¡HA LLEGADO EL REINO DE DIOS!


RD/ORIGENES
Generalmente se acepta que el concepto de Reino de Dios y la 
consiguiente invocación de Yahveh como melek (rey) no son 
anteriores a la instauración de la monarquía israelita, hacia el año 1050 
a.C. Vamos a reconstruir sus orígenes. 

1. La dinastía de David 
El lector del Antiguo Testamento suele sacar la impresión de que 
hacia el año 1200 a.C. Ios israelitas, recién llegados de Egipto, tomaron 
posesión de Canaán -la tierra que Dios les había prometido desde 
tiempos inmemoriales- y se instalaron en ella triunfalmente. Pero eso es 
más bien el resultado de una reelaboración teológica de la historia que, 
para hacer más elocuente la protección divina sobre Israel, convirtió en 
una hazaña fulgurante lo que, reloj en mano, aconteció a lo largo de 
dos largos siglos.
Lógicamente, cuando los israelitas llegaron a Canaán, se 
encontraron ciudades cananeas -bien fortificadas, por cierto- en las 
zonas más fértiles del país. Sin duda, los israelitas, que combatían a 
pie, se atemorizaron al ver los carros de guerra de los habitantes del 
lugar y optaron por quedarse en las zonas montañosas y pobres que 
los cananeos habían dejado deshabitadas: 

«No podemos subir contra ese pueblo, porque es más fuerte que 
nosotros (...). Nosotros nos teníamos ante ellos como saltamontes y 
eso mismo les parecíamos a ellos» (Num 13, 31-33). 

Pero ni siquiera allí lograron vivir tranquilos, porque los filisteos, que 
habían sido rechazados por los egipcios, les disputaron hasta esos 
terrenos pedregosos. Las escaramuzas fueron constantes y los 
israelitas sufrieron dos grandes derrotas (cfr. 1 Sam 4,1-7,1) en las que 
perdieron incluso el Arca de la Alianza. 
Israel en aquellos tiempos, comparado con sus naciones vecinas, 
resultaba un pueblo «primitivo». Sus costumbres sociales, sus 
instituciones políticas y su cultura misma eran todavía las 
correspondientes a una vida sencilla y semi-nómada. Las doce tribus 
se consideraban un solo pueblo y compartían una misma fe, pero 
carecían de un jefe único y de la más mínima organización política o 
militar, con lo cual, cada vez que eran atacados por sus vecinos 
dependían, para defenderse, de que apareciera entre ellos algún 
caudillo carismático (los jueces). 
ISRAEL/REALEZA: Pronto notaron que sus vecinos eran fuertes precisamente porque disponían de una organización política: tenían reyes (los cananeos) o príncipes (los filisteos). Y desearon tener un rey «como todas las naciones» (1 Sam 8, 5). De modo que, en el santuario de Guilgal, todo el pueblo proclamó «rey a Saúl delante de Yahveh» (1 Sam 11, 15); lo cual, por cierto, no se logró sin la fuerte oposición de quienes consideraban que esa decisión equivalía a reconocer que el pueblo ya no confiaba en la protección divina como cuando andaba por el desierto. Testimonio de la oposición es la fabula de /Jc/09/08-15, que Martín Buber considera «el poema más antimonárquico de la literatura universal»1: 

«Los árboles se pusieron en camino para ungir a uno como su rey. 
Dijeron al olivo: 'Sé tu nuestro rey'. Les respondió el olivo: "¿Voy a 
renunciar a mi aceite, con el que gracias a mí son honrados los dioses 
y los hombres, para ir a vagar por encima de los arboles?'. 
Los árboles dijeron a la higuera: 'Ven tú, reina sobre nosotros'. Les 
respondió la higuera: '¿Voy a renunciar a mi dulzura y a mi sabroso 
fruto para ir a vagar por encima de los árboles?' 
Los árboles dijeron a la vid: 'Ven tú, reina sobre nosotros'. Les 
respondió la vid: '¿Voy a renunciar a mi mosto, el que alegra a los 
dioses y a los hombres, para ir a vagar por encima de los árboles?'. 
Todos los árboles dijeron a la zarza: 'Ven tú, reina sobre nosotros'. 
La zarza respondió a los árboles: 'Si con sinceridad venís a ungirme a 
mí para reinar sobre vosotros, llegad y cobijaros a mi sombra. Y si no 
es así, brote el fuego de la zarza y devore los cedros del Líbano'». 

El hecho es que Saúl logró importantes victorias sobre los filisteos, 
pero al final fueron barridas las tropas israelitas (1 Sam 31). Los hijos 
de Saúl murieron en la batalla, y él mismo, para no caer en manos de 
sus enemigos, se quitó la vida. 
Entonces las seis tribus del sur eligieron a David «rey de la casa de 
Judá» (2 Sam 2, 4). David se casó con Mikal, la hija de Saúl, y de esa 
forma también las tribus del norte reconocieron su autoridad (2 Sam 5, 
1-3). Logró acabar definitivamente con la amenaza de los filisteos (2 
Sam 5, 17-21), sometió después a las ciudades cananeas, más tarde 
derrotó a los moabitas y acabó creando un gran imperio (2 Sam 10, 
1-11, 1; 12, 26-31) que hacía sentir su influencia hasta la Siria central. 

Fue la obra de un hombre con una inteligencia poco común, que se 
vio favorecida además por la situación general del Oriente Medio. Por 
aquellos años ni Egipto ni Mesopotamia tenían el interés de otros 
tiempos por dominar Palestina -esa estrecha franja que comunicaba 
ambos imperios- y tan sólo tuvo que enfrentarse a potencias de 
segundo orden. 
No es extraño que la figura de David -el hombre que salvó a las doce 
tribus de la extinción y las convirtió en un gran imperio- fuera idealizada 
«David-Rey» fue considerado como un don divino para Israel, 
comparable a las maravillas que experimentó durante el Éxodo. La 
profecía de Natán (2 Sam 7, 8-17) prometía a David una «dinastía 
eterna», y el «reino davídico» empezó a formar parte de los «credos» 
de Israel. 

2. Las decepciones de la historia 
Desgraciadamente, el futuro no se mostró demasiado risueño, y la 
decadencia comenzó ya con su mismo hijo, Salomón. 
El matrimonio de David con Mikal había sido estéril. Salomón era hijo 
de David y su esposa favorita Betsabé, la que había sido mujer de 
Urías (2 Sam 12, 24). De modo que las tribus del norte -que sólo por el 
matrimonio con Mikal habían reconocido la autoridad de David- 
aceptaron mal a su sucesor. 
La tarea que debía afrontar Salomón era, desde luego, muy difícil, y 
no estuvo a la altura de su misión, a pesar de que la posteridad le haya 
concedido fama de «hombre sabio» por las sentencias que, con razón 
o sin ella, se le atribuían (1 Re 5, 12-14). 
Aumentó el lujo de la corte y construyó numerosos edificios, entre 
ellos el templo de Jerusalén. La tradición describe admirablemente la 
extraordinaria fastuosidad de Salomón (1 Re 10, 14-22) y la posteridad 
nos habla de sus enormes riquezas y su «magnificencia» (Mt 6, 29). Es 
posible que el esplendor de la monarquía de Salomón despertase 
admiración y quizá también orgullo, pero es evidente que el pueblo 
gemía bajo el peso de los impuestos que le abrumaban. Salomón 
dividió el territorio israelita en doce distritos. Cada mes, uno de los 
distritos era responsable de atender al suministro de la corte (1 Re 4, 
7). También implantó el sistema de trabajos forzosos u obligatorios (1 
Re 9, 15.20-22). 
El hecho es que a la muerte de Salomón (año 925 a.C.) se dividió el 
Imperio: las tribus del sur mantuvieron la dinastía davídica, pero las 
tribus del norte reimplantaron la costumbre electiva que habían seguido 
tiempo atrás con Saúl. 
Lo que había sido un imperio poderoso se convirtió en dos reinos 
menores -el de Israel (al norte) y el de Judá (al sur)- que, tras una 
decadencia imparable, acabarían perdiendo incluso su independencia: 
el año 733 a.C. Asiria hizo de Israel una provincia de su Imperio, y el 
año 587 a.C. Babilonia hizo lo mismo con Judá, llegando al extremo de 
arrasar Jerusalén, destruir el Templo y deportar a toda su población. A 
partir de entonces los unos y los otros fueron pasando de mano en 
mano, según unas potencias sucedían a otras (Ptolomeos, Seléucidas, 
Roma...). 
El balance de los quinientos años de independencia no fue brillante. 
Al deuteronomista la monarquía, globalmente considerada como 
institución, le produce una opinión desfavorable (1 Sam 12). A la hora 
de enjuiciar uno por uno a los hombres que ocuparon el trono, 
descalifica a 19 reyes del reino del norte y a todos los del reino del sur, 
excepto David, Ezequías y Josías.
Y, sin embargo, la esperanza de un nuevo florecimiento se resistía a 
desaparecer. Renacía y moría con cada nuevo rey: algún día el 
verdadero rey habría de llegar y pondría todo en su sitio, tal como -de 
acuerdo con la saga y la poesía- había hecho en otro tiempo David. De 
hecho, varios textos que hasta hace poco creíamos que hacían 
referencia al mesías (Is 7, 10-14; 9, 1-6; los salmos reales, etc.) son tan 
sólo manifestación de las expectativas creadas ante el nacimiento de 
un nuevo rey. 

3. El Mesías MESIAS/ORIGEN-FE
Los pasajes realmente mesiánicos son todos posteriores a la caída 
de la monarquía. En efecto, a partir del exilio, cuando todas las 
esperanzas razonables se habían hecho añicos -la dinastía había 
desaparecido, Jerusalén estaba arrasada y el templo mismo no era más 
que un montón de ruinas-, hubo algunos hombres que empezaron a 
alimentar la esperanza, despojada ya de todo cálculo humano, en una 
intervención directa de Dios que restauraría el trono de David. 
«El Mesías -dice Mowinckel- es sencillamente el rey de ese reino 
futuro, nacional y religioso, que un día se establecerá gracias a la 
intervención milagrosa de Yahveh»2. 
Las dos dimensiones -política y religiosa- estaban íntimamente 
unidas. No se trataba tan sólo de librar al pueblo del dominio extranjero 
y de la miseria, sino también de purificarle para un fiel servicio del 
Señor mediante el exacto cumplimiento de la Ley. El Cántico de 
Zacarías (el «Benedictus») lo expresa perfectamente: «Nos salvará de 
nuestros enemigos y de las manos de todos los que nos odian», para 
que luego «podamos servirle (a Dios) sin temor, en santidad y justicia 
delante de él todos nuestros días» (Lc 1, 71.75). 
Tan difundida llegó a estar posteriormente esa expectación 
mesiánica que los judíos identificaron muy a menudo a diferentes 
personajes con el mesías que había de venir, despertándose entre las 
masas auténticos fervores nacionalistas: 
Un fariseo atribuyó la dignidad de mesías a Freoras, hermano del rey 
Herodes3; Hillel reconoció como tal a Ezequías el Galileo4, a quien 
Josefo llama «jefe de ladrones»5; otros supuestos mesías fueron Indas 
y Menahem ben Ezequías (hijos del anterior), Thendas, Simón bar 
Kochba, etc.6 
El más famoso y extravagante de todos los mesías fue Sabatai Zevi 
(1648-1666), judío oriundo de Esmirna, que, tras proclamarse mesías, 
organizó una marcha triunfal hacia la tierra prometida y la ciudad santa, 
arrastrando detrás de sí el entusiasmo y el fervor de grandes masas de 
seguidores. Un frenesí mesiánico se apoderó de repente de todo el 
mundo judío; vendían sus casas y la gente se ponía en viaje hacia 
Jerusalén para aclamar al mesías. La hora de la restauración del trono 
de David parecía haber llegado por fin... pero, encarcelado por el 
sultán de Constantinopla, el extraño mesías renunció al judaísmo para 
salvar la vida y se convirtió al Islam7. 
Como puede verse, el Reino que debía inaugurar el Mesías no es 
escatológico en sentido estricto. La escatología supone que este orden 
de cosas llegará de repente a su fin y será sustituido por otro orden 
esencialmente distinto. Es característico de la escatología distinguir 
entre dos eras o eones, «esta era» y la «era futura». En cambio, la 
esperanza mesiánica se concebía como una restauración política de 
Israel dentro de este eón. 

4. El Hijo del hombre HIJO-DEL-HOMBRE La auténtica escatología 
llegó al Antiguo Testamento cuando ideas procedentes del dualismo 
persa se añadieron a las esperanzas que venía alimentando Israel. La 
espera del final adquirió así caracteres de apocalipsis: el actual eón, 
corrompido por el pecado, se desliza hacia espantosas catástrofes y 
será por fin destruido, pero Dios creará un nuevo eón para los justos. 
Es sobre todo el Segundo Isaías quien espera a corto plazo esa total 
transformación de los hombres y de las cosas (Is 41, 20; 44, 24; 48, 6 y 
ss.). No menos de 16 veces emplea ese desconocido profeta del exilio 
el verbo bara': que está reservado a la actividad creadora de Dios. 
Pero el Segundo Isaías no lo aplica, como los capítulos sacerdotales de 
Gen 1-9, a la primera creación de Dios, sino a la última, que tendrá 
lugar al final de los tiempos. 
Sin embargo, el realismo israelita, con su sana oposición a todo lo 
que sea puramente espiritual, jamás localizó ese nuevo eón en «otro 
mundo». El mundo en sí seguirá siendo el mismo a ambos lados de la 
frontera; lo que cambia es que a este lado existe una situación de 
pecado e inhumanidad, y al otro lado se dará una situación de justicia y 
plenitud vital. 
Así, pues, la escatología veterotestamentaria se caracteriza 
simplemente por la idea de que la situación esperada «no puede ser 
considerada como una prolongación de lo que hubo hasta entonces»8, 
pero no es nunca lo «totalmente otro», que sólo se podría expresar 
mediante negaciones. 
Esa «terrenidad » del Reino escatológico no se modifica ni siquiera 
cuando el capítulo 12 de Daniel introduce la idea de que el nuevo 
mundo incluirá a los resucitados, porque resucitarán para vivir largos 
años sobre la tierra y morir después, como los patriarcas, «saciados de 
días». Así, por ejemplo, algún continuador del Segundo Isaías dice: 
«No habrá allí jamás niño que viva pocos días, o viejo que no llene sus 
días, pues morir joven será morir a los cien años, y el que no alcance 
los cien años será porque está maldito» (Is 65, 20) Y el Henoc etiópico 
dice: «Entonces serán humildes todos los justos, vivirán hasta 
engendrar a mil hijos y cumplirán en paz todos los días de su mocedad 
y vejez» (1 Henoc 10, 17)9 
Igual que, a partir del exilio, el contacto con otros pueblos introdujo 
en las esperanzas israelitas la idea de una nueva creación, también 
introdujo la idea de que la compartirían con los demás pueblos, aunque 
el nuevo mundo sería, desde luego, obra del Dios de Israel, y sólo a 
través de Israel llegará a los demás: 
Dondequiera que haya un judío de la diáspora, diez hombres de 
todas las naciones y lenguas le asirán por los vestidos y le dirán: 
«Queremos ir con vosotros, porque hemos oído decir que Dios está 
con vosotros» (Zac 8, 23) Todos los pueblos afluyen en torrente hacia 
Jerusalén, trono del Señor (Jer 3,17), traídos por sus reyes (Is 60, 10); 
un cortejo interminable se desata «de mar a mar, de monte a monte» 
(Miq 7, 12). Se les encorvan los hombros al peso de las ofrendas que 
traen (Is 60, 14; Ag 2, 7). Día y noche las puertas de Sión han de 
permanecer abiertas «para dejar entrar las riquezas de las naciones, 
traídas por sus reyes» (Is 60, 10). 
Anteriormente vimos que el Reino restaurado de David sería 
inaugurado por el Mesías. Igualmente ahora, para inaugurar el nuevo 
eón, aparece una figura clave: el Hijo del hombre. Se trata de un 
personaje a la vez humano y trascendente. Su apariencia es, desde 
luego, humana, y por eso recibe el nombre que recibe; pero viene del 
cielo, de junto a Dios: 

«Y he aquí que en las nubes del cielo venía 
como un Hijo de hombre. 
Se dirigió hacia el Anciano 
y fue llevado a su presencia. 
A él se le dio imperio, 
honor y reino, 
y todos los pueblos, naciones y lenguas 
le sirvieron. 
Su imperio es un imperio eterno, 
que nunca pasará, 
y su reino no sera destruido jamás» (Dan 7, 13-14). 

Son los apócrifos del Antiguo Testamento, sobre todo el Henoc 
etiópico, los que aportan más datos sobre el Hijo del hombre: 
No es Dios, sino que fue creado por él «antes de que se creara el sol 
y las constelaciones, antes de que se hicieran los astros del cielo» (1 
Henoc, 48, 3)10, pero ocupa una posición tan cercana al Creador como 
permite el rígido monoteísmo judío. Está colmado de la gloria divina, 
kabod de Dios, y en su día se sentará en el trono del mismo Dios: 

«Reyes poderosos que habitáis la tierra: habréis de ver a mi Elegido, 
sentado en el trono de mi gloria, juzgar a Azazel, a toda su compañía y 
a toda su hueste en nombre del Señor de los espíritus» (I Henoc 55, 4; 
cfr. 51, 3; 62, 2)11. 

Está lleno de cualidades morales: 

«En él moran el espíritu de sabiduría, el espíritu de entendimiento, el 
de enseñanza y fuerza, y el espíritu de los que han fallecido en la 
justicia» (I Henoc 49, 3)12 

Como decíamos, el comienzo del nuevo eón ocurrirá cuando 
aparezca el Hijo del hombre Entonces «las acciones de los hombres 
serán pesadas en la balanza» (1 Henoc 41, 1)l3. La suerte de los 
buenos y los malos cambiará de repente: 

«Caerán de bruces ante él todos los reyes poderosos y 
encumbrados y los que gobiernan la tierra; se postergarán y esperarán 
en aquel Hijo del hombre, le rogarán y le pedirán misericordia. Pero 
este Señor de los espíritus los urgirá a salir pronto de su presencia: sus 
rostros se llenarán de vergüenza y la tiniebla cubrirá sus rostros. Y los 
entregará a los ángeles castigadores, para que paguen por cuanto 
oprimieron a sus hijos y a sus elegidos. Serán espectáculo para los 
justos y sus elegidos, con el que se regocijarán, pues la cólera del 
Señor se fijará sobre ellos y su espada se embriagará de ellos. Los 
justos y los elegidos serán salvos en ese día y ya no verán el rostro de 
los pecadores e inicuos. El Señor de los espíritus habitará en ellos; con 
ese Hijo del hombre morarán y comerán, se acostarán y se levantarán 
por los siglos de los siglos. Los justos y elegidos se alzarán de la tierra, 
dejando de bajar el rostro y llevando vestiduras de gloria. Ese será 
vestido de vida junto al Señor de los espíritus: vuestras ropas no se 
raerán, ni pasará vuestra gloria ante el Señor de los espíritus» (I Henoc 
62, 9-16)14. 

La figura del Hijo del hombre suscitó reservas incluso entre aquellos 
que compartían la doctrina de los dos eones. La razón, sin duda, debe 
estar en el poco lugar que el rígido monoteísmo judío dejaba para una 
figura tan cercana a Dios: 

«Si un hombre dice: 'Yo soy Dios', miente. Si dice: 'Iré al cielo', puede 
decirlo, pero no podrá hacerlo»15. 

5. Coexistencia de las dos esperanzas 
Acabamos de ver que la esperanza nacionalista encarnada en el 
Mesías y la esperanza escatológica encarnada en el Hijo del hombre 
eran sustancialmente distintas. ¿Qué relación existía entre ambas? 
En cierto modo podríamos decir que pertenecieron a grupos 
diferentes. La esperanza escatológica, al estar contenida sobre todo en 
la literatura apocalíptica -que no era en absoluto una literatura 
popular-, fue patrimonio de las doctas escuelas sapienciales; mientras 
que entre el pueblo prevalecía la antigua esperanza mesiánica, mucho 
más fácil de comprender y que, sobre todo en tiempos de dominación 
extranjera y dificultades económicas, respondía mejor a los anhelos 
espontáneos de la gente sencilla. 
Pero también hubo intentos de armonización, el más elemental de los 
cuales consistió en colocar simplemente una esperanza después de la 
otra: primero vendría una derrota inicial de los poderes del mal y un 
reinado mesiánico de mil años de prosperidad y bondad sobre la tierra; 
y a continuación la atadura definitiva de los poderes demoníacos y la 
creación de la nueva Tierra. 
Eso dio lugar a hablar primero de una venida del mesías y luego del 
Hijo del hombre o de Dios mismo, de lo cual puede encontrarse algún 
indicio incluso en el texto de Malaquías: «Yo os envío al profeta Elías 
antes de que llegue el Día de Yahveh, grande y terrible» (3, 23; Vg. 4, 
5). 
E incluso se llegó a insinuar una identificación entre el Mesías y el 
Hijo del hombre, aunque sus orígenes fueran tan claramente distintos. 
De hecho, en dos ocasiones el Henoc etíope llama «ungido» (mesías) 
al Hijo del hombre (1 Henoc 48, 10 y 52, 4)16. 

6. ¡Ha llegado el Reino de Dios! 
La predicación habitual de Jesús aparece sintetizada en esta frase: 
«El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y 
creed en la Buena Nueva» (Mc 1, 14-15). 
La expresión «reino de Dios» se remonta indudablemente al Jesús 
histórico. Lo prueban: 
a) El criterio de discontinuidad, según el cual deben considerarse 
«ipsissima verba Iesu» las palabras que los evangelios ponen en boca 
de Cristo sin haberlas podido tomar ni del mundo judío de la época ni 
de la Iglesia primitiva, porque no eran habituales en ninguno de los dos 
contextos. 
Pues bien, eso precisamente ocurre con la expresión «Reino de 
Dios» (o «Reino de los Cielos»). Aparece con mucha frecuencia en los 
evangelios: 

En Marcos............................................. 13 veces 
En los logia comunes a Mt. y Lc............. 9 veces 
Ejemplos adicionales en Mt. sólo.......... 27 veces 
Ejemplos adicionales en Lc. sólo.......... 12 veces 
En el Evangelio de Juan.............. 2 veces 

Sin embargo, era poco frecuente en el judaísmo de entonces. 
Raramente aparece en los apócrifos y pseudoepígrafes del Antiguo 
Testamento, así como en el Targum y en Filón de Alejandría. En la 
época precristiana lo encontramos únicamente en el Qaddisch (una 
plegaria litúrgico-ritual) y en algunas otras oraciones relacionadas con 
él. Flavio Josefo sólo lo menciona una vez17, y en la literatura esenia 
descubierta en Qumran aparece nada más que en tres ocasiones18. 
Tan sólo en la literatura rabínica es mas fácil encontrar ejemplos19, 
pero se trata siempre de expresiones estereotipadas que denotaban no 
formar parte de una doctrina vital. 
Igualmente, era poco habitual en las primitivas comunidades 
cristianas. Es significativo que Lucas, después de haber usado 39 
veces en su Evangelio la expresión «Reino de Dios», la usase 
únicamente 7 veces en los Hechos (1, 3; 8, 12; 14, 22; 19, 8; 20, 25; 
28, 23.31). 
Esas primeras comunidades prefirieron utilizar otras denominaciones: 
vida, salvación, justicia, gracia, gloria... seguramente como 
consecuencia de la difusión del Evangelio en el mundo pagano, donde 
resultaba incomprensible el concepto de «Reino de Dios». 

b) El criterio de coherencia, según el cual puede presumirse la 
historicidad de aquellas tradiciones que encajan de manera armoniosa 
con los datos históricamente probados; y es claro que la predicación 
del Reino por parte de Jesús permite unificar las noticias seguras que 
poseemos sobre él (exigencias morales, milagros, muerte en cruz, etc.). 


c) El criterio de atestación múltiple, puesto que, como vimos hace un 
momento, de la predicación sobre el Reino tienen noticia no menos de 
cinco tradiciones literariamente independientes: tradición de Marcos, 
tradición «Q» (común a Mateo y Lucas), Fuente propia de Mateo, 
Fuente propia de Lucas y Evangelio de Juan. 

7. ¿Reino de Dios o Reino de los cielos? 
RD/REINO-CIELOS:
Aunque Mateo emplea tres veces la expresión «Reino de Dios» (12, 
28; 21, 31.43) -o quizá cuatro, si aceptamos la autenticidad de 19, 24-, 
en todas las demás ocasiones (31 exactamente) habla del «Reino de 
los cielos». En cambio, los demás autores del Nuevo Testamento 
utilizan sistemáticamente «Reino de Dios». 
Desde luego, las dos expresiones significan lo mismo. Como es 
sabido, para respetar escrupulosamente el segundo mandamiento -« 
No tomarás en falso el nombre de Yahveh, tu Dios (Ex 20, 7; Dt 5, 11)- 
los judíos se habían prohibido a sí mismos pronunciar el tetragrama 
divino (YHWH). De hecho, los escribas enseñaban a sus discípulos la 
pronunciación del mismo como una doctrina secreta que no debían 
divulgar20. 
Para referirse a Dios solían emplear la voz pasiva -y, de hecho, el 
«passivum divinum» aparece casi cien veces en las palabras de Jesús-, 
o bien perifrasis -de las cuales la más frecuente era precisamente 
«cielo»21. 
Ya en la traducción griega del Antiguo Testamento (LXX) figura 
muchas veces la palabra «cielo» donde el original hebreo habla de 
Dios (cfr., por ejemplo, Job 22, 26; Is 14, 13; 38, 14) En 1 Mac no 
aparece el nombre de Dios ni siquiera citando los libros sagrados. 
Cuando se le quiere nombrar, se habla del «cielo»: «Al cielo le da lo 
mismo salvar con muchos que con pocos» (3, 18); «lo que el Cielo 
tenga dispuesto, lo cumplirá» (3, 60; cfr. igualmente 3, 19.50; 4, 
10.24.40.55; 9, 46; 12, 15; 16, 3)22. 

Lo que cabe discutir, aunque ambas expresiones sean sinónimas, es 
cuál de las dos utilizó Jesús. Dado que el término «Reino del cielo» no 
apareció en la literatura rabínica hasta medio siglo después de la 
predicación de Jesús23, me inclino por la opinión de que no lo usaría 
él, sino que se le atribuyó posteriormente dentro de los ambientes 
judeocristianos (Mateo lo utiliza, como vimos, 31 veces; el evangelio de 
los nazareos, 1 vez; el de Tomás, 3; el de Felipe, 6...). Por eso, y 
porque no entraña el peligro de que sugiera una realidad ajena a la 
Tierra -lo cual empieza a ocurrir incluso en los escritos tardíos del 
Nuevo Testamento: 2 Tim 4, 18; Heb 8, 5; 9, 23; 10, 34; 11, 16; 12, 27; 
13, 14...-, aquí utilizaremos siempre «Reino de Dios». A Christoph 
Blumhardt le gustaba llamar la atención sobre el hecho de que en el 
«Padrenuestro» no decimos «haznos ir a tu Reino», sino «venga a 
nosotros tu Reino»).

8. ¿Reino o Reinado de Dios? 
La expresión «Reino» de Dios tiene unas connotaciones estáticas de 
las que carece el original hebreo o arameo (malkuth Yahveh). En el 
Antiguo Testamento, malkuth designa muy raras veces la idea de un 
reino en sentido local o estático (un territorio). Suele designar más bien 
el acto de gobernar, la autoridad y poder de un rey (por ejemplo, Dan 
6, 29. «En el reinado de Darío y en el reinado de Ciro...»). 
Así, pues, «malkuth Yahveh» significaría preferentemente «Dios es 
rey» o «Dios es Señor», y se referiría al reconocimiento de la 
soberanía de Dios sobre la historia. De hecho, así suele ocurrir en el 
judaísmo antiguo (cfr Miq 4, 7; Zac 14, 9; etc.). 
Y cuando Jesús anuncia que «El Reino de Dios está cerca», eso 
significaría algo así como: «Dios está cerca; más aún, ya esta aquí». La 
famosa frase de Orígenes de que Jesús es la autobasileia24 
significaría precisamente que él es el poderío de Dios llegado a nuestra 
historia. 
A pesar de todo lo anterior, no conviene descartar sistemáticamente 
cualquier significado «espacial» del Reino de Dios. El Nuevo 
Testamento también contiene giros tales como «entrar en el reino del 
cielo» (Mt 5, 20; 7, 21; 18, 3; 19, 23-24 y par; Mc 9, 47; Jn 3, 5; Hech 
14, 22; 2 Pe 2, 11), «llaves del reino de los cielos» (Mt 16,19), 
«sentarse a la mesa... comer y beber en el reino de los cielos» (Mt 8, 
11; 20, 21; 26, 29; Lc 14, 15 y par.), «heredar el reino de Dios» (1 Cor 
6, 9-10; 15, 50; Sant 2, 5), etcétera. 
RD/REINADO REINADO/RD: Es fácil observar que en todos estos 
giros se aprecia un matiz de realidad ya consolidada. Así, pues, 
nosotros utilizaremos, según el contexto lo exija, «Reino» o «Reinado» 
de Dios: «Reino», cuando nos refiramos al estado de plenitud; y 
«Reinado», cuando hablemos de la situación actual. Este es también el 
criterio de Schillebeeckx: 

«La soberanía de Dios es el propio poder divino actuando 
salvíficamente en nuestra historia, pero simultáneamente es el estado 
escatológico que pone fin al mundo malo, dominado por las fuerzas de 
la desdicha, e inicia el mundo nuevo, en el que Dios 'impone' 
plenamente 'sus derechos': 'Venga tu reino' (Mt 6, 10). La soberanía de 
Dios y el reino de Dios son, por consiguiente, dos aspectos de una sola 
realidad. Aquélla indica el carácter dinámico, presente, del dominio de 
Dios; el reino de Dios indica más bien el estadio definitivo a que apunta 
la acción salvífica de Dios»25. 

9. ¿Reino mesiánico o Reino escatológico? 
Jesús nunca dice expresamente qué entiende por «Reino de Dios» 
Se limita a afirmar que está cerca. Probablemente presuponía en sus 
oyentes una comprensión espontánea del término, pero habíamos visto 
que el judaísmo intertestamentario esperaba dos cosas muy diferentes 
bajo ese nombre: unos, la restauración del reino davídico por el 
mesías; otros, la implantación del reino escatológico por el Hijo del 
hombre 
HIJO-DEL-HOMBRE: Pues bien, según el testimonio unánime de los 
cuatro evangelios, Jesús se llamó a sí mismo «Hijo del hombre». Dicho 
título aparece nada menos que 82 veces en los evangelios (14 en 
Marcos, 30 en Mateo, 25 en Lucas y 13 en Juan). Y, desde luego, no 
convence la opinión de Bultmann de que fue una creación de la 
comunidad primitiva26, puesto que precisamente ese título debió de 
desaparecer muy pronto del vocabulario de las comunidades: 
excluyendo la lapidación de Esteban (Hech 7, 56), no se le vuelve a 
encontrar en ningún otro escrito del Nuevo Testamento distinto de los 
evangelios. 
El hecho de que, siendo una expresión inusual entre los primeros 
cristianos, la conserven en boca de Jesús -y más todavía: que 
probablemente se hayan atrevido a sustituir en alguna ocasión el «yo» 
enfático que transmitió la tradición por un «Hijo de hombre»27- sólo se 
explica si persistiera vivo entre ellos el recuerdo de que Jesús usaba 
siempre ese «extraño titulo». 
Algunos28 admiten que Jesús utilizaba esa expresión, pero en su 
opinión no como título, sino como una perífrasis para designarse a sí 
mismo. Filológicamente es posible. La expresión aramea bar nasa (o la 
hebrea ben 'adam) puede significar simplemente «individuo de la 
especie humana» («adam», por sí solo, significaría «hombre» en 
sentido colectivo; para añadir la idea de individuo concreto se decía 
«ben 'adam»). Parece demostrado que se usaban a veces tales 
expresiones; no, desde luego, en el lenguaje coloquial, pero sí cuando 
se quería dar cierto énfasis a las propias afirmaciones 
Así, pues, filológicamente sería correcto sustituir «Hijo del hombre» 
por «este hombre» cada vez que aparezca en el original de los 
evangelios -y así hacen, por ejemplo, Alonso Schockel y Mateos en la 
«Nueva Biblia Española»-; pero uno se pregunta por qué los 
evangelistas conservaron en griego ese semitismo, tan incomprensible 
para la cultura helénica, sin anticiparse a traducirlo ellos mismos como 
han hecho nuestros dos escrituristas. Sólo cabe suponer que creían 
estar ante un auténtico título, y precisamente el que ya vimos 
anteriormente en el libro de Daniel y los apócrifos veterotestamentarios. 

Otros, por último, reconociendo que es un título, sostienen que Jesús 
no se lo aplicaba a sí mismo. Es verdad que algunos textos sobre el 
Hijo del hombre glorioso aparecen redactados en tercera persona y en 
futuro, como si Jesús hablara de alguien distinto de él (Lc 17, 22-37; Mt 
24, 27.37; 26, 64; 25, 31; Mc 8, 38; etc.). Pero -aparte de que la 
mayoría de los textos no dejan duda de que Jesús está hablando de sí 
mismo: «El Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza» (Mt 8, 
20), «vino el Hijo del hombre que come y bebe ..» (Mt 11, 19)- en 
aquellos en los que parece hablar de una tercera persona los 
interlocutores no dudaron de que esa «tercera persona» era el mismo 
Jesús: tras decir Jesús «A partir de ahora veréis al Hijo del hombre 
sentado a la diestra del Poder», el Sumo Sacerdote interrumpe rápido: 
«¡Ha blasfemado! ¿Qué necesidad tenemos ya de testigos?» (Mt 26, 
64-65). 
En resumen, Jesús se consideró a sí mismo el Hijo del hombre 
anunciado por Dan 7, 13-14 y, en consecuencia, tenemos un primer 
motivo para suponer que el Reino que anunciaba no era la 
restauración del reino davídico, sino el mismísimo reino escatológico 
Otra razón igualmente poderosa es el hecho indudable de que, para 
Jesús, todos -y no sólo los israelitas- estaban llamados al Reino de 
Dios. Más aún, ocurrirá algo inaudito: la generación de Israel que 
rechaza a Jesús será excluida, mientras que los paganos hallarán 
gracia a los ojos de Dios (Mt 12, 41-42 y par.). Como demuestra 
Joachim Jeremías, «el convite de salvación del final de los tiempos, del 
que Jesús habla con tanta frecuencia y con imágenes tan variadas 
-banquete de bodas, festín de regocijo en el que puede participar el 
siervo bueno y fiel (Mt 25, 21.23), Pascua que cumplir (Lc 22, 16), 
hartura de los que tienen hambre (Mt 5, 6)-, siempre es el festín 
descrito en Is 25, 6-8, sobre la montaña de Sión; el banquete universal 
de Dios, al que afluyen los pueblos»29. 

10. ¿Rechazó Jesús el mesianismo político? 
Según los Evangelios, en el momento de la crucifixión surgió una 
discusión entre los sacerdotes judíos y los representantes de Roma 
sobre lo que debería escribirse en el titulus de la cruz. Y la disputa no 
ha terminado todavía. 
Generalmente, cuando hoy discutimos si Jesús tuvo o no 
pretensiones de tipo político, lo hacemos desde una comprensión de la 
religión privatizada que es típica de las modernas sociedades 
secularizadas y que -ni que decir tiene- es radicalmente diferente de la 
que existía en tiempos de Jesús. Pero -aun sabiendo que estamos 
planteando el problema desde una distinción que habría resultado 
impensable entonces- cabe decir: 
Ya veíamos anteriormente que en el conjunto del pueblo estaba más 
arraigada la esperanza del mesianismo político que la del Reino 
escatológico. En todas las oraciones que los judíos dirigían diariamente 
a Dios pedían el exterminio del Imperio romano y la restauración del 
trono de David: peticiones 11 y 12 de la «Plegaria de las 18 
peticiones», Qaddisch, plegaria de Musaph del año nuevo, oración de 
'Alenu, etc.30. 
En medio de ese fervor nacionalista no debe extrañarnos que Jesús 
fuera considerado por sus contemporáneos el mesías que esperaban: 
Bartimeo, aquel mendigo ciego, le llamó «hijo de David» (Mc 10, 47). A 
la entrada de Jerusalén, fue aclamado por el pueblo en estos términos: 
«¡Bendito el reino que viene, de nuestro padre David!» (Mc 11, 10), y 
mas claramente aún: «Rey de Israel» (Jn 12, 13). 
No sólo el pueblo, sino sus mismos discípulos vieron en él al Mesías. 
Basta recordar la apasionada oposición de Simón Pedro ante el 
anuncio de la pasión (Mc 8, 31-33), cómo sacaron dos espadas cuando 
el peligro se aproximaba (Lc 22, 38), la resistencia violenta de Pedro 
durante el prendimiento (Mc 14, 47 y par.) y, sobre todo, la petición por 
parte de los dos hijos del Zebedeo de los primeros puestos como 
ministros en el Reino de Jesús (Mt 20, 20-23. Par.: Mc 10, 35-40). Por 
otra parte, el hecho de que esa petición no provoque las burlas de los 
demás apóstoles, sino su envidia e indignación, denota que todos 
estaban deseando lo mismo. Por lo que se ve, ni siquiera tras la 
resurrección desapareció el equívoco: «Nosotros esperábamos que 
sería él el que iba a liberar a Israel» (Lc 24, 21); «Señor, ¿es en este 
momento cuando vas a restablecer el reino de Israel?» (Hech 1, 6). 
Y, como todos se empeñaron en convertirle en mesías, Jesús fue 
acusado ante Pilatos de haber pretendido restaurar el trono de David. 
Según el Proto-Lucas, la guardia de corps del tetrarca Herodes Antipas 
vistió a Jesús con un manto blanco, que era el distintivo del monarca 
nacional de los judíos (Lc 23, 11); la soldadesca romana le escarneció 
poniéndole un manto rojo, como el que usaban los príncipes helenistas, 
y una corona de espinas; y, por si alguna duda quedaba, la inscripción 
de la cruz decía: «El rey de los judíos» (Mc 15, 26) Todo ello denota, 
en definitiva, que los romanos le ejecutaron como a uno de los 
numerosos pretendientes mesiánicos a la realeza. 
Como es sabido, la crucifixión era la pena con que el Imperio Romano 
castigaba los delitos de estado, es decir, la rebelión contra el orden 
social imperante (recuérdese los más de siete mil esclavos crucificados 
a lo largo de la Vía Apia tras el levantamiento de Espartaco) o contra el 
orden político. No hay duda posible: Jesús fue acusado y condenado 
por «el intento zelote de hacerse rey de Israel, país administrado por 
los romanosn31. 
Lo curioso es que Jesús nunca se había atribuido a si mismo el titulo 
de Mesías; y cuando lo hacían otros, les impuso siempre silencio. Como 
es sabido, a principios de siglo Walter Wrede llamó la atención sobre lo 
que llamó el «secreto mesiánico»32. El opinaba que tuvo que ser la 
primera comunidad la que pusiera en boca de Jesús las repetidas 
peticiones de silencio sobre su mesianismo. Hoy, en cambio, parece 
claro que fue el mismo Jesús quien pasó la vida entera intentando 
deshacer ese equívoco: él «no vino para ser el Mesías, sino el Hijo del 
hombren33. 
Sin embargo, los primeros cristianos no vacilaron en llamarle Mesías. 
Es verdad que en todo el Nuevo Testamento sólo dos veces aparece 
esa palabra (Jn 1, 41 y 4, 25); pero, en cambio, usan constantemente 
el término griego «Khristos», que significa lo mismo: «ungido». Incluso 
Juan concluye el Cuarto Evangelio diciendo que ha sido escrito «para 
que creamos que Jesús es el Cristo» (Jn 20, 31). La gran paradoja es 
que ese término que rechazó Jesús, convertido en nombre propio, es 
ahora el que todos usamos para designarle: «Cristo». 
¿Resultaría, entonces, que acertó mejor Proudhon cuando vio en 
Jesús al antimesías, porque defraudó las expectativas 
político-nacionalistas de sus contemporáneos? Sí y no. 
RD/LIBERACIÓN LBC/RD: Desde luego, lleva razón Joachim 
Jeremías cuando escribe: «Jesús no es el Mesías que Israel espera; no 
quiere edificar el reino de Israel, sino el reino de Dios; no quiere liberar 
a su pueblo del yugo de los romanos, sino del poder de Satanás»34. 
Lo que pasa es que, al liberarlo del poder de Satanás, se libera al 
hombre del yugo de los romanos y de todos los yugos en que él poder 
de Satanás se encarna. 
Aunque no aceptemos, naturalmente, la tesis de Brandon que hace 
de Jesús un zelota fanático, sí podemos considerar acertado el análisis 
que hace de la tendencia de los autores neotestamentarios a disimular 
las implicaciones políticas que tenía el Reino anunciado por Jesús con 
el fin de no provocar a las autoridades romanas35. 

11. Fuerza y debilidad del Reino de Dios RD/FUERTE-DEBIL:
Así, pues, podemos considerar como un dato definitivamente 
adquirido que Jesús se tuvo a sí mismo por el Hijo del hombre que 
venía a instaurar el Reino escatológico de Dios. Pero, a la vez, 
debemos afirmar que Jesús «corrigió» el contenido que se asignaba a 
ese título; y un aspecto en que lo hizo, de particular interés para 
nuestro trabajo, es el relativo al tipo de poder que se suponía al Hijo del 
hombre. 
Puesto que, según Lucas, «estaba escrito» que el Mesías había de 
padecer (Lc 24, 46; Hech 3, 18), se ha planteado la cuestión de si los 
judíos esperaban un Mesías o un Hijo del hombre sufriente. En mi 
opinión, la respuesta es rotundamente negativa. La afirmación de 
Lucas procede, sin duda, de la relectura que los cristianos hicieron del 
Antiguo Testamento para poder explicar el escándalo de la muerte de 
Jesús 
Es verdad que existen los cantos de Isaías sobre el Siervo del Señor 
que parecen estar hablando de Jesús en el Calvario: 

«No tenía apariencia ni presencia; 
(le vimos) y no tenía aspecto 
que pudiésemos estimar. 
Despreciable y desecho de los hombres, 
varón de dolores y sabedor de dolencias, 
como uno ante quien se vuelve el rostro, 
despreciable, y no le tuvimos en cuenta. 
¡Y con todo, eran nuestras dolencias 
las que él llevaba 
y nuestros dolores los que soportaba! 
Nosotros le tuvimos por azotado, 
herido de Dios y humillado. 
El ha sido herido por nuestras rebeldías, 
molido por nuestras culpas. 
El soportó el castigo que nos trae la paz, 
y con sus cardenales hemos sido curados» (ls 53, 2-5). 

Pero la verdad es que el problema del Deutero-Isaías tuvo escasa 
influencia en el judaísmo posterior. El dolor había sido siempre 
demasiado escandaloso entre los israelitas como para que pudieran 
concederle alguna capacidad salvífica. 
Ciertamente -como ha mostrado Schmidt36- cabe apreciar una tímida 
evolución de los textos mesiánicos en el sentido de plantearse la 
posibilidad de un mesías débil, pero nunca hasta el extremo de que 
«predicar a un mesías crucificado (deje de ser) escándalo para los 
judíos» (1 Cor 1, 23). El Mesías, o el Hijo del hombre, encadenado ante 
un procurador romano, necesariamente ofrecía una imagen tan 
grotesca a los ojos de los judíos que incluso quienes habían confiado 
en él tuvieron que sentirse engañados. 
Así, pues, los discípulos, ante la pasión y muerte de Jesús, no 
pensaron en absoluto que estuvieran ante lo que habían descrito los 
cantos del Siervo del Señor. Sin duda fue la resurrección, y sólo ella, la 
que les permitió descubrirlo. Podemos suponer que la frase de Lucas a 
propósito de los discípulos de Emaús -Jesús resucitado «abrió sus 
inteligencias para que comprendieran las Escrituras» (Lc 24, 25)- se 
refiere precisamente al descubrimiento de la figura mesiánica del 
Siervo.
J/TENTACIONES: En lo que nos es dado saber, tampoco para Jesús 
las cosas fueron demasiado fáciles. Tuvo siempre la tentación de 
sustituir el mesianismo del Siervo por un mesianismo político. González 
Ruiz lo llama «la tentación del poder popular»37; es decir, la tentación 
de apoyarse no en el poder establecido -que obviamente estaba al 
servicio del mal-, sino en el poder del pueblo, que mediante una 
organización eficaz podría vencer al otro con sus propias armas. En el 
relato de las tentaciones, que los sinópticos colocan al comienzo de la 
vida pública, se insinúa incluso que ese poder no viene de Dios, sino 
de Satanás: Para obtenerlo tendría que adorarlo. 
Jesús no tuvo la tentación de apoyarse en el poder popular 
únicamente al comienzo de su ministerio (Mt 4, 8-10), sino que dicha 
tentación le acompañó toda su vida. Cada vez que la muchedumbre 
quiso proclamarle rey, cada vez que los discípulos quisieron apartarle 
de un camino que conducía a la muerte, Jesús tuvo que repetir, como 
en el desierto: «¡apártate, Satanás!» (/Mt/16/23). 
Sin duda, la tentación se recrudeció conforme fue viendo la escasa 
eficacia que aparentemente tenía su ministerio. Como es lógico, Cristo 
sufría viendo cuán pocos eran lo judíos que escuchaban su llamada; y 
Satanás le sugería lo que parece conclusión obvia: que «el mesianismo 
del siervo traiciona a los hombres a los que pretende servir»38. Pero 
Jesús siguió viendo el poder popular como una tentación, y se aventuró 
a seguir adelante sin servirse de él. Sólo la resurrección, como 
decíamos antes, lo reveló a sus seguidores como el verdadero 
«bienaventurado», es decir, el que se había «aventuradobien»39.

LUIS GONZÁLEZ-CARVAJAL
EL REINO DE DIOS Y NUESTRA HISTORIA
SAL TERRAE.Col. ALCANCE 38
SANTANDER-1986. Págs. 31-92

......................
(1) BUBER, Martín, Königtum Gottes, Heidelberg 1956. 3ª ed., p. 29.
(2) MOWINCKEL, Sigmund, El que ha de venir, Fax Madrid 1973, p. 170. La 
palabra mashiah -un adjetivo de tipo qatîl que significa «ungido»- aparece 38 
veces en la Biblia hebrea: unas veces el ungido es un personaje histórico, otras un 
personaje escatológico; unas veces se trata de un rey, otras de un sacerdote; 
etcetera. No es extraño que CAZELLES, Henri (El Mesías de la Biblia, Herder, 
Barcelona 1981, pp. 163-169) haya podido recopilar 26 definiciones diferentes de 
«mesías». Aqui vamos a utilizarlo solamente en el sentido que le da Mowinckel; 
para los demás casos me parece preferible utilizar la traducción castellana 
(«ungido»). 
(3) JOSEFO, Flavio, Antigüedades Judías, 17, 47 s. 
(4) Bab. Sanedrin, 98 b, 99 a. 
(5) JOSEFO, Flavio, Antigüedades Judías, 14, 160. 
(6) Cfr. NOTH, Martin, Historia de Israel, Garriga, Barcelona 1966, pp. 397 ss. 
(7) GONZALEZ LAMADRID, Antonio, La fuerza de la tierra, Sigueme, 
Salamanca 1981, p. 181.
(8) RAD, Gerhard von, Teología del Antiguo Testamento, II, Sigueme, 
Salamanca 1972, p. 152. 
(9) DIEZ MACHO, Alejandro (ed.), Apócrifos del Antiguo Testamento, IV, 
Cristiandad, Madrid 1984, p. 48. 
(10) Ibid., p. 73. 
(11) Ibid., pp. 78, 75 y 85. 
(12) Ibid., p. 74.
(13) Ibid., p. 69. 
(14) Ibid, pp. 85-86.
(15) Jer. Taanit 2, 1, 65 b, 59. 
(16) DIEZ MACHO, Alejandro, op. cit., pp. 74-75. 
(17) JOSEFO, Flavio, Antigüedades Judías, 6, 60. 
(18) I QM 6, 7: «El Dios de Israel reinará»; I QM 12, 7: «Tú, oh Dios, eres 
grande en tu Reino»; SB 4, 25: «En el palacio de tu Reino». He utilizado la 
traduccion de JIMENEZ BONHOMME, Los documentos de Qumram, Cristiandad, 
Madrid 1976, pp. 150 y 158. 
(19) Los rabinos decían: «Una plegaria que no tiene en cuenta el Reino de 
Dios no es tal plegaria» (b Br 12 a).
(20) b. Kidd. 71 a; j. Joma 40 d, 57 ss. 
(21) Véanse ejemplos en STRACK, H. y BILLERBECK, P., Kommentar zum 
Neuen Testament aus Talmud und Midrasch (4 vols., Munich 1922-1928), vol. I, 
862-865.
(22) NELIS., Jan, «Dios y cielo en el Antiguo Testamento», en Concilium 143 
(1979), p. 312. 
(23) Utilizado por el Rabi Johanan ben Zakkai (j. Qidd. 59 d 28) hacia el año 80 
d. C. 
(24) Cristo, «así como es la misma sabiduría y la misma justicia y la verdad 
misma, ¿no ha de ser por igual razón él mismo el Reino (kai e autobasileia)?» Y, 
añade: «Puedes decir (...) que él mismo es el Reino (autobasileia esti)» 
(ORIGENES, In Mt hom. 14, 7: PG 13, 1198 BC).
(25) SCHILLEBEECKX, Edward, Jesús, la historia de un viviente, Cristiandad, 
Madrid 1981, pp. 128- 129.
(26) BULTMANN, Rudolf, Teología del Nuevo Testamento, Sígueme, 
Salamanca 1981, pp. 65-67.
(27) Cfr. JEREMIAS, Joachim, Teología del Nuevo Testamento, I, Sígueme, 
Salamanca 19773 p. 305. 
(28) Cfr. VERMES, Geza, Jesús, ei judio, Muchnik, Barcelona 1979, 2ª ed., pp. 
174-180; PERRIN, Norman, Rediscovering the Teaching of Jesús, SCM Press, 
Londres 1963, pp. 167-198. 
(29) JEREMIAS, Joachim, La promesa de Jesús para los paganos, Fax, Madrid 
1974, p. 91. 
(30) Véanse los textos en STRACK, H. y BILLERBECK, P., Kommentar zum 
Neuen Testament aus Talmud und Midrasch, vol. I, 178.
(31) CULLMANN, Oscar, Jesús y los revolucionarios de su tiempo, 
Studium-Herder, Barcelona 1980, 3ª ed., p. 46. 
(32) WREDE, Walter, Das Messiasgeheimnis in den Evangelien, Tübingen 
1901. 
(33) MOWINCKEL, Sigmund, op. cit., p. 484.
(34) JEREMIAS, Joachim, La promesa de Jesús para los paganos, p. 61. 
(35) Cfr. BRANDON, S. G. F., Jesús and the zealots: a study of the political 
factor in primitive christianity, Manchester 1967. 
(36) SCHMIDT, Werner H., «Die Ohnmacht des Messías zur 
Überlieferungsgeschichte der messia- nische Weissagen im Alten Testament», en 
Kerygma und Dogma 15 (1969), pp. 18-34. Resumido en Selecciones de Teología 
10 (1971), pp. 25-33. 
(37) GONZALEZ RUIZ, José María, El poder popular, tentación de Jesús, Hogar 
del Libro, Barcelona 1983.
(38) DUQUOC, Christian, Cristología, Sigueme, Salamanca 1978, 3ª ed., p. 71. 
(39) GONZALEZ DE CARDEDAL, Olegario, Jesús de Nazaret. Aproximación a 
la Cristología, B. A. C., Madrid 1975, pp. 535 y 551.