EL PADRENUESTRO,

 UN ITINERARIO BIBLICO


Hermano John de Taizé


«Enséñanos a orar»

Cuando la Iglesia cristiana se encontraba todavía en su infancia, 
uno de sus responsables se dirige por escrito a los nuevos 
bautizados. En su carta les anima a practicar constantemente el 
amor fraterno, piedra de toque de la nueva vida en la que han 
entrado, para a continuación comparar su bautismo a un nuevo 
nacimiento: 

...pues habéis sido reengendrados de un germen no corruptible, 
sino incorruptible, por medio de la palabra de Dios viva y 
permanente. (1 P 1,23). 

Un poco más adelante, desarrollando la misma imagen, les señala 
el camino a seguir: 

Como niños recién nacidos, desead la leche espiritual pura, a fin 
de que, por ella, crezcáis para la salvación. (1 P 2,2). 

La vida cristiana es una simiente de Evangelio sembrada en 
nosotros, principio de una existencia nueva portadora de frutos de 
amor. Para ello una condición: alimentar esta semilla para permitir 
su crecimiento. Por esta razón la verdadera pregunta planteada al 
cristiano no es: «¿Cómo llevar a cabo grandes obras en mi 
existencia?» sino: «¿Cómo alimentar la semilla de Evangelio 
depositada en mí, la vida del Espíritu, para que crezca y dé fruto?». 
Se trata, en otras palabras, de la cuestión de las fuentes de la fe, 
de la vida interior: ¿De dónde retomar continuamente un nuevo 
impulso? 
Entre esas fuentes y en un lugar eminente se encuentra la 
oración, ese momento en el que de forma voluntaria y consciente, 
nos ponemos en presencia de Dios. Podemos decir que la oración 
es el acto mediante el cual el ser humano expresa su identidad de 
creyente con pleno conocimiento de causa: el que ora se está 
definiendo implícitamente como un ser no autocentrado, alguien 
que se acerca a Dios con las manos abiertas. Es cierto que Dios es 
siempre presente y que nuestro deseo es vivir de y para él, pero no 
es menos cierto que el olvido forma parte de la condición humana y 
que la multiplicidad de preocupaciones conduce irremediablemente 
a la dispersión. Esa es la razón que hace insustituibles esos 
tiempos en los que nos detenemos para ocuparnos de «lo único 
esencial». (cf. Lc 10,42). 
Pero, ¿cómo orar? Cuestión vital de la que nunca nos vemos 
dispensados, tan cierto es que la oración no nos pertenece. Se 
trata de un vasto universo del que una vida entera apenas permite 
vislumbrar algunos atisbos. Si bien es cierto que los métodos y 
consejos no escasean, no lo es menos que la mayoría de las veces 
no corresponden a la respuesta buscada por no abordar la cuestión 
en profundidad. 
La cuestión de la oración evoca inexorablemente otra no menos 
esencial: ¿Quién es Dios? Si en efecto la oración es definida como 
relación con ese Otro que nosotros llamamos Dios, la oración 
estará en función de la concepción que tengamos de Dios. ¿Es 
Dios, por ejemplo, un tirano celoso de mi libertad, un maestro de 
escuela ávido de perfección o bien alguien que me ama como soy y 
que quiere colmarme de sus dones? La manera en que concibamos 
a Dios estará inevitablemente unida a una forma particular de orar. 

Estas dos preguntas, «¿quién es Dios?» y «¿cómo orar?», 
pueden recibir múltiples respuestas. Si bien es cierto que cada uno 
podemos dar la nuestra personal, no lo es menos que existen 
respuestas colectivas e históricas aportadas por las grandes 
religiones del mundo. Por otro lado, el cristiano no puede 
contentarse con una respuesta puramente individual, pues se sabe 
miembro de una comunidad de fe que atraviesa la historia y que 
hace que no se apoye únicamente en sus intuiciones personales 
sino en la fe de todo el pueblo de Dios, desde Abraham, Moisés y 
los profetas de Israel, para avanzar tras las huellas de los apóstoles 
y discípulos de Jesucristo. 
La fe de este pueblo se ha transmitido de generación en 
generación mediante una tradición viva. Algunos hombres 
inspirados hicieron de ella palabra escrita en los libros que 
constituyen lo que nosotros llamamos la Biblia. La meditación de los 
libros bíblicos permite al cristiano ver cómo se plasma en el curso 
de una historia milenaria, un esbozo del rostro de su Dios y de los 
rasgos del hombre que corresponde al deseo de Dios. 
El cristiano sabe igualmente que no todo lo que aparece en la 
Biblia se debe colocar en el mismo plano. En el centro discierne la 
figura de Jesucristo, cuya vida, muerte y resurrección revelan el 
fondo del corazón de Dios. Esta figura, cuya venida se prepara 
desde el origen de los tiempos y que permanece viva en la 
comunidad que lleva su nombre, es la que revela al cristiano la 
unidad de la Biblia. 
Por tanto, es significativo que los discípulos de Jesús le 
formularan un día la pregunta que ahora nos ocupa: 

Sucedió que, estando él orando en cierto lugar, cuando terminó, 
le dijo uno de sus discípulos: «Señor, enséñanos a orar, como 
enseñó Juan a sus discípulos.» (/Lc/11/01). 

En primer lugar hay aquí un hecho muy sencillo que merece ser 
resaltado: Jesús oraba. Estamos acostumbrados a ver a Jesús 
como el «Hijo amado» (Mc 1,11) y por tanto como alguien que vivió 
constantemente en una comunión natural y espontánea con Dios. 
Ello hace más significativo, si cabe, el hecho de que durante su 
existencia terrena Jesús no dejara de emplear el tiempo necesario 
para detenerse y adentrarse de forma concreta en la intimidad 
divina, en un «a solas» con Dios. 
Prosigamos. ¿Cuál es el sentido auténtico de la exhortación del 
discípulo, que, tras mirar a Jesús, le ruega? Los apóstoles eran 
judíos y por ello la oración un elemento consustancial a sus vidas. 
Conocían oraciones para todo tipo de ocasiones: oraciones para la 
mañana, la noche, para bendecir las comidas... Lo que aquí piden 
es sin embargo algo distinto; lo que desean es conocer la oración 
de Jesús, ser adentrados en su relación de carácter único con Dios. 
Quieren una oración que recapitule en cierto modo el mensaje 
específico de Jesús y se adapte a su condición de discípulos. Jesús 
responde a su ruego enseñándoles el Padrenuestro (/Lc/11/02-04; 
/Mt/06/09-13). 
Lo dicho puede ayudarnos a comprender por qué, desde al 
menos a comienzos del siglo III (Tertuliano), esta oración de Jesús 
ha sido contemplada como un compendio del Evangelio. Sin 
embargo, al leerla, es difícil permanecer insensibles a dos hechos: 
su gran sencillez, por un lado, se trata casi de la oración de un niño, 
y por otro el hecho de que casi la totalidad de sus expresiones son 
propias de la oración judía, fuertemente enraizada en las Escrituras 
hebraicas, que los cristianos llamamos Antiguo Testamento. Que 
estas dos constataciones no nos velen la fuerza y novedad de esta 
oración. 
Desde otro punto de vista podemos observar una cierta analogía 
con el misterio de la Encarnación. Cuando Jesús de Nazaret 
recorría, hace dos mil años, los pueblos de Palestina resultaba, en 
opinión de muchos de sus contemporáneos, un hombre que no 
salía en absoluto de las categorías habituales. Un rabino 
impresionante, genial incluso, un curandero, un milagrero... un gran 
hombre tal vez, pero, con todo, un hombre como nosotros. 
Unicamente quienes, respondiendo a una llamada que viene del 
fondo de sus almas le siguieron, fueron lentamente conducidos a 
descubrir su misterio profundo: «¡Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios 
vivo!» (/Mt/16/16). 
Lo mismo puede decirse de la oración de Jesús, el Padrenuestro: 
sólo quienes se adentren en su misterio sabrán percibir bajo las 
apariencias ordinarias, bajo las expresiones contextuales de origen 
judío y bíblico, algo único, como si de una inmersión en la vida 
íntima de Dios se tratara. Ese será nuestro propósito al sondear las 
frases del Padrenuestro una tras otra. 

Para reflexionar: 

1. Jesús utiliza con frecuencia en su predicación la imagen de una 
semilla. ¿De qué manera las parábolas del sembrador (Mc 4,1-9), 
del grano que germina sólo (Mc 4,26-29), de la cizaña (Mt 
13,24-30), del grano de mostaza (Mt 13,31-32), nos ayudan a 
comprender su mensaje? 
2. ¿Qué concepción de Dios aparece implícita en el magisterio de 
Jesús sobre la oración en Mt 6,5-8? 


Padre nuestro que estás en el cielo 

Si el Padrenuestro es un compendio o recapitulación del mensaje 
de Jesús, las primeras palabras de esta oración son a su vez un 
resumen de la misma que nos adentra en el corazón del Evangelio. 
Al igual que en castellano, la primera palabra que aparece en el 
texto griego es Padre. Hablar de Dios, o de un dios, como de un 
padre es una referencia frecuente en muchas civilizaciones. El 
hecho de que para hablar de la intangible divinidad, los hombres 
recurran a imágenes de la vida terrena -un padre, una madre, un 
rey, un pastor...- es usual. No es difícil, por tanto, comprender la 
razón de aplicar el atributo a Dios, visto como la fuente de la vida. 
En el Israel antiguo es un hecho corriente recurrir a imágenes 
tomadas de la vida cotidiana para hablar de Dios, lo que no impide 
que el pueblo de Dios esté fuertemente habitado por la conciencia 
de que su Dios es el Otro, el Incomparable, Aquel que está más allá 
de todas las categorías de la inteligencia humana. El término 
«Padre», que evoca un lazo de gran proximidad entre Dios y los 
hombres, es utilizado en las Escrituras hebreas con una cierta 
discreción y prácticamente nunca en las oraciones. Por otro lado, 
en la Biblia, la imagen del padre no corresponde al hecho de que 
Dios sea Creador del universo, sino que fundamentalmente evoca 
la génesis de un pueblo a través de la experiencia del Exodo y la 
fidelidad de Dios a este pueblo en todas las etapas de su existencia 
(cf. Dt 32,6; Is 63,16; 64,7; Mt 2,10). El término expresa aquí el 
carácter particular de la relación existente entre el Señor y su 
pueblo, a pesar de lo cual no podemos decir que se trate de uno de 
los títulos de Dios preferidos por el pueblo. 
La lectura de los Evangelios con este telón de fondo se hace aún 
más significativa. Como todo judío practicante, Jesús conoce y 
utiliza las oraciones de la Biblia, los salmos (cf. Mc 15,34). Sin 
embargo, cada vez que reza espontáneamente lo hace comenzando 
con la palabra «Padre», y más exactamente, como nos lo refiere 
Marcos 14,36, con el término Abbá. En tiempos de Jesús existen en 
Palestina dos lenguas semíticas: el hebreo, la lengua de la Biblia y 
de la liturgia, y el arameo, la lengua hablada cotidianamente. Dado 
que Abbá es el vocablo arameo que corresponde a padre, no es 
difícil imaginar que los discípulos de Jesús se sintieran 
desconcertados al oírle dirigirse de esta manera al Dios del 
universo. No era hecho frecuente invocar al «Santo de Israel» con 
una expresión tan corriente que podía ser escuchada en boca de 
los niños de la calle al requerir la atención de sus padres. Este 
término tuvo sin duda que llamar la atención de los que lo 
escucharon en boca de Jesús y es una de las poquísimas 
expresiones en arameo que pueden encontrarse en los libros del 
Nuevo Testamento. La traducción «Padre» en mera yustaposición 
al vocablo arameo Abbá hace pensar que éste último lleva en sí un 
mensaje esencial. 
ABBA/SIGNIFICADO: iQué ha querido expresar Jesús al llamar a 
Dios en su oración Abbá? Antes que nada, este término traduce 
una intimidad única. No ofrece duda ninguna que los fieles judíos 
creían en un Dios que amaba y cuidaba de su pueblo, y que en 
ningún caso era un Dios lejano. La relación entre Jesús y Dios 
aparece sin embargo envuelta de una intimidad mucho mayor y 
profunda que nos permite hablar incluso de comunión total, de 
unidad de vida entre ambos. Cuando, mucho más tarde, los 
cristianos confiesen formalmente que Jesús es el Hijo único de Dios, 
no harán sino explicitar el mensaje contenido en esta sencilla 
palabra: Abbá. 
En segundo lugar, la utilización del término Abbá es un signo de 
confianza, de amor filial. Como un niño se vuelve a su padre o a su 
madre al tropezar con la más pequeña dificultad, el que dice a Dios 
Abbá está viendo en él a alguien siempre presente y dispuesto a 
acompañarle y ayudarle a avanzar, en particular en los momentos 
más difíciles. Esta confianza es una inimaginable fuente de libertad: 
Jesús vive en la certeza de que «el Padre ha puesto todo en su 
mano» (Jn 3,35; cf. Mt 11,27a). 
Dos textos fundamentales de san Pablo nos permitirán dar un 
nuevo paso: 

De igual manera, también nosotros, cuando éramos menores de 
edad, vivíamos como esclavos bajo los elementos del mundo. Pero, 
al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de 
mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la 
ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva. La prueba de que 
sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu 
de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre! De modo que ya no eres 
esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de Dios. 
(/Ga/04/03-07). 

En efecto, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son 
hijos de Dios. Pues no recibisteis un espíritu de esclavos, para 
recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos 
adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre! El Espíritu mismo 
se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de 
Dios. Y si hijos, también herederos; herederos de Dios y 
coherederos de Cristo, ya que sufrimos con él, para ser también 
con él glorificados. (/Rm/08/14-17). 

En estos textos san Pablo describe lo esencial de la vida cristiana 
como el paso de la condición de esclavo a la de hijo. Dicho de otro 
modo, una relación con Dios caracterizada por el temor se 
transforma en una relación de confianza. Pablo no ve este tránsito 
como el logro de un esfuerzo humano, sino como una obra que Dios 
realiza por medio de Jesús, su Hijo. En el Hijo y por el Hijo, llegamos 
a ser hijos e hijas de Dios. En otras palabras, por su muerte y su 
resurrección, Cristo nos hace participar en su relación con Dios 
«para ser primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8,29). Nos 
hace partícipes, continúa san Pablo, enviando su Espíritu a 
nuestros corazones, Espíritu que clama en nosotros: «¡Abbá 
Padre!». 
Poder decir «Padre» a Dios es por tanto declarar que Jesús nos 
ha hecho entrar en una relación completamente nueva con Dios y 
expresar esta relación con la palabra que Jesús nos ha enseñado. 
Confesamos así nuestra fe en un Dios que es fuente de confianza, 
que nos es fiel y que desea para nosotros la vida en plenitud (cf. Jn 
10,10). El que reza el Padrenuestro se atreve, en la confianza de la 
fe, a acoger desde la primera palabra el don del Espíritu y ocupar 
así el lugar propio de Jesús, el Hijo amado. 
Pero el que ose llamar a Dios «Padre» al hacer suya la oración 
de Jesús, debe añadir a continuación «nuestro», que a pesar de su 
sencillez traduce una verdad fundamental del Evangelio: la nueva 
relación con Dios implica como consecuencia inmediata una nueva 
relación con los hombres. De ahora en adelante no estamos solos, 
sino que formamos parte de una comunidad. El Dios de Jesucristo 
no consiente relación individualista alguna. Entrar con Jesús en una 
nueva relación con Dios es, al mismo tiempo, encontrarse vinculado 
a todos los que avanzan sobre ese mismo camino. 
En respuesta a una pregunta que le formularon un día, Jesús 
hace alusión a los dos grandes mandamientos que recapitulan la 
Torah: el amor a Dios y el amor al prójimo (cf. /Mt/22/34-40). Si 
miramos con detenimiento, estos dos mandamientos revelados en el 
Evangelio son como las dos caras de una misma y única realidad. 
«Quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a 
quien no ve» (1 Jn 4,20b). La existencia de la comunidad cristiana, 
en la que este amor fraterno se vive en lo concreto del día a día, se 
transforma así en el signo existencial del Dios de Jesucristo, 
presente y actuante en el corazón de la historia y el mundo (cf. Jn 
13,35;1 Jn 4,12). 
Encontramos por último la expresión «en el cielo», expresión 
típicamente judía que no indica en modo ninguno que Dios esté 
lejos de nosotros, sino que quiere hacernos comprender que, 
aunque le llamemos «Padre», Dios no deja de ser el Otro. Dios no 
es un padre a la manera de los hombres. Nuestra imagen de Dios 
se construye, es cierto, a partir de nuestras experiencias humanas. 
Quien no haya conocido un amor humano auténtico tendrá que 
hacer frente a una mayor dificultad para acoger el amor que Dios le 
profesa, pero por otro lado es fundamental que comprendamos que 
el amor de Dios supera ampliamente toda relación humana, y ello 
más aún si la experiencia personal con nuestros padres ha sido 
incompleta o negativa. 
En realidad el sentido exacto de la expresión «Padre nuestro» 
puede ser comprendido únicamente contemplando a Jesús en los 
Evangelios y descubriendo su relación con Dios. Ahondar en esta 
relación ha de ayudarnos a completar y, si fuera el caso, corregir, 
nuestras experiencias humanas de amor y paternidad porque en la 
raíz del Padrenuestro no yace una imagen humana cualquiera sino 
la relación viva y concreta entre Jesús y Aquél al que él llama Abbá. 
Por medio de Cristo esta relación única nos es accesible. Al 
ofrecerle nuestro sí, recibimos su Espíritu y participamos así de su 
propia relación con el Padre; entramos, en otras palabras, en la 
comunión de la Santísima Trinidad. Esta es la razón por la que en 
los primeros siglos, el Padrenuestro era una de las últimas 
enseñanzas ofrecidas a los que pedían el bautismo. Los recién 
bautizados recitaban esta oración por vez primera después de su 
bautismo en el transcurso de la liturgia del Sábado Santo, para 
subrayar la nueva etapa que daba comienzo, la nueva relación en 
la que acababan de entrar con Dios y que se concretaba, entre 
otras, en la entrada en la comunidad cristiana. 

Para reflexionar: 

1. A pesar de que las Escrituras hebreas no utilicen con 
demasiada frecuencia el término «Padre» para hablar de Dios, éste 
es presentado siempre como quien suscita nuestra confianza. 
Según los textos siguientes: ¿Cuál es la razón de esta confianza?: 
Sal 91(90); Sal 103(102); Di 7,7-8; Di 26,1-11. 

2. ¿De qué manera el relato del bautismo de Jesús (Mt 3,13-17) 
esclarece las primeras palabras del Padrenuestro? 


Santificado sea tu Nombre

Las primeras palabras del Padrenuestro van seguidas de una 
serie de súplicas que podrían parecernos un retroceso con 
respecto a lo anteriormente descubierto. Si Dios es nuestro Abbá 
que nos ama y nos es cercano, ¿qué razón hay para pedirle nada?; 
la expresión de estas peticiones ¿no es innecesaria e incluso un 
signo de desconfianza? 

La enseñanza de Jesús sobre la oración puede ser clarificadora: 


Yo os digo: «Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se 
os abrirá. Porque todo el que pide, recibe; el que busca, halla; y al 
que llama se le abre. ¿Qué padre hay entre vosotros que, si su hijo 
le pide un pez, en lugar de un pez le da una culebra; o, si pide un 
huevo, le da un escorpión? Si, pues, vosotros, imperfectos como 
sois, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más el 
Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan!» 
(/Lc/11/09-13). 

Jesús toma como punto de partida la imagen de un padre 
humano para asegurarnos que Dios es mucho más («¡cuánto 
más...!», v.13). Por ello dice a los discípulos: «Pedid y (Dios*) os 
dará». En el Evangelio, el hecho de pedir no es un signo de duda 
sino por el contrario, actualización, ejercicio de la confianza y la 
libertad filiales. Precisamente porque Dios es nuestro Abbá y 
nosotros, por medio de su Hijo, sus hijos amados, podemos y 
debemos pedirle todo. Esta es la manera de expresar nuestra 
confianza y de vivir la nueva relación con Dios en lo concreto de 
nuestras existencias. Dar y recibir engendran una mutua relación en 
la que no deja de primar el don por parte de Dios y la súplica y la 
receptividad por la del hombre. Pedir es colaborar con Dios. 
Las peticiones del Padrenuestro aparecen claramente divididas 
en dos grupos. El primero de ellos se caracteriza por la repetición 
del término «tu» (tu Nombre, tu Reino, tu Voluntad) y el segundo 
por la de «nos» (danos, perdónanos, líbranos). Las tres primeras 
peticiones son similares; se trata de hecho de tres invocaciones con 
matices ligeramente distintos, dirigidas a una misma y única 
intervención de Dios. Veremos que no son meras peticiones 
humanas sino participación en la oración y misión del Hijo, en su 
«sufrimiento activo», en el gemido del Espíritu que asciende desde 
las profundidades de la creación (cf. Rm 8,18-27). 
La primera de las súplicas, «santificado sea tu Nombre», es 
probablemente la de más difícil comprensión por tratarse de un 
lenguaje bíblico que difiere mucho de nuestra manera habitual de 
expresión. ¿Qué sentido puede tener pedir a Dios que su Nombre 
sea santificado? 
Antes de nada se impone comprender el significado bíblico del 
nombre. No se trata nunca de una simple palabra o etiqueta como 
ocurre con frecuencia en nuestro caso. En la Biblia, el nombre 
forma parte de la realidad de una cosa o de una persona; es 
revelación de su secreto, manifestación de su ser, su identidad. Por 
esta misma razón ocurre con frecuencia en la Biblia que tras el 
encuentro de un hombre o una mujer con Dios, éstos reciben un 
nuevo nombre. Su vida se ha visto transformada y han recibido una 
nueva identidad. 
Si ello es así, razón de más para que el Nombre de Dios no sea 
una simple palabra. El Nombre divino es, en cierto modo, Dios 
mismo. Más exactamente, es Dios que se revela a los hombres, el 
perfil de Dios vuelto hacia su pueblo. En este sentido podemos leer 
en los textos de la escuela deuteronómica que el Nombre de Dios 
habita el Templo de Jerusalén (cf. Dt 12,11; 14,23; 1 R 3,2; 5,17). 
Ello no significa, por supuesto, que una simple palabra more en ese 
lugar, sino que expresa la convicción del creyente de que el templo 
es el lugar privilegiado para la manifestación de Dios, para el 
encuentro con su pueblo. 
La presencia de Dios en Israel no se limita, no obstante, al culto, 
como nos lo hace ver este significativo texto: 

El Señor hará de ti el pueblo consagrado a él, como te ha jurado, 
si guardas los mandamientos del Señor tu Dios y sigues sus 
caminos. Todos los pueblos de la tierra verán que sobre ti es 
invocado el nombre del Señor y te temerán. (Dt. 28,9-10). 

Dios crea un pueblo, que lleva su Nombre, y se revela así su 
identidad «a todas la naciones de la tierra» por medio de la 
existencia de un pueblo creado a ese efecto. El legado del Nombre 
de Dios no es un automatismo sino que su pueblo está llamado a 
«guardar sus mandamientos» y «seguir sus caminos» para 
transmitir al conjunto de la humanidad la justa imagen de su Dios. 
En consecuencia, cuando este pueblo no vive en consonancia 
con la voluntad de Dios, tiene lugar una contradicción viviente por 
no devolver, como pueblo, una imagen fiel de la fuente de su 
existencia y no permitir que los demás conozcan a Dios tal y como 
es en verdad. En términos bíblicos, este pueblo profana el nombre 
del Señor (cf. Lv 22,31 ss; Is 52,5). Surge una insostenible 
separación entre la realidad del Dios de la vida y la imagen que de 
él refleja su pueblo con su existencia. 
Varios siglos antes de Cristo, el profeta Ezequiel se ve enfrentado 
a una situación de este tipo. Sus palabras constituyen de hecho el 
mejor de los comentarios posibles a esta primera petición del 
Padrenuestro. El profeta ejerce su ministerio durante el exilio en 
Babilonia. Se trata de un momento muy difícil de la vida de Israel en 
el que, en cierta manera, éste deja de existir como nación. El 
profeta explica así esta coyuntura: 

La palabra del Señor me fue dirigida en estos términos: Hijo de 
hombre, los de la casa de Israel que habitaban en su tierra, la 
contaminaron con su conducta y sus obras... Los dispersé entre las 
naciones y fueron esparcidos por los países... Y en las naciones 
donde llegaron, profanaron mi santo Nombre, haciendo que se 
dijera a propósito de ellos: «Son el pueblo de Dios, y han tenido 
que salir de su tierra». (Ez 36,16-20). 

Por vuestra infidelidad y el desastre político consiguiente, dice el 
Señor por boca del profeta, habéis profanado mi santo Nombre. 
Pero, añade, no puedo permitir que esta situación se perpetúe, he 
de hacer algo: 

He tenido consideración a mi santo Nombre que la casa de Israel 
profanó entre las naciones adonde había ido. Por eso, di a la casa 
de Israel: Así dice el Señor: No hago esto por consideración a 
vosotros, casa de Israel, sino por mi santo Nombre, que vosotros 
habéis profanado entre las naciones adonde fuisteis. (36, 21-22). 

Dicho de otra manera, el pueblo no tiene derecho ninguno a 
exigir que Dios se ocupe de él, no es merecedor de nada. A pesar 
de ello, Dios actuará por fidelidad a sí mismo, para ser consecuente 
con su identidad: él es el Dios de misericordia y justicia. El profeta 
prosigue: 

Santificaré mi gran Nombre profanado entre las naciones, 
profanado allí por vosotros, y las naciones sabrán que soy el 
Señor... cuando yo, por medio de vosotros, manifieste mi santidad a 
la vista de ellos. Os tomaré de entre las naciones, os rociaré con 
agua pura y quedaréis purificados: de todas vuestras impurezas y 
de todas vuestras basuras os purificaré. (36, 23-25). 

Dios se dispone por tanto a actuar para salvar a su pueblo; hará 
volver a los exiliados a sus lugares y perdonará su pecado. La 
identidad de Dios se pone de esta manera claramente de 
manifiesto. Sin embargo, el profeta sabe que ello no resolverá 
difinitivamente el conflicto. ¿Qué puede evitar que el pueblo olvide 
de nuevo al Señor como lo hizo en el pasado? El profeta avista un 
nuevo horizonte, presiente que vendrá un tiempo en el que Dios 
transformará a su pueblo desde el interior, cambiando su corazón 
de piedra por un corazón de carne e infundiendo su Espíritu, el 
Soplo divino, en el fondo de su ser (36,26-27). Ese día el pueblo 
podrá santificar en verdad el Nombre de Dios pues su manera de 
vivir hará que la identidad de Dios brille plenamente: 

Y os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu 
nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un 
corazón de carne. Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que os 
conduzcáis según mis preceptos y observéis y practiquéis mis 
normas. Habitaréis la tierra que yo di a vuestros padres. Vosotros 
seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios. (/Ez/36/16-28). 

No es difícil comprender por qué los primeros cristianos vieron en 
el Evangelio de Jesucristo el cumplimiento de este oráculo. Por un 
lado Jesús es «El que viene en el Nombre del Señor» (Mc 11,9). 
Dicho de otro modo, Jesús nos revela la verdadera identidad de 
Dios, nos hace conocer su auténtico Nombre. Si bien es cierto que 
ello puede hacernos pensar en el término Abbá, el Nombre 
verdadero de Dios que Jesús viene a revelarnos no es un mero 
título o una simple palabra pronunciada por su boca, sino su 
existencia toda. La vida de Jesús en su totalidad, recapitulada en su 
muerte y resurreción reveladoras de lo extremo de su amor (cf. Jn 
13,1), nos da la respuesta a la pregunta «¿quién es Dios?». La 
misión de Jesús es por tanto «manifestar el Nombre de Dios» (Jn 
17,6), «dar a conocer su Nombre» (Jn 17,26). 
En su Evangelio (Jn 12,23-32), Juan nos dice que en un momento 
determinado, los miembros de las otras naciones quieren ver a 
Jesús. La subida a Israel de las naciones para adorar al Dios de 
Israel y recibir su enseñanza, significa para el pueblo de Israel que 
se acerca el fin de la historia (Is 2,2-4; 60; Zc 8,20-23; 14,16-19). 
Así, el simple hecho de la atención que comienzan a profesarle los 
no judíos hace comprender a Jesús que ha llegado la hora de su 
glorificación, la plena manifestación de su identidad. Jesús habla de 
su muerte y resurrección empleando la imagen de la semilla que ha 
de caer en tierra y morir para dar mucho fruto y después exclama: 
«Padre, glorifica tu Nombre». Este clamor tiene un sentido muy 
próximo a «santifica tu Nombre». Al revelar la muerte y resurrección 
de Jesús su auténtica identidad de Hijo revelarán plenamente la 
identidad de Dios. 
Hemos visto que según el Antiguo Testamento, Israel ha recibido 
el Nombre de Dios para profanarlo o para santificarlo. Ello es 
igualmente válido para cada uno de nosotros como discípulos de 
Cristo que somos. Al final de su vida, Jesús ora al Padre por sus 
discípulos todavía en el mundo: «Cuida en tu Nombre a los que me 
has dado, para que sean uno como nosotros» (Jn 17, 11b). El signo 
más importante de que somos portadores de ese Nombre, de que 
pertenecemos a Dios, es la comunión que existe entre nosotros, 
comunión que hunde sus raíces en el ser mismo de Dios, («uno 
como nosotros»). Al permanecer en esta comunión por la vivencia 
del amor fraterno, los cristianos son para el mundo un icono viviente 
del Dios de la vida, al hacer presente su Nombre de forma auténtica 
(Cf. Jn 13,34-35; 17,20-23). 
Al orar «santificado sea tu Nombre», pedimos a Dios su 
intervención para que los hombres puedan conocer su auténtica 
identidad, para que puedan reconocerlo como su Abbá. Pedimos 
que todos puedan comtemplarlo como fuente de confianza y amor. 
Expresamos nuestro deseo de que esta nueva relación con Dios en 
la que hemos entrado por medio de Cristo y el don del Espíritu 
Santo, se haga extensible a la creación entera. No dejamos por ello 
de ser conscientes de que la santificación del Nombre de Dios pasa 
por nuestras existencias. Pedimos a Dios que, valiéndose de 
nuestas vidas, se dé a conocer a los demás tal y como él es en 
realidad. Pedimos que nos sea concedido ser imagen suya, 
transmitir fielmente un reflejo de él. 

Para reflexionar: 

1. En dos momentos claves de su vida, Moisés recibe una 
revelación del Nombre de Dios (Ex 3,14; 34,6). ¿Cuál es el 
significado de estos dos «nombres» revelados? 

2. Los primeros cristianos son designados a menudo como «los 
que invocan el Nombre del Señor» (Hch 9,14. 21; 22,16; 1 Co 1,2; 2 
Tm 2,22). ¿Qué luz vierten sobre este título el oráculo de Joel (Jl 
3,1-5; cf. Hch 2,17-21) y el himno a los Filipenses (Flp 2,6-11)? 

3. ¿Cómo hacer de nuestra existencia una mayor transparencia 
de la luz de Dios? 


Venga a nosotros tu Reino

Abordemos ahora la segunda de las súplicas del Padrenuestro, 
«venga a nosotros tu Reino», que hace referencia a la misma 
realidad que la precedente, enfocándola desde un punto de vista 
distinto. No se trata únicamente de conocer la verdadera identidad 
de Dios sino, una vez conocida, vivir en consecuencia. Pasamos por 
tanto de una categoría de culto, la santificación del Nombre, a una 
política, el Reino de Dios. Dos oráculos yuxtapuestos del segundo 
Isaías nos permitirán comprender la unidad de estos dos lenguajes: 


Y ahora, ¿qué voy a hacer aquí -oráculo del Señor- pues mi 
pueblo ha sido arrebatado sin motivo? Sus dominadores profieren 
gritos -oráculo del Señor- y todo a lo largo del día mi Nombre es 
blasfemado. Por eso mi pueblo conocerá mi Nombre en aquel día y 
comprenderá que soy yo el que decía: «Aquí estoy». 
¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que 
anuncia la paz, que trae buenas nuevas, que anuncia la salvación, 
que dice a Sión: «¡Ya reina tu Dios!» (Is 52,5-7). 

En primer lugar, en la línea de Ezequiel 36, Dios explica que su 
Nombre ha sido profanado por la miserable situación de su pueblo, 
exiliado en Babilonia. A pesar de ello, Dios resolverá tomar sin 
demora las riendas de la situación: «Mi pueblo conocerá mi 
Nombre». Se trata de un anuncio de la salvación venidera, 
explicitada desde un ángulo diferente en el versículo siguiente: se 
tratará de un tiempo de paz y felicidad resumido en la exclamación: 
«¡Ya reina tu Dios!». Ese día la realidad del mundo se identificará 
con el mundo deseado por Dios. 
En la tradición judía posterior, el tiempo de la salvación será 
denominado con frecuencia «el Reino (o Reinado) de Dios». Los 
evangelistas por su parte se han referido a este versículo de Isaías 
52,7 para evocar la venida de Cristo Jesús y su «Buena Nueva» de 
la llegada del Reino de Dios (cf. Mc 1,14-15). 
Un nuevo texto de Isaías nos describe este Reino: 

Sucederá en días futuros que el monte de la casa del Señor será 
asentado en la cima de los montes y se alzará por encima de las 
colinas. Confluirán a él todas las naciones, y acudirán pueblos 
numerosos. Dirán: «Venid, subamos al monte del Señor, a la Casa 
del Dios de Jacob. para que él nos enseñe sus senderos». Pues de 
Sión saldrá la Ley, y de Jerusalén la Palabra del Señor. Juzgará 
entre las naciones, será árbitro de pueblos numerosos. Forjarán de 
sus espadas azadones, y de sus lanzas podaderas. No levantará 
espada nación contra nación, ni se ejercitarán más en la guerra. (Is 
2,2-4; Mi 4,1-3). 

RD/QUE-ES: El profeta comunica su visión de un futuro en el que 
todos los pueblos confluirán a Jerusalén para recibir la enseñanza 
de Dios y aprender a caminar por sus senderos. Si bien el término 
«rey» no es utilizado en este texto para designar a Dios, éste no 
deja por ello de recibir los títulos de «juez» y «árbitro», dos 
funciones reales por excelencia. Vendrá después un tiempo de paz 
y justicia para el mundo entero como consecuencia de la aceptación 
de Dios por todos los hombres como único guía y árbitro. El Reino 
de Dios se revela así como un nuevo orden mundial abierto a todos, 
fruto del conocimiento de Dios y sus caminos. 
¿Cómo logrará esta hermosa visión convertirse en realidad? La 
opinión de los judíos a este respecto aparece dividida. En opinión 
de algunos, el establecimiento del Reino sólo puede ser obra 
personal de Dios, obra que implique incluso una transformación 
completa del universo tal y como nosotros lo conocemos. A los 
hombres corresponde esperarlo ardientemente y orar por que 
llegue. En el otro extremo, algunos conciben la llegada del Reino 
como el fruto de una revolución política: se impondría tomar las 
armas para expulsar a los enemigos de Israel de la Tierra Prometida 
y forzar así, en cierta manera, la mano de Dios, que se vería 
obligado a actuar en nuestro favor. Entre estos dos puntos de vista 
extremos existía, sin duda, todo un abanico de concepciones 
diversas. 
En tiempos de Jesús, un sector influyente del pueblo judío 
aspiraba ardientemente al Reino de Dios. Estos creyentes opinaban 
que para urgir la llegada de ese Reino habría que comenzar 
anticipándolo aquí y ahora, en las circunstancias concretas de la 
vida. Esto se conseguiría observando los mandamientos, viviendo lo 
más fielmente posible a la Ley de Dios. Dicho con sus palabras, se 
trataba de «tomar sobre sí el yugo de la Torah». Los que así 
pensaban eran los fariseos, cuyas concepciones en ciertos 
aspectos no eran tan diferentes de las del propio Jesús. 
Jesús, a su vez, retoma la imagen del Reino para expresar el 
núcleo de su mensaje adaptándola para conformarla a la novedad 
de su visión. No es nuestro cometido en estas páginas profundizar 
en todas las dimensiones de la comprensión que Jesús tenía del 
Reino de Dios, menos aún teniendo en cuenta que él no ofreció 
nunca una definición precisa del mismo sino que se refirió siempre a 
él mediante contraste de imágenes y parábolas. Intentaremos 
únicamente dar algunas indicaciones importantes. 
En primer lugar, Jesús no piensa en manera ninguna que el 
Reino de Dios se instaure por la fuerza y la violencia humanas. No 
tiene nada que ver con un nacionalismo exacerbado que significaría 
la victoria de unos y consecuentemente la derrota de otros. Tal y 
como Jesús explica al gobernador romano, no se trata de un reino 
según los criterios de este mundo (cf. Jn 18,36) 
En segundo lugar, el Reino de Dios conserva en todo momento 
su proyección universal; es como un árbol que cobija a todos los 
pájaros del cielo (Lc 13,19), una red que recoge «peces de todas 
clases» (Mt 13,47), un banquete al que son invitados incluso los 
pobres y disminuidos (Lc 14,13.21); resumiendo, una realidad 
abierta a todos. 
El tercer rasgo del Reino proclamado por Jesús es tal vez el más 
original. Para Jesús el Reino es, justo es decirlo, objeto de una 
ardiente espera, de una realidad futura que el Padre establecerá en 
un tiempo y manera que sólo él conoce (cf. Mt 25,13; Lc 21,31). No 
obstante, esto no le impide ser una realidad que espera a la puerta 
(Mc 1,15) que, en cierta forma, ha dado comienzo con la venida de 
Jesús. Para expresar esta aparente paradoja recurrirá Jesús a 
parábolas como la de la minúscula semilla que se convertirá en 
inmenso árbol y la de la levadura que fermentará toda la masa (Mt 
13,31-33). 
Jesús anuncia el Reino de Dios como una realidad actuante ya en 
el mundo, aunque sea de forma oculta y misteriosa. Si bien no 
puede ser constatada mediante indicaciones exteriores (cf. Lc 
17,20-21), no deja de exigir por ello un compromiso radical, una 
conversión de corazón. Los que tienen ojos para ver y oídos para 
oír el misterio del Reino presente en Jesús se hacen a su vez, 
sujetos de ese Reino. Por su sí a Jesús, preparan los caminos del 
Reino haciéndolo pasar de la clandestinidad a la luz del día. Ello 
explica la urgencia de la llamada de Jesús. Con su llegada suena la 
hora de Dios. 

Para refiexionar: 

1. ¿Qué rasgos caracterizarían a un mundo dócil al designio de 
Dios? 

2. Los oráculos que describen la espera de Israel hablan con 
frecuencia de un rey ideal, el «Mesías», el Ungido de Dios, que 
vendrá con el tiempo nuevo. ¿De qué manera los textos siguientes 
nos ayudan a comprender los rasgos del Reino de Dios y de la 
misión de Cristo Jesús?: Is 11,1-9; Sal 72(71); Za 9,9-10. 

3. Jesús explica a Nicodemo que la entrada en el Reino de Dios 
no es posible si no tiene lugar un nuevo nacimiento de lo alto (Jn 3). 
¿Por qué? 


Hágase tu voluntad... 

En el oráculo de Isaías 2,2-4 citado anteriormente, la creación de 
un mundo de paz y reconciliación va unido a la búsqueda por parte 
de «todas las naciones» de los caminos del Señor. Este texto 
muestra el estrecho lazo existente entre la tercera súplica del 
Padrenuestro, ausente por otro lado en la versión de san Lucas, y 
la precedente. Efectivamente, el Reino de Dios, el nuevo orden 
mundial, se hace presente allá donde los hombres viven según la 
voluntad de Dios. 
VD/DOS-SIGNIFICADOS: Las Escrituras hebreas hablan de la 
voluntad de Dios con dos connotaciones diferentes: una más activa, 
la otra de carácter más pasivo. Nos encontramos por un lado con la 
expresión «hacer la voluntad de Dios» (cf. Sal 
40,9;119,112;143,10). En hebreo esta expresión significa 
literalmente «hacer lo que agrada a Dios, hacer lo que Dios desea». 
Esta traducción nos recuerda que no se trata por tanto de obedecer 
a una ley abstracta, sino de vivir las consecuencias de una relación 
personal. En efecto, cuando amamos a alguien buscamos 
espontáneamente hacer lo que le agrada, actuar en pos de su 
felicidad. 
Podemos de igual manera invertir la imagen. Si Dios nos ama, su 
felicidad es que nosotros descubramos la vida en plenitud, que 
seamos felices; no una felicidad superficial sino la felicidad que 
experimenta el ser humano que se convierte en el hombre que está 
llamado a ser. Ello nos conduce a la segunda acepción de la 
expresión «la voluntad de Dios», que alude al designio o plan de 
Dios para el conjunto de la humanidad así como de cada uno de 
nosotros (cf. Ef 1,9-10). 
La expresión «designio de Dios» hace referencia al hecho de que 
Dios nos ha creado por algún motivo, que nuestras vidas tienen un 
sentido: la existencia del universo y la vida de cada uno de nosotros 
tienen una finalidad deseada por Dios en su bondad. Lo que nos 
pueda ocurrir y lo que podamos hacer no le es indiferente. Dios nos 
ha creado con vistas a una comunión con él. Sin embargo, la 
imagen del designio de Dios seria errónea si nos condujera a 
pensar en una especie de libro en el que todo hubiera sido escrito 
previamente, una realidad preexistente a la que únicamente nos 
quedara obedecer, seguir ciegamente. Una vez más un ejemplo de 
orden humano puede esclarecer este punto. Los padres que aman 
realmente a sus hijos tienen, sin duda alguna, ciertas esperanzas 
depositadas en ellos. Su deseo es que sus hijos desarrollen 
plenamente todas sus capacidades, y lo que puedan o no hacer no 
les es indiferente. Ello no les conduce en modo alguno a imponerse 
a sus hijos y dictar su comportamiento. Su deseo es que, haciendo 
libre uso de sus dones, sus hijos lleguen a ser adultos 
responsables, plenamente conscientes. 
Lo dicho es aún más cierto para Dios. Dios desea nuestra 
felicidad; la diferencia con nuestros padres humanos es que es Dios 
mismo quien ha depositado en nosotros los dones, y entre ellos el 
que es tal vez el don más grande: la libertad. Por eso, para dar 
cumplimiento al designio de Dios, hemos de realizar plenamente el 
ser que somos, desarrollando todos los dones depositados en 
nosotros. Su designio no es una cadena que suprima nuestra 
libertad sino una llamada a utilizarla plenamente para ser cada vez 
más capaces, a imagen suya, de amar y servir. La voluntad de Dios 
no podrá nunca ser separada de su amor, la primera es la forma en 
que el segundo se despliega y realiza por etapas en nuestras 
existencias y en la historia del mundo. 
El hecho de que la voluntad de Dios no aniquile la nuestra puede 
parecer paradójico si se contempla únicamente en un plano teórico. 
El ejemplo de Jesús en los evangelios, primordialmente en el de san 
Juan, nos hace comprender que en la práctica no existe tal 
contradicción. Por un lado Jesús afirma que no busca su propia 
voluntad sino la de su Padre, nada de lo que hace es por sí (cf. Jn 
5,19.30; 8,28.42b; 12,49). Por otro lado Jesús es el hombre más 
libre que pueda imaginarse, escuchado siempre por el Padre (Jn 
11,42), que ha puesto todo entre sus manos (cf. Jn 13,3; 
5,20-22;26-27). 
Podemos igualmente entrever este misterio de la libertad del Hijo 
expresada en la obediencia a la voluntad del Padre en estas 
palabras de Jesús: «Mi aliento es hacer la voluntad del que me ha 
enviado y llevar a cabo su obra» (Jn 4,34). Lejos de ser algo que le 
oprima o que coarte su libertad, el descubrimiento de la puesta en 
práctica de la voluntad de Dios es para Jesús fuente de vida y 
energía, un alimento. Para él, la voluntad del Padre es el amor 
divino traducido en las circunstancias concretas de su existencia 
como una llamada a actuar, una fuente que le empuja a avanzar. 
Todo esto es cierto incluso en el momento más difícil de la vida 
de Jesús en Getsemaní (/Mc/14/32-42). Allí Jesús conoce la fuerza 
del mal con todo su poder, pero eso no le impide orar: «Abbá... no 
sea lo que yo quiero sino lo que quieras tú» Es fundamental 
subrayar que no se trata aquí de una actitud fatalista, de un 
consentimiento forzado, de «un mal menor», sino bien al contrario, 
de un acto de confianza en el corazón de la noche. Jesús vive en y 
de la convicción de que Dios es su Abbá que desea lo mejor para él 
y para el mundo, a pesar de lo contradictorio de las apariencias. Su 
oración es un intento de discernir en medio de las tinieblas la 
victoria del amor. Jesús sabe que la confianza en Dios es la única 
puerta que abre a ese discernimiento. 
Surge entonces en nosotros la pregunta de cómo hacer la 
voluntad de Dios. Se trata de una cuestión inagotable que no se 
deja reducir a una regla o método. Un texto sobradamente conocido 
de san Mateo puede orientarnos sobre el sentido correcto: 

Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad 
situada en la cima de un monte. Ni tampoco se enciende una 
lámpara para ponerla debajo del celemín, sino sobre el candelero, 
para que alumbre a todos los que están en la casa. Brille así 
vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas 
obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos. 
(/Mt/05/14-16). 
Jesús compara a sus discípulos con la luz para más tarde ante la 
pregunta: «¿Qué hacer?» responder no sin cierto humor: «¡Hay 
que brillar!». Desde el momento en que somos una luz, brillar es lo 
único que podemos hacer. Por medio de otra imagen, la de la 
ciudad situada en lo alto de un monte, Jesús nos explica la 
dificultad, la imposibilidad incluso, de ocultar este destello una vez 
que existe. Como ocurre con frecuencia en los evangelios, Jesús 
responde a nuestras preguntas transformándolas. En este caso la 
auténtica cuestión consiste en situarse en un plano distinto, pues 
no se trata de elaborar un sinnúmero de proyectos, sino de 
descubrir cómo ser luz. 
Felizmente Jesús responde a esta pregunta cuando proclama: 
«Yo soy la luz del mundo» (Jn 8,12). En la medida en que vivimos 
unidos a él, de él recibimos esa luz que poco a poco nos 
transfigurará en imagen suya (cf. 2 Cor 3,18). Seremos entonces 
portadores de fruto, el fruto de las «buenas obras» que 
«glorificarán al Padre», es decir, que le darán a conocer a los 
demás tal y como es. El actuar no carece de importancia, pero no 
ha de estar centrado en sí mismo, sino que debe brotar de nuestra 
identidad de hijos de Dios, como una lámpara da luz. Hacer la 
voluntad de Dios es ante todo dejar que Dios cumpla su voluntad en 
nosotros y a través de nosotros (cf. Jn 6,28-29; Flp 2,13; Hch 
13,21). 

Para reflexionar: 

1. A partir de los siguientes textos, ¿qué rasgos caracterizan a 
quien cumple la voluntad de Dios?: Sal 15 (14); Sal 131 (130); Gn 
12,1-4 y Hb 11,8-10 (Abraham); Lc 1,26-38 (María); Lc 10,29-37. 

2. San Pablo escribe: «La voluntad de Dios es vuestra 
santificación» (1 Ts 4,3). ¿En qué manera nos ayuda esta palabra a 
comprender la unidad de la primera parte del Padrenuestro? 


...en la tierra como en el cielo 

Antes de abordar la segunda parte del Padrenuestro, 
detengámonos un momento a hacer balance. Hemos visto que las 
primeras palabras de esta oración nos sitúan en el centro del 
Evangelio: por Cristo y el don de su Espíritu, entramos en una 
nueva relación con Dios («Padre»), que a su vez se traduce 
inmediatamente en una nueva relación con los hombres 
(«nuestro»). 
Pero esta nueva relación hecha de amor y confianza no es un 
privilegio reservado a una élite. Por eso las palabras que siguen a 
«Padre nuestro que estás en el cielo» suponen una extensión de 
esta relación al resto de la humanidad, al conjunto de la creación. 
Pedimos a Dios que revele su identidad auténtica (su Nombre) a los 
demás, de manera que todos los hombres vivan según su voluntad 
de amor y permitir así la eclosión de un nuevo orden mundial (su 
Reino). 
En cierta forma, las últimas palabras de esta primera parte de la 
oración resumen perfectamente ese sentido: «En la tierra como en 
el cielo». El cielo representa a Dios; por medio de las tres primeras 
súplicas del Padrenuestro pedimos que la realidad de Dios inunde 
progresivamente la tierra, que su amor transforme un mundo hostil 
o indiferente en un Reino de justicia y paz. Esta comunión entre el 
cielo y la tierra, esbozada durante siglos, entra en una fase decisiva 
con la venida del Hijo de Dios como uno de los nuestros (cf. Lc 
2,14; Jn 1,51) y encuentra su continuidad en la existencia de la 
comunidad de creyentes, la Iglesia, pueblo sacerdotal (cf. 1 P 2,5.9; 
Ex 19,6) que comparte la misión de Cristo de extender la Buena 
Nueva del amor «hasta los confines de la tierra» (cf. Hch 1,8). 
Hemos visto igualmente que esta oración es al mismo tiempo un 
compromiso, un decir nosotros a Dios: «Toma mi vida para que, a 
través de mi persona, parte de tu amor y tu luz puedan ser 
transmitidos a los demás. Concédeme reflejar tu vida en los 
sencillos acontecimientos de mi existencia». 
Puede, no obstante, surgir una cuestión. Conocedores como 
somos de nuestras fragilidades y límites, ¿cómo podemos 
atrevernos a asumir tal compromiso? ¿Dónde encontraremos la 
fuerza para mantenerlo? Se trata de una cuestión esencial, cuya 
respuesta nos la ofrecerá la segunda parte de la oración en la que 
pasaremos del «tú» al «nosotros», no para dirigir una oración 
egoísta en la que pedir la satisfacción de nuestro bienestar 
personal sino, por el contrario, para pedir todo lo que nos es 
necesario para cumplir el compromiso que hemos adquirido en la 
parte precedente. 
Para comprender justamente el Padrenuestro es absolutamente 
necesario que seamos conscientes de su unidad. No se trata de 
que, como se ha dicho con frecuencia, la primera parte esté 
consagrada a Dios y la segunda a las necesidades de los hombres. 
Tras la Encarnación, Dios y el hombre no pueden ser separados 
alegremente. Se trata de una única oración, no dos. Después de 
haber hecho nuestra la oración de Cristo, pedimos para nosotros 
los bienes que nos permitirán participar en su misión, ponernos en 
camino con él. Dicho con otras palabras, somos el Cuerpo de Cristo 
del que él es la Cabeza (cf. Col 1,18). En la primera parte del 
Padrenuestro nos unimos a la oración de la Cabeza, la segunda 
será la oración del Cuerpo. 

Para reflexionar: 

1. ¿De qué manera vivió el propio Cristo durante su vida terrestre 
la primera parte del Padrenuestro? 


Danos hoy nuestro pan de cada día (de 
mañana)

El primero de los grandes dones que pedimos a Dios es el don 
del pan. Antes de nada es obligado recordar que el término pan en 
hebreo hace referencia a todo lo que es necesario para la vida: el 
alimento, el vestido, el alojamiento... La Biblia es taxativa al afirmar 
que si bien el hombre ha de ganarse el pan «con el sudor de su 
frente» (Gn 3,17-19), Dios sólo es su verdadera fuente: «El da el 
pan a toda carne, porque es eterno su amor» (Sal 136,25; cf. 
22,27;104,27s; 107,9;111,5; 145,16). 

La interpretación de esta súplica del Padrenuestro se complica 
por aparecer en ella un término cuyo significado se nos escapa; se 
trata del término griego epiousios, que no volverá a ser encontrado 
en el Nuevo Testamento. Se le atribuyen corrientemente dos 
acepciones distintas. La primera y más común es la de pan 
cotidiano, pan de este día, el pan que nos es necesario hoy. Por 
otro lado puede igualmente ser interpretado como el pan de 
mañana, el pan del futuro, en cuyo caso podríamos preguntarnos 
cuál es el sentido de esta petición, conocedores como somos de la 
exhortación de Jesús: «No os preocupéis del mañana» (Mt 6,34). 
Los partidarios de esta segunda acepción recurren frecuentemente 
a una argumentación de tipo espiritual para explicar la aparente 
contradicción. El «pan de mañana» es el pan del mundo venidero, 
el pan del Reino de Dios, el pan de la Tierra Prometida, con lo que 
esta petición sería una nueva manera de orar por la venida del 
Reino. ¿Es posible dilucidar cuál de las dos interpretaciones es la 
correcta? 
Es nuestra opinión que cada una de estas dos posibles 
interpretaciones comporta una parte de verdad, y ello no por buscar 
una respuesta fácil sino por atenernos al significado del vocablo 
pan en la Biblia. Tomemos para esta reflexión tres textos 
sobradamente conocidos: el relato del maná en el desierto, que nos 
es narrado en el capítulo 16 del libro del Exodo; la tentación de 
Jesús referente al pan (Mt 4,2-4) y por último la narración de la 
multiplicación de los panes seguida del discurso sobre el pan de 
vida (Jn 6). 
Leyendo el relato del maná nos damos cuenta de que los 
israelitas, en camino a la Tierra Prometida, se encuentran en una 
situación difícil. Tienen hambre. La crítica que dirigen a Moisés y a 
Aarón, es en el fondo una crítica a Dios. Es entonces cuando, en 
pleno desierto, se produce el milagro. Durante la noche llueve 
sobre el suelo estéril una especie de comida, un «pan» misterioso 
que el pueblo llamará «maná», expresión que literalmente significa 
«¿Qué es esto?». 
MANA/EX/16/04-20 /Ex/16/04-20: Antes de entrar en cualquier 
otra consideración, este misterioso pan es en primer lugar una 
realidad material, una comida capaz de alimentar al pueblo 
hambriento y permitirle retomar el camino. Ser eso no le impide ser 
más. Ese pan viene del cielo, es decir, de Dios mismo (Ex 16,4). La 
narración nos dice que sabía a miel (16,31), término que a lo largo 
de la Biblia evoca indefectiblemente la Tierra Prometida «tierra de 
leche y miel», con lo que el maná prefigura esa Tierra de la 
Promesa, apareciendo como el «pan de mañana» que irrumpe en el 
hoy del pueblo para proporcionarle la fuerza que le es necesaria en 
su caminar. 
Terminemos con dos detalles que debemos tener en cuenta. El 
maná hace posible una milagrosa experiencia de solidaridad, de 
perfecto compartir. Leemos que «ni los que recogieron mucho 
tenían de más, ni los que recogieron poco tenían de menos. Cada 
uno había recogido lo que necesitaba para su sustento» (16,18). 
En este lugar desierto, alejado de toda civilización humana, se 
produce una anticipación del Reino de Dios, la realización de un 
mundo de justicia. Más aún, el maná no puede acumularse ni ser 
guardado en reserva, y cuando algunos lo intenten conservar para 
el día siguiente, el misterioso pan se pudrirá y se llenará de 
gusanos (16,20). 

Pasemos ahora a la narración de Jesús en el desierto 
(/Mt/04/02-04). Jesús conoce también el hambre. El Tentador 
intenta entonces separarle de su Padre sugiriéndole que se valga 
de sus propios medios para resolver su problema. En lugar de vivir 
en la confianza, ¿no podría evitar las dificultades mediante actos de 
una potencia deslumbrante? Jesús responde haciendo simplemente 
suyas las palabras de la Escritura: «No sólo de pan vive el hombre, 
sino de toda palabra que sale de la boca de Dios». 
Si resituamos esta cita en su contexto original, el capítulo ocho 
del libro del Deuteronomio, descubriremos un discurso sobre las 
lecciones que el pueblo de Israel tenía que extraer de la travesía 
del desierto. El versículo en cuestión (Dt 8,3) se refiere a la historia 
del maná. Ello evidencia que el texto citado por Jesús no supone, 
como podríamos imaginar a primera vista, una separación entre el 
pan material (menos importante) y el alimento espiritual (don de 
Dios). Jesús no insinúa en modo alguno que el hombre pueda vivir 
sin pan, sino que quiere remitir a la confianza en Dios como 
verdadera fuente de todo lo que nos es necesario, sea en el orden 
material o espiritual. Este versículo del Deuteronomio es una 
invitación a discernir en las realidades terrenas la presencia 
actuante de Dios dándoles consistencia, una llamada a discernir ya 
en este mundo el Reino de Dios.
Detengámonos por último en el capítulo seis del evangelio de 
san Juan. Una gran muchedumbre sigue a Jesús hasta un lugar 
desierto, una montaña situada en la otra orilla del lago, lejos de la 
ciudad. Jesús alimentará de forma milagrosa a esta multitud con tan 
sólo cinco panes. Se trata, una vez más, de un alimento material. 
Sin embargo las alusiones al Sinaí (el monte 6,3), y la proximidad de 
la Pascua (6,4), remiten a una realidad de orden distinto. 
Todo lo dicho se hace explícito en el discurso que sigue. 
Dirigiéndose a la multitud, Jesús dice: «Obrad, no por el alimento 
perecedero, sino por el alimento que permanece para la vida 
eterna, el que os dará el Hijo del hombre» (6,27). A continuación 
Jesús les explicará que él es el auténtico maná, el pan venido de 
Dios para dar la vida al mundo. Sus últimas declaraciones son aún 
más concretas, sorprendentes incluso: «Si no coméis la carne del 
Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros» 
(6,53). Los discípulos comprendieron plenamente estas palabras a 
la luz de la resurrección. Sabrán entonces que Jesús hablaba de su 
vida ofrecida sobre la cruz y transmitida a los hombres en el 
sacramento de la Eucaristía, comunión en ese Cuerpo entregado 
por nosotros y en esa Sangre derramada por nosotros. 
En los textos bíblicos mencionados, el pan, sin dejar de ser una 
realidad material, remite a una realidad de otro orden, más allá de 
su significado habitual, a Dios mismo como fuente de nuestra vida. 
La Biblia no separa lo «material» de lo «espiritual» para despreciar 
lo primero y centrarse en lo segundo. Su visión es distinta: hacer 
entrever tras las realidades de este mundo la presencia de Dios, 
dando sustento y sentido a todo. Apunta a la comunión con él, a la 
confianza en él, como a la realidad fundamental en la que 
apoyarnos a lo largo de nuestra peregrinación. 
Es interesante así mismo constatar que en los textos que nos 
ocupan, el don del pan ocurre siempre en un lugar desierto. 
Unicamente en un lugar así, es donde el hombre es capaz de 
acoger todo como don de Dios. 
Por el contrario, cuando nos encontramos en una situación de 
excesiva facilidad nos es más fácil soslayar lo esencial. Entramos 
así en la lógica de las Bienaventuranzas: «Bienaventurados los que 
tenéis hambre ahora (de justicia) porque seréis saciados» (Lc 6,21; 
Mt 5,6). Tener hambre está lejos de ser un bien en sí, pero para 
Cristo, ese lugar de privación, ese lugar de necesidad, se convierte 
en el punto de entrada de Dios en el mundo. 
Por ello, cuando rezamos «danos hay nuestro pan de cada día (o 
del mañana)», estamos pidiendo a Dios que sea nuestro sustento 
en nuestra peregrinación con Cristo, a fin de ser capaces de llevar, 
en el desierto de este mundo, el agua viva de Dios, su luz, su amor. 
Este sustento no excluye en ninguna manera el pan material pero 
apunta más allá del mismo: ¿Cuál es el alimento que nos permite 
vivir como testigos de Dios en este mundo?: La Palabra de Dios que 
encontramos en la Biblia, la oración, el amor fraterno, el apoyo de 
los otros y la Eucaristía, que recapitula todas las otras formas de 
pan. Es en definitiva Cristo mismo, «el pan de vida», que nos alienta 
al ofrecernos ya en la tierra un anticipo del cielo. 
En esta súplica del Padrenuestro nos comprometemos además a 
vivir plenamente el hoy de Dios. La versión de Lucas «danos cada 
día nuestro pan cotidiano» subraya más claramente la dimensión de 
peregrinacion, el camino a retomar día tras día, mientras que la de 
Mateo hace hincapié en la urgencia del día presente. En todo caso, 
ambas nos invitan a vivir en la confianza en Dios, sin instalarnos en 
lo no esencial. 

Para reflexionar:

1. Leer 1 R 19,1-8. ¿Qué experiencias personales de desierto he 
vivido? Dicho de otro modo, ¿cuáles han sido los lugares o 
momentos en los que he sentido de forma acuciante necesidad de 
Dios? 

2. En esas situaciones, ¿cómo me alimenta Dios? ¿Qué pan me 
ofrece para mi peregrinación de fe? 


Perdona nuestras ofensas,
como también nosotros perdonamos
a los que nos ofenden

Quien intente vivir plenamente el hoy de Dios se verá 
inevitablemente confrontado con su pasado. Todos somos sujetos 
de una historia llena de pasos en falso, de pesares, de heridas 
provocadas o sufridas, en otras palabras, de todo un bagage que 
entorpece nuestro avance. Por esta razón, el segundo de los dones 
que pedimos a Dios en el Padrenuestro a continuación del pan, es 
el don del perdón, es decir, el amor de Dios que recrea y hace 
posible una nueva partida al aligerar nuestras espaldas del lastre 
del pasado.
En la Biblia aparecen varias maneras de describir las faltas 
humanas. Jesús se vale en esta ocasión, como lo hará en otras, de 
la imagen de la deuda. La razón de esta imagen nos la ofrece la 
parábola de los talentos (/Mt/25/14ss). Antes de salir de viaje, un 
hombre rico confía una considerable cantidad de dinero a tres de 
sus criados, a cada uno según sus capacidades. Dos de ellos 
hacen que el dinero produzca más. El tercero, paralizado por el 
miedo, hunde en un hoyo el dinero recibido. A su regreso, el amo 
elogiará a los dos primeros y recriminará al tercero. Dicho de otro 
modo, lo grave para Jesús es que el ser humano no potencie los 
dones que Dios ha depositado en él, que no confíe en sí porque no 
confía tampoco en Dios. El hombre, creado a imagen de Dios, está 
llamado a transmitir a los demás lo que él ha recibido, y no permitir 
que este reflejo divino sea velado por el egoísmo o el miedo. 
D/MISERICORDIA: Otra parábola, la del acreedor inmisericorde 
(/Mt/18/23ss) ofrece un buen comentario a esta estrofa del 
Padrenuestro. En esta narración un rey perdona la deuda de su 
vasallo quien, a su vez, se niega a perdonar la de su compañero. 
Nos gustaría poner de relieve un detalle que podría pasar 
inadvertido. El relato de Mateo nos dice que la deuda del vasallo 
ascendía a diez mil talentos. ¿Somos conscientes de que en 
nuestros días esta suma equivaldría a unos seis mil millones de 
pesetas y que representa una suma que probablemente no existía 
en toda Palestina en aquella época? ¿Por qué entonces una 
exageración tal? Por un lado para ilustrar la diferencia entre la 
deuda perdonada por el rey y la que el vasallo se niega a perdonar, 
cien denarios, unas veinte mil pesetas. No hay punto de 
comparación entre lo que Dios nos da y lo que por nuestra parte 
podemos ofrecer. Se trata así mismo de decir que no podremos 
nunca saldar nuestra deuda con Dios, nunca podremos decirle al 
Señor: «Ya he hecho suficiente, déjame tranquilo», sino que una y 
otra vez tendremos que volvernos a Dios para recibir su perdón sin 
límites lo que es, a fin de cuentas, nuestra única esperanza. 
El hecho de que Dios perdone, de que sea un Dios de 
misericordia, no es una particularidad del Nuevo Testamento. El 
pueblo de Israel ha sabido siempre que su Dios es misericordioso, y 
toda su historia está orientada en este sentido. Lo vimos en el 
oráculo de Ezequiel 36: después de un paso en falso Dios irrumpe 
de nuevo en la historia humana para reconducir su pueblo. Incluso 
el sustantivo «misericordia» es constitutivo del Nombre de Dios (Ex 
34,6; Sal 86,15; 103,8; cf. Dt 4,31; Sal 51,3; 78,38). Es verdad que 
Jesús nos muestra con su muerte el alcance de la misericordia del 
Padre; la cruz nos revela una misericordia que no conoce límites 
pues consiente el don total (cf. Jn 15,13). La misericordia de Dios 
tiene una larga historia en Israel, como por otro lado en el Islam. 
¿Dónde reside entonces la novedad del Evangelio? La respuesta 
la encontramos en un versículo del evangelio de san Lucas: «Sed 
compasivos, como vuestro Padre es compasivo» (/Lc/06/36; cf. 
/Mt/05/07). La auténtica novedad no es que Dios sea 
misericordioso sino que nosotros podamos serlo a su imagen. 
Tras dos mil años de cristianismo oyendo hablar con tanta 
frecuencia del amor y del perdón podemos llegar a creer que se 
trata de lo más normal del mundo, incluso aunque no lo vivamos en 
la práctica. Jesús tiene una concepción distinta de las cosas. Jesús 
nos dice que la manera «normal» de vivir en este mundo es 
amando a los que nos aman, siendo buenos con los que son 
buenos con nosotros (Mt 5,43-47). Se trata de la sempiterna 
tendencia humana de dividir a los otros en dos categorías, mis 
amigos y mis enemigos (o los que me son indiferentes), y de actuar 
en consecuencia. Allí donde se viva algo distinto, donde exista la 
capacidad de amar a los que nos odian y perdonar a los que nos 
hacen daño, hay algo que va más allá de lo humano: Dios mismo 
presente y actuante. 
El Padrenuestro habla igualmente del lazo existente entre el 
perdón de Dios y el del hombre. Es importante comprender en qué 
consiste este vínculo. Una lectura superficial podría conducirnos a 
pensar que el perdón de Dios viene en segundo lugar, como 
respuesta («recompensa») al ser humano que perdona. 
«Perdóname porque soy bueno y compasivo.» Si así fuera, este 
texto sería la antinomia formal del mensaje global del Nuevo 
Testamento. Se trataría de erigir en modelo para los cristianos, no 
al publicano sino al fariseo de la famosa parábola de san Lucas (Lc 
18,9-14). Para Jesús el amor de Dios es siempre el primero. Un 
amor humano desinteresado, aunque esencial, no puede ser sino el 
fruto de la acogida que se haga del amor de Dios, de su Espíritu. El 
capítulo cuatro de la primera carta de san Juan es esclarecedor a 
este respecto: 

Queridos, amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios y 
todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios... En esto 
consiste el amor; no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino 
en que él nos amó y nos envió a su Hijo para el perdón de nuestros 
pecados... Nosotros amemos, porque él nos amó primero. Si alguno 
dice: «Amo a Dios», y aborrece a su hermano, es un mentiroso; 
pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a 
Dios a quien no va Y hemos recibido de él este mandamiento: quien 
ama a Dios, ame también a su hermano. (1 Jn 4,7.10.19-21). 

«Dios nos amó el primero», nos envió a su Hijo para hacernos 
entrar en su amor a pesar de ser «pecadores», es decir, seres 
incapaces de amar (cf. Rm 5,8). Pero san Juan no se detiene ahí 
sino que añade a continuación que somos nosotros los que por 
nuestra parte hemos de amar (cf. 1 Jn 4,11). El amor, el perdón del 
que hacemos gala en la relación con nuestros hermanos, es el 
signo de la autenticidad de nuestro amor por Dios; él es igualmente 
la piedra de toque de nuestra comprensión del amor que Dios nos 
profesa. «Todo el que ama... conoce a Dios» (1 Jn 4,7; cf. 4,12). 
Entramos así en el misterio del «mandamiento nuevo» del amor 
fraterno (/Jn/13/34-35). La novedad de este mandamiento no 
radica en que nunca antes hubiese sido formulado -la Torah dice al 
pie de la letra: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Lv 19,18)- 
sino en las palabras «amad... como yo os he amado». Es un 
mandamiento nuevo porque no se trata únicamente de una «orden» 
impuesta desde el exterior, sino que al mismo tiempo es un «don». 
Jesús nos da su amor, su Espíritu que viene del Padre y que, 
paulatinamente, nos transforma en seres capaces de amar y 
perdonar a imagen de Dios. Nuestro amor por los otros es la prueba 
de nuestra comunión con Cristo (cf. Jn 13,35), que hace presente 
en el mundo el amor del Padre (cf. Jn 17,23). 
En la súplica del Padrenuestro sobre el perdón aparece una 
confirmación de lo que acabamos de decir. 
I/QUE-ES: Encontramos cuatro veces la terminación «nos» o el 
término «nuestro». Recordemos la significación que atribuíamos a 
esta palabra que aparece en el comienzo de la oración: la relación 
nueva en la que entramos con Dios implica una nueva relación con 
los otros. A partir de ese momento formamos una comunidad, 
somos la Iglesia, y en tanto que Iglesia pedimos el perdón de Dios. 
Pero la Iglesia, lejos de ser una élite humana, está formada por 
hombres y mujeres que han «conocido el amor que Dios tiene por 
ellos y creído en él» (cf.1 Jn 4,16) y que intentan vivirlo en lo 
concreto de sus existencias. 
¿Por qué es necesario orar para recibir el perdón de Dios si lo 
vivimos ya? La respuesta nos la da el relato del maná en el 
desierto. Con los dones de Dios no se puede nunca hacer reservas. 
No podemos acumular el amor, la única manera de recibirlo es 
dándolo. En la medida en que prodiguemos a nuestro alrededor el 
perdón que Dios nos ha dado podremos seguir pidiéndolo una y 
otra vez (cf. Lc 6,38). Estamos incluso obligados a hacerlo para 
poder amar cada vez más. Para recibir mi amor, nos diría Dios, hay 
que amar, hay que poner en práctica lo poco que se haya 
comprendido del Evangelio. Un paso hacia adelante arrastrará 
otros. Hay que comenzar, aunque sea con muy poco, con casi 
nada. Quizás éste sea el sentido de la enigmática palabra de Cristo: 
«A todo el que tiene, se le dará y le sobrará; pero al que no tiene, 
aun lo que no tiene se le quitará» (/Mt/25/29; /Lc/19/26). 
Una última palabra: para perdonar a quienes nos han hecho 
daño, perdonarles de verdad y no solamente de palabra, se impone 
con frecuencia recorrer un largo camino interior. Durante todo ese 
tiempo en que vivimos con la impresión de no poder perdonar 
todavía, ¿podemos orar el Padrenuestro? Creemos que sí, porque 
un simple atisbo de deseo de perdón es ya fruto del amor de Dios 
en nosotros. Además, no hemos de olvidar que el Padrenuestro no 
es una oración individualista sino, bien al contrario, la oración de la 
comunidad de la Iglesia. En una oración cristiana muy antigua 
encontramos estas palabras: «No mires mis pecados sino la fe de tu 
Iglesia.» Nos apoyamos por tanto en la confianza, en el perdón de 
toda la Iglesia. Para poner en evidencia la inmutable presencia del 
perdón de Dios entre nosotros, independientemente de nuestras 
impresiones subjetivas, la Iglesia ha consagrado hombres para 
anunciarnos este perdón por medio del sacramento de la 
reconciliación, sacramento que nos recuerda que el perdón de Dios 
se nos ofrece siempre, incluso cuando subjetivamente no nos 
abrevamos a creerlo. Es una promesa de futuro puesta a nuestro 
alcance para permitirnos vivir el hoy de Dios. 

Para reflexionar: 

1. De acuerdo con los siguientes textos, ¿cuáles son las 
consecuencias del perdón de Dios en nuestras existencias? Mc 
2,1-17; Lc 7,36-50. 

2. ¿Vemos a los hombres de nuestro alrededor divididos en dos 
bandos «amigos» y «enemigos»? ¿Dónde? ¿Cómo suscitar signos 
de reconciliación a imagen de un Dios «que es bueno con los 
ingratos» (Lc 6,35) «que hace salir su sol sobre malos y buenos» 
(Mt 5,45)? 


No nos dejes caer en la tentación,
y líbranos del mal (del Maligno)

Esta última estrofa del Padrenuestro se encuentra sin duda entre 
las que tradicionalmente han ofrecido mayores dificultades de 
comprensión. El problema estriba, aunque no únicamente, en la 
traducción. Literalmente el texto de Mt 6,13 dice: «No nos adentres 
en la tentación (en la prueba)». La versión en castellano se 
encuentra por tanto entre las que menos dificultan la comprensión 
del texto pues existen otras que, como la francesa, traducen «no 
nos sometas a la tentación...», dándonos todo el derecho a 
preguntarnos por qué un Dios que es nuestro Abbá, nuestro Padre 
querido cuyo deseo es hacer que accedamos a la vida en plenitud, 
querría someternos a la tentación, ponernos a prueba. 
Desde sus orígenes, la tradición cristiana ha intentado explicar la 
súplica del Padrenuestro que nos ocupa, en armonía con el 
conjunto de la oración y el resto del Nuevo Testamento. Mucho ha 
sido lo dicho y escrito a este propósito, a veces con acierto y otras 
no tanto. Hay dos elementos que habría que estudiar 
separadamente: el sentido de la construcción verbal y el significado 
del término griego peirasmos, normalmente traducido por 
«tentación» o «prueba». 
Por lo que respecta al sentido preciso de la forma verbal son 
numerosos los expertos que comienzan a aceptar una sencilla 
explicación exegética cuya comprensión requiere que nos 
detengamos previamente en consideraciones de tipo gramatical. 
Los relatos evangélicos que han llegado hasta nosotros están 
escritos en griego, lo que hace que la versión mas antigua que 
poseemos del Padrenuestro aparece escrita en esta lengua. Sin 
embargo podemos afirmar sin miedo a equivocarnos que Jesús no 
pronunció esta oración en griego sino en hebreo o en arameo. 
Soslayaremos en todo caso el debate sobre cuál de estas dos 
lenguas utilizó Jesús, pues lo que nos importa es que ambas 
presentan una misma estructura. 
Las lenguas semíticas poseen un vocabulario bastante reducido, 
pero tienen la facultad de poder expresar gran cantidad de ideas a 
partir de un escaso número de raíces, tan sólo con cambiar las 
vocales y añadir prefijos y sufijos. Así, para expresar la idea de 
«adentrar» un semita utilizará el verbo «entrar, ir en» y lo 
transformará en causativo, «hacer entrar». Podemos por tanto 
suponer que la versión semítica de la frase sería algo así como «y 
no hacer-entrar nosotros en la tentación/prueba». Pero una frase 
así puede comprenderse de dos maneras diferentes. La primera es 
la forma en que la ha comprendido el cronista griego traduciendo 
literalmente palabra por palabra: «No nos hagas-entrar...» es decir 
«No nos adentres...» Cabría, no obstante, otra traducción: «Haz 
que no entremos...». Desde un punto de vista sintáctico, esta 
segunda cuenta con todas las posibilidades de ser la correcta y 
además ofrece la ventaja de estar en armonía con el resto del 
mensaje de Jesús. Lejos de presentar a Dios como quien disfrutara 
sometiéndonos a una experiencia penosa, Jesús nos dice que 
supliquemos a Dios para que evite que entremos en... en lo que 
constituirá el objeto de nuestro estudio en las líneas que siguen. 
Podemos encontrar una confirmación significativa de lo 
anteriormente dicho en las palabras que Jesús dirige a sus 
discípulos en Getsemaní: «Velad y orad para que no caigáis (lit. 
"entréis") en tentación» (Mt 26,41). Eso es exactamente lo que 
hacemos al rezar el Padrenuestro, pedir la ayuda de Dios en un 
momento crucial de nuestra peregrinación de fe. 
TENTACION/PRUEBA PRUEBA/TENTACION: ¿Cuál es ese 
acontecimiento que nos hace sentir necesidad de la ayuda de Dios? 
Desafortunadamente, ni el término «tentación» ni el término 
«prueba» revelan su auténtico alcance. El primero se ha ido 
cargando de tintes moralistas, mientras que el segundo ha visto su 
sentido debilitarse hasta transformarse en un mero sinónimo de 
«pena o aflicción». Para comprender el sentido bíblico del término 
tentación/prueba, hemos de regresar al desierto con el pueblo de 
Israel, porque la experiencia de la prueba es constituyente de la 
peregrinación hacia la Tierra prometida y atañe siempre a la fe, a la 
confianza en Dios. 
Hemos visto un ejemplo de esta experiencia que nos ocupa en la 
narración del maná (Ex 16). Otro ejemplo «clásico» podemos 
encontrarlo en el relato de la roca de la que brota agua 
(/Ex/17/01-07). En ambos casos, los israelitas chocan, en su 
travesía del desierto, con una dificultad: la falta de alimento o de 
agua. Súbitamente el sentido de su peregrinación aparece en 
entredicho y ante ellos se levanta una auténtica alternativa con dos 
salidas posibles. 
Una primera posibilidad, que constituye la reacción característica 
del pueblo, será comenzar a criticar a Moisés e indirectamente a 
Dios. «¿Nos has hecho salir de Egipto para dejarnos morir?» Dios 
deja de ser visto como un Dios de misericordia y amor para ser 
contemplado como el Adversario, que desea la destrucción de sus 
interlocutores. La palabra técnica para describir esta reacción del 
pueblo es el verbo «murmurar»: el pueblo murmura (Ex 17,3). Otra 
expresión grávida de evocaciones es la de «poner a Dios a prueba» 
(17,2). Para escapar de una situación de prueba el hombre tiende a 
invertir los roles y exigir de Dios: «Si de verdad eres Dios, me 
concederás esto o aquello...» Lo que hacemos en realidad es 
construir un dios a nuestra imagen en lugar de seguir al que nos ha 
creado a su imagen. 
Podemos entrever una segunda respuesta en la actitud de 
Moisés. El tampoco sabe qué hacer, pero clama a Dios: «¡Señor 
ayúdame, enséñame el camino!» (cf. Ex 17,4). En su caso la prueba 
conduce a un afianzamiento del vínculo que le une a Dios, a una 
confianza fortalecida. Es importante comprender que en una 
situación de prueba no se puede permanecer inmóvil sino que se 
impone avanzar o retroceder. La prueba conducirá a una pérdida 
de la confianza en Dios o a una confianza mayor y más madura. En 
este último caso, de manera inesperada e incluso paradójica, la 
experiencia de la prueba supone un avance en la peregrinación de 
la fe. 
Hemos visto igualmente las tentaciones o pruebas vividas por 
Jesús que nos relatan los Evangelios. Jesús se encuentra 
igualmente en el desierto pero entra en escena un elemento nuevo: 
la presencia del Tentador, del «Maligno». El Nuevo Testamento 
subraya, en los momentos de prueba, la presencia de las fuerzas 
del mal aunándose en un intento por separarnos de Dios y de su 
amor, por malograr nuestra confianza en él. A veces estas fuerzas 
del mal aparecen personificadas y otras no, en todo caso nunca 
son vistas como una simple carencia de algo sino como una 
realidad que nos amenaza sobremanera cuando más vulnerables 
somos. 
Lo fundamental para el creyente no es obsesionarse con la 
cuestión del mal, sino sencillamente comprender en qué consiste 
para poder hacerle frente. ¿Quién no ha escuchado en los 
momentos más difíciles de su vida esas voces que susurran al oído 
imágenes de felicidad lejos de Dios? «Dios ama tal vez a los otros 
pero no a ti... Si te ama, ¿cómo ha permitido que te encuentres en 
esta situación? Vive tu vida, es la única solución...» y así 
sucesivamente. Cuando el Nuevo Testamento nos habla del mal o 
del Maligno, se refiere a todas esas voces que en nosotros o en el 
mundo, tienden a arrancarnos de la confianza en Dios, nuestro 
Abbá. 
En Getsemaní Jesús dice a los suyos: «Velad y orad para que no 
caigáis en tentación» (/Mt/26/41). Caer en la tentación/prueba no 
es simplemente conocer una situación de dificultad puesto que en 
todo caso la fe de los discípulos será puesta a prueba por la 
detención y muerte del Maestro. Jesús da este consejo para que los 
discípulos no sean víctimas del vértigo y sucumban al poder del 
mal. Entrar en la tentación/prueba es caer en la trampa del 
Tentador (cf. 1 Tm 6,9), establecer con él un pacto. 
Podemos comprender ahora lo que en principio hubiera podido 
parecer una contradicción en la visión bíblica de la 
tentación/prueba. Mientras algunos textos parecen decir que Dios 
tienta o somete a la prueba al ser humano, otros niegan 
categóricamente que la tentación/prueba venga de Dios. Hemos 
visto que esta experiencia de tentación/prueba es parte integrante 
de la peregrinación hacia la Tierra prometida pues de hecho 
podemos constatar que en la Biblia, los no creyentes no son nunca 
sujeto de esta experiencia. Ello nos permite decir que cuando la 
Biblia, parece insinuar que la prueba viene de Dios, se trata en 
realidad de una manera abreviada de decir que Dios nos llama a 
seguirle, a abandonar nuestras seguridades, para caminar con él 
hasta el desierto en el que de una u otra manera nuestra confianza 
será puesta a prueba. 
Por el contrario, decir que Dios quiere que suframos o que desea 
que caigamos en la tentación y abandonemos el camino, sería la 
peor de las blasfemias. Dios quiere para nosotros exactamente lo 
contrario: la vida en plenitud. Su deseo es que gracias a nuestra 
confianza en él y a su ayuda atravesemos todas las dificultades y 
lleguemos a una perfecta comunión con él. 
Un pasaje de la carta de Santiago nos muestra consecutivamente 
las dos caras de la tentación/prueba: 

¡Feliz el hombre que soporta la prueba! Superada la prueba 
recibirá la corona de vida que ha prometido el Señor a los que le 
aman. Ninguno, cuando sea probado diga: «Es Dios quien me 
prueba»; porque Dios ni es probado por el mal ni prueba a nadie. 
Sino que cada uno es probado por su propia concupiscencia que le 
arrastra y le seduce. (/St/01/12-14). 

Santiago nos presenta en primer lugar el aspecto «positivo» de la 
prueba, que, sin ser buena en sí puede conducirnos, si está 
afianzada en la confianza en Dios, a una más íntima relación con él. 
A continuación añadirá que Dios no es el provocador de la prueba, 
no es el autor del sufrimiento y menos aún quien nos aleja del buen 
camino. En este texto el origen de la tentación en ese sentido 
negativo se ve localizado en el ser humano, en su «alma dividida» 
(St 1,8) que le atrae en dos sentidos diferentes. 
De nuevo, un texto de san Pablo aparece como comentario 
pertinente a esta segunda mitad del Padrenuestro: 

No habéis sufrido tentación superior a la medida humana. Y fiel 
es Dios que no permitirá seáis tentados sobre vuestras fuerzas. 
Antes bien, con la tentación os dará modo de poderla resistir con 
éxito. (/1Co/10/13). 

Así cuando rezamos: «No nos dejes caer en la tentación, y 
líbranos del mal (del Maligno)» no estamos pidiendo que nos sea 
ahorrada toda situación difícil, sino que apelamos al amor de Dios 
en la certeza de que él nos dará la fuerza necesaria para atravesar 
la prueba y avanzar en nuestra peregrinación con él. Como con el 
maná en el desierto, nos gustaría constituir una reserva y tener la 
seguridad de una vez para siempre de que nuestro futuro no 
conocerá problema alguno. Sin embargo, la promesa de Dios es 
otra. Dios nos promete su fidelidad, estar siempre presente en el 
momento de la prueba para indicarnos la salida, salida que muchas 
veces no se revelará con antelación sino sólo en el momento 
preciso. 
Antes de dejarles para siempre, Jesús ora al Padre por sus 
discípulos con palabras similares a las del Padrenuestro: «No te 
pido que los retires del mundo, sino que los guardes del Maligno» 
(Jn 17,15). ¿Por qué las dificultades, las pruebas de la fe, han de 
ser constituyentes de la peregrinación de confianza con Dios? ¿Por 
qué el camino de la resurrección ha de pasar por la cruz? ¿Quién 
será capaz de dar una respuesta pertinente a esta pregunta, 
lacerante donde las haya? Una cosa no obstante es clara: quien 
acepta caminar en pos de Jesús se adentra en el camino del amor, 
el camino del servicio. No desea cerrar sus ojos a los problemas 
existentes a su alrededor pues ha renunciado a construir en torno a 
sí una empalizada que le proteja de todo lo que podría empañar su 
«felicidad». Eso hace que súbitamente se vuelva mucho más 
vulnerable al dolor de los demás. Dios no desea el sufrimiento, pero 
quien acepta amar, acepta sufrir. 
A todo lo dicho hay que añadir las dificultades suplementarias con 
que tropiezan los que se esfuerzan en vivir los valores del Evangelio 
en un mundo marcado por el consumismo, la competición, el 
individualismo y la intolerancia. El creyente se descubre a menudo 
viviendo a contracorriente y, lo que es peor, sometido a toda una 
serie de presiones procedentes no sólo del exterior sino de su 
propio fuero interno, presiones que le llevarán a dudar incluso de sí 
mismo. En nuestras sociedades esta experiencia de 
tentación/prueba es vivida con frecuencia como una especie de 
persecución interior, lo que en cierta manera facilita comprender 
por qué Jesús emplea la imagen de una lucecilla brillando entre las 
tinieblas y por qué nos asegura que las tinieblas no podrán nunca 
ahogarla (cf. Jn 1,5). 
Las últimas palabras que Jesús dirige a sus discípulos en la 
última cena, recogidas en el Evangelio de san Juan, resumen bien 
lo que acabamos de decir: 

Os he dicho estas cosas para que tengáis paz en mí. En el 
mundo tendréis tribulación. Pero ¡ánimo! yo he vencido al mundo. 
(Jn 16,33; cf. Hch 14,22; Lc 22,28ss). 

Jesús no promete a sus discípulos una vida fácil, les anuncia 
incluso el sufrimiento venidero. El término «tribulación» aquí 
utilizado tiene un sentido muy próximo al de «prueba/tentación». No 
obstante Jesús no se detiene ahí sino que va más lejos y dice a los 
suyos que tengan confianza pues él ha vencido al mundo. En otras 
palabras, el amor de Dios, tangible en la muerte y resurrección de 
su Hijo, se revelará superior a las fuerzas del mal. Esta certeza se 
transforma para los que la asumen en un manantial de paz, paz 
interior que viene de Dios y que permite atravesar todas las 
dificultades que puedan avecinarse. Enraizados en esta paz, 
podemos ser portadores de paz para los otros. 
Al final del Padrenuestro recordamos que el camino del testimonio 
no es una prebenda. Nos confiamos al apoyo de Dios para poder 
atravesar las sucesivas pruebas y expresamos nuestra confianza en 
que ese apoyo nos será concedido en todo momento en que nos 
sea preciso. Por esta súplica alejamos de nosotros toda suficiencia 
para, una vez más, depositar nuestra confianza en nuestro Abbá 
que nos cuida. 

Para reflexíonar: 

1. Cuando nuestra fe es sometida a prueba, tendemos con 
frecuencia a refugiarnos en una visión nostálgica e ilusoria del 
pasado (cf. Nm 11,5-6) y elaborar una caricatura de Dios contra la 
que rebelarnos (cf. Nm 20,4-5; Jr 15,18). ¿Qué formas adoptan 
estos mecanismos en nuestras vidas? ¿Cómo salir de ellos? 

2. ¿En qué medida el misterio pascual de Cristo, su paso por una 
muerte dolorosa hacia una vida de plenitud, nos ofrece una llave 
para comprender mejor nuestra existencia en su seguimiento? (cf. 
Mc 8,34-37; Jn 12,24-26; Rm 6,3-11; El 3,10-12;1 P 2,21-25) 


«Heme aquí, ienviame!» (Is 6,8)

En esta última parte de nuestra reflexión vamos a tomar 
conciencia de la impresionante unidad de esta maravillosa oración 
del Señor que es el Padrenuestro. 
Con las primeras palabras, las más esenciales, expresamos el 
hecho de que Jesús nos adentra, por el don del Espíritu Santo, en 
una relación nueva con Dios que implica al mismo tiempo una nueva 
relación con los hombres. Es como si al decir «Padre nuestro que 
estás en el cielo», dejáramos que Jesús cogiera nuestra mano para 
introducirnos en la casa del Padre (cf. Jn 14,2). Dicho en términos 
teológicos, entramos en la comunión de la Santísima Trinidad: 
compartimos la vida común de Dios y, por ella, nos vemos 
progresivamente trasformados a su imagen. 
A pesar de tener nuestra morada permanente en esta casa, se 
nos impulsa a ponernos sin tardar en marcha. Habitar en la casa del 
Señor no puede ser un privilegio reservado a una élite sino que 
Jesús nos invita a asociarnos a él en peregrinación, para extender 
esta comunión hasta los confines de la creación. Este es el sentido 
de las tres súplicas siguientes: que sea santificado tu Nombre, que 
venga tu Reino, que se haga tu Voluntad. Pedimos que el mundo 
entero conozca la auténtica identidad de Dios y viva en 
consecuencia. Ofrecemos para ello nuestra vida a Dios para que, 
por medio de nuestras personas, pueda comunicar algo de sí. 
Partimos así en peregrinación para dar testimonio del amor de Dios, 
de su luz, incluso en las realidades más sencillas de nuestra 
existencia. 
Jesús nos dice que no tomemos provisiones para el camino (cf. 
Lc 9,3). Se trata de una peregrinación de confianza: en cada etapa, 
Dios nos da todo lo necesario, concretado en los tres dones 
enumerados en la segunda mitad de la oración. En primer lugar nos 
ofrece el sustento material y espiritual, el pan, que no es otro a fin 
de cuentas que el mismo Cristo. En segundo lugar nos ofrece su 
perdón, de manera que podamos retomar el camino una y otra vez. 
Incluso si ayer faltamos a la llamada, Dios permanece fiel; con su 
perdón de hoy nos vuelve a colocar sobre el camino. Por último nos 
ofrece su ayuda en las situaciones particularmente difíciles, de 
forma que los momentos de prueba puedan transformarse en 
catapultas para avanzar; el valle de lágrimas se transforma en un 
lugar de fuentes. Así nuestra peregrinación se asemejará más a la 
de Jesús, a su misterio pascual que transforma la muerte en camino 
de Vida. 
La oración que Jesús nos enseñó expresa, con una gran 
sencillez, el meollo de nuestra fe. Nunca llegaremos a agotar los 
tesoros de Evangelio ocultos en ella. Esta oración será capaz de 
alimentar durante toda la vida nuestra peregrinación de confianza 
sobre la tierra. 

Para reflexionar: 

1. Leer la última oración de Jesús en Jn 17. iQué temas del 
Padrenuestro subyacen en ella? 

2. Con vistas a una actualización del Padrenuestro, meditar las 
siguientes preguntas ¿Cuál es el Dios que Cristo Jesús me 
muestra? ¿De qué manera, siguiendo el ejemplo de Cristo, puedo 
transmitir a los demás por medio de mi vida algo de ese Dios de 
vida? ¿Qué dones me ofrece Dios para realizar esa vocación? 
¿Cómo acogerlos? 

HERMANO JOHN DE TAIZE
EL PADRENUESTRO...
UN ITINERARIO BÍBLICO
NARCEA. MADRID 1996

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* «Os será dado» es un ejemplo de «pasivo divino». Por una cuestión 
de respeto, los judíos evitaban normalmente pronunciar el Nombre de Dios 
sin que por ello dejara de serles evidente que Dios es el sujeto de la frase 
en cuestión.