VIGÉSIMO OCTAVO DOMINGO
CICLO A


37. LOS INVITADOS AL BANQUETE

  • Nos espera el Cielo. Correspondencia a la llamada del Señor. Ayudar a otros a que no rehúsen la invitación.


  • I. La liturgia de este domingo presenta la salvación como un banquete regio, símbolo de todos los bienes, al que Dios nos invita. Preparará el Señor de los ejércitos para todos los pueblos, en este monte, un festín de manjares suculentos... Y arrancará en este monte el velo que cubre a todos los pueblos... Aniquilará
    la muerte para siempre. El Señor Dios enjugará las lágrimas de todas las gentes... 1. Desde antiguo, y mediante símbolos fácilmente comprensibles, los Profetas habían anunciado el Cielo como destino definitivo de la humanidad. El mismo Dios nos habría de conducir hasta ese monte santo. Así lo expresa el Salmo responsorial: El Señor es mi pastor... me conduce hacia fuentes tranquilas. Me guía por el sendero justo... Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan... Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida, y habitaré en la casa del Señor, por años sin término 2.

    Jesús es nuestro Pastor y de mil maneras nos invita a seguirle, pero no quiere obligarnos a ir contra nuestra voluntad. Y aquí está el misterio del mal: los hombres podemos rehusar este ofrecimiento. El Evangelio de la Misa nos habla de este rechazo. El Reino de los cielos se parece a un rey que celebraba las bodas de su hijo. Y, según la costumbre, el rey envió a sus siervos para recordar a los invitados que ya estaba todo preparado y que se les esperaba. Ante la sorpresa del rey, los convidados no quisieron ir. Y el Señor, queriendo expresar la solicitud de Dios con sus hijos, relata en la parábola que el soberano volvió a enviar de nuevo a sus servidores: Nuevamente envió a otros criados ordenándoles: Decid a los invitados: mirad que tengo ya preparado mi banquete... La bondad de Dios se expresa en esta divina insistencia y en la exuberancia de los bienes: he matado terneros y reses cebadas y todo está a punto. A pesar de todo, los convidados no hicieron caso; uno se marchó a sus tierras, otros a sus negocios, los demás echaron mano de los criados y los maltrataron hasta matarlos. En otras parábolas (la de los viñadores, por ejemplo) se exigía algo debido, el fruto de lo que se había dejado para administrarlo; aquí, en cambio, nada se exige, se ofrece todo. ¡Y es rechazado! El Señor ofrece bienes inimaginables, y los hombres en muchas ocasiones no los valoramos. Con mucha pena debió Jesús relatar esta parábola. Es la repulsa al amor de Dios a través de los siglos.

    Los convidados pueden estar representados hoy, entre otros, por esos hombres que, sumergidos en sus asuntos y negocios terrenos, parecen no necesitar para nada de Dios. Y cuando son avisados de que el Cielo les espera, reaccionan con violencia, como en la parábola. A pesar de todo, tenemos la obligación santa de acercarnos a los que nos rodean, «de sacudirles de su modorra, de abrir horizontes diferentes y amplios a su existencia aburguesada y egoísta, de complicarles santamente la vida, de hacer que se olviden de sí mismos y que comprendan los problemas de los demás.

    »Si no, no eres buen hermano de tus hermanos los hombres, que están necesitados de ese "gaudium cum pace" —de esta alegría y esta paz, que quizá no conocen o han olvidado» 3. Muchos responderán y llegarán a tiempo al banquete.

    II. La imagen del banquete es considerada en otros lugares de la Sagrada Escritura como símbolo de intimidad y de salvación. He aquí que estoy a la puerta y llamo: si alguno escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él, y él conmigo 4. Y se repite una y otra vez la solicitud de Dios, el afán divino por una intimidad mayor, que tendrá su culminación en el encuentro definitivo con Él en el Cielo, dentro de un tiempo, quizá no muy largo. ¡Ábreme, hermana mía, amada mía...! Que está mi cabeza cubierta de rocío y mis cabellos de escarcha de la noche 5, dice Dios al alma de tantas ,maneras. ¿Cómo es nuestra correspondencia a las mil llamadas que nos hace llegar el Señor? ¿Cómo es nuestra oración, que nos adentra en la intimidad con Dios, pues el Cielo comienza ya aquí en la tierra? ¿Nos excusamos fácilmente ante un compromiso de un mayor amor, de una más honda correspondencia? ¿Nos sentimos responsables de que llegue a muchos la invitación divina? ¿Nos interesa y preocupa la salvación de todos aquellos que conocemos?

    Es muy grave rechazar la invitación divina, vivir como si Dios no fuera importante y el encuentro definitivo con El estuviera tan lejano que no mereciera la pena prepararse para él. Ante la salvación, bien absoluto, no hay ninguna excusa que sea razonable: ni campos, ni negocios, ni salud, ni bienestar... Hoy los pretextos que algunos aducen para no acudir a las amables invitaciones del Señor son iguales a los que leemos en la parábola: sus preocupaciones terrenas, como si lo de aquí abajo fuera lo definitivo; otros varían, «pero el hecho sigue siendo el mismo: no aceptan la salvación de Dios y se excluyen voluntariamente por preferir otra cosa. Se quedan con lo que eligen, pierden lo que rechazan» 6. ¡Qué pena tan grande nos debe producir el comprobar cómo muchos —por unas razones u otras— parecen rechazar la intimidad con Dios y ponen en peligro su salvación eterna!

    Pero el Señor quiere que se llene su casa, su actitud es siempre salvadora: Id, pues, a los cruces de los caminos y llamad a las bodas a todos los que encontréis. Los criados, saliendo a los caminos, reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos. Nadie queda excluido de la intimidad divina. Sólo aquel que se aparta a sí mismo, que resiste la amable invitación del Señor, repetida una y otra vez.

    «Ayúdanos, Señor —exclamaba San Agustín—, a dejarnos de malas y vanas excusas y a ir a esa cena... No sea la soberbia impedimento para ir al festín, alzándonos con jactancia, ni nos apegue a la tierra una curiosidad mala, distanciándonos de Dios, ni nos estorbe la sensualidad las delicias del corazón. Haz que acudamos... ¿Quiénes vinieron a la cena, sino los mendigos, los enfermos, los cojos, los ciegos? (...). Vendremos como pobres, pues nos invita quien, siendo rico, se hizo pobre por nosotros, a fin de enriquecer con su pobreza a los pobres. Vendremos como enfermos, porque no han menester médico los sanos sino los que andan mal de salud. Vendremos como lisiados y te diremos: Endereza mis pasos conforme a tu palabra (Sal 118, 113). Vendremos como ciegos y te pediremos: Ilumina mis ojos para que jamás duerma en la muerte (Sal 12, 4)»7.


    III. Id, pues, a los cruces de los caminos y llamad a las bodas... Son palabras dirigidas a nosotros, a todos los cristianos, pues la voluntad salvadora de Dios es universal8: abarca a todos los hombres de todas las épocas. Cristo, en su Amor por los hombres, busca la conversión de cada alma con infinita paciencia, hasta el extremo de morir en la Cruz. Cada hombre puede decir de Jesús:
    me amó y se entregó a Sí mismo por mí 9. De esta actitud salvadora del Maestro participamos quienes queremos ser sus discípulos. Los criados, saliendo a los caminos, reunieron a todos los que encontraron... Como a Jesús, nos ha de interesar la salvación de todas las almas. El portero que nos indica la puerta del ascensor, el médico que nos acaba de extender una receta, la señora que sube al autobús en la parada siguiente a la nuestra, los niños que salen del colegio, el profesor que anuncia el día del examen... todos son objeto del desvelo divino y, por eso mismo, parte importante de nuestro afán apostólico. «Fíjate bien: hay muchos hombres y mujeres en el mundo, y ni a uno solo de ellos deja de llamar el Maestro.

    »Les llama a una vida cristiana, a una vida de santidad, a una vida de elección, a una vida eterna» 10.

    Nos urge a los cristianos llevar a las almas, una a una, hasta el Señor. La misma solicitud con que Cristo nos anima, nos conforta, hemos de tener nosotros con quienes tratamos todos los días, siguiendo el consejo: «lleva a todos sobre ti, como a ti te lleva el Señor» 11. Hemos de abrir nuevos horizontes a su existencia, a veces encerrada en unas aspiraciones solamente terrenas, cortas; descubrirles la necesidad de tratar cada día a Dios con confianza; animarles a ofrecer sus trabajos; ayudarles a que encuentren la raíz de muchas de sus vacilaciones, del vacío interior que a veces experimentan... Nadie puede pasar a nuestro lado sin que nuestras palabras y nuestras obras le hayan hablado de Dios. El pensamiento de su salvación eterna y de su felicidad temporal, que no alcanzarán fuera de Dios, nos empujará a buscar la ocasión oportuna o a crearla para que, con paciencia, les llegue la llamada del Señor. Tiene que dolernos su ignorancia religiosa, su visión pobre y terrena de las cosas.

    Nuestra Madre Santa María nos enseñará a tratar a cada persona con el interés y el aprecio con que la mira su Hijo.

    Primera lectura. /s 25, 6-10. — 2 Salmo responsorial. Sal 22, 1-6. — 3 J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Forja, n. 900. — 4 Apoc 3, 20. — 5 Cant 5, 2. — 6 F. SUÁREZ, Después, Rialp, Madrid 1978, p. 172. — 7 SAN AGUSTÍN, Sermón 112, 8. — 8 Cfr. 1 Tim 2, 4. — 9 Gal 2, 20. — 19 J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, O. C., n. 13. — II SAN IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Epístola a Policarpo, 1, 2.

     

    VIGÉSIMO OCTAVO DOMINGO
    CICLO B


    38. LA MIRADA DE JESÚS

    1. Los textos de la Misa de este domingo nos hablan de la sabiduría divina, que hemos de estimar más que cualquier otro bien. En la Primera lectura 1 leemos la petición que el autor del libro sagrado pone en boca de Salomón: Supliqué y se me concedió un espíritu de sabiduría. La preferí a los cetros y a los tronos, y en su comparación tuve en nada la riqueza. No la equiparé a la piedra más preciosa, porque todo el oro a su lado es un poco de arena, y junto a ella la plata vale lo que el barro. Nada vale en comparación con el conocimiento de Dios, que nos hace participar de su intimidad y da sentido a la vida: la preferí a la salud y a la belleza, me propuse tenerla por luz, porque su resplandor no tiene ocaso. Es más: Venerunt omnia bona pariter cum illa... Con ella me llegaron todos los bienes. En sus manos encontré riquezas incontables.

    El Verbo de Dios encarnado, Jesucristo, es la Sabiduría infinita, escondida en el seno del Padre desde la eternidad y asequible ahora a los hombres que están dispuestos a abrir su corazón con humildad y sencillez. Junto a Él, todo el oro es un poco de arena, y la plata vale lo que el barro, nada. Tener a Cristo es poseerlo todo, pues con El nos llegan todos los bienes. Por eso cometemos la mayor necedad cuando preferimos algo (honor, riqueza, salud...) a Cristo mismo que nos visita. Nada vale la pena sin el Maestro.

    «Señor, gracias por haber venido. Hubieras podido salvarnos sin venir. Bastaba, en definitiva, que hubieras querido salvarnos. No se ve que la Encarnación fuera necesaria. Pero has querido situar entre nosotros el ejemplo completo de toda perfección (...). Gracias, Maestro, por haber venido, por estar en medio de nosotros, hombre entre los hombres, el Hombre entre los hombres, como uno más (...), y, sin embargo, el Hombre que todo lo atrae así, porque desde que ha venido no existe otra perfección.

    »Gracias por haber venido y porque yo puedo mirarte y alimentar mi vida en ti» 2. Ser sabios, Señor, es encontrarte a Ti, y seguirte. Sólo acierten la vida quien te sigue.


    II. En el Evangelio de la Misa 3, San Marcos nos relata la ocasión perdida de uno que prefirió unos cuantos bienes a Cristo mismo, que le invitó a seguirle. Cuando salía Jesús con sus discípulos para ponerse en camino, a punto ya de partir para Jerusalén, llegó un joven 4 corriendo, y se puso de rodillas ante El y le preguntó: Maestro bueno, ¿qué he de hacer para conseguir la vida eterna? Y el Señor le indica los Mandamientos como camino seguro y necesario para alcanzar la salvación. El joven, con gran sencillez, le respondió que los cumplía desde su niñez. Entonces, Jesús, que conocía la limpieza de su corazón y el fondo de generosidad y de entrega que existe en cada hombre, en cada mujer, fijando en él su mirada, le amó con un amor de predilección y le invitó a seguirle, dejando a un lado todo lo que poseía.

    San Marcos, que recoge la catequesis de San Pedro, oiría de labios de este Apóstol el relato con todos sus detalles. ¡Cómo recordaría Pedro esa mirada de Jesús que también, en el comienzo de su vocación, se posó sobre él y cambió el rumbo de su vida! Mirándolo Jesús le dijo: Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas 5. Y la vida de Pedro ya fue otra. ¡Cómo nos gustaría contemplar esa mirada de Jesús! Unas veces es imPeriosa y entrañable; o de pena y de tristeza, al ver la incredulidad de los fariseos 6; de compasión ante el hijo muerto de la viuda de Naín 7; en otras ocasiones, con su mirada invitará a dejarlo todo y a seguirle, como en el caso de Mateo 8; sabrá con. mover el corazón de Zaqueo, llevándolo a la con• versión 9; se enternecerá ante la fe y la grandeza dE alma de la viuda pobre que dio todo lo que tenía 10. Su mirada penetrante ponía al descubierto el alma frente a Dios, y suscitaba al mismo tiempo la contrición. Así miró Jesús a la mujer adúltera 11, y al mismo Pedro, llevándole a llorar amargamente su cobardía 12.

    Jesús miró con un gran aprecio a este joven que se le acercaba: Jesus autem intuitus eum dilexit eum. Y le invitó: «Sígueme. Camina sobre mis pasos. ¡Ven a mi lado! ¡Permanece en mi amor!» i3. Es la invitación que quizá nosotros hemos recibido... ¡y le hemos seguido! «Al hombre le es necesaria esta mirada amorosa; le es necesario saberse amado, saberse amado eternamente y haber sido elegido desde la eternidad (cfr. Ef 1, 4). Al mismo tiempo, este amor eterno de elección divina acompaña al hombre durante su vida como la mirada de amor de Cristo. Y acaso con mayor fuerza en el momento de la prueba, de la humillación, de la persecución, de la derrota (...); entonces la conciencia de que el Padre nos ha amado siempre en su Hijo, de que Cristo ama a cada uno y siempre, se convierte en un sólido punto de apoyo para toda nuestra existencia humana. Cuando todo hace dudar de sí mismo y del sentido de la propia existencia, entonces esta mirada de Cristo, esto es, la conciencia del amor que en Él se ha mostrado más fuerte que todo mal y que toda destrucción, dicha conciencia nos permite sobrevivir 14.

    Cada uno recibe una llamada particular del Maestro, y en la respuesta a esta invitación se contienen toda la paz y la felicidad verdaderas. La auténtica sabiduría consiste en decir a cada una de las invitaciones que Cristo, Sabiduría infinita, nos hace a lo largo de la vida, pues El sigue recorriendo nuestras calles y plazas. Cristo vive y llama. «Un día —no quiero generalizar, abre tu corazón al Señor y cuéntale tu historia—, quizá un amigo, un cristiano corriente igual a ti, te descubrió un panorama profundo y nuevo, siendo al mismo tiempo viejo como el Evangelio. Te sugirió la posibilidad de empeñarte seriamente en seguir a Cristo, en ser apóstol de apóstoles. Tal vez perdiste entonces la tranquilidad y no la recuperaste, convertida en paz, hasta que libremente, porque te dio la gana —que es la razón más sobrenatural—, respondiste que sí a Dios. Y vino la alegría, recia, constante, que sólo desaparece cuando te apartas de Él» 15. Es la alegría de la entrega, ¡tan opuesta a la tristeza que anegó el alma del joven rico, que no quiso corresponder a la llamada del Maestro!


    III.
    Anda, vende cuanto tienes y dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el Cielo; luego ven y sígueme, le dijo Jesús a este joven que tenía muchos bienes. Y las palabras que debían comunicarle una inmensa alegría, le dejaron en el alma una gran tristeza: afligido por estas palabras, se marchó triste. «La tristeza de este joven nos lleva a reflexionar. Podremos tener la tentación de pensar que poseer muchas cosas, muchos bienes de este mundo, puede hacernos felices. En cambio, vemos en el caso del joven del Evangelio que las muchas riquezas se convirtieron en obstáculo para aceptar la llamada de Jesús a seguirlo. ¡No estaba dispuesto a decir sí a Jesús, y no a sí mismo, a decir sí al amor, y no a la huida! El amor verdadero es exigente» 16. Si notamos en nuestro corazón un deje de tristeza es posible que se deba a que el Señor nos esté pidiendo algo y nos neguemos a dárselo, a que no hayamos terminado de dejar libre el corazón de ataduras para seguirle plenamente. Es quizá el momento de recordar las palabras de Jesús al final de este pasaje del Evangelio: Os aseguro que quien deje casa, o hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras, por Mí y por el Evangelio, recibirá ahora, en este tiempo, cien veces más —casas, y hermanos y hermanas, y madres e hijos, y tierras, con persecuciones—, y en la edad futura la vida eterna.

    ...Ven y sígueme. ¡Cómo estarían todos esperando la respuesta del joven! Con esta palabra —sígueme— Jesús llamaba a sus discípulos más íntimos. Esta invitación llevaba consigo acompañarle en su ministerio, escuchar su doctrina y a veces una explicación más pausada, imitar su modo de vida... Después de la Ascensión de Jesús a los Cielos, el seguimiento no es, lógicamente, acompañarle por los caminos y aldeas de Palestina, sino permanecer allí donde El nos encontró, en medio del mundo, y hacer nuestra su vida y su doctrina, comunicarnos con El mediante la oración, tenerle presente en el trabajo, en el descanso, en las alegrías y en las penas..., darlo a conocer con el testimonio alegre de una vida corriente y con la palabra. Seguir al Señor comporta un ponerse en camino, es decir, la exigencia de una vida de empeño y de lucha por imitar al Maestro. «En este esfuerzo por identificarse con Cristo, he distinguido como cuatro escalones: buscarle, encontrarle, tratarle, amar-le. Quizá comprendéis que estáis como en la primera etapa. Buscadlo con hambre, buscadlo en vosotros mismos con todas vuestras fuerzas. Si obráis con este empeño, me atrevo a garantizar que ya lo habéis encontrado, y que habéis comenzado a tratarlo y a amarlo» 17. El no deja de llamarnos para emprender el camino de la santidad siguiendo sus pasos. Ahora, también Jesús vive y llama. Es el mismo que recorría los caminos de Palestina. No dejemos pasar las oportunidades que nos brinda.

    1 Sab 7, 7-11. — 2 J. LECLERQ, Treinta meditaciones sobre la vida cristiana, Desclée de Brouwer, Bilbao 1958, pp. 50-51. 3 Mc 10, 17-30. — J Cfr. Mi 19, 16. — 5 Jn 1, 42. 6 Cfr. Mc 2, 5. — 7 Cfr. Le 7, 13. 8 Cfr. Mt 9, 9. — 9 Cfr. Le 19, 5. — 10 Cfr. Mc 12, 41-44. 11 Cfr. Jn 8, 10. — 12 Cfr. Lc 22, 61; Mc 14, 72. — 13 JUAN PABLO II, Homilía 1-X-1979. 14 IDEM. Carta a los jóvenes, 31-I1I-1985, 7. — 15 J. ESCRIVA DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 1. 16 JUAN PABLO II, Homilía l-X-1979. — 17 J. EscRivÁ DE BA.
    LAOUER, Amigos de Dios, 300.

     

    VIGÉSIMO OCTAVO DOMINGO
    CICLO C


    39. SER AGRADECIDOS

  • Curación de los diez leprosos.


  • I. La Primera lectura de la Misa t nos recuerda la curación de Naamán de Siria, sanado de la lepra por el Profeta Eliseo. El Señor se sirvió de este milagro para atraerlo a la fe, un don mucho mayor que la salud del cuerpo. Ahora reconozco que no hay Dios en toda la tierra más que el de Israel, exclamó Naamán al comprobar que se encontraba sano de su terrible enfermedad. En el Evangelio de la Misa 2, San Lucas nos relata un hecho similar: un samaritano —que, como Naamán, tampoco pertenecía al pueblo de Israel— encuentra la fe después de su curación, como premio a su agradecimiento.

    Jesús, en su último viaje a Jerusalén, pasaba entre Samaria y Galilea. Y al entrar en una aldea le salieron al encuentro diez leprosos que se detuvieron a lo lejos, a cierta distancia del lugar donde se encontraban el Maestro y el grupo que le acompañaba, pues la Ley prohibía a estos enfermos 3 acercarse a las gentes. En el grupo va un samaritano, a pesar de que no había trato entre judíos y samaritanos 4, por una enemistad secular entre ambos pueblos. La desgracia les ha unido, como ocurre en tantas ocasiones en la vida. Y levantando la voz, pues están lejos, dirigen a Jesús una petición, llena de respeto, que llega directamente a su Corazón: Jesús, Maestro, ten piedad de nosotros. Han acudido a su misericordia, y Cristo se compadece y les manda ir a mostrarse a los sacerdotes, como estaba preceptuado en la Ley 5, para que certificaran su curación. Se encaminaron donde les había indicado el Señor, como si ya estuvieran sanos; a pesar de que todavía no lo estaban, obedecieron. Y por su fe y docilidad, se vieron libres de la enfermedad.

    Estos leprosos nos enseñan a pedir: acuden a la misericordia divina, que es la fuente de todas las gracias. Y nos muestran el camino de la curación, cualquiera que sea la lepra que llevemos en el alma: tener fe y ser dóciles a quienes, en nombre del Maestro, nos indican lo que debemos hacer. La voz del Señor resuena con especial fuerza y claridad en los consejos que nos dan en la dirección espiritual.


    II.
    Y sucedió que, mientras iban, quedaron limpios. Nos podemos imaginar fácilmente su alegría. Y en medio de tanto alborozo, se olvidaron de Jesús. En la desgracia, se acuerdan de Él y le piden; en la ventura, se olvidan. Sólo uno, el samaritano, volvió atrás, hacia donde estaba el Señor con los suyos. Probablemente regresó corriendo, como loco de contento, glorificando a Dios a gritos, señala el Evangelista. Y fue a postrarse a los pies del Maestro, dándole gracias. Es ésta una acción profundamente humana y llena de belleza. «¿Qué cosa mejor podemos traer en el corazón, pronunciar con la boca, escribir con la pluma, que estas palabras, "gracias a Dios'? No hay cosa que se pueda decir con mayor brevedad, ni oír con mayor alegría, ni sentirse con mayor elevación, ni hacer con mayor utilidad» 6. Ser agradecido es una gran virtud.

    El Señor debió de alegrarse al ver las muestras de gratitud de este samaritano, y a la vez se llenó de tristeza al comprobar la ausencia de los demás. Jesús esperaba a todos: ¿No son diez los que han quedado limpios? Y los otros nueve, ¿dónde están?, preguntó. Y manifestó su sorpresa: ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios sino sólo este extranjero? ¡Cuántas veces, quizá, Jesús ha preguntado por nosotros, después de tantas gracias! Hoy en nuestra oración queremos compensar muchas ausencias y faltas de gratitud, pues los años que contamos no son sino la sucesión de una serie de gracias divinas, de curaciones, de llamadas, de misteriosos encuentros. Los beneficios recibidos —bien lo sabemos nosotros— superan, con mucho, las arenas del mar', como afirma San Juan Crisóstomo.

    Con frecuencia tenemos mejor memoria para nuestras necesidades y carencias que para nuestros bienes. Vivimos pendientes de lo que nos falta y nos fijamos poco en lo que tenemos, y quizá por eso lo apreciamos menos y nos quedamos cortos en la gratitud. O pensamos que nos es debido a nosotros mismos y nos olvidamos de lo que San Agustín señala al comentar este,pasaje del Evangelio: «Nuestro, no es nada, a no ser el pecado que poseemos. Pues ¿qué tienes que no hayas recibido?(1 Cor4,7)»8.

    Toda nuestra vida debe ser una continua acción de gracias. Recordemos con frecuencia los dones naturales y las gracias que el Señor nos da, y no perdamos la alegría cuando pensemos que nos falta algo, porque incluso eso mismo de lo que carecemos es, posiblemente, una preparación para recibir un bien más alto. Recordad las maravillas que Él ha obrado 9, nos exhorta el Salmista. El samaritano, a través del gran mal de su lepra, conoció a Jesucristo, y por ser agradecido se ganó su amistad y el incomparable don de la fe: Levántate y vete: tu fe te ha salvado. Los nueve leprosos desagradecidos se quedaron sin la mejor parte que les había reservado el Señor. Porque —como enseña San Bernardo— «a quien humildemente se reconoce obligado y agradecido por los beneficios, con razón se le prometen muchos más. Pues el que se muestra fiel en lo poco, con justo derecho será constituido sobre lo mucho, así como, por el contrario, se hace indigno de nuevos favores quien es ingrato a los que ha recibido antes» 10.

    Agradezcamos todo al Señor. Vivamos con la alegría de estar llenos de regalos de Dios; no dejemos de apreciarlos. «¿Has presenciado el agradecimiento de los niños? —Imítalos diciendo, como ellos, a Jesús, ante lo favorable y ante lo adverso: "¡Qué bueno eres! ¡Qué bueno!..."» 11. ¿Agradecemos, por ejemplo, la facilidad para limpiar nuestros pecados en el Sacramento del perdón? ¿Damos gracias frecuentemente por el inmenso don de tener a Jesucristo con nosotros en la misma ciudad, quizá en la misma calle, en la Sagrada Eucaristía?


    III. Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas 12, invita el Salmo responsorial. Cuando vivimos de fe, sólo encontramos motivos para el agradecimiento. «Ninguno hay que, a poco que reflexione, no halle fácilmente en sí mismo motivos que le obligan a ser agradecido con Dios (...). Al conocer lo que Él nos ha dado, encontraremos muchísimos dones por los que dar gracias continuamente» 13.

    Muchos favores del Señor los recibimos a través de las personas que tratamos diariamente, y por eso, en esos casos, el agradecimiento a Dios debe pasar por esas personas que tanto nos ayudan a que la vida sea menos dura, la tierra más grata y el Cielo más próximo. Al darle gracias a ellas, se las damos a Dios, que se hace presente en nuestros hermanos los hombres. No nos quedemos cortos a la hora de corresponder. «No creamos cumplir con los hombres porque les damos, por su trabajo y servicios, la compensación pecuniaria que necesitan para vivir. Nos han dado algo más que un don material. Los maestros nos han instruido, y los que nos han enseñado el oficio, o también el médico que ha atendido la enfermedad de un hijo y lo ha salvado de la muerte, y tantos otros, nos han abierto los tesoros de su inteligencia, de su ciencia, de su habilidad, de su bondad. Eso no se paga con billetes de banco, porque nos han dado su alma. Pero también el carbón que nos calienta representa el trabajo penoso del minero; el pan que comemos, la fatiga del campesino: nos han entregado un poco de su vida. Vivimos de la vida de nuestros hermanos. Eso no se retribuye con dinero. Todos han puesto su corazón entero en el cumplimiento de su deber social: tienen derecho a que nuestro corazón lo reconozca» 14. De modo muy particular, nuestra gratitud se ha de dirigir a quienes nos ayudan a encontrar el camino que conduce a Dios.

    El Señor se siente dichoso cuando también nos ve agradecidos con todos aquellos que cada día nos favorecen de mil maneras. Para eso es necesario pararnos, decir sencillamente «gracias» con un gesto amable que compensa la brevedad de la palabra... Es muy posible que aquellos nueve leprosos ya sanados bendijeran a Jesús en su corazón..., pero no volvieron atrás, como hizo el samaritano, para encontrarse con Jesús, que esperaba. Quizá tuvieron la intención de hacerlo... y el Maestro se quedó aguardando. También es significativo que fuera un extranjero quien volviera a dar las gracias. Nos recuerda a .nosotros que a veces estamos más atentos a agradecer un servicio ocasional de un extraño y quizá damos menos importancia a las continuas delicadezas y consideraciones que recibimos de los más allegados.

    No existe un solo día en que Dios no nos conceda alguna gracia particular y extraordinaria. No dejemos pasar el examen de conciencia de cada noche sin decirle al Señor: «Gracias, Señor, por todo». No dejemos pasar un solo día sin pedir abundantes bendiciones del Señor para aquellos, conocidos o no, que nos han procurado algún bien. La oración es, también, un eficaz medio para agradecer: Te doy gracias, Dios mío, por los buenos propósitos, afectos e inspiraciones que me has comunicado...

    1 2 Rey 5, 14-17. — 2 Le 17, 11-19. — 3 Cfr. Lev 13, 45. — 4 Cfr. 2 Rey 17, 24 ss.; Jn 4, 9. — 5 Cfr. Lev 14, 2. — 6 SAN AGUSTÍN, Epístola 72. — 7 Cfr. SAN JUAN CRISóSTOMO, Homilías sobre San Mateo. 25, 4. — 9 SAN AGUSTÍN, Sermón 176. 6. — 9 Sal 104, 5. — 10 SAN BERNARDO, Comentario al Salmo 50. 4, 1. — 11 J. ESCRIVA DE BALAGUER, Camino, n. 894. — 12 Salmo responsorial. Sal 97, 1-4. — 13 SAN BERNARDO, Homilía para el Domingo VI después de Pentecostés, 25, 4. — 14 G. CIEVROT, «Pero Yo os digo...», Rialp, Madrid 1981, pp. 117-118.

     

    28ª SEMANA. LUNES


    40. EL PAN DE
    CADA DÍA

  • Qué deseamos obtener cuando pedimos nuestro pan de cada dia.


  • I. Danos hoy nuestro pan de cada día...

    Se cuenta en una vieja leyenda oriental que cierto, rey entregaba a su hijo los víveres necesarios para vivir holgadamente los doce meses del año. En esta ocasión, que coincidía con la primera luna del año, el hijo veía el rostro de su padre, el monarca. Pero éste mudó de parecer y decidió poner en manos del príncipe, cada vez, las provisiones que había de consumir en ese día. De esta forma podía saludar diariamente a su hijo, y el príncipe ver el rostro del rey. Algo parecido ha querido hacer nuestro Padre Dios con nosotros. El pan de cada día supone la oración de la jornada que comienza. Pedir solamente para hoy significa reconocer que tendremos un nuevo encuentro con nuestro Padre del Cielo mañana. ¿No hallaremos en esta previsión la voluntad del Señor de que recemos con atención cada día la oración quf Él nos enseñó?

    El Señor nos enseñó a pedir en la palabra pan todo lo que necesitamos para vivir como hijos de Dios: fe, esperanza, amor, alegría, alimento para el cuerpo y para el alma, fe para ver en los acontecimientos diarios la voluntad de Dios, corazón grande para comprender y ayudar a todos... El pan es el símbolo de todos los dones que nos llegan de Dios 1. Pedimos aquí, en primer lugar, el sustento que cubra las necesidades de esta vida; después, lo necesario para la salud del alma 2.

    El Señor desea que pidamos también bienes temporales, los cuales, debidamente ordenados, nos ayudan a llegar al Cielo. Tenemos muchos ejemplos de ello en el Antiguo Testamento, y el mismo Señor nos mueve a pedir lo necesario para esta vida. No debemos olvidar que su primer milagro consistió en convertir agua en vino para que no se malograra la fiesta de unos recién casados. En otra ocasión alimentará a una ingente multitud que, hambrienta, le sigue lejos de sus hogares... Tampoco olvidará advertir que le den de comer a la hija de Jairo, a la que acaba de resucitar... 3.

    Al pedir el pan de cada día estamos aceptando que toda nuestra existencia depende de Dios. El Señor ha querido que le pidamos cada jornada aquello que nos es necesario, para que constantemente recordemos que Dios es nuestro Padre, y nosotros unos hijos necesitados que no podemos valernos por nosotros mismos. Rezar bien esta parte del Padrenuestro equivale a reconocer nuestra pobreza radical de cara a Dios y su bondad para con nosotros, que todos los días nos da lo necesario. Nunca nos faltará la ayuda divina.

    Al decir pan nuestro, el Señor ha querido una vez más que no olvidemos a nuestros hermanos, especialmente a los más necesitados y a quienes Dios nos ha encomendado.
     

    II. Los Santos Padres no sólo han interpretado este pan como el alimento material; también han visto significado en él el Pan de vida,* la Sagrada Eucaristía, sin la cual no puede subsistir la vida sobrenatural del alma.

    Yo soy el pan de vida. Vuestros padres comieron el maná en el desierto y murieron. Este es el pan que baja del cielo para que si alguien come de él no muera. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo. Si alguno come de este pan vivirá eternamente; y el pan que Yo daré es mi carne para la vida del mundo 4. San Juan recordará toda su vida este largo discurso del Señor y el lugar donde lo pronunció: estas cosas las dijo en Cafarnaún, en la sinagoga 5.

    El realismo de estas palabras y de las que siguieron es tan fuerte que excluye cualquier interpretación en sentido figurado. El maná del Éxodo era la figura de este Pan —el mismo Jesucristo— que alimenta a los cristianos en su camino hacia el Cielo. La Comunión es el sagrado banquete en el que Cristo se da a Sí mismo. Cuando comulgamos, participamos del sacrificio de Cristo. Por eso canta la Iglesia en la Liturgia de la Horas, en la fiesta del Corpus Christi: Oh sagrado banquete en el que Cristo es nuestra comida, se celebra el memorial de la Pasión, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la futura gloria 6.

    Los oyentes entendieron el sentido propio y directo de las palabras del Señor, y por eso les costaba aceptar que tal afirmación pudiera ser verdad. De haberlo entendido en sentido figurado no les hubiera causado extrañeza ni se hubiera producido ninguna discusión 2. Discutían, pues, los judíos entre ellos diciendo: ¿Cómo puede éste darnos a comer su carne? 8. Pues Jesús afirma claramente que su Cuerpo y su Sangre son verdadero alimento del alma, prenda de la vida eterna y garantía de la resurrección corporal.

    Incluso emplea el Señor una expresión más fuerte que el mero comer (el verbo original podría traducirse por «masticar» 9), expresando así el realismo de la Comunión: se trata de una verdadera comida, en la que el mismo Jesús se nos da como alimento. No cabe una interpretación simbólica, como si participar en la Eucaristía fuera tan sólo una metáfora, y no el comer y beber realmente el Cuerpo y la Sangre de Cristo.

    No está Cristo en nosotros después de comulgar como un amigo está en un amigo, mediante una presencia espiritual; está «verdadera, real y substancialmente presente» en nosotros. Existe en la Sagrada Comunión una unión tan estrecha con Jesús mismo que sobrepuja todo entendimiento.

    Cuando decimos: Padre, danos hoy nuestro pan de cada día, y pensamos que en todas nuestras jornadas podemos recibir el Pan de vida, deberíamos llenarnos de alegría y de un inmenso agradecimiento; nos animará a comulgar con frecuencia, y aun diariamente, si nos es posible. Porque «si el pan es diario, ¿por qué lo recibes tú sólo una vez al año? Recibe todos los días lo que todos los días te aprovecha y vive de modo que todos los días seas digno de recibirlo» 16.
     

    III. La Sagrada Eucaristía, de modo análogo al alimento natural, conserva, acrecienta, restaura y fortalece la vida sobrenatural 11. Concede al alma la paz y la alegría de Cristo, como «un anticipo de la bienaventuranza eterna» 12; borra del alma los pecados veniales y disminuye las malas inclinaciones; aumenta la vida sobrenatural y mueve a realizar actos eficaces relativos a todas las virtudes: es «el remedio de nuestra necesidad cotidiana» 13.

    Oculto bajo los accidentes de pan, Jesús espera que nos acerquemos con frecuencia a recibirle: el banquete, nos dice, está preparado 14. Son muchos los ausentes, y Jesús nos espera. Cuando le recibamos, podremos decirle, con una oración que hoy se reza en la Liturgia de las Horas: Quédate con nosotros, Señor Jesús, porque atardece; sé nuestro compañero de camino, levanta nuestros corazones, reanima nuestra débil esperanza 15.

    La fe —que se manifestará en primer lugar en la conveniente preparación del alma— será indispensable para comer este nuevo pan. Los discípulos que aquel día abandonaron al Maestro renunciaron a su fe: prefirieron juzgar por su cuenta.

    Nosotros le decimos, con San Pedro: Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna 16. Y hacemos el propósito de preparar mejor la Comunión, con más fe y con más amor: «Adoradle con reverencia y con devoción; renovad en su presencia el ofrecimiento sincero de vuestro amor; decidle sin miedo que le queréis; agradecedle esta prueba diaria de misericordia tan llena de ternura, y fomentad el deseo de acercaros a comulgar con confianza. Yo me pasmo ante este misterio de Amor: el Señor busca mi pobre corazón como trono, para no abandonarme si yo no me aparto de Él» 17.

    Al terminar nuestra oración, nosotros también le decimos al Señor, como aquellas gentes de Cafarnaún: Señor, danos siempre de ese pan 18.

    Y cuando recemos el Padrenuestro, pensemos un momento que son muchas nuestras necesidades y las de nuestros hermanos; diremos con devoción: Padre, «danos hoy nuestro pan de cada día; lo que necesitamos para subsistir en el cuerpo y en el alma». Mañana nos sentiremos dichosos de pedir de nuevo a Dios que se acuerde de nuestra pobreza. Y El nos dirá: Omnia mea tua sunt 19, todas mis cosas son tuyas.

    1 Cfr. Ex 23, 25; Is 33, 16. -2 Cfr. CATECISMO ROMANO, IV, 13, n. g,3 Cfr. Jn 2, 1 ss; Mt 14, 13-21; Mc 5, 22-43. 4 Jn 6, 48-52. 5 Cfr. Jn 6, 60. — 6 Antífona del «Magníficat» en las Segundas Vísperas. — 7 Cfr. SAGRADA BIBLIA, Santos Evangelios, EUNSA, Pamplona 1983, nota a Jn 6, 52, — s Jn 5, 52. — 9 Cfr. SAGRADA BIBLIA, Santos Evangelios, cit., nota a Jn 6, 54. — 10 SAN AMBROSIO, Sobre los Sacramentos, V, 4. — 11 Cfr. CONC. DE FLORENCIA, Decr. Pro armeniis, Dz. 698. 12 Cfr. Jn 6, 58; Dz. 875. — 13 SAN AMBROSIO, Sobre los Sacramentos. 14 Cfr. Lc 14, 15 ss. — 15 LITURGIA DE LAS HORAS, Oración de las II Vísperas.— 16 Jn 6, 68, — 17 J. ESCRIvÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 161. — Is Jn 6, 34. — 19 Cfr. Lc 15, 31.

     

    28ª SEMANA. MARTES


    41. EL PERDÓN DE NUESTRAS OFENSAS


    I. Padre, perdónanos nuestras ofensas, pedimos todos los días en el Padrenuestro.

    Somos pecadores, y si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros 1, escribe San Juan en su primera Carta. La universalidad del pecado aparece con frecuencia en el Antiguo Testamento 2 y es enseñada también en el Nuevo 3. Cada día tenemos necesidad de pedir perdón al Señor por nuestras faltas y pecados. Le ofendemos quizá en cosas pequeñas y sin una expresa voluntariedad actual, con nuestras acciones y con omisiones; de pensamiento, de palabra y de obra. «Lo que la revelación nos dice coincide con la experiencia. El hombre, cuando examina su corazón, comprueba su tendencia al mal, se ve anegado por muchos males. Esto explica la división íntima del hombre» 4.

    Hoy, mientras hacemos nuestra oración con el Señor, y a lo largo del día, podemos hacer nuestra aquella jaculatoria del publicano que no se atrevía a levantar la vista en el Templo, y que reconocía, como nosotros, haber ofendido al Señor: ¡Oh Dios! —decía, lleno de humildad y de arrepentimiento—, ¡ten compasión de mí, que soy un pecador!5. ¡Cuánto bien nos puede hacer esta breve oración, repetida con un corazón humilde! La puso el Señor en boca del publicano de la parábola, pero para que la repitiéramos nosotros.

    Muchas veces, los hombres suelen confundir el pecado con sus consecuencias. Y les entristece entonces el fracaso que introduce en su vida personal, o la humillación de haber faltado a un deber o los daños producidos a otras personas. Ven el pecado en relación a su propio ideal roto o al mal causado a otros. Sin embargo, no hay pecado sino en cuanto ofensa a Dios; secundariamente, también en relación a uno mismo, a los demás y a toda la sociedad. He pecado contra Yahvé 6, afirma el rey David cuando se da cuenta del delito que cometió contra Urías. Había cometido un adulterio, procurando después la muerte, de forma vergonzosa, al marido de la adúltera, un amigo y uno de sus mejores generales. Sin embargo, el adulterio, el crimen perpetrado, el abuso de poder, el escándalo dado al pueblo, por graves que hubieran sido, los juzgaba superados en malicia por la ofensa a Dios.

    Del incumplimiento de la ley pueden derivarse desastres y sufrimientos, pero pecado propiamente sólo existe ante Dios. He pecado contra el Cielo y contra Ti 7, proclamará el hijo pródigo cuando vuelve arrepentido a la casa paterna. «Sin estas palabras: He pecado, el hombre no puede entrar verdaderamente en el misterio de la muerte y de la resurrección de Cristo, para sacar de ella los frutos de la redención y de la gracia. Estas son palabras-clave. Evidencian sobre todo la gran apertura interior del hombre hacia Dios: Padre, he pecado contra Ti (...).

    »El Salmista habla aún más claramente: Tibi soli peccavi, contra Ti sólo pequé (Sal 50, 6).

    »Ese "Tibi soli" no anula las demás dimensiones del mal moral, como es el pecado en relación a la comunidad humana. Sin embargo, "el pecado" es un mal moral de modo principal y definitivo en relación con Dios mismo, con el Padre en el Hijo. Así, pues, el mundo (contemporáneo) y el príncipe de este mundo trabajan muchísimo para anular y aniquilar este aspecto en el hombre.

    »En cambio, la Iglesia (...) trabaja sobre todo para que cada uno de los hombres se encuentre a sí mismo con el propio pecado ante Dios solo, y en consecuencia para que acoja la penitencia salvífica del perdón contenida en la pasión y en la resurrección de Cristo» 8.

    ¡Qué gran don del Cielo es poder reconocer nuestros pecados, sin excusas ni mentiras, y acercarnos hasta la fuente inagotable de la misericordia divina y poder decir: Padre, perdónanos nuestras ofensas! ¡Qué paz tan grande da el Señor!
     

    II. No basta con reconocer nuestros pecados, «es preciso que su recuerdo sea doloroso y amargo, que hiera el corazón, que mueva el alma al arrepentimiento; de modo que, sintiéndonos angustiados interiormente, nos movamos a recurrir a Dios nuestro Padre, pidiéndole con humildad que nos saque las espinas de los pecados, clavadas en nuestra alma» 9.

    El Señor está dispuesto a perdonarlo todo de todos. Al que viene a Mí —nos dice— Yo no lo echaré fuera 10. No es voluntad de vuestro Padre que está en los cielos —nos enseña en otro lugar—que se pierda ni uno solo de estos pequeñuelos". Es más: como enseña Santo Tomás, la Omnipotencia de Dios se manifiesta, sobre todo, en el hecho de perdonar y usar de misericordia, porque la manera que Dios tiene de mostrar que tiene el supremo poder es perdonar libremente 12. En el Evangelio aparece la misericordia de Jesús para con los pecadores como una constante que se repite una y otra vez: los recibe, los atiende, se deja invitar por ellos, los comprende, los perdona. A veces los fariseos lo criticaban por esto, pero Él los recrimina diciéndoles que no necesitan médico los sanos sino los enfermos, y que el Hijo del hombre ha venido a buscar lo que estaba perdido 13.

    La ofensa ha de ser perdonada por el ofendido. El pecado solamente puede ser perdonado por el mismo Dios. Así lo hicieron notar a Jesús unos fariseos: ¿ Quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios? 14. El Señor no rechazó estas palabras, sino que se sirvió de ellas para mostrarles que El tiene ese poder precisamente porque es Dios. Después de la Resurrección, lo trasmitió a su Iglesia, para que Ella, por medio de sus ministros, lo pudiese ejercer hasta el fin de los tiempos: Recibid el Espíritu Santo —dijo a los Apóstoles—; a quienes perdonéis los pecados, les serán perdonados, a quienes se los retuvierais les serán retenidos 15.

    Al Señor le encontramos siempre dispuesto al perdón y a la misericordia en el sacramento de la Confesión. «Podemos estar absolutamente ciertos —enseña el Catecismo Romano— de que Dios está inclinado hacia nosotros de tal modo que con muchísimo gusto perdona a los que de veras se arrepienten. Es verdad que pecamos contra Dios (...), pero también es verdad que pedimos perdón a un Padre cariñosísimo, que tiene poder para perdonarlo todo, y no sólo dijo que quería perdonar, sino que además anima a los hombres para que le pidan perdón, y hasta nos enseña con qué palabras lo hemos de pedir. Por consiguiente, nadie puede tener duda de que —porque Él lo ha dispuesto— en nuestra mano está, por así decir, recobrar la gracia divina» 16.
     

    III. Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden, rezamos cada día, quizá muchas veces. El Señor espera esta generosidad que nos asemeja al mismo Dios. Porque si vosotros perdonáis a otro sus faltas, también os perdonará vuestro Padre celestial17. Esta disposición forma parte de una norma frecuentemente afirmada por el Señor a lo largo del Evangelio: Absolved y seréis absueltos. Dad y se os dará... La medida que uséis con otros, ésa se usará con vosotros 18.

    Dios nos ha perdonado mucho, y no debemos guardar rencor a nadie. Hemos de aprender a disculpar con más generosidad, a perdonar con más prontitud. Perdón sincero, profundo, de corazón. A veces nos sentimos heridos sin una razón objetiva; sólo por susceptibilidad o por amor propio lastimado por pequeñeces que carecen de verdadera entidad. Y si alguna vez se tratara de una ofensa real y de importancia, ¿no hemos ofendido nosotros mucho más a Dios? El «no acepta el sacrificio de quienes fomentan la división: los despide del altar para que vayan primero a reconciliarse con sus hermanos: Dios quiere ser aplacado con oraciones de paz. La mayor obligación para Dios es nuestra paz, nuestra concordia, la unidad de

     

    1 1 Jn, 8. — 2 Cfr. Job 9, 2; 14, 4; Prov 20, 9; Sal 13, 1-4; 50, 1 ss.; etc. — 3 Cfr. Rom 3, 10-18. — 4 CONC. VAT. 11, Const. Gaudium et spes, 13.—5 Lc18,13.—62Sam12,13.7 Lc15,18.8 JUAN PABLO!!, Angelus 16-111-1980. — 9 CATECISMO ROMANO, IV, 14, n. 6. — 10 ü n 10, 37. — 11 Mt 18, 14. 12 SANTO TOMÁS, Suma Teológica, 1, q. 25 a. 3 ad 3. — 13 Lc 19, 10. -- 14 Cfr. Lc 5, 18-25. 15 Cfr. Jn 20, 19-23. 16 CATECISMO ROMANO, IV, 24, n. 11. -- 17 Mt 14, 15. — 18 Cfr. Lc 6, 37-38. --- 19 SAN CIPRIANO, Tratado de la oración del Señor, 23. 20 SAN JUAN CRISÓSTOMO, Homilías sobre San Mateo, 19, 7.

     

    28ª SEMANA. MIÉRCOLES


    42. LA
    TENTACIÓN Y EL MAL


    I. No nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal, rogamos al Señor en la última petición del Padrenuestro.

    Después de haber pedido a Dios que nos perdone los pecados, le suplicamos enseguida que nos dé las gracias necesarias para no volver a ofenderle y que no permita que seamos vencidos en las pruebas que vamos a padecer, pues «en el mundo la vida misma es una prueba (...). Pidamos, pues, que no nos abandone a nuestro arbitrio, sino que en todo momento nos guíe con piedad paterna y nos confirme en el sendero de la vida con moderación celestial. Y líbranos del mal. ¿De qué mal? Del diablo, de quien procede todo mal» 1. El diablo, que existe, que no deja de rondar alrededor de cada criatura para sembrar la inquietud, la ineficacia, la separación de Dios. «Hay épocas —hacía notar el Papa Juan Pablo II— en las que la existencia del mal entre los hombres se hace singularmente evidente en el mundo. Aparece entonces con más claridad cómo los poderes de las tinieblas, que actúan en el hombre y a través de él, son mayores que el mismo hombre. Lo cercan, lo asaltan desde fuera.

    »Se tiene la impresión de que el hombre actual no quiere ver ese problema. Hace todo lo posible por eliminar de la conciencia general la existencia de esos "dominadores de este mundo tenebroso", esos "astutos ataques del diablo" de los que habla la Carta a los Efesios. Con todo, hay épocas históricas en las que esa verdad de la Revelación y de la fe cristiana, que tanto cuesta aceptar, se expresa con gran fuerza y se percibe de forma casi palpable» 2.

    Jesús, nuestro Modelo, quiso ser tentado para enseñarnos a vencer y para que nos llenemos de ánimo y de confianza en todas las pruebas. No es nuestro Pontífice tal que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas; antes, fue tentado en todo a semejanza de nosotros, fuera del pecado 3. Seremos tentados de una forma u otra a lo largo de la vida. Quizá más cuanto mayor sea nuestro deseo de seguir a Cristo de cerca. La gracia que hemos recibido en el Bautismo y ha aumentado por nuestra correspondencia se verá amenazada hasta el último momento en que dejemos éste mundo. Hemos de estar alerta, con la vigilia del soldado en el campamento. Y hemos de tener siempre presente que nunca seremos tentados más allá de nuestras fuerzas'. Podemos vencer en toda circunstancia si huimos de las ocasiones y pedimos los auxilios oportunos. Y «si alguno aduce la excusa de que la debilidad de la naturaleza le impide amar a Dios, se le debe enseñar que El, que requiere nuestro amor, ha derramado en nuestros corazones la virtud de la caridad por medio del Espíritu Santo (Rom 5, 5); y nuestro Padre celestial da este buen espíritu a quienes se lo piden (cfr. Lc 9, 13); y así, con razón le suplicaba San Agustín: Da lo que mandas, y manda lo que quieras. Y ya que está a nuestra disposición el auxilio divino (...), no hay por qué asustarse por la dificultad de la obra; porque nada es difícil para el que ama» 5.

    La tentación en sí misma no es mala; es más, es una ocasión de mostrar al Señor que le amamos, que le preferimos a cualquier otra cosa, y medio para crecer en las virtudes y en la gracia santificante. Bienaventurado el varón —enseña la Escritura— que soporta la tentación, porque, probado, recibirá la corona de la vida, que Dios prometió a los que le aman 6. Pero, aunque la prueba en sí misma no es un mal, sería una presunción desearla o provocarla de alguna manera. Y en sentido contrario, sería un gran error temerla excesivamente, como si no confiáramos en las gracias que el Señor nos tiene preparadas para vencer, si acudimos a Él en nuestra debilidad. «No te turbes si al considerar las maravillas del mundo sobrenatural sientes la otra voz —íntima, insinuante— del hombre viejo.

    »Es "el cuerpo de muerte" que clama por sus fueros perdidos... Te basta la gracia: sé fiel y vencerás» 7.
     

    II. Tentar —enseña Santo Tomás— no es otra cosa que tantear, poner a prueba. Tentar al hombre es poner a prueba su virtud 8. La tentación es todo aquello —bueno o malo en sí mismo— que en un momento dado tiende a separarnos del cumplimiento amoroso de la voluntad de Dios. Podemos padecer tentaciones que vienen de la propia naturaleza, herida por el pecado original e inclinada al pecado: nacemos con el desorden de la concupiscencia y de los sentidos. El demonio incita al mal, aprovechando esa debilidad y prometiendo una felicidad que él no tiene ni puede dar. Estad alerta y velad, advierte San Pedro, que vuestro adversario el diablo, como león rugiente, anda rondando y buscando a quien devorar9. Sólo «quien confía en Dios no teme al demonio» 19.

    Junto al diablo están aliados el mundo y nuestras propias pasiones, que nos acompañarán siempre. El mundo, en este sentido, está constituido por todo aquello que aleja de Dios: las criaturas que parecen vivir exclusivamente para su amor propio, su vanidad y su sensualidad; los que tienen los ojos puestos sólo en las cosas de la tierra: el dinero y un desordenado deseo de bienestar material, que se considera en la práctica como lo único que realmente vale la pena. Para ellos, son locura y algo propio de siglos atrás el necesario desprendimiento de las cosas de la tierra, la amable austeridad cristiana, la castidad... La mortificación voluntaria, sin la cual no se puede ir adelante en el seguimiento de Cristo, es mirada como necedad. Están incapacitados para entender las cosas de Dios, y querrían inculcar a los demás sus principios, un sentido de la vida en el que Dios no tiene lugar o bien ocupa un puesto muy alejado y secundario. Con palabras, y sobre todo con su ejemplo, se empeñan en llevar a otros por el camino ancho por el que ellos corren. A veces intentan desalentar al que quiere ser consecuente con los principios cristianos, y se burlan de su vida y de sus ideas.

    Dios permite que seamos tentados porque persigue un bien superior. En su Providencia ha dispuesto que también de las pruebas saquemos provecho. A veces son un medio insustituible para acercarnos filialmente a Él.

    La tentación es, frecuentemente, como una bengala que ilumina las profundidades del alma. En la tentación y en la dificultad podemos ver nuestra capacidad real de generosidad, de espíritu de sacrificio, de rectitud de intención..., y también la envidia oculta, la avaricia enmascarada bajo la fachada de falsas necesidades, la sensualidad, la soberbia..., la capacidad de mal que hay en cada uno. En esos momentos podemos crecer en el propio conocimiento y, como consecuencia, en la humildad. Nos hace ver lo débiles que somos y lo cerca que estaríamos del pecado -si el Señor no nos ayudara. Es más fácil entonces pedir auxilio y amparo. ¡Cuántas veces hemos de rezar, conscientes de lo que decimos, a nuestro Padre Dios: no nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal! Las pruebas nos enseñan a disculpar con más facilidad los defectos de los demás y a darnos cuenta de que, al fin y al cabo, es una mota de polvo lo que llevan en el ojo, en comparación con la viga que hemos visto en el nuestro. Por eso, nos ayudan a vivir mejor la caridad, a comprender más y a estar dispuestos a rezar y a prestar la cooperación y el socorro que están a nuestro alcance.

    La tentación impulsa a crecer en las virtudes. Rechazar una duda contra la fe despierta un acto de fe; cortar una incipiente murmuración es crecer en el respeto a los demás; apartar con prontitud un mal pensamiento contra la castidad es ganar en finura en el trato con el Señor. Una época especialmente difícil en tentaciones, que se puede presentar en cualquier edad y momento de la vida interior, será una ocasión excelente para aumentar la devoción a la Virgen, para crecer en humildad, para ser más dóciles y sinceros en la dirección espiritual... No debemos asustarnos ni desanimarnos. Nada nos separa de Dios si la voluntad no lo permite. Nadie peca si no quiere. Ese tiempo difícil, si el Señor lo permitiera, es época de adelantar mucho en la vida interior y de purificar el corazón.

    La tentación puede ser una fuente inagotable de gracias y de méritos para la vida eterna. Porque eras acepto a Dios, fue necesario que la tentación te probara 11. Con estas palabras consoló el Ángel a Tobías en medio de su prueba. También han servido a muchos cristianos a la hora de sus tribulaciones.
     

    III. Para vencer, hemos de pedir ayuda a Nuestro Señor, que está siempre de nuestra parte en la pelea. Él lo puede todo: Confiad, Yo he vencido al mundo 12. Y, junto a Cristo, nosotros podemos decir: Omnia possum in eo qui me confortat. Todo lo puedo en Aquel que me confortará 13. Dominus illuminatio mea et salus mea, ¿quem timebo? El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? 14.

    Contamos en las tentaciones con el auxilio poderoso de los Angeles Custodios, puestos por nuestro Padre Dios para que nos protejan siempre que lo necesitemos: Te enviará a sus ángeles para que no tropieces en piedra alguna 15. A ellos acudiremos con mucha frecuencia pidiéndoles ayuda, pero de modo especial en las tentaciones. El Angel Custodio es un formidable amigo, presto a ayudarnos en los momentos de mayor peligro y necesidad.

    Estamos alerta contra las tentaciones cuando cuidamos la oración personal, que evita la tibieza, y no dejamos la mortificación, que nos mantiene despiertos en las cosas de Dios. Somos fuertes cuando huimos de las ocasiones de pecar, por pequeñas que parezcan, pues sabemos que quien ama el peligro perecerá en él 16; cuando tenemos el día lleno de trabajo intenso, evitando la ociosidad y la pereza. Además, debemos tener en cuenta que es más fácil resistir al principio, cuando la tentación se insinúa, que si permitimos que vaya tomando cuerpo, «pues entonces no dejamos pasar al enemigo de la puerta del alma. Por esto se suele decir: "resiste a los principios; tarde viene el remedio cuando la llaga es vieja"» 17. Aunque, incluso cuando «la llaga es vieja», se puede, con humildad, encontrar el remedio oportuno.

    Combatimos eficazmente las tentaciones manifestándolas con toda sinceridad en la dirección espiritual, pues mostrarlas es ya casi vencerlas. Y si acudimos a la Virgen, Nuestra Señora, siempre saldremos vencedores, aun de las pruebas en que nos sentíamos más perdidos.

    1 SAN PEDRO CRISOLOGO. Sermón 67. — 2 JUAN PABLO II, Homilía 3-V-1987. - 3 Heb 4, 15. 6 Cfr. 1 Cor 10, 13. — 5 CATECISMO ROMANO 111, 1, n. 7. -- 6 Sant 1, 12. — 7 J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Camino, n. 707. -- Cfr. SANTO TOMÁS, Sobre el Padrenuestro, en Escritos de catequesis, p. 160. — 9 1 Pdr 5, 8. — 10 TERTULIANO, Tratado sobre la oración, 8. 11 Tob 12, 13.—12 In I6,23.—13 Flp4, I3.—14 Sal26, 1.—19 Sal 90, 11. — 16 Eclo 3, 27. — 17 T. KEMPis, Imitación de Cristo, 1, 13, 5.

     

    28ª SEMANA. JUEVES


    43. ELEGIDOS DESDE LA ETERNIDAD


    I. Desde la cárcel, donde San Pablo sufre abandonos y soledad, dirige una carta a los primeros cristianos de Efeso. Comienza con un can-to alborozado de acción de gracias por todos los dones recibidos del Señor, de modo particular por la vocación con que Dios nos ha elegido personal-mente desde la eternidad para ser sus discípulos y extender su Reino aquí en la tierra. El Apóstol pone de manifiesto la radical igualdad de la vocación con que todos somos llamados en Cristo por iniciativa de Dios Padre, pues en El nos eligió an-tes de la creación del mundo para que fuéramos santos y sin mancha ante Él por el amor. El nos ha destinado en la persona de Cristo —por pura iniciativa suya— a ser sus hijos, para que la gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha con
    cedido en su querido Hijo, redunde en alabanza suya'.

    Todo creyente, cada uno de nosotros, ha sido llamado desde la eternidad a la más alta vocación divina. Dios Padre quiso expresamente llamarnos a la vida (ningún hombre ha nacido por azar), creó directamente nuestra alma única e irrepetible, y nos hizo participar de su vida íntima mediante el Bautismo. Con este sacramento nos ha ungido Dios con su unción, y también nos ha marcado con su sello, y ha puesto en nuestros corazones el Espíritu como prenda 2. Nos ha designado en la vida un cometido propio, y nos ha preparado amorosamente un lugar en el Cielo, donde nos espera como un padre aguarda a su hijo después de un largo viaje.

    Supuesta esta vocación radical a la santidad y al apostolado, Dios hace a cada uno un llamamiento particular. A la inmensa mayoría, con una vocación plena, les llama a vivir en medio del mundo para que —desde dentro— lo transformen y lo dirijan a El, y se santifiquen mediante las actividades terrenas. A otros, siempre pocos en relación con todos los bautizados, les pide un alejamiento de esas realidades, dando un testimonio público —como almas consagradas— de su pertenencia a Dios. El Señor, de un modo misterioso y delicado, nos va dando a conocer lo que quiere de nosotros. Incluso dentro de la propia vocación —casados, solteros, sacerdotes el Señor señala un sendero propio por donde ir a Él, arrastrando a otros muchos con nosotros. «En efecto, Dios ha pensado en nosotros desde la eternidad y nos ha amado como personas únicas e irrepetibles, llamándonos a cada uno por nuestro nombre, como el Buen Pastor que a sus ovejas las llama a cada una por su nombre (Jn 10, 3). Pero el eterno plan de Dios se nos revela a cada uno a través del desarrollo histórico de nuestra vida y de sus acontecimientos, y, por tanto, sólo gradualmente: en cierto sentido día a día.

    »Y para descubrir la concreta voluntad del Señor sobre nuestra vida son siempre indispensables la escucha pronta y dócil de la palabra de Dios y de la Iglesia, la oración filial y constante, la referencia a una sabia y amorosa dirección espiritual, la percepción en la fe de los dones y talentos recibidos y, al mismo tiempo, de las diversas situaciones sociales e históricas en las que está inmerso» 3.

    Así, en el transcurso del tiempo, el Señor nos lleva de la mano a metas de santidad cada vez más altas. Si somos fieles, si tenemos el oído atento, el Espíritu Santo nos conduce a través de los acontecimientos normales de la vida, nos enseña, interpretándolos rectamente y sacando de ellos —sean del signo que sean— más amor a Dios.
     

    II. La vocación es un don inmenso, del que hemos de dar continuas gracias a Dios. Es la luz que ilumina el camino: el trabajo, las personas, los acontecimientos... Sin ella, sin el conocimiento de esa voluntad específica de Dios que nos encamina derechamente al Cielo, estaríamos con el débil candil de la voluntad propia, con el peligro de tropezar a cada paso. La vocación nos proporciona luz, y también las gracias necesarias para salir fortalecidos de todas las incidencias de la vida. «En la vocación, el hombre, de una manera definitiva, se conoce a sí mismo, conoce al mundo, y conoce a Dios. Es el punto de referencia a partir del cual cada ser humano puede juzgar con plenitud todas las situaciones por las que haya atravesado y atraviese su vida» 4. Conocer cada vez más profundamente ese querer divino particular es siempre un motivo de esperanza y de alegría.

    Con la vocación recibimos una invitación a entrar en la intimidad divina, al trato personal con Dios, a una vida de oración. Cristo nos llama a hacer de Él el centro de la propia existencia, a seguirle en medio de nuestras realidades diarias: el hogar, la oficina, el comercio...; y a conocer a los demás hombres como personas e hijos de Dios, es decir, como seres con valor en sí, objetos del amor de Dios, y a quienes hemos de ayudar en sus necesidades materiales y espirituales. Y esto no a seres ideales, sino a las personas corrientes que vemos todos los días, con sus virtudes y sus defectos.

    El querer divino se nos puede presentar de golpe, como una luz deslumbrante que lo llena todo, como fue el caso de San Pablo camino de Damasco, o bien se puede revelar poco a poco, en una variedad de pequeños sucesos, como Dios hizo con San José. «De todos modos, no se trata sólo de saber lo que Dios quiere de nosotros, de cada uno, en las diversas situaciones de la vida. Es necesario hacer lo que Dios quiere, como nos lo recuerdan las palabras de María, la Madre de Jesús, dirigiéndose a los sirvientes de Caná: Haced lo que El os diga (Jn 2, 5). Y para actuar con fidelidad a la voluntad de Dios hay que ser capaz y hacerse cada vez más capaz (...). Esta es la tarea maravillosa y esforzada que espera a todos los fieles laicos, a todos los cristianos, sin pausa alguna: conocer cada vez más las riquezas de la fe y del Bautismo y vivirlas con creciente plenitud» 5. Esta plenitud se realizará día a día, siendo fieles en lo pequeño, correspondiendo a las gracias que el Señor derrama cada jornada para que cumplamos con perfección, con amor, los deberes de cada momento. Y esto los días en que nos encontramos con más capacidad y también aquellos otros en los que todo parece que cuesta más.


    III. Elegit nos in ipso ante mundi constitutionem..., nos eligió el Señor antes de la constitución del mundo. Y Dios no se arrepiente de las elecciones que hace. Ésta es la esperanza y la seguridad de nuestra perseverancia a lo largo del camino, en medio de las tentaciones o dificultades que hayamos de padecer. El Señor es siempre fiel, y tendremos cada día la gracia necesaria para mantener nosotros esta fidelidad. «Nuestro Señor —enseña San Francisco de Sales— tiene un continuo cuidado de los pasos de sus hijos, es decir, de aquellos que poseen la caridad, haciéndoles caminar delante de El, tendiéndoles la mano en las dificultades. Así lo declaró por Isaías: Soy
    tu Dios, que te toma de la mano y te dice: No temas, Yo te ayudaré (Is 41, 13). De modo que, además de mucho ánimo, debemos tener suma confianza en Dios y en su auxilio, pues, si no faltamos a la gracia, Él concluirá en nosotros la buena obra de nuestra salvación, que ha comenzado» 6.

    Junto a esta confianza en la ayuda divina, es necesario el esfuerzo personal por corresponder a las sucesivas llamadas que realiza el Señor a lo largo de una vida. Porque la entrega a Dios que comporta toda vocación no se agota en una sola decisión ni en una determinada época de la vida. Dios sigue llamando, sigue pidiendo hasta el final... Alguna vez puede costar mantenerse fiel al Señor, pero si acudimos a ÉI comprendemos que su yugo es suave y su carga ligera 7, y ese peso se torna alegre. Nunca nos pedirá Dios más de lo que podamos dar. Él nos conoce bien y cuenta con la flaqueza humana, los defectos y las equivocaciones. A la vez que supone nuestra sinceridad y la humildad de recomenzar.

    En la Virgen, Nuestra Madre, está puesta nuestra esperanza para salir adelante en los momentos difíciles y siempre. En Ella encontramos la fortaleza que nosotros no tenemos. «Ama a la Señora. Y Ella te obtendrá gracia abundante para vencer en esta lucha cotidiana. —Y no servirán de nada al maldito esas cosas perversas, que suben y suben, hirviendo dentro de ti, hasta querer anegar con su podredumbre bienoliente los grandes ideales, los mandatos sublimes que Cristo mismo ha puesto en tu corazón. —"Serviam!"» 8.

    t Primera lectura. Año 11. Ef 1, 4-6. — 2 2 Cor 1, 21-22. — s JUAN PABLO II, Exhort. Apost. Christifideles laici, 30-XII-1988, 58. — I J. L. ILLANES, Mundo y santidad, Rialp, Madrid 1984, p. 109. — s JUAN PABLO II, loc. cit. — 6 SAN FRANCISCO DE SALES, Tratado del amor de Dios, 111, 4. — 7 Cfr. Mt 11, 30. — 8 J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Camino, n. 493.

     

    28ª SEMANA. VIERNES


    44. EL
    FERMENTO DE LOS FARISEOS

  • La hipocresía de los fariseos.


  • I. Se reunió tal muchedumbre para ver a Jesús que se atropellaban unos a otros. Y entre tantos como le rodeaban, el Maestro se dirigió en primer lugar a sus discípulos con esta advertencia: Guardaos de la levadura de los fariseos, que es la hipocresía. Y añadió:
    Nada hay oculto que no sea descubierto, ni secreto que no llegue a saberse. Porque cuanto hayáis dicho en la oscuridad será escuchado a la luz; cuanto hayáis hablado al oído bajo este techo será pregonado sobre los terrados 1.

    La palabra hipócrita designaba en el mundo .griego antiguo al actor que, con una máscara y un disfraz, asumía una personalidad ajena. Fingía ante el público ser otro, frecuentemente muy lejano a su propia realidad: unas veces era rey y, otras, mendigo o general. Le bastaba con ocultar su propio ser detrás de la máscara y tomar cualidades y sentimientos postizos. Su papel se desarrollaba cara al público, teniendo como regla suprema de su actuación la aprobación y el aplauso de la galería.

    El ser íntimo —la levadura— de muchos fariseos era la hipocresía, el actuar de cara a los demás y no de cara a Dios. Su vida era tan falsa como la de los actores durante la representación. Cayeron en la tentación de darle gran importancia al juicio de los hombres —¡tan endeble y pasajero!— y descuidar el de Dios. El Señor les dirá en otra ocasión que son semejantes a sepulcros blanqueados: por fuera parecen hermosos y por dentro están llenos de huesos que se pudren 2. En realidad llevaban una doble vida: una llena de máscaras, de apariencias, de falsedad, que andaba pendiente del concepto que los hombres tenían de ellos; otra, descuidada y poco generosa, de cara a Dios.

    El Señor quiere para los suyos una levadura, un modo de ser, bien distinto. Quiere que tengamos ante Él y ante los demás una única vida, sin máscaras, sin disfraces, sin mentiras. Hombres y mujeres de una pieza, que van con la verdad por delante.
     

    II. Jesús mismo nos enseñó el modo de comportarnos: Sea vuestro modo de hablar sí, sí, o no, no; lo que pasa de esto, de mal principio procede 3. En el trato con los demás la palabra del hombre debe bastar. El sí debe ser y el no, no. El Señor quiso realzar el valor y la fuerza de la palabra de un hombre de bien que se siente comprometido por lo que dice.

    Nuestra palabra y nuestra actuación de cristianos y de hombres honrados ha .de tener un gran valor delante de los demás, porque hemos de buscar siempre y en todo la verdad, huyendo de la hipocresía y de la doblez. En las situaciones normales de la vida debe bastar la palabra del cristiano para dar toda la fuerza necesaria a lo que afirma o promete. La verdad es siempre un reflejo de Dios y debe ser tratada con respeto. Si tenemos el hábito de decir siempre la verdad, aun en asuntos que parecen intrascendentes, nuestra palabra tendrá una gran fuerza, «como la firma de un notario», que no se pone en entredicho. Así imitamos al Señor.

    Muy lejos de lo que ha de ser un cristiano está el hombre de ánimo doble, inconstante en todos sus caminos 4, que presenta una personalidad o unas ideas, como los actores, según el público que tenga delante. Es un hombre de ánimo doble —comenta San Beda— «el que aquí quiere regocijarse con el mundo, y allí reinar con Dios 5.

    Hoy se hace especialmente urgente para el cristiano el ser un hombre, una mujer, de una sola paPabra, de «una sola vida», sin utilizar máscaras o disfraces ante situaciones en las que puede ser costbso mantener la verdad, sin preocuparse excesivamente del «qué dirán» y echando lejos los res' petos humanos, rechazando toda hipocresía. La veracidad es la virtud que inclina a decir siempre la verdad y a manifestarse al exterior tal como se es interiormente 6, enseña Santo Tomás de Aquino. Con todo, se darán casos en los que no estemos obligados a manifestar la verdad, y aun, en ocasiones, es deber grave de justicia no revelarla: pueden ser motivos de secreto profesional, de seguridad pública u otras graves razones, entre las que destaca el sigilo sacramental del confesor y lo que hace referencia a la dirección espiritual. En esos casos caben diversos modos de ocultar la verdad, sin incurrir en la mentira. También, cuando el que pregunta no tiene derecho alguno a conocer la verdad y, en casos extremos, actúa como injusto agresor, perdiendo incluso el derecho a no ser engañado. Pero, «no olvidemos, por lo demás, que con frecuencia es culpa nuestra el que nos hagan preguntas indiscretas. Si guardásemos mejor el recogimiento y el silencio, no nos las harían o nos las formularían rarísimas veces» 7.

    Imitemos al Señor en su amor a la verdad. Formulemos el propósito de huir de la mentira y de todo aquello que suene a falso e hipócrita. «Leías en aquel diccionario los sinónimos de insincero: "ambiguo, ladino, disimulado, taimado, astuto"... —Cerraste el libro, mientras pedías al Señor que nunca pudiesen aplicarte esos calificativos, y te propusiste afinar aún más en esta virtud sobrenatural y humana de la sinceridad» 8.


    III. Dice Jesús: Yo soy la Verdad 9. Él tiene la verdad en plenitud, y ésta nos vino por medio de É110. Toda su enseñanza, también su vida y su muerte, constituyen un testimonio de la Verdad H. Aquel en quien está la verdad es de Dios y, por tanto, tiene el oído atento para escuchar a Dios 12.

    La verdad tuvo su origen en Dios y la mentira en la oposición consciente a El. Por eso llama Jesús al demonio padre de la mentira, porque la mentira comenzó con él. Y el que miente tiene al diablo como padre 13. Por eso, la enseñanza moral de la Iglesia reprueba no sólo la falsedad que produce un daño al prójimo, sino que también desaprueba a los que —sin acarrear daño al prójimo—«mienten por recreo y diversión, y a los que lo hacen por interés y utilidad» 14.

    La falta de veracidad que se manifiesta en la mentira o en la hipocresía, o en la falta de «unidad de vida», revela una discordia interior, una fractura de la misma personalidad humana. Un hombre, una mujer así es como una campana rota: carece de buen sonido. El testimonio que el Señor manifestó acerca de Natanael, indicando que era un. israelita sin doblez 15, es lo más bello que se puede decir de un hombre: «en él no hay doblez; es de una pieza». Eso mismo debe poderse decir de cada uno de nosotros, de cada cristiano.

    Estamos en una época en la que se valora extraordinariamente la sinceridad, pero a la que, por contraste, se le ha llamado el tiempo de los impostores, de la falsedad y de la mentira 16. Entre otros, pueden ser a veces impostores «los hombres de la gran prensa, que, divulgando indiscreciones sensacionalistas e insinuaciones calumniosas...», confunden a sus lectores. A la «gran prensa» se le podrían añadir en muchas ocasiones el cine, la radio, la televisión... Estos instrumentos, que por su naturaleza han de ser trasmisores de la verdad, «si los manipula gente astuta, a fuerza de bombardear a los receptores con colores sonorizados y de una persuasión tanto más eficaz cuanto más oculta, son capaces de hacer que los hijos acaben odiando al mejor de los padres y la gente vea blanco lo que es negro» 17, que se cambien los criterios morales de una sociedad. Siempre que tengamos esos medios a nuestro alcance, los usaremos para hacer llegar la verdad a la sociedad, principalmente sobre esos temas que, por su trascendencia, marcan el futuro de un pueblo: la defensa de la vida, desde su concepción; la dignidad de la familia y de la persona; la justicia social; el derecho al trabajo; la preocupación por los más débiles... Muchas veces, esos medios están al alcance de todos: una carta, una llamada por teléfono, participar en una encuesta o en un programa de la radio..., nos pueden permitir que muchos oigan la doctrina de la Iglesia sobre esas materias, o manifestar la disconformidad con un programa o artículo que conculca los fundamentos morales de un hombre de bien. No dejemos de actuar pensando que es poco lo que podemos hacer. Muchos pocos cambian el rumbo de una sociedad.

    Al terminar nuestra oración, acudamos a Nuestra Señora para vivir en todo momento la verdad sin componendas, y para darla a conocer sin las trabas de los respetos humanos o de la pereza, causante de tantas omisiones. Pidámosle una vida sin doblez, sin la hipocresía que echó en cara Jesús a aquellos fariseos.

    «"Tota pulchra es Maria, et macula originalis non est in te!" —¡toda hermosa eres, María, y no hay en ti mancha original!, canta la liturgia alborozada. No hay en Ella ni la menor sombra de doblez: ¡a diario ruego a Nuestra Madre que sepamos abrir el alma en la dirección espiritual, para que la luz de la gracia ilumine toda nuestra conducta!

    »—María nos obtendrá la valentía de la sinceridad, para que nos alleguemos más a la Trinidad Beatísima, si así se lo suplicamos» 18.

    1 Lc 12, 1-3. — 2 Cfr. Mt 23, 27. — 3 Mt 5, 37. — 4 Cfr. Sant 1, 8. — 5 SAN BEDA, Comentario a la Carta del Apóstol Santiago, 1, 8. — 6 Cfr. SANTO To-MAs, Suma Teológica, 2-2, q. 109, a. 3 ad 3. — 7 R. GARRIGOU-LAGRANGE, Las tres edades de la vida interior, vol. II, p. 717. — 8 J. EscRIvÁ DE BALAGUER, Surco, n. 337. — 9 Jn 14, 6. — 10 Cfr. Jn 1, 14; 17. 11 Cfr. Jn 18, 37. — 12 Cfr. Jn 8, 44. — 13 Cfr. Jn 8, 42 ss. — 14 CATECISMO ROMANO, III, 9, n. 23. — 15 Cfr. Jn 1, 47. — 16 Cfr. A. LUCIANI, Ilustrísimos señores, p. 141 ss. — 17 Ibidem, pp. 141-142. — 18 J. ESCRIVA DE BALAGUER, o. C., n. 339.

     

    28ª SEMANA. SÁBADO


    45. EL PECADO CONTRA EL ESPÍRITU SANTO

  • Abiertos a la misericordia divina.

  • I. San Lucas recoge en el Evangelio de la Misa de hoy una fuerte sentencia de Jesús: Todo el que diga una palabra contra el Hijo del Hombre, será perdonado; pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo, no será perdonado 1. San Marcos añade que esta blasfemia no tendrá perdón jamás; el que la cometa será reo de castigo eterno 2.

    San Mateo sitúa esta sentencia en un contexto que explica mejor las palabras del Señor 3. Relata este Evangelista que la multitud, asombrada ante tantas maravillas, se preguntaba: ¿No será éste el Hijo de David?4. Pero los fariseos, ante tantos prodigios que no pueden negar, no quieren rendir sus inteligencias ante esos hechos que todo el mundo conoce; no encuentran otra salida que atribuir al mismo demonio la acción divina de Jesús. Es tal la dureza de su corazón que, con tal de no ceder, están dispuestos a tergiversar radicalmente lo que resulta evidente para todos. Por eso murmuraban: Este no expulsa los demonios sino por Beelzebul, príncipe de los demonios. En esa cerrazón a la gracia y tergiversación de los hechos sobrenaturales consiste la blasfemia imperdonable contra el Espíritu Santo: en excluir la misma fuente del perdón 5. Todo pecado, por grande que sea, puede ser perdonado, porque la misericordia de Dios es infinita; pero para que se otorgue ese perdón divino es necesario reconocer el pecado y creer en el perdón y en la misericordia del Señor, cercano siempre a nuestra vida. La cerrazón de aquellos fariseos impedía que la poderosa acción divina llegara hasta ellos.

    Jesús llama a esta actitud pecado contra el Espíritu Santo. Y es imperdonable, no tanto por su gravedad y malicia, sino por la disposición interna de la voluntad, que anula toda posibilidad para el arrepentimiento. El que peca así, se sitúa, él mismo, fuera del perdón divino.

    El Papa Juan Pablo II nos advierte de la extrema gravedad de esta actitud ante la gracia, que lleva consigo una deformación de la conciencia, pues «la blasfemia contra el Espíritu Santo es el pecado cometido por el hombre que reivindica un pretendido "derecho a perseverar en el mal" —en cualquier pecado— y rechaza la Redención. El hombre encerrado en el pecado, haciendo imposible por su parte la conversión y, por consiguiente, también la remisión de sus pecados, que considera no esencial o sin importancia para su vida» 6.

    Nosotros le pedimos hoy al Señor una radical sinceridad y una verdadera humildad para reconocer nuestras faltas y pecados, también los veniales, que no nos acostumbremos a ellos, que seamos rápidos en acudir a El y que nos perdone y deje nuestro corazón sensible a la acción del Espíritu Santo. Y a Nuestra Señora le pedimos el santo temor de Dios para no perder nunca el sentido del pecado, y la conciencia de los propios errores y flaquezas. «Cuando tenemos turbia la vista, cuando los ojos pierden claridad, necesitamos ir a la luz. Y Jesucristo nos ha dicho que El es la Luz del mundo y que ha venido a curar a los enfermos» 7.


    II. Jesucristo nos dio a conocer plenamente al Espíritu Santo como una Persona distinta del Padre y del Hijo, como el Amor personal dentro de la Trinidad Beatísima, que es la fuente y modelo de todo amor creado
    8.

    En todas las acciones de Jesús está presente el Espíritu, pero será en la Ultima Cena cuando el Señor hable de Él con más claridad, como de una Persona distinta del Padre y del Hijo, y muy cercano a la Redención del mundo. Jesús se refiere a Él como a un paráclito o consejero, esto es, un abogado y confortador. La palabra paráclito era usada en el mundo profano griego para referirse a una persona llamada a asistir o a hablar por otra, especialmente en los procesos legales. El Espíritu Santo tiene por eso una particular misión en lo que se refiere al juicio de la propia conciencia y a ese otro juicio tan especial de la Confesión, en el que el reo sale absuelto para siempre de sus culpas y lleno de una riqueza nueva.

    La misericordia divina, que se ejerce por esta acción misteriosa y salvífica del Espíritu Santo, «encuentra en el hombre que se halla en esta condición (de falta de apertura a la acción de la gracia) una resistencia interior, como una impermeabilidad de la conciencia, un estado de ánimo que podría decirse consolidado en razón de una libre elección: es lo que la Sagrada Escritura suele llamar dureza de corazón (cfr. Sal 81, 13; Jer 7, 24; Mc 3, 5). En nuestro tiempo a esta actitud de mente y corazón corresponde quizá la pérdida del sentido del pecado» 9.

    Lo contrario a la dureza de corazón es la delicadeza de conciencia, que tiene el alma cuando aborrece todo pecado, incluso venial, y procura ser dócil a las inspiraciones y gracias del Espíritu Santo, que son incontables a lo largo del día. «Cuando uno tiene sano el olfato del alma —hacía notar San Agustín—, al instante percibe el mal olor de los pecados» 10. ¿Somos sensibles nosotros a las ofensas que se hacen a Dios? ¿Reaccionamos con prontitud ante nuestras faltas y pecados?


    III. En muchos hombres se va perdiendo el sentido del pecado, y, consiguientemente, el sentido de Dios. No es raro que en el cine, en la televisión, en comentarios de prensa se enjuicien ideas y hechos contrarios a la ley de Dios como asuntos normales, que a veces se deploran por sus consecuencias dañinas para la sociedad y para el individuo, pero sin referencia alguna al Creador. En otras ocasiones, se exponen estos hechos como sucesos que atraen la curiosidad pública, pero sin darles una mayor trascendencia: infidelidades matrimoniales, hechos escandalosos, difamaciones, faltas contra el honor, divorcios, estafas, prevaricaciones, cohechos... No faltan quienes, aun llamándose cristianos, se recrean en esas situaciones, las coñsideran con detenimiento; entrevistan a sus protagonistas... y parece como si no se atrevieran a llamarlas por su nombre. En todo caso, se suele olvidar lo más importante: la relación con Dios, que es lo que da el verdadero sentido a lo humano. Se juzga con criterios muy alejados del sentir de Dios, como si
    Al no existiera o no contara en los asuntos de la vida. Es un ambiente pagano generalizado, parecido al que encontraron los primeros cristianos, y que hemos de cambiar, como ellos hicieron.

    En nuestra propia vida sentiremos el peso de nuestros pecados sólo cuando consideremos esas faltas, ante todo, como ofensas a Dios, que nos separan de Él y nos vuelven torpes y sordos para oír al Paráclito, al Espíritu Santo, en el alma. Cuando las propias debilidades no se relacionan con el Señor, ocurre lo que ya hacía notar San Agustín: hay —afirma el Santo— quienes, al cometer cierta clase de pecados, se imaginan no pecar, porque dicen que no hacen mal a nadie 11. ¡Qué gracia tan grande, por el contrario, sentir el peso de nuestras faltas, que nos llevará a hacer actos reiterados de contrición y a desear ardientemente la Confesión frecuente, donde el alma se purifica y se dispone para estar cerca de Dios! «Si no andáis encorvado y entristecido por el pecado, no le habéis conocido (el mal cometido) —enseña San Juan de Avila—. Pesa el pecado: sicut onus grave gravatae sunt super me (Sal 37, 5). Más pesa el pecado que yo... ¿Qué cosa es el pecado? Una deuda insoluble, una carga insoportable que ni quintales pesan tanto» 12. Y más adelante dice el Santo: «No hay carga tan pesada, 'i por qué no la sentimos? Porque no hemos sentido la bondad de Dios» 13. San Pedro descubrió en la pesca milagrosa la divinidad de Cristo y su propia poquedad. Por eso se echó a los pies de Jesús y le dijo: Apártate de mí, Señor, que soy un pobre pecador 14. Pedía al Señor que se apartara, porque le parecía que, con la oscuridad de sus flaquezas, no podría soportar su radiante luz. Y mientras sus palabras declaraban su indignidad, los ojos y toda su actitud rogaban a Jesús fervientemente que lo tomaran con El para siempre.

    La suciedad de los pecados necesita un término de referencia, y éste es la santidad de Dios. El cristiano sólo percibe el desamor cuando considera el amor de Cristo. De otro modo justificará fácilmente todas sus debilidades. Pedro, que ama a Jesús profundamente, sabrá arrepentirse de sus negaciones, precisamente con un acto de amor, que quizá nosotros también hemos empleado muchas veces: Domine —le dirá aquella mañana después de la segunda pesca milagrosa—, tu omnia nosti, tu scis quia amo te 15. Señor, Tú sabes todas las cosas, Tú sabes que te amo. Así acudiremos al Señor con un acto de amor, cuando no hayamos correspondido al suyo. La contrición da al alma una gran fortaleza, devuelve la esperanza y proporciona una particular delicadeza para oír y entender a Dios.

    Pidamos con frecuencia a Nuestra Madre Santa María, que tan dócil fue a las mociones del Espíritu Santo, que nos enseñe a tener una conciencia muy delicada, que no nos acostumbremos al peso del pecado y que sepamos reaccionar con prontitud ante el más pequeño pecado venial deliberado.

    1 Lc 12, 10. — 2 Cfr. Mc 3, 29. — 3 Cfr. Mt 12, 32. — 4 Mt 12, 13. — 5 Cfr. SANTO ToMAs, Suma Teológica, 2-2, q. 14, a. 3. — 6 JUAN PABLO II, Enc. Dominum et vivificantem, 18-V-1986, 46. — 7 J. ESCRIVA DE BALAGUER, Forja, n. 158. — 5 Cfr. CONC. VAT. 11, Const. Gaudium et spes, 24. — 9 JUAN PABLO II, loc. cit., 47. — 15 SAN AGUSTÍN, Comentarios a los Salmos, 37, 9. — 11 Cfr. IDEM, Sermón 278, 7. — 12 SAN JUAN DE ÁVILA, Sermón 25, para el Domingo 21 después de Pentecostés, en Obras completas, vol. II, p. 354. — 13 Ibidem, p. 355. — 14 Cfr. Lc 5, 8-9. — 15 Jn 21, 17.