HÁGASE TU VOLUNTAD
ASÍ EN LA TIERRA COMO EN EL CIELO
Cristo nos ha dicho: "No todo el que dice: ¡Señor, Señor! entrará en el reino de los cielos,
sino el que hace la voluntad de mi Padre, que está en los cielos" (Mt 7,21). Por tanto, es
lógico que quien quiera entrar en el Reino de los cielos pida a Dios el cumplimiento de su
voluntad. Por ello, Cristo pone esta tercera petición después de la del Reino de los cielos.
Hay una forma perfecta de elevar a Dios esta súplica. Es la oración de María: "Hágase en
mí según tu palabra". O la oración de Cristo: "No se haga mi voluntad sino la tuya". Cuando
en la oración pedimos que se cumpla la voluntad de Dios, el Espíritu deJesús está soplando
sobre nosotros, pues sólo el Espíritu deJesús nos hace desear la voluntad de Dios más que
la nuestra.
La voluntad del Padre
En la progresiva manifestación de Dios en la historia, con Moisés nos revela su nombre,
con David el reino, y con los profetas su voluntad. Es don de la Sabiduría divina el conocer
(Sab 9,10) y el cumplir (Sal 143,10) la voluntad de Dios. El cristiano, por ello, ruega al
Padre que otorgue a sus hijos "hacer lo que le agrada" (1Jn 3,22), concediéndoles vivir
escuchando y practicando la palabra de su Hijo. Por la oración, podemos "discernir cuál es
la voluntad de Dios" (Rm 12,2; Ef 5,17) y obtener "constancia para cumplirla" (Hb 10,36).
Jesús ha anunciado a sus discípulos: "Esta es la voluntad del que me ha enviado: que no
pierda nada de lo que Él me ha dado, sino que lo resucite el último día. Porque esta es la
voluntad de mi Padre: que todo el que vea al Hijo y crea en Él, tenga vida eterna y que yo
le resucite el último día" (Jn 6, 39-40). "No es voluntad de vuestro Padre que está en los
cielos que uno de estos pequeños se pierda", es decir, no desea el Padre que se pierda
ninguno de los discípulos de Jesús, pobres y menospreciados, pero que el Padre ha
destinado al reino de los cielos (Mt 18,14). Jesús mismo exulta viendo que el beneplácito
del Padre se cumple al revelar los misterios del reino a los pequeños, quedando ocultos
para sabios e inteligentes (Lc 10,21).
El conmovedor Sí, Padre de la oración de exultación de Jesús (Mt 11,25-27) expresa el
fondo de su corazón, su adhesión al querer del Padre, que preludia lo que dirá al Padre en su
agonía. Toda la oración de Jesús está en esta adhesión amorosa de su corazón de hombre al
misterio de la voluntad del Padre (Ef 1,9). [CEC 2603]
La voluntad del Padre es vida. Pues la voluntad de nuestro Padre es "que todos los
hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad" (1Tm 2,3-4). Dios quiere la
salvación de todos por el conocimiento de la verdad. La Iglesia, a quien esta verdad ha sido
confiada, creyendo en el designio universal de salvación, se hace misionera [CEC 851].
Dios "usa de paciencia. no queriendo que algunos perezcan" (2Pe 3, 9; Mt 18,14). El Hijo
ha venido a darnos a conocer esta voluntad del Padre.
Él nos ha dado a conocer el Misterio de su voluntad según el benévolo designio que en Él se
propuso de antemano...: hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza... a Él por quien entramos
en herencia, elegidos de antemano según el previo designio del que realiza todo conforme a la
decisión de su voluntad" (Ef 1,9-11). Pedimos, pues, que se realice este designio de
benevolencia, en la tierra como ya ocurre en el cielo. [CEC 2823]
Pedimos a nuestro Padre que una nuestra voluntad a la de su Hijo para cumplir su voluntad,
su designio de salvación para la vida del mundo. Nosotros somos radicalmente impotentes
para ello, pero unidos a Jesús y con el poder de su Espíritu Santo, podemos poner en sus
manos nuestra voluntad y decidir escoger lo que su Hijo siempre ha escogido: hacer lo que
agrada al Padre. [CEC 2825]
La voluntad de Dios "es que no se pierda nadie" (Mt 18, 14). Decir: Hágase tú voluntad,
no es esperar una desgracia. A Dios le hemos invocado como Padre, ¿por qué su voluntad
para con nosotros va a ser algo malo, que tenemos que aceptar? Puede ocurrir que no nos
dé lo que deseamos, "pues no sabemos pedir lo que nos conviene" (Rm 8,26), "pero, ¿qué
padre da a su hijo una piedra en vez de pan o una serpiente en vez de un pez?". Dios, en
su voluntad salvifica, supera nuestros deseos, corrige nuestros deseos equivocados, pero
nunca es para temer su voluntad. Tenemos una idea de Dios tan mezquina que ante lo
bueno que nos ocurre hablamos de milagro, y ante lo malo hablamos de voluntad de Dios.
Tertuliano comenta:
Pedimos que Dios nos otorgue la riqueza de su voluntad, para que seamos salvos en el
cielo y en la tierra (1Tes 4,5), pues su voluntad es la salvación de todos los que adoptó como
hijos suyos. Esta es la voluntad de Dios, realizada por el Señor predicando, actuando y
sufriendo (Jn 4.34; 5.30; 6,38; Hb 10,9). Suplicando "hágase tu voluntad" deseamos un bien
para nosotros mismos, pues no puede haber mal alguno en la voluntad de Dios, aun cuando
haya que sufrir alguna adversidad.
Y san Juan Crisóstomo explica:
Quienes suplicamos el cumplimiento de su voluntad, pedimos seguir aquel estilo de vida
celeste, de modo que queramos lo que Dios quiere. Notad la ilación de las palabras del Señor.
Nos ha dicho que deseemos los bienes por venir y que apresuremos el paso en nuestro
camino hacia el cielo; pero, mientras el camino no termina, quiere que, viviendo aún en la
tierra, llevemos ya vida de cielo. Es necesario, nos dice, que deseéis el cielo y los bienes del
cielo; sin embargo, antes de llegar al cielo, haced de la tierra un cielo y, aun viviendo en la
tierra, todo lo que hagáis y digáis sea como si ya estuvierais en el cielo. Como esto no puede
ser obra de nuestro esfuerzo, sino de la gracia divina, suplicamos al Padre: hágase tu voluntad
asé en la tierra como en el cielo.
Jesús ha penetrado ya en la casa del fuerte (Mc 3,24ss), el que se opone al designio de
Dios. En la medida en que Satanás va perdiendo terreno se va realizando la voluntad de
Dios. En esta petición el cristiano, que experimenta cómo Satanás le arrastra fuera de la
voluntad de Dios, pide que Satanás sea atado por "el más fuerte" para, liberado de su
dominio, poder hacer la voluntad de Dios. Sólo cuando Satanás haya sido vencido del todo,
se cumplirá la voluntad de Dios en la tierra de manera tan plena como se cumple en el
cielo, donde Satanás no tiene ningún poder.
El Hijo hace la voluntad del Padre
J/VD: La voluntad de Dios es el móvil de toda la vida de Jesús. La voluntad del Padre
llenó toda su vida, como Él mismo nos testimonia: "yo no hago nada por mi cuenta, sino que
hago lo que el Padre me ha encomendado" (Jn 5,30). "Mi alimento es hacer la voluntad del
que me ha enviado y llevar a cabo su obra" (Jn 4,34). "Porque no he bajado para hacer mi
voluntad, sino la del que me ha enviado" (Jn 6,38). La voluntad de Dios, planeada desde
toda la eternidad, en Cristo fue cumplida perfectamente y de una vez por todas. Jesús dijo
al entrar en el mundo: "He aqu' que yo vengo, oh Dios, a hacer tu voluntad" (Hb 10,7; Sal
40,7). Sólo Jesús puede decir: "Yo hago siempre lo que le agrada a Él" (Jn 8,29). En la
oración de su agonía, acoge totalmente esta voluntad: "No se haga mi voluntad, sino la
tuya". "Se entregó a si mismo por nuestros pecados según la voluntad de Dios" (Gál 1,4). "Y
en virtud de esta voluntad somos santificados, merced a la oblación de una vez para
siempre del cuerpo de Jesucristo" (Hb 10, 10).
La encarnación del Hijo es la expresión de su obediencia filial. Porque es Hijo busca
colmar a su Padre de gloria, devolviendo al hombre y a la creación la gloria que el pecado
había frustrado. El Hijo encarnado entra en el mundo para que en la tierra se cumpla la
voluntad de Dios lio mismo que en el cielo. Si Jesús nace pobre en Belén o huye a Egipto,
predica la Buena Nueva del Reino, realiza milagros o muere en la cruz no hace otra cosa
que cumplir la voluntad del Padre a impulso de su amor filial. Todo en Él está movido por su
amor al Padre. La respuesta de Jesús a María y a José—"¿No sabíais que yo debo
ocuparme de las cosas de mi Padre?" (Lc 2,49)—nos revela la obediencia filial que movió
toda su existencia. Todo en Cristo procede de su amor al Padre y todo tiende al Padre.
Jesús ora antes de los momentos decisivos de su misión... La oración deJesús ante estos
acontecimientos de salvación, que el Padre le pide que cumpla, es una entrega, humilde y
confiada, de su voluntad humana a la voluntad amorosa del Padre. [CEC 2600]
TENTACION/VD VD/TENTACION: La fe es la apertura del hombre a Dios que se le
revela; es consentimiento en adoración y amor a sus palabras y a la historia; es respuesta
de vida en fidelidad, prolongando en benevolencia y alabanza la benevolencia y gracia
recibida de Dios. La fe y la vida no se contraponen ni contradicen, sino que la fe transforma
la vida, haciendo que ésta sea vivida en una referencia gozosa a Dios; referencia
fundamental derivada de la comunicación que Dios hace de sí mismo en su revelación al
hombre, suscitando la respuesta de donación del hombre a Dios. Pero el hombre puede
desnaturalizar esta relación con Dios, invirtiéndola en su contrario, cediendo a la tentación
de utilizar a Dios y servirse de Él como un medio más al servicio de sus planes, en lugar de
desbordarse a sí mismo hacia Él y adorarlo como Dios.
Es la tentación de Israel en el desierto y la tentación de todo hombre: es la tentación de
Adán y Eva: "ser como Dios, conocedor del bien y del mal" (Gn 3). Es la tentación de Massá
y Meribá, "donde los israelitas tentaron a Yahveh diciendo: ¿Está Yahveh entre nosotros o
no?" (Ex 17,7). El hombre es hombre por su posibilidad constante de elegir libremente a
Dios. Ahora bien, el hombre (Adán) se escogió a sí mismo como Dios. El hombre escoge su
autonomía, que es lo mismo que su soledad, pensando hallar en ella la vida, al no
depender de otro: pero en ella no encuentra más que la desnudez, el miedo y la muerte.
Engañado por alguien, que es maligno y mentiroso, el hombre, al buscar la independencia,
pierde la libertad, que sólo se vive en la verdad (Jn 8,32-44).
Esta tentación de rebelión contra Dios tiene una doble manifestación: tentar a Dios o
negarle. Ante el desierto, ante la historia concreta del hombre, en su condición de criatura
con sus limites, ante la cruz de la existencia, ante la prueba en la que Dios sitúa al hombre,
éste tienta a Dios, prueba a Dios, intimándolo a poner fin a la prueba, a quitarle la cruz, a
cambiarle la historia2.
Por sus propias fuerzas no puede el hombre salir de su situación de pecado ni rectificar
su vida para encontrar de nuevo a Dios. No basta una decisión de la voluntad. Al menos en
sus mejores momentos—o en sus peores momentos o de mayor desesperación—puede
desear el bien, pero cuando comienza a obrar tropieza con su impotencia y su propia
inconsecuencia. Se encuentra sometido a una especie de hechizo, que le quita la libertad
de acción, sintiéndose cautivo. La división interior que el hombre siente entre la llamada al
amor y la seducción del pecado, entre la obediencia a Dios y la dependencia de la ley del
pecado es debida al poder del diablo, que se ha apoderado del hombre; su libertad está
encadenada. Esa es la angustia que describe san Pablo:
Estoy vendido como esclavo al pecado. Realmente no entiendo mi proceder, pues lo que yo
quiero no lo hago y en cambio lo que detesto eso lo hago... Querer el bien está a mi alcance,
mas no el realizarlo. En lo íntimo, cierto, me complazco en la ley de Dios, pero en mi cuerpo
percibo otra ley contraria que lucha contra la ley de mi razón y que me hace esclavo de la ley
del pecado que está en mi cuerpo. En una palabra, yo, por un lado, con mi razón, estoy sujeto a
la ley de Dios; pero, por otro, con mis bajos instintos, sirvo a la ley del pecado (Rm 7, 14-25).
Esta situación lleva a Pablo a gritar: "¡Desgraciado de mi! ¿Quién me librará de este
cuerpo que me lleva a la muerte? ¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro
Señor!" (Rm 7,24).
El pecado trastorna la relación del hombre con Dios, pero es incapaz de destruir la
relación de Dios con el hombre. Dios mismo ha decidido y creado esa relación. Y sólo Dios
puede eliminarla y revocarla. La imagen de Dios en el hombre queda desfigurada por el
pecado, pero no destruida: puede ser recreada. Tras la caída original, podemos considerar
ya como gracia de Dios este permanente destino y posibilidad del hombre de ser imagen de
Dios en la tierra. El pecado no vence el amor de Dios. ¿Quién nos separa del amor de Dios,
que hemos conocido en Cristo Jesús? Nada humano, ninguna criatura, ni siquiera el
pecado, nos puede apartar del amor de Dios. No obstante el rechazo del hombre, mientras
el hombre está en vida, Dios mantiene su relación de amor con él. La gracia de esta
fidelidad de Dios a una imagen, que le contradice, apunta a la vocación salvadora del
hombre mediante Cristo, que carga con el pecado, se hace pecado, deshecho de los
hombres, desfigurado el rostro en la cruz, para devolver al hombre pecador el esplendor
original, como imagen de Dios.
La carta a los Hebreos presenta a Jesucristo, diciendo:
Así como los lejos participan de la sangre y de la carne, así también participó Él de las
mismas para aniquilar mediante la muerte al señor de la muerte, es decir, al diablo, y liberar a
cuantos por temor a la muerte estaban de por vida sometidos a esclavitud (2,14-15).
El hombre, muerto por su rebeldía y desobediencia, es salvado por la obediencia
incondicional de Cristo. Cristo muere por amor al Padre, sin dudar de su amor ni ante la
muerte, y por amor al hombre, a quien salva de su rebeldía, que le priva de la cercanía de
Dios. Así ha vencido el pecado, reconciliando a los hombres con Dios. Esta reconciliación
lleva consigo el perdón de todo pecado. "Habiendo recibido la reconciliación por la fe,
estamos en paz con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo. Por Él hemos obtenido
con la fe el acceso a esta gracia en que estamos; y nos gloriamos, apoyados en la
esperanza de alcanzar la gloria de Dios" (Rm 5,1-2). Reconciliados con Dios, en la sangre
de Cristo, "no hay ya motivo de condenación para los que están unidos a Cristo Jesús (Rm
8,1).
REDENCION/QUE-ES: Cristo nos rescató del dominio del pecado recorriendo el camino
inverso del hombre. El hombre, siendo criatura, quiso hacerse Dios, celoso de la condición
divina. "Cristo, a pesar de ser Dios, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Al contrario,
se despojó de sí mismo y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos; se
humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte, y muerte de cruz. Por eso Dios le exaltó y
le concedió el nombre sobre todo nombre, de modo que toda lengua proclame: Cristo Jesús
es SEÑOR, para gloria de Dios Padre" (Flp 2,5-11).
En Cristo vuelve el hombre a la vida y a la libertad. La pascua de Cristo de la muerte a la
resurrección arrastra con Él al hombre de la muerte a la vida, de las tinieblas a la luz, de la
esclavitud a la libertad, del cansancio al reposo, de la tristeza a la fiesta de la alegría.
Los hijos oran al Padre: Hágase tu voluntad
Jesus nos ha dicho: "Quien haga la voluntad de mi Padre, que está en los cielos, ese es
mi hermano y mi hermana y mi madre" (/Mt/12/50). Quien hace la voluntad del Padre es hijo
del Padre, hermano de Cristo, está unido a Él con los lazos más estrechos de amor y de
consanguinidad. Desea vivir como Él vivió.
¡Hágase tu voluntad! Así oró el Maestro y así oran sus discípulos. En comunión con
Jesucristo, sus discípulos abandonan totalmente su voluntad a la voluntad de Dios. Los que
oran en el Espíritu de Jesús repiten incesantemente la petición de que, por encima de todo,
se cumpla la voluntad de Dios.
El cristiano halla en el comportamiento filial de Cristo el camino de su propia vida filial: "El
Padre nos ha predestinado a reproducir la imagen de su Hijo, para que Él fuera el
primogénito entre mucilos hermanos" (Rm 8,29). Como Cristo, el cristiano está llamado a
decir: "mi alimento es hacer la voluntad del Padre" o "siempre hago lo que es del agrado de
mi Padre" (Jn 8,29). Tras las huellas de Cristo el cristiano pasa por este mundo
"obedeciendo al Padre hasta la muerte y muerte de cruz" (Flp 2,8). Así el cristiano sentirá la
satisfacción que siente Jesús por haber llevado a cabo la obra que el Padre le había
encomendado (Jn 19,30). La voluntad de Dios es su voluntad salvífica. Como Padre desea
que no queden puestos vacíos en el banquete del Reino.
Al orar ''hágase tu voluntad", ¿qué es lo que piden los cristianos? Ante todo, el don de
hacer la voluntad del Padre, o mejor; que el Padre cumpla en ellos su voluntad.
Conscientes, como hijos, de que la voluntad del Padre es lo mejor para ellos y de que, en
su fragilidad, son incapaces de cumplirla, ruegan al Padre que la realice en ellos. El
cumplimiento de la voluntad del Padre, expresada en todo el Sermón del Monte, no es fruto
del esfuerzo humano, sino don del Padre. Sólo El puede hacer que sus hijos la cumplan en
la tierra como se cumple en el cielo. San Cipriano, comentando esta petición, nos ofrece
una clara visión de la antropología cristiana:
El hombre lleva en sí mismo una debilidad radical y está expuesto a una caída continua, por los
obstáculos que le pone delante el diablo para que no se cumpla en él la voluntad de salvación de Dios.
Por eso, el hombre necesita apoyarse en Dios mediante la oración. Se trata de un apoyarse confiado, ya
que la debilidad humana la ha hecho suya el Hijo de Dios. Él la vivió haciendo suya la voluntad de Dios,
sosteniéndose con la oración: No pedimos que Dios haga su voluntad, sino que la hagamos
nosotros. Nadie puede oponerse a que Dios haga lo que quiera; pero, dado que el diablo nos
impide ser fieles a Dios, oramos y pedimos que se cumpla en nosotros la voluntad de Dios.
Para que ésta se cumpla necesitamos su obra y su protección, ya que nadie es fuerte de por
sí. Por lo demás, el mismo Señor, para confirmar la enfermedad humana que Él mismo llevaba
en sí, dijo: "¡Padre, si es posible, que pase de mi este cáliz!" (Mt 26,39), y para dejar un
ejemplo a sus discípulos, para que cumplieran no su voluntad, sino la de Dios, añadió: "`Pero
no se haga como yo quiero, sino como quieras tú!" (Mt 26,39). Si Él, el Hijo, obedeció
haciendo la voluntad del Padre, cuánto más el siervo debe obedecer y hacer la voluntad de su
amo. También Juan nos exhorta a hacer la voluntad de Dios: "No améis al mundo, ni las cosas
que son del mundo. Si uno ama al mundo, el amor del Padre no está en él, porque todo cuanto
pertenece al mundo, la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la ambición
del mundo, no viene del Padre, sino del mundo. Pero el mundo pasará y también su
concupiscencia; sólo el que hace la voluntad de Dios vive para siempre (1Jn 2,15-17).
Pedimos, además, que la voluntad de Dios se cumpla en el cielo y en la tierra. Nosotros
somos tierra y cielo, carne y espiritu. Entre la carne y el espíritu hay una lucha continua, se
enfrentan constantemente y, por eso, no hacemos lo que queremos, porque el espíritu busca
las cosas celestiales y divinas, mientras que la carne desea las terrenas y mundanas. Por eso
pedimos que, con la ayuda y la intervención de Dios, haya concordia entre los dos, para que,
cumpliéndose en el espíritu y en la carne la voluntad de Dios, se conserve el alma renacida de
Dios. El apóstol Pablo lo dice claramente a los gálatas (Gál 5,17-23). Rogamos cada día, es
más, continuamente, que se cumpla la voluntad de Dios en la tierra como en el cielo.
ORA/FINALIDAD La oración no es para lograr que Dios
haga mi voluntad, sino para, en combate hasta la agonía, con mi voluntad, lograr aceptar la
suya. Orar es identificarse con su voluntad, haciéndola mia. Orar es comulgar con Dios. No
es siquiera para pedirle que me ame, sino para que yo cambie mi corazón y acepte el amor
que Él gratuitamente me ofrece. Cuando el barquero se acerca al muelle, arroja la maroma
y la ata al poste de amarre. Luego tira de ella hacia sí. Pero no es el muelle el que avanza
hacia la barca, sino la barca la que se acerca al muelle. En esto consiste la oración.
Esta petición es ignorada en el Padrenuestro que nos transmite Lucas, que, sin embargo,
la evoca en los Hechos, cuando los fieles de Cesarea—y Lucas mismo—, al no poder
persuadir a Pablo de que no subiera a Jerusalén, exclaman: "Hágase la voluntad del Señor"
(Hch 21,12-14). El tema del cumplimiento de la voluntad de Dios es frecuente en la primitiva
catequesis cristiana: puesta que "Dios todo lo realiza según la decisión de su voluntad'' (Ef
1,11), es necesario renovarse interiormente para poder distinguirla (Rm 12,2) y
comprenderla (Ef 5,17), suplicándole que conceda su "pleno conocimiento" (Col 1,9) para
mantenerse "perfectos cumplidores de la voluntad de Dios" (Col 4,12), conscientes de que
la vida cristiana consiste en vivir "según la voluntad de Dios" (1Pe 4,2), es decir, en
santidad de vida: "Esta es la voluntad de Dios, que seáis santos" (1Ts 4,3).
Cumplir la voluntad de Dios es lo que hace que Él nos escuche (Jn 9,31) y escapar al
fugaz tránsito del "mundo y sus concupiscencias'', pues sólo "quien cumple la voluntad de
Dios permanece para siempre" (1Jn 2,17). Esta vida eterna es la voluntad de Dios para sus
hijos, que viven en este mundo, como imagen suya.
Los hijos se parecen a su padre. Los hijos de Dios imitan a su Padre: "Sed, pues
imitadores de Dios, como hijos queridos, y vivid en el amor, como Cristo os amó y se
entregó por nosotros" (Ef 5, 1). Esta imitación es don y respuesta:
Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro
Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos.
Porque si amáis a los que os aman y si no saludáis más que a vuestros hermanos. ¿qué
hacéis de particular? ¿No hacen eso mismo también los gentiles? Vosotros, pues, sed
perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial (Mt 5,44-48),
y
No andéis preocupados por vuestra vida, qué comeréis, ni por vuestro cuerpo, con qué os
vestiréis. Por todas esas cosas se afanan los gentiles; pues ya sabe vuestro Padre celestial
que tenéis necesidad de todo eso (Cfr. Mt 6,27-38).
Igualmente nos dice Pedro:
Como hijos obedientes, no os amoldéis a las apetencias de antes, del tiempo de vuestra
ignorancia; más bien, así como el que os ha llamado es santo, así también vosotros sed santos
en toda vuestra conducta (1Pe 1,14-16).
Sólo amando a los demás imita el cristiano a Dios, su Padre. En el amor se distinguen los
hijos de Dios de los paganos. Porque somos hijos de Dios, reengendrados de un germen
incorruptible, por medio de la Palabra de Dios viva y permanente (1Pe 1,23), podemos
imitar a Dios (1Pe 1,14-16; 1Jn 3,2-10). Dios, que es amor, es la fuente de nuestro amor,
principio de nuestra vida de hijos.
Esta imitación del Padre se realiza también imitando a su Hijo amado, el hermano mayor
(Rm 8,28-30). Dios Padre quiere que el Unigénito sea Primogénito de muchos hermanos.
La obediencia es la expresión fundamental de la filiación divina. Nuestra obediencia al
Padre pasa a través del cumplimiento de los mandatos que nos transmite el Hijo (Jn 14,
15.21-24). "Así seréis hijos de Dios sin tacha en medio de una generación perversa y
depravada, ante la cual brilláis como estrellas en el mundo" (Flp 2,15).
María, Sierva del Señor
M/SIERVA M/VD: María, figura de la Iglesia y del cristiano, lo mismo que el Hijo, se
abandona obediente a la voluntad del Padre. Sierva del Señor es el único titulo que María
se atribuye a sí misma. Este titulo significa obediencia al Padre y aceptación de su plan de
redención a través de la encarnación del Hijo. María, como sierva de Dios, responde al plan
de Dios personalmente y en nombre del nuevo Israel, la Iglesia de Cristo. Lo que Israel no
llevó a cabo debido a su incredulidad y desobediencia, lo lleva a cabo María por su fe y
obediencia al Padre. Lo mismo que el primer Israel comenzó con el acto de fe de Abraham,
así el nuevo Israel comienza con el acto de fe de María, sierva de Dios. Dios Padre quiso
que la encarnación del Hijo estuviera precedida de la aceptación de la madre, de manera
que lo mismo que la primera mujel; en el orden de la creación, contribuyó a la muerte, así
esta primera mujer, en el orden de la redención, contribuyera a la vida. La misión de esta
sierva—lo mismo que la del siervo del Señor—será oscura y también dolorosa. El camino
que el Padre le ha trazado al Hijo, lo ha trazado también para María, su madre.
En el Antiguo Testamento se reconocen siervas del Señor Ana, madre de Samuel (1S
1,11) y Ester (Est 4,17) y el salmista se presenta ante Dios como "hijo de tu sierva" (Sal
86,16; 116,16). Israel mismo es, ante todo, "siervo de Yahveh" (ls 41,8...). Maria canta las
maravillas que Dios ha hecho con su siervo Israel, poniendo los ojos en la pequeñez de su
siervo" (Lc 1,48.49). Para ello ha dado su fiat: "hágase en mí según tu palabra". Con esta
expresión, María expresa el deseo de que suceda en ella lo que el ángel le ha anunciado.
Ofrece su persona a la acción de Dios, a la realización de su voluntad.
Maria es realmente la "propiedad particular" (Ex 19,5) del Señor; consagrada
enteramente a su servicio. María es la primera creyente del nuevo testamento, la primera
de aquel pueblo de "corazón nuevo y de espíritu nuevo que caminará en la ley del Señor"
(Ez 36,26-27). Sobre ella, criatura sin pecado y llena de gracia, desciende el Espiritu que
plasma todo su ser y la hace templo de Dios vivo, después de haber dado su
consentimiento libremente: "He aquí la sierva del Señor; hágase en mi según tu palabra"
(Lc 1,38). Con esta palabra, en respuesta al anuncio del ángel, Maria, "se consagró
enteramente como sierva del Señor a la persona y a la obra de su Hijo'' [LG 56].
"Dijo María: He aquí la sierva del Señor: hágase en mi según tu palabra" (Lc 1,38). Con
esta respuesta—comenta Origenes—es como si Maria hubiera dicho a Dios: "Heme aquí,
soy una tablilla encerada, que el Escritor escriba lo que quiera, haga de mi lo que quiera el
Señor de todo". Compara a Maria con una tablilla encerada que es lo que, en su tiempo, se
usaba para escribir. Hoy diríamos que Maria se ofrece a Dios como una página en blanco
sobre la que Él puede escribir lo que desee.
María, plasmada por el Espiritu Santo, es la persona más libre que pueda existir: "Donde
está el Espiritu del Señor; allí está la libertad" (2Cor 3,17). La libertad se nos da para decir
un sí gozosa al amor de Dios. Nunca es más libre el hombre que cuando pronuncia su sí en
los momentos decisivos de su vida, cuando al ser llamado responde con todo su ser: "heme
aqui"3. Se es plenamente libre cuando se es capaz de responder con el sí del amor al amor
ofrecido.. La libertad no coincide con la autonomía. La autonomía se expresa
frecuentemente con el no: la libertad, en cambio, se vive en el sí. Para ello, nuestra libertad
es redimida, capacitada por el Espiritu Santo (Gál 5,13). Plenamente libre para el amor
Maria responde: "He aquí la sierva del Señor; hágase en mí según tu palabra":
El Padre de las Misericordias quiso que precediera a la encarnación la aceptación de la
Madre predestinada para que así como la mujer contribuyó a la muerte, así también
contribuyera a la vida... Así María, hija de Adán, aceptando la palabra divina fue hecha madre
de Jesús y abrazando la verdad salvífica de Dios con generoso corazón y sin el impedimento
de pecado alguno se consagró totalmente a sí misma cual sierva del Señor a la persona y a la
obra de su Hijo, sirviendo al misterio de la redención con Él y bajo Él, por la gracia de Dios
omnipotente. Con razón pues los Santos Padres estiman a Maria no como mero instrumento
pasivo sino como cooperadora a la salvación humana por la libre fe y la obediencia [LG 56].
De este modo Maria permanece abierta al misterio y se deja envolver por él. Preparada
por el anticipo de la pérdida del hijo a los doce años, puede acoger el designio de la muerte
de su Hijo y "estar en pie junto a Él en el momento de la cruz", aceptando que se cumpla la
voluntad del Padre. Ella acepta que su Hijo ponga su relación con el Padre por encima de
los vínculos familiares de la carne. Su fe, sin privarla del dolor, le permite aceptar que la
espada anunciada por Simeón le atraviese el ccrazón hasta la plena manifestación de la luz
pascual. En su pequeñez Marta persevera en su fidelidad hasta la cruz de su Hijo.
María es pues la creyente que consiente a la palabra de Dios en la fe y se deja conducir
dócilmente por ella, experimentando el misterio que se le va aclarando progresivamente.
María, guardando la palabra en su corazón permite que ésta como espada de doble filo la
traspase el corazón. De este modo sus pensamientos van siendo penetrados por el
esplendor de esa palabra (Lc 2,35), que es luz que ilumina a las gentes (Lc 2,32). Es la
figura del verdadero discípulo que asiente a la iniciativa de Dios dejándose plasmar por Él.
Las palabras de Maria en las bodas de Caná—las últimas palabras de María que
recogen los evangelios—son la profesión de fe de María, la Mujer Sión, como lo hizo toda
la comunidad del pueblo elegido en el Sinaí acogiendo la alianza con Dios4. Lo que Maria
pide a todos los servidores respecto a Jesús es que adopten la actitud de la alianza, la
aceptación plena de su palabra, de la voluntad de Dios. Así ella mueve a los discípulos a
creer en Él (Jn 2,11)5.
Los servidores son los que obedecen a Cristo siguiendo la invitación de María. A ellos
manifiesta Jesús su gloria: "Quien acoge mis mandamientos y los cumple éste me ama. Y
quien me ama será amado por mi Padre y yo le amaré y me manifestaré a él" (Jn 14,21).
Este es el verdadero servidor de Jesús a quien el Padre "honrará" (Jn 12,26). Al servicio a
Cristo obedeciendo a su palabra sigue la manifestación de Cristo. Esta es la experiencia de
los servidores de Caná; ellos son los que "conocen de dónde procede el vino bueno" (Jn
2,9), porque son ellos quienes han sacado el agua obedeciendo la palabra de Jesús: "En
esto sabemos que le conocemos porque observamos sus mandamientos" (1Jn 2,3). Los
servidores de Caná son el prototipo del servicio y obediencia a Cristo para entrar en la
Nueva Alianza como amigos de Jesús: "Os doy un mandamiento nuevo que os améis los
unos a los otros como yo os he amado... Seréis mis amigos si hacéis lo que os mando" (Jn
13,34; 15,14).
María con el fiat de la Anunciación recibe en su seno a Cristo aceptando la voluntad del
Padre de redimir a la humanidad por la encarnación del Verbo. Esta aceptación del plan
redentor de Dios se le fue aclarando poco a poco a lo largo de su vida, en el itinerario de la
fe tras las huellas de su Hijo. De este modo tomaba conciencia de su misión maternal
respecto a nosotros. Y según se desplegaba dentro de la historia el misterio de su Hijo, a
María se le dilataba su seno maternal hasta llegar al momento de la cruz en que su
maternidad llegó a su plenitud al abrazar a toda la Iglesia y a todos los hombres. Y ahora
glorificada en el cielo María es perfectamente consciente de su misión maternal dentro del
plan de salvación de Dios. Por ello sigue totalmente unida en voluntad e intención con la
voluntad e intención salvífica del único Salvador de la humanidad, Cristo glorificado. Como
cumplió la voluntad de Dios en la tierra sigue cumpliéndola en el cielo.
Así en la tierra como en el cielo
Esto puede entenderse de muchos modos: Que cumplamos nosotros aquí abajo su
voluntad como los bienaventurados, ángeles y santos, la cumplen en el cielo o que se llaga
su voluntad en la Iglesia como se hace en Jesucristo. San Agustin dice:
La Iglesia es el cielo, los enemigos de la Iglesia son la tierra. Pedimos, pues, que el reino de
Dios llegue a todos los hombres, de modo que en el mundo se cumpla la voluntad de Dios
como se cumple en la Iglesia Y también puede entenderse que tu voluntad se cumpla en
nosotros ahora, para que pueda cumplirse en nosotros después, en el cielo.
Pedimos el cumplimiento de su voluntad—dice san Cipriano—para que "nosotros
podamos hacer lo que Dios quiere, porque a nosotros se nos opone el diablo para que no
estén totalmente sumisas a Dios nuestra mente y vida; por ello pedimos que se cumpla en
nosotros la voluntad de Dios; para ello necesitamos la ayuda y protección de Dios, porque
nadie es fuerte por sus propias fuerzas, sino por la bondad y misericordia de Dios; y
añadimos "así en el cielo como en la tierra", es decir; "en el cuerpo y en el espíritu, pues
teniendo un cuerpo terreno y un espíritu que viene del cielo, somos a la vez tierra y cielo"; o
también, que se cumpla su voluntad "en la tierra de los que no creen" como se cumple "en
el cielo" de los que creemos. Y añade san Cipriano:
Esta petición también se puede entender en otro sentido. Puesto que el Señor nos
amonesta que amemos incluso a los enemigos (Mt 5,44) y que oremos también por quienes
nos persiguen, pedimos que también en ellos, que son terrenales y aún no han comenzado a
ser celestiales, se cumpla la voluntad de Dios, esa voluntad que Cristo ha cumplido
plenamente, restaurando al hombre. Cristo llama a sus discípulos sal de la tierra (Mt 5,13) y el
Apóstol llama carnal al primer hombre y, en cambio, celestial al segundo hombre (1Cor 15,47).
Con razón nosotros, que debemos asemejarnos a Dios Padre (Mt 5, 45), que hace salir el sol
sobre buenos y malos y hace llover sobre justos e injustos, amaestrados por Cristo, oramos
por la salvación de todos. Como la voluntad de Dios se ha cumplido en el cielo, es decir, en
nosotros, a través de nuestra fe, por la que hemos sido transformados en hombres celestiales,
que se cumpla así también la voluntad de Dios en la tierra, o sea, en los que no creen, para
que también ellos, que aún son terrenales por el primer nacimiento, comiencen a ser
celestiales, mediante el renacimiento del agua y del espíritu (Jn 395)
Origenes, en su comentario al Padrenuestro, dice que la petición del cumplimiento de la
voluntad del Padre, "así en la tierra como en el cielo", suplica "la realización de la voluntad
divina en todos sus detalles por los que estamos en la tierra igual que se cumple en el cielo,
a fin de asemejarnos a los celestiales y, por llevar, igual que ellos, la imagen celestial, ser
herederos del Reino de los cielos"; es también válida la interpretación alegórica del cielo
como referida a Cristo y la tierra referida a la Iglesia, orando quienes ''forman la Iglesia para
someterse a la voluntad divina, como Cristo se sometió perfectamente a la voluntad del
Padre", pues Aquel a quien "ha sido dada toda potestad en el cielo y en la tierra" (Mt 28,
18) toma "a los discípulos como colaboradores ante el Padre en la oración, para que las
cosas terrenas, a semejanza de las celestiales, ya sujetas al Verbo, se sometan a su
dominio". Finalmente, "así en la tierra como en el cielo" puede referirse también "a las
peticiones anteriores", de modo que "en los que estamos en la tierra" sea santificado el
nombre de Dios y venga su Reino, como sucede "en los que están en el cielo".
Y san Ambrosio dice a los neófitos:
Por la sangre de Cristo han sido pacificadas todas las cosas en el cielo y en la tierra (Col
1,20). El cielo ha sido santificado y el diablo arrojado de él, encontrándose ahora donde están
los hombres por él engañados. "Hágase tu voluntad" quiere decir que haya paz "así en la tierra
como en el cielo".
Teodoro de Mopsuestia lo amplia, diciendo que, al suplicar el cumplimiento de su
voluntad así en la tierra como en el cielo, pedimos imitar en este mundo la conducta que
esperamos llevar en el cielo, donde nada hay contra Dios. Esto supone seguir la palabra
del Apóstol:
"No os conforméis a este mundo, sino transformaos según la renovación de vuestra mente,
de modo que sepáis cuál es la voluntad de Dios, el bien, lo que le es aceptable, lo perfecto"
(Rm 12,2). Que nuestra voluntad no se modele conforme a la vida de este mundo, sino que
cada día elevemos nuestra voluntad hacia lo que agrada a Dios. Tal es la perfección moral que
en estas palabras nos enseña nuestro Señor.
En esta petición suplicamos—dice san Agustfn—que la voluntad de Dios "se haga en la
tierra de la carne" como "se hace en el cielo del espíritu" (Rm 7,18-25). Y lo comenta:
El espíritu es el cielo, la carne es la tierra, según lo dicho por el Apóstol: "Con el espíritu
sirvo a la ley de Dios, con la carne a la ley del pecado" (Rm 7,25). La voluntad de Dios se
cumple en el cielo, pero no en la tierra. Cuando, en cambio, la carne no se enfrente con el
espíritu y haya sido vencida la muerte, entonces sí que el espíritu no tendrá que combatir ya
ningún deseo carnal; cuando haya cesado esta lucha interior y la carne ya no tenga deseos
contrarios al espíritu ni el espíritu contrarios a la carne; cuando haya cesado esta lucha y toda
concupiscencia se haya convertido en caridad, entonces la voluntad de Dios se cumplirá en el
cielo y en la tierra.
Pedimos también—añade san Agustín—que la voluntad de Dios se haga por los infieles,
que aún son tierra, como se hace por los fieles, que, revestidos del Adán celestial, son con
razón, llamados cielo:
Se nos ha ordenado orar por nuestros enemigos. La Iglesia es el cielo; sus enemigos, la
tierra. Entonces, pedimos que como nosotros creemos en Ti, que crean también nuestros
enemigos. Ellos son la tierra, por eso están en contra nuestra; que se conviertan en cielo y
estén con nosotros, haciéndonos todos amigos. La Iglesia de Dios es el cielo, sus enemigos,
la tierra. Pedimos entonces un bien para nuestros enemigos: que también ellos crean y se
hagan cristianos.
Podemos también, sin faltar a la verdad, interpretar estas palabras de esta manera: así en la
Iglesia como en nuestro Señor Jesucristo. Como en el esposo, que cumple la voluntad del
Padre, así en la esposa, con la que se ha desposado. Porque el cielo y la tierra pueden
significar el Esposo y la Esposa, por cuanto la tierra fructifica, fertilizándola el cielo.
Al pedir a Dios "hágase tu voluntad" expresamos el deseo de que se realice en la tierra su
designio de salvación concebido en el cielo. El plan de salvación de Dios se realiza en la
tierra como en el cielo si el reino de los cielos desciende a la tierra. El reino de los cielos es
un "estado celestial", incoado por Jesucristo ya en la tierra. Los discípulos de Cristo
expresan su deseo de que Dios realice plenamente su plan de salvación, según es su
voluntad. Desde que Cristo entró en el mundo, la voluntad de Dios se está cumpliendo en la
tierra. Los discípulos, seguidores de Cristo, no desean otra cosa sino que Dios realice en
su vida su designio como lo ha cumplido en su Hijo amado.
Con gracia dice santa Teresa:
Hecha la tierra cielo, será posible hacerse en mí vuestra voluntad. Mas sin esto, y en tierra
tan ruin como la mía, y tan sin fruto, yo no sé, Señor, cómo sería posible.
La voluntad de Dios se cumplirá en la tierra como en el cielo, cuando los discípulos sean
tan fieles ejecutores del designio de Dios como lo son los ángeles del cielo. Jesús reúne en
la tierra en torno así a los que escuchan su invitación al banquete del reino de los cielos. A
estos les llama y ofrece la conversión: pasar de hacer la propia voluntad a hacer la voluntad
de Dios: "Entrarán en el reino de Dios quienes cumplen la voluntad de mi Padre que está
en los cielos" (Mt 7,21; Lc 6,45). La familia de Jesús, llamada a heredar el reino de los
cielos, se compone de publicanos y pecadores que "cumplen la voluntad de Dios" (Mt
21,28ss; Lc 12,47), congregándose en torno a Jesús: "El que cumple la voluntad de Dios,
ese es mi hermano, mi hermana y mi madre" (Mc 3,35). Se trata de la comunidad de los
tiempos escatológicos, que Dios se va preparando con quienes desean vivir en su voluntad.
Piden, pues, que se haga la voluntad de Dios en la tierra como en el cielo los que desean
que se lleve a cabo el plan de salvación de Dios. Sólo Dios puede hacer que el estado
celestial se convierta también en la situación de esta tierra. El fiel discípulo, consciente de
sus deficiencias, pide a Dios que en él realice su voluntad. Pedimos al Padre que infunda
en nosotros su Espíritu y así podremos cumplir su voluntad: "En efecto todos los que son
guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios" (Rm 8,14). Como dice Orígenes:
Adheridos a Cristo, podemos llegar a ser un solo espíritu con Él y así cumplir su voluntad: de
esta forma se hará también en la tierra como en el cielo.
El orante que ha expresado desde lo más hondo de su alma el deseo de la santificación
del Nombre de Dios, de la venida de su Reino y del cumplimiento de su voluntad, ¿qué más
puede pedir? Jesús, que conoce lo que necesitamos, aún pone en nuestros labios cuatro
peticiones más. Los hijos del reino, mientras aguardan con ansia su venida, caminan
peregrinos por este mundo, necesitados de la ayuda de Dios, del pan de cada día, del
perdón diario, de la protección contra las asechanzas del maligno para no caer en la
tentación. Estas peticiones, que Jesús nos enseña, suenan como el grito de auxilio de
quien se halla en extrema necesidad.
EMILIANO JIMÉNEZ HERNÁNDEZ
PADRENUESTRO
FE, ORACIÓN Y VIDA
Caparrós Editores. Madrid 1996. Págs. 143-167
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1 Lc 22,42; Jn 4,34; 5,30; 6,38.
2 Ex 15,25; 17,1-7; Sal 95,9.
3 Cfr. Ordenación sacerdotal o el sí que se dicen mutuamente dos novios, que se aman, el día de su
boda.
4 Ya en el fiat de la Anunciación hay una alusión al fiat pronunciado por Israel al aceptar la alianza en el
Sinaí. Y al final del encuentro con el ángel, éste "partió de ella", como Moisés que "volvió a referir al
Señor las palabras del pueblo" (Ex 19,8).
5 Cfr. Juan Pablo II, El fiat de María, cumplimiento del fiat de Israel en el Sinaí, en el Ángelus del 3 de
julio de 1983.
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