REFLEXIONES SOBRE EL
MENSAJE DE JESÚS


Vicente García Revilla


I


Luz para un mundo en tinieblas 
Jesús, cuando vino a nuestro mundo, trajo a los hombres el más 
bello y transcendental de los mensajes. No traía, simplemente, una 
doctrina para ser aprendida, sino para ser vivida. Por eso, el mensaje 
de Jesús, antes de ser formulado en palabras, era vida en El. Jesús fue 
delante con el ejemplo (Hch 1,1). Nunca pudieron descubrir sus 
oyentes la más leve contradicción, el más insignificante desajuste entre 
la doctrina que proponía y la vida que llevaba. Se daba en Él la más 
perfecta coherencia entre palabras y obras. Sus palabras no eran sino 
una glosa a su propia vida. 
De ahí el asombro, la admiración, la fascinación que desde el primer 
día suscitó en sus oyentes, y la fuerza irresistible que ejercía sobre 
ellos. Jesús suscitaba oleadas de entusiasmo y de fervor entre la gente 
sencilla, que lo seguía y perseguía siempre, ansiosa de escuchar 
aquella doctrina tan original y nueva y de contemplar aquella vida tan 
excelsa. Los evangelios, a pesar de la sobriedad con que están 
escritos, conservan en sus páginas el eco del fervor popular que Jesús 
suscitó desde el primer día. 
Cojamos el evangelio del Marcos —el primero que se escribió y el 
más sencillo de todos— y abrámoslo por la primera página: Mc 
1,16-20; 1,21-28; 1,32-34; 1,35-39; 1,40-45; 2,1-12; 2,13-14 ... Son 
escenas transidas del entusiasmo y el fervor de la gente. Jesús, desde 
el primer día, vivió en loor de multitudes. Los hombres no tenemos otro 
recuerdo más bello que recordar que el recuerdo de Aquél que pasó 
por la vida haciendo bien todas las cosas (Mc 7,37) y haciendo el bien 
a todos (Hch 10,38). Ninguna figura ha surgido en la historia tan limpia, 
tan noble, tan sublime, tan excelsa. 
J/DOSTOIEVSKI: Leamos un testimonio entre mil: «A veces Dios me 
envía instantes de paz. En esos instantes amo y siento que soy amado. 
Fue en uno de esos momentos cuando compuse para mi un credo, 
donde todo es claro y sagrado. Este credo es muy simple. Helo aquí: 
creo que no existe nada más bello, más profundo, más simpático, más 
viril y más perfecto que Cristo; y me lo digo a mí mismo, con un amor 
celoso, que no existe y que no puede existir. Pero si alguien probara 
que Cristo está fuera de la verdad y que ésta no se halla en Él, prefiero 
permanecer con Cristo que permanecer en la verdad» (Fedor 
·Dostoievski). 
Jesús, con la enseñanza tan bella y original que propuso y la vida 
tan santa que llevó, encendió en el mundo una gran luz, que no se ha 
apagado ni se apagará jamás. Y el mensaje de Jesús no fue, 
simplemente, una bella teoría. Jesús remite siempre a la praxis, a la 
acción, como a la vida. Nos mostró el camino que el hombre tiene que 
recorrer para llevar una vida humana auténtica, y lo que nos espera al 
final del camino. De esta forma, Jesús dio respuesta a los dos grandes 
interrogantes que todo hombre cuando viene a este mundo, tiene que 
hacerse: «¿Qué tengo que hacer?» y «¿qué puedo esperar?». Jesús 
desvela el enigma, el sentido de la condición humana. Y fuera de El el 
hombre es un misterio insondable. «Jesús revela el hombre al hombre» 
(GS 22). 
Jesús dijo solemnemente, desafiadoramente: «Yo soy la luz del 
mundo. El que me sigue no anda en tinieblas» (Jn 8,12). Y el que 
vuelve la espalda a Jesús, se hunde en las tinieblas de la ignorancia. Y 
no es que ignore cosas; padece una ignorancia más radical: se ignora 
a si mismo.
El evangelio de Mateo, al comienzo, presenta el ministerio público 
de Jesús a la luz de estas majestuosas y solemnes palabras de Isaías: 
«El pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran luz, y a los que 
habitaban en sombras de muerte una luz les brilló» (Is 8,23-9,1; Mt 3,1 
ss). Y desde entonces, esta es la tarea de todo hombre que viene a 
este mundo, si quiere ser fiel a su identidad más profunda y quiere vivir 
una vida auténticamente humana: caminar al resplandor de esa luz, 
que es Jesús. 

Jesús, revelador de Dios y del hombre
«Jesús vino a abrirnos los ojos para que viéramos que Dios es el 
Padre de todos, y que todos somos hermanos». El mensaje de Jesús 
es, a la vez, la más exacta revelación de Dios y la más exacta 
revelación del hombre. En la misma revelación de Dios como Padre, 
como amor, nos brinda la auténtica revelación del hombre. Nos trajo el 
más bello de los mensajes: el mensaje de la paternidad de Dios y el 
mensaje de la fraternidad de todos los hombres. Sin la luz del 
evangelio, el hombre se encontraría ciego, desorientado, perdido, por 
los caminos sin camino 

a) Jesús, revelador de Dios
J/REVELADOR-DE-D-Y-H: Todo el evangelio de Juan gira en torno 
a esta idea central: Jesús, revelador del Padre. Aparece firmemente, 
intensamente, afirmada en el prólogo, donde es presentado el Hijo de 
Dios como Palabra, que se hace carne, y, al hacerse carne, comienza 
a ser, de forma singular, palabra de Dios y sobre Dios dirigida al 
hombre, en la que Dios se ha manifestado, se ha revelado plena, total 
y definitivamente a nosotros. «A Dios nadie lo ha visto jamás. El Hijo 
único, que está en el seno del Padre, él nos lo ha dado a conocen» (Jn 
1,18). Como está en el seno del Padre, conoce íntimamente al Padre y 
sólo El nos lo ha podido dar a conocer. Jesús es el único testigo del 
mundo divino. El único que ha venido de arriba, y ha descendido a 
nuestra tierra, y se ha hecho hombre, para darnos a conocer el 
misterio de Dios Padre. Esta es la finalidad esencial de la Encarnación: 
«ha venido a revelárnoslo» (Jn 1.18). 
A continuación comienza el relato de los hechos y dichos de Jesús. 
Esos hechos y dichos de Jesús nos van revelando el misterio más 
hondo de Dios. «Toda la vida de Cristo es revelación del Padre: sus 
palabras y sus obras, incluso sus silencios y su mera presencia entre 
nosotros». Y este tema, formulado en el prólogo y que se va 
desarrollando a lo largo de todo el evangelio, es reasumido en el 
capitulo 17, donde, insistentemente, se reafirma esta idea: 1 
7,3-4.6.26. «Jesús es el exegeta del Padre». Es el revelador y la 
plenitud de la revelación de Dios. «La verdad más intima acerca de 
Dios... se nos manifiesta por la revelación de Jesucristo, que es, a un 
tiempo, mediador y plenitud de la revelación» (DV 2). Dios Padre, en su 
Hijo único, nos ha manifestado su ser mas íntimo, su secreto más 
profundo.
Jesús no se limitó a recordar o repetir lo que ya sabíamos sobre 
Dios, sino que vino a comunicarnos la verdad más intima, la realidad 
más profunda de Dios. 
Y en el evangelio de Juan, Jesús pudo decir, al final del camino: 
«salí del Padre y vine al mundo; ahora dejo el mundo y me voy al 
Padre» (Jn 16,28). Pero no ha dejado todo como estaba. Todo lo ha 
dejado profundamente iluminado, enriquecido. Nos ha dejado a 
nosotros infinitamente iluminados, enriquecidos con la revelación de 
Dios Padre. «Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, es la Palabra única, 
definitiva, perfecta e insuperable del Padre» (C.65), en la que se ha 
expresado, se ha revelado plena y definitivamente (Cfr. San Juan de la 
Cruz, S2 22). 
«Al problema de Dios anunciado en Cristo, se le ha dado, 
demasiadas veces poca importancia. Se juzgaba que, aun 
prescindiendo de Jesús, se sabía ya quién era Dios y qué quería de los 
hombres... Pero quién es Dios o cómo es realmente Dios sólo lo 
sabemos con seguridad por medio de Jesús... La extraordinaria 
violencia con que Jesús fue rechazado por los fariseos sería 
inexplicable si se hubiese tratado sólo de una diferente explicación de 
la Ley. La raíz profunda de la oposición se encuentra más bien en su 
diferente idea de Dios», (MS lIl.l). 
Corregir las falsas imágenes de Dios que se habían forjado los 
hombres y revelarnos su auténtico rostro: ésta fue la tarea de Jesús, 
que realizó a lo largo de toda su vida, con sus palabras y sus obras. 
Jesús, su vida y su doctrina, es la parábola viviente del Padre, la 
imagen perfecta del Padre, imagen visible del Dios invisible. 
En la última noche, Jesús, como poseído de una sagrada obsesión, 
repite sin cesar, una y otra vez, el nombre bendito del Padre. Quiere 
darles a conocer su gran secreto: el Padre. 
Los Apóstoles, en aquella noche iluminada, debieron escuchar 
aquellas efusiones de Jesús, absortos, sobrecogidos. Nunca lo habían 
visto tan radiante, tan transfigurado. Entendemos que Felipe, 
impresionado, haciéndose eco de los deseos de todos, dijera a Jesús: 
«Señor, muéstranos al Padre, que esto nos basta»> (Jn 14,8). Has 
encendido en nosotros una gran sed; apaga ya la sed. Morimos de 
nostalgia por el Padre; descorre el velo y muéstranos su rostro. 
Jesús, en aquella noche iluminada y gloriosa, como respuesta a la 
pregunta encendida de Felipe, hará esta solemne y majestuosa 
afirmación: «Felipe, el que me ve a mí está viendo al Padre» (Jn 14.9). 

Jesús es la imagen perfecta del Padre. Y sabemos que, para 
nuestro consuelo y alegría, en las páginas de los evangelios ha 
quedado reflejada, como en un espejo, la verdadera imagen de Jesús, 
sus hechos y sus dichos. Y me gusta aplicar a los evangelios aquellos 
espléndidos versos de San Juan de la Cruz: 

¡Oh cristalina fuente, 
si en esos tus semblantes plateados 
formases de repente 
los ojos deseados 
que tengo en mis entrañas dibujados! 

Y con esa hambre y sed de encontrarnos, cara a cara, con la 
imagen deseada de Jesús, cogemos todos los días en nuestras manos 
los evangelios, y los leemos y releemos con delectación y con 
morosidad; y hacemos nuestra la encendida súplica de Felipe: «Señor, 
muéstranos al Padre, que esto nos basta». Porque, al captar la figura 
de Jesús, reflejada en las páginas evangélicas, tenemos la imagen 
perfecta del Padre. Y así se hace realidad ese sueño melancólico e 
imposible de tener en nuestra mente y en nuestros corazón la imagen 
más aproximada de Dios Padre. «Esta es la vida eterna: que te 
conozcan a Ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, tu enviado» (Jn 
17,3). Esta es nuestra única y esencial tarea. Éste es el sentido de 
esta vida presente y de la vida futura: crecer en el conocimiento de 
Dios Padre. 

b) Dios es amor
D/A: Pero no basta saber que Jesús es el revelador de Dios y que 
ésa fue su única tarea. Necesitamos saber cuál es el íntimo secreto de 
Dios, su realidad más profunda, tal como Jesús nos lo manifestó. Si 
Jesús vino sólo a revelarnos el auténtico rostro de Dios, todo lo que 
nos dijo, a lo largo de toda su vida, con sus palabras y sus obras, 
sobre el misterio más hondo de Dios, está recogido y sintetizado en 
esta expresión luminosa y hondísima, que es el ápice, la síntesis simple 
y esencial del ser de Dios: «DIOS ES AMOR» (/1Jn/04/08 /1Jn/04/16). 
Nunca se ha dicho nada tan alto sobre Dios. Nunca se ha dicho nada 
tan alto sobre el amor. No es una frase más, es una frase nuclear. Es 
la cumbre y la clave de toda la revelación. 
El ser más intimo de Dios, la verdad más profunda y originalísima de 
Dios, es ser amor. Dios es ternura, bondad, misericordia, amor que se 
desborda incesantemente, torrencialmente, sobre el hombre, sobre 
todos los hombres. Porque no se nos ha dicho que Dios tiene amor, 
sino que Dios es amor. Y Dios no es amor en sí mismo y para sí mismo 
(eso no sería amor) sino que Dios es amor al hombre, a cada uno de 
los hombres. Cada uno de los hombres es objeto del amor infinito. Yo 
soy objeto del amor infinito. El desbordante amor de Dios se derrama, 
en cada instante, sobre mí. Vaya donde vaya, me debo sentir siempre 
envuelto, sumergido, inundado por el amor infinito. 
Para subrayar más intensamente la frase, para llamar la atención 
sobre la importancia de la frase, el autor, en un breve espacio, en unas 
lineas, la repite dos veces: en el v. 8 y en el v. 16. 
En esta frase tan sencilla y tan hondísima está contenido el núcleo, 
el meollo de todo lo que Jesús, durante toda su vida, con sus palabras 
y sus obras, nos fue diciendo sobre el ser de Dios. El ser mismo de 
Dios es amor (C. 221). 
Es la buena noticia que tenemos que repetirnos cada día a nosotros 
mismos. Esta es la única buena noticia que haya sido proclamada en 
nuestra tierra. La única que puede estremecer y conmover nuestro 
corazón de pasmo, sorpresa, emoción, alegría, esperanza y gratitud. 
Es el único pensamiento que debe adueñarse de nosotros mismos, y 
envolvernos y penetrarnos y acunarnos, y transportarnos. La oración 
está «inventada» para mantener viva, radiante y transformadora esta 
vivencia del infinito amor de Dios hacia nosotros. Con esta vivencia en 
el corazón todo puede ser nuevo, extrañamente hermoso. Esta vivencia 
de Dios como amor debe sostener, iluminar, inspirar y dirigir toda 
nuestra vida. Con esta luz en el corazón, todo se puede iluminar y todo 
puede transformarse. 
Debemos decirnos cada día, en cada instante, esta buena noticia de 
que Dios es amor. Lo propio, lo específico, lo característico de Dios es 
ser amor. La realidad más profunda, más honda, más íntima de Dios es 
ser amor, ternura, bondad, misericordia entrañable. 
Esta es la originalidad de la fe cristiana. Lo que Jesús vino a 
decirnos sobre el misterio de Dios no era algo sabido y consabido. Era 
algo nuevo, insospechadamente hermoso y revolucionario. Por eso, y 
para eso tuvo que bajar el Hijo de Dios a la tierra. Sin esa revelación 
que Jesús nos trajo, nadie hubiera tenido la audacia, el atrevimiento de 
definir el ser más intimo de Dios como amor. 
La fe cristiana es distinta de la fe pagana, mahometana, e incluso 
judía. Y por eso, el estilo de vida cristiana es también totalmente 
distinto a cualquier otro estilo de vida propio de cualquier otra religión. 

El texto de 1Jn 4,8.16 no es un texto aislado y solitario. Hay en el 
N.T. toda una serie de textos que apuntan en esa misma dirección. 
Baste, como botón de muestra, unos pocos: Jn 3,15; 4,10.19; Rom 
5,5-11; 8,31-39; Tit 3,4. Y todas las parábolas del evangelio, directa o 
indirectamente, nos revelan el auténtico rostro de Dios. Recordemos la 
reina de las parábolas, que es la más perfecta radiografía del corazón 
de Dios (Lc 15,1 1-32). 
Recordemos la frase absolutamente fundamental de 1Jn 4,19: «El 
nos amó primero». Dios, que es amor, nos ama, no porque nosotros 
seamos buenos sino porque él es bueno. Dios tiene que ser fiel a sí 
mismo, que es amor, ternura, bondad, misericordia entrañable. El amor 
de Dios es totalmente gratuito, incondicional, desinteresado. 
El creyente, después de haber contemplado ese fascinante 
panorama en la revelación del N.T. sobre Dios como amor, puede 
exclamar, lleno de admiración, gratitud y alegría: «Hemos conocido el 
amor que Dios nos tiene y nos hemos entregado a Él, porque Dios es 
amor» (1Jn 4,16). Y podemos exclamar con San Pablo: «¡Estamos 
orgullosos de nuestro Dios!» (Rm 5,11). 

c) Dios como «abbá»
D/ABBA: La palabra «abbá» era una palabra que no pertenecía al 
vocabulario religioso, sino al coloquial y profano. Era la palabra que 
utilizaban los hijos, cuando, en un clima de máxima cercanía y 
familiaridad, se dirigían a sus padres. En ninguna de las innumerables 
oraciones judías de la época aparece esta palabra como invocación a 
Dios. Dada la transcendencia y majestad en la que aparecía envuelto 
el nombre de Dios, hubiera sido algo escandaloso e irreverente, casi 
blasfemo, dirigirse a Dios con un término tan familiar e Íntimo. Y con 
gran sorpresa, esta palabra cargada de cariño y calor de hogar, 
estaba siempre en los labios de Jesús para hablarnos de Dios y para 
hablar Él a Dios. Y no solo Jesús llamaba habitualmente «abbá» a 
Dios, sino que nos mandó a nosotros que invocásemos a Dios «abbá». 

Y resultó tan singular, nuevo, extraño utilizar este término, que 
reflejaba máxima cercanía, cariño entrañable, intima familiaridad, que 
aquellos oyentes de Jesús, sorprendidos, admirados, estupefactos, 
conservaron la mismísima palabra aramea que utilizaba habitualmente 
Jesús, sin atreverse a traducirla al griego. Y así, en su misma forma 
original, sin traducirla, la conservaron en su memoria. Y esa misma 
palabra aramea aparece en comunidades de Asia Menor, e incluso en 
la misma comunidad de Roma (Gal 4,6; Rom 8,15).
Es otra forma llamativa y original de decirnos que Dios es amor, que 
Dios es algo así como el «papaíto» de todos. 

d) Revelador del hombre
Jesús, al revelarnos a Dios como amor, nos ha revelado nuestro ser 
más intimo. Ya nosotros podíamos concluir que, al estar el hombre 
hecho a imagen y semejanza de Dios (Gen 1,26), siendo Dios amor, 
nosotros estamos hechos para el amor y sólo podemos encontrar 
nuestra plenitud en el amor y la donación. Pero Jesús, con su vida y su 
mensaje, nos lo revela y confirma de una forma clara y abrumadora. 
«El hombre no puede encontrar su propia plenitud si no es en la 
entrega sincera de si mismo a los demás» (GS 24). Y el mismo Concilio 
nos enseña que Cristo, a la vez que nos revela que Dios es amor, nos 
enseña que la ley fundamental de la perfección humana, y por tanto de 
la transformación del mundo, es el mandamiento nuevo del amor (GS 
33). 
Jesús, al revelarnos a Dios, nos ha revelado nuestro ser más intimo. 
Sólo por Jesucristo sabemos con certeza qué es el hombre, para qué 
está en el mundo y qué tiene que hacer para que sus pasos por este 
mundo tengan sentido y coherencia. El hombre sólo es fiel a si mismo, 
cuando está abierto y atento a las llamadas del amor. El hombre no se 
construye a sí mismo en la estéril soledad de su egoísmo, sino cuando 
dedica su vida al servicio y a la entrega a los demás. 
El hombre es comunión con Dios y comunión con los demás; 
orientación radical a Dios y orientación radical a los hombres, sus 
hermanos; referencia a Dios y referencia a los hermanos. 
Si Dios es amor, como el hombre es imagen de Dios, debe caminar 
en el amor; y sólo caminando en el amor se realiza plenamente como 
persona. Y caminando en el amor, en el amor a Dios y en el amor a los 
demás, es fiel a sí mismo y se construye como persona. El hombre no 
puede vivir encerrado en el circulo asfixiante de su egoísmo, sino que 
está destinado para la apertura y la donación a los demás. 

( _ARAGONESA/03. Págs. 7-12

.............



II


Extremada importancia de la nueva imagen de Dios
La imagen de Dios, revelada en Cristo, es el principio y fundamento, 
la raíz y la razón de todo. Vivimos según el Dios en quien creemos. La 
imagen que tenemos interiorizada de Dios es la que determina, dirige e 
inspira todo nuestro camino. «Sed imitadores de Dios, como hijos 
queridos y caminad en el amor, a imitación de Cristo que nos amó y se 
entregó a si mismo por nosotros como ofrenda y sacrificio de suave 
olor a Dios» (Ef 5,1-2). 
Todas las deformaciones que se han dado, a lo largo de los siglos, 
en la espiritualidad cristiana, han ido precedidas de una deformación 
previa en la imagen de Dios. Y siempre corremos el riesgo de hacernos 
un Dios a la medida de nuestro mezquino y rencoroso corazón. Seria 
apasionante ver cómo las desviaciones en la espiritualidad han estado 
fundamentadas en una anterior deformación de la imagen de Dios. 
Sobrecoge pensar el cambio tan radical que se observa al pasar de 
los evangelios canónicos a los evangelios apócrifos: el Niño Jesús que 
en éstos se describe, un Niño Jesús infinitamente cruel y caprichoso, 
está denunciando un hecho muy grave: se ha olvidado la imagen de 
Dios revelada por Cristo y se ha fabricado un dios radicalmente 
distinto. 
Mucho antes de que se escribieran estos «evangelios», ya en los 
primeros años de la evangelización, estalla el conflicto de Pablo con la 
Iglesia Madre de Jerusalén (Hch 15,1-35; Gal 2,1-14). No era una 
simple cuestión disciplinar, de observancia o no de la ley de Moisés. 
Era una cuestión de hondo calado teológico: estaba en juego el Dios 
de la gratuidad anunciado por Jesús, frente al Dios fariseo de la Ley, 
de las obras y de los méritos del hombre. Nos explicamos la firmeza e 
incluso intransigencia con que Pablo, durante toda su vida, luchó por 
preservar el núcleo simple y esencial del Evangelio. Queda eliminado 
todo intento de autoglorificación del hombre ante Dios. El hombre se 
justifica por la fe; es decir, gratuitamente (Rm 3,21-31). Las obras no 
son condición para la justificación, sino consecuencia. 
El Dios de Eusebio de Cesarea que, después de la conversión de 
Constantino, ve en el Imperio Romano la realización del Reino de Dios 
que Jesús anunciaba, y que justifica la violencia del ejército romano 
para asegurar así el mantenimiento y la extensión del Imperio en todo 
el mundo, nada tiene que ver con el Reino que Jesús anunciaba por 
los caminos, que no es un Reino como los reinos de este mundo, que 
se impone y se mantiene por la fuerza de las armas. El Dios amor es 
incompatible con el Dios de los ejércitos romanos y con el Dios de 
todas las guerras de religión que en el mundo han sido, incluidas las 
Cruzadas y las Ordenes Militares. 
El Dios del «Cur Deus homo?» es el Dios-justicia pura y dura; no el 
Dios-amor. 
No es algo inocente e inocuo el concepto que nos forjemos de Dios. 
No lo olvidemos: vivimos según el Dios en quien creemos. El tipo de 
espiritualidad que vivimos, la visión que tenemos del mundo, nuestra 
forma de comprender la historia pasada y de enfrentarnos con los 
problemas que afligen a nuestro mundo, todo está condicionado o 
influenciado por la imagen que nos hemos forjado de Dios. Y determina 
el estilo de nuestra oración y de nuestras relaciones con los demás. 
Tiene una decisiva importancia sobre nuestra conducta de cada día, 
nuestra escala de valores incluso nuestras opciones políticas. Impulsa 
toda nuestra vida.
La fe no es, simplemente, una bella teoría que queda oculta en el 
fondo del corazón. La revelación que Jesús aporta sobre el hombre no 
es una revelación teórica sobre la verdad ontológica del hombre, sobre 
lo que el hombre es en si mismo, sino sobre el actuar, sobre el vivir del 
hombre. La fe nos muestra el camino que tenemos que recorrer, lo que 
tenemos que hacer. 

El hombre, un ser en camino
El hombre no es un ser que nace ya perfecto y acabado. El hombre, 
cuando viene a la existencia, es un ser que tiene que ir haciéndose. Es 
un manojo de posibilidades. Es siempre aprendiz de hombre. Nuestro 
ser no es estar ahí, como la piedra. La ley del crecimiento, de 
desarrollo es nuestra ley esencial. El hombre es vocación, proyecto, 
llamada. El hombre es un caminante. 
La fe es la respuesta a la pregunta que los judíos, la misma mañana 
de Pentecostés con el corazón compungido ante la predicación de 
Pedro, hacen a los Doce: «¿Qué tenemos que hacer, hermanos?» 
(Hch 2,27). Es la pregunta por la acción, la pregunta fundamental. El 
evangelio no es una bella teoría, sino una tarea inaplazable. 
El evangelio es «un camino», y así, con este bello y expresivo 
nombre, se llama en el libro de Hechos (9,2; 18,25.26; 19,9.23; 24,14. 
22). «Camino» designa el estilo de vida de la comunidad cristiana y 
también esa misma comunidad cristiana. 
De todas las revoluciones del evangelio, la más profunda, la más 
radical es la operada en el concepto o imagen de Dios que nos trajo 
Jesús. He aquí el punto de partida, el principio y fundamento, la fuente, 
la raíz del nuevo y original estilo de vida que propone Jesús. Todas las 
exigencias del evangelio se derivan de esta imagen de Dios como 
amor, y en ella alcanzan su sentido y su fundamento. Esta imagen de 
Dios no sólo nos revela el íntimo ser de Dios, sino que también nos 
manifiesta nuestro ser más profundo y las radicales consecuencias que 
se derivan para toda nuestra vida. 

La vivencia que sostiene toda nuestra vida 
D/VIVENCIA-FM A-D/VIVENCIA-GOZOSA: Que Dios es amor no 
puede quedar reducido a una idea fría e inoperante que queda en la 
cabeza. Tiene que bajar al corazón, y conmoverlo y transformarlo y 
dinamizarlo y abrirlo al amor. Tiene que ser la vivencia gozosa y 
exultante que sustente, inspire y dirija toda nuestra vida. Tiene que ser 
la vivencia fundamental y abarcante sobre la que se asienta toda 
nuestra vida. 
Y tiene que ser una vivencia dinámica, operativa. Hay que dejarse 
amar de Dios. Hay que sentirse amado de Dios. Esta es nuestra 
primera y máxima necesidad. El primer mandamiento no es ya amar a 
Dios sobre todas las cosas. El primer mandamiento, el primer deber, 
nuestra primera necesidad es sentirnos amados de Dios, dejarnos 
amar de Dios. Al sentirnos amados, al sentirnos envueltos, penetrados, 
sostenidos, inundados por el amor de Dios, nuestro corazón, 
conmovido, se abre al amor. Al sentirnos amados, espontáneamente, 
gozosamente, nacemos al amor. «Amor saca amor». «En esto consiste 
el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que Él nos 
amó primero (/1Jn/04/10/19). Sólo el amor hace posible y exige la 
conversión al amor (Cfr. Rm 2, 4). 

El doble mandamiento
A-DEO/A-H: Evoquemos la escena del doble mandamiento. Se le ha 
formulado a Jesús esta pregunta: ««Maestro, ¿cuál es el mandamiento 
más importante de la Ley? La respuesta —el doble mandamiento— 
está especialmente subrayada en el evangelio de Mateo. No nos 
sorprende, ya que el evangelio de Mateo subraya, con especial 
intensidad, la paternidad de Dios y la fraternidad de los hombres. Nos 
fijamos en la versión que nos brinda el primer evangelio: /Mt/22/34-40. 


El amor a Dios, el primer mandamiento
Jesús responde a la pregunta que se le ha formulado, citando el 
texto del /Dt/06/05. Es un texto capital. Es el único texto del A. T. donde 
encontramos formulado, de forma explícita, el mandamiento del amor a 
Dios. El sentimiento del amor a Dios llena todos los libros proféticos y 
los salmos; pero sólo de forma implícita o equivalente se encuentra el 
mandamiento del amor a Dios en Os 6,6 y en 2Re 23,25. 
El texto del Deuteronomio recoge una especie de profesión de fe de 
Israel, que todo buen israelita aprendía de niño de memoria y que, 
después, durante toda su vida, tenía que recitar dos veces al día. Por 
eso, este texto contribuyó de forma decisiva a configurar la piedad de 
Israel como piedad inspirada por el amor. Es el conocido «Sema, 
Israel», escrito en las filacterias y en la mezuza... 
Jesús, desde niño, como buen judío, se sabía este texto y lo 
recitaba diariamente, por la mañana y por la tarde. Por eso, le brotó 
desde dentro, con toda naturalidad, la vieja y venerable fórmula, como 
respuesta a la pregunta que se le ha formulado. Era, no sólo un texto 
aprendido de memoria, sino hecho vida en Él.

El segundo, semejante al primero
Después, Jesús concluye: «Éste es el mandamiento principal y 
primero». Le han preguntado por el mandamiento principal y primero. 
La respuesta a la pregunta formulada está ya dada. Sin embargo, 
Jesús añade: «Pero hay un segundo mandamiento semejante al 
primero». Ya es sorprendente que haya algo al lado del mandamiento 
del amor a Dios, del mandamiento primero. Pero resulta más 
sorprendente que se diga del segundo que es semejante al primero. 
Esto es lo propio y singular del texto de Mateo. Así se pone en el 
mismo plano el amor a Dios y el amor al hermano. Se le concede al 
amor al prójimo el mismo rango, la misma dignidad, la misma suprema 
importancia. 

Una síntesis perfecta
La originalidad de Jesús consiste en haber unido el amor a Dios y el 
amor al prójimo, y haber exigido que este doble amor inspire la vida del 
cristiano. Por eso, a la pregunta del doctor de la Ley le saldrá a Jesús 
con toda naturalidad aquellas otras palabras que se leían en el 
Levítico: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Lev 19,18). De la 
enmarañada fronda de leyes del Levítico, como oculta y perdida en la 
maleza, se hallaba esta joya. Al colocar el mandamiento del amor al 
prójimo junto al gran mandamiento del amor a Dios, otorga Jesús al 
texto del Levítico un brillo, un relieve singulares. Y suprimirá 
radicalmente todas las limitaciones o restricciones con que era 
entendido el mandamiento del amor al prójimo; y extenderá ese amor a 
todos los hombres, incluidos los enemigos. (Mt 5,43-48). 

Todos los mandamientos se encierran en dos
Los rabinos hablaban de 613 mandamientos, cada uno con su 
complicada casuística. En el A. T. se nos proponen los 10 
mandamientos del Decálogo. Pero en este texto de Mateo, los 613 
mandamientos de los rabinos y los 10 mandamientos del Decálogo 
quedan reducidos y resumidos en el doble mandamiento. «Estos 10 
mandamientos se encierran en dos». 
Jesús, en esta escena ha simplificado, de forma maravillosa, todas 
las obligaciones, todas las tareas, todos los deberes del hombre. Jesús 
coloca al hombre, a todo hombre, frente a una única tarea: la tarea del 
amor, del amor a Dios y del amor al prójimo. Jesús ha hecho de la 
palabra «amarás», la palabra clave, la palabra fundamental. Todas las 
obligaciones del hombre quedan reducidas a esta sencilla y esencial 
tarea: la tarea del amor, la única tarea. Jesús es el gran simplificador 
de la historia de la humanidad. 

Una reducción más drástica
Pero Jesús hizo una reducción más radical, más drástica. 
Evoquemos la regla de oro, tal como la encontramos en Lc 6,31 y en 
Mt 7,21. La regla de oro, que era conocida en la antigüedad, aparece 
también una vez en el A.T. (Tob. 4, 15). Pero aquí y en los textos de 
los filósofos griegos, aparece siempre formulada negativamente: «No 
hagas a los demás lo que no quisieras que los demás te hicieran a ti». 

Pero Jesús, por primera vez, la formula positivamente: «Haz a los 
demás lo que quisieras que los demás te hicieran a ti». Al formularla 
positivamente, la ha radicalizado profundamente. Ya no tenemos sólo 
que evitar cualquier daño al prójimo, sino que tenemos que hacerle 
todo el bien posible. Por eso, el sacerdote y el levita de la parábola (Lc 
10,29-37), aunque habían cumplido la regla de oro en su formulación 
negativa —pasaron de largo, no hicieron ningún daño al hombre que 
encontraron malherido al borde del camino— son descalificados por 
Jesús porque no lo atendieron en su grave necesidad., 
En la versión de Mateo del doble mandamiento aparece la 
expresión: «En esto consiste la Ley y los Profetas». Con esta 
expresión, todas las obligaciones han quedado reducidas al amor a 
Dios y al amor al hermano. Y esta misma expresión aparece también en 
la regla de oro del evangelio de Mateo (Mt 7,12), para hacer una 
reducción más drástica, más radical. Todo queda reducido al amor al 
prójimo. 
Pero hay que entender el sentido del texto. Jesús, al unir el amor a 
Dios y el amor al hermano, no quiere ni que se confundan ni que se 
separan ambos amores. No se trata de reducirlo todo al amor al 
prójimo; sino que se trata de no reducirlo todo al amor de Dios. 
Es una forma de ponernos en guardia contra un peligro que nos 
acecha constantemente: ser muy sensibles y exigentes en nuestras 
relaciones con Dios, pero serlo menos en nuestras relaciones con el 
prójimo. Por eso, debemos siempre recordar textos tan claros y 
tajantes como 1 Jn 4,20 y 21. Es una inquietante y conmovedora forma 
de llamar la atención sobre la sacralidad del hermano y sobre la 
sagrada obligación que tenemos de amarlo como a nosotros mismos. 
Se trata de alertarnos para no caer en esa grave adulteración de la 
vida cristiana, centrada en Dios, pero que se desentiende del hermano 
y de sus imprevisibles necesidades. 
Ninguna moral ha habido en el mundo tan sencilla y tan exigente. Y 
esta moral está exigida por la imagen de Dios que Jesús nos trajo. 
Dios, que es amor, ama a todos los hombres, buenos y malos. El amor 
de Dios es incondicional gratuito, desinteresado. «El nos amó 
primero»~. Por eso, nosotros tenemos que ser pura gratuidad para con 
los hermanos, para con todos los hermanos. Sólo así imitamos a 
nuestro Padre (Mt 5,43-45). Y se nos ha dicho: «Sed perfectos como 
vuestro Padre celestial es perfecto». La perfección griega consiste en 
imitar a un modelo. La perfección judía consiste en la necesidad de ser 
fieles a nosotros mismos. Nosotros, hechos a imagen y semejanza de 
Dios, que es amor, somos fieles a nosotros mismos en la medida en 
que respondemos siempre a las llamadas del amor. El amor sin medida 
con que nos ama Dios, es la medida de nuestro amor. «Sed 
misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso».

La gran originalidad del mensaje de Jesús
La gran originalidad, la gran belleza del mensaje de Jesús es ésta: 
es una afirmación radical de Dios y es, a la vez, una afirmación radical 
del hombre. Es entrega incondicional a Dios y entrega incondicional al 
hombre. Es apasionamiento por la causa de Dios e idéntico 
apasionamiento por la causa del hombre. Y estas dos actitudes deben 
estar armónicamente unidas. La afirmación de Dios, el amor a Dios, no 
debe ser —no puede ser— motivo, pretexto u ocasión para olvidarnos 
del hombre. 
Este maravilloso equilibrio entre el amor a Dios y el amor al hombre 
constituye la originalidad, la excelsitud y la belleza del mensaje 
cristiano. El hombre es esencial referencia a Dios y esencial referencia 
a los hombres. Y caminando en el amor a Dios y en el amor al 
hermano, somos fieles al evangelio y somos fieles a nosotros mismos. 
Esta doctrina de Jesús, tan bella, tan luminosa, tan coherente con 
la verdad más profunda del ser del hombre, no fue en Él fruto de una 
laboriosa reflexión, de una búsqueda afanosa. Fue vida en Él. Jesús 
vivió así: totalmente orientado hacia los hombres, sus hermanos. Y 
vivió esta doble relación con espontaneidad, con sencillez, con 
magnifica naturalidad. Era una gozosa necesidad de su ser más íntimo. 
Por eso, este maravilloso equilibrio entre el amor a Dios y el amor a los 
hombres constituye no sólo la originalidad y belleza de su mensaje, 
sino también la originalidad, autenticidad y belleza de su vida. 
Este mensaje de la paternidad de Dios y de la fraternidad entre los 
hombres, desde el principio hasta el final de su camino, fue vida en 
Jesús. Por eso, nos lo propuso con sus palabras y sus ejemplos, 
armónicamente compenetrados y unidos. 
Jesús vivió totalmente consagrado a Dios, su Padre. «¿No sabíais 
que yo me debo ocupar de las cosas de mi Padre?»' (Lc 2,49), dijo, 
niño de 12 años, en el Templo. «Mi comida es hacer la voluntad de mi 
Padre» (Jn 4,34), proclamó, hombre maduro, en medio de los trabajos 
y afanes de su ministerio público. «Padre, a tus manos encomiendo mi 
espíritu»' (Lc 23,46), gritó moribundo en la cruz. 
Y el que había vivido totalmente consagrado a Dios Padre, vivió 
totalmente dedicado a los hombres, sus hermanos. Este espíritu, que 
inspiró toda su vida, está perfectamente reflejado en aquellas 
bellísimas palabras que encontramos, en labios de Pedro, en Hch 
10,30: «Pasó por el mundo haciendo el bien a todos». Éste es el más 
bello resumen de su vida, la radiografía más perfecta de su corazón, el 
epitafio más verdadero que pudo ponerse sobre su tumba. Todas las 
páginas del evangelio son la mejor confirmación de la verdad y 
exactitud de estas palabras con las que Pedro resumió la vida del 
Maestro amado y admirado. 
Vamos a evocar una sola escena evangélica que refleja este 
espíritu de servicio y entrega a los demás, que había inspirado todo su 
ser y toda su vida. El lavatorio de los pies en la última cena, la noche 
en que iba a ser entregado (Jn 13,1-20), es el gesto que más fielmente 
expresa la vida de Aquél que se presentó ante los hombres como el 
servidor de todos (Mc 10,45). 

Fuente de fascinación y de credibilidad del evangelio de 
Jesús
Este maravilloso equilibrio entre la paternidad de Dios y la 
fraternidad entre los hombres, rasgo esencial del mensaje evangélico, 
confiere a éste toda su originalidad y belleza. Y este equilibrio 
maravilloso con que estos dos rasgos están maravillosamente 
compenetrados y unidos en la vida de Jesús, tal como aparece en los 
evangelios, constituye también la fuente de fascinación de la figura de 
Jesús. Y la figura de Jesús, encarnación insuperable del mensaje que 
proponía, confiere más credibilidad, verdad y fascinación al mensaje de 
la paternidad y de la fraternidad que Jesús nos trajo. La coherencia 
más admirable entre doctrina y vida hacen más atractivos su figura y su 
mensaje. Es fuente de fascinación y de credibilidad para todo aquél 
que se acerque a Jesús y su mensaje con ojos limpios. 
Y esta armonía entre la preocupación por Dios y la preocupación 
por el hombre es tanto más admirable si tenemos en cuenta que a los 
seguidores de Jesús, a lo largo de la historia, no les ha resultado nada 
fácil mantenerla, ni en la exposición teórica del mensaje, ni en la 
vivencia práctica del mismo. Siempre ha acechado un peligro, que no 
ha sido fácilmente conjurado. Siempre nos amenaza subrayar un 
extremo con detrimento del otro. 
Esta es la causa principal de la fascinación que tiene para mí el 
mensaje de Jesús, que es, a la vez, afirmación radical de Dios y 
afirmación radical del hombre. Y es también, personalmente, la que 
brinda a mi fe su más sólido apoyo. 

Hacia la construcción de un mundo nuevo
El mensaje de Jesús es un mensaje estrictamente religioso, como ha 
quedado claro. Es «teo-logia»: palabra sobre Dios. Pero precisamente 
porque es un mensaje religioso o teológico, tiene esenciales 
implicaciones en la totalidad de la persona y de la vida individual y 
social. Ciertamente, el evangelio busca primariamente el cambio 
interior, el cambio de corazón, la conversión personal. Pero esa 
conversión compromete la totalidad de la persona, no sólo en su 
aspecto individual, sino en su dimensión social. El mensaje de Jesús 
concierne al corazón y concierne a la configuración de la sociedad. No 
es un asunto puramente interior y privado. Es una nueva actitud de 
Dios para el hombre, y, consiguientemente. una nueva actitud del 
hombre ante Dios, ante los hombres y ante la historia. 
«Hoy está de moda resaltar que el interés de Jesús se centra total y 
absolutamente en el hombre. Verdad indiscutible. Pero su interés se 
centra total y absolutamente en el hombre porque primariamente está 
centrado total y absolutamente en Dios» (H. Küng. Ser cristiano). 
No hemos entendido el mensaje de Jesús si vivimos olvidando 
nuestra responsabilidad en la sociedad actual, que tiene que ser 
configurada según el proyecto de Dios. La historia del hombre sobre la 
tierra es la historia de un inmenso fracaso. Y Jesús vino a encarrilar de 
nuevo la historia. El hombre, al principio, desbarató el plan originario 
de Dios: dijo que «no» a Dios (pecado de Adán y Eva). Y el que dijo 
que «no», a Dios, a continuación dijo que «no» al hermano (escena de 
Caín y Abel). Los primeros capítulos del Génesis, en una alucinante y 
dramática sucesión de escenas, nos muestran las consecuencias de la 
ruptura del hombre con Dios y con los hermanos. 
Jesús, restableciendo la comunión de los hombres con Dios y con 
los demás, trata de encarrilar de nuevo la historia, devuelve al hombre 
su verdad original y lo pone en el buen camino. 
Este fue el sueño de Jesús, la pasión que inflamó toda su vida, la 
causa a la que consagró todas sus energías: que todos los hombres 
viviéramos como hermanos, en esta tierra de todos, bajo la mirada de 
Dios, el Padre de todos. Y ésa fue la que dejó en nuestras manos: 
hacer de este hosco y desapacible planeta un hogar caliente y 
acogedor, una mesa redonda y familiar con sitio para todos, la casa 
común de todos. 
Al final de la revelación, en Apo 21,5, leemos, como una espléndida 
consigna final, estas emblemáticas palabras «He aquí que hago 
nuevas todas las cosas». Estas palabras hubieran sido una espléndida 
realidad ya, si los hombres nos hubiéramos tomado en serio el mensaje 
que Jesús nos dejó: el mensaje de la paternidad de Dios y de la 
fraternidad entre los hombres. Este mensaje no es sino concreción 
práctica de la nueva imagen de Dios que Jesús vino a darnos a 
conocer con sus palabras y con su vida. 

A modo de recordatorio final
Una síntesis perfecta del mensaje de Jesús: /1Jn/03/23. 
«Vosotros orad así: Padre nuestro...» (Mt 6,9). Estas dos palabras 
iniciales del Padrenuestro constituyen otra bella síntesis del ser y del 
vivir cristianos. Al decir «padre», proclamamos que Dios es el padre de 
todos los hombres; y al añadir «nuestro», tomamos conciencia de que 
todos somos hermanos. He aquí las dos palabras fundamentales, que 
nos recuerdan lo que somos y lo que tenemos que hacer: ser y vivir 
como hijos ante Dios y ser y vivir como hermanos de todos. 
Pero la más bella y cautivadora síntesis del mensaje de Jesús nos la 
ofrecen las más bellas y comprometedoras parábolas de Jesús: la 
parábola del Hijo Pródigo (Lc 15,11-23) y la parábola del Buen 
Samaritano (Lc 10,29-37), que no debemos contemplarlas aisladas, 
sino juntas, porque ambas se iluminan y refuerzan mutuamente. La 
parábola del Buen Samaritano se explica meridianamente a la luz de la 
parábola del Hijo Pródigo. Y ésta es la mejor justificación y estimulo 
para vivir aquélla. 
VCR/FASCINACION: Todos los evangelios hay que leerlos a la luz 
de la parábola del tesoro escondido (Mt 13,44-46). En la vida del 
cristiano, todo comienza con un fenómeno de fascinación. Así el 
cristiano, «va y, lleno de alegría, vende todo lo que tiene»... 
En el mensaje de Jesús —en la vivencia que tenemos del mismo y 
en la presentación que hacemos a los demás— debemos distinguir 
siempre dos momentos o aspectos fundamentales: Primero, hay un 
anuncio gozoso de algo bello y fascinante. Es la proclamación. 
Después, en segundo lugar, como consecuencia de aquel anuncio tan 
bello, somos urgidos a responder con la fe y la conversión. Es la 
interpelación. El mensaje de Jesús no es, primariamente, una invitación 
a la conversión. Primero es proclamación de la Buena Noticia. La fe y la 
conversión llegan como una feliz y espontánea consecuencia. Primero 
es la acción de Dios (proclamación); después, la respuesta del hombre 
(interpelación). El anuncio del amor de Dios y de los dones de su amor 
hacen posible y exigen la respuesta. 
Debemos estar despiertos, porque el Señor, a toda hora, llama a 
nuestra puerta. Podemos abrirla o cerrarla a cal y canto (Ap 3,20).

García-Revilla-V
ARAGONESA/04. Págs. 7-15