La Problemática Cuerpo-Alma en Teología

Wolfgang BEINERT

 

 

Es evidente que la fe cristiana entraña la fe en la vida eterna. Así lo profesamos en el último artículo del credo. Y lo proclamamos repetidamente en la lectura del Evangelio: «No es Dios de muertos, sino de vivos, pues para él todos viven» (Lc 20,38). No hay duda de que la concepción del ser humano como compuesto de cuerpo y alma, además de explicar por qué hay algunas operaciones suyas que se atribuyen al cuerpo y, otras que, al no poderse atribuir al cuerpo -pensamiento, conciencia, libertad- se asignan al alma, se ajusta a los datos de la fe. Pero ¿es ésta la única teoría capaz de dar razón de lo que profesamos en nuestra fe? El autor del presente artículo recuerda que la concepción del ser humano como compuesto de cuerpo y alma no encaja en la antropología bíblica y hunde sus raíces en la filosofía griega. El dualismo platónico -cuerpo y alma como substancias completas y enfrentadas- y el hilemorfismo aristotélico -cuerpo y alma como substancias incompletas formando una unidad- tuvieron su continuidad en el pensamiento cristiano con el agustinismo y el tomismo respectivamente. Y es así como se hizo tradicional y penetró en la liturgia y en la vida de piedad del pueblo cristiano. El presente artículo afirma que la teoría cuerpo-alma no es la única que da razón de los datos de la fe. La antropología bíblica nos abriría el camino a una comprensión más profunda y satisfactorio de nuestra fe en la vida eterna.

 

Publicación original: Die Leib-Seele-Problematik in der theologie, Stimmen der Zeit 218 (2000) 673-687.

Edición en papel de esta edición resumida: revista «Selecciones de Teología» 161 (2002) 39-50

 

 

El problema cuerpo-alma es sincrónico con la hominización. Más concretamente: con la experiencia original de la muerte y del más allá, que, si para los etnólogos constituye uno de los primeros datos de la hominización, también lo son de la religión –sepelio y culto de los muertos

Antes de la muerte se da cuerpo + X; en la muerte se separan de algún modo cuerpo y X, quedando únicamente cuerpo - X. Si se da un más allá, sólo puede darse para este X que nosotros llamamos alma, en alemán se denomina Seele o «perteneciente al mar» (See: morada de los difuntos) y en latín anima.

En el año 45 a.C., Marco Tulio Cicerón concluía así la discusión sobre este término: «acerca de qué es en realidad el alma, dónde está y de dónde viene, no se está en absoluto de acuerdo». Unos veinte siglos más tarde podría volver a formular esta frase con más razón aún, ya que bajo este concepto subyace toda la antropología.

El problema cuerpo-alma será asimismo un tema fundamental de la teología cristiana, la religión del Verbo humanado y de la divinización del ser humano, pero no ciertamente desde sus comienzos y a partir de las fuentes primitivas. De hecho, lo que le da impulso a la temática cuerpo-alma es el dualismo antropológico que se basa en el análisis de la evidencia de la muerte: «el ser humano = cuerpo + alma».

Por el contrario, el pensamiento hebreo, formulado en el Primer Testamento, considera al ser humano de modo sintético, reconociéndolo así antropológicamente como un ser múltiple en la unidad. La Biblia distingue entre nefes (aliento, vida, sujeto de la vida corporal y de los deseos), ruach (la realidad espiritual del ser humano), basar (transitoriedad de la creatura) y leb (libertad personal de decisión). Pero estas realidades son simples aspectos del ser humano, grandiosa unidad global basada en ser imagen de Dios, realizada en el varón y la mujer, y que no es nefes + ruach + basar + leb, sino imagen de su creador como nefes, ruach, basar y leb. El Segundo Testamento radicaliza esta concepción por el hecho de que Jesucristo es la imagen original de Dios. El ser humano es, pues, la imagen de esta imagen de Dios.

El acuerdo entre la teología cristiana y el antiguo pensamiento griego fue relegando al olvido la antropología inicial. La espiritualidad y el dualismo antropológico del pensamiento platónico y neoplatónico fascinó la devoción de los Padres. Cuerpo y alma ya no eran componentes equivalentes; se comportaban más bien como el carcelero respecto al encarcelado. La única aspiración de éste es la libertad: liberarse del cuerpo se convirtió en la gran aspiración del individuo. La antropología se escatologizó y la escatología se convirtió en patrimonio exclusivo del alma.

Gracias a la cristología, la teología cristiana no aceptó este segundo aserto, incluyendo en su fórmula de fe la resurrección de la carne. En cambio, el primer aserto se impuso sin dificultad hasta fines del siglo XX, cuando la dogmática desglosó un tratado específico de Antropología teológico. Hasta entonces se lo estudiaba en la teología de la creación o en la escatología, en un esquema bipartito:

1. Después de la muerte el alma sobrevive, ya que es inmortal, mientras el cuerpo se descompone.

2. En el juicio final el cuerpo resucita y se une al alma.

Esto llevó a establecer un estado intermedio para el alma sin cuerpo, en espera del destino definitivo. Pero, no obstante esta corrección, Platón había triunfado. La revisión de Tomás de Aquino, que ve en el alma y el cuerpo dos principios de la realidad «ser humano», pasó sin pena ni gloria y lo mismo ocurrió al secularizarse la antropología a principios del modernismo. Descartes dividió el ser humano en res cogitans (realidad pensante) y res extensa (realidad extensa) y esta visión perduró hasta el monismo materialista, para el que únicamente existe el cuerpo, mera materia, mientras el alma es un epifenómeno suyo. La discusión reciente sigue a este nivel. No se preocupa de cuestiones metafísicas, sino psico-fisiológicas, es decir de la relación entre psique y physis.

¿Y la teología cristiana? Sigue anclada en su esquema mental. La pregunta por el ser humano se concentra en qué ocurre después de su muerte. Desde mediados del siglo XX, los ataques de la crítica llevaron a un nuevo lema: resurrección en la muerte. Al morir, el ser humano fallece totalmente -alma y cuerpo-, superando así el platonismo. Pero es resucitado por Dios en su integridad -con cuerpo y alma- en un nuevo modo de ser. Veamos las consecuencias que esto implica.

 

Competencia de la teología

El nuevo esquema interpretativo suscita un sinfín de interrogantes. Sin embargo, el principal objetivo de la labor teológica no puede ser «asegurar la fe de la gente», como recordaba J. Ratzinger en el contexto de la escatología. Pero en 1977 él rechazó la tesis de la resurrección del ser humano integral en la muerte (con la consiguiente vuelta al dualismo) para acabar con una mentalidad que deja la predicación sin palabra. La misma preocupación muestra el documento Recentiores episcoporum synodi que en 1979 insiste en la existencia de un estado intermedio así como en el término alma, consagrado por el uso en las Sagradas Escrituras y la tradición; y, aunque la Congregación de la Fe reconoce la amplia polisemia bíblica de este vocablo, declara que no existe razón convincente para desecharlo, ya que, para la conservación de la fe, es indispensable un verbale instrumentum, un instrumento terminológico adecuado. También el Catecismo de la Iglesia Católica de 1992, n°362 al 368, sigue la antropología griega.

Es de alabar el deseo de regular el lenguaje. La Iglesia lo necesita como toda sociedad. Pero el lenguaje cambia. Términos usuales entendidos por todos de modo más o menos unívoco, se van haciendo disonantes, inexpresivos, de doble sentido y por fin ininteligibles. Puede que en su destino histórico tomen un «matiz» característico y exclusivo. Esto es precisamente lo que ha ocurrido con los términos cuerpo y alma, que hoy se entienden de modo totalmente distinto en las ciencias humanas.

Aunque consciente de ello, la teología científica debe insistir en que su competencia peculiar es la valoración de la Palabra de Dios conforme a las fuentes de la fe, también en puntos problemáticos de la antropología. Esto traza nuestro esquema: preguntar qué contienen o no las fuentes (tarea de comprobación), cuál es la intención de las expresiones bíblicas (tarea de validación) y cómo puede expresarse racionalmente esta intención (tarea de penetración intelectual) respecto a las discusiones antropológicas que impregnan la sociedad de lenguaje -sincrónica y diacrónica- que es la Iglesia.

 

El tema antropológico en la fe cristiana

Ante todo se trata de comprobar la antropología en la norma normans non normata, o sea en la Sagrada Escritura. En ella no se plantea aún nuestro problema, pero sí la discusión de una perspectiva antropológica, en la que aparecen términos propios de la antropología griega, mientras lo característico de la visión bíblica del ser humano no es el ensamblaje de cuerpo y alma, sino la imagen de Dios.¿Qué significa esta expresión?

El texto más antiguo de la creación del ser humano (Gn 2,7) la describe así: Entonces Yahvé Dios formó al ser humano con polvo del suelo, sopló en su nariz aliento de vida y el ser humano se convirtió en ser vivo. El autor no piensa según el esquema griego, que no conocía; constata que el ser humano, como creatura, es como todas las demás y convive con ellas, pero también es más que todas en cuanto sólo a él le ha sido otorgada la vida divina.

El aliento de vida es peculiar de Dios, quien hace partícipe de él al ser humano. Objetivamente coincide esto con la expresión de ser imagen fiel del creador de Gn 1,27. Al igual que imagen no denota un espejismo momentáneo sino una cualidad inmanente del ser humano, la inspiración del aliento de vida no debe entenderse como un acontecimiento fugaz, sino como la obra permanente de Dios.

La teología cristiana asumirá la creación progresiva bajo el concepto creatio continua. En el momento en que Dios no confiriera ya su aliento vital los seres humanos fallecerían: «Si escondes tu rostro, desaparecen; les retiras tu soplo y expiran, y retornan al polvo que son» (Sal 104,29; véase Jb 34, 14s). La muerte no es la desintegración platónico de soma y psique, sino el fin de la comunicación divina. Para los israelitas, la vida significa «estar con Dios», «participar inmediatamente de la vida que Dios otorga» como nefes, ruach, basar, leb, o como se quiera llamar al ser humano; lo cual ponía más que difícil a los seres humanos del Primer Testamento creer en una vida después de la muerte. Si no se goza del aliento de Dios, todo se acabó. Únicamente si se une la idea de la fidelidad divina al concepto de la vida, puede dibujarse también la resurrección de los muertos en el horizonte mental de los judíos.

Siendo la comunicación de fuerza vital una suerte de comunicación, lo que define el aliento de vida como esencia del ser humano puede describirse con conceptos de la teoría de la comunicación. En la tradición derivada de Gn 1, la creación se describe como un acontecimiento de comunicación oral, traduciendo sus órdenes por dice Dios; también en la creación del ser humano, cuya diferencia de esencia y función proclama solemnemente.

El ser humano es la única creatura hecha a imagen y semejanza de Dios. Ésta es la primera diferencia. La segunda consiste en que Dios, inmediatamente después de completar su obra, entra en comunicación con él: «y les bendijo Dios y les dijo: creced, multiplicaos, llenad la tierra y sometedla» (Gn 1, 28). Ser imagen de Dios conlleva la responsabilidad y su condición previa -la libertad- como característica del nuevo ser. El cuidado señorial sobre el resto de la creación por encargo divino requiere sopesar, decidir, proponerse un fin, operaciones que suponen y exigen procesos conscientes de valoración.

Los seres humanos devienen así mandatarios y fieles administradores de Dios en el mundo. El autor usa bien el plural ya que al principio no existía el ser humano en singular, sino que Dios lo creó como hombre y mujer (Gn 1, 27). «Hombre», como «fruta» o «flora», es un abstracto que como tal no existe. Lo que se da son ambos géneros y este ser doble género es tan originario como el devenir ser humano. Ni por un instante ha existido sólo un ser humano.

La valoración de Gn 2 es aparentemente distinta. Si allí existe primero el hombre, no debe atribuirse a la preeminencia de ser varón, sino a la insuficiencia de ser singulare tantum, inherente a la incomunicación del hombre solitario: «estar solo» no es bueno para una creatura esencialmente relacionada con Dios. Del cuerpo del hombre, es decir de lo más noble de la creación, forma Dios la ischa para el isch, la varona para el varón, en buena traducción literal. El varón entabla enseguida un diálogo, cuya primera frase reconoce su igual valor y dignidad: esta vez sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne. Ésta será llamada varona, porque del varón ha sido tomada (Gn.2,23).

Ha sido una auténtica fatalidad el que se haya interpretado en referencia plenamente patriarcal una narración que ciertamente contiene elementos patriarcales, haciéndole decir lo que no contiene, con los infaustos resultados que por fin hemos advertido.

¿Qué se saca de la comprobación de los datos de la Escritura para la imagen bíblica del ser humano? Responder a esta pregunta es responder a la vez a la cuestión sobre qué es lo que, en el cristianismo y en la teología cristiana, tiene un valor incondicional y ex negativo qué no es de fe. Resumámoslo en las siguientes tesis:

 

1 El principio básico de toda antropología es idéntico al de la Sagrada Escritura: en la diferencia entre Dios y mundo, eternidad o temporalidad, creador y creatura, trascendencia e inmanencia, el ser humano pertenece siempre a la segunda categoría: en todas sus dimensiones, relaciones, componentes, en todos los niveles de su ser, es dependiente de Dios, orientado hacia Dios, vinculado a Dios.

2. La distinción fundamental incluye una coincidencia radical. Por distintos que sean Dios y el mundo, siempre están en relación mutua por la creación. Dios se origina de su plenitud de ser y por libre voluntad llama a ser, a lo no divino. De ahí que sea reconocible por y a través de las creaturas, presupuesto básico de toda teología, y que la obra de Dios acuse también cierto parecido entre creador y creatura.

3. En el ser humano, llamado a la comunicación directa con Dios, en cuanto creado como mandatario y a imagen suya, se realiza por esencia y en sumo grado la relación básica del mundo con Dios: ya en su bisexualidad y por encima de ella, está en diálogo con Dios. Morir equivaldrá, por tanto, a pérdida de comunicación y a la entrega del ser. Por el contrario, vida será un sinónimo de unión con Dios y obra de su amor. Esto supone recíprocamente que también el ser humano ama a Dios y su vida discurre en su amor.

4. En todas las proposiciones de valencia antropológica, el sujeto es el ser humano, es decir, un todo integral. Esto no excluye los análisis que la Escritura hace del ser humano y que la han convertido en un libro de vida y consuelo de infinito valor para millones de seres humanos. Pero todos estos estratos son niveles de funciones en que el ser humano se realiza. De modo certero lo expresa el salmo 84, 3, que en un solo verso equipara tres de los cuatro estratos usuales: "Mi ser [alma] languidece anhelando los atrios de Yahvé; mi mente [corazón] y mi cuerpo se alegran por el Dios vivo".

5. Los adoradores de Yahvé irán comprendiendo que, si Dios dialoga con los hombres y mujeres y los ama divinamente, este diálogo amoroso no podrá interrumpirse jamás, ni por la muerte. Esto resplandece en la figura de Jesús de Nazaret, cuya humanidad, en perfecta unión con la divinidad, no puede conocer la corrupción -como decía Pedro remitiéndose al salmo 16, 8-11 (Hch 2, 27)-. En consecuencia, el creyente experimenta a Jesús como el Resucitado de entre los muertos, como «primicia de los que murieron» (cf. 1 Co 15, 20-22), como el primero de una serie de generaciones que le han de seguir.

En estas consideraciones nunca se alude a ninguna suerte de dualismo que de algún modo articule alma y cuerpo. El ser humano vive, el ser humano muere, el ser humano resucita del sueño de la muerte. Todo cuanto va más allá de esta antropología, que penetra toda la Biblia, es interpretación, pura teorización teológica: la teoría de cuerpo-alma, las teorías escatológicas sobre lo que ocurre en la muerte, sobre el estado intermedio, etc. Su valor no depende ya de las fuentes de la fe, sino de la congruencia de la argumentación. No afirmamos, pues, que sean nulas o que carezcan de sentido. Nos limitamos a constatar que no representan parte alguna de la Revelación ni son de fe.

 

La imagen cristiana del ser humano

Esto no significa que el teólogo pueda desentenderse del debate alma-cuerpo, ni poner en duda que es un debate justificado y aun indispensable. En el ser humano se dan características que manifiestan su extensión, su realidad objetiva y perceptible por los sentidos, y que consideramos atributos del cuerpo; y existen asimismo características que le abstraen del espacio, haciéndole subjetivamente incomunicable, sólo alcanzable por la interpretación, atributos que designamos con el término alma. Carecería de sentido negar la existencia de fenómenos que transcurren exclusivamente a nivel orgánico y corporal, como el metabolismo y todo el ámbito de manifestaciones inconscientes, y de otros fenómenos que debemos referir a la conciencia, al espíritu, a la libertad. Finalmente resulta banal recordar que se dan interferencias entre los dos ámbitos, que no sólo permiten sino aun exigen hablar del ser humano como totalidad. Analizar estas relaciones es la tarea de la antropología -biológica, médica y filosófica-.

El teólogo se tomará todo esto muy en serio, pero como teólogo apenas si puede entrar en la discusión. En tiempos pasados lo ha intentado a menudo con muy mala fortuna. Basta recordar las discusiones sobre la evolución en el siglo XIX o sobre monogenismo o poligenismo hace unos 50 años. Su intervención en la antropología hay que buscarla en otro ámbito. Ha de dejar claro que sólo habrá posibilidad de comprender al ser humano si se lo entiende radicalmente como el ser que gracias a su relación de , mediante su comunicabilidad óntica y gratuita con Dios, ocupa un lugar prominente en la creación.

El lema de la antropología bíblica -el ser humano imagen de Dios- lo expresa claramente. En la exégesis contemporánea interconfesional se está de acuerdo en que esto no denota un vector parcial del ser humano o en el ser humano (figura exterior, espiritualidad, transmisión de poder, libertad) sino a él mismo en su esencia específica. Karl Rahner escribió breve y concisamente: «Se da en cuanto el mismo ser humano existe y en consecuencia como creatura de Dios. No sería ser humano si no fuera imagen de Dios».

La antropología, y en especial el debate cuerpo-alma, ha vivido siempre de la idea de que lo específico del ser humano es una originalidad primigenio vivida por y en él mismo. En una concepción dualista resultaba fácil identificarla con el alma. En cambio, una especulación enraizada en la antigüedad y bien consolidada en la dogmática cristiana la define como personalidad del ser humano. Precisamente el trasfondo de la teología cristiana permitió ver esta originalidad primigenia como condicionada creacionalmente y donación gratuita del Dios tripersonal, el único que ha hecho así al ser humano. Aquí estriba y se funda su dignidad, libertad y responsabilidad, su autonomía e indisponibilidad, en una palabra: su humanidad. El ser humano existe o deja de existir con su ser persona. Mientras la teología lo valore sin concesiones, prestará a la disputa antropológica una profundidad y una seriedad que trasciende la antigua problemática cuerpo-alma. Así escribe Eberhard Schockenhoff:

«La categoría de persona designa al ser humano llamado por Dios a su propio ser, que no puede ser poseído por ninguna instancia humana. No contesta a la pregunta ¿qué soy yo?, por la que el ser humano intenta comprenderse en comparación con los demás vivientes, sino a la pregunta ¿quién soy yo?, la única capaz de destacar la incomparabilidad de cada ser humano».

En el fondo subyace aquí la antropología de Romano Guardini, que describe así los rasgos de la personalidad:

«Persona es la esencia creacional-espiritual, interior y dotada de figura, en cuanto existe en sí misma y dispone de sí misma. Persona significa que yo en mi propio ser no puedo ser en último término poseído por ninguna otra instancia, sino que yo mismo me pertenezco; persona significa que no puedo ser utilizado por otro, sino que soy mi propio objetivo; persona significa que yo no puedo ser inhabitado por ningún otro, sino que únicamente estoy en relación hacia mí; que no puedo ser representado por otro, sino que soy único».

Es obvia la actualidad de esta definición. El pensamiento tradicional de occidente ha inspirado en ella su comprensión del derecho y, en especial, de los derechos del ser humano.

Pero por importancia que pueda tener este concepto de persona, no es parte esencial de la dogmática ni de la predicación cristiana. La consideración personal del ser humano explica mejor la esencia humana, en cuanto ilumina mejor realidades antropológicas que trascienden la simple pregunta por lo material y lo inmaterial del ser humano. Sea el alma producto de la evolución y su función sea o no capaz de explicarse a nivel meramente neuronal, sigue en pie la pregunta por la libertad, la subjetividad, la distancia respecto al mundo objetivo, la dignidad, y esta pregunta sigue reclamando que se aclare el misterio. La teología cristiana, al mostrarlo, da vigencia al mensaje que la revelación le ha confiado y, partiendo de sus principios, podrá opinar sobre los problemas del debate antropológico que plantea la expresión cuerpo-alma.

 

El debate teológico cuerpo-alma

Los problemas que pretende resolver la reflexión teológico cuerpo-alma son principalmente cuatro: 1. ¿De dónde procede el alma del individuo? 2. ¿Hasta qué punto individualiza el alma a cada ser humano concreto? 3. ¿Qué ocurre en su muerte? 4. ¿Qué significa resurrección de los muertos? Intentemos esbozar cómo podría ser una respuesta:

1. ¿El alma individual creada por Dios? En la dogmática se contraponen dos puntos de vista: generacionismo y creacionismo. El generacionismo sostiene que el alma y el cuerpo de cada feto los proporcionan los padres al engendrarlo; según el creacionismo, los padres no engendran más que el cuerpo, mientras el alma del embrión es creada actu por Dios. La Iglesia oficial está claramente a favor del creacionismo. El Catecismo de la Iglesia Católica enseña aún que «cada alma espiritual es directamente creada por Dios -no es producida por los padres- y que es inmortal: no perece cuando se separa del cuerpo en la muerte y se unirá de nuevo al cuerpo en la resurrección final» (n° 366).

La fundamentación teológica incide en que de otra manera no podría darse la personalidad individual del ser humano, ya que este principio formal propio de cada individuo no puede atribuirse al poder generativo de los padres. Esto supone la tesis de que en todo caso sólo la formación del cuerpo ha seguido el proceso evolutivo, no la hominización en conjunto.

Como observó Karl Rahner hace unos cuarenta años, el creacionismo implica que Dios no es verdaderamente creador, sino a lo más actúa como demiurgo en concurrencia con la causa segunda, degenerando así él mismo en causa segunda. Si se pretende evitar esto, se debe situar totalmente el acto de la generación del individuo en el proceso generativo. En él los padres vienen facultades por Dios como causa primera, para reproducirse de tal modo que no solamente nazca un ejemplar más de la misma especie, sino uno nuevo, es decir, un ser humano único, individual, personal.

Se repite el proceso de la primera hominización. En un punto determinado del proceso de la evolución, ocurrió la constitución iniciada por Dios de una creatura como su tú personal, que el Génesis designa como imagen de Dios. Al ocurrir esto, surgió el primer ser humano. Cuándo, dónde, cómo se diferenció, sobrepasa los actuales conocimientos históricos. Además, teológicamente, resulta de poco interés. Lo que hemos descrito es un acontecimiento transempírico y, a la vez, sumamente real, que puede pensarse independientemente de todo modelo antropológico, dado que lo específicamente humano no es el alma, sino el ser persona del ser humano entero.

2. ¿Alma asexual? Agustín y otros Padres de la Iglesia pretendían zanjar el dilema entre el patriarcalismo cultural y la equivalencia bíblica de los sexos atribuyendo el primero a la diversidad corporal y la otra al alma indiferenciada. En la misma línea, R. Schulte cita las palabras de Franz Ebner fundador del personalismo: «En la espiritualidad de su existencia, el ser humano no es varón ni mujer».

Esta perspectiva es inaceptable. Pues, aun entendiendo al ser humano primariamente como unidad de alma y cuerpo, no responde a la vivencia originaria del yo individual, que, como sexual, se experimenta determinado sólo por su anatomía. Hoy sabemos además que la sexualidad biológica no se agota en la conservación y propagación de la especie, sino que es y ha de ser expresión de la inclinación y amor humano en todas sus dimensiones. Lo contrario es como si se definiera el apretón de manos en un encuentro por un simple movimiento de brazos.

Con mayor razón la tesis del alma asexual no se sostiene, si ser persona constituye la esencia del ser humano y le caracteriza como un todo. Teológicamente en esto consiste la comunicación con Dios, ampliada a la comunicación corpóreo-anímica con el mundo y con los demás seres humanos, igualmente seres comunicativos y con parecidas relaciones. Claro que en tal comunicación interviene el cuerpo, desde la insinuación por un simple gesto o el apretón de manos hasta la compenetración sexual, pero si es realmente comunicación humana, es un actus humanus y no un mero actus hominis y, en consecuencia, su sujeto es propiamente el yo apostrofado. Este es -hablando de nuevo en lenguaje teológico- creatura de Dios, quien nunca ha creado un ser humano asexual. No existe jamás el ser humano, sino siempre únicamente un varón o una mujer. Lo que puede afirmarse de un varón o de una mujer se enraíza en su respectiva humanidad individual, también su sexualidad. El aspecto anatómico y biológico no es más que una manifestación de su realidad antropológica.

3. ¿Alma inmortal - cuerpo mortal? Desde fines de la edad antigua, el principal ámbito en el que se desarrolló la antropología teológica y, por consiguiente, el debate cuerpo-alma fue la escatología. Esto no puede sorprendernos. Pues, ante el hecho frecuente de la muerte, se palpaba que el ser humano constaba de dos piezas, una de las cuales seguía allí, ni que fuera por poco tiempo, mientras que la otra -en opinión común- continuaba existiendo, ya que era de naturaleza espiritual y, por tanto, indestructible: no moría el ser humano, sino el cuerpo humano.

Cierto que la doctrina cristiana desplazó los acentos: la inmortalidad del alma se consideraba un don gratuito de Dios. La ausencia del cuerpo se entendía como carencia y no como ansiada liberación. únicamente al unirse con el cuerpo el último día volvería el alma plenamente a sí misma. La resurrección del cuerpo, idéntico al cuerpo terrenal era, pues, un correctivo esencial. Sin embargo, la doctrina cristiana no cambió nada del dualismo tan fundamental como problemático de esta concepción: ¿cómo puede ser feliz o infeliz el alma incorpórea en ausencia del cuerpo, que le pertenece esencialmente?

Estos problemas desaparecen al considerar -con la Biblia- la personalidad como expresión esencial de la antropología cristiana. Quien entra en la existencia como creatura, es este ser humano; luego, quien se va de este mundo debido a su mortalidad, no puede ser más que este ser humano. La muerte es, en consecuencia, la muerte de este ser humano en todas sus dimensiones, ya que el ser humano es mortal. Esto plantea inmediatamente la pregunta sobre el significado del artículo de fe «resurrección de los muertos».

Pero antes conviene llamar la atención sobre la aplicación médica de la temática cuerpo-alma. Pensemos en el problema de la certificación de la muerte, de suma importancia en el transplante de órganos. En casi todos los países se acepta legalmente como decisiva la muerte cerebral. Se considera que ha llegado la muerte cuando todas las funciones cerebrales se extinguen irreversiblemente, y esto es constatado al menos durante media hora por la línea cero de/ EEG y la paralización de la circulación sanguínea cerebral. En el esquema cuerpo-alma ¿puede hablarse realmente de muerte cuando todavía se dan procesos biológicos corporales (circulación sanguínea mantenida artificialmente, funciones respiratorias) referibles posiblemente a una acción anímica? En tal caso el ser humano conservaría su unidad de cuerpo y alma, estaría todavía vivo y no se le podrían extraer los órganos. Pero, si el ser humano se define como persona, el fin de la vida no es ya simplemente equiparable al cese de las funciones biológicas. La muerte se da cuando resulta imposible realizar actos personales debido a la irreversible y total desintegración de las funciones integrativas: el muerto cerebral está muerto.

4. ¿Quién vive cabe Dios? En la antropología cuerpo-alma la respuesta es simple: inmediatamente después del fin de la vida de cada individuo su alma y, a partir del juicio final, el cuerpo resucitado junto con el alma restituido en la prístina unidad (= ser humano). Si se renuncia a esta posición, se requerirán nuevas consideraciones. Las variantes tomistas de la teoría cuerpo-alma y la antropología personal concuerdan en que la muerte debe entenderse como muerte total del ser humano en cuanto tal. Si la fe afirma una vida más allá de la línea de la muerte, el motivo sólo puede ser la misma acción de Dios. Pero ¿cuál es el objeto de esta acción?

Aquí divergen las opiniones. Si el ser humano está compuesto de alma y cuerpo, se podría pensar en una sucesiva intervención de Dios, aunque en la concepción tomista resulte ésta apenas convincente. Primero intervendría Dios en el alma, luego en el cuerpo. Pero esto no resolvería las dificultades. En cambio, en la perspectiva personal, debemos afirmar: si la muerte es la aniquilación del ser humano integral en su forma actual de existencia, la resurrección es un don gratuito de Dios a todo el ser humano, que no consiste única y exclusivamente -como sostiene la teoría evangélico-luterana de la muerte total- en permanecer en el fiel recuerdo de la memoria de Dios, quien realizaría luego una nueva creación del ser humano. Resulta difícil ver cómo se puede seguir hablando de este ser humano antes de la resurrección, supuesto que no existe ya un portador humano de identidad.

A nuestro modo de ver, la mismidad del individuo se funda en su personalidad, que significa la autonomía por la llamada del amor de Dios. Dado que esta llamada es la voz del amor de Dios y que el amor tiende, por naturaleza, a la eternidad (fidelidad), la constitución de esta persona significa siempre la llamada a la eternidad, y esto en cualquier hipótesis, también en la hipótesis de la mortalidad del ser humano.

Muy distinta es la situación si lo que se aduce como motivo no es la acción de Dios, sino la mortalidad del ser humano, ya sea por condiciones meramente naturales, como se sostiene normalmente hoy día, ya por el pecado del [primer] ser humano, conforme a la doctrina clásica del pecado original: la resurrección del individuo, según la antropología bíblica, debe entenderse en la muerte. Esto era una idea habitual en el cristianismo primitivo: ya las cartas de S. Ignacio, pero también testimonios posteriores en la línea de las actas de los mártires, manifiestan su fe en que, al menos en el testimonio de sangre, la resurrección corporal tiene lugar inmediatamente después del suplicio.

Este modo de ver está de acuerdo con la doctrina de la resurrección expuesta por Pablo en 1 Co 15, donde el tránsito de la existencia mortal a la inmortal viene descrita como una transformación. Es propio de ésta designar un proceso en el que lo mismo (identidad y continuidad) se vuelve otro (diferencia y novedad). Cuando a un individuo le alcanza la muerte, muere total y plenamente; en el mismo instante (no pensado cronológicamente, ya que la categoría de espacio y tiempo está ligada a la vida en este mundo), en el punto lógico de la muerte, triunfa la fidelidad divina, levantando la comunicación al nivel superior que siempre ha constituido ya la creación de este ser humano.

 

Apertura del misterio

Con esto cerramos el esbozo que debía describir la aportación actual de la teología cristiana a la problemática cuerpo-alma. Aunque fragmentario y a grandes trazos, el punto de vista expuesto pretende evitar el estancamiento en la estrechez tradicional, apuntando a algo que es y actúa, en una dolorosa limitación, como feliz apertura al infinito. A fin de cuentas, si la antropología es un pan tan duro de roer es porque nos introduce en el misterio de Dios, cuyo reflejo es el ser humano creado a su imagen. Por esta razón sigue siendo un profundo misterio, pero un misterio que, acompañado por el gozo del amor comunicativo y dialogal de Dios, ya ahora, al intentar responder fatigosamente a la pregunta "¿qué es el ser humano?" recibe como respuesta :¡Es de Dios! Ésta es la última y suprema respuesta de la teología que -en definitiva- el ser humano puede esperar.

 

Tradujo y condensó: RAMÓN PUIG MASSANA