DIOS ES GRACIA Y AMOR



No es posible la relación sin el amor. Esta es la conclusión a la que 
hemos llegado hasta ahora. El paso siguiente es comprender que el 
hombre es ­o debe ser­ «amor», con lo cual se entra de lleno en la 
esencia del mensaje evangélico, en el contenido último de la 
predicación de Jesús. Dios, efectivamente, es el Padre que es amor y 
que se revela en su Hijo hecho carne, y el hombre llega a su plenitud 
cumpliendo el mandamiento «único» de la nueva ley. 

a) La gratuidad de Dios 
El Antiguo Testamento está lleno de expresiones sorprendentes, 
pero ninguna como la afirmación de que el Dios dueño del Universo 
«se ha enamorado» de Israel (Dt 10, 15), de tal manera que la Alianza 
con el pueblo adquiera la forma de una «declaración de amor» (cf. Dt 
26, 17-19). De ese amor procede toda la conducta de Dios para con 
Israel: fidelidad, gracia, salvación: 

«En aquel tiempo ­oráculo del Señor­ seré el Dios de todas las tribus de 
Israel y ellas serán mi pueblo.
Así dice Yahvé:
Halló gracia en el desierto 
el pueblo que se libró de la espada. 
Israel camina a su descanso. 
De lejos Yahvé se le apareció: 
Con amor eterno te he amado, 
por eso te he reservado mi gracia» 
(Jer 31, 1-3. Cf. Is 43, 4; 54, 8.) 

El cristiano está tan acostumbrado a oír estas expresiones, que ni de 
lejos percibe su carácter «escandaloso»: ¿qué clase de Dios es ese 
que ama ­recordemos lo que es el amor­ a su criatura?, ¿y qué clase 
de relación de amor es esa que liga al Santo con el hombre pecador?:

«¿Puede el hombre ser justo ante Dios? 
¿puede ser puro el nacido de mujer? 
Si ni siquiera la luna es brillante 
ni a sus ojos son puras las estrellas, 
¡cuánto menos el hombre, ese gusano; 
el ser humano, esa lombriz! » (Job 25, 4-6). 

A-D/PUEDE-AMAR-AL-H: No sin motivo, pues, han negado los 
filósofos que Dios pueda amar al hombre, e incluso que ame en 
absoluto. En El banquete, diálogo platónico sobre el amor, se comienza 
el tema con un discurso de Fedro: «el Amor es el dios más antiguo, y la 
prueba de ello es que no tiene padres; nadie, ni prosista ni poeta, los 
menciona». Frente a esta afirmación ­que pertenece a los poetas y 
filósofos presocráticos­, Platón opone que el amor !no puede ser un 
dios ni tampoco algo propio de los dioses, ya que es, por naturaleza, 
indigente. Y lo muestra con un famoso mito: sí que tiene padres el 
amor, es hijo de Penia (la Pobreza) y de Poro (el Recurso). «Por su 
naturaleza, no es el Amor inmortal, sino que en un mismo día a ratos 
florece y vive, si tiene abundancia de recursos; a ratos muere y vuelve 
a revivir, gracias a la naturaleza de su padre. Pero lo que se procura, 
siempre se desliza de sus manos, de manera que no es pobre jamás el 
Amor, ni tampoco rico». De un modo semejante, piensa Aristóteles que 
Dios no puede amar, ya que es feliz, perfecto y no piensa en nada 
fuera de sí mismo. Dios, pues, no tiene amigos ni los necesita 6. 
D-GRIEGO/D-CRISTIANO: Siendo el amor una realidad imperfecta e 
indigente, Dios no puede amar. Esta afirmación de los grandes 
filósofos griegos puede tomarse desde sus dos vertientes. En primer 
lugar, la imperfección del amor impide que se le pueda atribuir a Dios. 
Y aquí nos encontramos con la tajante afirmación de Spinoza: «Quien 
ama a Dios no puede pretender que Dios le ame a su vez.» 
Efectivamente, «Dios no ama ­en el sentido propio del término­ a 
nadie» 7, ya que el amor no es sino una pasión del alma, es decir, algo 
por lo que Dios no puede ser afectado. Es verdad que Spinoza habla 
luego de un «amor intelectual» con el que Dios se ama a sí mismo y 
ama a los hombres, pero este «amor» no es sino conocimiento. Pero la 
afirmación puede tomarse desde otra vertiente: es la perfección misma 
de Dios la que le impide amar. Y nos encontramos entonces con la 
imagen de un Dios que se basta a sí mismo y que no necesita de 
nadie. Es el Dios de los griegos, que pervive solapadamente en la 
metafísica occidental; el Dios eterno e inmutable, sin entrañas ni 
sentimientos, tan lejano del Dios del Antiguo Testamento y del «Dios 
crucificado». La a-patía­y no la sim-patía­es la característica propia del 
Dios griego y también del hombre perfecto y feliz. 
Es, pues, una cierta concepción del amor la que impide comprender 
el que Dios ame. Pero también lo impide una errónea concepción de 
Dios. Feuerbach sublima al extremo el amor, y por eso mismo lo hace 
superior a Dios: «el amor es una verdad y un poder superiores a la 
divinidad. Al amor sacrificó Dios su majestad divina... ¿Quién es, pues, 
nuestro Redentor y Mediador? ¿Dios o el amor? El amor; puesto que 
no ha sido Dios, en cuanto Dios, el que nos ha redimido, sino el amor 
el cual está por encima de la diferencia entre personalidad divina y 
humana. Del mismo modo que Dios renunció a sí mismo por amor, así 
hemos de renunciar también nosotros a Dios por amor» 8. De ahí que 
Feuerbach proponga la inversión siguiente: no hay que decir que 
«Dios es amor», sino «el amor es Dios, el amor es el ser absoluto» 9. 
El cristianismo no es la religión del amor, sino de la fe, que es lo 
contrario del amor: «El amor identifica a los hombres con Dios, a Dios 
con el hombre, y, por eso, a los hombres con el hombre; la fe separa a 
Dios del hombre y, por consiguiente, al hombre del hombre» 10. 
Estamos aquí en los antípodas de la concepción griega: el amor es 
algo tan grande que supera al mismo Dios. Si Feuerbach tuviera razón, 
habría destruido realmente la esencia del cristianismo, puesto que ser 
cristiano es no sólo afirmar, sino también vivir el hecho supremo de 
que Dios es amor. 
¿Dónde se encuentra la originalidad de esta afirmación? En el hecho 
de que ese Dios es un Dios personal, distinto del mundo y del hombre, 
y no un Dios que se identifica con el Universo, como quiere el 
panteísmo romántico y la mística panteísta. Hay un supremo y 
transcendente «Alguien» que entra en relación con el hombre, que 
sale de su aislamiento para salvar por amor al hombre. Vamos a ver 
ahora cómo el Antiguo Testamento presenta este hecho único e 
increíble. 
« ¿Hay alguna nación tan grande que tenga los dioses tan cerca 
como lo está Yahvé nuestro Dios siempre que lo invocamos?» (:Dt 4, 
7). La cercanía de Dios es una relación única que tiene un nombre en 
el Antiguo Testamento: Alianza. ¿Cómo es el Dios de la Alianza?, 
¿cómo se comporta en su relación con el pueblo? 

«Moisés labró dos losas de piedra como las primeras, madrugó y subió al 
amanecer al monte Sinaí, según la orden del Señor, llevando en la mano las 
dos losas de piedra. El Señor bajó en la nube y se quedó con él allí, y Moisés 
pronunció el nombre del Señor. El Señor pasó ante él proclamando: 'Yahvé, 
Yahvé, el Dios compasivo y clemente, paciente, misericordioso y fiel, que 
conserva la misericordia hasta la milésima generación, que perdona las 
culpas, delitos y pecados, aunque no deja impune y castiga la culpa de los 
padres en los hijos, nietos y bisnietos.' 
Moisés, al momento, se inclinó y se echó por tierra. Y le dijo: 
­Si gozo de tu favor, venga mi Señor con nosotros, aunque seamos un 
pueblo testarudo; perdona nuestras culpas y pecados, y tómanos como 
heredad tuya. 
Respondió el Señor: 
­Yo voy a hacer un pacto. En presencia de tu pueblo haré maravillas como 
no se han hecho en ningún país ni nación: así todo el pueblo que te rodea 
verá la obra impresionante que el Señor va a realizar contigo» (Ex 34, 4-10). 

Es el mismo Dios quien se define como «misericordioso y fiel». De 
ahí procede su acción salvadora y su Alianza con el pueblo. Es el Dios 
que se da a sí mismo y que realiza una «acción de gracia», es decir, 
una acción gratuita de misericordia y amor salvadores. Este pasaje 
ilumina las palabras misteriosas dirigidas anteriormente a Moisés: «Soy 
el que soy. Esto dirás a los israelitas: 'Yo soy' me envía a vosotros» 
(/Ex/03/14). «El que es» es «el que hacer ser», el que actúa y salva, el 
que llama y envía. La Biblia desconoce la metafísica estática y 
esencialista de los griegos: ser es actuar, y la plenitud de la acción no 
es la contemplación, sino la relación personal, el amor salvador, el don 
de sí y la creación. Israel llega a descubrir lo que Dios «siente» por él 
no a través de una elucubración metafísica, sino a través de las 
«obras» y «maravillas» del Señor Salvador. Su amor no es un puro 
sentimiento, sino que se manifiesta en la liberación del pueblo; su 
«gracia» es algo más que una actitud favorable y misericordiosa: es 
«acción de gracia», y es únicamente esa acción lo que experimenta 
Israel en su propia historia.
La Alianza ­relación a-simétrica entre Dios y el pueblo­ procede de 
la misericordia de Dios. Por tanto, esta última «constituye el objeto 
propio de un BERIT (Alianza) y casi puede decirse que es su 
contenido. La posibilidad de que se concluya y persista una alianza 
descansa sobre la presencia de la HESED» (N. Glück). La palabra 
hebrea HESED ­el más importante de los términos que designan la 
gracia en el Antiguo Testamento­ puede traducirse por: benevolencia 
solidaria, fidelidad generosa, misericordia, etc. La Alianza es comunión 
con Dios; «hesed» es la voluntad decidida de Dios de ser fiel y de 
actuar generosamente, con misericordia y bondad. Yahvé es el «Dios 
fiel que guarda su Alianza y su misericordia a los que le aman» (Dt 7, 
9). Su misericordia es eterna (Sal 136, 1 y sgs.). Las imágenes del 
padre, del pastor y del esposo fiel explicitan mejor qué tipo de actitud 
es «hesed». Este término se une a otros, como «rahamin» 
(compasión), y ofrece algo que supera todos los límites de lo 
previsible: la misericordia de Dios se ejerce sobre el que no tiene 
ningún derecho a ella (es gratuita), sobre el pueblo pecador, sobre la 
esposa adúltera. 
En estrecha relación con «hesed» se encuentra el término HEN, 
menos empleado en el Antiguo Testamento, y que aparece sobre todo 
en la expresión «hallar gracia» o, en su forma verbal, en «hacer 
gracia». En Israel provoca una confianza indestructible; sabe que en el 
desierto alcanzó el favor de Dios» (Jer 31, 2), cuando fue liberado, y 
que nada puede privarle de esa gracia: 

«Moisés dijo al Señor: 
­Mira, Tú me has dicho que guíe a este pueblo, pero no me has 
comunicado a quién me das como auxiliar, y, sin embargo, me has dicho: 'Te 
conozco por tu nombre', y también: 'Has hallado gracia a mis ojos.' Pues si 
he hallado gracia a tus ojos, enséñame tu camino, y así sabré que he hallado 
gracia a tus ojos; además ten en cuenta que esta gente es tu pueblo. 
Respondió el Señor: 
­Yo en persona iré contigo caminando para llevarte al descanso. 
Replicó Moisés: 
­Si no vienes en persona, no nos hagas salir de aquí. Pues, ¿en qué 
conocería que yo y mi pueblo hemos hallado gracia a tus ojos, sino en el 
hecho de que vas con nosotros? Esto nos distinguirá a mí y a mi pueblo de 
los demás pueblos de la tierra. 
El Señor le respondió: 
­También esta petición te la concedo, porque has hallado gracia a mis ojos 
y Yo te conozco por tu nombre» (Ex 33,12-17). 

De nuevo, «hacer gracia» indica una acción salvadora y liberadora, 
una presencia activa (un «ir contigo caminando» para liberarte). Pero 
que son absolutamente gratuitas: «pues yo hago gracia a quien quiero 
y tengo misericordia con quien quiero» (Ex 33, 19). 
MDA/GRACIA/JUSTICIA JUSTICIA/MDA/GRACIA: En el mismo 
contexto puede hablarse de la justicia de Dios (SEDEQ), que busca 
siempre restaurar la Alianza y salvar al pueblo. Extraña «justicia» esta, 
que no se trata de algo «debido», sino que es algo gratuito que supera 
todo derecho. Dios es justo, salvando; Dios salva, realizando la justicia. 
«La justicia puede ser invocada incluso como fundamento para el 
perdón de los pecados» (Eichrodt). Misericordia, gracia y justicia 
parecen, pues, confundirse: 

«La misericordia (HESED) y la fidelidad (EMET) se encuentran, 
la justicia (SEDEQ) y la paz (SHALOM) se besan; 
la fidelidad (EMET) brota de la tierra 
y la justicia (SEDEQ) mira desde el cielo. 
El Señor nos dará la lluvia 
y nuestra tierra dará su cosecha. 
La justicia marchará ante él encaminando sus pasos» (Sal 85, 12-14). 

Estamos ante una relación indestructible, ante una voluntad decidida 
de Dios por mantener la Alianza, por encima de toda infidelidad 
humana. Si nos abrevemos ahora a preguntarnos por qué Dios se 
comporta así, con misericordia, gracia y justicia, Oseas y Jeremías dan 
la respuesta: Dios ama al hombre, el amor está a la base de esta 
relación única. 

«En aquel tiempo ­oráculo del Señor­ 
seré el Dios de todas las tribus de Israel 
y ellas serán mi pueblo. 
Así habla el Señor:
'HaHó gracia (HEN) en el desierto 
el pueblo que se libró de la espada. 
Israel camina a su descanso.' 
De lejos Yahvé se le apareció:
'Con amor (AHABA) eterno te he amado 
por eso te he reservado mi gracia (HEDED)'.» (Jer 31, 2-3) 

Este texto, citado anteriormente, adquiere ahora todo su sentido. 
Israel está en el destierro y Dios recuerda su Alianza: «seré el Dios de 
las tribus de Israel y ellas serán mi pueblo» (v. 1). Dios habla: los 
supervivientes siguen «hallando gracia» ante El. El dinamismo de la 
HEN divina va a actuar una vez más. El pueblo que está lejos y 
desterrado oye una declaración de amor: mi amor hacia ti es eterno, mi 
misericordia permanece fiel, voy a salvarte: «te reedificaré de nuevo y 
serás reedificada, ¡oh virgen de Israel! » (v. 4). 
Para Jeremías, la destruida Jerusalén es la «la virgen de Israel». En 
cambio, para Oseas se trata de la esposa adúltera, escapada lejos de 
Yahvé. La Alianza se convierte, pues, en matrimonio. Pero a pesar de 
la infidelidad del pueblo, el amor de Dios se mantiene fiel y le conduce 
a conquistar de nuevo a la esposa: «Por eso yo la voy a seducir: la 
llevaré al desierto y hablaré a su corazón» (Os 2, 16). Israel se dejará 
seducir: «Y sucederá aquel día ­oráculo de Yahvé­ que ella me 
llamará: 'Marido mío'» (2, 18). Los términos en que se formula la futura 
reconciliación recogen todo el vocabulario de la gracia: 

«Yo te desposaré conmigo para siempre; 
te desposaré conmigo en justicia (SEDEQ) y equidad, 
en misericordia (HESED) y compasión (RAHAMIM), 
y tú conocerás (YADA = conocimiento con amor) a Yahvé» (Os 2, 21-22). 

El oráculo termina con una fórmula matrimonial que es renovación de 
la Alianza: «me compadeceré de la Incompadecida, y diré a 
'No-mi-pueblo': 'Tú eres mi pueblo', y él dirá: 'Tú eres mi Dios'» (v. 25). 
Oseas hace ver «la fuerza irracional del amor como la base más 
profunda de la relación de alianza» (Eichrodt). Se trata de un amor 
airado y celoso, incomprensible, una pasión sin límites, que pasa por 
encima de todo y no abandona jamás a quien ama. El famoso texto de 
1 Cor 13, 4-7 se aplica aquí perfectamente. Pero sobre todo se trata 
de un amor gratuito: «Los amaré sin que se lo merezcan» (Os 14, 5). 
Ezequiel 16 desarrolla en una amplia alegoría el mismo tema (cf. 
también Ez 23). Y es que Israel no cesó de maravillarse de la gratuidad 
del amor fiel de Yahvé: «¿Hubo jamás desde un extremo al otro del 
cielo palabra tan grande como ésta? ¿Se oyó nunca cosa semejante?» 
(Dt 32). En efecto, los dioses griegos se muestran celosos de la 
felicidad de los hombres, en otras religiones los dioses necesitan de 
los hombres, sólo en la Biblia se habla en los términos más 
escandalosos del supremo desinterés y del amor gratuito de Dios. 

b) En Jesús de Nazaret, Dios se da a sí mismo 
Dios se nos da y se nos revela a través de mediaciones concretas. 
El Dios de la Antigua Alianza se da a través de una mediación histórica: 
mediante experiencias históricas de salvación, Israel descubre al Dios 
que ama y salva gratuitamente. Pero en Jesús de Nazaret la mediación 
histórica es también personal, a través de un hombre. Dios se da de tal 
modo a través de ese hombre-Jesús, que los discípulos llegan a 
descubrir que ese hombre-a-través-del-cual Dios se da, es 
el-mismo-Dios-que-se-da. 
«Si conocieras el don de Dios», dice Jesús a la samaritana. Y no 
habla aquí del Espíritu ­al menos, directamente­, sino de sí mismo: 
Jesús es el don de Dios, o mejor, el Dios que es don (cf. Jn 4, 10). 
«Tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo único para que todo el 
que crea en El no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16). En 
Jesús queda concentrado todo don de Dios, el cumplimiento total de 
las promesas: «Aquél que no escatimó a su propio Hijo, sino que lo 
entregó por todos nosotros, ¿cómo es posible que con él no nos lo 
regale todo?» (Rm 8, 32). En Jesús «se ha manifestado la gracia 
salvadora de Dios a todos los hombres» (Tit 2, 11). El «se entregó por 
nosotros a fin de rescatarnos de toda iniquidad y purificar para sí un 
pueblo que fuese suyo» (Ibíd., v. 14). Como profetizara Oseas, Jesús 
aparece perdonando a la adúltera (Jn 8, 1 y sgs.), con lo que se revela 
en él la misericordia y justicia salvadora de Dios sobre el 
pueblo-mujer-adúltera, por encima de la mezquina justicia de los 
hombres (justicia ésta que les condena a ellos mismos, constituidos en 
acusadores-acusados). 
En Jesús de Nazaret se descubre el tremendo misterio del corazón 
de Dios. En Jesús de Nazaret Dios llora sobre la dispersión del pueblo 
(Mt 23, 37-39), solloza ante la muerte del amigo (Jn 11, 33 y 38), se 
conmueve ante el dolor ajeno, siente miedo ante el dolor propio (Mt 26, 
36 y sgs.), se alegra por la conversión del pecador (Lc 15, 7. 10 y 31), 
goza con la presencia de los niños y de los pobres de corazón (Mt 19, 
13-15) y especialmente con la aceptación del Reino de Dios por parte 
de los humildes (Lc 10, 21). Si el encuentro con Jesús trastorna 
totalmente el curso de la existencia, es porque en él se descubre a 
alguien que no existe sino para los demás, ya que viene «de lo alto»: 

«El encuentro con Jesucristo: experiencia de producirse aquí un trastorno 
de toda existencia humana, debido al hecho de que Jesús 'no existe, sino 
para los demás'. Este 'ser enteramente para los demás' de Jesús: experiencia 
de la transcendencia. De esta libertad de sí mismo, de este «ser para los 
demás» hasta la muerte, es de donde nace la omnipotencia, la omnisciencia 
y la omnipresencia. La fe es la participación en este ser de Jesús... Dios bajo 
forma humana, no como en las religiones orientales bajo forma animal, 
símbolo de lo que es monstruoso, caótico, lejano, pavoroso; ni tampoco bajo 
forma abstracta, símbolo de lo que es absoluto, metafísico, infinito, etc.; ni 
como el dios-hombre griego es 'el hombre en sí mismo', sino 'el hombre para 
los demás', es decir, el crucificado. El hombre que vive de la transcendencia» 
(D. BONNOEFFER, Resistencia y sumisión, Barcelona, 1970, págs. 224-25). 


Estas fórmulas de Bonhoeffer han hecho fortuna en la teología 
actual. Permiten un acercamiento mayor al misterio de Jesús:

«característica decisiva de la figura humana de Jesús: su esencia no 
consiste en existir como hipótesis, es decir, subsistir en sí mismo, que para 
los griegos era la suma perfección; su esencia es más bien el existir para los 
otros; su esencia es autoentrega, autodonación; él es el que sale de sí 
mismo, el que intercede por los otros, el solidario. Para la Escritura 
Jesucristo es el hombre para los demás hombres. Su esencia es entrega y 
amor. En este amor a los hombres consiste la forma existencial concreta del 
señorío del amor de Dios para con nosotros» (W. KASPER, Jesús, el Cristo, 
Salamanca, 1976, págs. 268-69). 

J/REVELADOR-DE-D: En Jesús se realiza, pues, la plenitud absoluta 
de lo humano, el hombre perfecto que todos debemos llegar a ser. Su 
ser-sí-mismo es ser-en-relación que brota y procede de un amor total a 
los otros, de un incondicional ser-para-los-demás que no repara ni 
siquiera en la posibilidad de la muerte. Y al mismo tiempo es también la 
revelación del Dios-que-se-da a sí mismo, es decir, es la revelación de 
la «gracia» de Dios. Así se explica cómo el mensaje neotestamentario 
acerca de la misericordia y el amor gratuitos de Dios significa un 
sustancial avance respecto al Antiguo Testamento: en Jesús de 
Nazaret Dios ha dicho su última palabra (Heb 1, 1-2) y ha cumplido 
todas las promesas (2 Cor 1, 20). 

Dios es gracia y amor 
GRACIA/QUE-ES: El vocabulario neotestamentario para expresar la 
gratuidad del don de Dios al hombre es amplio, pero destaca un 
término clave: JARIS («gracia»). Aparece fundamentalmente en San 
Pablo ­unas cien veces, en especial en las siguientes cartas: Romanos 
(25), 1 Corintios (11), 2 Corintios (18), Efesios (12), Gálatas (7), 
Colosenses (5). Gracia es siempre la misericordia salvadora del Padre, 
que se da a sí mismo en su Hijo. Pablo insiste en su carácter gratuito: 
no es una respuesta a las buenas obras del hombre (las «obras de la 
Ley»), y no requiere más que la fe ­confianza y entrega­ como acto por 
el que el hombre se apropia la salvación. 
La carta a los Romanos tiene como tema central el de la «justicia» 
(DIKAIOSYNE) de Dios, es decir, la acción por la que el Padre 
concede una «amnistía» gratuita sobre el hombre pecador, 
reconciliándole consigo mismo y haciéndole su hijo. La amnistía 
procede del amor misericordioso y gratuito de Dios, es decir, de la 
«gracia» (Rm 5, 15-17). 
Por su parte, la carta a los Efesios desarrolla el tema de la unidad de 
todos los hombres en Cristo. Los hombres se reconcilian entre sí, 
vuelven a existir como seres-en-relación y a ser plenamente humanos 
gracias al amor gratuito de Dios que entrega a su Hijo (cf. Ef 1, 6-11).
Aquí se encuentra, entonces, todo el secreto de la historia de los 
hombres. Cristo es el centro de la futura humanidad reconciliada. El 
amor gratuito de Dios es la dinámica que mueve la historia: 

«La piedad de Dios es grande, e inmenso su amor hacia nosotros. Muertos 
como estábamos por nuestras culpas, Dios nos hizo revivir a una con Cristo 
­¡vuestra salvación es pura generosidad de Dios!­, nos resucitó y nos sentó 
con Cristo en el cielo. Desplegó así, ante los siglos venideros, toda la riqueza 
impresionante de su gracia, hecha bondad para nosotros en Cristo Jesús. La 
bondad de Dios os ha salvado, en efecto, mediante la fe. Y eso no es algo 
que provenga de vosotros; es un don de Dios. No es, pues, cuestión de obras 
humanas, para que nadie pueda presumir. Lo que somos, a él se lo 
debemos» (Ef 2, 4-10). 

Es preciso leer ahora un fragmento del prólogo del Evangelio de San 
Juan. El evangelista habla como «testigo»: al ver a Jesús, hemos visto 
la gloria de Dios (cf. 1 Jn 1, 1-4). En Jesús se nos ha aparecido en 
plenitud «la gracia y la verdad» de Dios. «Gracia y verdad» («jaris kai 
alezeia») equivale aquí a «misericordia y lealtad» («hesed we emet») 
de un texto que hemos citado anteriormente: Ex 34, 6, donde Yahvé se 
define a sí mismo como el Dios del amor misericordioso y fiel que salva 
a su pueblo de la esclavitud. 

«Y aquél que es la Palabra habitó entre nosotros, y vimos su gloria, la que 
le corresponde como Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad... De 
su plenitud todos hemos recibido gracia sobre gracia. Porque la Ley fue dada 
por Moisés, pero la gracia y la verdad nos vinieron por medio de Jesucristo. A 
Dios nadie le vio jamás; el Hijo único, que es Dios y vive en 'íntima unión con 
el Padre, nos lo ha dado a conocer'» (Jn 1, 14-18). 

El vocabulario de la gracia se completa con otros términos: 
misericordia («eleos» y «oiktirmos», en griego); dar («dídomi» y 
derivados) y recibir («dejomai» y «lambano»). Los cánticos de María 
(Lc 1, 46-55) y Zacarías (Lc 1, 68-79) expresan un desbordamiento de 
alegría: la misericordia prometida a Israel se cumple plenamente en 
Jesús. Los enfermos y poseídos acuden a Jesús suplicando 
misericordia (Mt 9, 27; Mt 15, 22; Lc 17, 13, etc.), ya que en él se 
revela el Dios «rico en misericordia» (Ef 2, 4), el «Padre de las 
misericordias» (2 Cor 1, 3), que se inclina sobre Israel (Rm 11, 30-32) 
y que invita a todos a «acercarse al trono de la gracia para obtener 
misericordia y gracia» (Heh 4, 16). Juan emplea con frecuencia el 
verbo «dar»: Dios nos ha dado a su Hijo (Jn 3, 16), todo lo que posee 
Jesús es don del Padre (Jn 5, 36; 6, 37 y 39 etc.), y eso es lo que 
nosotros «recibimos» (Jn 17, 8; 7, 39).
En cambio, parece ser que Jesús no empleó en su predicación la 
palabra «gracia»; sin embargo, habló de ella continuamente, ya que el 
centro de su predicación es el anuncio del Reino de Dios. Es un hablar 
concreto e histórico (escatológico) acerca de la gracia: ésta no 
aparece como modo de comportarse de Dios, sino como un 
acontecimiento concreto de salvación, como un ámbito de liberación. 
Jesús habla de la gracia que actúa en la Historia y llama al hombre, y 
de este modo habla de sí mismo: El es el Reino de Dios. Por otra parte, 
su modo más típico de hablar ­las parábolas­ tienen como tema 
fundamental el de la misericordia de Dios que se dirige y se ofrece 
gratuitamente al pueblo. Dios es el que invita a todos al gran banquete, 
el padre que sale al encuentro del hijo pródigo, el esposo que llega, el 
pastor que busca a la oveja perdida... 
Al hablar de la gracia, habla Jesús de sí mismo. Por eso, aquél que 
le oyó, que le vio con sus propios ojos, que le tocó con sus 
manos­Juan (1 Jn 1, 1-3)-, pudo concluir: «Dios es amor.»

«Queridos hijos, Dios es la fuente del amor: amémonos, pues, unos a 
otros. El que ama es hijo de Dios y conoce a Dios. El que no ama no conoce 
a Dios, porque Dios es amor. Y Dios nos ha demostrado que nos ama 
enviando a su Hijo único al mundo para que tengamos vida por medio de él. 
¿Que dónde radica el amor? No en que nosotros hayamos amado a Dios, 
sino en que él nos amó y envió a su Hijo para que nos alcanzase el perdón de 
nuestros pecados» (/1Jn/04/07-10). 

«Dios es amor.» No hay por qué discutir si se trata o no de una 
definición propiamente dicha de Dios. La Biblia no da definiciones, sino 
que da testimonio de experiencias y de revelaciones. De todos modos, 
el texto es mucho más que una definición. Afirma nada menos que el 
amor es una realidad divina: «Dios es la fuente del amor» («ágape ex 
tou zoou estin»: el amor es ­procede­ de Dios). Por tanto, sólo desde 
Dios puede hablarse del amor y sólo desde Dios podrá hablarse del 
hombre. El amor es el modo como Dios se manifiesta al hombre, el 
rostro con el que el Padre se vuelve hacia el hombre. Juan ha llegado 
a esta conclusión después de reflexionar sobre las manifestaciones 
concretas de Dios en la historia, en especial sobre su manifestación 
última en Jesús. Juan, además, entiende contraponer esta experiencia 
de Dios con lo que es el «mundo». Dios es amor; pero también «es 
luz» (1 Jn 1, 5) y «es espíritu» (Jn 4, 24); el mundo es odio y cierre 
egoísta, es tinieblas, es limitación. Al hombre se le invita a una nueva 
vida, a imitación de Dios y de su Hijo encarnado: a ser amor, luz y 
espíritu. Sólo si obra así será «hijo de Dios». 

El Espíritu de amor 
Afirmar que «Dios es espíritu» no es algo distinto de afirmar que 
«Dios es amor». Como observa H. Mühlen, «en el lenguaje bíblico la 
palabra 'espíritu' significa el existir-hacia-afuera típico del hombre, y no 
de ningún modo, sólo su existir-en-sí. Lo cual corresponde con la 
afirmación básica de la Biblia de que el Espíritu es todo hecho en que 
el Padre y el Hijo salen de sí mismos, existen hacia afuera, y 
ciertamente tanto en su vida intratrinitaria cuando en relación con los 
hombres y con el mundo» 11. Es decir, el Dios que es gracia y amor 
gratuito no es un Dios impersonal: es el Dios que «es espíritu», que es 
autoapertura y auto-transcendencia; es decir, es un Dios personal o, si 
se prefiere, suprapersonal. 
«El Padre ama al Hijo y ha puesto todas las cosas en sus manos» 
(Jn 3,35). Ese amor del Padre es su total apertura y donación al Hijo. El 
Padre es espíritu, pero también lo es el Hijo, «ya que Dios le ha 
comunicado plenamente su Espíritu» (Jn 3,34), y el Hijo lo comunica a 
sus discípulos, llamándoles así a una total apertura de sí mismos. El 
Espíritu es liberación porque rompe el cierre egoísta sobre sí mismo. 
«El Señor es el Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor hay 
libertad» (2 Cor 3, 17). El «Espíritu de gracia» es, pues, «Espíritu de 
libertad»: la libertad de Dios se afirma en que el Dios que ama como 
Espíritu es un Dios que ama con absoluta libertad. Es otra manera de 
hablar de la gratuidad del amor de Dios, es decir, de la gracia, pero 
también del amor con que deben amarse los hombres: «El viento sopla 
donde quiere; oyes su rumor, pero no sabes ni de dónde viene ni 
adónde va. Lo mismo sucede con el que nace del Espíritu» (Jn 3,8). 
ES/LIBERTAD: Los Hechos de los apóstoles son la historia de la 
libertad del Espíritu. Es el Espíritu quien elige a los discípulos (Act 1, 
2), quien se da a ellos como un don (2, 38; 10, 45), les llena totalmente 
(2,4; 4,31; 6,3), les consuela (9,31) y da fuerza (1, 8). Pero, además, el 
Espíritu habla (10, 19; 11, 12; 21, 11) y actúa de modo inesperado, 
con total libertad: cambia los planes de los discípulos (10, 47; 16, 6), 
hace hablar (y, 10; 11, 28), guía, conduce y ordena (13,2-4; 21,4). El 
modo como Felipe es conducido por el Espíritu es de lo más 
característico (8, 29 y 39). Nadie puede saber dónde «soplará» el 
Espíritu, nadie debe intentar controlarlo o manipularlo. El Espíritu es la 
libertad de Dios. Todo intento «mágico» de ponerlo al servicio del 
hombre resulta inútil. 
Los Hechos cuentan el caso de Simón el Mago, a quien los 
samaritanos consideraban como una personificación del «Gran Poder» 
(cf. 8, 9-24). Simón creyó y se bautizó a raíz de la predicación de 
Felipe en Samaria. Más tarde, Pedro y Juan fueron enviados para 
imponer las manos a los samaritanos creyentes: 

«Al ver Simón que cuando los apóstoles imponían las manos se impartía el 
Espíritu, les ofreció dinero, diciendo:
­Concededme también a mí el poder de que, cuando imponga las manos a 
alguno, reciba el Espíritu Santo. 
­¡Al infierno tú y tu dinero! ­le contestó Pedro­. ¿Cómo has podido imaginar 
que el don de Dios es un objeto de compraventa? No es posible que 
participes de este don, pues Dios ve que tus intenciones son torcidas» (8, 
18-21). 

Ningún poder puede ejercerse sobre el Espíritu. La gracia y el amor 
no pueden ser comprados. Dios es libre y se da a quien quiere, 
cuando y como quiere: precisamente a los pobres, es decir, aquellos 
que no pueden ejercer poder alguno: 

«¡Todos los sedientos, id por agua, 
y los que no tenéis plata, venid, 
comprad y comed, sin plata 
y sin pagar, vino y leche! » (Is 51, 1). 

El Reino de Dios pertenece a los pobres (Mt 5,3). Dios «llena de 
bienes a los hambrientos, y despide a los ricos, enviándolos con las 
manos vacías» (Lc 1, 53). El fariseo, que se jacta de sus buenas obras 
(Lc 18,9-14), de no necesitar «médico» (Mí 9,12), que cree «ver» (Jn 
9,41), se queda, en efecto, sin nada. El que acumula riquezas y se 
siente así seguro, pierde su vida (Lc 12, 13-21). «Dices: 'Soy rico; me 
he enriquecido; nada me falta.' Y no te das cuenta que eres un 
desgraciado, digno de compasión, pobre, ciego y desnudo» (Ap 3,17). 

GRACIA-BARATA: Una vez más, se afirma aquí la gratuidad absoluta 
del amor salvador de Dios. Lo cual no quiere decir que la gracia se dé 
«por nada». Gratuito no es lo «barato», sino lo que no puede 
conseguirse «por ningún precio». Por eso puede decir Bonhoeffer que 
la gracia es «cara»: «La gracia barata es el enemigo mortal de nuestra 
Iglesia. Hoy luchamos por la gracia cara.» La gracia barata es la última 
forma de manipulación mágica del poder de Dios. Cristo murió por 
todos: la gracia es una realidad disponible, «es la gracia sin precio, 
que no cuesta nada; según la naturaleza de la gracia, la factura ha 
sido pagada de antemano para todos los tiempos. Gracias a que esta 
factura ya ha sido pagada podemos tenerlo todo gratis». Una gracia 
así deja al cristiano seguro y tranquilo: no necesita hacer nada. «La 
gracia barata es la gracia sin seguimiento de Cristo, la gracia sin la 
cruz, la gracia sin Jesucristo vivo y encarnado» 12 Todo resulta, pues, 
fácil, no hay que renunciar a nada, no se exige nada; la Iglesia reparte 
la gracia a manos llenas, sin condición alguna. GRACIA/EXIGENTE: 
Pero con ello se olvida que la gracia es ante todo el amor gratuito de 
Dios que llama al hombre a romper con sus propios límites, a 
abandonar su solitariedad egoísta, a seguir a Jesús, a darse 
totalmente a los demás. La gracia se convierte entonces en «cara» sin 
dejar de ser «gratuita», ya que «cuesta caro» romper con todo lo que 
nos ata, y caminar hacia la libertad. El Espíritu se nos da 
gratuitamente, pero no se nos da «para nada»: «Si vivimos según el 
Espíritu, obremos también según el Espíritu» (Gál 5, 25; cf. 5, 22-24). 

c) La gratuidad de la existencia humana 
GRATUIDAD/CREATURA CREATURA/GRATUIDAD
Dios es amor. ¿Puede decirse que el hombre es amor? ¿Puede 
llamársele con todo derecho «homo amans», del mismo modo que se 
le ha llamado «homo sapiens», «homo faber», «homo ludens»? ¡Por 
supuesto que sí! Pero con tal de que se tenga en cuenta que el 
hombre-amor es un hombre en proyecto y en esperanza, el 
hombre-que-ha-de-llegar tras la liberación de la humanidad. Y sólo 
Dios es el liberador del hombre. 
Jesús de Nazaret viene a liberar al hombre. A crear un «espacio» ­el 
Reino de Dios­ donde el amor sea posible, donde el amor sea un amor 
liberado. Y Jesús lo hace del único modo posible. amando a los 
hombres con un amor total y entregándoles su Espíritu. 

«Lo esencial aquí es reconocer que si es esencial a la gracia de Dios el ser 
gratuita (por eso se llama gracia) es aún más esencial el que nos hace 
también a nosotros capaces de gratuidad, de creación, de libertad (y por eso 
también se llama gracia).
La gracia sana al hombre de la enfermedad inhumana o prehumana de 
volverse una cosa más, regido por mecanismos impersonales bajo la 
apariencia de la libertad y del amor. ciertamente, como dice Péguy 'hay algo 
peor que tener un alma perversa, y es tener un alma acostumbrada'» (J. L. 
SEGUNDO, Teología abierta para el laico adulto, Buenos Aires, 1969, 
volumen II, pág. 45).

CV/LIBERTAD LBT/GRACIA: También es esencial al mensaje del 
Reino de Dios la predicación de la conversión: hay que cambiar el 
corazón, hay que hacerse como niños, hay que nacer de nuevo, hay 
que recuperar la libertad de los hijos de Dios. Un psicólogo como V. E. 
Frankl comprendió que «lo que los teólogos llaman gracia no es otra 
cosa que la libertad para poder hacer uso también de su libertad» 13. 
En términos metafísicos, la conversión supone el paso de una cerrada 
individualidad a la plenitud de la existencia personal. Maritain hace ver 
que la individualidad se basa en la «materia» y que «por ser en mí lo 
que de mí excluye todo lo que son los otros, equivale a la mezquindad 
del ego, constantemente amenazada y siempre ávida de 'tomar para 
sí'». El amor, en cambio, nos descubre a la persona ­en cuanto que 
tiene su raíz en el «espíritu»­ «como un centro, en cierto modo 
inagotable, de existencia, de bondad y de acción, capaz de dar y de 
darse, y capaz de recibir a ese mismo otro como don». La personalidad 
«testimonia en nosotros la generosidad o la expansividad de ser que 
se debe al espíritu en un espíritu encarnado» 14. De este modo, la 
gracia sería la llamada ­y la posibilidad­ dada al hombre para llegar a 
existir como persona. Pero todo esto ha de ser examinado más 
detenidamente. 

Gracia y Espíritu 
GRACIA/NO-ES-COSA: Dios es gracia y amor. Y también: la gracia 
es Dios. Esta primera afirmación hay que retenerla firmemente si no se 
quiere malentender todo lo demás. La gracia no es una «cosa» que 
Dios «da» al hombre, ni una realidad «intermedia» entre Dios y el 
hombre. Por eso, en sentido estricto, la gracia no se puede «perder»: 
Dios es fiel y ama ¿quién no es pecador?) también al pecador (por 
otra parte, pero la gracia es Dios que ama al hombre y le salva. Por 
eso no es posible hablar de Dios como gracia sino en relación con el 
hombre. Entonces hay que añadir que la gracia es Dios mismo en 
cuanto se dirige al hombre para ofrecerle su amor salvador en 
absoluta libertad y gratuidad. La Biblia expresa esta relación me diente 
imágenes muy concretas, incluso espaciales: Dios visita al hombre, 
Dios es «presencia» junto al hombre, Dios habita en el hombre. En 
Jesús de Nazaret, Dios «ha venido a auxiliar y a dar la libertad a su 
pueblo» (Lc 1, 68), se hace «presente» y «habita entre nosotros» (Jn 
1, 14). Pero después de la Pascua de Jesús (Jn 7, 3) el Dios de gracia 
que habita en el hombre es para la Escritura el Espíritu Santo. «La 
gracia de Nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión 
del Espíritu Santo esté con todos vosotros» (2 Cor 13, 13). Por 
desgracia, estamos demasiado sordos cuando escuchamos estas 
palabras al comienzo de la celebración eucarística. Gracia, amor y 
comunión son una misma cosa, con leves variantes de matiz: el Padre 
que nos ama muestra su amor salvador (gracia) en Cristo, amor del 
que participamos estando en comunión con el Espíritu que habita en 
nosotros.
Jesús es el hombre lleno del Espíritu y que lo da sin medida I (Jn 3, 
34): «habiendo recibido del Padre el Espíritu Santo prometido, lo ha 
repartido en abundancia» (Act 2, 33). El bautiza en el Espíritu Santo 
(Jn 1, 32-33). Los discípulos son bautizados más tarde en Espíritu (Act 
1, 5) y lo otorgan por la imposición de las manos (Act 8, 15-19), 
aunque el Espíritu Santo muestra también su soberana libertad 
dándose sin mediación alguna de la Iglesia (Act 11, 15-16). Jesús 
insiste en que todo el secreto de la nueva existencia consiste en nacer 
de nuevo del Espíritu Santo (Jn 3,5). San Pablo desarrolla ampliamente 
esta idea. El Espíritu es quien nos renueva (Tit 3,5) y se convierte en 
el principio dinámico interior del hombre. No sólo habita en el hombre 
(1 Cor 3, 16), sino que actúa en él continuamente (1 Cor 12, 13), le 
anima (Ro». 8, 14) y ayuda (2 Tim 1, 14) y empuja (2 Pe 1, 21). Toda 
la actividad cristiana procede de él: la confesión de fe (I Cor 12, 3), la 
esperanza cierta (Gál 5, 5), la oración (Rm 8, 26; Ef 6,18), el culto (Fil 
3,3)... En definitiva, el Espíritu fructifica en el cristiano en una conducta 
absolutamente nueva (Gál 5, 16-25), de tal modo que éste ha de vivir 
«según las exigencias del Espíritu» (Gál 5,16 y 25). Pero el fruto 
fundamental es el amor: «al darnos el Espíritu Santo, Dios nos ha 
inundado de su amor el corazón» (Rm 5,5; cf. Gál 5,22). De este modo 
el hombre queda sellado en su corazón para que Dios le reconozca 
como hijo suyo (Ef 4, 30), y es santificado (Ro». 8, 16). Así se 
manifiesta en él todo el poder del Espíritu (Ef 3, 16; 1 Tes 1, 5), cuya 
expresión más asombrosa son los carismas (1 Cor 12, 4 y sgs.). El 
Espíritu llena de paz y alegría (Rm 14, 17), signos del Reino de Dios 
presente. 
Por todo esto, la gran recomendación de Pablo es: «¡No apaguéis la 
fuerza del Espíritu!» (1 Tes 5,19). Y es que «el que se une al Señor, se 
hace un solo Espíritu con él» (1 Cor 6, 17). Cerfaux comenta: «Los 
cristianos que íntimamente se adhieren al Señor reciben de él la 
eficiencia del Espíritu y ya no constituyen con el Señor (Cristo) más 
que un Espíritu, fórmula a la que el pensamiento sobrepuja en una 
proyección más audaz: ya no constituyen más que el solo y único 
Espíritu. Recuérdese la fórmula igualmente audaz: Dios será todo en 
todos» 15. Ese «hacerse una sola con el Señor en la esfera del 
Espíritu» ­como traduce la Biblia interconfesional­ significa una 
identificación del hombre con Cristo en su estar lleno del Espíritu, es 
decir, en su total apertura por amor, y en su ser «el hombre para los 
hombres». 
EXP-DEL-ES: La existencia en el Espíritu es la existencia «abierta» y 
libre. Gracias al don del Espíritu el hombre consigue superar la 
exclusividad de la afirmación de sí mismo para convertirse en don para 
los otros. Sólo entonces el hombre es amor. H. Mühlen ha desarrollado 
esta idea de un modo excelente: 

«La experiencia del Espíritu saca al hombre de sí mismo, lo orienta hacia 
la superación de sí, hacia un don personal de sí al servicio de los demás. De 
esta forma se intensifica una dimensión fundamental de la existencia 
humana: el hombre, constitutivamente, no existe sólo para sí mismo, sino 
también ­y originalmente­ hacia afuera, y así es como llega a su más hondo 
ser propio» (Espíritu, Carisma, Liberación, Salamanca, 1975, página 87). 

El que Mühlen hable de «experiencia» del Espíritu es significativo. La 
apertura del hombre a los demás no se produce a partir de una moción 
ontológica-inconsciente del Espíritu, sino a través de la experiencia de 
un Amor que nos inunda y nos salva en momentos concretos de 
nuestra existencia. La mediación del prójimo es aquí ­como veremos 
luego­ decisiva.

SGTO/MIEDO: «Deberemos mostrar aún con mayor precisión que la 
experiencia cristiana del Espíritu contradice la tendencia a la autoafirmación, 
y que la certeza que da supera ampliamente en intensidad la seguridad que 
se busca trabajando por la autoafirmación. Se trata de un hecho 
estructuralmente diverso: el hombre, como Pedro, debe saltar de la barca, de 
aquello que le ofrece confianza y seguridad. A pesar de su temor creatural, 
debe despegarse de sí mismo para entregarse a un elemento que no le ofrece 
seguridad alguna (cf. /Mt/14/28-30). La experiencia cristiana del Espíritu 
despierta en el hombre la inquietud de haber perdido quizá lo propio y 
esencial de su vida...» (Ibíd., pág. 109).

Gratuidad y autenticidad 
GRATUIDAD/EVASION: Todo cuanto se ha dicho acerca de la 
gratuidad y del amor podría quedar, quizá, bajo el signo de una 
«sospecha»: ¿hasta qué punto tiene algo que ver con la realidad?, 
¿no es una descarada invitación a un sentimentalismo evasionista? Al 
hombre que se enfrenta cada día con la dura evidencia de la opresión, 
la injusticia y el más brutal egoísmo, ¿no ha de sonarle todo esto a una 
alienante «música celestial»? La gratuidad sería el último refugio de 
toda ilusión... 
Con toda razón, Hugo Assmann, después de confesar que la 
gratuidad es la «dimensión caracterizante del verdadero amor», 
denuncia que cuando una tendencia privatizante en el lenguaje 
teológico usa en todo momento términos como «personal», 
«interpersonal», «intersubjetivo», «gratuito», es necesario estar muy 
atento. Porque detrás de esta «ideología del amor personal» puede 
ocultarse una evidente evasión de la realidad social y conflictiva. Y 
añade: 

«Se hace necesario denunciar esta ideología romántica y ahistórica de la 
'gratuidad', tan característica de sociedades opulentas y unidimensionales 
que, dejando intacto e inalterado el curso de las injusticias en el mundo, 
inventan una religión circunscrita a los momentos de ocio. Aplicar este tipo de 
gratuidad evasionista a la muerte de aquél que fue sentenciado y muerto por 
subversivo e insubordinado, inquietador de los poderes instalados, eso sí es 
blasfemar al Hijo del hombre. Gratuidad, por lo tanto, no puede significar 
simplemente 'inutilidad', 'inconciencia histórica'» (Teología desde la praxis de 
la liberación, Salamanca, 1973, pág. 69).

Urge, pues, dilucidar cuándo la gratuidad es una forma de evasión 
de la realidad, y cuándo constituye la única forma posible de una 
existencia auténtica. 
Un Dios «prepotente y justo» ­un Dios que no fuera nada más que 
eso­ sería sentido como el «enemigo» del hombre, como el que 
subyuga la libertad, y engendraría la necesidad de afirmarse a sí 
mismo de un modo absoluto también. Un mundo regido por un Dios así 
no podría ser un mundo humano. La rebelión de Prometeo estaría 
plenamente justificada. Nosotros no podemos ya creer sino en un Dios 
gratuito: 

«El 'don' ha estado siempre, inclusive en formas equívocas de intercambio, 
como en el potlatch, sometido a la regla de la reciprocidad. ¿Sería posible 
una donación que arranque de un exceso, de una sobreabundancia. . ., un 
don al fin gratuito? El amor cristiano no es gratuito. Dios se encarga de 
equilibrar el reparto, el intercambio. . ., pues Dios es 'justo'. . . 
Creo en un dios loco, excéntrico. . ., un dios sumamente injusto...» (E. 
TRÍAS, La dispersión, Madrid, 1971, pág. 129). 

GRATUIDAD/HUMANIDAD: Igualmente, una sociedad igualitaria, 
«justa» y nada más, donde domine el cálculo y el interés, sería una 
sociedad «sin interés» alguno para el hombre: carente de imaginación 
y creatividad, lo nuevo quedaría excluido, estando todo reducido a un 
juego prefijado de derechos y deberes. Lo humano surge cuando 
aparece lo gratuito. No habría, si no, lugar para el Reino de Dios. Este 
se anuncia por medio de los signos prodigiosos de lo nuevo, y a los 
que proclaman ­por medio de hechos y palabras­ su presencia, se les 
dice: «Curad a los enfermos, resucitad a los muertos, limpiad de su 
enfermedad a los leprosos, expulsad a los demonios. Pero hacedlo 
todo gratuitamente, puesto que gratis recibisteis el poder» (Mt 10, 8).
La gratuidad va unida aquí a acciones concretas de poder y fuerza, 
a signos de liberación que terminan con un mundo y abren un mundo 
nuevo. Se ha de superar, entonces, todo evasionismo de la gratuidad. 
Esta no se ejerce fuera de la realidad, en momentos de intimidad 
sentimental, sino en medio del mundo y en la lucha por la libertad. 
«Dar la vida por los demás» ­supremo acto del amor gratuito­ es algo 
que se resiste a toda interpretación evasionista. El acto gratuito es 
siempre un acto libre: por ello no puede realizarse al margen de una 
opción concreta por la libertad propia y de los demás. Fuera de este 
contexto, el amor gratuito se convierte en una pura abstracción, tan 
peligrosa como puede serlo un hablar de «reconciliación universal» o 
«amor universal» al margen de las opresiones, injusticias y 
desigualdades de nuestra sociedad. Amar a todos «en general» suele 
ser una excusa para no amar a nadie en particular y no tener, así, que 
comprometerse; hablar de reconciliación «en general» es una manera 
de ignorar cínicamente contra cuántas cosas hay que luchar para que 
la reconciliación sea posible; hablar de gratuidad «en general» es 
cerrar los ojos a la evidencia misma: se comercia con los hombres 
como si se tratara de cosas, los intereses económicos de los más 
fuertes rigen los destinos de la historia mientras se sigue 
tranquilamente hablando de amor y justicia. 
YO-TU-NOSOTROS: Hay que superar, también, la privatización del 
amor. La filosofía del «diálogo», del «encuentro» y del «yo-tú» encierra 
indudables peligros detrás de su innegable valor. Curiosamente, esta 
filosofía, que tiene en gran parte inspiración cristiana, ignora que para 
la Biblia más que el «yo-tú» lo que existe es el «nosotros», la 
comunidad. Jesús pasa realizando encuentros gratuitos «yo-tú» pero el 
sentido último de su gratuita entrega es «conseguir la unión de todos 
los hijos de Dios que se hallaban dispersos» (Jn 11 52). Una gratuidad 
que se encierre en los límites de «lo privado» no puede ser sino una 
gratuidad «privada», es decir, «reducida» a los límites de los intereses 
del yo: una no-gratuidad. 
Por fin, habría que superar un cierto carácter desencarnado del 
amor: un amor que por amar a Dios no sabe cómo amar a los hombres 
y que convierte a éstos en simples instrumentos para llegar a Dios. 
Pero éste es el amor platónico, no el amor cristiano. Jesús ­citando Dt 
6, 5­ no dice que hay que amar a Dios «sobre todas las cosas» 
(oponiendo así Dios y los hombres), sino «con todo tu corazón, con 
toda tu alma y con toda tu mente» (Mt 22, 37), para hablar 
inmediatamente del mandamiento ­«semejante al primero»­ del amor a 
los hombres. Y aunque el Nuevo Testamento sigue hablando del amor 
a Dios, son muchos más los textos en que se habla del amor al prójimo. 
Una lectura atenta de la primera carta de San Juan lleva a una 
conclusión bastante sorprendente: Dios es amor y la respuesta propia 
del hombre al amor que le precede no es la fe; no se recibe el amor de 
Dios para devolverlo a su fuente primera, sino para extenderlo a todos 
los hombres, constituidos en hermanos nuestros. La fe es la actitud 
fundamental ante Dios (aunque no se excluya el amor), y el amor es la 
actitud fundamental ante el prójimo: «Queridos hijos, Dios es la fuente 
del amor: amémonos, pues, unos a otros» (1 Jn 4, 7). En último 
término, amar al prójimo es amar a Dios, pero con tal de que sea un 
amor concreto y real, un amor que se dirige y se detiene en el otro, tal 
y como existe: «Tuve hambre y me disteis de comer» (Mt 25, 35). 

CESAR TEJEDOR
EL GRITO DEL HOMBRE
Temas de Antropología Teológica
Edic. MAROVA MADRID 1980. Págs. 57-79

....................
6. Et. Eud., VII, 12, 1245 b.
7 Ética, V, 19 y 17 Cor.
8 Werke, Stuttgart, 1959, 2ª. ed., vol. VI pág. 65.
9 La esencia del cristianismo, Salamanca, 1975, pág. 293.
10. Ibid., pág. 279. 
11. H. MÜHLEN, Espíritu, carisma, liberación, Salamanca, 1976, pág. 104.
12. D. BONHOEFFER, El precio de la gracia, Salamanca, 1968, págs. 17 y siguientes. 
13. V. E. FRANKL, El hombre incondicionado, Buenos Aires, 1955, página 179.
14. J. MARITAIN, La persona y el bien común, Buenos Aires, 1948, páginas 41 y sgs. 
15. L. CERFAUX, El cristiano en San Pablo, Bilbao, 1965, págs. 250-51.