HÁGASE TU VOLUNTAD
ASÍ EN LA TIERRA COMO EN EL CIELO



Cristo nos ha dicho: "No todo el que dice: ¡Señor, Señor! entrará en el reino de los cielos, 
sino el que hace la voluntad de mi Padre, que está en los cielos" (Mt 7,21). Por tanto, es 
lógico que quien quiera entrar en el Reino de los cielos pida a Dios el cumplimiento de su 
voluntad. Por ello, Cristo pone esta tercera petición después de la del Reino de los cielos. 

Hay una forma perfecta de elevar a Dios esta súplica. Es la oración de María: "Hágase en 
mí según tu palabra". O la oración de Cristo: "No se haga mi voluntad sino la tuya". Cuando 
en la oración pedimos que se cumpla la voluntad de Dios, el Espíritu deJesús está soplando 
sobre nosotros, pues sólo el Espíritu deJesús nos hace desear la voluntad de Dios más que 
la nuestra. 

La voluntad del Padre 

En la progresiva manifestación de Dios en la historia, con Moisés nos revela su nombre, 
con David el reino, y con los profetas su voluntad. Es don de la Sabiduría divina el conocer 
(Sab 9,10) y el cumplir (Sal 143,10) la voluntad de Dios. El cristiano, por ello, ruega al 
Padre que otorgue a sus hijos "hacer lo que le agrada" (1Jn 3,22), concediéndoles vivir 
escuchando y practicando la palabra de su Hijo. Por la oración, podemos "discernir cuál es 
la voluntad de Dios" (Rm 12,2; Ef 5,17) y obtener "constancia para cumplirla" (Hb 10,36). 

Jesús ha anunciado a sus discípulos: "Esta es la voluntad del que me ha enviado: que no 
pierda nada de lo que Él me ha dado, sino que lo resucite el último día. Porque esta es la 
voluntad de mi Padre: que todo el que vea al Hijo y crea en Él, tenga vida eterna y que yo 
le resucite el último día" (Jn 6, 39-40). "No es voluntad de vuestro Padre que está en los 
cielos que uno de estos pequeños se pierda", es decir, no desea el Padre que se pierda 
ninguno de los discípulos de Jesús, pobres y menospreciados, pero que el Padre ha 
destinado al reino de los cielos (Mt 18,14). Jesús mismo exulta viendo que el beneplácito 
del Padre se cumple al revelar los misterios del reino a los pequeños, quedando ocultos 
para sabios e inteligentes (Lc 10,21). 

El conmovedor Sí, Padre de la oración de exultación de Jesús (Mt 11,25-27) expresa el 
fondo de su corazón, su adhesión al querer del Padre, que preludia lo que dirá al Padre en su 
agonía. Toda la oración de Jesús está en esta adhesión amorosa de su corazón de hombre al 
misterio de la voluntad del Padre (Ef 1,9). [CEC 2603] 

La voluntad del Padre es vida. Pues la voluntad de nuestro Padre es "que todos los 
hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad" (1Tm 2,3-4). Dios quiere la 
salvación de todos por el conocimiento de la verdad. La Iglesia, a quien esta verdad ha sido 
confiada, creyendo en el designio universal de salvación, se hace misionera [CEC 851]. 
Dios "usa de paciencia. no queriendo que algunos perezcan" (2Pe 3, 9; Mt 18,14). El Hijo 
ha venido a darnos a conocer esta voluntad del Padre.

Él nos ha dado a conocer el Misterio de su voluntad según el benévolo designio que en Él se 
propuso de antemano...: hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza... a Él por quien entramos 
en herencia, elegidos de antemano según el previo designio del que realiza todo conforme a la 
decisión de su voluntad" (Ef 1,9-11). Pedimos, pues, que se realice este designio de 
benevolencia, en la tierra como ya ocurre en el cielo. [CEC 2823] 

Pedimos a nuestro Padre que una nuestra voluntad a la de su Hijo para cumplir su voluntad, 
su designio de salvación para la vida del mundo. Nosotros somos radicalmente impotentes 
para ello, pero unidos a Jesús y con el poder de su Espíritu Santo, podemos poner en sus 
manos nuestra voluntad y decidir escoger lo que su Hijo siempre ha escogido: hacer lo que 
agrada al Padre. [CEC 2825] 

La voluntad de Dios "es que no se pierda nadie" (Mt 18, 14). Decir: Hágase tú voluntad, 
no es esperar una desgracia. A Dios le hemos invocado como Padre, ¿por qué su voluntad 
para con nosotros va a ser algo malo, que tenemos que aceptar? Puede ocurrir que no nos 
dé lo que deseamos, "pues no sabemos pedir lo que nos conviene" (Rm 8,26), "pero, ¿qué 
padre da a su hijo una piedra en vez de pan o una serpiente en vez de un pez?". Dios, en 
su voluntad salvifica, supera nuestros deseos, corrige nuestros deseos equivocados, pero 
nunca es para temer su voluntad. Tenemos una idea de Dios tan mezquina que ante lo 
bueno que nos ocurre hablamos de milagro, y ante lo malo hablamos de voluntad de Dios. 
Tertuliano comenta: 

Pedimos que Dios nos otorgue la riqueza de su voluntad, para que seamos salvos en el 
cielo y en la tierra (1Tes 4,5), pues su voluntad es la salvación de todos los que adoptó como 
hijos suyos. Esta es la voluntad de Dios, realizada por el Señor predicando, actuando y 
sufriendo (Jn 4.34; 5.30; 6,38; Hb 10,9). Suplicando "hágase tu voluntad" deseamos un bien 
para nosotros mismos, pues no puede haber mal alguno en la voluntad de Dios, aun cuando 
haya que sufrir alguna adversidad. 

Y san Juan Crisóstomo explica: 

Quienes suplicamos el cumplimiento de su voluntad, pedimos seguir aquel estilo de vida 
celeste, de modo que queramos lo que Dios quiere. Notad la ilación de las palabras del Señor. 
Nos ha dicho que deseemos los bienes por venir y que apresuremos el paso en nuestro 
camino hacia el cielo; pero, mientras el camino no termina, quiere que, viviendo aún en la 
tierra, llevemos ya vida de cielo. Es necesario, nos dice, que deseéis el cielo y los bienes del 
cielo; sin embargo, antes de llegar al cielo, haced de la tierra un cielo y, aun viviendo en la 
tierra, todo lo que hagáis y digáis sea como si ya estuvierais en el cielo. Como esto no puede 
ser obra de nuestro esfuerzo, sino de la gracia divina, suplicamos al Padre: hágase tu voluntad 
asé en la tierra como en el cielo. 

Jesús ha penetrado ya en la casa del fuerte (Mc 3,24ss), el que se opone al designio de 
Dios. En la medida en que Satanás va perdiendo terreno se va realizando la voluntad de 
Dios. En esta petición el cristiano, que experimenta cómo Satanás le arrastra fuera de la 
voluntad de Dios, pide que Satanás sea atado por "el más fuerte" para, liberado de su 
dominio, poder hacer la voluntad de Dios. Sólo cuando Satanás haya sido vencido del todo, 
se cumplirá la voluntad de Dios en la tierra de manera tan plena como se cumple en el 
cielo, donde Satanás no tiene ningún poder. 

El Hijo hace la voluntad del Padre 

J/VD: La voluntad de Dios es el móvil de toda la vida de Jesús. La voluntad del Padre 
llenó toda su vida, como Él mismo nos testimonia: "yo no hago nada por mi cuenta, sino que 
hago lo que el Padre me ha encomendado" (Jn 5,30). "Mi alimento es hacer la voluntad del 
que me ha enviado y llevar a cabo su obra" (Jn 4,34). "Porque no he bajado para hacer mi 
voluntad, sino la del que me ha enviado" (Jn 6,38). La voluntad de Dios, planeada desde 
toda la eternidad, en Cristo fue cumplida perfectamente y de una vez por todas. Jesús dijo 
al entrar en el mundo: "He aqu' que yo vengo, oh Dios, a hacer tu voluntad" (Hb 10,7; Sal 
40,7). Sólo Jesús puede decir: "Yo hago siempre lo que le agrada a Él" (Jn 8,29). En la 
oración de su agonía, acoge totalmente esta voluntad: "No se haga mi voluntad, sino la 
tuya". "Se entregó a si mismo por nuestros pecados según la voluntad de Dios" (Gál 1,4). "Y 
en virtud de esta voluntad somos santificados, merced a la oblación de una vez para 
siempre del cuerpo de Jesucristo" (Hb 10, 10). 

La encarnación del Hijo es la expresión de su obediencia filial. Porque es Hijo busca 
colmar a su Padre de gloria, devolviendo al hombre y a la creación la gloria que el pecado 
había frustrado. El Hijo encarnado entra en el mundo para que en la tierra se cumpla la 
voluntad de Dios lio mismo que en el cielo. Si Jesús nace pobre en Belén o huye a Egipto, 
predica la Buena Nueva del Reino, realiza milagros o muere en la cruz no hace otra cosa 
que cumplir la voluntad del Padre a impulso de su amor filial. Todo en Él está movido por su 
amor al Padre. La respuesta de Jesús a María y a José—"¿No sabíais que yo debo 
ocuparme de las cosas de mi Padre?" (Lc 2,49)—nos revela la obediencia filial que movió 
toda su existencia. Todo en Cristo procede de su amor al Padre y todo tiende al Padre. 

Jesús ora antes de los momentos decisivos de su misión... La oración deJesús ante estos 
acontecimientos de salvación, que el Padre le pide que cumpla, es una entrega, humilde y 
confiada, de su voluntad humana a la voluntad amorosa del Padre. [CEC 2600]

TENTACION/VD VD/TENTACION: La fe es la apertura del hombre a Dios que se le 
revela; es consentimiento en adoración y amor a sus palabras y a la historia; es respuesta 
de vida en fidelidad, prolongando en benevolencia y alabanza la benevolencia y gracia 
recibida de Dios. La fe y la vida no se contraponen ni contradicen, sino que la fe transforma 
la vida, haciendo que ésta sea vivida en una referencia gozosa a Dios; referencia 
fundamental derivada de la comunicación que Dios hace de sí mismo en su revelación al 
hombre, suscitando la respuesta de donación del hombre a Dios. Pero el hombre puede 
desnaturalizar esta relación con Dios, invirtiéndola en su contrario, cediendo a la tentación 
de utilizar a Dios y servirse de Él como un medio más al servicio de sus planes, en lugar de 
desbordarse a sí mismo hacia Él y adorarlo como Dios. 

Es la tentación de Israel en el desierto y la tentación de todo hombre: es la tentación de 
Adán y Eva: "ser como Dios, conocedor del bien y del mal" (Gn 3). Es la tentación de Massá 
y Meribá, "donde los israelitas tentaron a Yahveh diciendo: ¿Está Yahveh entre nosotros o 
no?" (Ex 17,7). El hombre es hombre por su posibilidad constante de elegir libremente a 
Dios. Ahora bien, el hombre (Adán) se escogió a sí mismo como Dios. El hombre escoge su 
autonomía, que es lo mismo que su soledad, pensando hallar en ella la vida, al no 
depender de otro: pero en ella no encuentra más que la desnudez, el miedo y la muerte. 
Engañado por alguien, que es maligno y mentiroso, el hombre, al buscar la independencia, 
pierde la libertad, que sólo se vive en la verdad (Jn 8,32-44). 

Esta tentación de rebelión contra Dios tiene una doble manifestación: tentar a Dios o 
negarle. Ante el desierto, ante la historia concreta del hombre, en su condición de criatura 
con sus limites, ante la cruz de la existencia, ante la prueba en la que Dios sitúa al hombre, 
éste tienta a Dios, prueba a Dios, intimándolo a poner fin a la prueba, a quitarle la cruz, a 
cambiarle la historia2. 

Por sus propias fuerzas no puede el hombre salir de su situación de pecado ni rectificar 
su vida para encontrar de nuevo a Dios. No basta una decisión de la voluntad. Al menos en 
sus mejores momentos—o en sus peores momentos o de mayor desesperación—puede 
desear el bien, pero cuando comienza a obrar tropieza con su impotencia y su propia 
inconsecuencia. Se encuentra sometido a una especie de hechizo, que le quita la libertad 
de acción, sintiéndose cautivo. La división interior que el hombre siente entre la llamada al 
amor y la seducción del pecado, entre la obediencia a Dios y la dependencia de la ley del 
pecado es debida al poder del diablo, que se ha apoderado del hombre; su libertad está 
encadenada. Esa es la angustia que describe san Pablo: 

Estoy vendido como esclavo al pecado. Realmente no entiendo mi proceder, pues lo que yo 
quiero no lo hago y en cambio lo que detesto eso lo hago... Querer el bien está a mi alcance, 
mas no el realizarlo. En lo íntimo, cierto, me complazco en la ley de Dios, pero en mi cuerpo 
percibo otra ley contraria que lucha contra la ley de mi razón y que me hace esclavo de la ley 
del pecado que está en mi cuerpo. En una palabra, yo, por un lado, con mi razón, estoy sujeto a 
la ley de Dios; pero, por otro, con mis bajos instintos, sirvo a la ley del pecado (Rm 7, 14-25). 

Esta situación lleva a Pablo a gritar: "¡Desgraciado de mi! ¿Quién me librará de este 
cuerpo que me lleva a la muerte? ¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro 
Señor!" (Rm 7,24). 

El pecado trastorna la relación del hombre con Dios, pero es incapaz de destruir la 
relación de Dios con el hombre. Dios mismo ha decidido y creado esa relación. Y sólo Dios 
puede eliminarla y revocarla. La imagen de Dios en el hombre queda desfigurada por el 
pecado, pero no destruida: puede ser recreada. Tras la caída original, podemos considerar 
ya como gracia de Dios este permanente destino y posibilidad del hombre de ser imagen de 
Dios en la tierra. El pecado no vence el amor de Dios. ¿Quién nos separa del amor de Dios, 
que hemos conocido en Cristo Jesús? Nada humano, ninguna criatura, ni siquiera el 
pecado, nos puede apartar del amor de Dios. No obstante el rechazo del hombre, mientras 
el hombre está en vida, Dios mantiene su relación de amor con él. La gracia de esta 
fidelidad de Dios a una imagen, que le contradice, apunta a la vocación salvadora del 
hombre mediante Cristo, que carga con el pecado, se hace pecado, deshecho de los 
hombres, desfigurado el rostro en la cruz, para devolver al hombre pecador el esplendor 
original, como imagen de Dios. 

La carta a los Hebreos presenta a Jesucristo, diciendo: 

Así como los lejos participan de la sangre y de la carne, así también participó Él de las 
mismas para aniquilar mediante la muerte al señor de la muerte, es decir, al diablo, y liberar a 
cuantos por temor a la muerte estaban de por vida sometidos a esclavitud (2,14-15). 

El hombre, muerto por su rebeldía y desobediencia, es salvado por la obediencia 
incondicional de Cristo. Cristo muere por amor al Padre, sin dudar de su amor ni ante la 
muerte, y por amor al hombre, a quien salva de su rebeldía, que le priva de la cercanía de 
Dios. Así ha vencido el pecado, reconciliando a los hombres con Dios. Esta reconciliación 
lleva consigo el perdón de todo pecado. "Habiendo recibido la reconciliación por la fe, 
estamos en paz con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo. Por Él hemos obtenido 
con la fe el acceso a esta gracia en que estamos; y nos gloriamos, apoyados en la 
esperanza de alcanzar la gloria de Dios" (Rm 5,1-2). Reconciliados con Dios, en la sangre 
de Cristo, "no hay ya motivo de condenación para los que están unidos a Cristo Jesús (Rm 
8,1). 

REDENCION/QUE-ES: Cristo nos rescató del dominio del pecado recorriendo el camino 
inverso del hombre. El hombre, siendo criatura, quiso hacerse Dios, celoso de la condición 
divina. "Cristo, a pesar de ser Dios, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Al contrario, 
se despojó de sí mismo y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos; se 
humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte, y muerte de cruz. Por eso Dios le exaltó y 
le concedió el nombre sobre todo nombre, de modo que toda lengua proclame: Cristo Jesús 
es SEÑOR, para gloria de Dios Padre" (Flp 2,5-11). 

En Cristo vuelve el hombre a la vida y a la libertad. La pascua de Cristo de la muerte a la 
resurrección arrastra con Él al hombre de la muerte a la vida, de las tinieblas a la luz, de la 
esclavitud a la libertad, del cansancio al reposo, de la tristeza a la fiesta de la alegría. 

Los hijos oran al Padre: Hágase tu voluntad 

Jesus nos ha dicho: "Quien haga la voluntad de mi Padre, que está en los cielos, ese es 
mi hermano y mi hermana y mi madre" (/Mt/12/50). Quien hace la voluntad del Padre es hijo 
del Padre, hermano de Cristo, está unido a Él con los lazos más estrechos de amor y de 
consanguinidad. Desea vivir como Él vivió. 

¡Hágase tu voluntad! Así oró el Maestro y así oran sus discípulos. En comunión con 
Jesucristo, sus discípulos abandonan totalmente su voluntad a la voluntad de Dios. Los que 
oran en el Espíritu de Jesús repiten incesantemente la petición de que, por encima de todo, 
se cumpla la voluntad de Dios. 

El cristiano halla en el comportamiento filial de Cristo el camino de su propia vida filial: "El 
Padre nos ha predestinado a reproducir la imagen de su Hijo, para que Él fuera el 
primogénito entre mucilos hermanos" (Rm 8,29). Como Cristo, el cristiano está llamado a 
decir: "mi alimento es hacer la voluntad del Padre" o "siempre hago lo que es del agrado de 
mi Padre" (Jn 8,29). Tras las huellas de Cristo el cristiano pasa por este mundo 
"obedeciendo al Padre hasta la muerte y muerte de cruz" (Flp 2,8). Así el cristiano sentirá la 
satisfacción que siente Jesús por haber llevado a cabo la obra que el Padre le había 
encomendado (Jn 19,30). La voluntad de Dios es su voluntad salvífica. Como Padre desea 
que no queden puestos vacíos en el banquete del Reino. 

Al orar ''hágase tu voluntad", ¿qué es lo que piden los cristianos? Ante todo, el don de 
hacer la voluntad del Padre, o mejor; que el Padre cumpla en ellos su voluntad. 
Conscientes, como hijos, de que la voluntad del Padre es lo mejor para ellos y de que, en 
su fragilidad, son incapaces de cumplirla, ruegan al Padre que la realice en ellos. El 
cumplimiento de la voluntad del Padre, expresada en todo el Sermón del Monte, no es fruto 
del esfuerzo humano, sino don del Padre. Sólo El puede hacer que sus hijos la cumplan en 
la tierra como se cumple en el cielo. San Cipriano, comentando esta petición, nos ofrece 
una clara visión de la antropología cristiana: 

El hombre lleva en sí mismo una debilidad radical y está expuesto a una caída continua, por los 
obstáculos que le pone delante el diablo para que no se cumpla en él la voluntad de salvación de Dios. 
Por eso, el hombre necesita apoyarse en Dios mediante la oración. Se trata de un apoyarse confiado, ya 
que la debilidad humana la ha hecho suya el Hijo de Dios. Él la vivió haciendo suya la voluntad de Dios, 
sosteniéndose con la oración: No pedimos que Dios haga su voluntad, sino que la hagamos 
nosotros. Nadie puede oponerse a que Dios haga lo que quiera; pero, dado que el diablo nos 
impide ser fieles a Dios, oramos y pedimos que se cumpla en nosotros la voluntad de Dios. 
Para que ésta se cumpla necesitamos su obra y su protección, ya que nadie es fuerte de por 
sí. Por lo demás, el mismo Señor, para confirmar la enfermedad humana que Él mismo llevaba 
en sí, dijo: "¡Padre, si es posible, que pase de mi este cáliz!" (Mt 26,39), y para dejar un 
ejemplo a sus discípulos, para que cumplieran no su voluntad, sino la de Dios, añadió: "`Pero 
no se haga como yo quiero, sino como quieras tú!" (Mt 26,39). Si Él, el Hijo, obedeció 
haciendo la voluntad del Padre, cuánto más el siervo debe obedecer y hacer la voluntad de su 
amo. También Juan nos exhorta a hacer la voluntad de Dios: "No améis al mundo, ni las cosas 
que son del mundo. Si uno ama al mundo, el amor del Padre no está en él, porque todo cuanto 
pertenece al mundo, la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la ambición 
del mundo, no viene del Padre, sino del mundo. Pero el mundo pasará y también su 
concupiscencia; sólo el que hace la voluntad de Dios vive para siempre (1Jn 2,15-17). 
Pedimos, además, que la voluntad de Dios se cumpla en el cielo y en la tierra. Nosotros 
somos tierra y cielo, carne y espiritu. Entre la carne y el espíritu hay una lucha continua, se 
enfrentan constantemente y, por eso, no hacemos lo que queremos, porque el espíritu busca 
las cosas celestiales y divinas, mientras que la carne desea las terrenas y mundanas. Por eso 
pedimos que, con la ayuda y la intervención de Dios, haya concordia entre los dos, para que, 
cumpliéndose en el espíritu y en la carne la voluntad de Dios, se conserve el alma renacida de 
Dios. El apóstol Pablo lo dice claramente a los gálatas (Gál 5,17-23). Rogamos cada día, es 
más, continuamente, que se cumpla la voluntad de Dios en la tierra como en el cielo. 

ORA/FINALIDAD  La oración no es para lograr que Dios 
haga mi voluntad, sino para, en combate hasta la agonía, con mi voluntad, lograr aceptar la 
suya. Orar es identificarse con su voluntad, haciéndola mia. Orar es comulgar con Dios. No 
es siquiera para pedirle que me ame, sino para que yo cambie mi corazón y acepte el amor 
que Él gratuitamente me ofrece. Cuando el barquero se acerca al muelle, arroja la maroma 
y la ata al poste de amarre. Luego tira de ella hacia sí. Pero no es el muelle el que avanza 
hacia la barca, sino la barca la que se acerca al muelle. En esto consiste la oración. 

Esta petición es ignorada en el Padrenuestro que nos transmite Lucas, que, sin embargo, 
la evoca en los Hechos, cuando los fieles de Cesarea—y Lucas mismo—, al no poder 
persuadir a Pablo de que no subiera a Jerusalén, exclaman: "Hágase la voluntad del Señor" 
(Hch 21,12-14). El tema del cumplimiento de la voluntad de Dios es frecuente en la primitiva 
catequesis cristiana: puesta que "Dios todo lo realiza según la decisión de su voluntad'' (Ef 
1,11), es necesario renovarse interiormente para poder distinguirla (Rm 12,2) y 
comprenderla (Ef 5,17), suplicándole que conceda su "pleno conocimiento" (Col 1,9) para 
mantenerse "perfectos cumplidores de la voluntad de Dios" (Col 4,12), conscientes de que 
la vida cristiana consiste en vivir "según la voluntad de Dios" (1Pe 4,2), es decir, en 
santidad de vida: "Esta es la voluntad de Dios, que seáis santos" (1Ts 4,3). 

Cumplir la voluntad de Dios es lo que hace que Él nos escuche (Jn 9,31) y escapar al 
fugaz tránsito del "mundo y sus concupiscencias'', pues sólo "quien cumple la voluntad de 
Dios permanece para siempre" (1Jn 2,17). Esta vida eterna es la voluntad de Dios para sus 
hijos, que viven en este mundo, como imagen suya. 

Los hijos se parecen a su padre. Los hijos de Dios imitan a su Padre: "Sed, pues 
imitadores de Dios, como hijos queridos, y vivid en el amor, como Cristo os amó y se 
entregó por nosotros" (Ef 5, 1). Esta imitación es don y respuesta: 

Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro 
Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos. 
Porque si amáis a los que os aman y si no saludáis más que a vuestros hermanos. ¿qué 
hacéis de particular? ¿No hacen eso mismo también los gentiles? Vosotros, pues, sed 
perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial (Mt 5,44-48), 



No andéis preocupados por vuestra vida, qué comeréis, ni por vuestro cuerpo, con qué os 
vestiréis. Por todas esas cosas se afanan los gentiles; pues ya sabe vuestro Padre celestial 
que tenéis necesidad de todo eso (Cfr. Mt 6,27-38). 

Igualmente nos dice Pedro: 

Como hijos obedientes, no os amoldéis a las apetencias de antes, del tiempo de vuestra 
ignorancia; más bien, así como el que os ha llamado es santo, así también vosotros sed santos 
en toda vuestra conducta (1Pe 1,14-16). 

Sólo amando a los demás imita el cristiano a Dios, su Padre. En el amor se distinguen los 
hijos de Dios de los paganos. Porque somos hijos de Dios, reengendrados de un germen 
incorruptible, por medio de la Palabra de Dios viva y permanente (1Pe 1,23), podemos 
imitar a Dios (1Pe 1,14-16; 1Jn 3,2-10). Dios, que es amor, es la fuente de nuestro amor, 
principio de nuestra vida de hijos. 

Esta imitación del Padre se realiza también imitando a su Hijo amado, el hermano mayor 
(Rm 8,28-30). Dios Padre quiere que el Unigénito sea Primogénito de muchos hermanos. 
La obediencia es la expresión fundamental de la filiación divina. Nuestra obediencia al 
Padre pasa a través del cumplimiento de los mandatos que nos transmite el Hijo (Jn 14, 
15.21-24). "Así seréis hijos de Dios sin tacha en medio de una generación perversa y 
depravada, ante la cual brilláis como estrellas en el mundo" (Flp 2,15). 

María, Sierva del Señor

M/SIERVA M/VD: María, figura de la Iglesia y del cristiano, lo mismo que el Hijo, se 
abandona obediente a la voluntad del Padre. Sierva del Señor es el único titulo que María 
se atribuye a sí misma. Este titulo significa obediencia al Padre y aceptación de su plan de 
redención a través de la encarnación del Hijo. María, como sierva de Dios, responde al plan 
de Dios personalmente y en nombre del nuevo Israel, la Iglesia de Cristo. Lo que Israel no 
llevó a cabo debido a su incredulidad y desobediencia, lo lleva a cabo María por su fe y 
obediencia al Padre. Lo mismo que el primer Israel comenzó con el acto de fe de Abraham, 
así el nuevo Israel comienza con el acto de fe de María, sierva de Dios. Dios Padre quiso 
que la encarnación del Hijo estuviera precedida de la aceptación de la madre, de manera 
que lo mismo que la primera mujel; en el orden de la creación, contribuyó a la muerte, así 
esta primera mujer, en el orden de la redención, contribuyera a la vida. La misión de esta 
sierva—lo mismo que la del siervo del Señor—será oscura y también dolorosa. El camino 
que el Padre le ha trazado al Hijo, lo ha trazado también para María, su madre. 

En el Antiguo Testamento se reconocen siervas del Señor Ana, madre de Samuel (1S 
1,11) y Ester (Est 4,17) y el salmista se presenta ante Dios como "hijo de tu sierva" (Sal 
86,16; 116,16). Israel mismo es, ante todo, "siervo de Yahveh" (ls 41,8...). Maria canta las 
maravillas que Dios ha hecho con su siervo Israel, poniendo los ojos en la pequeñez de su 
siervo" (Lc 1,48.49). Para ello ha dado su fiat: "hágase en mí según tu palabra". Con esta 
expresión, María expresa el deseo de que suceda en ella lo que el ángel le ha anunciado. 
Ofrece su persona a la acción de Dios, a la realización de su voluntad. 

Maria es realmente la "propiedad particular" (Ex 19,5) del Señor; consagrada 
enteramente a su servicio. María es la primera creyente del nuevo testamento, la primera 
de aquel pueblo de "corazón nuevo y de espíritu nuevo que caminará en la ley del Señor" 
(Ez 36,26-27). Sobre ella, criatura sin pecado y llena de gracia, desciende el Espiritu que 
plasma todo su ser y la hace templo de Dios vivo, después de haber dado su 
consentimiento libremente: "He aquí la sierva del Señor; hágase en mi según tu palabra" 
(Lc 1,38). Con esta palabra, en respuesta al anuncio del ángel, Maria, "se consagró 
enteramente como sierva del Señor a la persona y a la obra de su Hijo'' [LG 56]. 

"Dijo María: He aquí la sierva del Señor: hágase en mi según tu palabra" (Lc 1,38). Con 
esta respuesta—comenta Origenes—es como si Maria hubiera dicho a Dios: "Heme aquí, 
soy una tablilla encerada, que el Escritor escriba lo que quiera, haga de mi lo que quiera el 
Señor de todo". Compara a Maria con una tablilla encerada que es lo que, en su tiempo, se 
usaba para escribir. Hoy diríamos que Maria se ofrece a Dios como una página en blanco 
sobre la que Él puede escribir lo que desee. 

María, plasmada por el Espiritu Santo, es la persona más libre que pueda existir: "Donde 
está el Espiritu del Señor; allí está la libertad" (2Cor 3,17). La libertad se nos da para decir 
un sí gozosa al amor de Dios. Nunca es más libre el hombre que cuando pronuncia su sí en 
los momentos decisivos de su vida, cuando al ser llamado responde con todo su ser: "heme 
aqui"3. Se es plenamente libre cuando se es capaz de responder con el sí del amor al amor 
ofrecido.. La libertad no coincide con la autonomía. La autonomía se expresa 
frecuentemente con el no: la libertad, en cambio, se vive en el sí. Para ello, nuestra libertad 
es redimida, capacitada por el Espiritu Santo (Gál 5,13). Plenamente libre para el amor 
Maria responde: "He aquí la sierva del Señor; hágase en mí según tu palabra":

El Padre de las Misericordias quiso que precediera a la encarnación la aceptación de la 
Madre predestinada para que así como la mujer contribuyó a la muerte, así también 
contribuyera a la vida... Así María, hija de Adán, aceptando la palabra divina fue hecha madre 
de Jesús y abrazando la verdad salvífica de Dios con generoso corazón y sin el impedimento 
de pecado alguno se consagró totalmente a sí misma cual sierva del Señor a la persona y a la 
obra de su Hijo, sirviendo al misterio de la redención con Él y bajo Él, por la gracia de Dios 
omnipotente. Con razón pues los Santos Padres estiman a Maria no como mero instrumento 
pasivo sino como cooperadora a la salvación humana por la libre fe y la obediencia [LG 56]. 

De este modo Maria permanece abierta al misterio y se deja envolver por él. Preparada 
por el anticipo de la pérdida del hijo a los doce años, puede acoger el designio de la muerte 
de su Hijo y "estar en pie junto a Él en el momento de la cruz", aceptando que se cumpla la 
voluntad del Padre. Ella acepta que su Hijo ponga su relación con el Padre por encima de 
los vínculos familiares de la carne. Su fe, sin privarla del dolor, le permite aceptar que la 
espada anunciada por Simeón le atraviese el ccrazón hasta la plena manifestación de la luz 
pascual. En su pequeñez Marta persevera en su fidelidad hasta la cruz de su Hijo. 

María es pues la creyente que consiente a la palabra de Dios en la fe y se deja conducir 
dócilmente por ella, experimentando el misterio que se le va aclarando progresivamente. 
María, guardando la palabra en su corazón permite que ésta como espada de doble filo la 
traspase el corazón. De este modo sus pensamientos van siendo penetrados por el 
esplendor de esa palabra (Lc 2,35), que es luz que ilumina a las gentes (Lc 2,32). Es la 
figura del verdadero discípulo que asiente a la iniciativa de Dios dejándose plasmar por Él. 

Las palabras de Maria en las bodas de Caná—las últimas palabras de María que 
recogen los evangelios—son la profesión de fe de María, la Mujer Sión, como lo hizo toda 
la comunidad del pueblo elegido en el Sinaí acogiendo la alianza con Dios4. Lo que Maria 
pide a todos los servidores respecto a Jesús es que adopten la actitud de la alianza, la 
aceptación plena de su palabra, de la voluntad de Dios. Así ella mueve a los discípulos a 
creer en Él (Jn 2,11)5. 

Los servidores son los que obedecen a Cristo siguiendo la invitación de María. A ellos 
manifiesta Jesús su gloria: "Quien acoge mis mandamientos y los cumple éste me ama. Y 
quien me ama será amado por mi Padre y yo le amaré y me manifestaré a él" (Jn 14,21). 
Este es el verdadero servidor de Jesús a quien el Padre "honrará" (Jn 12,26). Al servicio a 
Cristo obedeciendo a su palabra sigue la manifestación de Cristo. Esta es la experiencia de 
los servidores de Caná; ellos son los que "conocen de dónde procede el vino bueno" (Jn 
2,9), porque son ellos quienes han sacado el agua obedeciendo la palabra de Jesús: "En 
esto sabemos que le conocemos porque observamos sus mandamientos" (1Jn 2,3). Los 
servidores de Caná son el prototipo del servicio y obediencia a Cristo para entrar en la 
Nueva Alianza como amigos de Jesús: "Os doy un mandamiento nuevo que os améis los 
unos a los otros como yo os he amado... Seréis mis amigos si hacéis lo que os mando" (Jn 
13,34; 15,14). 

María con el fiat de la Anunciación recibe en su seno a Cristo aceptando la voluntad del 
Padre de redimir a la humanidad por la encarnación del Verbo. Esta aceptación del plan 
redentor de Dios se le fue aclarando poco a poco a lo largo de su vida, en el itinerario de la 
fe tras las huellas de su Hijo. De este modo tomaba conciencia de su misión maternal 
respecto a nosotros. Y según se desplegaba dentro de la historia el misterio de su Hijo, a 
María se le dilataba su seno maternal hasta llegar al momento de la cruz en que su 
maternidad llegó a su plenitud al abrazar a toda la Iglesia y a todos los hombres. Y ahora 
glorificada en el cielo María es perfectamente consciente de su misión maternal dentro del 
plan de salvación de Dios. Por ello sigue totalmente unida en voluntad e intención con la 
voluntad e intención salvífica del único Salvador de la humanidad, Cristo glorificado. Como 
cumplió la voluntad de Dios en la tierra sigue cumpliéndola en el cielo. 

Así en la tierra como en el cielo 

Esto puede entenderse de muchos modos: Que cumplamos nosotros aquí abajo su 
voluntad como los bienaventurados, ángeles y santos, la cumplen en el cielo o que se llaga 
su voluntad en la Iglesia como se hace en Jesucristo. San Agustin dice: 

La Iglesia es el cielo, los enemigos de la Iglesia son la tierra. Pedimos, pues, que el reino de 
Dios llegue a todos los hombres, de modo que en el mundo se cumpla la voluntad de Dios 
como se cumple en la Iglesia Y también puede entenderse que tu voluntad se cumpla en 
nosotros ahora, para que pueda cumplirse en nosotros después, en el cielo. 

Pedimos el cumplimiento de su voluntad—dice san Cipriano—para que "nosotros 
podamos hacer lo que Dios quiere, porque a nosotros se nos opone el diablo para que no 
estén totalmente sumisas a Dios nuestra mente y vida; por ello pedimos que se cumpla en 
nosotros la voluntad de Dios; para ello necesitamos la ayuda y protección de Dios, porque 
nadie es fuerte por sus propias fuerzas, sino por la bondad y misericordia de Dios; y 
añadimos "así en el cielo como en la tierra", es decir; "en el cuerpo y en el espíritu, pues 
teniendo un cuerpo terreno y un espíritu que viene del cielo, somos a la vez tierra y cielo"; o 
también, que se cumpla su voluntad "en la tierra de los que no creen" como se cumple "en 
el cielo" de los que creemos. Y añade san Cipriano: 

Esta petición también se puede entender en otro sentido. Puesto que el Señor nos 
amonesta que amemos incluso a los enemigos (Mt 5,44) y que oremos también por quienes 
nos persiguen, pedimos que también en ellos, que son terrenales y aún no han comenzado a 
ser celestiales, se cumpla la voluntad de Dios, esa voluntad que Cristo ha cumplido 
plenamente, restaurando al hombre. Cristo llama a sus discípulos sal de la tierra (Mt 5,13) y el 
Apóstol llama carnal al primer hombre y, en cambio, celestial al segundo hombre (1Cor 15,47). 
Con razón nosotros, que debemos asemejarnos a Dios Padre (Mt 5, 45), que hace salir el sol 
sobre buenos y malos y hace llover sobre justos e injustos, amaestrados por Cristo, oramos 
por la salvación de todos. Como la voluntad de Dios se ha cumplido en el cielo, es decir, en 
nosotros, a través de nuestra fe, por la que hemos sido transformados en hombres celestiales, 
que se cumpla así también la voluntad de Dios en la tierra, o sea, en los que no creen, para 
que también ellos, que aún son terrenales por el primer nacimiento, comiencen a ser 
celestiales, mediante el renacimiento del agua y del espíritu (Jn 395) 

Origenes, en su comentario al Padrenuestro, dice que la petición del cumplimiento de la 
voluntad del Padre, "así en la tierra como en el cielo", suplica "la realización de la voluntad 
divina en todos sus detalles por los que estamos en la tierra igual que se cumple en el cielo, 
a fin de asemejarnos a los celestiales y, por llevar, igual que ellos, la imagen celestial, ser 
herederos del Reino de los cielos"; es también válida la interpretación alegórica del cielo 
como referida a Cristo y la tierra referida a la Iglesia, orando quienes ''forman la Iglesia para 
someterse a la voluntad divina, como Cristo se sometió perfectamente a la voluntad del 
Padre", pues Aquel a quien "ha sido dada toda potestad en el cielo y en la tierra" (Mt 28, 
18) toma "a los discípulos como colaboradores ante el Padre en la oración, para que las 
cosas terrenas, a semejanza de las celestiales, ya sujetas al Verbo, se sometan a su 
dominio". Finalmente, "así en la tierra como en el cielo" puede referirse también "a las 
peticiones anteriores", de modo que "en los que estamos en la tierra" sea santificado el 
nombre de Dios y venga su Reino, como sucede "en los que están en el cielo". 

Y san Ambrosio dice a los neófitos: 

Por la sangre de Cristo han sido pacificadas todas las cosas en el cielo y en la tierra (Col 
1,20). El cielo ha sido santificado y el diablo arrojado de él, encontrándose ahora donde están 
los hombres por él engañados. "Hágase tu voluntad" quiere decir que haya paz "así en la tierra 
como en el cielo". 

Teodoro de Mopsuestia lo amplia, diciendo que, al suplicar el cumplimiento de su 
voluntad así en la tierra como en el cielo, pedimos imitar en este mundo la conducta que 
esperamos llevar en el cielo, donde nada hay contra Dios. Esto supone seguir la palabra 
del Apóstol: 

"No os conforméis a este mundo, sino transformaos según la renovación de vuestra mente, 
de modo que sepáis cuál es la voluntad de Dios, el bien, lo que le es aceptable, lo perfecto" 
(Rm 12,2). Que nuestra voluntad no se modele conforme a la vida de este mundo, sino que 
cada día elevemos nuestra voluntad hacia lo que agrada a Dios. Tal es la perfección moral que 
en estas palabras nos enseña nuestro Señor. 

En esta petición suplicamos—dice san Agustfn—que la voluntad de Dios "se haga en la 
tierra de la carne" como "se hace en el cielo del espíritu" (Rm 7,18-25). Y lo comenta: 

El espíritu es el cielo, la carne es la tierra, según lo dicho por el Apóstol: "Con el espíritu 
sirvo a la ley de Dios, con la carne a la ley del pecado" (Rm 7,25). La voluntad de Dios se 
cumple en el cielo, pero no en la tierra. Cuando, en cambio, la carne no se enfrente con el 
espíritu y haya sido vencida la muerte, entonces sí que el espíritu no tendrá que combatir ya 
ningún deseo carnal; cuando haya cesado esta lucha interior y la carne ya no tenga deseos 
contrarios al espíritu ni el espíritu contrarios a la carne; cuando haya cesado esta lucha y toda 
concupiscencia se haya convertido en caridad, entonces la voluntad de Dios se cumplirá en el 
cielo y en la tierra. 

Pedimos también—añade san Agustín—que la voluntad de Dios se haga por los infieles, 
que aún son tierra, como se hace por los fieles, que, revestidos del Adán celestial, son con 
razón, llamados cielo: 

Se nos ha ordenado orar por nuestros enemigos. La Iglesia es el cielo; sus enemigos, la 
tierra. Entonces, pedimos que como nosotros creemos en Ti, que crean también nuestros 
enemigos. Ellos son la tierra, por eso están en contra nuestra; que se conviertan en cielo y 
estén con nosotros, haciéndonos todos amigos. La Iglesia de Dios es el cielo, sus enemigos, 
la tierra. Pedimos entonces un bien para nuestros enemigos: que también ellos crean y se 
hagan cristianos. 
Podemos también, sin faltar a la verdad, interpretar estas palabras de esta manera: así en la 
Iglesia como en nuestro Señor Jesucristo. Como en el esposo, que cumple la voluntad del 
Padre, así en la esposa, con la que se ha desposado. Porque el cielo y la tierra pueden 
significar el Esposo y la Esposa, por cuanto la tierra fructifica, fertilizándola el cielo. 

Al pedir a Dios "hágase tu voluntad" expresamos el deseo de que se realice en la tierra su 
designio de salvación concebido en el cielo. El plan de salvación de Dios se realiza en la 
tierra como en el cielo si el reino de los cielos desciende a la tierra. El reino de los cielos es 
un "estado celestial", incoado por Jesucristo ya en la tierra. Los discípulos de Cristo 
expresan su deseo de que Dios realice plenamente su plan de salvación, según es su 
voluntad. Desde que Cristo entró en el mundo, la voluntad de Dios se está cumpliendo en la 
tierra. Los discípulos, seguidores de Cristo, no desean otra cosa sino que Dios realice en 
su vida su designio como lo ha cumplido en su Hijo amado. 

Con gracia dice santa Teresa: 

Hecha la tierra cielo, será posible hacerse en mí vuestra voluntad. Mas sin esto, y en tierra 
tan ruin como la mía, y tan sin fruto, yo no sé, Señor, cómo sería posible.

La voluntad de Dios se cumplirá en la tierra como en el cielo, cuando los discípulos sean 
tan fieles ejecutores del designio de Dios como lo son los ángeles del cielo. Jesús reúne en 
la tierra en torno así a los que escuchan su invitación al banquete del reino de los cielos. A 
estos les llama y ofrece la conversión: pasar de hacer la propia voluntad a hacer la voluntad 
de Dios: "Entrarán en el reino de Dios quienes cumplen la voluntad de mi Padre que está 
en los cielos" (Mt 7,21; Lc 6,45). La familia de Jesús, llamada a heredar el reino de los 
cielos, se compone de publicanos y pecadores que "cumplen la voluntad de Dios" (Mt 
21,28ss; Lc 12,47), congregándose en torno a Jesús: "El que cumple la voluntad de Dios, 
ese es mi hermano, mi hermana y mi madre" (Mc 3,35). Se trata de la comunidad de los 
tiempos escatológicos, que Dios se va preparando con quienes desean vivir en su voluntad. 

Piden, pues, que se haga la voluntad de Dios en la tierra como en el cielo los que desean 
que se lleve a cabo el plan de salvación de Dios. Sólo Dios puede hacer que el estado 
celestial se convierta también en la situación de esta tierra. El fiel discípulo, consciente de 
sus deficiencias, pide a Dios que en él realice su voluntad. Pedimos al Padre que infunda 
en nosotros su Espíritu y así podremos cumplir su voluntad: "En efecto todos los que son 
guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios" (Rm 8,14). Como dice Orígenes: 

Adheridos a Cristo, podemos llegar a ser un solo espíritu con Él y así cumplir su voluntad: de 
esta forma se hará también en la tierra como en el cielo. 

El orante que ha expresado desde lo más hondo de su alma el deseo de la santificación 
del Nombre de Dios, de la venida de su Reino y del cumplimiento de su voluntad, ¿qué más 
puede pedir? Jesús, que conoce lo que necesitamos, aún pone en nuestros labios cuatro 
peticiones más. Los hijos del reino, mientras aguardan con ansia su venida, caminan 
peregrinos por este mundo, necesitados de la ayuda de Dios, del pan de cada día, del 
perdón diario, de la protección contra las asechanzas del maligno para no caer en la 
tentación. Estas peticiones, que Jesús nos enseña, suenan como el grito de auxilio de 
quien se halla en extrema necesidad.


EMILIANO JIMÉNEZ HERNÁNDEZ
PADRENUESTRO
FE, ORACIÓN Y VIDA
Caparrós Editores. Madrid 1996. Págs. 143-167


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1 Lc 22,42; Jn 4,34; 5,30; 6,38. 
2 Ex 15,25; 17,1-7; Sal 95,9. 
3 Cfr. Ordenación sacerdotal o el sí que se dicen mutuamente dos novios, que se aman, el día de su 
boda.
4 Ya en el fiat de la Anunciación hay una alusión al fiat pronunciado por Israel al aceptar la alianza en el 
Sinaí. Y al final del encuentro con el ángel, éste "partió de ella", como Moisés que "volvió a referir al 
Señor las palabras del pueblo" (Ex 19,8). 
5 Cfr. Juan Pablo II, El fiat de María, cumplimiento del fiat de Israel en el Sinaí, en el Ángelus del 3 de 
julio de 1983.
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