REFLEXIONES SOBRE EL
MENSAJE DE JESÚS
Vicente García Revilla
I
Luz para un mundo en tinieblas
Jesús, cuando vino a nuestro mundo, trajo a los hombres el más
bello y transcendental de los mensajes. No traía, simplemente, una
doctrina para ser aprendida, sino para ser vivida. Por eso, el mensaje
de Jesús, antes de ser formulado en palabras, era vida en El. Jesús fue
delante con el ejemplo (Hch 1,1). Nunca pudieron descubrir sus
oyentes la más leve contradicción, el más insignificante desajuste entre
la doctrina que proponía y la vida que llevaba. Se daba en Él la más
perfecta coherencia entre palabras y obras. Sus palabras no eran sino
una glosa a su propia vida.
De ahí el asombro, la admiración, la fascinación que desde el primer
día suscitó en sus oyentes, y la fuerza irresistible que ejercía sobre
ellos. Jesús suscitaba oleadas de entusiasmo y de fervor entre la gente
sencilla, que lo seguía y perseguía siempre, ansiosa de escuchar
aquella doctrina tan original y nueva y de contemplar aquella vida tan
excelsa. Los evangelios, a pesar de la sobriedad con que están
escritos, conservan en sus páginas el eco del fervor popular que Jesús
suscitó desde el primer día.
Cojamos el evangelio del Marcos —el primero que se escribió y el
más sencillo de todos— y abrámoslo por la primera página: Mc
1,16-20; 1,21-28; 1,32-34; 1,35-39; 1,40-45; 2,1-12; 2,13-14 ... Son
escenas transidas del entusiasmo y el fervor de la gente. Jesús, desde
el primer día, vivió en loor de multitudes. Los hombres no tenemos otro
recuerdo más bello que recordar que el recuerdo de Aquél que pasó
por la vida haciendo bien todas las cosas (Mc 7,37) y haciendo el bien
a todos (Hch 10,38). Ninguna figura ha surgido en la historia tan limpia,
tan noble, tan sublime, tan excelsa.
J/DOSTOIEVSKI: Leamos un testimonio entre mil: «A veces Dios me
envía instantes de paz. En esos instantes amo y siento que soy amado.
Fue en uno de esos momentos cuando compuse para mi un credo,
donde todo es claro y sagrado. Este credo es muy simple. Helo aquí:
creo que no existe nada más bello, más profundo, más simpático, más
viril y más perfecto que Cristo; y me lo digo a mí mismo, con un amor
celoso, que no existe y que no puede existir. Pero si alguien probara
que Cristo está fuera de la verdad y que ésta no se halla en Él, prefiero
permanecer con Cristo que permanecer en la verdad» (Fedor
·Dostoievski).
Jesús, con la enseñanza tan bella y original que propuso y la vida
tan santa que llevó, encendió en el mundo una gran luz, que no se ha
apagado ni se apagará jamás. Y el mensaje de Jesús no fue,
simplemente, una bella teoría. Jesús remite siempre a la praxis, a la
acción, como a la vida. Nos mostró el camino que el hombre tiene que
recorrer para llevar una vida humana auténtica, y lo que nos espera al
final del camino. De esta forma, Jesús dio respuesta a los dos grandes
interrogantes que todo hombre cuando viene a este mundo, tiene que
hacerse: «¿Qué tengo que hacer?» y «¿qué puedo esperar?». Jesús
desvela el enigma, el sentido de la condición humana. Y fuera de El el
hombre es un misterio insondable. «Jesús revela el hombre al hombre»
(GS 22).
Jesús dijo solemnemente, desafiadoramente: «Yo soy la luz del
mundo. El que me sigue no anda en tinieblas» (Jn 8,12). Y el que
vuelve la espalda a Jesús, se hunde en las tinieblas de la ignorancia. Y
no es que ignore cosas; padece una ignorancia más radical: se ignora
a si mismo.
El evangelio de Mateo, al comienzo, presenta el ministerio público
de Jesús a la luz de estas majestuosas y solemnes palabras de Isaías:
«El pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran luz, y a los que
habitaban en sombras de muerte una luz les brilló» (Is 8,23-9,1; Mt 3,1
ss). Y desde entonces, esta es la tarea de todo hombre que viene a
este mundo, si quiere ser fiel a su identidad más profunda y quiere vivir
una vida auténticamente humana: caminar al resplandor de esa luz,
que es Jesús.
Jesús, revelador de Dios y del hombre
«Jesús vino a abrirnos los ojos para que viéramos que Dios es el
Padre de todos, y que todos somos hermanos». El mensaje de Jesús
es, a la vez, la más exacta revelación de Dios y la más exacta
revelación del hombre. En la misma revelación de Dios como Padre,
como amor, nos brinda la auténtica revelación del hombre. Nos trajo el
más bello de los mensajes: el mensaje de la paternidad de Dios y el
mensaje de la fraternidad de todos los hombres. Sin la luz del
evangelio, el hombre se encontraría ciego, desorientado, perdido, por
los caminos sin camino
a) Jesús, revelador de Dios
J/REVELADOR-DE-D-Y-H: Todo el evangelio de Juan gira en torno
a esta idea central: Jesús, revelador del Padre. Aparece firmemente,
intensamente, afirmada en el prólogo, donde es presentado el Hijo de
Dios como Palabra, que se hace carne, y, al hacerse carne, comienza
a ser, de forma singular, palabra de Dios y sobre Dios dirigida al
hombre, en la que Dios se ha manifestado, se ha revelado plena, total
y definitivamente a nosotros. «A Dios nadie lo ha visto jamás. El Hijo
único, que está en el seno del Padre, él nos lo ha dado a conocen» (Jn
1,18). Como está en el seno del Padre, conoce íntimamente al Padre y
sólo El nos lo ha podido dar a conocer. Jesús es el único testigo del
mundo divino. El único que ha venido de arriba, y ha descendido a
nuestra tierra, y se ha hecho hombre, para darnos a conocer el
misterio de Dios Padre. Esta es la finalidad esencial de la Encarnación:
«ha venido a revelárnoslo» (Jn 1.18).
A continuación comienza el relato de los hechos y dichos de Jesús.
Esos hechos y dichos de Jesús nos van revelando el misterio más
hondo de Dios. «Toda la vida de Cristo es revelación del Padre: sus
palabras y sus obras, incluso sus silencios y su mera presencia entre
nosotros». Y este tema, formulado en el prólogo y que se va
desarrollando a lo largo de todo el evangelio, es reasumido en el
capitulo 17, donde, insistentemente, se reafirma esta idea: 1
7,3-4.6.26. «Jesús es el exegeta del Padre». Es el revelador y la
plenitud de la revelación de Dios. «La verdad más intima acerca de
Dios... se nos manifiesta por la revelación de Jesucristo, que es, a un
tiempo, mediador y plenitud de la revelación» (DV 2). Dios Padre, en su
Hijo único, nos ha manifestado su ser mas íntimo, su secreto más
profundo.
Jesús no se limitó a recordar o repetir lo que ya sabíamos sobre
Dios, sino que vino a comunicarnos la verdad más intima, la realidad
más profunda de Dios.
Y en el evangelio de Juan, Jesús pudo decir, al final del camino:
«salí del Padre y vine al mundo; ahora dejo el mundo y me voy al
Padre» (Jn 16,28). Pero no ha dejado todo como estaba. Todo lo ha
dejado profundamente iluminado, enriquecido. Nos ha dejado a
nosotros infinitamente iluminados, enriquecidos con la revelación de
Dios Padre. «Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, es la Palabra única,
definitiva, perfecta e insuperable del Padre» (C.65), en la que se ha
expresado, se ha revelado plena y definitivamente (Cfr. San Juan de la
Cruz, S2 22).
«Al problema de Dios anunciado en Cristo, se le ha dado,
demasiadas veces poca importancia. Se juzgaba que, aun
prescindiendo de Jesús, se sabía ya quién era Dios y qué quería de los
hombres... Pero quién es Dios o cómo es realmente Dios sólo lo
sabemos con seguridad por medio de Jesús... La extraordinaria
violencia con que Jesús fue rechazado por los fariseos sería
inexplicable si se hubiese tratado sólo de una diferente explicación de
la Ley. La raíz profunda de la oposición se encuentra más bien en su
diferente idea de Dios», (MS lIl.l).
Corregir las falsas imágenes de Dios que se habían forjado los
hombres y revelarnos su auténtico rostro: ésta fue la tarea de Jesús,
que realizó a lo largo de toda su vida, con sus palabras y sus obras.
Jesús, su vida y su doctrina, es la parábola viviente del Padre, la
imagen perfecta del Padre, imagen visible del Dios invisible.
En la última noche, Jesús, como poseído de una sagrada obsesión,
repite sin cesar, una y otra vez, el nombre bendito del Padre. Quiere
darles a conocer su gran secreto: el Padre.
Los Apóstoles, en aquella noche iluminada, debieron escuchar
aquellas efusiones de Jesús, absortos, sobrecogidos. Nunca lo habían
visto tan radiante, tan transfigurado. Entendemos que Felipe,
impresionado, haciéndose eco de los deseos de todos, dijera a Jesús:
«Señor, muéstranos al Padre, que esto nos basta»> (Jn 14,8). Has
encendido en nosotros una gran sed; apaga ya la sed. Morimos de
nostalgia por el Padre; descorre el velo y muéstranos su rostro.
Jesús, en aquella noche iluminada y gloriosa, como respuesta a la
pregunta encendida de Felipe, hará esta solemne y majestuosa
afirmación: «Felipe, el que me ve a mí está viendo al Padre» (Jn 14.9).
Jesús es la imagen perfecta del Padre. Y sabemos que, para
nuestro consuelo y alegría, en las páginas de los evangelios ha
quedado reflejada, como en un espejo, la verdadera imagen de Jesús,
sus hechos y sus dichos. Y me gusta aplicar a los evangelios aquellos
espléndidos versos de San Juan de la Cruz:
¡Oh cristalina fuente,
si en esos tus semblantes plateados
formases de repente
los ojos deseados
que tengo en mis entrañas dibujados!
Y con esa hambre y sed de encontrarnos, cara a cara, con la
imagen deseada de Jesús, cogemos todos los días en nuestras manos
los evangelios, y los leemos y releemos con delectación y con
morosidad; y hacemos nuestra la encendida súplica de Felipe: «Señor,
muéstranos al Padre, que esto nos basta». Porque, al captar la figura
de Jesús, reflejada en las páginas evangélicas, tenemos la imagen
perfecta del Padre. Y así se hace realidad ese sueño melancólico e
imposible de tener en nuestra mente y en nuestros corazón la imagen
más aproximada de Dios Padre. «Esta es la vida eterna: que te
conozcan a Ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, tu enviado» (Jn
17,3). Esta es nuestra única y esencial tarea. Éste es el sentido de
esta vida presente y de la vida futura: crecer en el conocimiento de
Dios Padre.
b) Dios es amor
D/A: Pero no basta saber que Jesús es el revelador de Dios y que
ésa fue su única tarea. Necesitamos saber cuál es el íntimo secreto de
Dios, su realidad más profunda, tal como Jesús nos lo manifestó. Si
Jesús vino sólo a revelarnos el auténtico rostro de Dios, todo lo que
nos dijo, a lo largo de toda su vida, con sus palabras y sus obras,
sobre el misterio más hondo de Dios, está recogido y sintetizado en
esta expresión luminosa y hondísima, que es el ápice, la síntesis simple
y esencial del ser de Dios: «DIOS ES AMOR» (/1Jn/04/08 /1Jn/04/16).
Nunca se ha dicho nada tan alto sobre Dios. Nunca se ha dicho nada
tan alto sobre el amor. No es una frase más, es una frase nuclear. Es
la cumbre y la clave de toda la revelación.
El ser más intimo de Dios, la verdad más profunda y originalísima de
Dios, es ser amor. Dios es ternura, bondad, misericordia, amor que se
desborda incesantemente, torrencialmente, sobre el hombre, sobre
todos los hombres. Porque no se nos ha dicho que Dios tiene amor,
sino que Dios es amor. Y Dios no es amor en sí mismo y para sí mismo
(eso no sería amor) sino que Dios es amor al hombre, a cada uno de
los hombres. Cada uno de los hombres es objeto del amor infinito. Yo
soy objeto del amor infinito. El desbordante amor de Dios se derrama,
en cada instante, sobre mí. Vaya donde vaya, me debo sentir siempre
envuelto, sumergido, inundado por el amor infinito.
Para subrayar más intensamente la frase, para llamar la atención
sobre la importancia de la frase, el autor, en un breve espacio, en unas
lineas, la repite dos veces: en el v. 8 y en el v. 16.
En esta frase tan sencilla y tan hondísima está contenido el núcleo,
el meollo de todo lo que Jesús, durante toda su vida, con sus palabras
y sus obras, nos fue diciendo sobre el ser de Dios. El ser mismo de
Dios es amor (C. 221).
Es la buena noticia que tenemos que repetirnos cada día a nosotros
mismos. Esta es la única buena noticia que haya sido proclamada en
nuestra tierra. La única que puede estremecer y conmover nuestro
corazón de pasmo, sorpresa, emoción, alegría, esperanza y gratitud.
Es el único pensamiento que debe adueñarse de nosotros mismos, y
envolvernos y penetrarnos y acunarnos, y transportarnos. La oración
está «inventada» para mantener viva, radiante y transformadora esta
vivencia del infinito amor de Dios hacia nosotros. Con esta vivencia en
el corazón todo puede ser nuevo, extrañamente hermoso. Esta vivencia
de Dios como amor debe sostener, iluminar, inspirar y dirigir toda
nuestra vida. Con esta luz en el corazón, todo se puede iluminar y todo
puede transformarse.
Debemos decirnos cada día, en cada instante, esta buena noticia de
que Dios es amor. Lo propio, lo específico, lo característico de Dios es
ser amor. La realidad más profunda, más honda, más íntima de Dios es
ser amor, ternura, bondad, misericordia entrañable.
Esta es la originalidad de la fe cristiana. Lo que Jesús vino a
decirnos sobre el misterio de Dios no era algo sabido y consabido. Era
algo nuevo, insospechadamente hermoso y revolucionario. Por eso, y
para eso tuvo que bajar el Hijo de Dios a la tierra. Sin esa revelación
que Jesús nos trajo, nadie hubiera tenido la audacia, el atrevimiento de
definir el ser más intimo de Dios como amor.
La fe cristiana es distinta de la fe pagana, mahometana, e incluso
judía. Y por eso, el estilo de vida cristiana es también totalmente
distinto a cualquier otro estilo de vida propio de cualquier otra religión.
El texto de 1Jn 4,8.16 no es un texto aislado y solitario. Hay en el
N.T. toda una serie de textos que apuntan en esa misma dirección.
Baste, como botón de muestra, unos pocos: Jn 3,15; 4,10.19; Rom
5,5-11; 8,31-39; Tit 3,4. Y todas las parábolas del evangelio, directa o
indirectamente, nos revelan el auténtico rostro de Dios. Recordemos la
reina de las parábolas, que es la más perfecta radiografía del corazón
de Dios (Lc 15,1 1-32).
Recordemos la frase absolutamente fundamental de 1Jn 4,19: «El
nos amó primero». Dios, que es amor, nos ama, no porque nosotros
seamos buenos sino porque él es bueno. Dios tiene que ser fiel a sí
mismo, que es amor, ternura, bondad, misericordia entrañable. El amor
de Dios es totalmente gratuito, incondicional, desinteresado.
El creyente, después de haber contemplado ese fascinante
panorama en la revelación del N.T. sobre Dios como amor, puede
exclamar, lleno de admiración, gratitud y alegría: «Hemos conocido el
amor que Dios nos tiene y nos hemos entregado a Él, porque Dios es
amor» (1Jn 4,16). Y podemos exclamar con San Pablo: «¡Estamos
orgullosos de nuestro Dios!» (Rm 5,11).
c) Dios como «abbá»
D/ABBA: La palabra «abbá» era una palabra que no pertenecía al
vocabulario religioso, sino al coloquial y profano. Era la palabra que
utilizaban los hijos, cuando, en un clima de máxima cercanía y
familiaridad, se dirigían a sus padres. En ninguna de las innumerables
oraciones judías de la época aparece esta palabra como invocación a
Dios. Dada la transcendencia y majestad en la que aparecía envuelto
el nombre de Dios, hubiera sido algo escandaloso e irreverente, casi
blasfemo, dirigirse a Dios con un término tan familiar e Íntimo. Y con
gran sorpresa, esta palabra cargada de cariño y calor de hogar,
estaba siempre en los labios de Jesús para hablarnos de Dios y para
hablar Él a Dios. Y no solo Jesús llamaba habitualmente «abbá» a
Dios, sino que nos mandó a nosotros que invocásemos a Dios «abbá».
Y resultó tan singular, nuevo, extraño utilizar este término, que
reflejaba máxima cercanía, cariño entrañable, intima familiaridad, que
aquellos oyentes de Jesús, sorprendidos, admirados, estupefactos,
conservaron la mismísima palabra aramea que utilizaba habitualmente
Jesús, sin atreverse a traducirla al griego. Y así, en su misma forma
original, sin traducirla, la conservaron en su memoria. Y esa misma
palabra aramea aparece en comunidades de Asia Menor, e incluso en
la misma comunidad de Roma (Gal 4,6; Rom 8,15).
Es otra forma llamativa y original de decirnos que Dios es amor, que
Dios es algo así como el «papaíto» de todos.
d) Revelador del hombre
Jesús, al revelarnos a Dios como amor, nos ha revelado nuestro ser
más intimo. Ya nosotros podíamos concluir que, al estar el hombre
hecho a imagen y semejanza de Dios (Gen 1,26), siendo Dios amor,
nosotros estamos hechos para el amor y sólo podemos encontrar
nuestra plenitud en el amor y la donación. Pero Jesús, con su vida y su
mensaje, nos lo revela y confirma de una forma clara y abrumadora.
«El hombre no puede encontrar su propia plenitud si no es en la
entrega sincera de si mismo a los demás» (GS 24). Y el mismo Concilio
nos enseña que Cristo, a la vez que nos revela que Dios es amor, nos
enseña que la ley fundamental de la perfección humana, y por tanto de
la transformación del mundo, es el mandamiento nuevo del amor (GS
33).
Jesús, al revelarnos a Dios, nos ha revelado nuestro ser más intimo.
Sólo por Jesucristo sabemos con certeza qué es el hombre, para qué
está en el mundo y qué tiene que hacer para que sus pasos por este
mundo tengan sentido y coherencia. El hombre sólo es fiel a si mismo,
cuando está abierto y atento a las llamadas del amor. El hombre no se
construye a sí mismo en la estéril soledad de su egoísmo, sino cuando
dedica su vida al servicio y a la entrega a los demás.
El hombre es comunión con Dios y comunión con los demás;
orientación radical a Dios y orientación radical a los hombres, sus
hermanos; referencia a Dios y referencia a los hermanos.
Si Dios es amor, como el hombre es imagen de Dios, debe caminar
en el amor; y sólo caminando en el amor se realiza plenamente como
persona. Y caminando en el amor, en el amor a Dios y en el amor a los
demás, es fiel a sí mismo y se construye como persona. El hombre no
puede vivir encerrado en el circulo asfixiante de su egoísmo, sino que
está destinado para la apertura y la donación a los demás.
( _ARAGONESA/03. Págs. 7-12
.............
II
Extremada importancia de la nueva imagen de Dios
La imagen de Dios, revelada en Cristo, es el principio y fundamento,
la raíz y la razón de todo. Vivimos según el Dios en quien creemos. La
imagen que tenemos interiorizada de Dios es la que determina, dirige e
inspira todo nuestro camino. «Sed imitadores de Dios, como hijos
queridos y caminad en el amor, a imitación de Cristo que nos amó y se
entregó a si mismo por nosotros como ofrenda y sacrificio de suave
olor a Dios» (Ef 5,1-2).
Todas las deformaciones que se han dado, a lo largo de los siglos,
en la espiritualidad cristiana, han ido precedidas de una deformación
previa en la imagen de Dios. Y siempre corremos el riesgo de hacernos
un Dios a la medida de nuestro mezquino y rencoroso corazón. Seria
apasionante ver cómo las desviaciones en la espiritualidad han estado
fundamentadas en una anterior deformación de la imagen de Dios.
Sobrecoge pensar el cambio tan radical que se observa al pasar de
los evangelios canónicos a los evangelios apócrifos: el Niño Jesús que
en éstos se describe, un Niño Jesús infinitamente cruel y caprichoso,
está denunciando un hecho muy grave: se ha olvidado la imagen de
Dios revelada por Cristo y se ha fabricado un dios radicalmente
distinto.
Mucho antes de que se escribieran estos «evangelios», ya en los
primeros años de la evangelización, estalla el conflicto de Pablo con la
Iglesia Madre de Jerusalén (Hch 15,1-35; Gal 2,1-14). No era una
simple cuestión disciplinar, de observancia o no de la ley de Moisés.
Era una cuestión de hondo calado teológico: estaba en juego el Dios
de la gratuidad anunciado por Jesús, frente al Dios fariseo de la Ley,
de las obras y de los méritos del hombre. Nos explicamos la firmeza e
incluso intransigencia con que Pablo, durante toda su vida, luchó por
preservar el núcleo simple y esencial del Evangelio. Queda eliminado
todo intento de autoglorificación del hombre ante Dios. El hombre se
justifica por la fe; es decir, gratuitamente (Rm 3,21-31). Las obras no
son condición para la justificación, sino consecuencia.
El Dios de Eusebio de Cesarea que, después de la conversión de
Constantino, ve en el Imperio Romano la realización del Reino de Dios
que Jesús anunciaba, y que justifica la violencia del ejército romano
para asegurar así el mantenimiento y la extensión del Imperio en todo
el mundo, nada tiene que ver con el Reino que Jesús anunciaba por
los caminos, que no es un Reino como los reinos de este mundo, que
se impone y se mantiene por la fuerza de las armas. El Dios amor es
incompatible con el Dios de los ejércitos romanos y con el Dios de
todas las guerras de religión que en el mundo han sido, incluidas las
Cruzadas y las Ordenes Militares.
El Dios del «Cur Deus homo?» es el Dios-justicia pura y dura; no el
Dios-amor.
No es algo inocente e inocuo el concepto que nos forjemos de Dios.
No lo olvidemos: vivimos según el Dios en quien creemos. El tipo de
espiritualidad que vivimos, la visión que tenemos del mundo, nuestra
forma de comprender la historia pasada y de enfrentarnos con los
problemas que afligen a nuestro mundo, todo está condicionado o
influenciado por la imagen que nos hemos forjado de Dios. Y determina
el estilo de nuestra oración y de nuestras relaciones con los demás.
Tiene una decisiva importancia sobre nuestra conducta de cada día,
nuestra escala de valores incluso nuestras opciones políticas. Impulsa
toda nuestra vida.
La fe no es, simplemente, una bella teoría que queda oculta en el
fondo del corazón. La revelación que Jesús aporta sobre el hombre no
es una revelación teórica sobre la verdad ontológica del hombre, sobre
lo que el hombre es en si mismo, sino sobre el actuar, sobre el vivir del
hombre. La fe nos muestra el camino que tenemos que recorrer, lo que
tenemos que hacer.
El hombre, un ser en camino
El hombre no es un ser que nace ya perfecto y acabado. El hombre,
cuando viene a la existencia, es un ser que tiene que ir haciéndose. Es
un manojo de posibilidades. Es siempre aprendiz de hombre. Nuestro
ser no es estar ahí, como la piedra. La ley del crecimiento, de
desarrollo es nuestra ley esencial. El hombre es vocación, proyecto,
llamada. El hombre es un caminante.
La fe es la respuesta a la pregunta que los judíos, la misma mañana
de Pentecostés con el corazón compungido ante la predicación de
Pedro, hacen a los Doce: «¿Qué tenemos que hacer, hermanos?»
(Hch 2,27). Es la pregunta por la acción, la pregunta fundamental. El
evangelio no es una bella teoría, sino una tarea inaplazable.
El evangelio es «un camino», y así, con este bello y expresivo
nombre, se llama en el libro de Hechos (9,2; 18,25.26; 19,9.23; 24,14.
22). «Camino» designa el estilo de vida de la comunidad cristiana y
también esa misma comunidad cristiana.
De todas las revoluciones del evangelio, la más profunda, la más
radical es la operada en el concepto o imagen de Dios que nos trajo
Jesús. He aquí el punto de partida, el principio y fundamento, la fuente,
la raíz del nuevo y original estilo de vida que propone Jesús. Todas las
exigencias del evangelio se derivan de esta imagen de Dios como
amor, y en ella alcanzan su sentido y su fundamento. Esta imagen de
Dios no sólo nos revela el íntimo ser de Dios, sino que también nos
manifiesta nuestro ser más profundo y las radicales consecuencias que
se derivan para toda nuestra vida.
La vivencia que sostiene toda nuestra vida
D/VIVENCIA-FM A-D/VIVENCIA-GOZOSA: Que Dios es amor no
puede quedar reducido a una idea fría e inoperante que queda en la
cabeza. Tiene que bajar al corazón, y conmoverlo y transformarlo y
dinamizarlo y abrirlo al amor. Tiene que ser la vivencia gozosa y
exultante que sustente, inspire y dirija toda nuestra vida. Tiene que ser
la vivencia fundamental y abarcante sobre la que se asienta toda
nuestra vida.
Y tiene que ser una vivencia dinámica, operativa. Hay que dejarse
amar de Dios. Hay que sentirse amado de Dios. Esta es nuestra
primera y máxima necesidad. El primer mandamiento no es ya amar a
Dios sobre todas las cosas. El primer mandamiento, el primer deber,
nuestra primera necesidad es sentirnos amados de Dios, dejarnos
amar de Dios. Al sentirnos amados, al sentirnos envueltos, penetrados,
sostenidos, inundados por el amor de Dios, nuestro corazón,
conmovido, se abre al amor. Al sentirnos amados, espontáneamente,
gozosamente, nacemos al amor. «Amor saca amor». «En esto consiste
el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que Él nos
amó primero (/1Jn/04/10/19). Sólo el amor hace posible y exige la
conversión al amor (Cfr. Rm 2, 4).
El doble mandamiento
A-DEO/A-H: Evoquemos la escena del doble mandamiento. Se le ha
formulado a Jesús esta pregunta: ««Maestro, ¿cuál es el mandamiento
más importante de la Ley? La respuesta —el doble mandamiento—
está especialmente subrayada en el evangelio de Mateo. No nos
sorprende, ya que el evangelio de Mateo subraya, con especial
intensidad, la paternidad de Dios y la fraternidad de los hombres. Nos
fijamos en la versión que nos brinda el primer evangelio: /Mt/22/34-40.
El amor a Dios, el primer mandamiento
Jesús responde a la pregunta que se le ha formulado, citando el
texto del /Dt/06/05. Es un texto capital. Es el único texto del A. T. donde
encontramos formulado, de forma explícita, el mandamiento del amor a
Dios. El sentimiento del amor a Dios llena todos los libros proféticos y
los salmos; pero sólo de forma implícita o equivalente se encuentra el
mandamiento del amor a Dios en Os 6,6 y en 2Re 23,25.
El texto del Deuteronomio recoge una especie de profesión de fe de
Israel, que todo buen israelita aprendía de niño de memoria y que,
después, durante toda su vida, tenía que recitar dos veces al día. Por
eso, este texto contribuyó de forma decisiva a configurar la piedad de
Israel como piedad inspirada por el amor. Es el conocido «Sema,
Israel», escrito en las filacterias y en la mezuza...
Jesús, desde niño, como buen judío, se sabía este texto y lo
recitaba diariamente, por la mañana y por la tarde. Por eso, le brotó
desde dentro, con toda naturalidad, la vieja y venerable fórmula, como
respuesta a la pregunta que se le ha formulado. Era, no sólo un texto
aprendido de memoria, sino hecho vida en Él.
El segundo, semejante al primero
Después, Jesús concluye: «Éste es el mandamiento principal y
primero». Le han preguntado por el mandamiento principal y primero.
La respuesta a la pregunta formulada está ya dada. Sin embargo,
Jesús añade: «Pero hay un segundo mandamiento semejante al
primero». Ya es sorprendente que haya algo al lado del mandamiento
del amor a Dios, del mandamiento primero. Pero resulta más
sorprendente que se diga del segundo que es semejante al primero.
Esto es lo propio y singular del texto de Mateo. Así se pone en el
mismo plano el amor a Dios y el amor al hermano. Se le concede al
amor al prójimo el mismo rango, la misma dignidad, la misma suprema
importancia.
Una síntesis perfecta
La originalidad de Jesús consiste en haber unido el amor a Dios y el
amor al prójimo, y haber exigido que este doble amor inspire la vida del
cristiano. Por eso, a la pregunta del doctor de la Ley le saldrá a Jesús
con toda naturalidad aquellas otras palabras que se leían en el
Levítico: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Lev 19,18). De la
enmarañada fronda de leyes del Levítico, como oculta y perdida en la
maleza, se hallaba esta joya. Al colocar el mandamiento del amor al
prójimo junto al gran mandamiento del amor a Dios, otorga Jesús al
texto del Levítico un brillo, un relieve singulares. Y suprimirá
radicalmente todas las limitaciones o restricciones con que era
entendido el mandamiento del amor al prójimo; y extenderá ese amor a
todos los hombres, incluidos los enemigos. (Mt 5,43-48).
Todos los mandamientos se encierran en dos
Los rabinos hablaban de 613 mandamientos, cada uno con su
complicada casuística. En el A. T. se nos proponen los 10
mandamientos del Decálogo. Pero en este texto de Mateo, los 613
mandamientos de los rabinos y los 10 mandamientos del Decálogo
quedan reducidos y resumidos en el doble mandamiento. «Estos 10
mandamientos se encierran en dos».
Jesús, en esta escena ha simplificado, de forma maravillosa, todas
las obligaciones, todas las tareas, todos los deberes del hombre. Jesús
coloca al hombre, a todo hombre, frente a una única tarea: la tarea del
amor, del amor a Dios y del amor al prójimo. Jesús ha hecho de la
palabra «amarás», la palabra clave, la palabra fundamental. Todas las
obligaciones del hombre quedan reducidas a esta sencilla y esencial
tarea: la tarea del amor, la única tarea. Jesús es el gran simplificador
de la historia de la humanidad.
Una reducción más drástica
Pero Jesús hizo una reducción más radical, más drástica.
Evoquemos la regla de oro, tal como la encontramos en Lc 6,31 y en
Mt 7,21. La regla de oro, que era conocida en la antigüedad, aparece
también una vez en el A.T. (Tob. 4, 15). Pero aquí y en los textos de
los filósofos griegos, aparece siempre formulada negativamente: «No
hagas a los demás lo que no quisieras que los demás te hicieran a ti».
Pero Jesús, por primera vez, la formula positivamente: «Haz a los
demás lo que quisieras que los demás te hicieran a ti». Al formularla
positivamente, la ha radicalizado profundamente. Ya no tenemos sólo
que evitar cualquier daño al prójimo, sino que tenemos que hacerle
todo el bien posible. Por eso, el sacerdote y el levita de la parábola (Lc
10,29-37), aunque habían cumplido la regla de oro en su formulación
negativa —pasaron de largo, no hicieron ningún daño al hombre que
encontraron malherido al borde del camino— son descalificados por
Jesús porque no lo atendieron en su grave necesidad.,
En la versión de Mateo del doble mandamiento aparece la
expresión: «En esto consiste la Ley y los Profetas». Con esta
expresión, todas las obligaciones han quedado reducidas al amor a
Dios y al amor al hermano. Y esta misma expresión aparece también en
la regla de oro del evangelio de Mateo (Mt 7,12), para hacer una
reducción más drástica, más radical. Todo queda reducido al amor al
prójimo.
Pero hay que entender el sentido del texto. Jesús, al unir el amor a
Dios y el amor al hermano, no quiere ni que se confundan ni que se
separan ambos amores. No se trata de reducirlo todo al amor al
prójimo; sino que se trata de no reducirlo todo al amor de Dios.
Es una forma de ponernos en guardia contra un peligro que nos
acecha constantemente: ser muy sensibles y exigentes en nuestras
relaciones con Dios, pero serlo menos en nuestras relaciones con el
prójimo. Por eso, debemos siempre recordar textos tan claros y
tajantes como 1 Jn 4,20 y 21. Es una inquietante y conmovedora forma
de llamar la atención sobre la sacralidad del hermano y sobre la
sagrada obligación que tenemos de amarlo como a nosotros mismos.
Se trata de alertarnos para no caer en esa grave adulteración de la
vida cristiana, centrada en Dios, pero que se desentiende del hermano
y de sus imprevisibles necesidades.
Ninguna moral ha habido en el mundo tan sencilla y tan exigente. Y
esta moral está exigida por la imagen de Dios que Jesús nos trajo.
Dios, que es amor, ama a todos los hombres, buenos y malos. El amor
de Dios es incondicional gratuito, desinteresado. «El nos amó
primero»~. Por eso, nosotros tenemos que ser pura gratuidad para con
los hermanos, para con todos los hermanos. Sólo así imitamos a
nuestro Padre (Mt 5,43-45). Y se nos ha dicho: «Sed perfectos como
vuestro Padre celestial es perfecto». La perfección griega consiste en
imitar a un modelo. La perfección judía consiste en la necesidad de ser
fieles a nosotros mismos. Nosotros, hechos a imagen y semejanza de
Dios, que es amor, somos fieles a nosotros mismos en la medida en
que respondemos siempre a las llamadas del amor. El amor sin medida
con que nos ama Dios, es la medida de nuestro amor. «Sed
misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso».
La gran originalidad del mensaje de Jesús
La gran originalidad, la gran belleza del mensaje de Jesús es ésta:
es una afirmación radical de Dios y es, a la vez, una afirmación radical
del hombre. Es entrega incondicional a Dios y entrega incondicional al
hombre. Es apasionamiento por la causa de Dios e idéntico
apasionamiento por la causa del hombre. Y estas dos actitudes deben
estar armónicamente unidas. La afirmación de Dios, el amor a Dios, no
debe ser —no puede ser— motivo, pretexto u ocasión para olvidarnos
del hombre.
Este maravilloso equilibrio entre el amor a Dios y el amor al hombre
constituye la originalidad, la excelsitud y la belleza del mensaje
cristiano. El hombre es esencial referencia a Dios y esencial referencia
a los hombres. Y caminando en el amor a Dios y en el amor al
hermano, somos fieles al evangelio y somos fieles a nosotros mismos.
Esta doctrina de Jesús, tan bella, tan luminosa, tan coherente con
la verdad más profunda del ser del hombre, no fue en Él fruto de una
laboriosa reflexión, de una búsqueda afanosa. Fue vida en Él. Jesús
vivió así: totalmente orientado hacia los hombres, sus hermanos. Y
vivió esta doble relación con espontaneidad, con sencillez, con
magnifica naturalidad. Era una gozosa necesidad de su ser más íntimo.
Por eso, este maravilloso equilibrio entre el amor a Dios y el amor a los
hombres constituye no sólo la originalidad y belleza de su mensaje,
sino también la originalidad, autenticidad y belleza de su vida.
Este mensaje de la paternidad de Dios y de la fraternidad entre los
hombres, desde el principio hasta el final de su camino, fue vida en
Jesús. Por eso, nos lo propuso con sus palabras y sus ejemplos,
armónicamente compenetrados y unidos.
Jesús vivió totalmente consagrado a Dios, su Padre. «¿No sabíais
que yo me debo ocupar de las cosas de mi Padre?»' (Lc 2,49), dijo,
niño de 12 años, en el Templo. «Mi comida es hacer la voluntad de mi
Padre» (Jn 4,34), proclamó, hombre maduro, en medio de los trabajos
y afanes de su ministerio público. «Padre, a tus manos encomiendo mi
espíritu»' (Lc 23,46), gritó moribundo en la cruz.
Y el que había vivido totalmente consagrado a Dios Padre, vivió
totalmente dedicado a los hombres, sus hermanos. Este espíritu, que
inspiró toda su vida, está perfectamente reflejado en aquellas
bellísimas palabras que encontramos, en labios de Pedro, en Hch
10,30: «Pasó por el mundo haciendo el bien a todos». Éste es el más
bello resumen de su vida, la radiografía más perfecta de su corazón, el
epitafio más verdadero que pudo ponerse sobre su tumba. Todas las
páginas del evangelio son la mejor confirmación de la verdad y
exactitud de estas palabras con las que Pedro resumió la vida del
Maestro amado y admirado.
Vamos a evocar una sola escena evangélica que refleja este
espíritu de servicio y entrega a los demás, que había inspirado todo su
ser y toda su vida. El lavatorio de los pies en la última cena, la noche
en que iba a ser entregado (Jn 13,1-20), es el gesto que más fielmente
expresa la vida de Aquél que se presentó ante los hombres como el
servidor de todos (Mc 10,45).
Fuente de fascinación y de credibilidad del evangelio de
Jesús
Este maravilloso equilibrio entre la paternidad de Dios y la
fraternidad entre los hombres, rasgo esencial del mensaje evangélico,
confiere a éste toda su originalidad y belleza. Y este equilibrio
maravilloso con que estos dos rasgos están maravillosamente
compenetrados y unidos en la vida de Jesús, tal como aparece en los
evangelios, constituye también la fuente de fascinación de la figura de
Jesús. Y la figura de Jesús, encarnación insuperable del mensaje que
proponía, confiere más credibilidad, verdad y fascinación al mensaje de
la paternidad y de la fraternidad que Jesús nos trajo. La coherencia
más admirable entre doctrina y vida hacen más atractivos su figura y su
mensaje. Es fuente de fascinación y de credibilidad para todo aquél
que se acerque a Jesús y su mensaje con ojos limpios.
Y esta armonía entre la preocupación por Dios y la preocupación
por el hombre es tanto más admirable si tenemos en cuenta que a los
seguidores de Jesús, a lo largo de la historia, no les ha resultado nada
fácil mantenerla, ni en la exposición teórica del mensaje, ni en la
vivencia práctica del mismo. Siempre ha acechado un peligro, que no
ha sido fácilmente conjurado. Siempre nos amenaza subrayar un
extremo con detrimento del otro.
Esta es la causa principal de la fascinación que tiene para mí el
mensaje de Jesús, que es, a la vez, afirmación radical de Dios y
afirmación radical del hombre. Y es también, personalmente, la que
brinda a mi fe su más sólido apoyo.
Hacia la construcción de un mundo nuevo
El mensaje de Jesús es un mensaje estrictamente religioso, como ha
quedado claro. Es «teo-logia»: palabra sobre Dios. Pero precisamente
porque es un mensaje religioso o teológico, tiene esenciales
implicaciones en la totalidad de la persona y de la vida individual y
social. Ciertamente, el evangelio busca primariamente el cambio
interior, el cambio de corazón, la conversión personal. Pero esa
conversión compromete la totalidad de la persona, no sólo en su
aspecto individual, sino en su dimensión social. El mensaje de Jesús
concierne al corazón y concierne a la configuración de la sociedad. No
es un asunto puramente interior y privado. Es una nueva actitud de
Dios para el hombre, y, consiguientemente. una nueva actitud del
hombre ante Dios, ante los hombres y ante la historia.
«Hoy está de moda resaltar que el interés de Jesús se centra total y
absolutamente en el hombre. Verdad indiscutible. Pero su interés se
centra total y absolutamente en el hombre porque primariamente está
centrado total y absolutamente en Dios» (H. Küng. Ser cristiano).
No hemos entendido el mensaje de Jesús si vivimos olvidando
nuestra responsabilidad en la sociedad actual, que tiene que ser
configurada según el proyecto de Dios. La historia del hombre sobre la
tierra es la historia de un inmenso fracaso. Y Jesús vino a encarrilar de
nuevo la historia. El hombre, al principio, desbarató el plan originario
de Dios: dijo que «no» a Dios (pecado de Adán y Eva). Y el que dijo
que «no», a Dios, a continuación dijo que «no» al hermano (escena de
Caín y Abel). Los primeros capítulos del Génesis, en una alucinante y
dramática sucesión de escenas, nos muestran las consecuencias de la
ruptura del hombre con Dios y con los hermanos.
Jesús, restableciendo la comunión de los hombres con Dios y con
los demás, trata de encarrilar de nuevo la historia, devuelve al hombre
su verdad original y lo pone en el buen camino.
Este fue el sueño de Jesús, la pasión que inflamó toda su vida, la
causa a la que consagró todas sus energías: que todos los hombres
viviéramos como hermanos, en esta tierra de todos, bajo la mirada de
Dios, el Padre de todos. Y ésa fue la que dejó en nuestras manos:
hacer de este hosco y desapacible planeta un hogar caliente y
acogedor, una mesa redonda y familiar con sitio para todos, la casa
común de todos.
Al final de la revelación, en Apo 21,5, leemos, como una espléndida
consigna final, estas emblemáticas palabras «He aquí que hago
nuevas todas las cosas». Estas palabras hubieran sido una espléndida
realidad ya, si los hombres nos hubiéramos tomado en serio el mensaje
que Jesús nos dejó: el mensaje de la paternidad de Dios y de la
fraternidad entre los hombres. Este mensaje no es sino concreción
práctica de la nueva imagen de Dios que Jesús vino a darnos a
conocer con sus palabras y con su vida.
A modo de recordatorio final
Una síntesis perfecta del mensaje de Jesús: /1Jn/03/23.
«Vosotros orad así: Padre nuestro...» (Mt 6,9). Estas dos palabras
iniciales del Padrenuestro constituyen otra bella síntesis del ser y del
vivir cristianos. Al decir «padre», proclamamos que Dios es el padre de
todos los hombres; y al añadir «nuestro», tomamos conciencia de que
todos somos hermanos. He aquí las dos palabras fundamentales, que
nos recuerdan lo que somos y lo que tenemos que hacer: ser y vivir
como hijos ante Dios y ser y vivir como hermanos de todos.
Pero la más bella y cautivadora síntesis del mensaje de Jesús nos la
ofrecen las más bellas y comprometedoras parábolas de Jesús: la
parábola del Hijo Pródigo (Lc 15,11-23) y la parábola del Buen
Samaritano (Lc 10,29-37), que no debemos contemplarlas aisladas,
sino juntas, porque ambas se iluminan y refuerzan mutuamente. La
parábola del Buen Samaritano se explica meridianamente a la luz de la
parábola del Hijo Pródigo. Y ésta es la mejor justificación y estimulo
para vivir aquélla.
VCR/FASCINACION: Todos los evangelios hay que leerlos a la luz
de la parábola del tesoro escondido (Mt 13,44-46). En la vida del
cristiano, todo comienza con un fenómeno de fascinación. Así el
cristiano, «va y, lleno de alegría, vende todo lo que tiene»...
En el mensaje de Jesús —en la vivencia que tenemos del mismo y
en la presentación que hacemos a los demás— debemos distinguir
siempre dos momentos o aspectos fundamentales: Primero, hay un
anuncio gozoso de algo bello y fascinante. Es la proclamación.
Después, en segundo lugar, como consecuencia de aquel anuncio tan
bello, somos urgidos a responder con la fe y la conversión. Es la
interpelación. El mensaje de Jesús no es, primariamente, una invitación
a la conversión. Primero es proclamación de la Buena Noticia. La fe y la
conversión llegan como una feliz y espontánea consecuencia. Primero
es la acción de Dios (proclamación); después, la respuesta del hombre
(interpelación). El anuncio del amor de Dios y de los dones de su amor
hacen posible y exigen la respuesta.
Debemos estar despiertos, porque el Señor, a toda hora, llama a
nuestra puerta. Podemos abrirla o cerrarla a cal y canto (Ap 3,20).
García-Revilla-V
ARAGONESA/04. Págs. 7-15