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¿QUÉ ES EL PECADO?
(continuación)

 

El pecado como falta de fe

Fe: surge la palabra clave que nos ayuda a situar el pecado en el ser personal.

Entendemos por fe algo más que simplemente tener por ciertas algunas verdades que son inaccesibles a la razón y que han sido comunicadas por Dios. Tal fe no sería más que un sustitutivo de la mente. Lo que Dios nos comunica sobre Sí mismo y sobre nuestro destino únicamente podemos creerlo. De la misma forma que aceptamos una afirmación no comprobable (o no comprobada) de una persona, porque tiene toda nuestra confianza. Pero la fe, como entrega plenamente confiada a Dios, tiene siempre consecuencias prácticas. Nuestra declaración de fe no es cierta si no adaptamos a ella nuestra vida. En consecuencia, cada pecado es una mentira ante Dios y ante nosotros mismos, porque a través de él nos distanciamos, en nuestro comportamiento práctico, de aquello que reconocemos con nuestros labios; hablamos como cristianos y actuamos como paganos. La palabra «pagano» no debe entenderse aquí como juicio valorativo, sino en el sentido en que se emplea en las Escrituras: hombre que adora ídolos.

Es el proceso que se opera en todo pecado: desdeificación de Dios y deificación del hombre. El hijo menor de la parábola nos ofrece una clara ilustración de esto: su pecado consiste en separarse del padre; le abandona, lleva a cabo la ruptura y se vuelve hacia cosas menos importantes, haciendo de ellas el contenido básico de su vida. El último punto de referencia, Dios, es sustituido por ídolos para los que vive y según los cuales organiza su vida: poder, dinero, mujeres, posición, éxito, o todo ello junto. Cuando el hombre elige sus propios valores como lo más elevado, se sitúa él mismo en el lugar de Dios. El hombre decide ahora lo que es bueno para él.

Los autores del Antiguo Testamento no se cansan de repetirlo. Al faltar a los mandamientos, el pecador (o todo el pueblo elegido) se vuelve contra Dios (Núm. 14, 9; Dt 28, 15-44; 2 Sam 12, 14); le desprecia (2 Sam 12, 10; Is 1, 4; 43, 24) y cae, por ello, en la «deslealtad, cometiendo «adulterio» (Is 24, 4; 48, 8; Ez 16, 59; Os 3, l). La deificación de los bienes temporales se concreta en la creación de imágenes, de ídolos. El culto a los ídolos y la propia idolatría son, en la fe israelita, el pecado por excelencia: ¡el pecado como falta de fe!

La esencia del pecado es la falta de esencia del hombre. También el Nuevo Testamento lo pone en evidencia. Aunque los Sinópticos hablan también, en ocasiones, del pecado como de desobediencia a un mandamiento divino, no están hablando, entonces, del pecado, sino de los pecados en plural (cfr. entre otros, Mt 3, 6; Mc 1, 5; Lc 1 1, 4). Sólo en apariencia puede dar la impresión de que tienen una concepción legalista del pecado, pues continuamente recalcan que, al faltar a un mandamiento, no se falta contra una regla en sí, sino contra Dios. La falta es sólo una señal externa del endurecimiento del corazón humano. En los pecados concretos se manifiesta la actitud interior que es lo decisivo (cfr. Mt 15, 11; 18, 5).

San Juan y San Pablo hablan preferentemente del pecado (en singular), y entienden por tal la falta de fe que se manifiesta en el rechazo de Cristo, de su persona, de su enseñanza (pues Dios ha mostrado en El su Rostro; cfr. jn 14, 9). Igual que en el Antiguo Testamento existe una relación entre el pecado, la apostasía idólatra de Dios y el asesinato de los profetas, existe también, en el Nuevo Testamento, relación entre el rechazo de Jesús y su crucifixión (cfr. Mt 23, 30). Tras la muerte de Jesús, el verdadero pecado se manifiesta en apartarse del Cristo glorificado. «Quien permanezca unido a El, ya no peca. Quien, sin embargo, siga pecando, ni le ha visto ni le ha entendido» (1 Jn 3, 6). Jesús ha venido a «borrar el pecado del mundo» (Jn 1, 29); el que no reconoce esto y no cree en El, es un «Anticristo» (1 Jn 2, 18; 2 Jn). Para Juan, la falta de fe es el verdadero pecado (cfr. 8, 21; 9, 41; 15, 22.24).

De forma muy parecida lo presenta S. Pablo. Las obras concretas pecaminosas son expresión de una actitud del hombre que consiste, precisamente, en aquella tendencia al pecado que «reside» dentro de él (Rom 7, 12-21) y que rige sus acciones. Cuando Pablo habla de la realidad del pecado (cfr. especialmente, Rom 5-8), quiere significar no solamente un hecho concreto aislado, sino la predisposición al pecado del hombre «sin Cristo» (Ef 2, 12). El pecado de los paganos consiste en que por su «comportamiento ateo» (Rom 1, 2) se han separado de Dios y han adorado lo que El creó, -en lugar de glorificarle a El como Creado (Rm 1, 25)- haciendo de lo menos importante punto de referencia absoluto, ídolo. También los judíos, a pesar de la revelación y de la ley, se han separado de Dios. En la medida en que deciden sobre sí mismos (lo que equivale a la adoración de sí mismos! ), caen en el pecado. Por ello el hombre no liberado se encuentra bajo la «ley del pecado» (cfr. Rom 8, 1-2). Cae en la vida de la carne (Rm 8, 2 s; 2 Cor 10, 3), expresión en la que Pablo engloba los esfuerzos de 7-21, 3, 27; 1 Cor 1, 29; Ga 6, 13) y de los egoístas (Rom 1,24; 13, 14; Gal 5, 19 ss; Ef 2, 3), por asegurar su vida recurriendo exclusivamente a lo creado y a sus propias fuerzas. Esta «vida en la carne" no reside tanto en los actos aislados de pecado como en el rechazo básico y en el desagradecimiento ante Dios, postura que antecede a las falsas opciones concretas, y que las pone en actuación (Rom 1, 24-31;Ga 5, 19ss; Ef 2,1ss),

Sobre el telón de fondo de estas lúgubres apreciaciones, Pablo constata: ¡Es deprimente! Sólo hemos de esperar la muerte. ¿Quién podrá sacarnos de esta situación sin salida? Pero considerando la salvación de Jesucristo, exclama en seguida: Demos gracias a Dios por medio de Jesucristo. ¡El lo ha hecho! (cfr. Rom 7, 25). La fe en Jesús es la única que puede triunfar del pecado. «Si confesáis con la boca que Jesús es el Señor, y con el corazón estáis convencidos de que Dios lo resucitó de la muerte, seréis salvados» (Rom 10, 9). Formulado de forma negativa: Quien rechaza a Jesús pierde su salvación. El pecado real consiste, por tanto, en la pérdida de Cristo, es decir: en la falta de fe.

Todo el Nuevo Testamento está de acuerdo en que ni la más sutil observancia de la ley conduce a la liberación del pecado, sino la entrega incondicional del hombre a Cristo, la fe. Pablo lo explica, acentuándolo, de la siguiente manera: «Pero sabemos que nadie encuentra la justificación de Dios por realizar lo que especifica la ley. Ante Dios sólo puede salir airoso quien confía en Jesucristo» (Gal 2, 16; cfr. Filp 3, 9). De ello se desprende: lo contrario del pecado no es ni mucho menos el moralismo, sino la fe.

Resumiendo: La diferencia entre el pecado y los pecados nos ha mostrado que el pecado verdadero es el abandono de Cristo, el rechazo de su persona y de sus enseñanzas. Pecado como alejamiento de Dios, que vino al encuentro del hombre en Jesucristo. Pecado, sencillamente, como insensatez, como falta de fe. De una o de otra manera se repite invariablemente la afirmación de que la esencia de todo pecado es el alejamiento ateo de Dios que luego se manifiesta concretamente en cada pecado concreto y singular.

¿Pecados mortales - pecados veniales?

P/MORTAL-VENIAL: No sólo el asesinato, el adulterio, el robo a mano armada son signos de tal alejamiento de Dios. Este se presenta con mayor frecuencia en cosas cotidianas: falta de acogida, superficialidad, poca comprensión y poco tiempo para los demás. ¿No son éstas las imperfecciones «normales» que llevan a los cristianos a no ser casi nunca lo que tienen que ser: luz que brilla sobre el monte y sal de la tierra? Estamos de acuerdo en que en la mayoría de nuestras faltas y de nuestras deficiencias no se trata fundamentalmente de una negación del Evangelio. Este no le ponemos en cuestión; pero resulta que tampoco tomamos en serio las cuestiones de fondo que eso conlleva. Falta la admiración, cosa que raramente se da en los herederos de Jesús que somos nosotros, cansados y descorazonados y que nos damos con tanta frecuencia por satisfechos con las buenas intenciones aplazando indefinidamente pasar a las consecuencias prácticas. El espíritu está pronto, pero...

Precisamente este pronto, que pronunciamos con aire de disculpa, nos lleva a que cedamos continuamente a la tentación de instalarnos cómodamente entre innumerables compromisos; a que nos propongamos de vez en cuando un nuevo comienzo, sin llevarlo nunca hasta el final; a «poner la mano en el arado», pero, olvidando la advertencia de Jesús, volvemos la vista atrás con melancolía.

¿Se trata de falta de fe al menos en la práctica, o solamente de una fe deficiente? Los teólogos no perdieron mucho tiempo, antiguamente, en este asunto. Les solía, y les suele, gustar el método de penetrar en la naturaleza de las cosas realizando la mayor cantidad posible de distinciones de fina sensibilidad y diferenciaciones altamente sutiles. Con definiciones precisas creen poder aclararlo todo, o al menos la mayor parte de las cosas. Así catalogaron también los pecados en pecados graves y leves, o mortales y veniales. La mayor parte de los cristianos sabe por la catequesis que el pecado mortal destruye el estado de gracia y que si uno muere en esa situación se condena eternamente. Del pecado venial todo cristiano ha oído que no rompe la relación con Dios, sino que simplemente la altera y que provoca un castigo temporal. Probablemente también recuerdan que el pecado mortal impide la comunión, mientras que no es necesario acusarse de los pecados veniales en la confesión aunque se considera posible y muy útil hacerlo. Finalmente quien haya aprendido el catecismo con alguna mayor profundidad, podrá explicar que para que exista el pecado mortal se necesitan tres condiciones: que se trate de algo importante, que se tenga pleno conocimiento de lo que se trata y plena libertad de decisión sobre ello. Por muy claros que sean estos límites teóricos, no siempre pueden utilizarse en la práctica con toda seguridad. Porque la realidad está mucho más embrollada que las finas diferenciaciones de los manuales de teología moral. En el comportamiento humano existen zonas oscuras que, a menudo, sólo con dificultad pueden recibir la luz o que, incluso, no pueden esclarecerse.

La teología moral considera unas faltas «objetivas», es decir, gravemente pecaminosas para el espíritu: explotación, falta de escrúpulos, asesinato, adulterio... Otros pecados les considera veniales porque, externamente, parecen menos graves aunque, quizás si les viéramos a fondo, encontraríamos en ellos, en su raíz y fundamento, un egoísmo total y una negación latente del amor, cosas que contienen una abierta negación de Dios. Puede llegar a suceder que un trato indiferente, continuado, con el esposo o la esposa, sea mucho más grave que una falta ocasional a la fidelidad conyugal, después de la cual, quien la cometió se pregunta con consternación cómo pudo llegar tan lejos. Ese anonadamiento y perplejidad experimentados ante ese pecado es señal de que se quiere de verdad al cónyuge. Aunque en el primer caso (indiferencia continua), aparentemente no exista una falta «objetivamente grave», la culpa puede ser mayor que en el caso de una única falta a la fidelidad conyugal; con la indiferencia también se puede herir mortalmente a uno.

Otra dificultad más para distinguir entre pecado mortal y pecado venial, se encuentra en el momento de la decisión libre y personal. No siempre que se falta de forma clara a normas objetivamente importantes existe una culpa grave, porque el individuo está tan limitado en su libertad que no se puede pensar, simplemente, que su decisión provenga de «su centro personal», es decir, que esté en completa armonía con su opción fundamental que, por lo demás, él intenta vivir lo mejor que puede. Por lo general, es bastante difícil establecer los limites exactos de un hecho aislado. Una sentencia precisa sobre los pecados concretos y su gravedad es hoy muy difícil debido al conocimiento que tenemos de los aspectos tan diversos que se amalgaman en el ser humano.

Puesto que en los casos aislados apenas podemos opinar con absoluta seguridad si en el fondo de un pecado existe falta de fe o fe deficiente, ¿no deberíamos eliminar la diferencia entre pecado mortal y pecado venial? Esta pregunta no se puede contestar con un sí o un no categóricos, sino de un modo más diferenciado.

En primer lugar: En el Nuevo Testamento no aparece en ningún sitio un criterio para tal diferenciación. Sí se encuentran, por el contrario, referencias a pecados que llevan a la exclusión del Reino de Dios. Así, por ejemplo, cuando Pablo escribe a la comunidad cristiana de Corinto: «Pensad que para los hombres que cometen injusticias no tiene lugar Dios en su nuevo mundo» (1 Cor 6, 9; cfr. Gal 5, 2 1; Ef 5, 5 ss; Col 3, 5-8; Ap 21, 8; 22, 15). Además, se habla de faltas que obligan a distanciar al pecador de la comunidad: deshonestidad, avaricia, idolatría, difamación, borracheras, robos (cfr. 1 Cor 5, 9-13; 2 Tim 3, 5). Se trata evidentemente de pecados reconocidos, cuyas faltas reflejan una postura básica u opción fundamental por esos comportamientos. Hay que diferenciar de éstas las faltas ocasionales, aunque sean graves, para las cuales se solicita la paciencia de la comunidad. Pablo advierte: «Vuelve a llevar de nuevo a tal persona, con indulgencia, al camino recto» (Gal 6, 1; cfr. Sant 3, 2). Considerando las cosas detenidamente, vemos que los autores del Nuevo Testamento presentan, en primer plano, en el llamado «catálogo de pecados y vicios», no lo que en el sentido objetivo actual se considera pecado grave, sino la persistencia en la postura fundamental que está tras ellos. Esa opción fundamental es, según la concepción neotestamentaria, la que «produce la muerte» (cfr. 1 Jn 5, 16).

En la teología actual existe, por ello, la tendencia a no considerar sin más ni más un pecado grave como pecado mortal (pecado que «produce la muerte»). Un desliz puede ser objetivamente muy grave, pero quizás faltó en él el reconocimiento claro de su gravedad o la imprescindible libertad de decisión. Por ello podemos confirmar lo que dice Josef Pieper, cuando escribe: «Por eso me parece digno de tomarse en consideración el diferenciar verbalmente entre pecado grave y mortal. Puede demostrarse objetivamente con gran evidencia cuándo existe una violación grave. Sin embargo, si un hecho determinado es pecado mortal, alejamiento voluntario de Dios hasta producir la muerte, no puede determinarlo nadie fuera de Dios mismo y, quizás, el corazón del propio pecador». Por consiguiente, no se trata en modo alguno de quitar importancia a los pecados graves; pero debemos contar con el hecho de que algunas violaciones muy graves se realizan más por debilidad humana que por maldad y falta de fe. En última instancia, la intención es lo decisivo y no necesariamente la medida de los límites traspasados.

Se impone, por tanto, una segunda observación: La diferenciación actual entre pecado mortal y pecado venial comporta siempre el peligro de quitar importancia a este último si se fija uno demasiado en el «objeto» del pecado. Entonces el que comete pecado mortal es aquel que ha caído en algo grave, pero no el que contraviene algo «leve» de forma grave. Esa forma de pensar olvida que la culpa realmente grave (pecado mortal en sentido propio) se manifiesta más por la actitud que por el propio hecho o acto. La diferencia demasiado marcada entre pecado mortal y venial podría producir una relajación que sirva de apoyo para tomar los pecados veniales demasiado a la ligera. Cuando la preocupación del creyente se dirige exclusivamente al número de pesetas que se puede robar o hasta dónde se puede coquetear sin caer en el pecado mortal, se produce, quizás insensiblemente, un egocentrismo que apenas dejará lugar para una apertura y una disponibilidad reales ante los demás y ante Dios. Esto nos demuestra lo siguiente: la virtud es bastante más que falta de ocasión; también los pecados veniales pueden ser muy graves y amenazar gravemente al hombre cuando no provienen de la limitación humana sino de cierta deshonestidad e inercia que conducen directamente al alejamiento de Dios.

Además, y esto se desprende de forma evidente de todo lo dicho, nuestra relación con los llamados pecados «veniales» nos da, ante todo, una idea acerca de nuestra situación real como cristianos. Aclaremos esto un poco:

Entre el pecado mortal y el pecado venial existe una diferencia esencial. En el pecado mortal se lleva a cabo una decisión consciente, libre y radical, contra Dios; se da a un bien perecedero la categoría de destino final y se le coloca en el lugar de Dios. Este alejamiento es el que constituye la esencia del pecado mortal. En el pecado venial, por el contrario, el hombre se dirige también hacia un bien creado, pero sin haber perdido la dirección fundamental y sin romper totalmente con Dios. Se podría expresar, quizás, de la siguiente forma: el pecado mortal es desobediencia plena ante Dios. El pecado venial consiste, por el contrario, en una cierta inconsecuencia ante la opción fundamental por Dios que ha hecho el creyente y a la que se reconoce ligado. Si permanecemos firmes en esa opción básica o no, lo podremos conocer no tanto, ni sólo, en el mayor o menor número de nuestros pecados graves, como en nuestra reacción ante ellos. ¿Seguimos siendo capaces de caer en la cuenta de que les hacemos y de arrepentirnos de ellos? ¿O «pecado» es para nosotros, simplemente, «una palabra bondadosa, confidencial y familiar que usamos por vía de ensayo humorístico»? (Thomas Mann).

Finalmente, en este contexto, se presenta aún una última cuestión: ¿El pecado verdaderamente grave, el pecado mortal, es frecuente, algo así como la regla general o más bien es la excepción? No resulta fácil encontrar una respuesta a esta pregunta, porque existen muchos pecados graves que, sea por falta de libertad, sea por conocimiento defectuoso, no conducen a la ruptura total con Dios y con la comunidad eclesial.

Recuerdo haber leído una vez, en alguna parte, que para muchos moralistas los pecados mortales colgaban por todas partes como las salchichas en una carnicería. Esta comparación algo drástica no es, sin embargo, del todo exagerada. La teología moral tradicional declaró pecados objetivamente graves cantidades enormes de hechos ante los cuales hoy en día no podemos hacer más que sacudir la cabeza. Presuponían que la perfecta libertad y el perfecto conocimiento existían con facilidad en cada acto pecaminoso. Hoy sólo nos queda esperar que Dios no se deje mandar sobre a quiénes ha de salvar y a quiénes no, por los teólogos de escribanía, alejados del mundo real y concreto.

Respecto al verdadero pecado mortal, nos hemos hecho algo más retraídos, sin negar por ello la posibilidad de un decidido y reflexivo no contra Dios. Pero hay que tener en cuenta que un pecado mortal es como un latigazo en la faz divina y esto no lo hace nadie por descuido o por debilidad. Una falta, cualquiera que pueda ser de gravedad, no puede ser nunca pecado mortal si la persona no la reconoce como tal. Por consiguiente, hay que pensar que un pecado tan grande en sí mismo, sólo puede ser la expresión de un amor mal entendido por el cual alguien, siguiendo su conciencia equivocada, no sólo se siente autorizado, sino quizás hasta obligado. Es claro que en tal caso no se puede hablar de una ruptura con Dios.

En última instancia, la pregunta sobre la frecuencia del pecado mortal es totalmente irrelevante. Afirmarla podría favorecer la formación de una angustia exagerada, y negarla podría llevar a una relajación lindante con el dejar hacer, dejar pasar. El creyente cristiano deberá fijar su atención especialmente en los pecados veniales y deberá preguntarse si frente a esta inconsecuencia en relación con su opción fundamental por Dios se siente indiferente, si la considera insignificante y apenas digna de atención. Si le ocurre esto, será efectivamente el momento de preguntarse, seriamente, si no habrá alterado su actitud fundamental bajo cuerda o si, incluso, no habrá llegado a anularla por completo. Pues si así fuera, habría llegado a lo que es condición indispensable del pecado mortal. Es igualmente válido aquí lo que dijimos refiriéndonos al terreno de las relaciones humanas. ¡También la indiferencia puede llegar a herir mortalmente! Sobre la pregunta acerca de la posibilidad y frecuencia del pecado mortal se ha expresado un teólogo al que ciertamente no se puede acusar de laxismo, Karl Rahner. Aunque lo dice en un contexto algo distinto, pues está hablando de la actitud penitencial y la confesión individual, queremos utilizar sus palabras para iluminar nuestra pregunta:

«Cuando, por una parte, entendemos realmente lo que significa, en relación con la eterna justicia, un Dios incomprensible de amor infinito, y cuando, por otra parte, contamos seriamente con la relatividad de las experiencias subjetivas, individuales y sociales, con la relatividad y el deterioro ambientales, incluso del hombre normal, con la limitación de los valores morales existentes y con otras mil cosas semejantes, no podemos contar con tantos pecados individuales, subjetivamente graves, como han contado hasta ahora la teología moral y la praxis de la confesión. Si alguno dijese que esta opinión entierra la moral y la educación del 'pueblo', entonces tendríamos que responder que la moral popular práctica no es, posiblemente, peor entre los cristianos que entre los que no participan de esta tradicional rigurosidad de la escuela moral católica y que un principio no es falso porque actúe, quizás, de forma liberadora en los hombres, y finalmente, que hay que pensar en proporcionar otros modos de tomar en serio el pecado y los pecados, sin necesidad de calificarlos de 'pecados mortales'. Antes de lamentar el sólo a medias lamentable retroceso de la confesión individual, debemos reflexionar en que ese retroceso, al menos en parte, tiene por base un cambio radical en el enjuiciamiento del pecado, preparado ya durante largo tiempo, pero surgido de repente, que se ha producido en la conciencia colectiva de la Iglesia, cambio que, como tal, es seguramente irreversible».10

¿Castigo de los pecados?

P/CASTIGO: La diferencia tradicional entre pecado mortal y pecado venial corresponde, en relación con las consecuencias del pecado, al castigo temporal o eterno del pecado. Antes de adentrarnos en la problemática correspondiente, debemos meditar en lo siguiente: al pecar, el hombre se coloca a sí mismo en una situación de carencia de salvación; por consiguiente, existe una relación interna entre las consecuencias del pecado y su castigo. Si Dios es el destino último del hombre, o sea su felicidad -nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti, como reza San Agustín-, entonces es evidente que cada pecado produce pesar, porque el hombre, al pecar, corre tras un cheque de felicidad del cual espera, mediante un refinado autoengaño, la satisfacción de sus deseos y la plenitud de sus sueños y que, más pronto o más tarde, le defraudará. Ya en el contexto del pecado original pudimos comprobar que todo pecado produce pesar y, por tanto, lleva ya en sí, en cierta manera, su propio castigo.

Esto tiene un gran significado sobre todo en relación con el castigo-eterno («condenación», «lnfierno») como consecuencia posible del pecado mortal. Un desarrollo de todo este problema nos llevaría fuera de nuestro tema 11; por lo tanto, vamos a limitarnos a lo esencial.

Un hombre que peca gravemente, de forma consciente y libre, se dice a sí mismo que se libera de un Dios que lo único que quiere es acallar su necesidad de felicidad. De esta manera viola en última instancia el destino de su vida. Cuando nos enfrentamos seriamente con la libertad humana, hemos de contar con esta posibilidad y con «temor y temblor» (Flp 2, 12) pensar en nuestra salvación. No es Dios, todo bondad y que ama sin fin, quien «envía al infierno» al hombre, sino el hombre mismo es el que elige la condenación. Sabemos, por experiencia propia, que el hombre, en su ceguera, cree encontrar su bien en el mal, su sentido en lo absurdo, su felicidad en la desgracia elegida libremente; es decir, sabemos que su vista se nubla y su juicio se enturbia. Por ello hemos de esperar que la más espantosa de todas las posibilidades, el alejamiento de Dios, elegido libre y conscientemente, no se haga realidad para ningún hombre. Dios, que es el único que puede alumbrar hasta el rincón más escondido del corazón humano, sabe también lo que ha impulsado a cada hombre, en última instancia, a buscar su salvación en la desgracia; no es nuestra sentencia, sino única y exclusivamente la suya, la que decide.

No es raro que algunos cristianos se formen tal idea del ajuste de cuentas en el más allá que en ella se pongan a sí mismos en el séptimo cielo y «a los demás» en un mar ardiente de pez y de azufre. En la mayoría de los casos, se trata simplemente de deseos de venganza guarnecidos de religiosidad, pero nada cristianos; tales sentimientos se asientan, sin palabras explícitamente formuladas, en el axioma previo de que el pecador es feliz pecando y de que la goza con su comportamiento. Sensaciones instantáneas de satisfacción no es lo mismo, ni mucho menos, que una felicidad real y verdadera. No debemos olvidar que muchas personas que son desgraciadas -o precisamente porque son desgraciadas- eligen en su ceguera, el mal, porque con ello se prometen a sí mismas algo de felicidad. Y no hay manera de comprobar cuánto sufren cuando pasan de una desgracia a otra mayor.

Que el hombre tenga la posibilidad de decidirse contra Dios y con ello contra su propia salvación da a la vida humana su última seriedad. Pero como Dios quiere que todos los hombres se salven (cfr. 1 Tím 2, 4; Rom 8, 32), no somos nosotros quiénes para excluir ni a uno solo de la esperanza de la salvación eterna y de la felicidad perpetua. Lo que la doctrina del castigo temporal de los pecados significa, se hace evidente mediante una imagen: las heridas que nos hacemos por nuestros pecados pueden sanar; pero las cicatrices las llevamos con frecuencia durante toda la vida. ¿No es cierto que nos hacen sufrir nuestro egoísmo quejumbroso, nuestra dureza de corazón, nuestra falta de valor para la fe, la esperanza y el amor? ¿No conocemos todos los hombres momentos en los cuales preferiríamos «irnos de casa», «salir corriendo»? ¿No es verdad que la lucha entre nuestra culpa y sus consecuencias es una verdadera purificación dolorosa? ¿Qué ocurre, sin embargo, cuando no se verifica este proceso? ¿Cuando realmente no queremos reconocer lo estrechos de corazón, mezquinos, cobardes, afectados y presumidos que somos a menudo? ¿No es verdad que en toda vida humana queda un último resto de culpa no reconocida o hábilmente suprimida que, aunque no conduzca a una ruptura con Dios, desfigura nuestra visión de E? La Iglesia siempre ha enseñado que el hombre necesita una purificación de toda culpa para ser capaz de mirar aquel misterio sagrado que llamamos Dios. Pablo habla de una "prueba de fuego» que tiene que superar cada individuo (cfr. /1Co/03/11-15) en la cual resultará purificado.

PURGATORIO: La teología tradicional concretó este proceso de purificación en la imagen del purgatorio. El hombre actual tiene gran dificultad en imaginarse un «lugar de limpieza» en el que haya que padecer el «castigo temporal de los pecados» no expiados; por una parte, con la muerte saltan las dimensiones de lugar y tiempo; por otra parte, no es comprensible que el Dios de corazón misericordioso haya de vengarse de forma mezquina por las faltas y pecados cometidos por la debilidad humana. La figuración del purgatorio como un «lugar» en el que los hombres deben soportar tormentos durante un tiempo determinado por sus pecados no expiados, hemos de abandonarla con toda tranquilidad. La prueba de fuego a que Pablo se refiere, es que el encuentro del hombre aún afectado por su culpa, con el Dios salvador de todos, es terrible. A ello se refieren repetidamente las Escrituras (cfr. entre otros, Ex 3, 4s; Hb 10, 31), Pues bien, la purificación se realizará, precisamente, en ese encuentro. Sólo ante la salvación divina vista en plenitud, se hace el hombre plenamente consciente de sus fallos y sus miserias.

Utilizaremos de nuevo una comparación extraída de las relaciones interhumanas para aclarar lo dicho. Cuando advertimos que hemos despreciado u ofendido a una persona que sólo nos ha hecho bien, ese conocimiento nos produce un sentimiento de pena y nos llega a doler interiormente. Algo parecido debemos suponer que experimentaremos en el encuentro purificador con Dios: enfrentarnos a nuestros pecados será doloroso, sobre todo al ver el amor de Dios en toda su grandeza; pero, a la vez, ese mismo Dios lleno de amor, nos conducirá a superar ese dolor.

JOSEF IMBACH
ALCANCE 30. Págs 49-104

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6. Para lo que sigue, cfr. Schoonenberg, Mysterium Salutis, vol. 2: El hombre en el pecado; Madrid 1976. K. Rahner, Curso fundamental sobre la fe, Barcelona 1977).

7. Rahner, loc. cit., 120.

9. T. Moser: Gottesvergiftung, págs. 28s y 98.

10. Rahner: Bussandacht und Einzelbeichte, en: Stimmen der Zeite 190 (1972) 367.

11. Cfr. G. Greshake: Más fuertes que la muerte, Sal Terrae, Santander 1981, especialmente págs. 116-135).