TRIGÉSIMO SEGUNDO DOMINGO
CICLO A


73. PARÁBOLA DE LAS DIEZ VÍRGENES

Cristo es el esposo que llega.

El juicio particular.

Prepararnos cada día para el juicio: el examen de conciencia.

I. La parábola que leemos en el Evangelio de la Misa se refiere a una escena ya familiar al auditorio que escucha a Jesús, porque de una manera o de otra todos la habían presenciado o habían sido protagonistas del suceso. El Señor no se detiene, por este motivo, en explicaciones secundarias, conocidas por todos. Entre los hebreos, la mujer permanecía aún unos meses en la casa de sus padres después de celebrados los desposorios. Más tarde, el esposo se dirigía a la casa de la mujer, donde tenía lugar una segunda ceremonia, más festiva y solemne; desde allí se dirigían al nuevo hogar. En casa de la esposa, ésta esperaba al esposo acompañada por otras jóvenes no casadas. Cuando llegaba el esposo, las que habían acompañado a la novia, junto con los demás invitados, entraban con ellos y, cerradas las puertas, comenzaba la fiesta.

La parábola, y la liturgia de la Misa de hoy, se centra en el esposo que llega a medianoche, en un momento inesperado, y en la disposición con que encuentra a quienes han de participar con él en el banquete de bodas. El esposo es Cristo, que llega a una hora desconocida; las vírgenes representan a toda la humanidad: unos se encontrarán vigilantes, con buenas obras; otros, descuidados, sin aceite para las lámparas. Lo anterior es la vida; lo posterior —la llegada del esposo y la fiesta de bodas—, la bienaventuranza compartida con Cristo 2. La parábola se centra, pues, en el instante en que llega Dios para cada alma: el momento de la muerte. Después del juicio, unos entran con El en la bienaventuranza eterna y otros quedan tras una puerta para siempre cerrada, que denota una situación definitiva, como Jesús había revelado también en otras ocasiones 3. Ya el Antiguo Testamento señala, a propósito de la muerte: Si un árbol cae al sur o al norte, permanece en el lugar en que ha caído 4. La muerte fija al alma para la eternidad en sus buenas o malas disposiciones.

Las diez vírgenes habían recibido un encargo de confianza: aguardar al esposo, que podía llegar de un momento a otro. Cinco de ellas fijaron todo su interés en lo importante, en la espera, y emplearon los medios necesarios para no fallar: las lámparas encendidas con el aceite necesario. Las otras cinco estuvieron quizá ajetreadas en otras cosas, pero se olvidaron de lo principal que tenían que hacer aquella tarde, o lo dejaron en segundo término. Para nosotros lo primero en la vida, lo verdaderamente importante, es entrar en el banquete de bodas que Dios mismo nos ha preparado. Todo lo demás es relativo y secundario: el éxito, la fama, la pobreza o la riqueza, la salud o la enfermedad... Todo eso será bueno si nos ayuda a mantener la lámpara encendida con una buena provisión de aceite, que son las buenas obras, especialmente la caridad.

No debemos olvidarnos de lo esencial, de lo que hace referencia al Señor, por lo secundario, que tiene menor importancia e incluso, en ocasiones, ninguna. Como solía decir el Venerable Josemaría Escrivá de Balaguer, «hay olvidos que no son falta de memoria, sino falta de amor» 5; significan más bien descuido y tibieza, apegamiento a lo temporal y terreno, y desprecio, quizá no explícitamente formulado, de las cosas de Dios. «Cuando lleguemos a la presencia de Dios, se nos preguntarán dos cosas: si estábamos en la Iglesia y si trabajábamos en la Iglesia. Todo lo demás no tiene valor. Si hemos sido ricos o pobres, si nos hemos ilustrado o no, si hemos sido dichosos o desgraciados, si hemos estado enfermos o sanos, si hemos tenido buen nombre o malo» 6. Examinemos en la presencia del Señor qué es realmente lo principal de nuestra vida en estos momentos. ¿Buscamos al Señor en todo lo que hacemos, o nos buscamos a nosotros mismos? Si Cristo viniera hoy a nuestro encuentro, ¿nos encontraría vigilantes, esperándole con las manos llenas de buenas obras?
 

II. A medianoche se oyó la voz: ¡ Ya está ahí el esposo! ¡Salid a su encuentro!

Inmediatamente después de la muerte tendrá lugar el juicio llamado particular, en el que el alma, con una luz recibida de Dios, verá en un instante y con toda profundidad los méritos y las culpas de su vida en la tierra, sus obras buenas y sus pecados. ¡Qué alegría nos darán entonces las jaculatorias que hemos rezado al encontrar un Sagrario camino del trabajo, las genuflexiones —verdaderos actos de adoración y de amor ante Jesús presente en aquel Altar—, las horas de trabajo ofrecidas a Dios, la sonrisa que tanto nos costó la tarde en que nos hallábamos tan cansados, los esfuerzos por acercar a este amigo al sacramento de la Confesión, las obras de misericordia, la ayuda económica y el tiempo empleado para sacar adelante aquella obra buena, la prontitud con que nos arrepentimos de nuestros pecados y flaquezas, la sinceridad en la Confesión...! ¡Qué dolor por las veces que ofendimos a Dios, las horas de estudio o de trabajo que no merecieron llegar hasta el Señor, las oportunidades perdidas para hablar de Dios en aquella visita a unos amigos, en aquel viaje...! ¡Qué pena por tanta falta de generosidad y de correspondencia a la gracia!, ¡qué pena por tanta omisión!

Será Cristo quien nos juzgue. Él ha sido constituido por Dios como juez de vivos y muertos'. San Pablo recordaba esta verdad de fe a los primeros cristianos de Corinto: Todos debemos comparecer ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba conforme a lo que hizo durante su vida mortal, bueno o malo 8. Siendo fieles cada día en lo pequeño, utilizando las obras más corrientes para amar y servir a Cristo, no nos dará temor presentarnos ante Él; por el contrario, tendremos un inmenso gozo y mucha paz: «Será gran cosa a la hora de la muerte —escribía Santa Teresa de Jesús— ver que vamos a ser juzgadas por quien hemos amado sobre todas las cosas. Seguras podemos ir con el pleito de nuestras deudas. No será ir a tierra extraña, sino propia; pues es a la de quien tanto amamos y nos ama» 9.

Inmediatamente después de la muerte, el alma entrará al banquete de bodas o se encontrará con las puertas cerradas para siempre. Los méritos o la falta de ellos (los pecados, las omisiones, las manchas que han quedado sin purificar...) son para las almas —enseña Santo Tomás de Aquino— lo que la ligereza y el peso para los cuerpos, que les hace ocupar inmediatamente su lugar propio 10.

Meditemos hoy sobre el estado de nuestra alma y el sentido que le estamos dando a los días, al trabajo..., y repitamos, rectificando la intención de lo que no vaya según Dios, la oración que nos propone el Salmo responsorial de la Misa: Mi alma está sedienta de Ti, Señor, Dios mío // Oh Dios, Tú eres mi Dios, por Ti madrugo, // mi alma está sedienta de Ti; mi carne tiene ansia de ti, // como tierra reseca, agostada, sin agua 11. Sé bien, Señor, que nada de lo que hago tiene sentido, si no me acerca a Ti.


III. «Hay olvidos que no son falta de memoria, sino falta de amor». La persona que ama no se olvida de la persona amada. Cuando el Señor es lo primero no nos olvidamos de El. Estamos entonces en actitud vigilante, no adormecidos, como nos pide Jesús al final de la parábola: Vigilad, pues, porque no sabéis el día ni la hora.

Para disponernos a ese encuentro con el Señor y no experimentar sorpresas de última hora, debemos ir adeuiriendo un conocimiento más profundo de nosotros mismos, ahora que es tiempo de merecimiento y de perdón. Porque si entrásemos en cuenta con nosotros mismos —escribe San Pablo a los de Corinto—, ciertamente no seríamos juzgados 12: no se descubriría, con sorpresa, nada que ya antes no hubiésemos conocido y reparado. Para eso necesitamos hacer bien el examen diario de conciencia, que ponga ante nuestros ojos, con la luz divina, los motivos últimos de nuestros pensamientos, obras y palabras, y poder aplicar con prontitud los remedios oportunos. Cada día_ de nuestra vida es como una página en blanco que el Señor nos concede para escribir algo bello que perdure en la eternidad: «a veces recorro velozmente todas las hojas escritas y dejo volar también las páginas blancas, ésas sobre las cuales nada he escrito aún, porque todavía no ha llegado el momento. Y siempre, misteriosamente, se me quedan algunas entre las manos, esas mismas que no sé si llegaré a escribir, porque no sé cuándo me pondrá el Señor por última vez ese libro ante los ojos» 13.

Nosotros no sabemos por cuánto tiempo aún podremos repasar, corregir y rectificar las páginas que ya hemos escrito, y cada noche nuestro examen de conciencia personal —valiente, sincero, delicado, profundo— nos servirá para pedir perdón por lo que en ese día no hemos hecho según el querer divino, y procuraremos encontrar los remedios para el futuro. Lo normal será que este examen diario nos permita preparar con hondura la Confesión. La consideración de las verdades eternas nos ayudará a que el examen sea sincero, sin engañarnos a nosotros mismos, sin ocultar o disimular lo que nos avergüenza o humilla nuestra soberbia y nuestra vanidad.

El examen de conciencia bien hecho en la presencia del Señor «te dará un gran conocimiento de ti mismo, y de tu carácter y de tu vida. Te enseñará a amar a Dios y a concretar en propósitos claros y eficaces el deseo de aprovechar bien tus días... Amigo, coge en tus manos el libro de tu vida y vuelve cada día sus páginas, para que no te sorprenda su lectura el día del juicio particular y no hayas de avergonzarte de su publicación el día del juicio universal» i4. El Señor llama necias a estas vírgenes que no supieron preparar su llegada. No hay una necedad mayor.

Acudamos, al terminar este rato de oración, a Nuestra Señora, Reina y Madre de misericordia, vida y dulzura, esperanza nuestra, para que nos ayude a purificar nuestra vida y a llenarla de frutos. Acudamos también al Angel Custodio, quien «nos acompaña siempre como testigo de mayor excepción. Él será quien, en tu juicio particular, recordará las delicadezas que hayas tenido con Nuestro Señor, a lo higo de tu vida. Más; cuando te sientas perdido por las terribles acusaciones del enemigo, tu Angel presentará aquellas corazonadas íntimas —quizá olvidadas por ti mismo—, aquellas muestras de amor que hayas dedicado a Dios Padre, a Dios Hijo, a Dios Espíritu Santo.

»Por eso, no olvides nunca a tu Custodio, y ese Príncipe del Cielo no te abandonará ahora, ni en el momento decisivo» 15.

1 Mt 25, 1-13. -2 Cfr. F. PRAT, Jesucristo, Jus, México 1946, vol. 11, p. 241. — 3 Cfr. Lc 13, 25; Mt 7, 23. — 4 Eccl 11, 3. — 5 Cit. por F. SUÁREZ, Después, p. 121. — 6 CARD. J. H. NEWMAN, Sermón para el Domingo de Septuagésima: el juicio. -7 Hech 10, 42. — 9 2 Cor 5, 10. — 9 SANTA TERESA, Camino de perfección, 40, 8. — 10 SANTO TOMÁS, Suma Teológica, Supp1., q. 69, a. 1. — " Salmo responsorial. Sal 62, 2. — 12 1 Cor 11, 31. — 13 S. CANALS, Ascética meditada, p. 137. — 14 Ibidem, p. 140. — 15 J. ESCRIVÁ DE BALADUER, Surco, n. 693.

 

TRIGÉSIMO SEGUNDO DOMINGO
CICLO B


74. EL VALOR DE LA LIMOSNA

  • Dar no sólo de lo superfluo, sino incluso de aquello que nos parece necesario.


  • I. La liturgia de este domingo nos presenta la generosidad de dos mujeres que merecieron ser alabadas por Dios. En la Primera lectura 1 leemos cómo Elías pidió de comer a una viuda que encontró a las puertas de Sarepta. Eran días de sequía y de hambre, pero aquella mujer compartió con el Profeta lo que le quedaba, hasta el último puñado de harina, y confió en las palabras de aquel hombre de Dios: La orza de harina no se vaciará, la alcuza de aceite no se agotará, hasta cl día en que el Señor envíe la lluvia sobre la tierra. Y así sucedió. Tuvo luego el honor de ser recordada por Jesús 2.

    El Evangelio de la Misa nos presenta al Señor sentado ante el cepillo de las ofrendas para el Templo 3. Observaba cómo las gentes depositaban allí su limosna y bastantes ricos echaban mucho. Entonces se acercó una viuda pobre y echó dos monedas, que hacen la cuarta parte de un as. Se trataba de dos monedas de escaso valor. Su importancia desde un punto de vista contable era mínima, pero para Jesús fue muy grande. Mientras ella se marchaba, congregó a sus discípulos y, señalándola, dijo: En verdad os digo que esta viuda pobre ha echado más que todos los otros, pues todos han echado algo que les sobraba; ella, en cambio, en su necesidad, ha echado todo lo que tenía, todo su sustento. El'Neñor alaba en esta mujer la generosidad de las limosnas destinadas al culto y toda dádiva que nace de un corazón recto y generoso, que sabe dar incluso aquello de que tiene necesidad. Más que en la cantidad misma, Jesús se fija en las disposiciones interiores que mueven a obrar; no mira tanto «la cantidad que se le ofrece, sino el afecto con que se le ofrece» 4.

    La limosna, no sólo de lo superfluo sino también de lo necesario, es una obra de misericordia gratísima al Señor, que no deja nunca de recompensar. «Jamás será pobre una casa caritativa» 5, solía repetir el santo Cura de Ars. Su práctica habitual resume y manifiesta otras muchas virtudes, y atrae la benevolencia divina. En la Sagrada Escritura es vivamente recomendada: Nunca temas dar limosna se lee en el libro de Tobías— porque de ese modo atesoras una buena reserva para el día de la necesidad. Porque la limosna libra de la muerte e impide caer en las tinieblas. Es un don valioso para cuantos la practican en presencia del Altísimo 6. Si alguno no entendiera esta obligación o se resistiera a cumplirla se expondría a reproducir en su vida la triste figura.de aquel mal rico? que, ocupado sólo en sí mismo y apegado desordenadamente a sus bienes, no acertó a ver que el Señor puso al pobre Lázaro cerca de él para que le socorriera con sus bienes.

    ¡Con qué alegría volvería aquella mujer a su casa, después de haber dado todo lo que tenía! ¡Qué sorpresa la suya cuando, en su encuentro con Dios después de esta vida, pudo ver la mirada complacida de Jesús aquella mañana en que hizo su ofrenda! Cada día esta mirada de Dios se posa sobre nuestra vida.
     

    II. La limosna brota de un corazón misericordioso que quiere llevar un poco de consuelo al que padece necesidad, o contribuir con esos medios económicos al sostenimiento de la Iglesia y de aquellas obras buenas dirigidas al bien de la sociedad. Esta práctica lleva al desprendimiento y prepara el corazón para entender mejor los planes de Dios. Esta disposición del alma «llevó a ser muy generosos con Dios y con nuestros hermanos; a moverse, a buscar recursos, a gastarse para ayudar a quienes pasan necesidad. No puede un cristiano conformarse con un trabajo que le permita ganar lo suficiente para vivir él y los suyos: su grandeza de corazón le impulsará a arrimar el hombro para sostener a los demás, por un motivo de caridad, y por un motivo de justicia» 8.

    Los primeros cristianos manifestaron su amor a los demás viviendo con especial esmero la preocupación por atender las necesidades materiales de sus hermanos. De ahí las innumerables referencias que encontramos en los Hechos de los Apóstoles y en las Epístolas de San Pablo sobre el modo de vivir esta obra de misericordia. Hasta se sugiere la manera concreta de llevarla a cabo: El día primero de la semana, separe cada uno de vosotros lo que le parezca bien...9, escribe San Pablo a los cristianos de Corinto. No sólo daban de lo que les sobraba: en muchos casos —como ocurría en Macedonia— pasaban entonces por duros momentos económicos. El Apóstol no deja de alabarlos, pues en medio de una gran tribulación con que han sido probados, su rebosante gozo y su extrema pobreza se desbordaron en tesoros de generosidad; porque doy testimonio de que según sus posibilidades, y aun por encima de ellas, nos pidieron con mucha insistencia la gracia particular de participar en el servicio de los santos"). Y no sólo contribuyeron con generosidad en la colecta en favor de los cristianos de Jerusalén, sino que se dieron a sí mismos, primeramente al Señor y luego, por voluntad de Dios, a nosotros I1. Quizá se refiere San Pablo a la entrega generosa a la evangelización de sus colaboradores más leales. Comentando este pasaje, Santo Tomás afirma que «así debe ser el orden en el dar: que primero el hombre sea acepto a Dios, porque si no es grato a Dios, tampoco serán recibidos sus dones» 12. La limosna, en cualquiera de sus formas, es expresión de nuestra entrega y de nuestro amor al Señor, que han de ir por delante. Dar y darse no depende de lo mucho o de lo poco que se posea, sino del amor a Dios que se lleva en el alma. «Nuestra humilde entrega —insignificante en sí, como el aceite de la viuda de Sarepta o el óbolo de la pobre viuda— se hace aceptable a los ojos de Dios por su unión a la oblación de Jesús» 13.
     

    III. La limosna atrae la bendición de Dios y produce abundantes frutos: cura las heridas del alma, que son los pecados 14; es «defensa de la esperanza, tutela de la fe, medicina del pecado; está al alcance de quien la quiere efectuar, grande y fácil a la vez, sin peligro de que nos persigan por ella, corona de la paz, verdadero y máximo don de Dios, necesaria para los débiles, gloriosa para los fuertes. Con ella el cristiano alcanza la gracia espiritual, consigue el perdón de Cristo juez y cuenta a Dios entre sus deudores» 15.

    La limosna ha de ser hecha con rectitud de intención, mirando a Dios, como aquella viuda de la que nos habla Jesús en el Evangelio; con generosidad, con bienes que muchas veces nos serían precisos, pero que son más necesarios a otros; evitando ser mezquinos o tacaños «con quien t n generosamente se ha excedido con nosotros, hasta entregarse totalmente, sin tasa. Pensad ¿cuánto os cuesta —también económicamente— ser cristianos?» 16. La limosna debe nacer de un corazón compasivo, lleno de amor a Dios y a los demás. Por eso, por encima del valor material de los bienes que compartimos, está el espíritu de caridad con que realizamos la limosna, que se manifestará en la alegría y generosidad al practicarla. Así, aunque no dispongamos de muchos bienes, haremos realidad las palabras de San Pablo que hoy recoge la Liturgia de las Horas: Con la fuerza de Dios, somos los afligidos siempre alegres, los pobres que enriquecen a muchos, los necesitados que todo lo poseen 17. No demos nunca con mala gana o con tristeza, porque Dios ama al que da con alegría 18.

    Dios premiará con creces nuestra generosidad. Lo que hayamos aportado a los demás en tiempo, dedicación, bienes materiales..., el Señor nos lo devolverá aumentado. Os digo esto: quien siembra escasamente, escasamente cosechará; y quien siembra copiosamente, copiosamente cosechará 19. Así multiplicó Dios los pocos bienes que la viuda de Sarepta puso a disposición de Elías, y los panes y los peces que un muchacho entregó a Jesús 20, y que quizá tenía previsoramente reservados para aquella necesidad... «Esto dice tu Señor (...): Me diste poco, recibirás mucho; me diste bienes terrenos, te los devolveré celestiales; me lo diste temporales, los recibirás eternos...» 21. Con gran verdad afirma Santa Teresa que «aun en esta vida los paga Su Majestad por unas vías que sólo quien goza de ello lo entiende» 22.

    Pidamos a Nuestra Señora que nos conceda un corazón generoso que sepa dar y darse, que no escatime tiempo, ni bienes económicos, ni esfuerzo... a la hora de ayudar a otros y a esas empresas apostólicas en bien de los demás. El Señor nos mirará desde el Cielo con amor compasivo, como miró a la mujer pobre que se acercó aquella mañana al cepillo del Templo.

    1 1 Rey 17, 10-16. — 2 Cfr. Lc 4, 25 ss. 3 Mc 12, 41-44. — d SAN JUAN CRI-
    SóSTOMO, Homilías sobre la Epístola a los Hebreos, 1. — S SANTO CURA DE

    ARS, Sermón sobre la limosna. 6 Tob 4, 8-11. — 7 Cfr. Lc 16, 19 ss. 0 J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Amigos de Dios, 126. — 9 1 Cor 16, 2. — 10 2 Cor 8, 2-4. -- 11 2 Cor 2, 5. -- 12 SANTO TOMÁS, Comentario a la Segunda Carta de San Pablo a los Corintios, 2, 5. — 13 JUAN PABLO II, Homilía en Barcelona, 7-X1-1982. — 14 Cfr. CATECISMO ROMANO, IV, 14, n. 23. — IS SAN CIPRIANO, De las buenas obras y de la limosna, 27. — 16 J. ESCRIVÁ DE BALAGU ER, loc. cit. — 17 LITURGIA DE LAS HORAS, Antífona de Laudes. 2 Cor 6, 10. — 18 2 Cor 9, 7. — 19 2 Cor 9, 6. — 20 Cfr. Jn 6, 9. — 21 SAN AGUSTIN, Sermón 38, 8. — 22 SANTA TERESA, Vida, 4, 2.

     

    TRIGÉSIMO SEGUNDO DOMINGO
    CICLO C


    75. LA DIGNIDAD DEL CUERPO HUMANO

    - La resurrección de los cuerpos, declarada por Jesús.

    - Los cuerpos están destinados a dar gloria a Dios junto con el alma.

    - Nuestra filiación divina, iniciada ya en el alma por la gracia, será consumada por la glorificación del cuerpo.


    I. La liturgia de la Misa de este domingo propone a nuestra consideración una de las verdades de fe recogidas en el Credo, y que hemos repetido muchas veces: la resurrección de los cuerpos y la existencia de una vida eterna para la que hemos sido creados. La Primera lectura nos habla de aquellos siete hermanos que, junto con su madre, prefirieron la muerte antes que traspasar la Ley del Señor. Mientras eran torturados, confesaron con firmeza su fe en una vida más allá de la muerte:
    Vale la pena morir a manos de los hombres cuando se espera que Dios mismo nos resucitará.

    Otros lugares del Antiguo Testamento también expresan esta verdad fundamental revelada por Dios. Era una creencia universalmente admitida entre los judíos en tiempos de Jesús, salvo por el partido de los saduceos, que tampoco creían en la inmortalidad del alma, en la existencia de los ángeles y en la acción de la Providencia divina 2. En el Evangelio de la Misa 3 leemos cómo se acercaron a Jesús con la intención de ponerle en un aprieto. Según la ley del levirato 4, si un hombre moría sin dejar hijos, el hermano estaba obligado a casarse con la viuda para suscitar descendencia. Así —le dicen a Jesús— ocurrió con siete hermanos: Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete han estado casados con ella. Les parecía que las consecuencias de esta ley provocaban una situación ridícula a la hora de poder explicar la resurrección de los cuerpos.

    Jesús deshace esta cuestión, frívola en el fondo, reafirmando la resurrección y enseñando las propiedades de los cuerpos resucitados. La vida eterna no será igual a ésta: allí no tomarán ni mujer ni marido..., pues son iguales a los ángeles e hijos de Dios, siendo hijos de la resurrección. Y, citando la Sagrada Escritura 5, pone de manifiesto el grave error de los saduceos, y argumenta: No es Dios de muertos, sino de vivos; todos viven para Él. Moisés llamó al Señor Dios de Abrahán, Dios de Isaac y Dios de Jacob, que hacía tiempo que habían muerto. Por tanto, aunque estos justos hayan muerto en cuanto al cuerpo, viven con verdadera vida en Dios, pues sus almas son inmortales, y esperan la resurrección de los cuerpos 6. Los saduceos ya no se atrevían a preguntarle más.

    Los cristianos profesamos en el Credo nuestra esperanza en la resurrección del cuerpo y en la vida eterna. Este artículo de la fe «expresa el término y el fin del designio de Dios» sobre el hombre. «Si no existe la resurrección, todo el edificio de la fe se derrumba, como afirma vigorosísimamente San Pablo (cfr. 1 Cor 15). Si el cristiano no está seguro del contenido de las palabras vida eterna, las promesas del Evangelio, el sentido de la Creación y de la Redención desaparecen, e incluso la misma vida terrena queda desposeída de toda esperanza (cfr. Heb 11, 1)»7. Ante la atracción de las cosas de aquí abajo, que pueden aparecer en ocasiones como las únicas que cuentan, hemos de considerar repetidamente que nuestra alma es inmortal, y que se unirá al propio cuerpo al fin de los tiempos; ambos —el hombre entero: alma y cuerpo— están destinados a una eternidad sin término. Todo lo que llevemos a cabo en este mundo hemos de hacerlo con la mirada puesta en esa vida que nos espera, pues «pertenecemos totalmente a Dios, con alma y cuerpo, con la carne y con los huesos, con los sentidos y con las potencias» 8.

    II. La muerte, como enseña la Sagrada Escritura, no la hizo Dios; es pena del pecado de Adán 9. Cristo mostró con su resurrección el poder sobre la muerte: mortem nostram moriendo destruxit et vita resurgendo reparavit, muriendo destruyó nuestra muerte, y resurgiendo reparó nuestra vida, canta la Iglesia en el Prefacio pascual. Con la resurrección de Cristo la muerte ha perdido su aguijón, su maldad, para tornarse redentora en unión con la Muerte de Cristo. Y en El y por El nuestros cuerpos resucitarán al final de los tiempos, para unirse al alma, que, si hemos sido fieles, estará dando gloria a Dios desde el instante mismo de la muerte, si nada tuvo que purificar.

    Resucitar significa volver a levantarse aquello que cayó i0, la vuelta a la vida de lo que murió, levantarse vivo aquello que sucumbió en el polvo. La Iglesia predicó desde el principio la resurrección de Cristo, fundamento de toda nuestra fe, y la resurrección de nuestros propios cuerpos, de la propia carne, de «ésta en que vivimos, subsistimos y nos movemos» 11. El alma volverá a unirse al propio cuerpo para el que fue creada. Y precisa el Magisterio de la Iglesia: los hombres «resucitarán con los propios cuerpos que ahora llevan» 12. Al meditar que nuestros cuerpos darán también gloria a Dios, comprendemos mejor la dignidad de cada hombre y sus características esenciales e inconfundibles, distintas de cualquier otro ser de la Creación. El hombre no sólo posee un alma libre, «bellísima entre las obras de Dios, hecha a imagen y semejanza del Creador, e inmortal porque así lo quiso Dios» 13, que le hace superior a los animales, sino un cuerpo que ha de resucitar y que, si se está en gracia, es templo del Espíritu Santo. San Pablo recordaba frecuentemente esta verdad gozosa a los primeros cristianos: ¿no sabéis que vuestros cuerpos son templos del Espíritu Santo, que habita en vosotros?14.

    Nuestros cuerpos no son una especie de cárcel que el alma abandona cuando sale de este mundo, no «son lastre, que nos vemos obligados a arrastrar, sino las primicias de eternidad encomendadas a nuestro cuidado» 15. El alma y el cuerpo se pertenecen mutuamente de manera natural, y Dios creó él uno para el otro. «Respétalo —nos exhorta San Cirilo de Jerusalén—, ya que tiene la gran suerte de ser templo del Espíritu Santo. No manches tu carne (...), y si te has atrevido a hacerlo, purifícala ahora con la penitencia. Límpiala mientras tienes tiempo» 16.
     

    III. La altísima dignidad del hombre se encuentra ya presente en su creación, y con la Encarnación del Verbo, en la que existe como un desposorio del Verbo con la carne humana 17, llega a su plena manifestación. Cada hombre «ha sido comprendido en el misterio de la redención, con cada uno ha sido unido Cristo, para siempre, por parte de este misterio. Todo hombre viene al mundo concebido en el seno materno, naciendo de madre, y es precisamente por razón del misterio de la Redención por lo que es confiado a la solicitud de la Iglesia. Tal solicitud afecta al hombre entero y está centrada sobre él de manera del todo particular. El objeto de esta premura es el hombre en su única e irrepetible realidad humana, en la que permanece intacta la imagen y semejanza de Dios mismo» 18.

    Enseña Santo Tomás que nuestra filiación divina, iniciada ya por la acción de la gracia en el alma, «será consumada por la glorificación del cuerpo (...), de forma que así como nuestra alma ha sido redimida del pecado, así nuestro cuerpo será redimido de la corrupción de la muerte» 19. Y cita a continuación las palabras de San Pablo a los filipenses: Nosotros somos ciudadanos del Cielo, de donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo, el cual transformará nuestro humilde cuerpo conforme a su Cuerpo glorioso en virtud del poder que tiene para someter a sí todas las cosas 20. El Señor transformará nuestro cuerpo débil y sujeto a la enfermedad, a la muerte y a la corrupción, en un cuerpo glorioso. No podemos despreciarlo, ni tampoco exaltarlo como si fuera la única realidad en el hombre. Hemos de tenerlo sujeto mediante la mortificación porque, a consecuencia del desorden producido por el pecado original, tiende a «hacernos traición» 21.

    Es de nuevo San Pablo el que nos exhorta: Habéis sido comprados a gran precio. Glorificad, por tanto, a Dios en vuestro cuerpo 22. Y comenta el Papa Juan Pablo II: «La pureza como virtud, es decir, capacidad de mantener el propio cuerpo en santidad y respeto (cfr. 1 Tes 4, 4), aliada con el don de piedad, como fruto de la inhabitación del Espíritu Santo en el templo del cuerpo, realiza en él una plenitud tan grande de dignidad en las relaciones interpersonales, que Dios mismo es glorificado en él. La pureza es gloria del cuerpo humano ante Dios. Es la gloria de Dios en el cuerpo humano» 23.

    Nuestra Madre Santa María, que fue asunta al Cielo en cuerpo y alma, nos recordará en toda ocasión que también nuestro cuerpo ha sido hecho para dar gloria a Dios, aquí en la tierra y en el Cielo por toda la eternidad.

    1 2 Mac 7, 1-2; 9-14. — 2 Cfr. J. DIIEILLV, Diccionario bíblico, voz SADUCEOS, p. 921. — 3 Lc 20, 27-38. — 4 Cfr. Dt 25, 5 ss. — 5 Ex 3, 2; 6. 6 Cfr. SA-GRADA BIBLIA, Santos Evangelios, EUNSA, Pamplona 1983, nota a Lc 20, 27-40. — 7 S. C. PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Carta sobre algunas cuestiones referentes a la escatología, 17-V-1979. — 8 J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Amigos de Dios, 177. — 9 Cfr. Rom 5, 12. — 10 Cfr. SAN JUAN DAMASCENO, Sobre la fe ortodoxa, 27. — 11 Cfr. J. IBÁÑEZ-F. MENDOZA, La fe divina y católica de la Iglesia, Magisterio Español, Madrid 1978, nn. 7, 216 y 779. — 12 Ibidem. — 13 SAN CIRILO DE JERUSALÉN, Catequesis, IV, 18. — 14 1 Cor 6, 19. — 15 Cfr. R. A. KNOx, El torrente oculto, Rialp, Madrid 1956, p. 346. — 16 SAN CIRILO DE JERUSALÉN, Catequesis, IV, 25. — 17 TERTULIANO, Sobre la resurrección, 63. — 18 JUAN PABLO II, Enc. Redemptor hominis, 4-111-1979, 13. — 19 SANTO ToMÁS, Comentario a la Carta a los Romanos, 8, 5. — 20 Flp 3, 21. 21 Cfr. J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Camino, n. 196. —22 1 Cor 6, 20. 23 JUAN PABLO II, Audiencia general 18-111-1981.

     

    32ª SEMANA. LUNES


    76. RESPONSABLES EN LA CARIDAD

  • Los niños y quienes por su sencillez y formación son como ellos. El escándalo.


  • I. Pocas expresiones tan fuertes del Señor se encuentran como las que leemos en el Evangelio de la Misa de hoy. Dice Jesús: Es imposible que no vengan escándalos; pero ay de aquel por quien vienen. Más le valdría ajustarle una piedra de molino y arrojarle al mar, que escandalizar a uno de esos pequeños. Y termina con esta advertencia: andaos con cuidado 1. San Mateo 2 sitúa la ocasión en que se pronunciaron estas palabras. Los Apóstoles habían estado hablando entre ellos sobre a quién le correspondería ser el primero en el Reino de los Cielos. Y Jesús, para que les quedara bien grabada la lección, tomó a un niño (quizá le rodeaban varios de ellos) y lo puso en medio de todos, y les hizo ver que si no imitaban a los niños en su sencillez y en su inocencia no podrían entrar en el Reino. Es entonces cuando, teniendo a un niño delante, debió quedar pensativo y serio; contemplaría en aquella figura frágil, pero de inmenso valor, a otros muchos que perderían su inocencia por los escándalos. Parece como si, de pronto, Jesús diera rienda suelta a algo que llevaba en su interior y que deseaba comunicar a sus discípulos. Así se explica mejor esa advertencia dirigida en primer lugar a los que le siguen más de cerca: andaos con cuidado.

    Escandalizar es hacer caer, ser causa de tropiezo, de ruina espiritual para otro, con la palabra, con los hechos, con las omisiones 3. Y los pequeños son para Jesús los niños, en cuya inocencia se refleja de una manera particular la imagen de Dios. Pero también son esa inmensa muchedumbre, sencilla, menos ilustrada y, por lo mismo, con más facilidad de tropezar en la piedra interpuesta en su camino. Pocos pecados tan grandes como éste, pues «tiende a destruir la mayor obra de Dios, que es la Redención, con la pérdida de las almas: da muerte al alma del prójimo quitándole la vida de la gracia, que es más preciosa que la vida del cuerpo, y es causa de una multitud de pecados»4. «¡Qué valor debe tener el hombre a los ojos del Creador, si ha merecido tener tan grande Redentor (Himno Exsultet de la Vigilia Pascual), si Dios ha dado a su Hijo, a fin de que el hombre no muera sino que tenga la vida eterna (Cfr. Jn 3, 16)!»5. No podemos perder jamás de vista el valor inmenso que tiene cada criatura: un valor que se deduce del precio —la muerte de Cristo— pagado por ella. «Cada alma es un tesoro maravilloso; cada hombre es único, insustituible. Cada uno vale toda la Sangre de Cristo» 6.
     

    II. San Pablo, a ejemplo de su Maestro, pide a los cristianos que se guarden de todo posible escándalo para las conciencias débiles y poco formadas: Guardaos de que la libertad sea causa de tropiezo para los débiles 7. Es mucho lo que influimos en los demás, y esta influencia ha de ser siempre para bien de quien nos ve o nos escucha, en cualquier situación en la que nos encontremos.

    El Señor predicó su doctrina, incluso cuando algunos fariseos se escandalizaban 8. Se trataba entonces, como también ocurre hoy con frecuencia, de un falso escándalo, consistente en buscar contradicciones o criterios puramente humanos para no aceptar la verdad: a veces encontramos quien se «escandaliza» porque un matrimonio ha sido generoso en el número de hijos, aceptando con alegría los que Dios les ha dado, y por vivir con finura las exigencias de la vocación cristiana... En no pocas ocasiones la conducta del cristiano que quiere vivir en su integridad la doctrina del Señor chocará con un ambiente pagano o frívolo y «escandalizará» a muchos. San Pedro, recordando unas palabras de Isaías, afirma de El que es para muchos piedra de tropiezo y roca de escándalo 9, como ya el anciano Simeón había profetizado a la Santísima Virgen 10. No nos debe extrañar si con nuestra vida en alguna ocasión sucede algo parecido. Sin embargo, aquellas ocasiones de suyo indiferentes, pero que pueden producir extrañeza y aun verdadero escándalo en otras personas, por su falta de formación o su manera de pensar, debemos evitarlas por caridad. El Señor nos dio ejemplo cuando mandó a Pedro pagar el tributo del Templo, al que Él no estaba obligado, para no desconcertar a los recaudadores 11, pues sabían que Jesús era un israelita ejemplar en todo. No nos faltarán ocasiones de imitar al Maestro. «No dudo de tu rectitud. —Sé que obras en la presencia de Dios. Pero, ¡hay un pero!: tus acciones las presencian o las pueden presenciar hombres que juzguen humanamente... Y es preciso darles buen ejemplo» 12.

    Especialmente grave es el escándalo que proviene de aquellas personas que gozan de algún género de autoridad o renombre: padres, educadores, gobernantes, escritores, artistas... y quienes tienen a su cargo la formación de otros. «Si la gente simple vive en la tibieza —comenta San Juan de Ávila—, mal hecho es; mas su mal tiene remedio, y no dañan sino a sí mesmos; mas si los enseñadores son tibios, entonces se cumple el ¡ay! del Señor para el mundo, por el grande mal que de esta tibieza les viene; y el ¡ay! que amenaza a los tibios enseñadores, que pegan su tibieza a otros y aun les apagan su fervor» 13.

    Las palabras del Señor nos recuerdan que hemos de estar atentos a las consecuencias de nuestras palabras. «¿Sabes el daño que puedes ocasionar al tirar lejos una piedra si tienes los ojos vendados?

    »—Tampoco sabes el perjuicio que puedes producir, a veces grave, al lanzar frases de murmuración, que te parecen levísimas, porque tienes los ojos vendados por la desaprensión o por el acaloramiento» 14. Y siempre hemos de tener cuidado de nuestras acciones para que, por inconsciencia o frivolidad, no hagamos nunca mal a nadie.

    El que es ocasión de escándalo tiene obligación, por caridad, y a veces por justicia, de reparar el daño espiritual y aun material ocasionado. El escándalo público pide reparación pública. Y ante la imposibilidad de una reparación adecuada persiste la obligación, siempre posible, de compensar con oración y penitencia. La caridad, movida por la contrición, encuentra siempre el modo adecuado de reparar el daño.

    Este pasaje del Evangelio nos puede servir para decir al Señor: ¡Perdón, Señor, si de alguna manera, aun sin darme cuenta, he sido ocasión de tropiezo para alguno! Son los pecados ocultos, de los que también podemos pedir perdón en la Confesión; y para que las palabras del Señor, andaos con cuidado, nos ayuden a estar vigilantes y a ser prudentes.
     

    III. De nosotros deberían decir quienes nos han tratado lo que sus contemporáneos afirmaron del Señor: pasó haciendo el bien 15... Nuestra vida ha de estar llena de obras de caridad y de misericordia, a veces tan pequeñas que no causarán mucho ruido: sonreír, alentar, prestar con alegría esos pequeños servicios que lleva consigo la convivencia, disculpar los errores del prójimo para los que casi siempre encontraremos una buena excusa... Es ésta una señal ante el mundo, pues por la caridad nos conocerá como discípulos de Cristo 16. Es también una referencia para nosotros mismos, pues si examinamos nuestra postura ante los demás, podremos averiguar con prontitud nuestro grado de unión con Dios.

    Si lo propio del escándalo es romper y destruir, la caridad compone, une y cura, y ella misma facilita el camino que conduce hasta el Señor. El buen ejemplo será siempre una forma eficaz de contrarrestar el mal que, quizá sin darse cuenta, muchos van sembrando, por la vida. Prepara a la vez el terreno para un apostolado fecundo. «No perdamos nunca de vista que el Señor ha prometido su eficacia a los rostros amables, a los modales afables y cordiales, a la palabra clara y persuasiva que dirige y forma sin herir: beati mites quoniam ipsi possidebunt terram, bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra. No debemos olvidar nunca que somos hombres que tratamos con otros hombres, aun cuando queramos hacer bien a las almas. No somos ángeles. Y, por tanto, nuestro aspecto, nuestra sonrisa, nuestros modales, son elementos que condicionan la eficacia de nuestro apostolado» 17.

    Si el escándalo tiende a separar las almas de Dios, la caridad más fina nos empujará a llevarlas a Él, a procurar que muchos encuentren la puerta del Cielo. Santa Teresa decía que «más aprecia (Dios) un alma que por nuestra industria y oración la ganásemos mediante su misericordia, que todos los servicios que le podamos hacer» 18. No quedemos nunca indiferentes ante el mal. Ante esa enfermedad moral han de aumentar nuestros deseos de reparación y desagravio al Señor, y reafirmar nuestro afán de apostolado. Cuanto mayor sea el mal, mayores han de ser nuestras ansias de sembrar el bien. No dejemos tampoco de pedir al Señor por quienes son causa de que otros se alejen del bien, y por las almas que pueden resultar dañadas por esas palabras, por ese artículo, por aquel programa de la televisión... El Señor oirá nuestra oración y Santa María nos alcanzará especiales gracias. Cuando al final de la vida nos presentemos ante El, esos actos de reparación y de desagravio constituirán una buena parte del tesoro que ganamos aquí en la tierra.

    ' Lc 17, 1-3. 2 Cfr. Mt 18, 1-6. 3 SANTO TOMÁS, Suma Teológica, 2-2. q. 43, a. 1. — 4 Catecismo de San Pio X, n. 418. 5 JUAN PABLO 11, Enc. Redemptor hominis, 4-111-1979, 10. -- 6 J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 80. — 7 1 Cor 8, 9. — 8 Cfr. Mt 15, 12-14. -- 9 Cfr. 1 Pdr 2, 8. — 18 Cfr. Lc 2, 34. — 11 Cfr. Mt 17, 21. — 12 J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Camino, n. 275. — 13 SAN JUAN DE ÁVILA, Sermón 55, para la Infraoctava del Corpus. — 14 J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Camino, n. 455. — 15 Hech 10, 38. — 16 Cfr. Jn 13, 35. — 17 s. CANAt.s, Ascética meditada, p. 76. — 18 SAN-TA TERESA, Fundaciones, 1, 7.

     

    32ª SEMANA. MARTES


    77. SIERVOS INÚTILES

    - Sin la gracia santificante para nada serviríamos.
    - El Señor nunca niega su ayuda.
    - Colaboradores de Dios.


    I. .En el Evangelio de la Misa' nos sitúa hoy el Señor en la realidad de nuestra vida. Si uno de vosotros dice Jesús— tuviera un siervo que anda guardando el ganado o en la labranza, no le dirá cuando llegue a casa: entra enseguida y siéntate a la mesa. Por el contrario, primero el siervo servirá a su señor, y él cenará más tarde. Tampoco el siervo, en las condiciones de aquella época, esperaba agradecimiento por su trabajo: ha hecho lo que debía. De la misma manera —prosigue el Señor—, vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que se os ha mandado, decid: somos unos siervos inútiles; no hemos hecho más que lo que teníamos que hacer.

    Jesús no aprueba la conducta del señor, quizá abusiva y arbitraria, sino que se sirve de una realidad de su tiempo conocida por todos para ilustrar cuál debe ser la actitud de la criatura en relación al Creador. Desde nuestra llegada a este mundo hasta la vida eterna a la que hemos sido destinados, todo procede del Señor como un inmenso regalo. Por tanto, comenta San Ambrosio, «no te creas más de lo que eres porque eres llamado hijo de Dios —debes reconocer, sí, la gracia, pero no debes echar en olvido tu naturaleza—, ni te envanezcas de haber servido con fidelidad, ya que ése era tu deber. El sol realiza su labor, obedece la luna, los ángeles también le sirven» 2. ¿No le vamos a servir igualmente nosotros con la inteligencia y la voluntad, con todo nuestro ser?

    No debemos olvidar que hemos sido elevados, gratuitamente, sin mérito alguno por nuestra parte, a la dignidad de hijos de Dios, pero por nosotros mismos no sólo somos siervos, sino siervos inútiles, incapaces de llevar a cabo lo que nuestro Padre nos ha encargado, si El no nos da su ayuda. La gracia divina es lo único que puede potenciar nuestros talentos humanos para trabajar por Cristo, para ser sus colaboradores, y para hacer obras meritorias. Nuestra capacidad no guarda relación con los frutos sobrenaturales que buscamos. Sin la gracia santificante para nada serviríamos. Somos lo que «el pincel en manos del artista» 3. Las obras grandes que Dios quiere realizar con nuestra vida han de atribuirse al Artista, no al pincel. La gloria del cuadro pertenece al pintor; el pincel, si tuviera vida propia, tendría la dicha inmensa de haber colaborado con un maestro tan grande, pero no tendría sentido que se apropiara el mérito.

    Si somos humildes —«andar en verdad» es ser conscientes de que somos siervos inútiles— nos sentiremos impulsados a pedir la gracia necesaria para cada obra que realicemos. Otra consecuencia práctica que podemos sacar de esta enseñanza que nos da Jesús es la de rechazar siempre cualquier alabanza que nos hagan —al menos en nuestro corazón— y dirigirla al Señor, pues cualquier cosa buena que haya salido de nuestras manos hemos de atribuirla en primer lugar a Dios, que «puede servirse de una vara para hacer brotar el agua de una roca, o de un poco de barro para devolver la vista a los ciegos» 4. Somos el barro que da la vista a los ciegos, la vara que hace brotar una fuente en medio del desierto..., pero es Cristo el verdadero autor de estas maravillas. ¿Qué haría el barro por sí mismo...? Sólo manchar.
     

    II. El Señor pone de relieve en la parábola de la vid y los sarmientos 5 esta necesidad del influjo divino para producir frutos. Puesto que Cristo «es el origen y la fuente de todo apostolado de la Iglesia, es evidente que la fecundidad del apostolado de los laicos depende de la unión vital que tengan con Cristo» 6. El que permanece en Mí y Yo en él, ése da mucho fruto, porque sin Mí no podéis hacer nada', afirmó rotundamente el Señor.

    San Pablo enseñó que Dios es quien obra en nosotros el querer y el obrar según su beneplácito K. Esta acción divina es necesaria para querer y realizar obras buenas; pero ese «querer» y ese «obrar» son del hombre: la gracia no sustituye la tarea de la criatura, sino que la hace posible en el orden sobrenatural. San Agustín compara la necesidad del socorro divino a la de la luz para ver 9. Es el ojo el que ve, pero no podría hacerlo si no hubiese luz: la gracia no suprime la libertad, pues somos nosotros quienes queremos y actuamos. Esta incapacidad humana para realizar, por sí misma, obras meritorias no ,nos debe llevar al desaliento; por el contrario, es una razón más para estar en una continua acción de gracias al Señor, pues El siempre está pendiente de enviarnos el auxilio necesario.

    La liturgia de la Iglesia nos hace pedir constantemente esta ayuda divina, de la que andamos tan radicalmente necesitados. El Señor no la niega nunca, cuando la pedimos con humildad y confianza. San Francisco de Sales ilustra esta maravilla divina con un ejemplo: «Cuando la tierna madre enseña a andar a su hijito, le ayuda y sostiene cuanto es necesario, dejándole dar algunos pasos por los sitios menos peligrosos y más llanos, asiéndole de la mano y sujetándole o tomándole en brazos y llevándole en ellos. De la misma manera Nuestro Señor tiene cuidado continuo de los pasos de sus hijos» 10.

    Esta solicitud divina, lejos de conducirnos a una actitud pasiva, nos llevará a poner empeño en la lucha ascética, en el apostolado, en lo que tenemos entre manos, como si todo dependiera exclusivamente de nosotros. A la vez, recurriremos al Señor como si todo dependiera de El. Así hicieron los santos. Nunca quedaron defraudados.

    III. San Pablo se vale de la imagen de las tareas agrícolas para ilustrar nuestra condición de instrumentos en la labor apostólica. Yo planté, Apolo regó, pero es Dios quien dio el incremento; de tal modo que ni el que planta es nada, ni el que riega, sino el que da el incremento, Dios... Porque nosotros somos colaboradores de Dios 11. ¡Qué maravilla sentirnos cooperadores de Dios en esta gran obra de la redención! El Señor, en cierto modo, necesita de nosotros. Aunque hemos de tener en cuenta que es Dios, mediante su gracia, el único que puede conseguir que la semilla de la fe arraigue y dé fruto en las almas: el instrumento «podrá ir echando las semillas entre lágrimas, podrá cuidar el campo sin rehuir la fatiga: pero que la semilla germine y llegue a dar los frutos deseados depende sólo de Dios y de su auxilio todopoderoso. Hay que insistir en que los hombres no son más que instrumentos, de los que Dios se sirve para la salvación de las almas, y hay que procurar que estos instrumentos se encuentren en buen estado para que Dios pueda utilizarlos» 12. El hombre se capacita para grandes obras cuando es humilde; entonces cuida también su unión con Cristo mediante la oración.

    Para que el pincel sea un instrumento útil en manos del pintor ha de recoger bien los colores y permitir trazar rasgos gruesos o finos, tonos enérgicos y menos fuertes. Ha de subordinar su propia cualidad al uso que de él quiera hacer el artista, que es quien compone el cuadro, marca las sombras y las luces, los tonos vivos con los más tenues, el que da profundidad y armonía al lienzo hasta formar un conjunto coherente, con fuerza. Además, el pincel ha de tener buena empuñadura y estar unido a la mano del maestro: si no hay unión, si no secunda fielmente el impulso que recibe, no hay arte. Esa es la condición de todo buen instrumento. Nosotros, que queremos serlo en manos del Señor, pero que nos damos cuenta de tantas cosas que no van, le decimos a Jesús en la intimidad de nuestra oración: «"Considero mis miserias, que parecen aumentar, a pesar de tus gracias, sin duda por mi falta de correspondencia. Conozco la ausencia en mí de toda preparación, para la empresa que pides. Y, cuando leo en los periódicos que tantos y tantos hombres de prestigio, de talento y de dinero hablan y escriben y organizan para defender tu reinado..., me miro a mí mismo y me encuentro tan nadie, tan ignorante y tan pobre, en una palabra, tan pequeño..., que me llenaría de confusión y de vergüenza si no supiera que Tú me quieres así. ¡Oh, Jesús! Por otra parte, sabes bien cómo he puesto, de buenísima gana, a tus pies, mi ambición... Fe y Amor: Amar, Creer, Sufrir. En esto sí que quiero ser rico y sabio, pero no más sabio ni más rico que lo que Tú, en tu Misericordia sin límites, hayas dispuesto: porque todo mi prestigio y honor he de ponerlo en cumplir fielmente tu justísima y amabilísima Voluntad"» 13.

    Nuestra Madre Santa María, fidelísima colaboradora del Espíritu Santo en la tarea de la redención, nos enseñará a ser eficaces instrumentos del Señor. Nuestro Ángel Custodio enderezará nuestra intención y nos recordará que somos siervos inútiles en manos del Señor.

    1 Lc 17, 7-10. — 2 SAN AMBROSIO, Comentario al Evangelio de San Lucas, in loc. — 3 Cfr. J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Camino, n. 612. — 6 J. PECCI —LEÓN XLII—, Práctica de la humildad, 45. — 5 Cfr. Jn 15, 1 ss. — 6 CONO. VAr. II, Decr. Apostolicam actuositatem, 4. — 7 Jn 15, 5. — S Cfr. Flp 2, 13. — 9 SAN AGUSTÍN, Tratado sobre la naturaleza y la gracia, 26, 29. — 10 SAN FRANCISCO DE SALES, Tratado del amor de Dios, 3, 4. — 11 1 Cor 3, 6-9. — 12 SAN Pío X, Ene. Haerent animo, 4-VIII-1908, 9. — 13 J. EsCRIVÁ DE BALAGUER, Forja, n. 822.

     

    32ª SEMANA. MIÉRCOLES


    78. VIRTUDES DE CONVIVENCIA

     


    I. El Evangelio de la Misa de hoy 1 muestra la decepción de Jesús ante unos leprosos curados, que no volvieron para dar las gracias. Sólo regresó un samaritano de los diez que habían sanado por la misericordia de Jesús. ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios sino sólo este extranjero? Se nota en estas palabras del Señor un acento de desencanto. Lo menos que podían haber hecho aquellos hombres era agradecer un don tan grande. Jesús se conmueve ante el reconocimiento de las personas y se duele del egoísta que sólo sabe recibir. La gratitud es señal de nobleza y constituye un lazo fuerte en la convivencia con los demás, pues son innumerables los beneficios que recibimos y también los que proporcionamos a otros. San Beda señala que fue precisamente la gratitud la que salvó al samaritano 2.

    Jesús no fue indiferente a las muestras de educación y de convivencia normales que se dan entre los hombres y que expresan la calidad y la finura interior de las personas. Ante Simón el fariseo, que no tuvo con El las muestras habituales de hospitalidad, lo manifestó abiertamente. Jesucristo, con su vida y su predicación, reveló el aprecio por la amistad, la afabilidad, la templanza, el amor a la verdad, la comprensión, la lealtad, la laboriosidad, la sencillez... Son numerosos Ios ejemplos y parábolas de la vida corriente en los que se puede observar el gran valor que da a estas virtudes necesarias para la convivencia. Así vemos cómo forma a los Apóstoles no sólo en la virtud de la fe y de la caridad, sino en la sinceridad y nobleza', y en la ponderación del juicio 4. Tan importantes considera estas virtudes humanas, que les llegará a decir: si no entendéis las cosas de la tierra, ¿cómo entenderéis las celestiales? 5. Cristo, perfecto Dios y Hombre perfecto 6, nos da ejemplo de ese cúmulo de cualidades bien entrelazadas, que compete vivir a cualquier hombre, a cualquier mujer, en sus relaciones con Dios, con sus semejantes y consigo mismo. De El se pudo proclamar: bene omnia fecit 7, que todo lo hizo bien; no sólo los milagros en los que manifestó su omnipotencia divina, sino las manifestaciones normales de una vida corriente. Lo mismo se ha de poder afirmar de cada uno de nosotros, que queremos seguirle en medio del mundo.


    II. San Pablo, en una de las lecturas para la Misa 8, nos exhorta también a vivir estas virtudes: Recuérdales —escribe a Tito
    que estén dispuestos a toda forma de trabajo honrado, sin insultar ni buscar riñas; sean condescendientes y amables con todo el mundo.

    Estas virtudes hacen más grata y fácil la vida cotidiana: familia, trabajo, tráfico...; disponen el alma para estar más cerca de Dios y para vivir las virtudes sobrenaturales. El cristiano sabe convertir los múltiples detalles de estos hábitos humanos en otros tantos actos de la virtud de la caridad, al hacerlos también por amor a Dios. La caridad transforma estas virtudes en hábitos firmes, con un horizonte más elevado.

    Entre las virtudes humanas que tienen relación con la convivencia diaria se encuentra la misma gratitud, que es el recuerdo afectuoso de un beneficio recibido con el deseo de pagarlo de alguna manera. En muchas ocasiones sólo podremos decir gracias, o una expresión parecida que comunica ese sentimiento del alma. En la alegría que ponemos en ese gesto está nuestro agradecimiento. Santo Tomás afirma que «el mismo orden natural requiere que quien ha recibido un favor responda con gratitud al que le ha beneficiado» 9. Cuesta muy poco ser agradecidos y es mucho el bien que se hace: se crea un ambiente nuevo, unas relaciones cordiales. En la medida en que aumentamos nuestra capacidad de apreciar los favores y pequeños servicios que recibimos, sentiremos la necesidad de agradecer de alguna manera: que la casa esté en orden y limpia, que uno haya cerrado las ventanas para que no entre el frío o el calor, que encontremos la ropa limpia y planchada... Y si alguna vez una de estas cosas no está como esperamos, sabremos disculpar, porque son muchas las que de hecho funcionan bien. No le daremos importancia y, si está en nuestras manos, procuraremos arreglar el desperfecto, ordenar lo desordenado, cerrar o abrir lo que debía estar cerrado o abierto... También agradeceremos los servicios que pagamos o nos son debidos: al dependiente que nos atiende amablemente, al conductor del autobús que espera esos instantes para que podamos alcanzarlo...

    Entre las virtudes de convivencia se nos pide ampliar constantemente nuestra capacidad de amistad con personas muy diversas. ¡Qué formidable sería que pudiéramos llamar amigos alas personas con las que trabajamos o estudiamos, con las que convivimos, con las que nos relacionamos diariamente! Amigos, y no sólo conocidos, vecinos, colegas o compañeros... Esto significaría que hemos desarrollado, por amor a Dios y por amor a los hombres, una serie de cualidades humanas que fomentan y hacen posible la amistad: el desinterés, la comprensión, el espíritu de colaboración, el optimismo, la lealtad... Amistad también dentro de la propia familia: entre hermanos, con los hijos, con los padres. La amistad, cuando es verdadera, resiste bien las diferencias de edades. Es condición, a veces imprescindible, para el apostolado.

    Cuentan de Alejandro Magno que, estando próximo a morir, sus parientes más cercanos le repetían con insistencia: «Alejandro, ¿dónde tienes tus tesoros?». «¿Mis tesoros?», preguntaba Alejandro. Y respondía: «En el bolsillo de mis amigos». Al final de nuestra vida nuestros amigos deberían poder decir que les dimos a compartir siempre lo mejor que tuvimos.

    El respeto, que es delicadeza, valorar a otro, es imprescindible para convivir. La fe nos enseña además a respetar a las personas que tratamos cada día, porque son imagen de Dios, porque cada una ha sido redimida con la Sangre preciosísima de Nuestro Señor 10. También a aquellos que por alguna razón, casi siempre de escaso relieve, nos parecen menos simpáticos o divertidos. También la convivencia humana exige respetar las cosas, porque son bienes de Dios que ha puesto al servicio del hombre. Respetar la naturaleza tiene su más hondo sentido en que forma parte de la Creación y a través de ella se puede dar gloria a Dios.

    III. Otras virtudes que facilitan o hacen posible la convivencia son la afabilidad, virtud opuesta al gesto destemplado, al mal humor, al desorden..., a vivir sin tener en cuenta a los que nos rodean. A veces se traducirá en una palabra amable, en un pequeño elogio, en un gesto cordial que anima a seguir adelante. «Una palabra buena se dice pronto; sin embargo, a veces se nos hace difícil pronunciarla. Nos detiene el cansancio, nos distraen las preocupaciones, nos frena un sentimiento de frialdad o de indiferencia egoísta. Así sucede que pasamos al lado de personas a las cuales, aun conociéndolas, apenas les miramos el rostro y no nos damos cuenta de lo que frecuentemente están sufriendo por esa sutil, agotadora pena que proviene de sentirse ignoradas. Bastaría una palabra cordial, un gesto afectuoso, e inmediatamente algo se despertaría en ellas: una señal de atención y de cortesía puede ser una ráfaga de aire fresco en lo cerrado de una existencia, oprimida por la tristeza y por el desaliento. El saludo de María llenó de alegría el corazón de su anciana prima Isabel (cfr. Lc 1, 44)» 11. Así hemos de llenar de optimismo a quienes conviven con nosotros.

    Formando parte de la afabilidad se encuentran la benignidad, que nos lleva a tratar y juzgar a los demás y a sus actuaciones de forma benigna; la indulgencia ante los pequeños defectos y errores de los demás, sin sentirnos en la obligación de estar continuamente señalándolos; la educación y urbanidad en palabras y modales; la simpatía, la cordialidad, el elogio oportuno, que está lejos de toda adulación... «El espíritu de dulzura es el verdadero espíritu de Dios (...). Puede hacerse comprender la verdad y amonestar siempre que se haga con dulzura. Hay que sentir indignación contra el mal y estar resuelto a no transigir con él; sin embargo, hay que convivir dulcemente con el prójimo» 12.

    Un hombre que viajaba por interminables carreteras paró su camión junto a un bar concurrido por otros conductores. Mientras esperaba que le sirvieran algo que le refrescara para continuar su camino, un muchacho del bar trabajaba afanoso frente a él, encorvado, al otro lado del mostrador. «¿Mucho trabajo?», le dijo sonriendo el viajero. El muchacho levantó la cabeza y devolvió la sonrisa. Cuando meses más tarde el conductor pasó de nuevo por aquel lugar, el muchacho del mostrador le reconoció, como se reconoce una antigua amistad. Y es que la gente —entre la que nos encontramos— tiene una vieja sed de sonrisas, una gran necesidad de que alguien le contagie un poco de alegría, de aprecio... A nuestra puerta encontramos cada jornada una serie de personas con las que convivimos, trabajamos, que esperan esa breve muestra acogedora.

    En la convivencia diaria la alegría, el optimismo, el aprecio... abren muchas puertas que estaban a punto de cerrarse al diálogo o a la comprensión... No dejemos que se cierren: el Señor espera que hagamos un apostolado eficaz, que comuniquemos a esas personas el don más grande que tenemos: la amistad con El.

    1 Lc 17, 11-19. - 2 Cfr. SAN BeoA, en Catena Aurea, vol. VI, p. 278. 3 Cfr. Mt 5. 37. - 4 Cfr. Jn 9, 1-3. 5 Jn 3, 12. 6 Símbolo Atanasiano. 7 Mc 7, 37. - 0 Primera lectura. Año 11. Tit 3, 1-7. 9 SANTO TOMÁS. Suma Teológica, 2-2, q. 106, a. 3 c. 10 / Pdr 1, 18. 11 JUAN PABLO II, Homilía 11-11-1981 - 12 SAN FRANCISCO DF SALFS, Epistolario, fragm. 110, en Obras selectas de..., p. 744.

     

    32ª SEMANA. JUEVES


    79. COMO
    CIUDAD AMURALLADA

    - La caridad vivida entre los primeros cristianos.
    - Fortaleza que otorga la caridad.
    - Virtudes anejas a la caridad.

    1. Una de las lecturas para la Misa dehoy nos propone la .Epístola a Filemón, la más breve de, las que escribió San Pablo, y una de las más entrañables. Es una Carta familiar enviada a un cristiano de Colosas acerca de un esclavo, Onésimo, huido de la casa de aquél y convertido a la fe en Roma por el celo del Apóstol. Es una muestra más, por otra parte, del espíritu universal del cristianismo primitivo, que acogía en su seno a personas pudientes, como Filemón, o a esclavos, como Onésimo. Así lo resalta San Juan Crisóstomo: «Aquila ejercía su profesión manual; la vendedora de púrpura, al frente de un taller; otro era guardia de una cárcel; otro centurión, como Cornelio; otro enfermo, como Timoteo; otro, Onésimo, era esclavo y fugitivo; y sin embargo nada de eso fue obstáculo para ninguno, y todos brillaron por su santidad: hombres y mujeres, jóvenes y viejos, esclavos y libres, soldados y paisanos»1.

    Es posible que en un principio pensara San Pablo retener a Onésimo en Roma a fin de que le ayudara 2, pero pronto cambió de parecer y decidió devolverlo a Filemón, a quien le escribe para que le acoja como a hermano en la fe. El tono que emplea el Apóstol no es de mandato, aunque podría haberlo hecho dada su autoridad, sino de súplica humilde en nombre de la caridad. La súplica revela el gran corazón de Pablo: yo, este Pablo ya anciano, y ahora prisionero de Cristo Jesús, te suplico en favor de mi hijo Onésimo, a quien engendré entre cadenas, en otro tiempo inútil para ti, pero ahora útil para ti y para mí, a quien te devuelvo como si fuera mi corazón. Yo quisiera retenerlo para que me sirviera en tu lugar, mientras estoy entre cadenas por el Evangelio 3.

    Si en otro tiempo el esclavo fue inútil para su amo, pues se fugó, ahora será útil. El juego de palabras hace referencia al nombre de Onésimo (= útil), como si quisiera decir que, si es verdad que antes no hizo honor a su nombre, ahora sí; más aún, no sólo se vuelve provechoso para el Apóstol, sino también para el propio Filemón, que ha de recibirle por ello como si se tratara del mismo Pablo en persona: si me tienes como hermano en la fe —le dice—, acógelo como si fuera yo mismo 4. «Ved a Pablo escribiendo a favor de Onésimo, un esclavo fugitivo —dice San Juan Crisóstomo—: no se avergüenza de llamarlo hijo suyo, sus propias entrañas, su hermano, su bienamado.

    ¿Qué diría yo? Jesucristo se abajó hasta tomar a nuestros esclavos por hermanos suyos. Si son hermanos de Jesucristo, también lo son nuestros» 5. En aquella época, bien conocida por la poca consideración, a veces ninguna, que se tenía hacia los esclavos, es donde alcanzan toda su fuerza estas palabras, y donde se vivió la caridad de tal manera que se explica que los primeros cristianos asombraran al mundo. Si esto hicieron los primeros cristianos, siguiendo el mandato de Jesús, ¿vamos nosotros a excluir de nuestro trato, de nuestra amistad a alguno por razones sociales, de raza, de educación...?

    Con buen humor y con un gran afecto, le dice el Apóstol a Filemón: Si en algo te perjudicó o te debe algo, cárgalo a mi cuenta. Yo, Pablo, lo he escrito de mi puño y letra. Y añade: yo te lo pagaré, por no decirte que tú mismo te me debes. Le recuerda que si fueran a echar cuentas de verdad, el Apóstol saldría ganando, ya que Filemón debe a Pablo lo más preciado que tiene: su condición de cristiano.

    Nosotros hemos de aprender de aquellos primeros cristianos a vivir la caridad con la hondura con que ellos la llevaron a la práctica, muy especialmente con nuestros hermanos en la fe —éste debe ser nuestro primer apostolado— para que perseveren en ella, y con quienes se encuentran lejos de Cristo, para que a través de nuestro aprecio se acerquen a El y le sigan.

    II. Frater qui adiuvatur a fratre quasi civitas firma6. El hermano ayudado por su hermano es fuerte como una ciudad amurallada, leemos en el Libro de los Proverbios. En aquellos primeros tiempos, donde tantas dificultades externas encontraban quienes abrazaban la fe, la fraternidad era la mejor defensa contra todos los enemigos. Verdaderamente, la caridad bien vivida nos hace fuertes y seguros como una ciudad amurallada, como una plaza fuerte inexpugnable a todos los ataques. Las recomendaciones de vivir con delicadeza extrema el mandato del Señor son muy abundantes: Llevad los unos las cargas de los otros, y así cumpliréis la ley de Cristo 7, exhorta San Pablo a los Gálatas. Nuestra disposición ante los demás cuando los vemos agobiados, con una sobrecarga de trabajo, de dificultades, ha de ser siempre la de ayudar a sobrellevar esos fardos, muchas veces tan pesados. «Carga sobre ti —aconsejaba San Ignacio de Antioquía a su discípulo San Policarpo—, como perfecto atleta de Cristo, las enfermedades de todos» 8.

    Es ésta una responsabilidad de todos los cristianos. Cada uno ha de estar atento siempre ante el bien de los demás, y muy especialmente de aquellos que, por diferentes razones, el Señor nos ha encomendado. «Estos son tus siervos, mis hermanos —escribe San Agustín—, que tú quisiste que fuesen hijos tuyos, señores míos, y a quienes me mandaste que sirviese si quería vivir contigo de ti» 9. La preocupación por ayudar a los demás nos sacará de nosotros mismos y ensanchará nuestro corazón. Ni la falta de tiempo, ni el exceso de ocupaciones, ni el temor a complicarnos la vida, podrán justificar las omisiones en esta virtud. Consistirá frecuentemente en preocuparnos por su salud, por su descanso, por su alegría, y sobre todo por su fe. Los enfermos merecen una atención particular: compañía, interés verdadero por su curación, facilitarles el que ofrezcan al Señor su dolor y santifiquen la enfermedad, ayudarles a rezar según sus posibilidades...

    La caridad bien vivida nos otorga una gran fortaleza ante obstáculos a veces semejantes a los que encontraron los primeros cristianos. Hemos de llegar hasta Dios bien unidos en la fe, guardándonos unos a otros, sin dejar que nadie sienta la dureza de la soledad en momentos más difíciles, por los que todos podemos pasar, «pues si una ciudad se defiende, y se ciñe de fuertes muros, y se protege por todas partes con una atenta vigilancia, pero un solo agujero queda sin defender por negligencia, por allí sin duda entrará el enemigo» 10. No le dejemos entrar.

    Con la ayuda de los demás seremos ciudad amurallada, plaza fuerte 11, y llegaremos a donde solos no podemos, resistiremos más y mejor las dificultades que se presentan en el camino hacia Dios, pues —como dice la Escritura— la cuerda de tres hilos es difícil de romper 12. La caridad es nuestra fortaleza. «"Frater qui adjuvatur a fratre quasi civitas firma" —El hermano ayudado por su hermano es tan fuerte como una ciudad amurallada.

    »—Piensa un rato y decídete a vivir la fraternidad que siempre te recomiendo» 13.


    III. San Pablo no llegó a pedir directamente a Filemón la libertad de Onésimo, pero le insinúa con gran finura que se la conceda, sin quitarle mérito a su libre decisión. Le hace notar la generosidad que tuvo con él, para que tenga el mismo corazón para su esclavo, ahora su hermano en la fe. Termina diciéndole: Sé que harás aún más de lo que te digo. «Es la repetición del mismo testimonio que le había expresado al principio de su carta —comenta San Juan Crisóstomo—: Sabiendo que harás aún más de lo que te digo. Imposible imaginar nada más persuasivo; ninguna otra razón más convincente que esta tierna estima de la generosidad que Pablo le manifiesta, de modo que Filemón no podría resistir más a esta demanda» 14. Es la delicadeza del que sabe pedir apoyado en una entrañable amistad que tiene como último fundamento la fe en Cristo.

    La caridad lleva consigo una serie de virtudes anejas que son a la vez su apoyo y su defensa. Estas virtudes, a través de las cuales se manifiesta la misma caridad, son la lealtad, la gratitud, el respeto mutuo, la amistad, la deferencia, la afabilidad, la delicadeza en el trato... Vivir bien el Mandamiento del Señor nos exigirá muchas veces dominar nuestro estado de ánimo, fomentar la cordialidad, el buen humor, la serenidad, el optimismo. Por el contrario, los tonos desabridos e intemperantes, las faltas de educación, las impaciencias, el fijarse excesivamente en las deficiencias de los demás, los juicios negativos sobre otros, el descuido en el lenguaje... suelen revelar ausencia de finura interior, de vida sobrenatural, de unión con Dios.

    San Juan nos ha dejado este resumen de lo que debe ser nuestra vida: En esto hemos conocido el amor, en que .El dio su vida por nosotros, y nosotros debemos dar la nuestra por nuestros hermanos 15. Este entregar la vida por los demás ha de ser día a día, en medio del trabajo, en el hogar, con los amigos, con las personas con las que nos relacionamos. Así cumplimos el Mandamiento del Señor: que os améis unos a otros; como Yo os he amado, así también amaos mutuamente. En esto conocerán todos que sois mis discípulos: Si tenéis caridad unos para con otros 16. Mediante este mandamiento, «Jesús ha diferenciado a los cristianos de todos los siglos de los demás hombres que todavía no han entrado en su Iglesia. Si nosotros, los cristianos, no manifestamos esta característica, terminaremos por confundir al mundo, perdiendo el honor de ser tenidos por hijos de Dios.

    »En tal caso —como necios— no aprovechamos el arma tal vez más fuerte para dar testimonio de Dios en nuestro ambiente, congelado por el ateísmo paganizante, indiferente y supersticioso.

    »Que el mundo pueda contemplar atónito un espectáculo de concordia fraterna y diga de nosotros —como de los que gloriosamente nos precedieron—: ¡Mirad cómo se aman!» 17.

    1 SAN JUAN CRISósTGMO, Homilías sobre San Mateo. 43. 2 Cfr. Fil, 13-14. -- s Fil 9-13. -- 4 Cfr. SAGRADA BIBLIA, Epístolas de la cautividad, EUNSA, Pamplona 1986, vol. VIII, nota a Fil 6. — 5 SAN JUAN CRISóSTOMO, Homilías sobre la Epístola a Filemón, 2, 15-16. 6 Prov 18, 19. 7 Gal 6, 2. — 8 SAN IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Epístola a San Policarpo, 1, 3. — 9 SAN AGUSTÍN, Confesiones, 10, 4, 6. — IB SAN GREGORIO MAGNO. Moralia, 19, 21, 33. — 11 Cfr. LITURGIA DE LA HORAS, Domingo IV de Cuaresma. Preces de las 11 Vísperas. — 12 Eclo 4, 12. — 13 J. EscRIVÁ DE BALAGUER, Camino, n. 460. — 14 SAN JUAN CRISÓSTOMO, Homilías sobre la Epístola a Filemón, 21. 15 1 Jn 3. 16. — 16 Jn 13, 34-35. — 17 CH. LUBICH, Meditaciones, p. 46.

     

    32ª SEMANA. VIERNES


    80. EL SENTIDO CRISTIANO DE LA MUERTE

  • No podemos vivir de espaldas a ese momento supremo. Nos preparamos día a día.


  • I. El Evangelio de la Misa' nos habla de la segunda venida de Cristo a la tierra, que será inesperada. Pues como el relámpago fulgurante brilla de un extremo al otro del cielo, así será en su momento el día del Hijo del hombre. En este discurso del Señor se interponen diversos planos de sucesos, y en todos ellos se hace hincapié en la repentina llegada de Jesús glorioso al fin de los tiempos.

    Los discípulos, llevados por una curiosidad natural, preguntan dónde y cuándo tendrán lugar los acontecimientos que acaban de oír. El Señor les responde con un proverbio conocido ya seguramente por ellos: Donde quiera que esté el cuerpo, allí se reunirán las águilas. Quiere poner de manifiesto Jesús que, con la misma rapidez con que las aves de rapiña se dirigen a su presa, así será el encuentro del Hijo de Dios con el mundo al fin de los tiempos y con cada hombre al fin de sus días. Porque vosotros sabéis muy bien —escribe San Pablo a los primeros cristianos de Tesalónicaque como el ladrón en la noche, así vendrá el día del Señor 2. Es una llamada, una vez más, a la vigilancia, a no vivir de espaldas a esa jornada definitiva —el día del Señor— en la que por fin veremos cara a cara a Dios. San Agustín, comentando este Evangelio, enseña que la razón por la que estas cosas permanecen ocultas es para que estemos siempre preparados 3.

    En algunos ambientes no es fácil hoy hablar de la muerte; sólo el hecho de mencionarla parece un asunto desagradable, de mal gusto. Sin embargo, es el acontecimiento que ilumina la vida, y la Iglesia nos invita a meditarlo; precisamente para que no nos encuentre desprevenidos ese momento supremo. El modo pagano de pensar y de vivir de muchos —incluso de algunos que externamente se dicen cristianos— les lleva a vivir de espaldas a esta realidad y a borrar, en lo posible, las señales indicadoras de que caminamos deprisa a un fin. Y toman esta actitud porque ignoran el sentido verdadero de la muerte. En vez de considerarla como una «amiga» o incluso como una «hermana»', se la ve como una catástrofe, la gran catástrofe que un día ha de llegar y que echa por tierra los planes y las ilusiones en los que se ha puesto todo el sentido del vivir; por tanto piensan , es preciso ignorarla, como si no hubiera de afectarnos personalmente. En lugar de verla como lo que en realidad es, la llave de la felicidad plena, se la ve como el fin del bienestar que tanto cuesta amasar aquí abajo. Ignoran, en su falta de fe operativa y práctica, que el hombre seguirá existiendo, aunque haya de «cambiar de casa» 5. Como nos recuerda frecuentemente la liturgia, vita mutatur, non tollitur 6, la vida se cambia, pero no se pierde. Para el cristiano, la muerte es el final de una corta peregrinación y la llegada a la meta definitiva, para la que nos hemos preparado día a día', poniendo el alma en las tareas cotidianas. Con ellas, y a través de ellas, nos hemos de ganar el Cielo. Por eso, para él ese momento no llegará como el ladrón en la noche, porque cuenta, serenamente, con ese encuentro definitivo con su Señor. Sabe bien que la muerte «es un paso y traslado a la eternidad, déspués de correr en esta carrera temporal» 8.

    Con todo, «si alguna vez te intranquiliza el pensamiento de nuestra hermana la muerte, porque ¡te ves tan poca cosa!, anímate y considera: ¿qué será ese Cielo que nos espera, cuando toda la hermosura y la grandeza, toda la felicidad y el Amor infinitos de Dios se viertan en el pobre vaso de barro que es la criatura humana, y la sacien eternamente, siempre con la novedad de una dicha nueva?» 9.

    II. La Sagrada Escritura nos enseña expresamente que Dios no hizo la muerte, ni se alegra en la perdición de los seres vivos 10. Antes del pecado original no había muerte, tal y como hoy la conocemos, con ese sentido doloroso y difícil con que tantas veces la hemos visto, quizá de cerca. La rebelión del primer hombre trajo consigo la pérdida de dones extraordinarios que Dios le había concedido al crearlo. Y así, ahora, para llegar a la casa del Padre, nuestra definitiva morada, hemos de atravesar esa puerta: es el tránsito de este mundo al Padre 11. La desobediencia de Adán llevó consigo, junto a la pérdida de la amistad con Dios, la pérdida del don gratuito de la inmortalidad.

    Pero Jesucristo destruyó la muerte e iluminó la vida 12, le quitó su maldad esencial, el aguijón, el veneno; y, gracias a Él, adquiere un sentido nuevo; se convierte en el paso a una Vida nueva. Su victoria se transmite a todos los que creen en Él y participan de su Vida. Yo soy —afirmó el Maestro— la resurrección y la Vida; el que cree en Mí, aun cuando hubiere muerto, vivirá, y todo el que vive y cree en Mí, no morirá para siempre 13. Aunque la muerte es el enemigo del hombre en su vida natural, en Cristo se convierte en «amiga» y «hermana». Aunque el hombre sea derrotado por ese enemigo, sale al fin vencedor porque mediante ella, mediante la muerte, adquiere la plenitud de la Vida. Se entiende bien que para una sociedad que tiene como fin casi exclusivo, o exclusivo, los bienes materiales, la muerte siga siendo el fracaso total, el último enemigo que acaba de golpe con todo lo que dio sentido a su vivir: placer, gloria humana, goce de los sentidos, ansias desordenadas de bienestar material... Quienes tienen el alma pagana siguen viviendo como si Cristo no hubiera realizado la Redención, transformando completamente el sentido del dolor, del fracaso y de la muerte.

    La muerte de los pecadores es pésima 14, afirma la Sagrada Escritura; en cambio, es preciosa, en la presencia de Dios, la muerte de los santos 15. En este mismo sentido, la Iglesia celebró desde los primeros tiempos el día de la muerte de los mártires y de los santos como un día de alegría; era el dies natalis, el día del nacimiento a la nueva Vida, a la felicidad sin término, el día en que contemplaron, radiantes, el rostro de Jesús. Bienaventurados los muertos que mueren en el Señor, nos recuerda el Apocalipsis. Sí, dice el Espíritu, que descansen de sus trabajos, pues sus obras los acompañan 16. No solamente serán premiados por su fidelidad a Cristo, hasta en lo más pequeño —hasta un vaso de agua dado por Cristo recibirá su recompensa 17—, sino que, como enseña la Iglesia, permanecerán con ellos, de algún modo, «los bienes de la dignidad humana, la unión fraterna y la libertad, en una palabra, los frutos excelentes de la naturaleza y de nuestro esfuerzo, después de haberlos propagado por la tierra con el Espíritu del Señor y de acuerdo con su mandato, volveremos a encontrarlos limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados, cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y universal...» 18. Todo lo demás se perderá: volverá a la tierra y al olvido... Sus buenas obras le acompañan.
     

    III. La muerte nos da grandes lecciones para la vida. Nos enseña a vivir con lo necesario, desprendidos de los bienes que hemos de usar, pero que dentro de un tiempo, siempre corto, habremos de dejar; llevaremos, para siempre, el mérito de nuestras buenas obras.

    La muerte nos enseña a aprovechar bien cada día: carpe diem 19, goza del presente, decían los antiguos; y nosotros, con sentido cristiano, podemos darle un sentido nuevo: aprovechemos gozosamente cada día como si fuera el único, sabiendo que ya no se repetirá jamás. Hoy, a la hora del examen de conciencia, nos dará gran alegría pensar en las jaculatorias, actos de amor al Señor, trato con el Ángel Custodio, favores a los demás, pequeños servicios, vencimientos en el cumplimiento del deber, paciencia quizá..., que el Señor ha convertido en joyas preciosas para la eternidad. Con la muerte termina la posibilidad de merecer para la vida eterna 20. No dejemos escapar estos días, numerados y contados, que faltan para llegar al final del camino.

    La incertidumbre del momento de nuestro encuentro definitivo con Dios nos impulsa a estar vigilantes, como quien aguarda la llegada de su Señor 21, cuidando con esmero el examen de conciencia, con contrición verdadera por las flaquezas de esa jornada; aprovechando bien la Confesión frecuente para limpiar el alma aun de pecados veniales y de las faltas de amor. El recuerdo de la muerte nos ayuda a trabajar con más empeño en la tarea de la propia santificación, viviendo no como necios, sino como prudentes, redimiendo el tiempo 22, recuperando tantos días y tantas oportunidades perdidas; a veces puede ocurrir lo que escribió el clásico: «No es que tengamos poco tiempo, es que hemos perdido mucho» 23. Aprovechemos el que nos queda.

    Hemos de desear vivir largo tiempo, para rendir mayores servicios a Dios, para presentarnos delante del Señor con las manos más llenas..., y porque amamos la vida, que es un regalo de Dios. Y cuando llegue muestro encuentro con el Señor, hasta esos últimos instantes nos han de servir para purificar nuestra vida y ofrecernos con un acto de amor a Dios Padre. Para ese trance escribió San Ignacio de Loyola: «Como en la vida toda, así también en la muerte, y mucho más, debe cada uno (...) esforzarse y procurar que Dios nuestro Señor sea en ella glorificado y servido, y los prójimos edificados, a lo menos del ejemplo de su paciencia y fortaleza, con fe viva, esperanza y amor de los bienes eternos...» 24. El último instante aquí en la tierra debe ser también para la gloria de Dios. ¡Qué alegría nos dará entonces todo lo que nos afanamos en llevar a cabo en la vida por el Señor!: el trabajo ofrecido, las personas que procuramos acercar al sacramento de la Confesión, los mil pequeños detalles de servicio a quien trabajó tantas horas con nosotros, la alegría que llevamos a la familia y a todos, las intemperancias que procuramos disculpar y olvidar...

    Después de haber dejado aquí frutos que perdurarán hasta la vida eterna, partiremos. Entonces podremos decir con el poeta:

    «—Dejó mi amor la orilla
    y en la corriente canta.
    —No volvió a la ribera
    que su amor era el agua»
    25.

    I Lc 17, 26-37. 2 l Tes 5, 2. — 3 Cfr. SAN AGUS I IN, Comentario al Salmo 120, 3. -- Cfr. J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Camino, nn. 735 y 739. -- 5 Cfr. ibidem, n. 744. 6 MISAL ROMANO, Prefacio de difuntos. -- Cfr. C. Pozo, Teología del más allá, BAC, Madrid 1980, pp. 468 ss. - 8 SAN CIPRIANO, Tratado sobre la mortalidad, 22. — 9 J. EscRIVÁ DE BALAGUER, Surco, n. 891. — 10 Sah 1, 13. — 1I Jn 13, 1. --- 12 2 Tim 1, 10. 13 Jn 11, 25. — 14 Sal 33, 22. — 15 Sal 1 1 5 , 1 5 . — 16 Apoc 14, 13. - 17 Mt 10, 42. — 18 CONC. VAT. II, Const. Gaudium el spes, 39. 19 HORACIO, Odas, 1, II, 7. — 20 Cfr. LEÓN X, Bula Exsurge Domine, 15-VI-1520, prop. 38. 21 Cfr. Le 12, 35-42. 22 Ef 5, 15-16. 23 SÉNECA, De brevitate vitae, 1, 3. 24 SAN IGNACIO DE LOYOLA, Constituciones S. 1., p. 6l, e. 4, n. 1. — 25 B. LLORENS, Secreta fuente, Rialp, Madrid 1948, p. 86.

     

    32a SEMANA. SÁBADO


    81. LA ORACIÓN DE PETICIÓN Y LA MISERICORDIA DIVINA

    Nuestra confianza en la petición tiene su fundamento en la infinita bondad de Dios.

    — Acudir siempre a la misericordia divina.

    — La intercesión de la Virgen.


    I. El Señor nos enseñó de muchas maneras la necesidad de la oración y la alegría con que acoge nuestras peticiones. El mismo ruega al Padre para darnos ejemplo de lo que habíamos de hacer nosotros. Bien sabe Dios que cada instante de nuestra existencia es fruto de su bondad, que carecemos de todo, que nada tenemos. Y, precisamente porque nos ama con amor infinito, quiere que reconozcamos nuestra dependencia, pues esta conciencia de nuestra nada es para nosotros un gran bien, que nos lleva a no separarnos un solo instante de su protección.

    Para alentarnos a esta oración de súplica, Jesús quiso darnos todas las garantías posibles, al mismo tiempo que nos mostraba las condiciones que ha de tener siempre la petición. Y daba argumentos, ponía ejemplos para que lo entendiéramos bien. El Evangelio de la Misa nos presenta a la viuda que clama sin cesar ante un juez inicuo que se resiste a atenderla 1, pero que, por la insistencia de la mujer, acabará escuchándola. Dios aparece en la parábola en contraste con el juez. ¿Acaso Dios no hará justicia a sus elegidos que claman a Él día y noche, y les hará esperar? Si el que es injusto e inicuo decide al final hacer justicia, ¿qué no hará el que es infinitamente bueno, justo y misericordioso? Si la postura del juez es desde el principio de resistencia a la viuda, la de Dios, por el contrario, es siempre paternal y acogedora. Este es el tema central de la parábola: la misericordia divina ante la indigencia de los hombres.

    Las razones que da el juez de la parábola para atender a la viuda son superficiales y de poca consistencia. Al final se dijo a sí mismo: aunque no temo a Dios ni respeto a los hombres, ya que esta viuda está molestándome, le haré justicia, para que no siga viniendo a importunarme. La «razón» de Dios, por el contrario, es su infinito amor. Jesús concluye así la parábola: Prestad atención a lo que dice el juez injusto. ¿Acaso Dios no hará justicia a sus elegidos que claman a Él día y noche, y les hará esperar? Y comenta San Agustín: «Por tanto, deben estar bien seguros los que ruegan a Dios con perseverancia, porque El es la fuente de la justicia y de la misericordia» 2. Si la constancia ablanda al juez «capaz de todos los crímenes, ¿con cuánta más razón debemos postrarnos y rogar al Padre de las misericordias, que es Dios?» 3.

    El amor de los hijos de Dios debe expresarse en la constancia y en la confianza, pues «si a veces tarda en dar, encarece sus dones, no los niega. La consecución de algo largamente esperado es más dulce... Pide, busca, insiste. Pidiendo y buscando obtienes el crecimiento necesario para obtener el don. Dios te reserva lo que no te quiere dar de inmediato, para que aprendas a desear vivamente las cosas grandes. Por tanto, conviene orar y no desfallecer» 4. No debemos desalentarnos jamás en nuestras súplicas a Dios. «Dios mío, enséñame a amar! —¡Dios mío, enséñame a orar!» S. Ambas cosas coinciden.

    II. Mucho vale la oración perseverante del justo 6. Y tiene tanto poder porque pedimos en nombre de Jesús 7. Él encabeza nuestra petición y actúa de Mediador ante Dios Padre 8. El Espíritu Santo suscita en nuestra alma la súplica, cuando ni siquiera sabemos lo que debemos pedir. Quien ha de conceder pide con nosotros que nos sea concedido, ¿qué más seguridad podemos desear? Solamente nuestra incapacidad de recibir limita los dones de Dios. Como cuando se va a una fuente con una vasija pequeña o agujereada.

    El Señor es compasivo y misericordioso 9 con nuestras déficiencias y con nuestros males. La Sagrada Escritura presenta con frecuencia al Señor como Dios de misericordia, utilizando para ello expresiones conmovedoras: tiene entrañas de misericordia, ama con amor entrañable 10, como las madres... Santo Tomás, que insiste frecuentemente en que la omnipotencia divina resplandece de manera especial en la misericordia 11, enseña cómo en Dios ésta es abundante e infinita: «Decir de alguien que es misericordioso —enseña el Santo—es como decir que tiene el corazón lleno de miserias, o sea, que ante la miseria de otro experimenta la misma sensación de tristeza que experimentaría si fuese suya; de donde proviene que se esfuerce en remediar la tristeza ajena como si se tratase de la propia, y éste es el efecto de la misericordia. Pues bien, a Dios no le compete entristecerse por la miseria de otro; pero remediar las miserias, entendiendo por miseria un defecto cualquiera, es lo que más compete a Dios» 12.

    En Cristo, enseña el Papa Juan Pablo II, se hace particularmente visible la misericordia de Dios. «Él mismo la encarna y personifica. El mismo es, en cierto sentido, la misericordia» 13. El nos conoce bien y se compadece de la enfermedad, de la mala situación económica que atravesamos quizá..., de las penas que la vida lleva a veces consigo. «Nosotros —cada uno— somos siempre muy interesados; pero a Dios Nuestro Señor no le importa que, en la Santa Misa, pongamos delante de El todas nuestras necesidades. ¿Quién no tiene cosas que pedir? Señor, esa enfermedad... Señor, esta tristeza... Señor, aquella humillación que no sé soportar por tu amor... Queremos el bien, la felicidad y la alegría de las personas de nuestra casa; nos oprime el corazón la suerte de los que padecen hambre y sed de pan y de justicia; de los que experimentan la amargura de la soledad; de los que, al término de sus días, no reciben una mirada de cariño ni un gesto de ayuda.

    »Pero la gran miseria que nos hace sufrir, la gran necesidad a la que queremos poner remedio es el pecado, el alejamiento de Dios, el riesgo de que las almas se pierdan para toda la eternidad» 14 El estado del alma de quienes tratamos más frecuentemente debe ser nuestra primera solicitud, la petición más urgente que elevamos cada día al Señor.
     

    III. El pueblo cristiano se ha sentido movido a lo largo de los siglos a presentar sus peticiones a Dios a través de su Madre, María, y a la vez Madre nuestra. En Caná de Galilea puso de manifiesto su poder de intercesión ante una necesidad material de unos novios que quizá se encontraron con una afluencia de amigos y conocidos mayor de la prevista. El Señor había determinado que su hora fuera adelantada por la petición de su Madre. «En la vida pública de Jesús —señala el Concilio Vaticano II— aparece significativamente su Madre ya desde el principio, cuando en las bodas de Caná de Galilea, movida por la misericordia, suscitó con su intercesión el comienzo de los milagros del Mesías» 15. Desde el principio, la obra redentora de Jesús está acompañada por la presencia de María. En aquella ocasión, no sólo se remedió, con abundancia, la carencia del vino en la fiesta de bodas, sino que, como el Evangelista indica expresamente, el milagro confirmó la fe de aquellos que seguían más de cerca a Jesús. Así en Caná de Galilea hizo Jesús el primero de sus milagros con el que manifestó su gloria, y sus discípulos creyeron en él 16.

    La Virgen Santa María, siempre atenta a las dificultades y carencias de sus hijos, será el cauce por el que llegarán con prontitud nuestras peticiones hasta su Hijo. Y las enderezará si van algo torcidas. «¿Por qué tendrán tanta eficacia los ruegos de María ante Dios?», se pregunta San Alfonso Má de Ligorio. Y responde el Santo: «Las oraciones de los santos son oraciones de siervos, en tanto que las de María son oraciones de Madre, de donde procede su eficacia y carácter de autoridad; y como Jesús ama inmensamente a su Madre, no puede rogar sin ser atendida (...).

    »Para conocer bien la gran bondad de María recordemos lo que refiere el Evangelio (...). Faltaba el vino, con el consiguiente apuro de los esposos. Nadie pide a la Santísima Virgen que interceda ante su Hijo en favor de los consternados esposos. Con todo, el corazón de María, que no puede menos de compadecer a los desgraciados (...), la impulsó a encargarse por sí misma del oficio de intercesora y pedir al Hijo el milagro, a pesar de que nadie se lo pidiera (...). Si la Señora obró así sin que se lo pidieran, ¿qué hubiera sido si le rogaran?» 17.

    Hoy, un sábado que procuramos dedicar especialmente a Nuestra Señora, es una buena ocasión para acudir a Ella con más frecuencia y con más amor. «A tu Madre María, a San José, a tu Angel Custodio..., ruégales que hablen al Señor, diciéndole lo que, por tu torpeza, tú no sabes expresar» 18.

    I Lc 18, 1-8. 2 SAN AGUSríN, en Catena Aurea, vol. VI, p. 295. — 3 TEo-EILACTO, en Catena Aurea, vol. VI, p. 296. — 4 SAN -AGUSTÍN, Sermón 61, 6-7. -- 5 J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Forja, n. 66. — 6 Sant 5, 16. — ' Cfr. ü n 15, 16; 16, 26. — 8 Cfr. SAN CIRILO DE JERUSALÉN, Comentario al Evangelio de San Juan, 16, 23-24. — 9 Sant 5, 11. — 19 Cfr. Ex 34, 6; lael 2, 13; Lc 1, 78. 11 Cfr. SANTO TOMÁS, Suma Teológica, 1, q. 21, a. 4; 2-2, y. 30, a. 4. 12 [DEM, o. C., 1, q. 21, a. 3. — 13 JUAN PABLO 11, Enc. Dives in misericordia, 30-X1-1980, 2. 14 J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Amar a la Iglesia, Palabra, ed., Madrid 1986, pp. 77-78. — 15 CONC. VAT 11, Const. Lumen gentium, 58. 16 Jn 2, 11. It SAN ALFONSO Me DE LIGORIO, Sermones abreviados, 48. 18 J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Forja, n. 272.