ARREPENTIMIENTO

El término bíblico más usual para designar al pecado, "hamartía", se encuentra, sobre todo en san Pablo, la mayoría de las veces en singular, significa entonces el estado resultante de las transgresiones, estado que se trata de curar. (No obstante, cuando se trata de la remisión de los pecados, son los actos culpables, hamartiai en plural, los que se nombran sobre todo). El estado de pecado que nos hace enemigos de Dios es una consecuencia natural y un castigo lógico del acto del pecado. Y en verdad, no solamente tenemos que sufrir las consecuencias de nuestros pecados personales, sino también, en virtud de una misteriosa solidaridad, las consecuencias de los pecados de nuestros mayores (pecado de Adán y de sus imitadores) y de las faltas cometidas en nuestro medio vital.

El hombre que, por el pecado, se despoja orgullosamente de la libertad que le ha sido dada para el bien, o no resiste activamente al mal reinante en su medio vital, cae irrevocablemente más y más, bajo el imperio del pecado. "El que comete el pecado se hace esclavo del pecado" (Jn 8, 34: cf. Rm 6, 16). El Apóstol de las Gentes, en su Epístola a los Romanos, traza el retrato de una humanidad pagana en la que el pecado (y, en primer lugar, la voluntad obstinada de negar a Dios el honor y la gloria, Rm 1, 21) es castigado por el mismo pecado (Rm 1, 18-21). El pecado, libre negación de Dios, nos separa de la fuente de todo bien y de toda libertad para el bien: Dios. Del acto nace el estado: el pecador está lejos de Dios. La complicidad entre el pecado que se instala en el corazón y el mal espíritu del mundo forman un poder de perversión que maneja en definitiva Satanás. El pecado, si no es expulsado inmediatamente, no solamente es un yugo que inclina hacia la tierra al que lo comete, sino que hace al pecador prisionero de un poder que tiene su centro en Satanás y supone en el mal una solidaridad semejante a la que une, para el bien, a los miembros del Cuerpo Místico de Cristo.

El pecado es, en apariencia, búsqueda de sí mismo, divinización del propio ser, suprema independencia: en realidad, enemistad consigo mismo, contradicción en el propio ser y ante la creación (Gn 3, 17), cautividad miserable. El pecador cree poder valérselas por sí mismo: como el hijo pródigo, abandona la casa del Padre (Is 1, 2-4; Jer 2, 13) y parte a tierras extrañas para su desgracia. Esta tierra es el dominio de Satán, al que se entrega por el pecado (Jn 9, 31, 8, 34; 1 Jn 3. 8).

El pecado venial no llega a sujetar al cristiano a la esclavitud de Satanás. pero muchas faltas veniales, frecuentemente repetidas y no lamentadas, preparan el alma a un desapego interior de Dios y, de ahí, a la deserción de la casa del Padre.

El pecado, para el cristiano, no es solamente una pérdida u ocasión de pérdida de la salud personal; significa también con frecuencia, aunque con matices, oposición a la salud del prójimo, disminución de la plenitud de salud en el Cuerpo Místico, debilitamiento del reino de Dios en el mundo. Cada pecado aumenta el poder malo que se dirige contra la soberanía de Dios hasta la victoria final de Cristo.

Nuestra época no solamente parece haber perdido, en ciertos terrenos, el sentido del pecado, sino que, en general, no teme la pérdida de salud que entraña el pecado; así, es muy importante hacer resurgir y subrayar vigorosamente esta perspectiva en la pastoral. Es esencial, para que la contrición produzca todos sus efectos. No es necesario decir que no es la predicación sino la contrición misma, la que hace al pecador tomar conciencia, existencialmente, del abismo y del horror del pecado. Pero la predicación y la celebración de los sacramentos deben prepararla.

B. El arrepentimiento, acontecimiento de salvación

Para salvarnos, Cristo ha tomado sobre Sí nuestros pecados, la "hamartía", todo el sufrimiento, el abandono y la misma muerte, resultado de la privación de salud que entraña el pecado "He aquí el Cordero de Dios que toma sobre Si la hamartia" (Jn 1, 29). "A Aquel que no había conocido el pecado, Dios lo hizo hamartia por nosotros, a fin de que en El encontremos la justicia de Dios" (2 Cor 5, 21). El poder del mal que está en el pecado ha celebrado sus victorias en la muerte, que es su fruto (Rm 5, 21; cf. 5, 12). La muerte de Cristo fue verdaderamente su mayor victoria aparente. En el abandono supremo de Cristo en la cruz se ha podido ver lo que es la separación de Dios engendrada por el pecado. Pero, aunque el Salvador quiso asumir toda la pena hasta la muerte más cruel, el pecado no triunfó en El. Su muerte es la gran victoria sobre la "hamartia", sobre la separación absurda de Dios en una muerte absurda ocurrida en la impotencia. Cristo ha transformado radicalmente el sentido de la muerte. En su propia muerte, no se ahorró ni la ignominia ni la amargura; no obstante, ha consagrado la muerte hasta hacer de ella el acto más grande aquí abajo, el más grande gesto de amor obediente, el holocausto del amor, el camino que conduce a la resurrección. En el poder aparente de su imperio, la "hamartia" ha sido herida en el corazón (I Cor 15, 55s).

Cada arrepentimiento saludable actualiza en nosotros este acontecimiento de salvación. En él, en efecto, la muerte y la resurrección de Cristo son las que desenmascaran la "hamartia" y triunfan activamente de ella. La muerte de Cristo es el acontecimiento de salud eterna (Rm 6, 10). Pero este acontecimiento se ha de hacer realidad, una vez por todas, para cada uno de nosotros en la propia conversión. "Miraos como muertos al pecado y como vivos por Dios en Jesucristo" (Rm 6, 11).

Solamente se puede comprender el carácter verdaderamente religioso del arrepentimiento, a partir de la muerte y resurrección de Cristo y, por tanto, de la acción de los sacramentos. Los sacramentos, en efecto, desempeñan un papel esencial en la actualización de la redención a lo largo de nuestra historia. En ellos encuentra significado, de una manera eficaz, lo que representan para nosotros los misterios de la muerte y resurrección de Cristo. Si, pues, la contrición desempeña un papel esencial en la abertura de nuestra alma al hecho redentor, no debemos separarla de los sacramentos. Hay que verla, a la luz de la fe cristiana, como una especie de reencuentro "sacramental" con Cristo.

El creyente contrito ve su pecado y su estado de pecador, a la luz del terrible juicio de Dios, descargado sobre Cristo en la cruz, pero se sabe también—gracias a la esperanza cristiana— reconfortado por el amor infinito del Salvador crucificado. Sabe que, con el primer movimiento de arrepentimiento, la misericordia de Cristo le sale al encuentro y que la mano divina ha escrito ya en su alma la garantía de la reconciliación. Su contrición le coloca ya a la sombra de su encuentro con Cristo, encuentro cuya seguridad eficaz conocerá en los sacramentos de la conversión (bautismo y penitencia), y en los sacramentos del convertido (sacramentos de vivos).

En el arrepentimiento, el creyente siente el dolor del pecado con la misma angustia que el Salvador en el Huerto de los Olivos y sobre la cruz. Como la muerte de Cristo ha transformado la muerte, así la contrición saludable transforma el dolor estéril del remordimiento. En el arrepentimiento muere el hombre viejo, a fin de que pueda reinar en nosotros el hombre nuevo, el hombre creado en Cristo. Sin el dolor sobrenatural del pecado, el acontecimiento de salud, que es para nosotros el bautismo, no alcanzaria su pleno desarrollo.

Esto es absolutamente claro para el adulto que ha cometido un pecado grave. A falta de una verdadera contrición, el bautismo es para él totalmente infructuoso. Si la contrición que precede al bautismo no es una contrición de amor, pero si una auténtica contrición de temor, el bautismo alcanza su fin en la parte de amor contenida en germen en este temor. Se puede decir lo mismo del sacramento de la penitencia.

No se ha ponderado aún, suficientemente, hasta qué profundidad el acontecimiento de salvación pide realizarse en nosotros por el arrepentimiento. Incluso el niño bautizado antes de haber cometido pecado alguno y que, después del bautismo, no se siente culpable de ninguna falta consciente, tiene necesidad, para perfeccionar su unión mística a la muerte y resurrección del Salvador, no de una contrición formal—ésta solamente tiene por objeto los pecados personales—, sino del dolor y de la detestación del poder maligno del pecado, propios de la contrición. Todo verdadero arrepentimiento tiende al mismo fin que "la noche obscura del sentido" y la "noche obscura del alma" de que nos hablan los autores místicos. Debe llevar a su plena actualización en el alma el hecho de la salvación, proclamado sobre ella en el bautismo, la muerte a la "hamartia", al poder de perdición del pecado.

El arrepentimiento de los bautizados sumerge sus raices en el hecho salvífico del bautismo, y, simultáneamente, recibe del tribunal misericordioso de la penitencia su carácter de gravedad y su valor reconfortante.

La contrición auténtica presupone la fe en Dios, que nos llama por nuestro nombre. Es un acto central de la vida religiosa, porque Dios es santo y nosotros pecadores. Es la verdadera respuesta del hombre pecador a Dios infinitamente santo, cuya santidad se manifiesta en la cruz de Cristo, cólera devoradora contra el pecado, pero también amor devorador para el pecador.

El creyente que ha pecado mortalmente ha extinguido en él, por su pecado, la caridad; ha obscurecido al mismo tiempo la fe y la esperanza. Pero, si no ha pecado directamente contra estas últimas virtudes, le queda al menos la convicción de que Dios está en su pleno derecho, y él en el error. Sobre él brilla la estrella de la esperanza que proclama la misericordia divina. En su contrición inicial, la fe que ha guardado alumbra los abismos de su falta frente a la santidad de Dios; la esperanza le sostiene para que, por encima de estos abismos, no vacile, sino que se lance hacia la misericordia de Dios.

En la contrición, la fe vuelve a ser una actualización de la salvación con relación a los juicios de Dios: el juicio ya realizado en la cruz y el último juicio. Contrito, el creyente reconoce, de manera existencial, que Dios está en la justicia y nosotros, pecadores. en la injusticia. Por otra parte, solamente por la esperanza en la salvación hecha visible en Jesucristo, la contrición puede transformar el tormento del remordimiento que juzga y condena al pecado sin perdón posible (el "remordimiento de la conciencia atormentada") en dolor purificante de amor.

De todo esto se pueden deducir consecuencias importantes para la pastoral: la predicación de la conversión y la celebración de los sacramentos del retorno a Dios deben, sobre todo, colocar al hombre ante el hecho salvador de la muerte y la resurrección de Cristo. Hay que comprender, pues, claramente que un arrepentimiento moral (simple desprecio de la indignidad moral del acto cometido, o simple tristeza de haber puesto en peligro la perfección personal y comprometido la propia integridad moral) difiere por completo de la contrición concebida como un hecho de salvación.

Todo esfuerzo por convertir a un creyente caido en el pecado debe apelar, sobre todo, a su fe y esperanza cristianas. Si se puede decir, en razón de sus obras pecadoras, que su fe está muerta, la guarda, no obstante, y es un lazo muy fuerte que le une a la palabra de Dios, una realidad sobrenatural que servirá de punto de apoyo a su conversión. La esperanza vela por él, haciéndole aspirar a la buena nueva del perdón y del retorno. La fe y la esperanza deben despertar el arrepentimiento; éste, a su vez, permite a la fe y a la esperanza actualizar el hecho de la salvación.

No hay, pues, que presentar el arrepentimiento como un acto solitario del creyente que se arrepiente, sino como un reencuentro auténtico, a la sombra de los sacramentos, con Cristo crucificado y resucitado.

C. Arrepentimiento y examen de conciencia

No se trata, sobre todo en el examen de conciencia ordenado a la contrición, de hacer un catálogo completo de todos los pecados de pensamiento, deseo, palabra o acción. Es más importante y más decisivo desenmascarar la naturaleza real del pecado frente al hecho de la redención y la superabundancia de salvación en el reino. Se trata primero de reconocer, a la luz de la fe, cuán terrible es el acto del pecado y cuán peligroso el estado de pecado. Esto se nos aparecerá claramente en la meditación de los misterios redentores de la muerte y la resurrección de Cristo, de la venida del Espiritu Santo y el retorno de Cristo. Estas obras divinas de salvación han sido actualizadas en nosotros por los sacramentos. Por eso, el bautizado, el confirmado, el cristiano alimentado con el maná celestial, debe tomar conciencia de la grandeza con que Dios le ha revestido y reflexionar en la empresa grandiosa que le ha sido confiada dentro del reino de Dios. A esta luz, debemos examinar nuestra conciencia, es decir, cada una de nuestras obras muertas, de nuestras malas actitudes, de nuestras disposiciones reprensibles. El dolor del pecado debe ser vivo antes del examen de cada falta individual, a fin de que nuestros ojos estén bien abiertos sobre cada repliegue de nuestra conciencia. El conocimiento detallado de nuestros pecados, el examen atento de nuestro estado de conciencia asegurarán entonces la profundización de nuestra contrición.

El orgullo es el mayor obstáculo para la contrición y el examen de conciencia. El término contritio, consagrado desde hace tiempo para designar el arrepentimiento, expresa cierta postura de humildad, pues viene del latín: "contritus", triturado, aplastado; la contrición debe aplastar la resistencia de nuestro orgullo. La contemplación de la alta dignidad a la que Dios nos destina y nos promete, y de la cual el pecado nos hace desertar, nos será una ayuda preciosa para hacer nacer en nuestros corazones la humildad. El hijo pródigo ha dejado verdaderamente todo orgullo: "Yo no soy digno de ser llamado hijo vuestro" (Lc 15, 12s). La pecadora pública se expone abiertamente al desprecio de todos, al bañar con sus lágrimas los pies del Salvador; así, delante de todos los invitados recibe el testimonio de su perdón (Lc 7, 37). El orgulloso fariseo y el humilde publicano ilustran la palabra del Señor: "El que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado" (Lc 18, 13s). "No despreciaste, Señor, un corazón contrito y humillado" (Sal 50, 19).

A la contrición, nacida de la humildad y que conduce a una más profunda humildad, se aplican dos de las primeras bienaventuranzas del Sermón de la Montaña: La primera de todas: "Bienaventurados los que hechos humildes por el Espiritu de Dios, se reconocen mendigos delante de Dios y lo esperan todo de su misericordia; de ellos es el reino de los cielos" (Mt 5, 3). Estos calibran todo lo que han perdido o puesto en juego por el pecado. Ccmprenden que todos los que están alejados de Dios solamente encuentran desgracia y desnudez. Tienen razón al poner su esperanza en la bondad divina. Sabrán aprovecharse de sus liberalidades. El hombre humilde reconoce que el pecado es una agresión contra el reino de Dios y contra la superabundancia de sus gracias. No es, pues, la vuelta sobre si mismo la que causa el arrepentimiento, sino la mirada lanzada al reino de Dios. Reconoce que todo pecado hace daño a la comunidad de los cristianos y se convierte, así, sinceramente al reino de Dios. Sus ojos ven muchas faltas que otros ni siquiera consideran como pecado.

La tercera bienaventuranza: "Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados" (Mt 5, 5), evoca también el arrepentimiento. "La aflicción según Dios obra un arrepentimiento saludable que no se lamenta, la tristeza del mundo, empero, produce la muerte" (2 Cor 7, 10). El santo dolor de un corazón contrito es un bálsamo para los ojos de la conciencia, que cura la mirada interior de la ceguera y la miopía (A p 3, 18). Todo el que ha entrado en la tristeza de Cristo, sudando sangrepor nosotros, abandonado en la cruz, comprende el horror del pecado. Ve lo que hasta entonces ha sido defectuoso en su vida. Pero no renuncia a la esperanza. Su aflicción se transfigura en confortamiento sobrenatural.

Así, pues, es necesario mantener el examen de conciencia en unión intima con un sentido del pecado, penetrado de arrepentimiento y de una profunda humildad.

D. El arrepentimiento, camino hacia la libertad

Solamente puede ser imputado como pecado el mal realizado libremente. De aquí la importancia de la cuestión siguiente: ¿Qué sucede, pues, con los que están tan completamente atados por sus faltas que no sienten ya la libertad interior para el bien? Antes de mostrar cómo la contrición es un camino hacia la libertad, ¿no convendria tratar un poco la idea misma de la libertad moral y su pérdida, al menos parcial, por los pecados no lamentados?

1. Algunos seres hundidos en el mal despliegan a veces un extraordinario poder de voluntad. Demuestran una exhuberancia y despliegan una energía ante las cuales muchas gentes de bien, pero sin dinamismo, deberían avergonzarse. Pero esta llama del pecador no debe deslumbrarnos: ha perdido la real "libertad de los hijos de Dios", y va perdiendo la misma libertad moral progresivamente. Conviene no confundir coraje o energía y libertad moral. Esta nace del intimo acuerdo con el bien. Es la aptitud actual para ser bueno. La libertad moral se manifiesta ya, cuando, desde el fondo del alma, se aspira verdaderamente al bien y se sufre realmente, en unión profunda con los valores morales, al ver que, sin cesar, se los traiciona. Una libertad moral completamente desarrollada supone también cierta facilidad o soltura para realizar el bien. Y lo más fundamental para la libertad moral es el poder de amar el bien y de adherirse a él desde el fondo de si mismo.

2. De la simple libertad moral, que ya es esencialmente libertad para el bien, aunque nuestra facultad limitada de expresión haga de ella también una libertad para el mal, difiere infinitamente la "libertad de los hijos de Dios": ésta, en efecto, es una participación sobrenatural de la misma libertad de Dios; ella se arraiga en la virtud infusa de la caridad que necesariamente presupone, es docilidad y sumisión emanantes del Espiritu Santo que habita en nosotros.

La libertad de los hijos de Dios se pierde por todo pecado grave. No puede recobrarse por ningún acto de la voluntad, ni por ninguna prestación moral, sea la que sea. Solamente se nos puede conceder de nuevo por una intervención divina. En el pecador que vuelve a Dios, esta renovación es el fruto de la contrición, en el sentido de que Dios prepara el alma a la regeneración espiritual por una contrición saludable que inspira el temor, y proclama inmediatamente que esta regeneración se concede por una contrición que inspira el amor.

La libertad de los hijos de Dios se verifica prácticamente cuando el hombre se enrola al servicio de Dios en la caridad, lamenta sus faltas por caridad y escoge por regla de su vida la bienhechora y amorosa voluntad de Dios. Lo que diremos más adelante sobre la verdad en la fe y las obras, vale también sobre la caridad: nos hace libres. En un corazón herido por el pecado mortal, el amor de Dios y, consecuentemente, la libertad de los hijos de Dios vuelven de nuevo a desarrollarse por el despliegue de la contrición.

Ocurre lo mismo en el caso en que, después de un acto de contrición imperfecta, el sacramento dispensa la fuerza divina de la caridad. Es verdad que la libertad de los hijos de Dios no podrá ponerse en acto antes de que quien ha reencontrado la gracia no obre efectivamente por amor. Esto se produce habitualmente a partir del momento en que la contrición llega a ser también, expresamente, una contrición de amor. Toda contrición de amor que crece y se profundiza prepara un nuevo crecimiento de la libertad de los hijos de Dios.

3. El que comete un pecado grave no pierde de un solo golpe su libertad moral para el bien, porque el hombre no se realiza enteramente en su acto, como lo hacen los espíritus puros. Así, no compromete irrevocablemente su libertad moral con un solo acto. Ciertamente que el pecado grave, que es una actualización plenamente humana de la libertad para el mal, posee en este sentido un poder característico. Por el acto del pecado, el hombre renuncia a la potentia, es decir, a la posibilidad, a la facultad concreta de hacer el bien. Se abandona en creciente aceleración, como un cuerpo que cae, a una bajada cada vez más profunda hacia el mal. Si es colocado de nuevo ante la posibilidad de hacer el bien, es el Creador quien, cada vez, le concede el don (por la praemotio) de dar su primer paso hacia el bien.

Es siempre Dios quien retiene al pecador en su caída. Esta ayuda para retener al pecador puede injertarse en sus posibilidades para el bien, todavía no puestas al servicio del mal. La misericordia divina puede también renovar gratuitamente la libertad para el bien, perdida por el pecado. No hay que afirmar tampoco como una ley ineluctable: una vez que el hombre ha caído por la pendiente del pecado, se ve obligado a bajar cada vez más. El pecado se revela, en efecto, como un poder del mal, en el sentido de que mina poco a poco la libertad moral del hombre. Esto se produce principalmente por las faltas no lamentadas o lamentadas con poca sinceridad. A causa de estos pecados sin contrición, la noción de los valores se encuentra más y más obnubilada. La voluntad se endurece en el mal. Resulta, entonces, tanto más difícil levantarse de las faltas cuanto más se tarda en arrepentirse.

4. Se puede responder ahora a la pregunta hecha más arriba: ¿Quiénes están encadenados al mal de tal manera que no tienen ya energías para el bien?, ¿les son imputables los nuevos pecados que cometen, al menos como faltas graves, dado que su libertad cada día es más restringida y mezquina?

La respuesta decisiva a esta pregunta mira al hecho de que nosotros no debemos considerar solamente los actos. De estos innumerables actos pecaminosos ha nacido un estado de pecado, como la fidelidad al bien engendra un "estado virtuoso", es decir, una facilidad para hacer el bien que nace del acuerdo, profundo y engrandecedor, con el bien. Sin embargo, hay que tener en cuenta una diferencia fundamental entre estas dos realidades. Por el estado de virtud (por un "habitus" para el bien), la libertad moral crece. Por el estado de pecado, la libertad moral se extingue poco a poco hasta su perdida total. Pero, mientras no se extinga por completo, el pecador sigue siendo capaz —solamente, es claro, con la ayuda del concurso general o especial de Dios—de orientarse todavía hacia el bien.

La contricion rompe las cadenas del estado de pecado. Esto no se produce de una vez. Es necesario que, poco a poco, el arrepentimiento arraigue, hasta que la voluntad, con un verdadero amor de Dios, pueda no solamente decir Sl al valor moral, sino, bajo la influencia de un amor renovado de Dios, decir NO al pecado y expulsar el poder del mal. (A propósito de las etapas esenciales de este proceso espiritual, ver: Concilio de Trento, sesión VI, cap. 5-10, Denzinger, 797-803; y sesión XIV, cap. 3 y 4, Denzinger, 816-898).

La contrición rompe, ante todo, los lazos de la adoración de si mismo. Por el santo temor de Dios y el amor de Dios, ella abre el camino a un verdadero amor de si mismo tal, que no pueda ver en el pecado un bien deseable. Pero el amor a Dios, así como el verdadero amor de si mismo, no puede establecerse en el alma, mientras no se deteste el pecado como un poder de perdición y como una injuria hecha a Dios.

5. El principio de la contrición se manifiesta por el don que Dios hace al pecador de su "Espíritu de benevolencia y de súplica" (Zac 12, 10-14). El pecador puede experimentarlo antes, incluso, de tener la fuerza de romper sus cadenas: "Bendito sea Dios que no ha rechazado mi oración, y que no me ha rehusado su misericordia" (Sal 66, 20). Ya que solamente la misericordia divina puede salvar la libertad perdida o curar su debilidad, es de capital impor.ancia que el pecador use lo que le queda de libertad para el bien o de germen de libertad depositado en su alma por la gracia, es decir, al menos por la plegaria. Así, pues, la oración del pecador es una oración de arrepentimiento, una plegaria para obtener una contrición mejor y más eficaz todavía. En resumen, he aquí la respuesta a la pregunta puesta más arriba: Los pecados, expresión de una falta de libertad para realizar el bien moral, consecuencia de las faltas no lamentadas, son imputables en la medida en que se es responsable de esta situación. Y esto no solamente se refiere a los actos culpables anteriores a esta situación, sino, sobre todo, a la tardanza en la conversión, al rechazo en utilizar las gracias de la oración y del arrepentimiento. Si queremos que el pecado no llegue a mandar sobre nosotros, debemos despertar nuestra contrición, tan pronto como sea posible, después de una falta, incluso venial. Jamás podremos implorar demasiado la gracia de una verdadera contrición.

E. Contrición y propósito
Cuando el arrepentimiento ha curado la ceguera del pecador sobre el estado miserable de su alma y ha abierto de nuevo las energías mórale, de la libertad, se puede manifestar una verdadera, adecuada y sobre todo activa resolución. Cuando el Concilio de Trento subraya, en una declaración formal, que el arrepentimiento no consiste simplemente en un s'cesar del pecado con la resolución de llevar una nueva vida" (Denzinger, 987), no solamente protege la auténtica doctrina de la Iglesia sobre la contrición, sino que pone en evidencia la raíz profunda que garantizará la firmeza y el valor moral de nuestras resoluciones. Si muchas de éstas permanecen sin efecto, y si "el infierno está pavimentado de buenas intenciones", la razón frecuente es la falta de una contrición sincera. Bien entendida la contrición —éste es el pensamiento del Concilio de Trento—, es algo completamente diferente y mucho mas que un simple medio de llegar a una resolución. (DENZ[NGER, 819, 829, 987, 914)

Su sentido y su necesidad es la de ser una respuesta renovada al valor desconocido, la humilde plegaria de un corazón culpable ante la majestad divina ofendida por la falta. La contrición —lo hemos dicho más arriba—es un acontecimiento de salud, indisolublemente unido a la muerte y resurrección de Cristo, y, por lo mismo, a los sacramentos que hacen presentes y eficaces estos divinos misterios.

Es claro, tanto sicológica como teológicamente, que no se puede, a partir del pecado, llegar a un nuevo comienzo verdadero, sin haber purificado en el fuego de la contrición todo el mal del pasado. Todo pecado grave significa ofensa de Dios, entrada en el estado de pecado y de enemistad con Dios. La fórmula del firme propósito religioso: "Yo quiero vivir de nuevo como hijo y amigo de Dios", presupone esencialmente la humilde confesión: "Yo no soy digno de ser llamado hijo vuestro" (Lc 15, 19). Sin el dolor del arrepentimiento y la humilde plegaria, todas ias promesas que haga el pecador de vivir en adelante en paz con Dios, al que ha ofendido, serian pura insolencia e ilusión.

Incluso después de una falta venial, el esfuerzo por llegar a una contrición sincera y profunda, así como la humilde petición de perdón, debe preceder al buen propósito, si se quiere reparar el mal causado por el pecado y dar a Dios una nueva respuesta sincera y respetuosa. Todo cristiano debe esforzarse en recitar su acto de contrición, cuando se da cuenta de que ha cometido una falta, como sucede muy frecuentemente (por ejemplo, al ir a dormir, antes de la recepción de los sacramentos, en la tentación). La celebración litúrgica y también el paternóster nos invitan a ello con insistencia.

Al igual que la fuerza del propósito depende del dolor del arrepentimiento, así la grandeza y la profundidad del arrepentimiento se manifiestan en el propósito. "En efecto, no hay arrepentimiento que no contenga ya, implicitamente, la estructura de un corazan nuevo. El arrepentimiento no mata más que para crear; destruye para construir, e, incluso cuando parece que destruye, está construyendo ya en secreto." (M. SCHELER. Vom Ewigen in Menschen, Leipzig, 1921, pág. 43)

La contrición debe madurar para que el propósito sea auténtico; pero, recíprocamente, el propósito no debe remitirse indefinidamente, por temor a que el ardor de la contrición se enfrie. Pues el pecador no podría mantener mucho tiempo el puro dolor del arrepentimiento, si una nueva vida no viniera a alumbrar su horizonte. Como la esperanza de la divina misericordia y la esperanza en la fuerza necesaria para llevar una vida nueva se mantienen intimamente, y donde está la esperanza está la estrella que anuncia el sol de la caridad, el buen propósito para el futuro debe nacer de la contrición, a fin de que ésta pueda, al mismo tiempo, desarrollarse en un perfecto arrepentimiento de amor. Contrición y buen propósito crecen conjuntamente, aunque, de los dos, la fuente más profunda de fuerzas sea la contrición.

Cuando una resolución no quiere madurar, no se puede hacer otra cosa que implorar los auxilios de lo alto y descender más profundamente a la fuente viva de la contrición. Inversamente, si nos parece difícil hallar una contrición profunda, debemos preguntarnos si hemos consagrado todos los esfuerzos posibles a la resolución y a su puesta en práctica.

Contrición y buen propósito crecen conjuntamente, el uno para el otro. Una contrición, aunque sea profunda, no puede habitualmente, después de una vida de pecado, restablecer de un solo golpe la perfecta conciencia de los valores y, menos todavía, el perfecto uso de la libertad moral, Por esto, la resolución de un convertido sincero se manifestará frecuentemente imperfecta, y no alcanzará todos los dominios. Hay en el juicio como un obscurecimiento moral que impide, como consecuencia del nivel moral todavía poco elevado, percibir que tal o tal actitud deberían ser absolutamente rechazadas por una resolución general que se ha tomado. No se dominará tal situación sino poco a poco, a medida que progrese el conjunto del movimiento de conversión.

"Una ceguera práctica" se ha instalado en la conciencia, la cual no nos permite ver cómo tal mandamiento, por otra parte bien conocido, nos obliga a nosotros mismos en ciertos momentos. Esta ceguera debe ser curada por una lucha perseverante contra el orgullo, la despreocupación y la fuerza cegadora de las malas pasiones.

El tomar conciencia de la "ley de crecimiento" como ley fundamental de la vida religiosa y moral, requiere un esfuerzo incesante para profundizar en la contrición, para que nuestra resolución sea cada día más amplia y decisiva. Por otra parte, la misma ley de crecimiento nos prohibe pedir demasiado a nuestros semejantes en sus esfuerzas por la conversión o el progreso espiritual.

Seria imprudente colocar de primeras al "neoconvertido" ante tal o cual decisión que apenas está al alcance de los adelantados o de los adultos que han crecido en un ambiente cristiano. Sobre todo, hay que evitar tal imprudencia con los convertidos que vienen de ambientes completamente irreligiosos.

La resolución debe ser prudente. La conversión exige un esfuerzo hacia una vida que sea digna del destino incomparable trazado por Dios en su obra redentora. Así, todo mandamiento que, bajo pena de pecado grave, prohibe realizar tal o cual acción debe ser acogido con un SI decidido y sin reserva. En cuanto a los mandamientos que nos imponen tender a nuestra santificación 'con todo nuestro corazón", amar perfectamente a nuestro prójimo, hacer nuestras las bienaventuranzas del Sermón de la Mon taña, no pueden ser conocidos y observados más que gradualrnente. Pero la consigna es hacer el esfuerzo necesario para realizar tal progreso inspirado por la prudencia. Ciertamente, si la situación y la llamada intima de la gracia nos invitan a dar un gran paso adelante, es la prudencia cristiana entonces la que nos ordena ser generosos en nuestros proyectos y en su ejecución.

Toda resolución nacida de la contrición debe ser humilde. Nuestras experiencias personales nos empujan a transformar toda resolución en plegaria. La humildad requiere, por otro lado, la conciencia de que nuestras resoluciones son imperfectas; de ahí la plegaria para obtener más luz, un espíritu más profundo de contrición y la valentia para una más valerosa resolución. De la humildad debe nacer también la resolución firme de evitar todas la. ocasiones de pecado.

F. El arrepentimiento y la caridad
El arrepentimiento le es posible al pecador, porque el Dios de amor viene a su encuentro. La contrición es un movimiento del corazón que emana del amor misericordioso de Dios. Sostenida por la confianza y la bondad divina (por la virtud teologal de la esperanza), tiende por su misma naturaleza a la caridad

Al igual que el pecado es una agresión contra la justicia y el amor de Dios, así el arrepentimiento es la toma de conciencia de que el pecado es una injusticia y una ingratitud. En su amor pervertido, el pecador ha preferido un "mundo sucio" al amor de Dios. Arrepintiéndose, reencuentra progresivamente el conocimiento y el gusto del amor de Dios.

HAERING PASTORAL DEL PECADO evd 1970, págs. 148-171