supremo de autoridad—, como la madre es la verdadera señora de los hijos en el hogar-maternal del universo machista.

Pero toda esta configuración pascual y eclesial de «María-Mi Madre» está enclavada en el contexto de una teología mariana espontáneamente servicial. María es la protectora de sus hijos: es auxilio de pecadores y afligidos, consuelo de los tristes, apoyo de los inocentes, y de quien se puede esperar «el milagro» en las situaciones límites de la vida. Ella es siempre la última Esperanza, porque «nuestra madre» es siempre el último y seguro refugio, la última seguridad, la última esperanza —fundada en una intuición de una misteriosa omnipotencia materna— de los hijos y de las hijas que viven sumergidos en el doloroso mundo del machismo y de la opresión, y en un paisaje ancestralmente campesino donde todo se espera sólo de la madre-tierra.

 

 

La María de la Historia

 

Como ya indicamos anteriormente, uno de los factores para los hijos en América Latina, es que la maternidad, vivida en el contexto machista y oprimido, es sufrida y dolorosa. Esto provoca una admiración ante ella que la hace cercana, respetable, llena de autoridad, misteriosamente fuerte y, sobre todo, misericordiosa en el más ajustado sentido hebreo y bíblico.

Existe de esta manera en la cultura popular una sintonía espontánea para captar a la María histórica, a la María sufriente. Así María, en la fe del pueblo, queda profundamente humanizada, enraizada en la vida y en el mundo real, en la historia concreta, constituyéndose miembro privilegiado de la familia oprimida, en la que la madre es la más oprimida de los oprimidos, teniendo su propia y particular historia de pobreza y de opresión. Esta dimensión se desarrolla de tal manera en la expresión popular, que se ha repetido que el cristianismo latinoamericano más parece un cristianismo de crucifixión y Semana Santa que de resurrección.

Las dos escenas más características de la María histórica para la fe filial del pueblo son Belén y el Calvario. Recordemos un ejemplo de la poesía popular, denominada «Los dolores de la Virgen»:

 

Estar contigo es morir

estar contigo es penar;

con ti, ni ausente de ti

tampoco se puede estar.

 

Su Madre en cierta ocasión

a Jesús viendo sin techo

de sentir se le abrió el pecho

se enlutó su corazón.

El profeta Simeón

a ella le ha de advertir:

este Niño irá a morir

por salvar al pecador

y dirás en tu clamor

estar contigo es morir.

 

Muy grande dolor sentiste,

mirando al Mártir, Señora,

porque en tan amarga hora

te dieron partes muy tristes.

Qué amarga pena tuviste

que no te dejó ni hablar.

A Jesús viste pasar

con la cruz arrodillando

y en tu alma ibas pensando

estar contigo es penar.

 

Pero lo más triste fue

de ver a tu Hijo amado

en el madero enclavado

y agonizando de sed.

Fue grande tu padecer

de verlo morir así.

No te vayas ya de mí,

dijo la Virgen María,

que yo vivir no podría

con ti, ni ausente de ti.

 

Estando casi difunto

el Señor crucificado

con una lanza un soldado

abrió su costado al punto.

Ahora yo me pregunto

cuál sería aquel penar

de ver su cuerpo sangrar.

Aquella Virgen se dijo:

Sola y sin mi pobre hijo

tampoco se puede estar.

 

Ángel glorioso y bendito

Jesús tuvo que sufrir

pa’ podernos redimir

y salvar a este angelito.

Por eso que hoy repito

que aquella lamentación

nos ganó la salvación

justo allá al pie de la cruz.

A la Virgen y a Jesús

demos hoy veneración .68

 

La reacción de los hijos, ante esta situación de la Virgen histórica, queda recogida en la estrofa de una canción de los estacioneros paraguayos:

 

Tristísima María

que lastima el corazón

no hay hombre que no llore

mirando por su dolor.69

 

La historia de María, de «nuestra Madre», se hace tan extraordinariamente realista que una de las representaciones preferidas del pueblo se realiza en la imagen de la Virgen de los Dolores. Y anualmente, en muchos lugares, se recuerdan los acontecimientos de la pasión y se acompaña a la Virgen en el entierro de su Hijo, cubriéndose toda la población de un ambiente de luto, similar al que se advierte en los hogares cuando se encuentran en una situación similar.

A veces, la historia de María se complementa con narraciones apócrifas, fuertemente coloreadas de localismos, en los que aparece que la Virgen es de la propia cultura de los narradores. Así es el cuento recogido por Ramiro Domínguez, y que se intitula: «La Virgen pobre, el Niño y la chipera», y en el que se dramatiza simultáneamente la tragedia de una María, Virgen-Madre y pobre con su hijo que tiene hambre y pide limosna una chipa para calmarla, y la fuerza shamánica de la pobreza maternal con los que le niegan la limosna y con los que se la dan.70

Lo más curioso es observar cómo el pueblo incorpora la dimensión histórica de María con la mayor naturalidad en la María pascual y gloriosa. El pueblo no se sorprende cuando oye que una imagen llora y sufre hoy por las actuales tragedias y desgracias en las que se encuentran sus hijos como en el caso de la Dolorosa de Quito. Si es su Madre, es natural que llore, y además en lo más profundo de la maternidad latinoamericana está siempre presente el misterio del dolor y del sufrimiento. El pueblo con su sencillez nos está remitiendo al misterio del Cristo Resucitado con las llagas incorporadas a su cuerpo, o al del Cordero Vivo y Degollado que nos presenta el libro del Apocalipsis.

 

 

La Maria de la piedad y de nuestra historia

 

La relación vital «hijo - mi madre» hace referencia necesariamente a una persona maternal con un rostro concreto, con un nombre propio y con una casa-hogar en la que habita y en la que recibe y acoge a sus hijos.

Refiriéndose a Colombia, Alonso Llano Ruiz ha escrito: «Se puede asegurar, sin lugar a equivocarse, que un 90 % de nuestras gentes del pueblo manifiestan su amor, su adhesión y su devoción a María Santísima a través de alguna advocación o de alguna imagen particular de la Virgen. Para algunos, esta advocación o imagen es el principal, si no el único, vínculo religioso que expresan. En ningún hogar falta la imagen de la Virgen y con frecuencia hay varias, comúnmente advocaciones que se han transmitido la familia de padres a hijos. Lo mismo se podría decir de los templos y capillas. No obstante la fama de advocaciones de santuarios lejanos a la propia población y que desde luego han echado fuertes raíces en el pueblo, la Virgen que más aviva el sentimiento religioso de éste, es la advocación mariana del santuario más cercano o la Virgen de su propia población».71 El mismo hecho se puede afirmar de todas las naciones latinoamericanas. Y aunque, en realidad, el fenómeno es universal a la Iglesia, sin embargo, es importante el subrayar la vivencia específica que lo genera en América Latina, estableciendo al mismo tiempo una conexión con el fenómeno católico que he denominado como «la María de la piedad de la Iglesia y de las Iglesias».

La imagen de la Virgen, cuadro o estatua, es fundamental en la teología popular latinoamericana. La imagen es donde se hace presente la madre y lo que permite unas relaciones humanas de cercanía, de visualización, y de contacto estrictamente interpersonal «individualizado». Mediante la imagen, la maternidad de María se hace «mía» afectiva e inmediatamente.

Esta relación materno filial con la imagen se hace tanto más estrecha y viva, si se tiene en cuenta la concepción predominante en el pueblo sobre «las imágenes» o «santos». Con una interpretación similar a la del mundo griego-oriental sobre el icono, la imagen no se reduce a una mera representación, sino que en ella se encuentra y hace presente de manera misteriosa la persona misma a la que representa. En la imagen se establece una cierta unidad entre la persona representada y la imagen, de tal forma que se originan relaciones humanas con ella. La imagen se constituye en la patrona y es especialmente milagrosa.

Por ese motivo la imagen no puede ser sustituida fácilmente, aunque se ofrezca un cuadro o estatua mejores artísticamente a cambio de una imagen tal vez de sólo pocos centímetros de tamaño y mal labrada. Esa persona-imagen es la madre cercana y milagrosa.

El origen de la imagen de la Virgen es siempre muy importante para vivir la experiencia maternal. En ocasiones se recuerda un origen estrictamente celestial; como es el caso de la Virgen de Guadalupe. Otras veces la imagen fue labrada por naturales del país, como ocurre con la Virgen de Copacabana y la Virgen de Caacupé.72 En otros casos la presencia de la Virgen en medio de su pueblo se atribuye a una decisión directa de la Virgen de establecerse entre sus hijos, como es el de la Virgen de Luján.73 Lo importante es que la imagen de María pertenece a la familia, como un miembro de la familia con larga tradición.74

No hay madre que no tenga nombre, un nombre que es familiar, íntimo, evocador, e incluso cargado de poder, con un sentido muy similar al que tiene el nombre en el mundo semítico. A veces es un nombre generalizado en la Iglesia, aunque siempre marcado por el posesivo «nuestra», como Nuestra Señora la Virgen del Carmen. Otras veces el nombre es un pequeño tratado teológico, como «La Pura y Limpia Concepción de Nuestra Señora de los Milagros de Caacupé». El nombre adquiere todavía más familiaridad cuando queda establecido por el lugar en el que habita la Virgen-Imagen:  Zapopán, Chiquinquirá, Copacabana, Luján, etc.

La madre es la que tiene casa, que es la casa y el hogar de los hijos, una casa bien localizada y conocida. Así en el caso de María su casa será el modesto oratorio, la iglesia o el santuario, pero localizada en un ambiente y con unos límites bien definidos, en los que habitan sus hijos, y a los que los hijos recurren fácilmente en momentos de necesidad, de alegría, de conmemoraciones y de fiestas.

Además cada imagen-madre tiene su historia, una historia mezclada con la historia de los hijos. Son historias en las que se cuentan los sufrimientos y los triunfos comunes —siempre con el apoyo de la Madre—, en momentos de calamidad y de guerra. Se recuerdan olvidos que se tuvieron con la Madre, descuidando su casa o sus imágenes. Se tienen anotadas festividades importantes. Y sobre todo, nunca se olvidan los milagros y ayudas que la Madre prestó a sus hijos en la necesidad bien personal, bien colectiva. Es la historia de la maternidad de María con el grupo bien determinado y concreto que la llama «su Madre».

 

 

 

Las expresiones de la piedad filial

 

Las expresiones de la piedad filial con «su Madre María» nos pueden ayudar para configurar más exactamente la experiencia de maternidad vivida por los hijos y proyectada en la maternidad revelada de María.

Sólo me voy a fijar en tres de las expresiones que me parecen más relevantes y comunes: las celebraciones, los dones y promesas, y la oración.

 

 

Las celebraciones festivas y dolorosas

 

Las celebraciones de la Virgen tienen dos momentos privilegiados: la festividad patronal y la Semana Santa.

La festividad patronal es el equivalente al cumpleaños y al onomástico de la mamá, momento en el que ninguno de los hijos puede faltar. La celebración de la festividad de la Virgen se hace para muchos peregrinación porque es el momento, con la expresión paraguaya, en el que todos los hijos tienen que volver a «su valle» para encontrarse con la Madre. Es el día en el que se cumplen mandas y se llevan ofrendas, porque nadie puede presentarse ante la Madre en una fiesta de tal categoría con las manos vacías.

Es un día en el que los varones manifiestan con todo vigor su piedad llevando públicamente las andas procesionales en las que se encuentra la imagen: es el reconocimiento del valor de la maternidad para los varones en un mundo machista. En la fiesta de la Madre la sociedad se hace hogar.

Los actos religiosos se mezclan en estas celebraciones festivas con todas las expresiones culturales, sociales y tradicionales con las que el pueblo suele hacer sus fiestas profanas. Si la Virgen es la Señora del cielo, también es tan densamente humana y cercana que es la Madre del pueblo y de la comunidad. Por ese motivo, si no pueden faltar los actos religiosos, tampoco puede faltar otro tipo de expresiones de alegría y de fiesta. Así, en muchos lugares, el antiguo panteón amerindio vuelve a hacer acto de presencia folclóricamente. Y, en muchas ocasiones, la fiesta degenera con las típicas expresiones festivas del machismo, favorecidas por la manipulación de comerciantes foráneos o por dirigentes y autoridades ambiciosos y sin escrúpulos.

Las celebraciones de duelo —Semana Santa— tienen características bien diferentes. El respeto más absoluto ante la Madre es lo que suele dominar. Las representaciones realistas de la crucifixión, entierro, procesión de la Virgen Dolorosa, etc., prevalecen sobre los actos estrictamente litúrgicos, con simbolismos demasiado alejados de la mentalidad realista de nuestro pueblo. Pero es el momento de confesarse y de comulgar, de «oír misa», como se hace en la tradición consagrada para honrar y pedir por los difuntos. Pueblos y campos se visten de luto en estas celebraciones, lo mismo que se acostumbra en el hogar cuando alguien ha muerto.

Lo interesante, en ambos casos, es que se trata de verdaderas celebraciones, es decir, se trata de formas de comportamiento expresadas y vividas por toda la comunidad con motivo de un acontecimiento que hace relación a la Madre de la comunidad, la Virgen María. Por esa razón, en dichas celebraciones se integran y participan todos los miembros de la comunidad, olvidando cualquier tipo de diferencias y problemas. Prevalece el sentido de ser todos hijos de una Madre común, y ante la madre y las celebraciones de la madre sólo quedan los hijos, siendo olvidadas momentáneamente sus diferencias políticas, sociales, económicas, e incluso las rencillas existentes entre ellos.

 

 

Ofrendas, mandas y promesas

 

Una de las expresiones más características de la religiosidad popular es la ofrenda generosa a la Virgen, de tal manera que en ocasiones impresiona la generosidad del pobre, que fácilmente se abre con otros pobres más necesitados que ellos. En el pobre latinoamericano la generosidad prevalece sobre el criterio del ahorro y de la previsión. La ofrenda a la Virgen, principalmente en las celebraciones, es una expresión coherente con el sentido de filiación: el hijo no debe presentarse ante la madre con las manos vacías.

Mayor discusión se ha establecido por algunos pastores sobre el sentido de las promesas, que parecen quedar situadas en una relación de «do ut des». Sin embargo, el fenómeno no aparece tan extraño en una experiencia de maternidad-agrícola. El hijo de la madre-tierra no ignora que la generosidad y fecundidad de su madre depende del don y del sacrificio que previamente se le entrega a la tierra. Sin embargo, la pequeña generosidad campesina queda recompensada con una abundancia materna que garantiza su sobre vivencia. En el fondo late una profunda pedagogía materna: el don exige también una colaboración por parte del hijo, que no puede perezosamente cruzarse de brazos esperando la solución de sus problemas.

 

 

La oración

 

La piedad popular se expresa en oración y diálogo de los hijos con su madre.

Emplea para ello antiguos y tradicionales «rezos», entre los que sobresale el Rosario. En general, son oraciones labradas en un lenguaje solemne, marcando especialmente la dimensión de grandeza y autoridad de la Virgen.

Pero simultáneamente el pueblo dialoga con María. Como ha anotado el P. Alliende: «¿Por qué se tutea el pueblo con la Virgen? Porque son amigos y porque se parecen en muchas cosas. Hay una connaturalidad primaria, en una misma experiencia de la pobreza, del sacrificio, de la sencillez, de la acogida y de la hospitalidad».75 Y yo añadiría, la tutea porque es el hijo hablando con su madre, profundamente humana y cercana. Y por eso se la denominará con nombres bien familiares como «noble indita» o «La Mestiza». Incluso, como he podido comprobar en repetidas ocasiones, el diálogo-oración del pueblo con la Virgen su Madre es violento, cuando no consigue lo que pretende. Es la confianza en la Madre, con la que también a veces se discute. Pero en el fondo de la oración del pueblo creo que se encuentra lo que cantan unas coplillas populares:

 

Sois medicina del cielo

para toda enfermedad,

y en cualquier adversidad

sois nuestro amparo y consuelo.

Y pues mostráis tanto anhelo

para ser tan poderosa

Virgen Santa del Pueblito,

sed nuestra Madre amorosa.76

 

 

¿Quién es María en la Religiosidad Popular?

 

Creo que al final de este proceso podemos afirmar, sin lugar a dudas, que María en la teología popular latinoamericana es, ante todo, «Nuestra Madre», pero de tal manera que la persona que la encarna es la misma María que nos presenta la fe de la Iglesia con toda su complejidad y abarcando todas sus vertientes, pero en una síntesis original y propia, típicamente latinoamericana. Podemos afirmar que la Virgen María que llegó ambiguamente hasta las playas de nuestro continente con el título de «La Conquistadora», se hizo de tal manera latinoamericana que el pueblo la ha reconocido como a su Madre, y en todas sus manifestaciones religiosas se comporta con ella conforme a la experiencia que tiene de comportamiento con su propia madre en un hogar sufrido y matriarcal.

 

 

 

66  VARGAS UGARTE, O. c., pp. 116-160.

67  VARGAS UGARTE, O. c., p. 123.

68 JORDA, Miguel, «La sabiduría de un pueblo», Santiago de Chile 1975, pp. 173-174.

69 ORTIZ, Diego, «Cancionero religioso popular», en AA. VV., La religiosidad popular paraguaya. Aproximación a los valores del pueblo, Asunción 1981, p. 121.

70 DOMINGUEZ, Ramiro, «Creencias populares en el contexto de la religiosidad paraguaya», en AA. VV., La religiosidad popular paraguaya. Aproximación a los valores del pueblo, Asunción 1981, pp. 12-13.

71  LLANO RUIZ, Alonso, Orientación de la religiosidad popular en Colombia, Medellín 1981, p. 107.

72  MAIZ, Fidel, La Virgen de los Milagros, Asunción 1892. SCARELCA, Antonio, La Virgen de los Milagros de Caacupé, Buenos Aires 1933. GUILLEN ROA, Miguel Ángel, La Virgen dc Caacupé. Su historia y su leyenda, Asunción 1966.

73 PRESAS, Juan Antonio, Luján, la ciudad mariana del país. Buenos Aires 1982; y Nuestra señora de Luján (1630-1730), Buenos Aires 1980.

74 En ocasiones el origen de las imágenes queda envuelto en leyenda. Sobre el valor de estas leyendas véase ALLIENDE, Joaquín, «María es una Iglesia popular y misionera», en AA. VV., María en la pastoral popular, Bogotá 1976, pp. 62-64.

75 ALLIENDE, O. c., p. 75.

76 VARGAS UGARTE, O. c., p. 236.