¡HA LLEGADO EL REINO DE DIOS!
RD/ORIGENES
Generalmente se acepta que el concepto de Reino de Dios y la
consiguiente invocación de Yahveh como melek (rey) no son
anteriores a la instauración de la monarquía israelita, hacia el año 1050
a.C. Vamos a reconstruir sus orígenes.
1. La dinastía de David
El lector del Antiguo Testamento suele sacar la impresión de que
hacia el año 1200 a.C. Ios israelitas, recién llegados de Egipto, tomaron
posesión de Canaán -la tierra que Dios les había prometido desde
tiempos inmemoriales- y se instalaron en ella triunfalmente. Pero eso es
más bien el resultado de una reelaboración teológica de la historia que,
para hacer más elocuente la protección divina sobre Israel, convirtió en
una hazaña fulgurante lo que, reloj en mano, aconteció a lo largo de
dos largos siglos.
Lógicamente, cuando los israelitas llegaron a Canaán, se
encontraron ciudades cananeas -bien fortificadas, por cierto- en las
zonas más fértiles del país. Sin duda, los israelitas, que combatían a
pie, se atemorizaron al ver los carros de guerra de los habitantes del
lugar y optaron por quedarse en las zonas montañosas y pobres que
los cananeos habían dejado deshabitadas:
«No podemos subir contra ese pueblo, porque es más fuerte que
nosotros (...). Nosotros nos teníamos ante ellos como saltamontes y
eso mismo les parecíamos a ellos» (Num 13, 31-33).
Pero ni siquiera allí lograron vivir tranquilos, porque los filisteos, que
habían sido rechazados por los egipcios, les disputaron hasta esos
terrenos pedregosos. Las escaramuzas fueron constantes y los
israelitas sufrieron dos grandes derrotas (cfr. 1 Sam 4,1-7,1) en las que
perdieron incluso el Arca de la Alianza.
Israel en aquellos tiempos, comparado con sus naciones vecinas,
resultaba un pueblo «primitivo». Sus costumbres sociales, sus
instituciones políticas y su cultura misma eran todavía las
correspondientes a una vida sencilla y semi-nómada. Las doce tribus
se consideraban un solo pueblo y compartían una misma fe, pero
carecían de un jefe único y de la más mínima organización política o
militar, con lo cual, cada vez que eran atacados por sus vecinos
dependían, para defenderse, de que apareciera entre ellos algún
caudillo carismático (los jueces).
ISRAEL/REALEZA: Pronto notaron que sus vecinos eran fuertes precisamente porque disponían de una
organización política: tenían reyes (los cananeos) o príncipes (los filisteos). Y desearon tener un rey «como todas las naciones» (1 Sam
8, 5). De modo que, en el santuario de Guilgal, todo el pueblo proclamó «rey a Saúl delante de Yahveh» (1 Sam 11, 15); lo cual, por cierto, no
se logró sin la fuerte oposición de quienes consideraban que esa decisión equivalía a reconocer que el pueblo ya no confiaba en la
protección divina como cuando andaba por el desierto. Testimonio de la oposición es la fabula de /Jc/09/08-15, que Martín Buber considera
«el poema más antimonárquico de la literatura universal»1:
«Los árboles se pusieron en camino para ungir a uno como su rey.
Dijeron al olivo: 'Sé tu nuestro rey'. Les respondió el olivo: "¿Voy a
renunciar a mi aceite, con el que gracias a mí son honrados los dioses
y los hombres, para ir a vagar por encima de los arboles?'.
Los árboles dijeron a la higuera: 'Ven tú, reina sobre nosotros'. Les
respondió la higuera: '¿Voy a renunciar a mi dulzura y a mi sabroso
fruto para ir a vagar por encima de los árboles?'
Los árboles dijeron a la vid: 'Ven tú, reina sobre nosotros'. Les
respondió la vid: '¿Voy a renunciar a mi mosto, el que alegra a los
dioses y a los hombres, para ir a vagar por encima de los árboles?'.
Todos los árboles dijeron a la zarza: 'Ven tú, reina sobre nosotros'.
La zarza respondió a los árboles: 'Si con sinceridad venís a ungirme a
mí para reinar sobre vosotros, llegad y cobijaros a mi sombra. Y si no
es así, brote el fuego de la zarza y devore los cedros del Líbano'».
El hecho es que Saúl logró importantes victorias sobre los filisteos,
pero al final fueron barridas las tropas israelitas (1 Sam 31). Los hijos
de Saúl murieron en la batalla, y él mismo, para no caer en manos de
sus enemigos, se quitó la vida.
Entonces las seis tribus del sur eligieron a David «rey de la casa de
Judá» (2 Sam 2, 4). David se casó con Mikal, la hija de Saúl, y de esa
forma también las tribus del norte reconocieron su autoridad (2 Sam 5,
1-3). Logró acabar definitivamente con la amenaza de los filisteos (2
Sam 5, 17-21), sometió después a las ciudades cananeas, más tarde
derrotó a los moabitas y acabó creando un gran imperio (2 Sam 10,
1-11, 1; 12, 26-31) que hacía sentir su influencia hasta la Siria central.
Fue la obra de un hombre con una inteligencia poco común, que se
vio favorecida además por la situación general del Oriente Medio. Por
aquellos años ni Egipto ni Mesopotamia tenían el interés de otros
tiempos por dominar Palestina -esa estrecha franja que comunicaba
ambos imperios- y tan sólo tuvo que enfrentarse a potencias de
segundo orden.
No es extraño que la figura de David -el hombre que salvó a las doce
tribus de la extinción y las convirtió en un gran imperio- fuera idealizada
«David-Rey» fue considerado como un don divino para Israel,
comparable a las maravillas que experimentó durante el Éxodo. La
profecía de Natán (2 Sam 7, 8-17) prometía a David una «dinastía
eterna», y el «reino davídico» empezó a formar parte de los «credos»
de Israel.
2. Las decepciones de la historia
Desgraciadamente, el futuro no se mostró demasiado risueño, y la
decadencia comenzó ya con su mismo hijo, Salomón.
El matrimonio de David con Mikal había sido estéril. Salomón era hijo
de David y su esposa favorita Betsabé, la que había sido mujer de
Urías (2 Sam 12, 24). De modo que las tribus del norte -que sólo por el
matrimonio con Mikal habían reconocido la autoridad de David-
aceptaron mal a su sucesor.
La tarea que debía afrontar Salomón era, desde luego, muy difícil, y
no estuvo a la altura de su misión, a pesar de que la posteridad le haya
concedido fama de «hombre sabio» por las sentencias que, con razón
o sin ella, se le atribuían (1 Re 5, 12-14).
Aumentó el lujo de la corte y construyó numerosos edificios, entre
ellos el templo de Jerusalén. La tradición describe admirablemente la
extraordinaria fastuosidad de Salomón (1 Re 10, 14-22) y la posteridad
nos habla de sus enormes riquezas y su «magnificencia» (Mt 6, 29). Es
posible que el esplendor de la monarquía de Salomón despertase
admiración y quizá también orgullo, pero es evidente que el pueblo
gemía bajo el peso de los impuestos que le abrumaban. Salomón
dividió el territorio israelita en doce distritos. Cada mes, uno de los
distritos era responsable de atender al suministro de la corte (1 Re 4,
7). También implantó el sistema de trabajos forzosos u obligatorios (1
Re 9, 15.20-22).
El hecho es que a la muerte de Salomón (año 925 a.C.) se dividió el
Imperio: las tribus del sur mantuvieron la dinastía davídica, pero las
tribus del norte reimplantaron la costumbre electiva que habían seguido
tiempo atrás con Saúl.
Lo que había sido un imperio poderoso se convirtió en dos reinos
menores -el de Israel (al norte) y el de Judá (al sur)- que, tras una
decadencia imparable, acabarían perdiendo incluso su independencia:
el año 733 a.C. Asiria hizo de Israel una provincia de su Imperio, y el
año 587 a.C. Babilonia hizo lo mismo con Judá, llegando al extremo de
arrasar Jerusalén, destruir el Templo y deportar a toda su población. A
partir de entonces los unos y los otros fueron pasando de mano en
mano, según unas potencias sucedían a otras (Ptolomeos, Seléucidas,
Roma...).
El balance de los quinientos años de independencia no fue brillante.
Al deuteronomista la monarquía, globalmente considerada como
institución, le produce una opinión desfavorable (1 Sam 12). A la hora
de enjuiciar uno por uno a los hombres que ocuparon el trono,
descalifica a 19 reyes del reino del norte y a todos los del reino del sur,
excepto David, Ezequías y Josías.
Y, sin embargo, la esperanza de un nuevo florecimiento se resistía a
desaparecer. Renacía y moría con cada nuevo rey: algún día el
verdadero rey habría de llegar y pondría todo en su sitio, tal como -de
acuerdo con la saga y la poesía- había hecho en otro tiempo David. De
hecho, varios textos que hasta hace poco creíamos que hacían
referencia al mesías (Is 7, 10-14; 9, 1-6; los salmos reales, etc.) son tan
sólo manifestación de las expectativas creadas ante el nacimiento de
un nuevo rey.
3. El Mesías MESIAS/ORIGEN-FE
Los pasajes realmente mesiánicos son todos posteriores a la caída
de la monarquía. En efecto, a partir del exilio, cuando todas las
esperanzas razonables se habían hecho añicos -la dinastía había
desaparecido, Jerusalén estaba arrasada y el templo mismo no era más
que un montón de ruinas-, hubo algunos hombres que empezaron a
alimentar la esperanza, despojada ya de todo cálculo humano, en una
intervención directa de Dios que restauraría el trono de David.
«El Mesías -dice Mowinckel- es sencillamente el rey de ese reino
futuro, nacional y religioso, que un día se establecerá gracias a la
intervención milagrosa de Yahveh»2.
Las dos dimensiones -política y religiosa- estaban íntimamente
unidas. No se trataba tan sólo de librar al pueblo del dominio extranjero
y de la miseria, sino también de purificarle para un fiel servicio del
Señor mediante el exacto cumplimiento de la Ley. El Cántico de
Zacarías (el «Benedictus») lo expresa perfectamente: «Nos salvará de
nuestros enemigos y de las manos de todos los que nos odian», para
que luego «podamos servirle (a Dios) sin temor, en santidad y justicia
delante de él todos nuestros días» (Lc 1, 71.75).
Tan difundida llegó a estar posteriormente esa expectación
mesiánica que los judíos identificaron muy a menudo a diferentes
personajes con el mesías que había de venir, despertándose entre las
masas auténticos fervores nacionalistas:
Un fariseo atribuyó la dignidad de mesías a Freoras, hermano del rey
Herodes3; Hillel reconoció como tal a Ezequías el Galileo4, a quien
Josefo llama «jefe de ladrones»5; otros supuestos mesías fueron Indas
y Menahem ben Ezequías (hijos del anterior), Thendas, Simón bar
Kochba, etc.6
El más famoso y extravagante de todos los mesías fue Sabatai Zevi
(1648-1666), judío oriundo de Esmirna, que, tras proclamarse mesías,
organizó una marcha triunfal hacia la tierra prometida y la ciudad santa,
arrastrando detrás de sí el entusiasmo y el fervor de grandes masas de
seguidores. Un frenesí mesiánico se apoderó de repente de todo el
mundo judío; vendían sus casas y la gente se ponía en viaje hacia
Jerusalén para aclamar al mesías. La hora de la restauración del trono
de David parecía haber llegado por fin... pero, encarcelado por el
sultán de Constantinopla, el extraño mesías renunció al judaísmo para
salvar la vida y se convirtió al Islam7.
Como puede verse, el Reino que debía inaugurar el Mesías no es
escatológico en sentido estricto. La escatología supone que este orden
de cosas llegará de repente a su fin y será sustituido por otro orden
esencialmente distinto. Es característico de la escatología distinguir
entre dos eras o eones, «esta era» y la «era futura». En cambio, la
esperanza mesiánica se concebía como una restauración política de
Israel dentro de este eón.
4. El Hijo del hombre HIJO-DEL-HOMBRE La auténtica escatología
llegó al Antiguo Testamento cuando ideas procedentes del dualismo
persa se añadieron a las esperanzas que venía alimentando Israel. La
espera del final adquirió así caracteres de apocalipsis: el actual eón,
corrompido por el pecado, se desliza hacia espantosas catástrofes y
será por fin destruido, pero Dios creará un nuevo eón para los justos.
Es sobre todo el Segundo Isaías quien espera a corto plazo esa total
transformación de los hombres y de las cosas (Is 41, 20; 44, 24; 48, 6 y
ss.). No menos de 16 veces emplea ese desconocido profeta del exilio
el verbo bara': que está reservado a la actividad creadora de Dios.
Pero el Segundo Isaías no lo aplica, como los capítulos sacerdotales de
Gen 1-9, a la primera creación de Dios, sino a la última, que tendrá
lugar al final de los tiempos.
Sin embargo, el realismo israelita, con su sana oposición a todo lo
que sea puramente espiritual, jamás localizó ese nuevo eón en «otro
mundo». El mundo en sí seguirá siendo el mismo a ambos lados de la
frontera; lo que cambia es que a este lado existe una situación de
pecado e inhumanidad, y al otro lado se dará una situación de justicia y
plenitud vital.
Así, pues, la escatología veterotestamentaria se caracteriza
simplemente por la idea de que la situación esperada «no puede ser
considerada como una prolongación de lo que hubo hasta entonces»8,
pero no es nunca lo «totalmente otro», que sólo se podría expresar
mediante negaciones.
Esa «terrenidad » del Reino escatológico no se modifica ni siquiera
cuando el capítulo 12 de Daniel introduce la idea de que el nuevo
mundo incluirá a los resucitados, porque resucitarán para vivir largos
años sobre la tierra y morir después, como los patriarcas, «saciados de
días». Así, por ejemplo, algún continuador del Segundo Isaías dice:
«No habrá allí jamás niño que viva pocos días, o viejo que no llene sus
días, pues morir joven será morir a los cien años, y el que no alcance
los cien años será porque está maldito» (Is 65, 20) Y el Henoc etiópico
dice: «Entonces serán humildes todos los justos, vivirán hasta
engendrar a mil hijos y cumplirán en paz todos los días de su mocedad
y vejez» (1 Henoc 10, 17)9
Igual que, a partir del exilio, el contacto con otros pueblos introdujo
en las esperanzas israelitas la idea de una nueva creación, también
introdujo la idea de que la compartirían con los demás pueblos, aunque
el nuevo mundo sería, desde luego, obra del Dios de Israel, y sólo a
través de Israel llegará a los demás:
Dondequiera que haya un judío de la diáspora, diez hombres de
todas las naciones y lenguas le asirán por los vestidos y le dirán:
«Queremos ir con vosotros, porque hemos oído decir que Dios está
con vosotros» (Zac 8, 23) Todos los pueblos afluyen en torrente hacia
Jerusalén, trono del Señor (Jer 3,17), traídos por sus reyes (Is 60, 10);
un cortejo interminable se desata «de mar a mar, de monte a monte»
(Miq 7, 12). Se les encorvan los hombros al peso de las ofrendas que
traen (Is 60, 14; Ag 2, 7). Día y noche las puertas de Sión han de
permanecer abiertas «para dejar entrar las riquezas de las naciones,
traídas por sus reyes» (Is 60, 10).
Anteriormente vimos que el Reino restaurado de David sería
inaugurado por el Mesías. Igualmente ahora, para inaugurar el nuevo
eón, aparece una figura clave: el Hijo del hombre. Se trata de un
personaje a la vez humano y trascendente. Su apariencia es, desde
luego, humana, y por eso recibe el nombre que recibe; pero viene del
cielo, de junto a Dios:
«Y he aquí que en las nubes del cielo venía
como un Hijo de hombre.
Se dirigió hacia el Anciano
y fue llevado a su presencia.
A él se le dio imperio,
honor y reino,
y todos los pueblos, naciones y lenguas
le sirvieron.
Su imperio es un imperio eterno,
que nunca pasará,
y su reino no sera destruido jamás» (Dan 7, 13-14).
Son los apócrifos del Antiguo Testamento, sobre todo el Henoc
etiópico, los que aportan más datos sobre el Hijo del hombre:
No es Dios, sino que fue creado por él «antes de que se creara el sol
y las constelaciones, antes de que se hicieran los astros del cielo» (1
Henoc, 48, 3)10, pero ocupa una posición tan cercana al Creador como
permite el rígido monoteísmo judío. Está colmado de la gloria divina,
kabod de Dios, y en su día se sentará en el trono del mismo Dios:
«Reyes poderosos que habitáis la tierra: habréis de ver a mi Elegido,
sentado en el trono de mi gloria, juzgar a Azazel, a toda su compañía y
a toda su hueste en nombre del Señor de los espíritus» (I Henoc 55, 4;
cfr. 51, 3; 62, 2)11.
Está lleno de cualidades morales:
«En él moran el espíritu de sabiduría, el espíritu de entendimiento, el
de enseñanza y fuerza, y el espíritu de los que han fallecido en la
justicia» (I Henoc 49, 3)12
Como decíamos, el comienzo del nuevo eón ocurrirá cuando
aparezca el Hijo del hombre Entonces «las acciones de los hombres
serán pesadas en la balanza» (1 Henoc 41, 1)l3. La suerte de los
buenos y los malos cambiará de repente:
«Caerán de bruces ante él todos los reyes poderosos y
encumbrados y los que gobiernan la tierra; se postergarán y esperarán
en aquel Hijo del hombre, le rogarán y le pedirán misericordia. Pero
este Señor de los espíritus los urgirá a salir pronto de su presencia: sus
rostros se llenarán de vergüenza y la tiniebla cubrirá sus rostros. Y los
entregará a los ángeles castigadores, para que paguen por cuanto
oprimieron a sus hijos y a sus elegidos. Serán espectáculo para los
justos y sus elegidos, con el que se regocijarán, pues la cólera del
Señor se fijará sobre ellos y su espada se embriagará de ellos. Los
justos y los elegidos serán salvos en ese día y ya no verán el rostro de
los pecadores e inicuos. El Señor de los espíritus habitará en ellos; con
ese Hijo del hombre morarán y comerán, se acostarán y se levantarán
por los siglos de los siglos. Los justos y elegidos se alzarán de la tierra,
dejando de bajar el rostro y llevando vestiduras de gloria. Ese será
vestido de vida junto al Señor de los espíritus: vuestras ropas no se
raerán, ni pasará vuestra gloria ante el Señor de los espíritus» (I Henoc
62, 9-16)14.
La figura del Hijo del hombre suscitó reservas incluso entre aquellos
que compartían la doctrina de los dos eones. La razón, sin duda, debe
estar en el poco lugar que el rígido monoteísmo judío dejaba para una
figura tan cercana a Dios:
«Si un hombre dice: 'Yo soy Dios', miente. Si dice: 'Iré al cielo', puede
decirlo, pero no podrá hacerlo»15.
5. Coexistencia de las dos esperanzas
Acabamos de ver que la esperanza nacionalista encarnada en el
Mesías y la esperanza escatológica encarnada en el Hijo del hombre
eran sustancialmente distintas. ¿Qué relación existía entre ambas?
En cierto modo podríamos decir que pertenecieron a grupos
diferentes. La esperanza escatológica, al estar contenida sobre todo en
la literatura apocalíptica -que no era en absoluto una literatura
popular-, fue patrimonio de las doctas escuelas sapienciales; mientras
que entre el pueblo prevalecía la antigua esperanza mesiánica, mucho
más fácil de comprender y que, sobre todo en tiempos de dominación
extranjera y dificultades económicas, respondía mejor a los anhelos
espontáneos de la gente sencilla.
Pero también hubo intentos de armonización, el más elemental de los
cuales consistió en colocar simplemente una esperanza después de la
otra: primero vendría una derrota inicial de los poderes del mal y un
reinado mesiánico de mil años de prosperidad y bondad sobre la tierra;
y a continuación la atadura definitiva de los poderes demoníacos y la
creación de la nueva Tierra.
Eso dio lugar a hablar primero de una venida del mesías y luego del
Hijo del hombre o de Dios mismo, de lo cual puede encontrarse algún
indicio incluso en el texto de Malaquías: «Yo os envío al profeta Elías
antes de que llegue el Día de Yahveh, grande y terrible» (3, 23; Vg. 4,
5).
E incluso se llegó a insinuar una identificación entre el Mesías y el
Hijo del hombre, aunque sus orígenes fueran tan claramente distintos.
De hecho, en dos ocasiones el Henoc etíope llama «ungido» (mesías)
al Hijo del hombre (1 Henoc 48, 10 y 52, 4)16.
6. ¡Ha llegado el Reino de Dios!
La predicación habitual de Jesús aparece sintetizada en esta frase:
«El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y
creed en la Buena Nueva» (Mc 1, 14-15).
La expresión «reino de Dios» se remonta indudablemente al Jesús
histórico. Lo prueban:
a) El criterio de discontinuidad, según el cual deben considerarse
«ipsissima verba Iesu» las palabras que los evangelios ponen en boca
de Cristo sin haberlas podido tomar ni del mundo judío de la época ni
de la Iglesia primitiva, porque no eran habituales en ninguno de los dos
contextos.
Pues bien, eso precisamente ocurre con la expresión «Reino de
Dios» (o «Reino de los Cielos»). Aparece con mucha frecuencia en los
evangelios:
En Marcos............................................. 13 veces
En los logia comunes a Mt. y Lc............. 9 veces
Ejemplos adicionales en Mt. sólo.......... 27 veces
Ejemplos adicionales en Lc. sólo.......... 12 veces
En el Evangelio de Juan.............. 2 veces
Sin embargo, era poco frecuente en el judaísmo de entonces.
Raramente aparece en los apócrifos y pseudoepígrafes del Antiguo
Testamento, así como en el Targum y en Filón de Alejandría. En la
época precristiana lo encontramos únicamente en el Qaddisch (una
plegaria litúrgico-ritual) y en algunas otras oraciones relacionadas con
él. Flavio Josefo sólo lo menciona una vez17, y en la literatura esenia
descubierta en Qumran aparece nada más que en tres ocasiones18.
Tan sólo en la literatura rabínica es mas fácil encontrar ejemplos19,
pero se trata siempre de expresiones estereotipadas que denotaban no
formar parte de una doctrina vital.
Igualmente, era poco habitual en las primitivas comunidades
cristianas. Es significativo que Lucas, después de haber usado 39
veces en su Evangelio la expresión «Reino de Dios», la usase
únicamente 7 veces en los Hechos (1, 3; 8, 12; 14, 22; 19, 8; 20, 25;
28, 23.31).
Esas primeras comunidades prefirieron utilizar otras denominaciones:
vida, salvación, justicia, gracia, gloria... seguramente como
consecuencia de la difusión del Evangelio en el mundo pagano, donde
resultaba incomprensible el concepto de «Reino de Dios».
b) El criterio de coherencia, según el cual puede presumirse la
historicidad de aquellas tradiciones que encajan de manera armoniosa
con los datos históricamente probados; y es claro que la predicación
del Reino por parte de Jesús permite unificar las noticias seguras que
poseemos sobre él (exigencias morales, milagros, muerte en cruz, etc.).
c) El criterio de atestación múltiple, puesto que, como vimos hace un
momento, de la predicación sobre el Reino tienen noticia no menos de
cinco tradiciones literariamente independientes: tradición de Marcos,
tradición «Q» (común a Mateo y Lucas), Fuente propia de Mateo,
Fuente propia de Lucas y Evangelio de Juan.
7. ¿Reino de Dios o Reino de los cielos?
RD/REINO-CIELOS:
Aunque Mateo emplea tres veces la expresión «Reino de Dios» (12,
28; 21, 31.43) -o quizá cuatro, si aceptamos la autenticidad de 19, 24-,
en todas las demás ocasiones (31 exactamente) habla del «Reino de
los cielos». En cambio, los demás autores del Nuevo Testamento
utilizan sistemáticamente «Reino de Dios».
Desde luego, las dos expresiones significan lo mismo. Como es
sabido, para respetar escrupulosamente el segundo mandamiento -«
No tomarás en falso el nombre de Yahveh, tu Dios (Ex 20, 7; Dt 5, 11)-
los judíos se habían prohibido a sí mismos pronunciar el tetragrama
divino (YHWH). De hecho, los escribas enseñaban a sus discípulos la
pronunciación del mismo como una doctrina secreta que no debían
divulgar20.
Para referirse a Dios solían emplear la voz pasiva -y, de hecho, el
«passivum divinum» aparece casi cien veces en las palabras de Jesús-,
o bien perifrasis -de las cuales la más frecuente era precisamente
«cielo»21.
Ya en la traducción griega del Antiguo Testamento (LXX) figura
muchas veces la palabra «cielo» donde el original hebreo habla de
Dios (cfr., por ejemplo, Job 22, 26; Is 14, 13; 38, 14) En 1 Mac no
aparece el nombre de Dios ni siquiera citando los libros sagrados.
Cuando se le quiere nombrar, se habla del «cielo»: «Al cielo le da lo
mismo salvar con muchos que con pocos» (3, 18); «lo que el Cielo
tenga dispuesto, lo cumplirá» (3, 60; cfr. igualmente 3, 19.50; 4,
10.24.40.55; 9, 46; 12, 15; 16, 3)22.
Lo que cabe discutir, aunque ambas expresiones sean sinónimas, es
cuál de las dos utilizó Jesús. Dado que el término «Reino del cielo» no
apareció en la literatura rabínica hasta medio siglo después de la
predicación de Jesús23, me inclino por la opinión de que no lo usaría
él, sino que se le atribuyó posteriormente dentro de los ambientes
judeocristianos (Mateo lo utiliza, como vimos, 31 veces; el evangelio de
los nazareos, 1 vez; el de Tomás, 3; el de Felipe, 6...). Por eso, y
porque no entraña el peligro de que sugiera una realidad ajena a la
Tierra -lo cual empieza a ocurrir incluso en los escritos tardíos del
Nuevo Testamento: 2 Tim 4, 18; Heb 8, 5; 9, 23; 10, 34; 11, 16; 12, 27;
13, 14...-, aquí utilizaremos siempre «Reino de Dios». A Christoph
Blumhardt le gustaba llamar la atención sobre el hecho de que en el
«Padrenuestro» no decimos «haznos ir a tu Reino», sino «venga a
nosotros tu Reino»).
8. ¿Reino o Reinado de Dios?
La expresión «Reino» de Dios tiene unas connotaciones estáticas de
las que carece el original hebreo o arameo (malkuth Yahveh). En el
Antiguo Testamento, malkuth designa muy raras veces la idea de un
reino en sentido local o estático (un territorio). Suele designar más bien
el acto de gobernar, la autoridad y poder de un rey (por ejemplo, Dan
6, 29. «En el reinado de Darío y en el reinado de Ciro...»).
Así, pues, «malkuth Yahveh» significaría preferentemente «Dios es
rey» o «Dios es Señor», y se referiría al reconocimiento de la
soberanía de Dios sobre la historia. De hecho, así suele ocurrir en el
judaísmo antiguo (cfr Miq 4, 7; Zac 14, 9; etc.).
Y cuando Jesús anuncia que «El Reino de Dios está cerca», eso
significaría algo así como: «Dios está cerca; más aún, ya esta aquí». La
famosa frase de Orígenes de que Jesús es la autobasileia24
significaría precisamente que él es el poderío de Dios llegado a nuestra
historia.
A pesar de todo lo anterior, no conviene descartar sistemáticamente
cualquier significado «espacial» del Reino de Dios. El Nuevo
Testamento también contiene giros tales como «entrar en el reino del
cielo» (Mt 5, 20; 7, 21; 18, 3; 19, 23-24 y par; Mc 9, 47; Jn 3, 5; Hech
14, 22; 2 Pe 2, 11), «llaves del reino de los cielos» (Mt 16,19),
«sentarse a la mesa... comer y beber en el reino de los cielos» (Mt 8,
11; 20, 21; 26, 29; Lc 14, 15 y par.), «heredar el reino de Dios» (1 Cor
6, 9-10; 15, 50; Sant 2, 5), etcétera.
RD/REINADO REINADO/RD: Es fácil observar que en todos estos
giros se aprecia un matiz de realidad ya consolidada. Así, pues,
nosotros utilizaremos, según el contexto lo exija, «Reino» o «Reinado»
de Dios: «Reino», cuando nos refiramos al estado de plenitud; y
«Reinado», cuando hablemos de la situación actual. Este es también el
criterio de Schillebeeckx:
«La soberanía de Dios es el propio poder divino actuando
salvíficamente en nuestra historia, pero simultáneamente es el estado
escatológico que pone fin al mundo malo, dominado por las fuerzas de
la desdicha, e inicia el mundo nuevo, en el que Dios 'impone'
plenamente 'sus derechos': 'Venga tu reino' (Mt 6, 10). La soberanía de
Dios y el reino de Dios son, por consiguiente, dos aspectos de una sola
realidad. Aquélla indica el carácter dinámico, presente, del dominio de
Dios; el reino de Dios indica más bien el estadio definitivo a que apunta
la acción salvífica de Dios»25.
9. ¿Reino mesiánico o Reino escatológico?
Jesús nunca dice expresamente qué entiende por «Reino de Dios»
Se limita a afirmar que está cerca. Probablemente presuponía en sus
oyentes una comprensión espontánea del término, pero habíamos visto
que el judaísmo intertestamentario esperaba dos cosas muy diferentes
bajo ese nombre: unos, la restauración del reino davídico por el
mesías; otros, la implantación del reino escatológico por el Hijo del
hombre
HIJO-DEL-HOMBRE: Pues bien, según el testimonio unánime de los
cuatro evangelios, Jesús se llamó a sí mismo «Hijo del hombre». Dicho
título aparece nada menos que 82 veces en los evangelios (14 en
Marcos, 30 en Mateo, 25 en Lucas y 13 en Juan). Y, desde luego, no
convence la opinión de Bultmann de que fue una creación de la
comunidad primitiva26, puesto que precisamente ese título debió de
desaparecer muy pronto del vocabulario de las comunidades:
excluyendo la lapidación de Esteban (Hech 7, 56), no se le vuelve a
encontrar en ningún otro escrito del Nuevo Testamento distinto de los
evangelios.
El hecho de que, siendo una expresión inusual entre los primeros
cristianos, la conserven en boca de Jesús -y más todavía: que
probablemente se hayan atrevido a sustituir en alguna ocasión el «yo»
enfático que transmitió la tradición por un «Hijo de hombre»27- sólo se
explica si persistiera vivo entre ellos el recuerdo de que Jesús usaba
siempre ese «extraño titulo».
Algunos28 admiten que Jesús utilizaba esa expresión, pero en su
opinión no como título, sino como una perífrasis para designarse a sí
mismo. Filológicamente es posible. La expresión aramea bar nasa (o la
hebrea ben 'adam) puede significar simplemente «individuo de la
especie humana» («adam», por sí solo, significaría «hombre» en
sentido colectivo; para añadir la idea de individuo concreto se decía
«ben 'adam»). Parece demostrado que se usaban a veces tales
expresiones; no, desde luego, en el lenguaje coloquial, pero sí cuando
se quería dar cierto énfasis a las propias afirmaciones
Así, pues, filológicamente sería correcto sustituir «Hijo del hombre»
por «este hombre» cada vez que aparezca en el original de los
evangelios -y así hacen, por ejemplo, Alonso Schockel y Mateos en la
«Nueva Biblia Española»-; pero uno se pregunta por qué los
evangelistas conservaron en griego ese semitismo, tan incomprensible
para la cultura helénica, sin anticiparse a traducirlo ellos mismos como
han hecho nuestros dos escrituristas. Sólo cabe suponer que creían
estar ante un auténtico título, y precisamente el que ya vimos
anteriormente en el libro de Daniel y los apócrifos veterotestamentarios.
Otros, por último, reconociendo que es un título, sostienen que Jesús
no se lo aplicaba a sí mismo. Es verdad que algunos textos sobre el
Hijo del hombre glorioso aparecen redactados en tercera persona y en
futuro, como si Jesús hablara de alguien distinto de él (Lc 17, 22-37; Mt
24, 27.37; 26, 64; 25, 31; Mc 8, 38; etc.). Pero -aparte de que la
mayoría de los textos no dejan duda de que Jesús está hablando de sí
mismo: «El Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza» (Mt 8,
20), «vino el Hijo del hombre que come y bebe ..» (Mt 11, 19)- en
aquellos en los que parece hablar de una tercera persona los
interlocutores no dudaron de que esa «tercera persona» era el mismo
Jesús: tras decir Jesús «A partir de ahora veréis al Hijo del hombre
sentado a la diestra del Poder», el Sumo Sacerdote interrumpe rápido:
«¡Ha blasfemado! ¿Qué necesidad tenemos ya de testigos?» (Mt 26,
64-65).
En resumen, Jesús se consideró a sí mismo el Hijo del hombre
anunciado por Dan 7, 13-14 y, en consecuencia, tenemos un primer
motivo para suponer que el Reino que anunciaba no era la
restauración del reino davídico, sino el mismísimo reino escatológico
Otra razón igualmente poderosa es el hecho indudable de que, para
Jesús, todos -y no sólo los israelitas- estaban llamados al Reino de
Dios. Más aún, ocurrirá algo inaudito: la generación de Israel que
rechaza a Jesús será excluida, mientras que los paganos hallarán
gracia a los ojos de Dios (Mt 12, 41-42 y par.). Como demuestra
Joachim Jeremías, «el convite de salvación del final de los tiempos, del
que Jesús habla con tanta frecuencia y con imágenes tan variadas
-banquete de bodas, festín de regocijo en el que puede participar el
siervo bueno y fiel (Mt 25, 21.23), Pascua que cumplir (Lc 22, 16),
hartura de los que tienen hambre (Mt 5, 6)-, siempre es el festín
descrito en Is 25, 6-8, sobre la montaña de Sión; el banquete universal
de Dios, al que afluyen los pueblos»29.
10. ¿Rechazó Jesús el mesianismo político?
Según los Evangelios, en el momento de la crucifixión surgió una
discusión entre los sacerdotes judíos y los representantes de Roma
sobre lo que debería escribirse en el titulus de la cruz. Y la disputa no
ha terminado todavía.
Generalmente, cuando hoy discutimos si Jesús tuvo o no
pretensiones de tipo político, lo hacemos desde una comprensión de la
religión privatizada que es típica de las modernas sociedades
secularizadas y que -ni que decir tiene- es radicalmente diferente de la
que existía en tiempos de Jesús. Pero -aun sabiendo que estamos
planteando el problema desde una distinción que habría resultado
impensable entonces- cabe decir:
Ya veíamos anteriormente que en el conjunto del pueblo estaba más
arraigada la esperanza del mesianismo político que la del Reino
escatológico. En todas las oraciones que los judíos dirigían diariamente
a Dios pedían el exterminio del Imperio romano y la restauración del
trono de David: peticiones 11 y 12 de la «Plegaria de las 18
peticiones», Qaddisch, plegaria de Musaph del año nuevo, oración de
'Alenu, etc.30.
En medio de ese fervor nacionalista no debe extrañarnos que Jesús
fuera considerado por sus contemporáneos el mesías que esperaban:
Bartimeo, aquel mendigo ciego, le llamó «hijo de David» (Mc 10, 47). A
la entrada de Jerusalén, fue aclamado por el pueblo en estos términos:
«¡Bendito el reino que viene, de nuestro padre David!» (Mc 11, 10), y
mas claramente aún: «Rey de Israel» (Jn 12, 13).
No sólo el pueblo, sino sus mismos discípulos vieron en él al Mesías.
Basta recordar la apasionada oposición de Simón Pedro ante el
anuncio de la pasión (Mc 8, 31-33), cómo sacaron dos espadas cuando
el peligro se aproximaba (Lc 22, 38), la resistencia violenta de Pedro
durante el prendimiento (Mc 14, 47 y par.) y, sobre todo, la petición por
parte de los dos hijos del Zebedeo de los primeros puestos como
ministros en el Reino de Jesús (Mt 20, 20-23. Par.: Mc 10, 35-40). Por
otra parte, el hecho de que esa petición no provoque las burlas de los
demás apóstoles, sino su envidia e indignación, denota que todos
estaban deseando lo mismo. Por lo que se ve, ni siquiera tras la
resurrección desapareció el equívoco: «Nosotros esperábamos que
sería él el que iba a liberar a Israel» (Lc 24, 21); «Señor, ¿es en este
momento cuando vas a restablecer el reino de Israel?» (Hech 1, 6).
Y, como todos se empeñaron en convertirle en mesías, Jesús fue
acusado ante Pilatos de haber pretendido restaurar el trono de David.
Según el Proto-Lucas, la guardia de corps del tetrarca Herodes Antipas
vistió a Jesús con un manto blanco, que era el distintivo del monarca
nacional de los judíos (Lc 23, 11); la soldadesca romana le escarneció
poniéndole un manto rojo, como el que usaban los príncipes helenistas,
y una corona de espinas; y, por si alguna duda quedaba, la inscripción
de la cruz decía: «El rey de los judíos» (Mc 15, 26) Todo ello denota,
en definitiva, que los romanos le ejecutaron como a uno de los
numerosos pretendientes mesiánicos a la realeza.
Como es sabido, la crucifixión era la pena con que el Imperio Romano
castigaba los delitos de estado, es decir, la rebelión contra el orden
social imperante (recuérdese los más de siete mil esclavos crucificados
a lo largo de la Vía Apia tras el levantamiento de Espartaco) o contra el
orden político. No hay duda posible: Jesús fue acusado y condenado
por «el intento zelote de hacerse rey de Israel, país administrado por
los romanosn31.
Lo curioso es que Jesús nunca se había atribuido a si mismo el titulo
de Mesías; y cuando lo hacían otros, les impuso siempre silencio. Como
es sabido, a principios de siglo Walter Wrede llamó la atención sobre lo
que llamó el «secreto mesiánico»32. El opinaba que tuvo que ser la
primera comunidad la que pusiera en boca de Jesús las repetidas
peticiones de silencio sobre su mesianismo. Hoy, en cambio, parece
claro que fue el mismo Jesús quien pasó la vida entera intentando
deshacer ese equívoco: él «no vino para ser el Mesías, sino el Hijo del
hombren33.
Sin embargo, los primeros cristianos no vacilaron en llamarle Mesías.
Es verdad que en todo el Nuevo Testamento sólo dos veces aparece
esa palabra (Jn 1, 41 y 4, 25); pero, en cambio, usan constantemente
el término griego «Khristos», que significa lo mismo: «ungido». Incluso
Juan concluye el Cuarto Evangelio diciendo que ha sido escrito «para
que creamos que Jesús es el Cristo» (Jn 20, 31). La gran paradoja es
que ese término que rechazó Jesús, convertido en nombre propio, es
ahora el que todos usamos para designarle: «Cristo».
¿Resultaría, entonces, que acertó mejor Proudhon cuando vio en
Jesús al antimesías, porque defraudó las expectativas
político-nacionalistas de sus contemporáneos? Sí y no.
RD/LIBERACIÓN LBC/RD: Desde luego, lleva razón Joachim
Jeremías cuando escribe: «Jesús no es el Mesías que Israel espera; no
quiere edificar el reino de Israel, sino el reino de Dios; no quiere liberar
a su pueblo del yugo de los romanos, sino del poder de Satanás»34.
Lo que pasa es que, al liberarlo del poder de Satanás, se libera al
hombre del yugo de los romanos y de todos los yugos en que él poder
de Satanás se encarna.
Aunque no aceptemos, naturalmente, la tesis de Brandon que hace
de Jesús un zelota fanático, sí podemos considerar acertado el análisis
que hace de la tendencia de los autores neotestamentarios a disimular
las implicaciones políticas que tenía el Reino anunciado por Jesús con
el fin de no provocar a las autoridades romanas35.
11. Fuerza y debilidad del Reino de Dios RD/FUERTE-DEBIL:
Así, pues, podemos considerar como un dato definitivamente
adquirido que Jesús se tuvo a sí mismo por el Hijo del hombre que
venía a instaurar el Reino escatológico de Dios. Pero, a la vez,
debemos afirmar que Jesús «corrigió» el contenido que se asignaba a
ese título; y un aspecto en que lo hizo, de particular interés para
nuestro trabajo, es el relativo al tipo de poder que se suponía al Hijo del
hombre.
Puesto que, según Lucas, «estaba escrito» que el Mesías había de
padecer (Lc 24, 46; Hech 3, 18), se ha planteado la cuestión de si los
judíos esperaban un Mesías o un Hijo del hombre sufriente. En mi
opinión, la respuesta es rotundamente negativa. La afirmación de
Lucas procede, sin duda, de la relectura que los cristianos hicieron del
Antiguo Testamento para poder explicar el escándalo de la muerte de
Jesús
Es verdad que existen los cantos de Isaías sobre el Siervo del Señor
que parecen estar hablando de Jesús en el Calvario:
«No tenía apariencia ni presencia;
(le vimos) y no tenía aspecto
que pudiésemos estimar.
Despreciable y desecho de los hombres,
varón de dolores y sabedor de dolencias,
como uno ante quien se vuelve el rostro,
despreciable, y no le tuvimos en cuenta.
¡Y con todo, eran nuestras dolencias
las que él llevaba
y nuestros dolores los que soportaba!
Nosotros le tuvimos por azotado,
herido de Dios y humillado.
El ha sido herido por nuestras rebeldías,
molido por nuestras culpas.
El soportó el castigo que nos trae la paz,
y con sus cardenales hemos sido curados» (ls 53, 2-5).
Pero la verdad es que el problema del Deutero-Isaías tuvo escasa
influencia en el judaísmo posterior. El dolor había sido siempre
demasiado escandaloso entre los israelitas como para que pudieran
concederle alguna capacidad salvífica.
Ciertamente -como ha mostrado Schmidt36- cabe apreciar una tímida
evolución de los textos mesiánicos en el sentido de plantearse la
posibilidad de un mesías débil, pero nunca hasta el extremo de que
«predicar a un mesías crucificado (deje de ser) escándalo para los
judíos» (1 Cor 1, 23). El Mesías, o el Hijo del hombre, encadenado ante
un procurador romano, necesariamente ofrecía una imagen tan
grotesca a los ojos de los judíos que incluso quienes habían confiado
en él tuvieron que sentirse engañados.
Así, pues, los discípulos, ante la pasión y muerte de Jesús, no
pensaron en absoluto que estuvieran ante lo que habían descrito los
cantos del Siervo del Señor. Sin duda fue la resurrección, y sólo ella, la
que les permitió descubrirlo. Podemos suponer que la frase de Lucas a
propósito de los discípulos de Emaús -Jesús resucitado «abrió sus
inteligencias para que comprendieran las Escrituras» (Lc 24, 25)- se
refiere precisamente al descubrimiento de la figura mesiánica del
Siervo.
J/TENTACIONES: En lo que nos es dado saber, tampoco para Jesús
las cosas fueron demasiado fáciles. Tuvo siempre la tentación de
sustituir el mesianismo del Siervo por un mesianismo político. González
Ruiz lo llama «la tentación del poder popular»37; es decir, la tentación
de apoyarse no en el poder establecido -que obviamente estaba al
servicio del mal-, sino en el poder del pueblo, que mediante una
organización eficaz podría vencer al otro con sus propias armas. En el
relato de las tentaciones, que los sinópticos colocan al comienzo de la
vida pública, se insinúa incluso que ese poder no viene de Dios, sino
de Satanás: Para obtenerlo tendría que adorarlo.
Jesús no tuvo la tentación de apoyarse en el poder popular
únicamente al comienzo de su ministerio (Mt 4, 8-10), sino que dicha
tentación le acompañó toda su vida. Cada vez que la muchedumbre
quiso proclamarle rey, cada vez que los discípulos quisieron apartarle
de un camino que conducía a la muerte, Jesús tuvo que repetir, como
en el desierto: «¡apártate, Satanás!» (/Mt/16/23).
Sin duda, la tentación se recrudeció conforme fue viendo la escasa
eficacia que aparentemente tenía su ministerio. Como es lógico, Cristo
sufría viendo cuán pocos eran lo judíos que escuchaban su llamada; y
Satanás le sugería lo que parece conclusión obvia: que «el mesianismo
del siervo traiciona a los hombres a los que pretende servir»38. Pero
Jesús siguió viendo el poder popular como una tentación, y se aventuró
a seguir adelante sin servirse de él. Sólo la resurrección, como
decíamos antes, lo reveló a sus seguidores como el verdadero
«bienaventurado», es decir, el que se había «aventuradobien»39.
LUIS
GONZÁLEZ-CARVAJAL
EL REINO DE DIOS Y NUESTRA HISTORIA
SAL TERRAE.Col. ALCANCE 38
SANTANDER-1986. Págs. 31-92
......................
(1) BUBER, Martín, Königtum Gottes, Heidelberg 1956. 3ª ed., p. 29.
(2) MOWINCKEL, Sigmund, El que ha de venir, Fax Madrid 1973, p. 170. La
palabra mashiah -un adjetivo de tipo qatîl que significa «ungido»- aparece 38
veces en la Biblia hebrea: unas veces el ungido es un personaje histórico, otras un
personaje escatológico; unas veces se trata de un rey, otras de un sacerdote;
etcetera. No es extraño que CAZELLES, Henri (El Mesías de la Biblia, Herder,
Barcelona 1981, pp. 163-169) haya podido recopilar 26 definiciones diferentes de
«mesías». Aqui vamos a utilizarlo solamente en el sentido que le da Mowinckel;
para los demás casos me parece preferible utilizar la traducción castellana
(«ungido»).
(3) JOSEFO, Flavio, Antigüedades Judías, 17, 47 s.
(4) Bab. Sanedrin, 98 b, 99 a.
(5) JOSEFO, Flavio, Antigüedades Judías, 14, 160.
(6) Cfr. NOTH, Martin, Historia de Israel, Garriga, Barcelona 1966, pp. 397 ss.
(7) GONZALEZ LAMADRID, Antonio, La fuerza de la tierra, Sigueme,
Salamanca 1981, p. 181.
(8) RAD, Gerhard von, Teología del Antiguo Testamento, II, Sigueme,
Salamanca 1972, p. 152.
(9) DIEZ MACHO, Alejandro (ed.), Apócrifos del Antiguo Testamento, IV,
Cristiandad, Madrid 1984, p. 48.
(10) Ibid., p. 73.
(11) Ibid., pp. 78, 75 y 85.
(12) Ibid., p. 74.
(13) Ibid., p. 69.
(14) Ibid, pp. 85-86.
(15) Jer. Taanit 2, 1, 65 b, 59.
(16) DIEZ MACHO, Alejandro, op. cit., pp. 74-75.
(17) JOSEFO, Flavio, Antigüedades Judías, 6, 60.
(18) I QM 6, 7: «El Dios de Israel reinará»; I QM 12, 7: «Tú, oh Dios, eres
grande en tu Reino»; SB 4, 25: «En el palacio de tu Reino». He utilizado la
traduccion de JIMENEZ BONHOMME, Los documentos de Qumram, Cristiandad,
Madrid 1976, pp. 150 y 158.
(19) Los rabinos decían: «Una plegaria que no tiene en cuenta el Reino de
Dios no es tal plegaria» (b Br 12 a).
(20) b. Kidd. 71 a; j. Joma 40 d, 57 ss.
(21) Véanse ejemplos en STRACK, H. y BILLERBECK, P., Kommentar zum
Neuen Testament aus Talmud und Midrasch (4 vols., Munich 1922-1928), vol. I,
862-865.
(22) NELIS., Jan, «Dios y cielo en el Antiguo Testamento», en Concilium 143
(1979), p. 312.
(23) Utilizado por el Rabi Johanan ben Zakkai (j. Qidd. 59 d 28) hacia el año 80
d. C.
(24) Cristo, «así como es la misma sabiduría y la misma justicia y la verdad
misma, ¿no ha de ser por igual razón él mismo el Reino (kai e autobasileia)?» Y,
añade: «Puedes decir (...) que él mismo es el Reino (autobasileia esti)»
(ORIGENES, In Mt hom. 14, 7: PG 13, 1198 BC).
(25) SCHILLEBEECKX, Edward, Jesús, la historia de un viviente, Cristiandad,
Madrid 1981, pp. 128- 129.
(26) BULTMANN, Rudolf, Teología del Nuevo Testamento, Sígueme,
Salamanca 1981, pp. 65-67.
(27) Cfr. JEREMIAS, Joachim, Teología del Nuevo Testamento, I, Sígueme,
Salamanca 19773 p. 305.
(28) Cfr. VERMES, Geza, Jesús, ei judio, Muchnik, Barcelona 1979, 2ª ed., pp.
174-180; PERRIN, Norman, Rediscovering the Teaching of Jesús, SCM Press,
Londres 1963, pp. 167-198.
(29) JEREMIAS, Joachim, La promesa de Jesús para los paganos, Fax, Madrid
1974, p. 91.
(30) Véanse los textos en STRACK, H. y BILLERBECK, P., Kommentar zum
Neuen Testament aus Talmud und Midrasch, vol. I, 178.
(31) CULLMANN, Oscar, Jesús y los revolucionarios de su tiempo,
Studium-Herder, Barcelona 1980, 3ª ed., p. 46.
(32) WREDE, Walter, Das Messiasgeheimnis in den Evangelien, Tübingen
1901.
(33) MOWINCKEL, Sigmund, op. cit., p. 484.
(34) JEREMIAS, Joachim, La promesa de Jesús para los paganos, p. 61.
(35) Cfr. BRANDON, S. G. F., Jesús and the zealots: a study of the political
factor in primitive christianity, Manchester 1967.
(36) SCHMIDT, Werner H., «Die Ohnmacht des Messías zur
Überlieferungsgeschichte der messia- nische Weissagen im Alten Testament», en
Kerygma und Dogma 15 (1969), pp. 18-34. Resumido en Selecciones de Teología
10 (1971), pp. 25-33.
(37) GONZALEZ RUIZ, José María, El poder popular, tentación de Jesús, Hogar
del Libro, Barcelona 1983.
(38) DUQUOC, Christian, Cristología, Sigueme, Salamanca 1978, 3ª ed., p. 71.
(39) GONZALEZ DE CARDEDAL, Olegario, Jesús de Nazaret. Aproximación a
la Cristología, B. A. C., Madrid 1975, pp. 535 y 551.