PERDÓNANOS NUESTRAS OFENSAS
COMO NOSOTROS PERDONAMOS
A LOS QUE NOS HAN OFENDIDO


Comenta ·Cipriano-san: Después del sustento material pedimos el perdón del pecado 
para que el que es alimentado por Dios viva en Dios y no piense sólo en la vida presente y 
temporal sino también en la eterna en la que sólo se puede entrar a través del perdón de los 
pecados que el Señor en sul Evangelio llama deudas (Mt 18,32)". Y añade: 

Es verdaderamente necesario, providencial y saludable que se nos recuerde nuestra 
condición de pecadores. Se nos enseña que pecamos cada día pues se nos ordena pedir 
perdón por nuestros pecados cada día. También Juan nos amonesta si decimos que no 
tenemos pecado nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no habita en nosotros. 
Pero si confesamos nuestros pecados, Dios, que es fiel y justo, nos los perdona" (1Jn 1 
8-9). 

Perdónanos 

El Padrenuestro es la oración de los hijos de Dios, que han sido engendrados con el 
perdón en las aguas del bautismo y necesitan diariamente el perdón de sus pecados. El 
cristiano necesita ser perdonado tanto como el pan para su sustento. Por ello el 
Padrenuestro es también la oración de los pecadores que, postrados ante el Padre, 
imploran: ¡Perdónanos! 

Aún revestidos de la vestidura bautismal, no dejamos de pecar, de separarnos de Dios. En 
esta petición, nos volvemos a Él, como el hijo pródigo (Lc 15 11-32) y nos reconocemos 
pecadores ante Él como el publicano (Lc 18, 13). Nuestra petición comienza con una confesión 
en la que afirmamos, al mismo tiempo, nuestra miseria y su misericordia. Nuestra esperanza 
es firme porque, en su Hijo, "tenemos la redención, la remisión de nuestros pecados" (Col 1, 
14; Ef 1 7). [CEC 2839] 

Jesús, desde el comienzo de su vida pública, busca a los pecadores, invitándolos a la 
conversión, a acogerse al perdón de Dios. Él desea "buscar y salvar" lo que se hallaba 
perdido (Lc 19,10); invita a los pecadores al convite de Dios (Mc 2,17; Lc 14,21); va en 
busca de la oveja perdida, como una mujer busca la dracma perdida (Mt 15,24; 10,6; 
18,12); como médico, viene a llamar a los pecadores y a curar a los enfermos (Mc 2,17); 
entra en la casa de los pecadores (Lc 19,1-9) y come con ellos (Mc 2, l Sss; Lc 15, 1-3); 
permite que una pecadora lo unja (Lc 7,36-47); es amigo de publicanos y pecadores (Mt 
11l, 19); él mismo perdona los pecados (Mc 2,5ss; Lc 7,47s). Jesús no sólo anuncia, sino 
que Él mismo trae el perdón de Dios. 

La conversión a Cristo, el nuevo nacimiento por el Bautismo, el don del Espíritu Santo, el 
Cuerpo y la Sangre de Cristo recibidos como alimento nos han hecho "santos e inmaculados 
ante Él" (Ef 14) como la Iglesia misma, esposa de Cristo, es "santa e inmaculada ante Él" (Ef 
5,27). Sin embargo, la vida nueva recibida en la iniciación cristiana no suprimió la fragilidad y 
la debilidad de la naturaleza humana, ni la inclinación al pecado, que la tradición llama 
concupiscencia y que permanece en los bautizados a fin de que sirva de prueba en ellos en el 
combate de la vida cristiana ayudados por la gracia de Dios. [CEC 1426] 

El conocimiento de sus faltas constituye la queja diaria de los seguidores de Cristo. 
Todos los días toman conciencia de su estado de pecado, de su deuda con Dios, pues no 
han realizado plenamente su vocación personal. La vocación a la misión es personal; la 
deuda es una falta personal. La petición del perdón es una petición absolutamente 
personal, que toca lo más íntimo de nuestra personalidad cristiana. Por ello, la vida del 
cristiano es una conversión permanente, suplicando continuamente con la oración del 
corazón: "¡Dios mio, ten misericordia de mi, que soy un pecador" (Lc 18,13). De este modo 
el vivir cristiano es un retorno continuo a Dios, que dirige al hombre una llamada siempre 
renovada, "pues su amor cubre todo, todo lo cree, todo lo espera, perdona todo" (1Cor 
13,7). Así el cristiano pasa de la maldición a la bendición a Dios, "que perdona todas tus 
ofensas y te cura de toda enfermedad y, como el águila, renueva tu juventud" (Sal 103,3.5). 
El perdón de Dios no significa solamente la cancelación de la deuda o la remisión de la 
pena, sino el restablecimiento de las relaciones personales de Dios con el pecador 
perdonado. 

"Habéis sido lavados, habéis sido santificados, habéis sido justificados en el nombre del 
SeñorJesucristo y por el Espiritu de nuestro Dios" (1Cor 6,11). Es preciso darse cuenta de la 
grandeza del don de Dios que se nos hace en los sacramentos de la iniciación cristiana para 
comprender hasta qué punto el pecado es algo que no cabe en aquel que "se ha revestido de 
Cristo" (Gál 3,27). Pero el Apóstol san Juan dice también: "Si decimos que no tenemos 
pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros" (lJn 1,8). Y el Señor mismo nos 
enseñó a orar: "Perdona nuestras ofensas" (Lc 11,4), uniendo el perdón mutuo de nuestras 
ofensas al perdón que Dios concederá a nuestros pecados. [CEC 1425] 

Jesús, en sus parábolas, habla frecuentemente de deudas: el criado infiel (Mt 18,23-35), 
el grande y pequeño deudor (Lc 7,41ss), la necesidad de resolver las cosas a tiempo (Lc 
12, 57ss), el administrador injusto (Lc 16,1-8), los malvados viñadores (Mc 12,1-9), los 
talentos y las minas (Mt 25,14-30; Lc 19,12-27). Todas estas parábolas encuadran nuestras 
relaciones con Dios dentro de la misma imagen: somos deudores de Dios. Cuando Jesús 
nos dice: "Dad a Dios lo que es de Dios", todos somos declarados deudores. Jesús se 
enfrenta a todo fariseo, que se declare justo ante Dios: "Vosotros pretendéis pasar por 
justos ante los hombres. Pero Dios conoce vuestros corazones. Pues lo que es estimable 
ante los hombres, es abominable para Dios" (Lc 16,14s). En realidad, nuestra deuda para 
con Dios es tan enorme—diez mil talentos— que nos es imposible pagarla por nosotros 
mismos (Mt 18, 23-34). Sólo nos queda reconocer nuestra deuda y confiar en el perdón 
misericordioso de Dios (Mt 5,7.23s; 6,14s; Lc 6,37). Es inútil presentarse ante Dios 
enumerando nuestras obras buenas. Ante Dios sólo cabe presentarse con el corazón 
compungido y suplicarle: "¡Seño'; ten piedad de mí, que soy un pecador!" (Lc 18,13). Sólo 
esta oración nos abre el acceso a Dios. Quien es consciente de que para él sólo existe el 
camino del perdón gratuito de Dios, se presenta ante Él, implorando: "¡Perdónanos 
nuestras deudas!". A los fieles de Antioquía les dice ·Juan-Crisóstomo-san: 

Como sea un hecho que, aun después del baño de regeneración, pecamos, también aquí 
nos da el Señor una gran prueba de su amor, diciéndonos que vayamos a pedir perdón de 
nuestros pecados al Dios misericordioso y le digamos así: "perdónanos nuestras deudas, así 
como nosotros perdonamos a nuestros deudores". ¡Mirad el exceso de su amor! Después de 
librarnos de tamaños males, después de regalarnos un don inefable de grandeza, todavía se 
digna concedernos el perdón de nuestros pecados. Si esta oración conviene a los fieles y 
éstos piden que se les perdonen sus pecados, es evidente que tampoco después del 
bautismo se nos quita el don de la penitencia. Si no fuera así no nos habría mandado pedir 
perdón en la oración. 

Contra los pelagianos, ·Agustín-san dice que la súplica del perdón de nuestras deudas 
supone, en primer lugar, que todos—incluso los santos obispos—somos deudores, puesto 
que nadie hay sin pecado (1Jn 1,8): 

Sí, estamos bautizados, pero seguimos siendo deudores. No es que haya quedado en 
nosotros algo sin perdonar en el bautismo, pero en la vida cada día pecamos y estamos 
necesitados de perdón. La misma Iglesia "sin mancha ni arrugar (Ef 5,27) por toda la tierra 
dice: Perdónanos nuestras deudas, manteniéndose en la humildad de quien sabe que "peca 
cada día", puesto que todos los días debe pedir perdón al Padre por los pecados cometidos 
contra El... 
"Perdónanos nuestras deudas". Oramos así, y oramos verdaderamente con este espíritu, 
porque orando así decimos la verdad. Nadie vive en este mundo sin tener deudas. Cada 
hombre, mientras vive en este mundo, necesita orar así, porque puede ser que se 
enorgullezca, pero no sea justificado. Hacemos bien en imitar al publicano y no dejarnos llevar 
por la soberbia como el fariseo, el cual subió al templo, cantó sus méritos delante de Dios y 
escondió sus culpas. En cambio, el otro comprendió bien por qué debía ir al templo y por eso 
oraba así: "Señor, ten piedad de mi, pecador" (Lc 18,9-13). 

Es lo que también recoge el CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA: 

La petición de perdón es el primer movimiento de la oración de petición. Es el comienzo de 
una oración justa y pura. La humildad confiada nos devuelve a la luz de la comunión con el 
Padre y su Hijo Jesucristo, y de unos con otros (1Jn 1,7-2,2). Tanto la celebración de la 
Eucaristía como la oración personal comienzan con la petición de perdón. [CEC 2631] 


Nuestras deudas 

Esta petición suplica el perdón de las deudas contraídas con el Padre al rechazar su 
Reino, o mejor, al rechazarle a Él como Rey (1S 8,7). Estamos en deuda con Dios siempre 
que aceptamos, como Adán y Eva (2Cor 11,3; 1Tm 2,14), la tentación del maligno de "ser 
como dioses", comiendo la fruta prohibida "del árbol de la ciencia del bien y del mal" (Gén 
2,17; 3,3-6). Negar a Dios, erigiéndose en norma moral de la propia vida, es colocarse 
fuera de la voluntad de Dios, perder el paraíso o reino de Dios, no santificar su nombre, al 
buscar la propia gloria y no la gloria de Dios... A estas deudas se suman, como 
consecuencia, las contraídas con los hermanos. Y los deudores son también, en primer 
lugar, los hermanos, que pecan siete veces al día y, arrepentidos, piden perdón otras 
tantas veces (Lc 17,3-4). Dice ·Ambrosio-san: 

¿Qué es la deuda sino el pecado? Pues si no hubieras recibido dinero de un usurero 
extraño, no te encontrarías en la miseria. Pero por esto se te imputa el pecado: recibiste dinero 
y naciste rico; eras rico, porque fuiste creado a imagen y semejanza de Dios (Gén 1,26-27); 
has perdido cuanto poseías, es decir, la humildad, cuando deseaste reclamar tu autonomía, 
perdiendo tu dinero y quedando desnudo como Adán; contrajiste con el diablo una deuda, que 
no te era necesaria; tú, que eras libre en Cristo, te hiciste deudor del diablo. Tu enemigo tenía 
tu recibo, pero el Señor lo crucificó consigo y lo borró con su sangre (Col 2,14). Canceló tu 
deuda y te devolvió la libertad. Es, por tanto, justo cuando dice: "perdónanos nuestras deudas, 
así como nosotros perdonamos a nuestros deudores". Si perdonas, con razón pides que Él te 
perdone. Pero si no perdonas, ¿cómo pretendes su perdón? 

Aún podemos preguntar: ¿y quienes son nuestros deudores? La respuesta la hallamos 
también en el Evangelio: los "hermanos" (Mt 18,21-35) y también "los hombres" (Mt 6,1415) 
en general. Los deudores de los discípulos son todos los que les deben algo, cuantos les 
han ofendido: quienes se han encolerizado con ellos, les han llamado "imbéciles" o 
"renegados" y, en general, quienes "tienen algo contra ellos" (Mt 5, 22-24); quienes les han 
inferido una injuria o violencia (Mt 5,39-42),sus "enemigos" y "perseguidores" (Mt 5,44)... A 
todos ellos perdonarán "de corazón" como fruto del perdón recibido del Padre.

La súplica pide, por tanto, al Padre el perdón de las propias deudas (Mt 6,12; 18,21-25). 
La súplica "¡perdónanos!" traduce la petición humilde del siervo adeudado, quien, "postrado 
a los pies de su señor", en actitud penitente, le pide "tener paciencia con él". El plural 
"deudas" expresa que los hijos se han adeudado varias veces con el Padre, malgastando 
los "talentos" de sus dones (Mt 18,26). En realidad se trata de las "propias transgresiones" 
contra la voluntad del Padre, según lo ha especificado Jesús en el Sermón del Monte. Es la 
"Ley de los hijos del Reino, que supera la justicia de los escribas y fariseos" (Mt 5,20). Las 
deudas son, pues, las ofensas de homicidio perpetrado con la cólera, el insulto o la 
condena del hermano (Mt 5,22-22), los adulterios del corazón (Mt 5,27-30), el divorcio (Mt 
5,31-32), el juramento (Mt 5,33-37), la resistencia al mal (Mt 5,38-42) o no amar al enemigo 
(5,43-48), las oraciones, limosnas y ayunos hipócritas (6,1-6.16-18), los juicios contra el 
hermano (Mt 7,1-6). Ciertamente son deudas inmensas, "diez mil talentos" (Mt 18,24), en 
realidad impagables. Deuda, sin embargo, cancelada por el amor de Dios (Mt 18,26-27). 

Con su formulación peculiar, también Lucas nos ilumina esta petición. Para Lucas las 
deudas que pedimos al Padre que nos perdone son nuestros pecados, aunque mantiene la 
idea de deudas en la segunda parte: "como nosotros perdonamos a todo el que nos debe 
algo". El perdón, en primer lugar, de las ofensas que los "hermanos" nos hacen "siete veces 
al día": "Si tu hermano peca, repréndele; y si se arrepiente, perdónale. Y si peca contra ti 
siete veces al día, y siete veces se vuelve a ti, diciendo: 'Me arrepiento', le perdonarás" (Lc 
17,3-4). Pero no sólo a los hermanos, sino "a todo deudor", es decir, a los enemigos, a 
quienes les odien, maldigan y maltraten (Lc 6,27-28; 6,22). El odio, la maldición y los malos 
tratos, las injurias y la proscripción "por causa del Hijo del hombre'' es la deuda que deben 
perdonar los cristianos, como Cristo en la cruz les perdonó a ellos. Respondiendo al mal 
con el bien, "serán hijos del Altísimo": "Amad a vuestros enemigos; haced el bien y seréis 
hijos del Altísimo, que es bueno con los ingratos y perversos. Sed misericordiosos como 
vuestro Padre es misericordioso.... perdonad y seréis perdonados" (Lc 6,35-37). 

Los pecados, cuyo perdón piden los fieles, son los pecados cometidos contra el reino de 
Dios en la propia vida. Son también los pecados contra "el propio cuerpo" (1Co 6,18), 
contra la santidad del matrimonio (1Co 5, 1) y contra los hermanos (1Co 8,12; St 
4,1-2.8-12). Los cristianos, aunque se saben "muertos al pecado y vivos para Dios" (Rm 
6,11), se encuentran diariamente con la amarga experiencia del pecado, con la necesidad 
de reconocerse pecadores ante Dios, confiando sólo en "el Dios rico en misericordia" (Ef 
2,4), en el Dios de la reconciliación (Rm 5,10; 2Co 5,18-6,2), el Dios del perdón (Col 5,l9), 
quien "cuando éramos enemigos suyos nos reconcilió por la muerte de su Hijo" (Rm 5,20; 
2Co 5,l9), "perdonándonos por medio de Él" (Ef 4,32) todos nuestros delitos (Col 2,13), 
pues envió a su Hijo "al mundo como propiciación por nuestros pecados" (1Jn 4,10; Jn 
3,16). Él, el Justo, que no cometió pecado1, glorificado por el Padre, es ahora nuestro 
abogado, intercediendo por el perdón de nuestros pecados (Hb 7,25; 9,24; 1Jn 2,1). 
Apoyados en la intercesión de nuestro Sacerdote, que mostrando sus llagas implora perdón 
para nosotros, también nosotros suplicamos al Padre: "¡Perdónanos nuestras deudas o 
pecados!". 


Como nosotros perdonamos 

Aquí es como si se interrumpiera el curso de la oración, como en el caso de aquel que, 
yendo a ofrecer un sacrificio, se acuerda que tiene algo contra alguien, deja los dones ante 
el altar, va y se reconcilia primero con su hermano (Mt 5,23ss). ¡Sorprendente alteración 
litúrgica! 

"Que si vosotros perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros 
vuestro Padre celestial; pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre 
perdonará vuestras ofensas" (/Mt/06/14-15). Es el comentario que Mateo pone en labios de 
Jesús inmediatamente después del Padrenuestro, como si fuera, de las siete peticiones, la 
única que necesitase una aclaración o un subrayado partícula. Y aún nos dará otro más 
detallado comentario sobre el perdón de las deudas en la parábola del "siervo despiadado" 
(/Mt/18/07-35). A la luz de esta catequesis del Evangelio podemos entender el significado 
de esta petición del Padrenuestro. 

Ya en el Sermón de la Montaña, Jesús insiste en la conversión del corazón: la reconciliación 
con el hermano antes de presentar una ofrenda sobre el altar (/Mt/05/23-24), el amor a los 
enemigos y la oración por los perseguidores (Mt 5,44-45), perdonar desde el fondo del 
corazón (Mt 6,14-15). Esto es lo propio de un hijo del Padre. [CEC 2608] 

¿Se trata de un requisito previo para que Dios nos perdone? ¿O nuestro perdón—el 
perdón que nosotros damos a nuestros enemigos—es consecuencia del perdón que 
nosotros hemos recibido, de modo que nuestro perdón brote del perdón de Dios? El 
contexto de toda la predicación de Jesús es el que nos permite responder a este 
interrogante. En realidad decimos: perdónanos, para que nosotros podamos también 
perdonar: El perdón de Dios precede al perdón del siervo (Mt 18,23-35) y es el perdón 
recibido el que impone el deber ineludible de perdonar a su vez. "¡Bienaventurados los 
misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia!" (Mt 5,7). El que ha probado el 
perdón de Dios, sobre todo el que sabe que este perdón se nos ha concedido por la sangre 
de su Hijo, está dispuesto a perdonar a su hermano hasta setenta veces siete (Mt 18,22). 
Sólo quien se cree justo, como el fariseo, no puede ser misericordioso (Lc 15,1-2.25-30; Mt 
20, 1-15). El perdón cristiano es un reflejo de la misericordia divina (Lc 6,36). El perdón del 
cristiano, más que una condición, es una consecuencia del perdón de Dios. Nosotros 
perdonamos como fruto del perdón recibido. Pero por el fruto se conoce el árbol; si de 
nosotros no brota el perdón es señal de que no hemos recibido el perdón. ¡La alegría del 
perdón recibido se manifiesta y comunica en el gozo del perdón concedido! 

Desde la experiencia del amor misericordioso del Padre, pueden sus hijos perdonar los 
"cien denarios" a su compañero e implorar el perdón de sus deudas. La experiencia del 
perdón inmenso y gratuito del Padre debe suscitar en los hijos perdonados la compasión 
para con sus propios deudores, perdonándoles hasta "setenta veces siete", es decir, 
siempre, la ridícula deuda contraída con ellos por sus ofensas (Mt 18,22.28-34). No 
perdonar es no querer ser perdonado: "Si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro 
Padre que está en los cielos os perdonará a vosotros" (Mt 6,14-15). Después de 
experimentar el perdón inmenso de Dios, bien puede El decirnos: "¿No debías tú también 
compadecerte de tu compañero, como yo me compadecí de ti?" (Mt 18,33). 

"La confesión de los pecados es la petición del perdón, pues quien pide perdón confiesa 
el pecado", dice Tertuliano. Y a los fieles, ya regenerados por el bautismo, les dice san 
Cipriano: "Como pecamos todos los días (1Jn 1,8), diariamente pedimos el perdón de 
nuestros pecados". Algo similar les dice Teodoro de Mopsuestia: 

Dado que no podemos en absoluto estar libres de pecado, sino que pecamos muchas 
veces contra Dios y contra los hombres, pedimos el perdón de nuestros pecados, confiados 
de obtenerlo si también nosotros perdonamos a quienes nos han ofendido. Se cierra, en 
cambio, al perdón de Dios quien no perdona: "tendrá un juicio sin misericordia quien no tuvo 
misericordia" (/St/03/13). Porque así como cuando pecamos es necesario que, arrodillados, 
supliquemos a Dios perdón, así también perdonamos nosotros a quienes nos ofenden y piden 
perdón. 

Si quienes deberían vivir sin pecado en la comunión con Jesús pecan cada día, deben 
pedir cada día el perdón de Dios. Pero Dios sólo escuchará su oración, si ellos se 
perdonan también unos a otros sus faltas, fraternalmente y de corazón. Así llevan en común 
sus ofensas ante Dios y piden gracia en común. No quiere Dios perdonarme las ofensas a 
mí solo, sino también a todos los otros. SanJuan Crisóstomo nos dice: 

Con el recuerdo de nuestros pecados nos persuade a la humildad y, al mandarnos perdonar 
nosotros a los demás, nos libra de todo resentimiento; con la promesa de que, a cambio de 
ello, Dios nos perdonará a nosotros, dilata nuestra esperanza, a la vez que nos enseña a 
contemplar la bondad inefable de Dios. Nuestro Señor quiso mostrarnos cuánto interés tiene 
en que calmemos nuestra ira contra quienes nos hubieran ofendido. Después de enseñarnos 
la oración aún insistió: "Si perdonáis vosotros a los hombres sus pecados, también a vosotros 
os perdonará vuestro Padre, que está en los cielos" (Mt 6, 14). Si tú perdonas, Dios te 
perdona. Pero no pienses que hay paridad de un caso a otro. Tú perdonas, porque necesitas 
ser perdonado; Dios te perdona sin necesidad de nada. Tú perdonas a un consiervo tuyo; 
Dios, a un siervo suyo. Tú, reo de mil crímenes; Dios, absolutamente impecable. Y, sin 
embargo, también aquí te da una prueba de su amor. Podía él, en efecto, perdonarte sin eso 
de todas tus culpas; pero quiere, además, ofrecerte mil ocasiones de mansedumbre y amor a 
tus hermanos, apagando tu furor y uniéndote por todos los medios con quien es un miembro 
tuyo. ¿Qué puedes replicar? ¿Que has sufrido una injusticia de parte de tu prójimo? ¡Claro! 
Eso es precisamente el pecado, pues, si se hubiera portado justamente contigo, no habría 
pecado que perdonar. Mas tú también acudes a Dios para recibir perdón, y de pecados, sin 
duda, mayores. 

Perdónanos nuestras ofensas así como nosotros perdonamos a los que nos han 
ofendido. Ciertamente no se trata de erigirnos nosotros en modelo de perdón ante Dios, 
para que Él perdone como nosotros. Más bien somos nosotros los que imitamos su 
misericordia, ya que ésta es la que nos permite ser misericordiosos. Nuestro perdón 
tampoco es la causa del suyo; nuestro perdón no origina en nosotros ningún derecho al 
perdón de Dios. Nuestra deuda con Dios es de diez mil talentos, mientras que nuestro 
perdón es de una deuda de cien denarios. El Padre celestial, movido a compasión, ha 
tomado la iniciativa de perdonar nuestra ingente deuda y su perdón es siempre gratuito. Él 
nos ha reconciliado consigo en Cristo cuando aún éramos "impíos", "pecadores" y 
"enemigos" suyos (Rm 5,6-10). El Padre nos ha amado primero y ha enviado a su Hijo para 
"tomar nuestras flaquezas y cargar con nuestras enfermedades" (Mt 8,17), es decir, 
entregándole "como propiciación por nuestros pecados" y manifestando así el amor con que 
nos amó "antes de que nosotros le hubiéramos amado (Jn 4,10). 

El perdón del propio pecado precede a la súplica del perdón de Dios (Eclo 28,2-5). 
Nuestro perdón presupone el perdón de Dios. "A quien mucho se le ha perdonado ama 
mucho''. Desde la experiencia gratuita y previa del perdón del "Dios rico en misericordia" 
que les ha perdonado sus muchos pecados "por el grande amor con que les amó" (Ef 2,5) 
al enviar a su Hijo (1Jn 4,10), los cristianos pueden perdonar a los propios deudores (1Cor 
6,7), a los perseguidores (Rm 12,14), a los enemigos2 a todos los hombres (Rm 12, 17-18; 
Tt 3,2). Con este perdón se hacen "luz del mundo'' pues brillan en él como "candeleros de 
oro" (Ap 1,12.20), "como antorchas" (Flp 2,15), dando testimonio del amor de Dios al mundo 
para que "los hombres glorifiquen al Padre celestial" (Mt 5,15- 1 6). 

Marcos en su catequesis sobre la oración destaca sobre todo esta petición: "Por eso os 
digo: todo cuanto pidáis en la oración creed que ya lo habéis recibido y lo obtendréis. Y 
cuando os pongáis en pie para orar, perdonad si tenéis algo contra alguno, para que 
también vuestro Padre que está en los cielos os perdone vuestras ofensas" (Mc 11,24-25). 

Dice san Agustín: Al añadir como nosotros perdonamos, hacemos un pacto con Dios 
quien nos perdona si perdonamos a nuestros deudores—incluso en materia pecuniaria— 
es decir a nuestros enemigos amándolos como hermanos convencidos de que así los 
perdemos como enemigos y los ganamos como amigos 

A/ENEMIGOS/AG: Seguro que tenéis enemigos. De hecho ¿quién vive en este mundo 
sin tener enemigos? ¡Amadlos! El peor enemigo no podrá nunca hacerte tanto daño como el 
que te haces tú mismo si no amas a tu enemigo. Él puede dañar tu hacienda, tu casa, a tu hijo, 
a tu mujer, a tu propio cuerpo..., pero no puede dañar tu alma, cosa que, en cambio, tú si 
puedes hacer... Deséale el bien, que muera en él el mal y así no será ya tu enemigo ¿Qué 
ganas con el mal de tu enemigo? Lo que te es enemigo de él no es su persona sino su culpa. 
Él es igual que tú... Si tú, que lo mismo que él, desciendes de Adán y Eva, por la bondad de 
Dios has renacido a una vida nueva y eres cielo, mientras él sigue siendo tierra: invoca al 
Padre y ora por tus enemigos. Incluso Saulo era un enemigo de la Iglesia, pero se rezó por él y 
se convirtió en amigo. A decir verdad, los cristianos oraron contra él, pero no contra la persona 
sino contra su maldad. Ora tú también contra la maldad de tu enemigo, para que ella muera y él 
viva. Si tu enemigo muere, ya no tendrás un enemigo, pero tampoco habrás encontrado un 
amigo. En cambio, si muere su maldad, habrás perdido un enemigo y habrás encontrado un 
amigo. 
Podéis decirme ¿quién puede hacer esto? Dios lo cumple en vuestros corazones. Es cierto 
que lo hacen pocos, siendo menguado el número de los cristianos auténticos y tan pocos los 
que pueden hacer esta petición de verdad, amando a sus enemigos. ¿Qué haremos 
entonces? ¿Tendré que deciros que no recéis más si no amáis a vuestros enemigos? No me 
siento con fuerzas. Por el contrario, rezad para poder amar. Orar para lograr ese amor y que 
se nos perdonen nuestros pecados, perdonando a quienes "nos vejan, humillan e injurian" 
como hizo Jesús (Lc 23,34) y luego Esteban (Hch 7,59)... Perdonemos al menos, al enemigo 
que nos pida perdón, para no ser reprobados por Dios mismo como el "siervo injusto" de la 
parábola (Mt 18,32-33), pues sólo, tras haber perdonado a quien te ruega, puedes rezar esta 
petición. Pues, si no quieres perdonar a tu compañero de trabajo, él irá a nuestro Amo y le 
dirá: Señor, he pedido a mi compañero que me perdonara, pero él no ha querido: perdóname 
tú. Así, conseguido el perdón del Señor, él se sentirá libre, mientras tú sigues aún atado. 
¿Sabes por qué? Porque el Señor te dirá: "Siervo malo, tu me debías tanto y yo te perdoné la 
deuda por habérmelo pedido con tanta insistencia, ¿no debías hacer tú con tu semejante lo 
mismo que yo hice contigo? (Mt 18,32).


Perdónanos nuestras deudas corno nosotros perdónanos a nuestros deudores 

La oración se hace vida. La imploración del perdón nos lleva a perdona. Y la vida nos 
lleva a la oración. Sólo después de perdonar; podemos implorar el perdón. Comenta san 
Cipriano: 

El siervo, al no querer perdonar a su compañero, perdió el perdón que ya había recibido de 
su Señor. Dios, nuestro Padre, quiere que vivamos en paz en su casa, con un solo corazón y 
una sola alma (Sal 68,7) y quiere que, una vez renacidos, hechos hijos suyos, permanezcamos 
en la paz de Dios. Los que han recibido un solo Espíritu, que tengan una sola alma y un solo 
sentir. Dios no acepta la ofrenda de quien está en discordia con el hermano (Mt 5,23-24). La 
mayor ofrenda delante de Dios es nuestra paz, la concordia fraterna y un pueblo reunido en la 
unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Cuando Caín y Abel ofrecieron por primera vez 
sus sacrificios, Dios no miró los dones. sino los corazones (Gén 4,3-8!: le agradaron los dones 
de aquel cuyo corazón le habia agradado. 

El discípulo que pide perdón al Padre tiene conciencia de estar profundamente 
endeudado con Dios: sabe que ante Dios no puede ser declarado inocente. Sabe que sólo 
confesando su culpa y acogiendo el perdón puede quedar gratuitamente justificado. Jesús 
anuncia y trae consigo este perdón, alentando a sus discípulos a que lo pidan diariamente. 
El que haya sido misericordioso encontrará en Dios un juez misericordioso (Mt 5,7). El que 
no juzga, no será juzgado por Dios, es decir, no será condenado (Lc 6,37). A quien remita a 
los hombres los yerros, le serán también remitidos los suyos (Mc 11,25). Quien no se ha 
reconciliado con su hermano, no debe acercarse al altar de Dios ni pedir perdón (Mt 5,23s). 
Entre los frutos de la conversión, Jesús señala sobre todo el perdón de los enemigos y las 
obras de misericordia. 

Cristo quiso que toda su Iglesia, tanto en su oración como en su vida y su obra, fuera el 
signo y el instrumento del perdón y de la reconciliación que nos adquirió al precio de su 
sangre. [CEC 1442] 
La oración cristiana llega hasta el perdón de los enemigos (Mt 5, 43-44). Transfigura al 
discípulo configurándolo con su Maestro. [CEC 2844] 

Un claro comentario a esta petición lo hace el mismo Jesús: "Y cuando os pongáis a orar, 
si tenéis alguna cosa contra alguien, perdonadlo primero, para que vuestro Padre, que está 
en los cielos, os perdone vuestras ofensas" (/Mc/11/25). Mientras los labios piden perdón a 
Dios es necesario que el corazón perdone las ofensas recibidas. Esto significa aceptar las 
injusticias, renunciando a toda venganza (Mt 5,39s), dejar que nos arrebaten muchas cosas 
nuestras (Mt 5, 42), perdonar diariamente setenta veces siete a la misma persona (Lc 
17,3s). Esto quiere decir orar hasta por los perseguidores para que "seamos hijos del Padre 
que está en los cielos, que hace salir el sol sobre malos y buenos y manda la lluvia sobre 
justos e injustos". 

Ahora bien, Jesús nos enseña a pedir perdón a Dios como nosotros perdonamos, no 
porque nosotros perdonamos. El perdón de Dios es siempre libre y gratuito. Nuestro acto 
de perdonar es el fruto del perdón y gracia recibidos de Dios. En realidad, aquel que da a 
su hermano, recibe no según lo que ha dado, sino "una medida buena, apretada, colmada, 
rebosante" (Lc 6,38s). El perdón de Dios es un perdón sin límites; el que concede el 
discípulo debe ser también sin límites. Pero hay una diferencia radical entre el perdón de 
Dios y el nuestro. El perdón de Dios es siempre mayor que nuestra deuda, y nuestra deuda 
para con Dios es siempre mayor que la que nosotros perdonamos a nuestro prójimo. 
Además, el hombre sólo puede pegar los fragmentos, Dios puede devolver la integridad 
original. 

Este como no es el único en la enseñanza de Jesús: "Sed perfectos como es perfecto 
vuestro Padre celestial" (Mt 5,48); "Sed misericordiosos como vuestro Padre es 
misericordioso" (Lc 6, 36); "Os doy sin mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. 
Que como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros" (Jn 13, 34). 
Observar el mandamiento del Señor es imposible si se trata de imitar desde fuera el modelo 
divino. Se trata de una participación, vital y nacida del fondo del corazón, en la santidad, en la 
misericordia, y en el amor de nuestro Dios. Sólo el Espíritu, que es "nuestra vida" (Gál S,25), 
puede hacer nuestros los mismos sentimientos que hubo en Cristo Jesús (Flp 2,1.5). Así, la 
unidad del perdón se hace posible, "perdonándonos mutuamente como nos perdonó Dios en 
Cristo" (Ef 4,32). [CEC 2842] 

El perdón recibido nos capacita para perdonar, como ilustra el relato de la pecadora que 
ungió a Jesús (Lc 7,36-47). Zaqueo, al experimentar la gran bondad de Jesús, cambia de 
actitud ante los demás. El amor arranca amor; el perdón mueve a perdonar: Sin la 
experiencia del propio perdón, se condena a los pecadores, en vez de perdonarlos (Lc 
7,37-47). El hermano mayor; que no ha experimentado nunca el perdón, no perdona al 
hermano menor (/Lc/15/11-32). El ser acogidos como pecadores nos capacita para acoger 
a los pecadores y para alegrarnos de que Dios les perdone como a nosotros. 

Este es el círculo de amor y perdón en que Dios nos envuelve: Puesto que se nos ha 
perdonado a nosotros, podemos perdonar a los demás. Y puesto que podemos perdonar 
podemos pedir perdón a Dios. Por ello oramos: "¡Perdónanos nuestras deudas como 
nosotros perdonamos a los que nos ofenden!". 

El perdón de Dios, que nos permite perdonar, es el fundamento y la garantía de toda 
comunidad cristiana: "El Señor os ha perdonado, haced vosotros lo mismo; perdonaos 
mutuamente si uno tiene contra otro algún motivo de queja'' (/Col/03/13). Ya el Eclesiástico 
había dicho: "Perdona a tu prójimo el agravio y, en cuanto lo pidas, te serán perdonados tus 
pecados", pues "hombre que a hombre guarda ira, ¿cómo del Señor espera curación?" 
(/Si/28/02-05). La iniciativa del perdón parte siempre del Padre, que "nos reconcilió por la 
muerte de su Hijo cuando éramos enemigos suyos (Rm 5,10; 2Col 5, 13). Pero "al negarse 
a perdonar a nuestros hermanos, el corazón se cierra, su dureza lo hace impermeable al 
amor misericordioso del Padre; en la confesión del propio pecado, en cambio, el corazón se 
abre a su gracia" [CEC 2840]. 

¡Perdónanos, Padre nuestro, y danos tu Espíritu para que sepamos perdonar! Pedro le 
pregunta a Jesús: "Señor ¿cuántas veces tengo que perdonar a mi hermano? Hasta siete 
veces?". Jesús le responde: "No te digo que hasta siete veces, sino hasta setenta veces 
siete" (/Mt/18/21-22). El perdón no puede cesar nunca, pues es una actitud vital del 
seguidor de Cristo. En Cristo, Dios ha entrado en nuestra culpa de un modo real y 
asombroso, se ha hecho hombre, uno de nosotros. Como dice san Pablo: Dios "hizo 
pecado a su Hijo, que no conocía pecado, para que en Él nos hiciéramos justicia de Dios" 
(2Cor 5,21). Vivimos, pues, del perdón de Dios. Cristo nos ha logrado el gran perdón del 
Padre. En su poder podemos nosotros conceder nuestro pequeño perdón a los hermanos. 
Con fuerza exhorta san Agustín a quienes están a punto de recibir el bautismo: 

Sobre todo a vosotros, que vais a recibir el bautismo, os decimos: Perdonad de todo corazón, 
perdonad cualquier deuda. Y también vosotros, fieles, que ahora escucháis esta oración y la 
exposición que os hacemos de ella, también vosotros, fieles, liberad vuestros corazones de 
cualquier hostilidad contra quienquiera que sea; perdonad en vuestro corazón, donde Dios lo 
ve todo. A veces el hombre perdona de palabra, pero no de corazón; perdona de palabra por 
razones de conveniencia, pero no de corazón, el cual, sin temer la mirada de Dios, conserva 
todavía el rencor. Perdonad totalmente, todo lo que hasta hoy no hayáis perdonado. No debe 
ponerse el sol sobre vuestra ira (Ef4,26), pero ¡cuántas veces se ha puesto el sol sobre vuestra 
ira! Que cese, al menos, por una vez vuestra ira. Celebremos el día del gran Sol, de quien está 
escrito: "Saldrá para vosotros el sol de justicia y vuestra salvación está bajo sus alas" (Ml 4,2; 
3,20). Este sol sale para los justos. En cambio, el sol de cada día, Dios lo hace salir para 
buenos y malos (Mt 5,45). Los justos pueden ver este sol, si lo hacen brillar en sus corazones a 
través de la fe. De modo que si estás airado, que no se ponga el sol sobre tu ira en tu corazón. 
No te irrites hasta el punto de que se ponga para ti el sol de justicia, y tú te quedes en la 
oscuridad. 
IRA/VENGANZA: Y no penséis que la ira sea cosa de nada. El profeta 
dice: "Mis ojos están turbados por la ira" (Sal 6,8). Quien tiene los ojos turbados, no puede ver 
el sol. ¿Qué es la ira? La pasión de la venganza. Si Dios se vengara de nosotros, ¿a dónde 
iríamos a parar? Si te has irritado no peques: "Irritaos, pues, pero no pequéis" (Sal 4,5; 
/Ef/04/26). Irritaos, porque sois hombres, vencidos por vuestra debilidad, pero no pequéis 
conservando la ira en vuestro corazón porque, de este modo, no podréis entrar en aquella luz. 
De este modo os hacéis daño a vosotros mismos. ¿Qué es la ira? La pasión de la venganza. 
¿Y el odio? La misma ira, pero que ha echado raíces en el corazón, en cuyo caso ya se puede 
llamar odio. Esto es lo que confiesa el profeta cuando dice: "Mis ojos han sido perturbados por 
la ira". Y añade: "He envejecido entre tantos enemigos" (Sal 6,8). Lo que al principio era 
simplemente ira, o sea, algo transitorio, al hacerse viejo se convierte en odio. La ira es una 
pajita; el odio, una viga. A menudo reprendemos a quien se enoja, mientras nosotros tenemos 
odio en el corazón. Cristo nos dice: "Te fijas en la paja que tiene tu hermano en el ojo, y no ves 
la viga en el tuyo" (Mt 7,3). ¿Cómo se ha convertido en viga la pajita? Si no se destruye al 
nacer. Cuando has permitido que el sol saliese y se pusiese tantas veces sobre tu ira, la has 
dejado crecer, la has alimentado con malvadas sospechas, la has nutrido regándola y, al 
nutrirla, has dejado que se convirtiera en viga. Teme esto, desde el momento en que está 
escrito: "Quien odia a su hermano es un homicida" (1Jn 3,15). Teniendo odio en el corazón te 
has hecho homicida y eres reo a los ojos de Dios. Conviértete. Si en vuestra casa hubiera 
escorpiones y serpieníes venenosas, ¿cómo no ibais a daros prisa en echarlas fuera para vivir 
tranquilos en vuestra casa? Os irritáis y vuestra ira se hace vieja en vuestros corazones, 
transformándose en tantos odios, tantas vigas, tantos escorpiones, tantas serpientes 
venenosas, ¿y no queréis liberaros de todo eso en vuestro corazón, que es la casa de Dios? 
Haced lo que está escrito: "Como también nosotros perdonamos a nuestros deudores" y 
entonces podréis orar seguros "perdónanos nuestras deudas". 


EMILIANO JIMÉNEZ HERNÁNDEZ
PADRENUESTRO
FE, ORACIÓN Y VIDA
Caparrós Editores. Madrid 1996. Págs. 189-210


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1 1Pe 2,22; Jn 8,46; Hb 4, l5; 7,26-27. 
2 Rm 12,20-21; 1Co 4,12-13; 1Pe3,9. 
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