VIGÉSIMO SEXTO DOMINGO
CICLO A


19. LA VIRTUD DE LA OBEDIENCIA

1. ¿Qué os parece?, comenzó Jesús dirigiéndose a los que le rodeaban. Un hombre tenía dos hijos; dirigiéndose al primero, le mandó: Hijo, ve hoy a trabajar a mi viña. Pero él le contestó: No quiero. Sin embargo se arrepintió después y fue. Lo mismo dijo al segundo. Y éste respondió: Voy, señor; pero no fue. Preguntó Jesús cuál de los dos hizo la voluntad del padre. Y todos contestaron: el primero, el que de hecho fue a trabajar a la viña. Y Jesús prosiguió: En verdad os digo que los publicanos y las meretrices os van a preceder en el reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros por el camino de la justicia y no le creísteis; en cambio, los publicanos y las meretrices le creyeron 1.

El Bautista había señalado el camino de la salvación, y los escribas y fariseos, que se ufanaban de ser fieles cumplidores de la voluntad divina, no le hicieron caso. Estaban representados por el hijo que dice «voy», pero de hecho no va. En teoría eran los cumplidores de la Ley, pero a la hora de la verdad, cuando llega a sus oídos la voluntad de Dios por boca de Juan, no la cumplen, no supieron ser dóciles al querer divino. En cambio, muchos publicanos y pecadores atendieron su llamada a la penitencia y se arrepintieron: están representados en la parábola por el hijo que al principio dijo «no voy», pero en realidad fue a trabajar a la viña. Obedeció, agradó a su padre con las obras.

El mismo Señor nos dio ejemplo de cómo hemos de llevar a cabo ese querer divino, que se nos manifiesta de formas tan diversas, «pues en cumplimiento de la voluntad del Padre, inauguró en la tierra el Reino de los Cielos, nos reveló su misterio y efectuó la redención con la obediencia» 2. San Pablo, en la Segunda lectura de la Misa 3, nos pone de manifiesto el amor de Jesucristo a esta virtud: siendo Dios, se humilló a Sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz. En aquellos tiempos la muerte de cruz era la más infamante, pues estaba reservada a los peores criminales. De ahí que la expresión máxima de su amor a los planes salvíficos del Padre consistió en obedecer hasta la muerte y muerte de cruz.

Cristo obedece por amor; ése es el sentido de la obediencia cristiana: la que se debe a Dios, la que debemos prestar a la Iglesia, a los padres, a los superiores, la que de un modo u otro rige la vida profesional y social. Dios no quiere servidores de mala gana, sino hijos que quieran cumplir su voluntad con alegría, que obedezcan. Cuenta Santa Teresa que, estando un día considerando la gran penitencia que llevaba a cabo una buena mujer conocida suya, le entró una santa envidia pensando que ella también la podría hacer, si no fuera por el mandato expreso que había recibido de su confesor. De tal manera quería emular a aquella mujer penitente que pensó si sería mejor no obedecer en este consejo al confesor. Entonces, le dijo Jesús: «Eso no, hija; buen camino llevas y seguro. ¿Ves toda la penitencia que hace?; en más tengo tu obediencia»'.


II. La obediencia de Jesús —como nos enseña San Pablo— no consistió simplemente en dejarse someter a la voluntad del Padre, sino que fue El mismo quien se hizo obediente: su obediencia activa asumió como propios los designios del Padre y los medios para alcanzar la salvación del género humano.

Una de las señales más claras de andar en el buen camino, el de la humildad, es el deseo de obedecer 5, «mientras que la soberbia nos inclina a hacer la propia voluntad y a buscar lo que nos ensalza, y a no querer dejarnos dirigir por los demás, sino dirigirlos a ellos. La obediencia es lo contrario de la soberbia. Mas el Unigénito del Padre, venido del Cielo para salvarnos y sanarnos de la soberbia, se hizo obediente hasta la muerte en la cruz» 6. El nos ha enseñado por dónde hemos de dirigir nuestros pasos: lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero, recitan hoy los sacerdotes en la Liturgia de las Horas7.

La obediencia nace de la libertad y conduce a una mayor libertad. Cuando el hombre entrega su voluntad en la obediencia conserva la libertad en la determinación radical y firme de escoger lo bueno y lo verdadero. Quien elige una autopista para llegar antes y con más seguridad a su destino, no se siente coaccionado por los límites y las indicaciones que encuentra; la cuerda que liga al alpinista con sus compañeros de escalada no es atadura que le perturbe —aunque le tenga firmemente sujeto—, sino vínculo que le da seguridad y le evita caer al abismo; los ligamentos que unen las diversas partes del cuerpo no son ataduras que impiden los movimientos, sino garantía de que éstos se realicen con soltura y firmeza. El amor es lo que hace que la obediencia sea plenamente libre. ¿Cómo pensar que Cristo —que tanto amó y nos inculcó esta virtud— no lo fuera? «Para quien quiere seguir a Cristo, la ley no es pesada. Sólo se convierte en una carga si no se acierta a ver en ella la llamada de Jesús o no se tienen ganas de seguir esa llamada. Por lo tanto, si la ley resulta a veces pesada, puede ser que haya que mejorar no tanto la ley como nuestro empeño por seguir a Cristo.

»Si me amáis, guardaréis mis mandamientos (Jn 14, 15). Por esto es por lo que quiero obedecerte a Ti y obedecer a tu Iglesia, Señor; no principalmente porque yo vea la racionalidad de lo que se manda (aunque esa racionalidad es tantas veces evidente), sino —principalmente— porque quiero amarte, y demostrarte mi amor. Y también porque estoy convencido de que tus mandamientos proceden del amor y me hacen libre. Corro por los caminos de tus mandamientos, pues Tú dilatas mi corazón... Andaré por camino espacioso, porque busco tus preceptos (Sal 119, 32-45)»8.


III. Mejor es la obediencia que las víctimas 9, leemos en la Sagrada Escritura. «Y con razón —comenta San Gregorio Magno— se antepone la obediencia a las víctimas, porque mediante las víctimas se inmola la carne ajena, y en cambio por la obediencia se inmola la propia voluntad» 10, lo más difícil de entregar, porque es lo más íntimo y propio que poseemos. Por eso es tan grata al Señor, y de ahí el empeño de Jesús, a quien los vientos y el mar le obedecen 11, por enseñarnos con su palabra y con su vida que el camino del bien, de la paz del alma y de todo progreso interior pasa por el ejercicio de esta virtud. Ya en el Antiguo Testamento estaba escrito: Vir obediens loquetur victoriam 12, el que obedece alcanza la victoria, «el que obedece, vence», obtiene la gracia y la luz necesaria, pues recibe el Espíritu Santo, que Dios otorga a los que obedecen 13. «¡Oh virtud de obedecer, que todo lo puedes!» 14, exclamaba Santa Teresa. Por ser tantos los bienes que se derivan del ejercicio de esta virtud y el camino que lleva más derechamente a la santidad, el demonio tratará de interponer muchas falsas razones y excusas para no obedecer 15.

Con todo, la necesidad de obedecer no proviene sólo de los bienes tan grandes que reporta al alma, ni de una eficacia organizativa..., sino de su íntima unión con la Redención: es parte esencial del misterio de la Cruz 16. Por tanto, el que pretendiera poner límites a la obediencia querida por Dios, limitaría a la vez su unión con Cristo y difícilmente podría identificarse con Él, fin de toda la vida cristiana, porque habéis de tener en vuestros corazones los mismos sentimientos que tuvo Jesucristo en el suyo, el cual, teniendo la naturaleza de Dios..., no obstante se anonadó a Sí mismo tomando forma de siervo 17.

El deseo de imitar a Cristo nos ha de llevar a preguntarnos frecuentemente: ¿hago en este momento lo que Dios quiere, o me dejo llevar por el capricho, la vanidad, el estado de ánimo? ¿Sé oír la voz del Señor en los consejos de la dirección espiritual? ¿Es mi obediencia sobrenatural, interna, pronta, alegre, humilde y discreta? 18,

Pidamos a Nuestra Señora un gran deseo de identificarnos con Cristo mediante la obediencia, aunque alguna vez nos cueste. «Obedece sin tantas cavilaciones inútiles... Mostrar tristeza o desgana ante el mandato es falta muy considerable. Pero sentirla nada más, no sólo no es culpa, sino que puede ser la ocasión de un vencimiento grande, de coronar un acto de virtud heroico.

»No me lo invento yo. ¿Te acuerdas? Narra el Evangelio que un padre de familia hizo el mismo encargo a sus dos hijos... Y Jesús se goza en el que, a pesar de haber puesto dificultades, ¡cumple!; se goza, porque la disciplina es fruto del Amor» 19.

Mt 21, 28-32. 2 CONC. VAT. 11, Const. Lumen gentium, 3. - 3 Flp 2, 1-11. / SANTA TERESA, Cuentas de conciencia, 20. — 5 SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Filipenses, 2, 8. 6 R. GARRIGOU-LAGRANGE, Las tres edades de la vida interior, vol. II, p. 683. 7 LITURGIA DE LAS HORAS, I Vísperas. Sal 119, 105. — 8 C. BURKE, Autoridad y libertad en la Iglesia, p. 75. -- 9 1 Sam 15, 22. 10 SAN GREGORIO MAGNO, Moralia, 14. — " Mt 8, 27. 12 Prov 21, 28. 13 Hech 5, 32. — 18 SANTA TERESA, Vida, 18, 7. 15 IDEM, Fundaciones, 5, 10. — 16 Cfr. SANTO TOMÁS, Comentario ala Epístola a los Romanos, V, 8, 5. 17 Flp 2. 5-7. -- 18 Cfr. SANTo TOMÁS, Suma Teológica, 2-2, qq. 104 y 105; q. 108, aa. 5 y 8. - 19 J. ESCRITA DE BALAGUER, Surco, n. 378.

 

VIGÉSIMO SEXTO DOMINGO
CICLO B


20. TAREA DE TODOS

  • Formas y modos apostólicos diferentes. Unidad en lo esencial. Rechazar la mentalidad de «partido único» en la Iglesia.


  • I. La Primera lectura de la Misa 1 recoge el pasaje del Antiguo Testamento en el que Yahvé, a instancias de Moisés, que no se sentía con fuerzas para llevar solo la carga de todo el pueblo, separó algo del espíritu que éste poseía y lo pasó a los setenta ancianos. Éstos, que se habían congregado en torno a la Tienda de la Reunión, comenzaron enseguida a profetizar. Pero dos de ellos, llamados Eldad y Medad, aunque estaban en la lista no habían acudido a la Tienda, pero el espíritu se posó sobre ellos y se pusieron a profetizar en el campamento. Entonces se acercó Josué a Moisés para que se lo prohibiera. La reacción de Moisés fue profética:
    ¡Ojalá todo el pueblo del Señor fuera profeta y recibiera el espíritu del Señor!

    El Evangelio de la Misa nos relata un suceso en cierto modo similar 2. Juan se acercó a Jesús para decirle que habían visto a uno que echaba demonios en su nombre. Como no era del grupo que acompañaba al Maestro, se lo habían prohibido. Jesús contestó a los suyos: No se lo impidáis, porque uno que hace milagros en mi nombre no puede luego hablar mal de Mí.

    Jesús reprueba la intransigencia y la mentalidad exclusivista y estrecha de los discípulos, y les abre el horizonte y el corazón a un apostolado universal, variado y distinto. Los cristianos no tenemos la mentalidad de partido único, que llevaría a rechazar formas apostólicas distintas de las que uno, por formación y modo de ser, se siente llamado a realizar. La única condición —dentro de esta gran variedad de modos de llevar a Cristo a las almas— es la unidad en lo esencial, en aquello que pertenece al núcleo fundamental de la Iglesia. El Papa Juan Pablo II, después de afirmar la libertad de asociación, derivada del Bautismo, que existe dentro de la Iglesia, se refería a los criterios fundamentales que pueden servir para discernir si realmente una determinada asociación mantiene la comunión con la Iglesia 3. Entre estos criterios —señala el Pontífice— se encuentra la primacía que se debe dar a la llamada de cada fiel a la santidad, que tiene como fruto principal la plenitud de la vida cristiana y la perfección de la caridad. En este sentido, las asociaciones están llamadas a ser instrumentos de santidad en la Iglesia.

    Otro criterio que señala el Papa es el apostolado, en el que ante todo se debe proclamar la verdad sobre Cristo, sobre la Iglesia y sobre el hombre, en la obediencia al Magisterio de la Iglesia que la interpreta auténticamente. Este apostolado es participación del fin sobrenatural de la Iglesia, que tiene como objetivo la salvación de todos los hombres. Todos los cristianos participan de este fin misionero; el Señor nos pide ser apóstoles en la fábrica, en la oficina, en la Universidad, en el propio hogar... Como consecuencia de su ser cristiano, los fieles y las asociaciones a las que pertenecen manifiestan su unidad filial con el Papa y con los Obispos, dando testimonio de una comunión firme y convencida, expresada en la leal disponibilidad para acoger sus enseñanzas doctrinales y sus orientaciones pastorales. Esta unidad se manifiesta, además, en el reconocimiento de la legítima pluralidad de las diversas formas asociadas de los laicos, y en la disponibilidad a una leal y recíproca colaboración.

    Si somos cristianos verdaderos, siendo a veces muy distintos por tantos motivos, estaremos comprometidos en llevar a Dios la sociedad en la que vivimos y de la que somos parte, iluminando nuestra conducta con la luz de la doctrina social de la Iglesia, lo que nos llevará a preocuparnos de la dignidad integral del hombre, y promoviendo unas condiciones más justas y fraternas en el medio en el que nos movemos.

    Si tenemos en el corazón a Cristo, ¡qué fácil será aceptar modos de ser y de actuar bien diferentes a los nuestros! ¡Cómo nos alegraremos de que el Señor sea predicado de formas tan diversas! Esto es lo que realmente importa: que Cristo sea conocido y amado.

    La Buena Nueva ha de llegar a todos los rincones de la tierra. Y para esta tarea, el Señor cuenta con la colaboración de todos: hombres y mujeres, sacerdotes y laicos, jóvenes y ancianos, solteros, casados, religiosos..., asociados o no, según hayan sido llamados por Dios, con iniciativas que nacen de la riqueza de la inteligencia humana y del impulso siempre nuevo del Espíritu Santo.
     

    II. Todo cristiano está llamado a extender el Reino de Cristo, y toda circunstancia es buena para llevarlo a cabo. «Dondequiera que Dios abre una puerta a la palabra para anunciar el misterio de Cristo a todos los hombres, confiada y constantemente hay que anunciar al Dios vivo y a Jesucristo, enviado por Él para salvar a todos» 4. Ante la cobardía, la pereza o las múltiples excusas que pueden surgir, hemos de pensar que muchos recibirán la incomparable gracia de acercarse a Cristo a través de nuestra palabra, de nuestra alegría, de una vida ejemplar llena de normalidad. El apostolado con las personas entre las que Dios ha querido que transcurra nuestra vida no debe detenerse nunca: los modos y las formas pueden ser muy diversos, pero el fin es el mismo. ¡Qué caminos tan distintos escoge el Señor para atraer a las almas!

    «Conservemos la dulce y confortadora alegría de evangelizar, incluso cuando hay que sembrar entre lágrimas» 5. No podemos considerar las circunstancias adversas como un obstáculo para dar a conocer a Cristo, sino como medio muy valioso para extender su doctrina, como demostraron los primeros cristianos y tantos —también ahora—que han padecido a causa de la fe. San Pablo, desde su prisión en Roma, escribe de esta manera a los cristianos de Filipo: la mayor parte de los hermanos en el Señor, alentados por mis cadenas, se ha atrevido con más audacia a predicar sin miedo la palabra de Dios. Y aunque algunos predicaban por envidia, con falta de rectitud de intención, el Apóstol exclama: Pero ¡qué importa! Con tal de que en cualquier caso, ya sea por hipocresía o sinceramente, Cristo sea anunciado; de esto me alegro y me alegraré siempre 6. Lo verdaderamente importante es que el mundo esté cada día un poco más cerca de Cristo. Y a esta tarea llama el Señor a todos, pero no de la misma manera, en una uniformidad que empobrecería el apostolado. No cabe inhibirse en este quehacer divino, ni tampoco cabe la mentalidad de «partido único». Nunca la Iglesia trató de «uniformar» a los cristianos; por el contrario, consideró siempre como un tesoro la variedad de espiritualidades y de apostolados.

    Aunque es bien cierto que el trabajo, los tiempos de descanso, la visita a un amigo, el deporte, pueden ser camino para llevar a Dios a esas personas, también lo han de ser las contradicciones de un ambiente abierta o solapadamente contrario a la fe. Esa puede ser una ocasión muy oportuna para ejercitarnos en la caridad, apreciando y tratando bien incluso a quienes no nos comprenden o nos tratan mal. San Policarpo, obispo y mártir, en su Carta a los Filipenses que hoy recoge la Liturgia de las Horas, les exhortaba a abstenerse «de la maldición y de los falsos testimonios, no devolviendo mal por mal, o insulto por insulto, ni golpe por golpe, ni maldición por maldición, sino recordando más bien aquellas palabras del Señor, que nos enseña: no juzguéis, y no os juzgarán; perdonad, y seréis perdonados; compadeced, y seréis compadecidos. La medida que uséis la usarán con vosotros. Y: dichosos los pobres y los perseguidos, porque de ellos es el reino de Dios» 7. No reaccionaremos de modo adusto, no devolveremos mal por mal; la defensa, cuando sea oportuna, la llevaremos a cabo respetando a las personas. Y trataremos de enseñar, con todos los medios a nuestro alcance, que el motor que mueve nuestra vida es la caridad de Cristo. Todo apostolado llevado a cabo a la sombra de la Cruz es siempre fecundo.


    III. Sea cual fuere el modo apostólico al que el cristiano se sienta llamado y las circunstancias en las que haya de ejercerlo, la caridad ha de ir siempre por delante.
    En esto conocerán todos que sois mis discípulos, había anunciado el Señor 8.

    Cuando San Pablo escribe a los cristianos de Tesalónica y les recuerda su estancia entre ellos, les dice: Como un padre a sus hijos —lo sabéis bien—, a cada uno os alentamos y consolamos, exhortándoos a que caminaseis de una manera digna ante Dios, que os llama a su Reino y a su glorian. A cada uno, escribe el Apóstol, pues no se limitó a predicar en la sinagoga o en otros lugares públicos, como solía hacer. Se ocupó de cada persona en particular; con el calor de la amistad supo dar a cada uno aliento y consuelo, y les enseñaba cómo debían comportarse. Así hemos de procurar hacer nosotros con aquellos con quienes compartimos el mismo lugar de trabajo, el mismo hogar, la misma clase..., la vecindad. Acercarnos primero con la caridad bien vivida, base de todo apostolado, apreciando de corazón a quienes nos rodean aunque al principio pueda resultar difícil el trato; sin permitir que defectos, aparentes o reales, nos separen de ellos. «La obra de la evangelización supone, en el evangelizador, un amor fraternal siempre creciente hacia aquellos a los que evangeliza» 19. En cada uno vemos a un hijo de Dios de valor infinito, y esto nos lleva a un aprecio sincero, que está por encima de los defectos, de los modos de ser...

    Quienes hemos recibido el don de la fe sentimos la necesidad de comunicarla a los demás, haciéndoles partícipes del gran hallazgo de nuestra vida. Esta misión, como vemos frecuentemente en la vida de los primeros cristianos, no es competencia exclusiva de los pastores de almas, es tarea de todos, cada uno según sus peculiares circunstancias y la llamada que ha recibido del Señor. Examinemos hoy si la influencia cristiana que ejercemos a nuestro alrededor es la que espera el Señor. No olvidemos las consoladoras palabras de Jesús, que también leemos en el Evangelio de la Misa: Y cualquiera que os dé de beber un vaso de agua en mi nombre, porque sois de Cristo, en verdad os digo que no perderá su recompensa. ¿Qué nos tendrá preparado el Señor a nosotros si a lo largo de la vida hemos procurado que se acerquen a Él tantas almas?

    1 Num 11, 25-29. 2 Mc 9, 38-41. — 3 JUAN PABLO II, Exhort. Apost. Christefideles laici, 30-XII-1988, 30. — i CONC. VAT. 11, Decr. Ad gentes, 13. — 5 PABLO VI, Exhort. Apost. Evangelii nuntiandi, 8-X11-1975, 80. — 6 Flp 1, 14-18. — 7 LITURGIA DE LAS HORAS, Oficio de Lectura. Segunda lectura. — s Jn 13, 35. — 9 1 Tes 2, 11-12. — 10 PABLO VI, loc. cit., 79.

     

    VIGÉSIMO SEXTO DOMINGO
    CICLO C


    21. COMPARTIR

  • Parábola del mal rico y del pobre Lázaro.


  • I. La Primera lectura de la Misa 1 nos presenta al Profeta Amós que llega del desierto a Samaría. Aquí se encuentra con los dirigentes del pueblo entregados a una vida muelle, que encubre todo género de vicios y el completo olvido del destino del país, que va a la ruina. Os acostáis en lechos de marfil, tumbados sobre las camas, coméis los carneros del rebaño y las terneras del establo —les recrimina el Profeta—..., os ungís con perfumes y no os doléis de los desastres de José. Y Amós les señala la suerte que les espera: Por eso irán al destierro, a la cabeza de los cautivos. Esta profecía se cumpliría unos años más tarde.

    A lo largo de la liturgia de este domingo se pone de manifiesto cómo el excesivo afán de confort, de bienes materiales, de comodidad y lujo lleva en la práctica al olvido de Dios y de los demás, y a la ruina espiritual y moral. El Evangelio 2 nos describe a un hombre que no supo sacar provecho de sus bienes. En vez de ganarse con ellos el Cielo, lo perdió para siempre. Se trata de un hombre rico, que se vestía de púrpura y de lino finísimo, y tenía cada día espléndidos banquetes. Mientras que muy cerca de él, a su puerta, estaba echado un mendigo, Lázaro, cubierto de llagas, deseando saciarse de lo que caía de la mesa del rico. Y hasta los perros le lamían sus llagas.

    La descripción que nos hace el Señor en esta parábola tiene fuertes contrastes: gran abundancia en uno, extrema necesidad en el otro. De los bienes en sí nada se dice. El Señor hace notar el empleo que se hace de ellos: vestidos extremadamente lujosos y banquetes diarios. A Lázaro, ni siquiera le llegan las sobras.

    Los bienes del rico no habían sido adquiridos de modo fraudulento; ni éste tiene la culpa de la pobreza de Lázaro, al menos directamente: no se aprovechó de su miseria para explotarlo. Tiene, sin embargo, un marcado sentido de la vida y de los bienes: «se banqueteaba». Vive para sí, como si Dios no existiera. Ha olvidado algo que el Señor recuerda con mucha frecuencia: no somos dueños de los bienes, sino administradores.

    Este hombre rico vive a sus anchas en la abundancia; no está contra Dios ni tampoco oprime al pobre. Únicamente está ciego para ver a quien le necesita. Vive para sí, lo mejor posible. ¿Su pecado? No vio a Lázaro, a quien hubiera podido hacer feliz con menos egoísmo y menos afán de cuidarse de lo suyo. No utilizó los bienes conforme al querer de Dios. No supo compartir. «La pobreza —comenta San Agustín— no condujo a Lázaro al Cielo, sino su humildad, y las riquezas no impidieron al rico entrar en el eterno descanso, sino su egoísmo y su infidelidad» 3.

    El egoísmo, que muchas veces se concreta en el afán desmedido de poseer cada vez más bienes materiales, deja ciegos a los hombres para las necesidades ajenas y lleva a tratar a las personas como cosas; como cosas sin valor. Pensemos hoy que todos tenemos a nuestro alrededor gente necesitada, como Lázaro. Y no olvidemos que los bienes que hemos recibido para administrarlos bien, con generosidad, son también afecto, amistad, comprensión, cordialidad, palabras de aliento...
     

    II. Con el ejercicio que hagamos de los bienes que Dios ha depositado en nuestras manos estamos ganando o perdiendo la vida eterna. Éste es tiempo de merecer. Por eso, no sin un hondo misterio, dirá el Señor: Es mejor dar que recibir4. Más se gana dando que recibiendo: se gana el Cielo. Siendo generosos, descubriendo en los demás a hijos de Dios que nos necesitan, somos felices aquí en la tierra y más tarde en la vida eterna. La caridad es siempre realización del Reino de Dios, y el único bagaje que sobrenadará en este mundo que pasa. Y hemos de estar atentos por si Lázaro está en nuestro propio hogar, en la oficina o en el taller donde trabajamos.

    En la Segunda lectura 5, San Pablo, después de recordar a Timoteo que la raíz de todos los males es la avaricia y que muchos perdieron la fe a causa de ella 6, escribe: Tú, en cambio, hombre de Dios, huye de estas cosas y busca la justicia, la piedad, la fe, la caridad, la constancia y la mansedumbre. Conquista la vida eterna a la que has sido llamado...

    Los cristianos, hombres y mujeres de Dios, hemos sido elegidos para ser levadura que transforme y santifique las realidades terrenas. Debemos preservar de la muerte a todos los que nos rodean, como hicieron los primeros cristianos en los lugares en los que les tocó vivir. Y al ver el afán que ponen tantos en las cosas materiales, tenemos que comprender que para ser fermento en medio del mundo hay que estar atentos para vivir el desprendimiento de lo que poseemos. Poco o nada podríamos hacer a nuestro alrededor si no pusiéramos esfuerzo y empeño en no tener cosas superfluas, en frenar los gastos, en llevar una vida sobria, en practicar con magnanimidad las obras de misericordia. Mostraremos, en primer lugar con el ejemplo, que la salvación del mundo y su felicidad no está en los medios materiales, por importantes que éstos sean, sino en ordenar la vida según el querer divino.

    La sobriedad, la templanza, el desprendimiento nos llevarán a la vez a ser generosos: ayudando a los más necesitados, sacando adelante con nuestro tiempo, con los talentos que Dios nos ha dado, con bienes materiales en la medida de nuestras posibilidades, obras buenas, que eleven el nivel de formación, de cultura, de atención a los enfermos... Esta generosidad nos enseñará a librarnos de nuestro egoísmo, del apego desordenado a los bienes materiales. Y así, «estaremos en condiciones de hacernos solidarios con los que sufren, con los pobres y enfermos, con los marginados y oprimidos. Nuestra sensibilidad crecerá, y no nos costará ver en el prójimo necesitado de ayuda al mismo Jesucristo. Es El quien nos lo ha dicho y ahora nos lo recuerda: Cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis (Mt 25, 40). El día del juicio éstas serán nuestras credenciales. Y comprenderemos también entonces que de nada nos habrá servido ganar todo el mundo, si al final no hubiéramos sabido amar con obras y de verdad a nuestros hermanos»'.
     

    III. No os acomodéis a este mundo... 8, exhortaba San Pablo a los primeros cristianos de Roma. Cuando se vive con el corazón puesto en los bienes materiales es muy difícil ver las necesidades de los demás, y se hace también cada vez más costoso ver a Dios. El rico de la parábola «fue condenado porque no ayudó a otro hombre. Porque ni siquiera cayó en la cuenta de Lázaro, de la persona que se sentaba en su portal y ansiaba las migajas de su mesa» 9. Y todos debemos dar mucho y enseñar a otros a que sean generosos.

    Los cristianos no podemos cruzarnos de brazos ante esa ola de materialismo que parece envolverlo todo y que deja agostada la capacidad para lo sobrenatural; y mucho menos dejarnos atrapar por ese sentido de la vida que sólo ve el aspecto rentable de cada circunstancia, negocio o puesto de trabajo. «La solidaridad es una exigencia directa de la fraternidad humana y sobrenatural» 10, que nos llevará en primer lugar a vivir personalmente la pobreza que Jesús declaró bienaventurada, aquella que «está hecha de desprendimiento, de confianza en Dios, de sobriedad y disposición a compartir con los demás, de sentido de justicia, de hambre del reino de los cielos, de disponibilidad a escuchar la palabra de Dios y a guardarla en el corazón (cfr. Libertatis conscientia, 66).

    »Distinta es la pobreza que oprime a multitud de hermanos nuestros en el mundo y les impide su desarrollo integral como personas. Ante esta pobreza, que es carencia y privación, la Iglesia levanta su voz convocando y suscitando la solidaridad de todos para debelarla» 11.

    Hemos de ver hermanos en quienes nos rodean, hermanos necesitados con quienes compartimos el inmenso tesoro de la fe que hemos recibido, la alegría, la amistad, los bienes económicos. No podemos quedar indiferentes al contemplar este mundo nuestro, donde tantos padecen necesidad de pan, de cultura..., de fe.

    A la vez, deberemos examinar si nuestro desprendimiento es real, con consecuencias prácticas, si nuestra vida es ejemplar por la sobriedad y la templanza en el uso de esos bienes, y sobre todo, y como una consecuencia efectiva de ese desprendimiento, si tenemos puesto nuestro corazón en el tesoro que no pasa, que resiste al tiempo, al orín y a la polilla 12. A Cristo lo tendremos por una eternidad sin fin. Cuando hayamos de dejar todo lo de aquí, no nos costará demasiado si hemos tenido el corazón puesto en El. «¡Oh, qué dulce se me hizo carecer tan repentinamente de los deleites de aquellas bagatelas! —exclamaba San Agustín recordando su conversión—; cuanto temía antes el perderlas, lo gustaba ahora al dejarlas. Pues Tú, que eres la verdadera y suma dulzura, las arrojabas de mí; y no solamente las arrojabas, sino que entrabas Tú en su lugar, Tú que eres más dulce que todo deleite, más claro que toda luz, más interior que todo secreto y más sublime que todos los honores» 13. ¡Qué pena si, alguna vez, no supiéramos apreciarlo!

    1 Am 6, 1; 4-7. 2 Lc 16, 19-31. — 3 SAN AGUSTtN, Sermón 24, 3. — ° Hech 20, 25. — 5 1 Tim 6, 11-16. 6 1 Tim 6, 10. 7 A. FUENTES, El sentido cristiano de la riqueza, Rialp, Madrid 1988, p. 176. — 8 Rom 12, 2. — 9 JUAN PARLO ll, Homilía en el Yankee Stadium, Nueva York 2-X-1979. 10 S. C. PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Instr. Libertatis conscientia, 22-111-1986, 89. JUAN PABLO 11, Homilía, México 7-V-1990. -- Cfr. Lc 12, 33. ü SAN AGUSTIN, Confesiones, 9, 1, 1.

     

    26ª SEMANA. LUNES


    22. EL SENTIDO CRISTIANO DEL DOLOR

  • Las pruebas y padecimientos de Job.


  • I. A lo largo de esta semana, una de las lecturas de la Misa' recoge las enseñanzas del Libro de Job, siempre actuales, pues la desgracia y el dolor son una realidad con la que nos tropezamos frecuentemente.

    Vivía en tierra de Hus —leemos en la Sagrada Escritura— un hombre temeroso de Dios, llamado Job, que había recibido incontables bendiciones del Señor: era rico en rebaños, ganado y productos de la tierra, y le había sido concedida una numerosa descendencia. Según una concepción generalizada en aquellos tiempos, existía relación entre vida virtuosa y vida próspera en bienes. Esta situación de bienestar material era considerada como un premio que Dios otorgaba a la virtud y a la fidelidad. En un diálogo figurado entre Dios, que se siente contento por el amor de su siervo, y Satán, éste insinúa que la virtud de Job es interesada y que desaparecería con la destrucción de sus riquezas. ¿Acaso teme Job a Dios en balde? ¿No le has rodeado de un vallado protector a él, a su casa y a todo cuanto tiene? Has bendecido el trabajo de sus manos, y sus ganados se esparcen por todo el país. Pero extiende tu mano y tócale en lo suyo, veremos si no te maldice en tu rostro 2.

    Con la autorización de Dios, fue Job despojado de todos sus bienes, pero su virtud demostró estar profundamente enraizada: Desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo tornaré allá. Yahvé me lo dio, Yahvé me lo ha quitado. ¡Bendito sea el nombre de Yahvé! 3, exclama en medio de su pobreza. Su conformidad con la voluntad divina fue total, tanto en la abundancia como en la indigencia. La miseria de Job se convirtió en enorme riqueza espiritual.

    Una segunda y más violenta prueba no pudo debilitar esa fe y confianza en Dios. Esta vez todo su cuerpo fue herido con una úlcera que le cubría desde la planta de los pies a la cabeza. Perder la salud es un mal peor que perder los bienes materiales. La fe de Job, sin embargo, se mantuvo firme, a pesar de la enfermedad y de los ataques hirientes de su mujer: Si recibimos de Dios los bienes, ¿por qué no también los males?', contestó Job.

    Hoy puede ser una buena oportunidad para que examinemos nuestra postura ante el Señor cuando, en nosotros o en aquellos que más queremos, se hacen presentes la desgracia y el dolor.

    Dios es siempre Padre. También cuando nos visitan la aflicción y el pesar. ¿Nos comportamos como hijos agradecidos en la abundancia y en la escasez, en la salud y en la enfermedad?
     

    II. Tres amigos, pertenecientes a tribus y lugares diferentes, al enterarse de la situación de Job se propusieron ir juntos para hacerle compañía y animarle. Cuando los tres, Elifaz, Bildad y Sofar, llegaron y vieron a Job en un estado tan lamentable, toda su compasión desapareció, convencidos de que se hallaban en presencia de un hombre maldecido por Dios. Ellos compartían la creencia de que la prosperidad es el premio que Dios da a la virtud, y las tribulaciones son castigo de la iniquidad. La conducta de sus amigos, la prolongación de sus sufrimientos, la soledad en medio de tanto dolor, pesaron demasiado sobre Job, que rompió su silencio en una queja amarga. Los amigos, convencidos de la existencia de algún pecado oculto de Job, también ignorantes del premio o castigo después de esta vida, se dirigen duramente contra él, pues no encuentran otra explicación a las desgracias de Job. Éste, convencido de su propia inocencia, admite ciertamente la existencia de pequeñas transgresiones, comunes a todo hombre 5, pero no hasta el punto de ser proporcionales al castigo. Recuerda igualmente el mucho bien que llevó a cabo. De aquí nace una gran lucha dentro de su alma.

    Él sabe que Dios es justo, y sin embargo todo parece hablar de injusticia en relación a él. También él creía que el Señor trata al hombre según sus méritos o deméritos. ¿Cómo podría conciliarse la justicia divina con su amarga experiencia? Los amigos tienen una respuesta, pero él, en conciencia, la cree falsa. Estas dos convicciones, aparentemente contradictorias, la justicia divina y su propia inocencia, le causan a Job una angustia y un desgarro interior más penoso que sus mismas enfermedades físicas y la ruina materia16. Es el desconcierto que fuera de la fe produce el sufrimiento del inocente: niños que mueren pronto o con enfermedades que los dejarán inútiles para una vida normal, personas que han sido generosas y han servido fielmente a Dios y que se encuentran en la ruina económica, sin trabajo, o con una enfermedad difícil..., mientras que a otros que han vivido a espaldas de Dios parece que la vida les sonríe.

    El Libro de Job «pone con toda claridad el problema del sufrimiento del hombre inocente: el sufrimiento sin culpa. Job no ha sido castigado, no había razón para infligirle una pena, aunque haya sido sometido a una prueba durísima» '. Después de esta prueba, Job saldrá fortalecido en su virtud, que no dependía de su situación acomodada ni de los grandes beneficios que había recibido de Dios. Con todo, «el libro de Job no es la última palabra sobre este tema. En cierto modo es un anuncio de la Pasión de Cristo» 8, la única que puede dar luz a este misterio del sufrimiento humano, de modo particular al dolor del inocente.

    Tanto amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga la vida eterna 9. El dolor cambia radicalmente de signo con la Pasión de Cristo. «Parece como si Job la hubiera presentido cuando dice: Yo sé que mi Redentor vive, y al fin... yo veré a Dios (Job 19, 25); y como si hubiese encaminado hacia ella su propio sufrimiento, el cual, sin la redención, no hubiera podido revelarle la plenitud de su significado. En la Cruz de Cristo no sólo se ha cumplido la redención mediante el sufrimiento, sino que el mismo sufrimiento humano ha quedado redimido. Cristo —sin culpa alguna propia— cargó sobre sí el mal total del pecado»'. Los padecimientos de Jesús fueron el precio de nuestra salvación 11. Desde entonces, nuestro dolor puede unirse al de Cristo y, mediante él, participar en la Redención de la humanidad entera. «Esta ha sido la gran revolución cristiana: convertir el dolor en sufrimiento fecundo; hacer, de un mal, un bien. Hemos despojado al diablo de esa arma...; y, con ella, conquistamos la eternidad» 12.
     

    III. Nunca pasa el dolor a nuestro lado dejándonos como antes. Purifica el alma, la eleva, aumenta el grado de unión con la voluntad divina, nos ayuda a desasirnos de los bienes, del excesivo apego a la salud, nos hace corredentores con Cristo..., o, por el contrario, nos aleja del Señor y deja el alma torpe para lo sobrenatural y entristecida. Cuando Simón de Cirene fue reclamado para ayudar a Jesús a llevar su Cruz aceptó al principio con disgusto. Fue forzado 13, escribe el Evangelista. En un primer momento sólo miraba la cruz, y la cruz era un simple madero pesado y molesto. Después no se fijó ya en el madero, sino en el reo, aquel hombre del todo singular que iba a ser ajusticiado. Entonces todo cambió: ayudó con amor a Jesús y mereció el premio de la fe para él y para sus dos hijos, Alejandro y Rufo 14. También nosotros hemos de mirar a Cristo en medio de nuestras pruebas y tribulaciones. Nos fijaremos menos en la Cruz y daremos paso al amor. Encontraremos que cargar con la Cruz tiene sentido cuando la llevamos junto al Maestro. «Su más ardiente deseo es encender en nuestros corazones esa llama de amor y de sacrificio que abrasa al suyo, y por poco que correspondamos a este deseo, nuestro corazón se convertirá pronto en un foco de amor que consumirá poco a poco esas escorias acumuladas por nuestras culpas y nos convertirá en víctimas de expiación, dichosos de lograr, a costa de algunos sufrimientos, una mayor pureza, una más estrecha unión con el Amado; dichosos también de completar la Pasión del Salvador por el bien de la Iglesia y de las almas (Col 1, 24) (...). A los pies del Crucificado, allí es donde comprenderemos que en este mundo no es posible amar sin sacrificio, pero el sacrificio es dulce al que ama» 15.

    Al terminar nuestra oración contemplamos a Nuestra Señora en la cima del Calvario, participando de modo singular en los padecimientos de su Hijo. «Admira la reciedumbre de Santa María: al pie de la Cruz, con el mayor dolor humano —no hay dolor como su dolor—, llena de fortaleza.

    »—Y pídele de esa reciedumbre, para que sepas también estar junto a la Cruz» 16. Junto a Ella entendemos bien que «el sacrificio es dulce al que ama», y ofreceremos a través de su Corazón dulcísimo los fracasos, las incomprensiones, las situaciones difíciles en la familia o en el trabajo, la enfermedad y el dolor... «Y una vez hecho el ofrecimiento, tratemos de no pensar más, sino de cumplir lo que Dios quiere de nosotros, allí donde estemos: en la familia, en la fábrica, en la oficina, en la escuela... Sobre todo, tratemos de amar a los demás, a los prójimos que están a nuestro alrededor.

    »Si hacemos esto, podremos experimentar un efecto insólito e insospechado: nuestra alma estará llena de paz, de amor, y también de alegría pura, de luz. Podremos encontrar en nosotros una nueva fuerza. Veremos cómo, abrazando las cruces de cada día y uniéndonos por ellas a Jesús crucificado y abandonado, podremos participar ya desde aquí de la vida del Resucitado.

    »Y, ricos de esta experiencia, podremos ayudar más eficazmente a todos nuestros hermanos a encontrar la bienaventuranza entre las lágrimas, a transformar en serenidad lo que les preocupe. Seremos así instrumentos de alegría para muchos, de felicidad, de esa felicidad que ambiciona todo corazón humano» 17.

    1 Primera lectura. Año II. — 2 Job 1, 9-11. — 3 Job 1, 21. — 4 Job 2, 10. — 5 Cfr. Job 13, 26„14, 4. — 6 Cfr. B. ORCHARD, Verbum Dei, Herder, Barcelona 1960, vol. II, pp. 104 ss. — 7 JUAN PABLO'', Carta Apost. Salvilci doloris, 11-1I-1984, 11. — 9 Ibídem. — 9 Jn 3, 16. — 19 JUAN PABLO 11, loc. cit., 19. — 11 Cfr. 1 Cor 6, 20. — 12 J. ESCRIVA DE BALAGUER, Surca, U. 887. — 13 Mt 27, 32. — 14 Cfr. Mc 15, 21. — 15 A. TANQUEREY, La divinización del sufrimiento, Rialp, Madrid 1955, pp. 203-204. 16 J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Camino, n. 508. — 17 CH. LuBICH, Palabra que se hace vida, Ciudad Nueva, Madrid 1990, p. 39.

     

    26ª SEMANA. MARTES


    23. CAMINO DE JERUSALÉN

  • No desanimarnos por nuestros defectos: el Señor cuenta con ellos y con nuestro empeño por arrancarlos.


  • I. Cuando ya estaba cerca el tiempo de su partida, Jesús decidió firmemente marchar hacia Jerusalén. Y al entrar en una ciudad de samaritanos no le acogieron porque daba la impresión de ir a Jerusalén 1. El Señor, lejos de tomar ninguna represalia contra aquellos samaritanos que no tuvieron con Al las mínimas muestras de hospitalidad, tan arraigadas en Oriente, ni siquiera habla mal de ellos; no les critica, sino que se fueron a otra aldea. La reacción de los Apóstoles fue muy distinta. Santiago y Juan le propusieron a Jesús: ¿Quieres que mandemos que caiga fuego del cielo
    y los consuma? Y el Señor aprovecha la ocasión para enseñarles que es preciso querer a todos, comprender incluso a quienes no nos comprenden.

    Muchos pasajes del Evangelio nos señalan los defectos de los Apóstoles aún sin limar, y cómo van calando en su corazón las palabras y el ejemplo del Maestro. Dios cuenta con el tiempo y con las flaquezas y defectos de sus discípulos de todas las épocas. Pocos años más tarde, el Apóstol San Juan escribirá: El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es caridad 2. ¡Se convierte en el Apóstol de la caridad y del amor! Sin dejar de ser él mismo, el Espíritu Santo fue transformando poco a poco su corazón. El tema central de sus Cartas es precisamente la caridad. San Agustín, al comentar la primera de ellas, dirá que el Apóstol en este escrito «dijo muchas cosas, prácticamente todas, acerca de la caridad» 3. Él es quien nos ha trasmitido la enseñanza de Jesús acerca del mandamiento nuevo, por el que nos distinguirán como discípulos de Jesús'. Junto al Maestro aprendió bien que si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros, y su amor alcanza en nosotros su perfección 5.

    También conocemos por la tradición algunos detalles de sus últimos años, que nos confirman su desvelo para que se mantuviera la fidelidad al mandamiento del amor fraterno. Cuenta San Jerónimo que cuando los discípulos le llevaban a las reuniones de los cristianos —pues por su ancianidad él no podía ir solo— repetía constantemente: «Hijitos, amaos los unos a los otros». Ante su insistencia le preguntaron por qué decía siempre lo mismo, y San Juan respondió: «Es el mandamiento del Señor, y si se cumple, 81 solo basta» 6.

    Para nosotros, que nos vemos con tantos defectos, es un estímulo lleno de esperanza meditar que los santos también los tuvieron, pero lucharon, fueron humildes y llegaron a la santidad, incluso a sobresalir, como vemos en San Juan, en aquello en que parecían estar más lejos del espíritu de Cristo.
     

    II. Después de Pentecostés, el Espíritu Santo completó la formación de aquellos que había elegido para que fueran las columnas de su Iglesia, a pesar de tantas deficiencias. Desde entonces no ha cesado de actuar en las almas de los discípulos de Cristo de todas las épocas. Sus inspiraciones son a veces rápidas como el relámpago: nos sugiere en lo más íntimo del alma que seamos generosos en una pequeña mortificación, que tengamos paciencia ante una adversidad, que guardemos los sentidos... En unas ocasiones actúa directamente moviendo al bien, sugiriendo, inspirando. Otras lo hace a través de los consejos recibidos en la dirección espiritual, de un acontecimiento, de la actitud ejemplar de otra persona, de la lectura de un libro bueno... Él quiere situar «en el edificio de mi vida la piedra que conviene colocar en aquel momento preciso y que es reclamada, digámoslo así, por el plano del edificio, según el estado actual de la construcción»', del gran proyecto que Dios tiene sobre nuestra vida, el cual no quiere llevar a cabo sin nuestra colaboración. Y todo está ordenado, unas veces permitido y otras enviado por nuestro Padre Dios, para que alcancemos la santidad, el fin para el que hemos sido creados y en que consiste nuestra plena felicidad aquí en la tierra y después, por toda la eternidad, en el Cielo. También el dolor, el sufrimiento o el fracaso que Dios permite están orientados a ese fin más alto, que nunca debemos perder de vista: Ésta es la voluntad de Dios, vuestra santificación 8.

    Dios nos ama siempre: cuando nos da consuelos y cuando permite la molestia, la aflicción, el sufrimiento, la pobreza, el fracaso... Es más, «Dios no me ama nunca tanto como cuando me envía un sufrimiento» 9. Es una «caricia divina» por la que debemos dar siempre gracias. San Lucas nos habla, en el Evangelio que meditamos, de la firmeza con que Jesús marcha hacia Jerusalén, donde le espera la Cruz.

    San Juan no cambió en un instante. Ni siquiera después de las palabras de Jesús. Pero no se desanimó ante sus errores, puso empeño, permaneció junto al Maestro, y la gracia hizo el resto. Es lo que nos pide Dios a nosotros. Cuando, al pasar los años, el Apóstol recordara éste y otros muchos acontecimientos en los que se encontraba lejos del espíritu de su Maestro, vendría a su memoria también la paciencia que Jesús usó con él, las veces que tuvo que recomenzar, y esto le ayudaría a amar más al que una tarde inolvidable le llamó para que le siguiera.


    III. Dios concedió a San Juan una particular profundidad y finura en la caridad, tanto en su vida —¡el Señor lo destinó para que se hiciera cargo de su Madre!— como en sus enseñanzas. Él escribió, movido por el Espíritu Santo, estas palabras llenas de sabiduría: En esto se conocen los hijos de Dios y los hijos del diablo. El que no practica la justicia no es de Dios, y tampoco el que no ama a su hermano 10. Nosotros no debemos desanimarnos por nuestros errores y flaquezas: el Señor cuenta con ellos, con el tiempo, con la gracia, y con nuestros deseos de luchar.

    Para combatir con eficacia en la vida interior debemos conocer bien lo que los autores espirituales han llamado el defecto dominante, el que en cada uno tiende a prevalecer sobre los demás y, como consecuencia, se hace presente en la manera de opinar, de juzgar, de querer y de obrar 11. Es aquel que de alguna manera se manifiesta en lo que hacemos, queremos, pensamos: la vanidad, la pereza, la impaciencia, la falta de optimismo, la tendencia a juzgar mal... No subimos todos por el mismo camino hacia la santidad: unos han de fomentar sobre todo la fortaleza; otros, la esperanza o la alegría. «En la ciudadela de la propia vida interior, el defecto dominante es el punto débil, el lugar desguarnecido. El enemigo de las almas busca precisamente, en cada uno, ese punto débil, fácilmente vulnerable, y con facilidad lo encuentra. Por consiguiente, nosotros también debemos conocerlo» 12. Para esto es preciso preguntarnos dónde tenemos puestos habitualmente nuestros deseos, qué es lo que más nos preocupa, lo que nos hace sufrir a menudo o lo que con frecuencia nos lleva a perder la paz o a caer en la tristeza... También está relacionado con el defecto dominante el mayor número de tentaciones que padecemos, pues es por donde el enemigo nos ve más débiles y, por eso mismo, por donde más ataca.

    Para avanzar en la vida interior debemos conocer este punto flaco, y pedir con sinceridad a Dios su gracia para vencerlo: «Aparta, Señor, de mí, lo que me aparte de Ti», le repetiremos en incontables ocasiones; junto con la petición frecuente al Señor, el propósito firme de no pactar nunca con nuestros defectos, y aplicarles el examen particular, el examen breve y frecuente sobre ese defecto dominante que se pretende arrancar y sobre la virtud que se quiere adquirir: «Con el examen particular has de ir derechamente a adquirir una virtud determinada o a arrancar el defecto que te domina» 13. En la dirección espiritual encontraremos una formidable ayuda para mantener esta lucha esperanzada hasta el final de nuestros días.

    En María, nuestra Madre, encontraremos siempre la paz y el gozo para caminar hasta el Señor, pues «nuestra andadura ha de ser alegre, como la de la Virgen; pero como la de Ella, conociendo la experiencia del dolor, el cansancio del trabajo, el claroscuro de la fe.

    »Marchemos de la mano de María, la llena de gracia. Dios Padre, Dios Hijo, Dios Espíritu Santo le han colmado de dones, han hecho una criatura perfecta; es de nuestra raza y tiene por misión repartir sólo cosas buenas. Más. Ella se nos ha convertido en vida, dulzura y esperanza nuestra.

    »María, la Madre de Jesús, "signo de consuelo y de esperanza segura" (Corro. VAT. II, Const. Lumen gentium, 68), marcha por la tierra iluminando con su luz al Pueblo de Dios peregrinante.

    »Ella, nuestra Madre, es el camino, la senda, el atajo para llegar al Señor. María llenará de alegría nuestras labores, nuestras tinajas, nuestros andares» 14.

    1 Lc 9, 52-56. — 2 1 Jn 4, 8. — 3 SAN AGUSTÍN, Comentario ala Primera Car-ta de San Juan, prólogo. i Cfr. Jn 13, 34-35. 5 1 Jn 4, 12. 6 SAN JERÓNIMO, Comentario a la Epístola a los Gálatas, III, 6. — 7 J. TissoT, La vida interior, Herder, 168 ed., Barcelona 1964, p. 287. — 9 1 Tes 4, 3. — 9 J. TISSOT, o. c, p. 293. — 19 / Jn 3, 10. — II Cfr. R. GARRIGOU-LAGRANGE, La tres edades de la vida interior, vol. 1, pp. 365 ss. — 12 Ibidem, 367. — 13 J. EscRi-VÁ DE BALAGUER, Camino, n. 241. — 14 J. URTEAGA, Los defectos de los san-tos, Rialp, ed., Madrid 1982, pp. 380-381.

     

    26ª SEMANA. MIÉRCOLES

    24. PARA SEGUIR A CRISTO

  • Desprendimiento para seguir a Cristo. Los bienes materiales son sólo medios. Aprender a vivir la pobreza cristiana.


  • I. Relata el Evangelio de la Misa 1 que Jesús se disponía a pasar a la otra orilla del lago. Se le acerca entonces un escriba que se siente movido a acompañar al Maestro: te seguiré a donde quiera que vayas, le dice. Y Jesús le expone en breves palabras el panorama que se le presenta si emprende el camino: la renuncia a la comodidad, el desprendimiento de las cosas, una disponibilidad completa al querer divino:
    las raposas tienen sus madrigueras y los pájaros del cielo sus nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene dónde reclinar su cabeza.

    Jesús pide a sus discípulos, a todos, un desasimiento habitual: la costumbre firme de estar por encima de las cosas que necesariamente hemos de usar, sin que nos sintamos atados por ellas. Para quienes hemos sido llamados a permanecer en medio del mundo, mantener el corazón desprendido de los bienes materiales requiere una atención constante, sobre todo en un momento en que el deseo de poseer y de gustar de todo lo que apetece a los sentidos se muestra como un afán desmedido y, para muchos —da esa impresión—, el fin principal de la vida 2.

    Vivir la pobreza que Cristo pide a los suyos requiere un gran desprendimiento interior: en el deseo, en el pensamiento, en la imaginación; exige vivir con_el mismo espíritu del Señor 3. Una de las primeras manifestaciones de la pobreza evangélica es utilizar los bienes como medios 4, no como fines en sí mismos; y, al considerar esta enseñanza concreta del Maestro, pedimos al Señor no dejarnos llevar por el deseo desmedido de tener más, de aparentar, de poner en ellos la seguridad de la vida. Los medios materiales son bienes cuando se utilizan para un fin superior: sostener la familia, educar a los hijos, adquirir una mayor cultura en provecho de la sociedad, ayudar a obras de apostolado y a quienes están más necesitados... Pero esto no es fácil a la hora de la práctica, porque el hombre tiende a dejar que el corazón se apegue a los medios materiales sin medida ni templanza. Es necesario aprender en la vida real cómo hemos de comportarnos para no caer en esos duros lazos que impiden subir hasta el Señor. Y esto tanto si tenemos muchos bienes como si no poseemos ninguno, pues no se confunde la pobreza con el no tener: «la pobreza que Jesús declaró bienaventurada es aquella hecha a base de desprendimiento, de confianza en Dios, de sobriedad y disposición a compartir con otros» 5. Esta es la pobreza al menos de quienes han de vivir y santificarse en medio del mundo.

    También San Pablo nos dice que sostuvo ese aprendizaje para vivir desprendido en toda circunstancia: he aprendido dice a los cristianos de Filipo a vivir en pobreza; he aprendido a vivir en abundancia; estoy acostumbrado a todo y en todo: a la hartura y a la escasez; a la riqueza y a la pobreza. Todo lo puedo en Aquel que me conforta 6. Su seguridad y su confianza estaban puestas en Dios.
     

    II. No podemos dejar de contemplar a Cristo, que no tenía dónde reclinar la cabeza..., porque si queremos seguirle hemos de imitarle. Aunque debamos utilizar medios materiales para cumplir nuestra misión en el mundo, nuestro corazón ha de estar como el del Señor: libre de ataduras.

    La verdadera pobreza cristiana es incompatible, no sólo con la ambición de bienes superfluos, sino con la inquieta solicitud por los necesarios. Si esto le ocurriera a una persona que, respondiendo a la llamada del Señor, lo ha dejado todo para seguirle más de cerca, indicaría que su vida interior se está llenando de tibieza, que está intentando servir a dos señores 7. Por el contrario, la aceptación de las privaciones y de las incomodidades que la pobreza lleva consigo, une estrechamente a Jesucristo, y es señal de predilección por parte del Señor, que desea el bien para todos, pero de modo muy particular para quienes le siguen.

    Un aspecto de la pobreza cristiana se refiere al uso del dinero. Hay cosas que son objetivamente lujosas, y desdicen de un discípulo de Cristo especialmente cuando tantos padecen necesidad y escasez, aun cuando resulten corrientes en el medio en el que cada uno se mueve. Son objetos, comodidades, caprichos..., que no deben entrar en los gastos ni en el uso —aunque no suponga desembolso alguno— de quien desea tener por Maestro a Aquel que no tenía dónde reclinar su cabeza. El prescindir de esas comodidades o de lujos y caprichos chocará quizá con el ambiente y puede ser en no pocas ocasiones el medio que utilice el Señor para que muchas personas se sientan movidas a salir de su aburguesamiento.

    Los gastos motivados por el capricho son, por otro lado, lo más opuesto al espíritu de mortificación, a un sincero anhelo de imitar a Jesús. Es lógico pensar que tampoco tendría el espíritu de Cristo quien se dejara llevar por esos deseos por el solo hecho de que quien Ios paga es el Estado, la empresa o un amigo... Es el corazón el que seguiría a ras de tierra, incapaz de levantar el vuelo hasta los bienes sobrenaturales. Una persona así se iría incapacitando incluso para entender que existen otros bienes superiores a los del cuerpo, a los de los sentidos.

    Pobres, por amor a Cristo, en la abundancia y en la escasez. En cada una de estas situaciones el uso de los bienes adquirirá unas formas quizá distintas, pero con los mismos sentimientos y disposiciones en el corazón. «Copio este texto, porque puede dar paz a tu alma: "Me encuentro en una situación económica tan apurada como cuando más. No pierdo la paz. Tengo absoluta seguridad de que Dios, mi Padre, resolverá todo este asunto de una vez.

    »Quiero, Señor, abandonar el cuidado de todo lo mío en tus manos generosas. Nuestra Madre —¡tu Madre!— a estas horas, como en Caná, ha hecho sonar en tus oídos: ¡no tienen!... Yo creo en Ti, espero en Ti, Te amo, Jesús: para mí, nada; para ellos"» 8. Quizá muchas veces tendremos necesidad de hacer nuestra esta oración.
     

    III. Nosotros queremos seguir de cerca a Cristo, vivir como El vivió, en medio del mundo, en las circunstancias particulares en las que nos toca vivir. Un aspecto de la pobreza que el Señor nos pide es el de cuidar, para que duren, los objetos que usamos. Esta actitud requiere mortificación, un sacrificio pequeño, pero constante, porque es más cómodo dejar la ropa en cualquier sitio y de cualquier forma, o dejar para más tarde —sin fecha fija— ese pequeño arreglo que, si se hace pronto, evita un gasto mayor.

    También quien procura no tener nada superfluo está cerca del desprendimiento que Cristo nos pide. Para esto es necesario que nos preguntemos muchas veces: ¿necesito realmente estos objetos?, ¿dos plumas o dos bolígrafos?... «Lo superfluo de los ricos —afirma San Agustín— es lo necesario de los pobres. Se poseen cosas ajenas cuando se poseen cosas superfluas» 9. ¿Tengo yo muchas cosas superfluas que para nada necesito?: calzado, utensilios, ropa de deporte, vestidos... ¿Tengo presente que, en buena parte, el desprendimiento cristiano consiste en «no considerar —de verdad— cosa alguna como propia» lo, y actúo en consecuencia?

    Es evidente que la pobreza cristiana es compatible con esos adornos de la casa de una familia cristiana, que se distingue más por el buen gusto y por la limpieza (¡hacer que las cosas luzcan y rindan!) y sencillez, que por lo ostentoso y llamativo. La casa debe ser un lugar donde la familia se siente a gusto y a donde todos los miembros desean llegar cuanto antes por el cariño que en ella se respira, pero no un lugar que sea una continua ocasión de aburguesamiento, de falta de sacrificio en los pequeños y en los mayores... Privarse de lo superfluo significa, sobre todo, no crearse necesidades. «Hemos de exigirnos en la vida cotidiana, con el fin de no inventarnos falsos problemas, necesidades artificiosas, que en último término proceden del engreimiento, del antojo, de un espíritu comodón y perezoso. Debemos ir a Dios con paso rápido, sin pesos muertos ni impedimentas que dificulten la marcha» 11.

    No tener cosas superfluas o innecesarias significa aprender a no crearnos falsas necesidades, de las que se puede prescindir con un poco de buena voluntad. Y, a la vez, agradecer al Señor constantemente los medios necesarios para el trabajo, para el sostenimiento de las personas que tenemos a nuestro cargo y poder ayudar en las necesidades de las obras apostólicas en las que colaboramos; estando dispuestos a prescindir de ellos, si Dios así lo permite; sin quejarnos cuando falte lo necesario, ni perder la alegría profunda de quien se sabe en las manos de Dios, pero poniendo los medios para salir de esa situación.

    La Virgen Santa María nos ayudará a llevar a la práctica, de verdad, este consejo: «No pongas el corazón en nada caduco: imita a : Cristo, que se hizo pobre por nosotros, y no tenía dónde reclinar su cabeza.

    »—Pídele que te conceda, en medio del mundo, un efectivo desasimiento, sin atenuantes» 12.

    Lc 9, 57-62. 2 Cfr. CONC. VAT. II, Const. Gaudium et spes, 63. 3 Cfr. SAN FRANCISCO DE SALES, Introducción a la vida devota, III, 15. — 4 A. TANQUEREY, Compendio de Teología ascética y mística, Palabra, Madrid 1990, n. 897. — 5 S. CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Instrucción sobre la libertad cristiana y liberación, 22-1II-1986, 66. — 6 Flp 4, 12-13. — r Cfr. Mt 6, 24. 8 J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Forja, n. 807. — 9 SAN AGUSTIN, Comentarios sobre el Salmo 147. 18 J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, o. c., n. 524. — 11 IDEM, Amigos de Dios, 125. 12 IDEM, Forja, n. 523.

     

    26ª SEMANA. JUEVES


    25. LA MIES ES
    MUCHA

  • Urgencia de nuevos apóstoles para reevangelizar el mundo.


  • I. Entre los que seguían a Jesús había un numeroso grupo de discípulos 1. Entre ellos se contaban quienes acompañaron a Jesús desde el bautismo de Juan hasta la Ascensión: de algunos nos dan noticias los Hechos de los Apóstoles, como José, llamado Barsabas, y Matías 2; también estarían en este grupo Cleofás y su compañero, a quienes Cristo resucitado se les apareció en el camino de Emaús 3. Sin pertenecer al círculo de los Doce, estos discípulos llegaron a formar una categoría especial entre los oyentes y amigos de Jesús, siempre dispuestos para lo que el Maestro los necesitase °. Con toda seguridad formaron el núcleo de la primitiva Iglesia después de Pentecostés. En el Evangelio de la Misa 5 leemos que, de éstos que le seguían con plena disponibilidad, Jesús designó a setenta y dos para que fueran delante de Él, preparando las almas para la llegada de Cristo. Y les dijo:
    La mies es mucha y los obreros pocos.

    Hoy, también, el campo apostólico es inmenso: países de tradición cristiana que es necesario evangelizar de nuevo, naciones que han sufrido durante tantos años la persecución a causa de la fe y que necesitan nuestra ayuda, lós nuevos pueblos sedientos de doctrina... Basta echar una mirada a nuestro alrededor —al lugar de trabajo, a la Universidad, a los medios de comunicación...—para darnos cuenta de todo lo que falta por hacer. La mies es mucha... «Enteros países y naciones, en los que en un tiempo la religión y la vida cristiana fueron florecientes y capaces de dar origen a comunidades de fe viva y operativa, están ahora sometidos a dura prueba e incluso alguna que otra vez son radicalmente transformados por el continuo difundirse del indiferentismo, del secularismo y del ateísmo. Se trata, en concreto, de países y naciones del llamado Primer Mundo, en el que el bienestar económico y el consumismo —si bien entremezclado con espantosas situaciones de pobreza y miseria— inspiran y sostienen una existencia vivida "como si no hubiera Dios". Ahora bien, el indiferentismo religioso y la total irrelevancia práctica de Dios para resolver los problemas, incluso graves, de la vida, no son menos preocupantes y desoladores que el ateísmo declarado. Y también la fe cristiana —aunque sobrevive en algunas manifestaciones tradicionales y ceremoniales— tiende a ser arrancada de cuajo de los momentos más significativos de lá existencia humana, como son los momentos del nacer, del sufrir y del morir. De ahí proviene el afianzarse de interrogantes y de grandes enigmas, que, al quedar sin respuesta, exponen al hombre contemporáneo a inconsolables decepciones, o a la tentación de suprimir la misma vida humana que plantea esos problemas» 6. Ahora es tiempo de esparcir la semilla divina y también de cosechar. Hay lugares en los que no se puede sembrar por falta de operarios, y mieses que se pierden porque no hay quien las recoja. De ahí la urgencia de nuevos apóstoles. La mies es mucha; los obreros, pocos.

    En los primeros tiempos del Cristianismo, en un mundo con una situación parecida a la nuestra —con abundancia de recursos materiales pero espiritualmente menesteroso—, la naciente Iglesia tuvo el necesario vigor, no sólo para protegerse de ser paganizada desde fuera, sino para transformar, desde dentro, una civilización tan alejada de Dios. No parece que el mundo de hace dos mil años estuviera mejor o peor preparado que el nuestro para ser evangelizado. A primera vista podía presentarse cerrado al mensaje de Cristo, como el de ahora; pero aquellos primeros cristianos, apóstoles todos, con las mismas armas que nosotros, el espíritu de Jesús, supieron transformarlo. ¿No vamos a poder nosotros cambiar el mundo que nosrodea: la familia, los amigos, los compañeros de trabajo...?

    El mundo actual quizá esté necesitado de muchas cosas, pero ninguna otra le es precisa con más urgencia que la de apóstoles santos, alegres, convencidos, fieles a la doctrina de la Iglesia, que con sencillez den a conocer que Cristo vive. Es el mismo Señor quien nos indica el camino para conseguir nuevos operarios que trabajen en su viña: Rogad, pues, al Señor de las mies que envíe operarios a su mies. Rogad..., nos dice. «La oración es el medio más eficaz de proselitismo» 7. Nuestro afán apostólico ha de traducirse, en primer lugar, en una petición continuada, confiada y humilde de nuevos apóstoles. La oración ha de ir siempre por delante.

    «Desgarra el corazón aquel clamor —¡siempre actual!— del Hijo de Dios, que se lamenta porque la mies es mucha y los obreros son pocos.

    »—Ese grito ha salido de la boca de Cristo, para que también lo oigas tú: ¿cómo le has respondido hasta ahora?, ¿rezas, al menos a diario, por esa intención?» 8.
     

    II. La mies es mucha... «Para la mies abundante —comenta San Gregorio Magno— son pocos los obreros —cosa que no podemos decir sin gran tristeza—; porque si bien no faltan los que oyen las cosas buenas, faltan sin embargo quienes las difundan» 9. El Señor quiere servirse ahora de nosotros, como lo hizo en aquella ocasión con quienes le acompañaban y después con todos aquellos que le han querido seguir de cerca.

    El Maestro, antes de enviar a los suyos al mundo entero, les hizo vivir como amigos en su intimidad, les dio a conocer al Padre, les reveló su amor y, sobre todo, se lo comunicó. Como el Padre me amó, Yo también os he amado a vosotros !o; os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. Y añadió, a modo de conclusión: os he destinado para que vayáis y deis fruto 11. Con esta caridad hemos de ir a todos los lugares, pues el apostolado consiste sobre todo en «manifestar y comunicar la caridad de Dios a todos los hombres y pueblos» 12, esa caridad con la que nos ama el Señor y con la que quiere que amemos a todos. El cristiano será apóstol en la medida en que sea amigo de Dios y viva esa amistad con quien se encuentra cada día en su camino. En un mundo en el que la desconfianza y la agresividad parecen ir ganando terreno, nuestra primera preocupación ha de ser la de vivir con esmero la caridad en todas sus manifestaciones. Cuando quienes nos tratan —por muy alejados que se encuentren de Dios— vean que nos fiamos de ellos, que estamos dispuestos a prestar una ayuda, a sacrificarnos por el bien de personas que incluso no conocemos, que no guardamos rencor, que no somos negativos ni hablamos nunca mal de nadie, que siempre nos encontrarán dispuestos a colaborar..., pensarán que los cristianos somos muy diferentes, porque seguimos a Alguien, a Cristo, muy particular. No quiere decir esto que nunca tengamos diferencias con los demás, sino que las manifestamos sin aire de agravio, sin poner en duda la buena fe de las personas, sin atacar, aunque estemos muy lejos de sus ideas. Cuando nadie queda excluido de nuestro trato y de nuestra ayuda, entonces estamos dando testimonio de Cristo.
     

    III. Junto a la caridad, hemos de manifestar al mundo nuestra alegría. Aquella que el Señor nos prometió en la Última Cena 13, la que nace del olvido de nuestros problemas y de la intimidad con Dios. La alegría es esencial en el apostolado, pues ¿quién puede sentirse atraído por una persona triste, negativa, que se queja continuamente? Si la doctrina del Señor se propagó como un incendio en los primeros siglos fue, en buena parte, porque los cristianos se mostraban con la seguridad y la alegría de ser portadores de la Buena Nueva: eran los mensajeros gozosos de Aquel que había traído la salvación al mundo. Ciertamente constituían un pueblo feliz en medio de un mundo triste, y su alegría trasmitía su fe en Cristo, era portadora de la verdad que llevaban en el corazón y de la que hablaban en el hogar, en la intimidad de la amistad..., en todo momento, porque era la razón de su vida.

    La alegría del cristiano tiene un fundamento bien firme, el sentido de su filiación divina, el saberse hijos de Dios en cualquier circunstancia. «Como sugiere Chesterton, es alegría no porque el mundo pueda colmar todas nuestras aspiraciones, sino al revés. No estamos donde hemos de permanecer: estamos en camino. Habíamos perdido la senda y Alguien ha venido a buscarnos y nos lleva de vuelta al hogar paterno. Es alegría no porque todo lo que nos sucede esté bien —no es así—, sino porque Alguien sabe aprovecharlo para nuestro bien. La alegría cristiana es consecuencia de saber enfrentarse con el único hecho auténticamente triste de la vida, que es el pecado: y de saber contrarrestarlo con un hecho gozoso aún más real y más fuerte que el pecado: el amor y la misericordia de Dios» 14

    Hemos de preguntarnos si realmente reflejamos en nuestra vida ordinaria tantos motivos como tenemos para estar alegres: el gozo de la filiación divina, del arrepentimiento y el perdón, de sentirnos en camino hacia una felicidad sin fin..., ¡la inmensa alegría de poder comulgar con tanta frecuencia! «El primer paso para acercar a otros a los caminos de Cristo es que te vean contento, feliz, seguro en tu andar hacia Dios» 15.

    Y, junto a la alegría y la caridad de Cristo, hemos de saber expresar la posesión de la única verdad que puede salvar a los hombres y hacerlos felices. «Sólo los cristianos convencidos tienen la posibilidad de convencer a Ios demás. Los cristianos convencidos a medias no convencerán a nadie» 16.

    1 Cfr. Mc 2, 15. — 2 Cfr. Hech 1, 21-26. — 3 Cfr. Lc 24, 13-35. — 4 Cfr. P. R. BERNARD, El misterio de Jesús, J. Flors, Barcelona 1965, vol. I, pp. 88 ss. — S Lc 10, 1-12. — 6 JUAN PABLO II, Exhort. Apost. Christifideles laici, 3O-XII-1988, 34. — 7 J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Camino, n. 800. — 9 IDEM, Forja, n. 906. — 9 SAN GREGORIO MAGNO, Homilías sobre los Evangelios, 17, 3. — 10 Jn 15, 9. — 11 Jn 15, 16. — 12 CONC. VAT. II, Decr. Ad gentes, 10. — 13 Cfr. Jn 16, 22. — 14 C. BURKE, Autoridad y libertad en la Iglesia, p. 223. — 15 J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Forja, n. 858. — 16 C. BURKE, 0. C., p. 219.

     

    26ª SEMANA. VIERNES


    26.
    PREPARAR EL ALMA

  • Las ciudades que no quisieron convertirse.


  • I. Jesús había pasado muchas veces por las calles y plazas de las ciudades que rodean el lago de Genesareth, y fueron incontables los milagros y las bendiciones que derramó sobre sus habitantes; pero éstos no se convirtieron, no supieron acoger al Mesías del que tanto habían oído hablar en la sinagoga. Por eso el Señor se queja con pena: ¡Ay de ti, Corozaín!
    ¡Ay de ti, Betsaida! Porque si en Tiro y en Sidón se hubieran realizado los milagros que han sido hechos en vosotras, hace tiempo que hubieran hecho penitencia... Y tú, Cafarnaún, ¿acaso serás exaltada hasta el Cielo? Hasta el infierno serás abatida 1. Jesús había sembrado a manos llenas y no fue mucho lo que recogió en aquellos lugares. Las señales se habían multiplicado una tras otra, pero sus habitantes no hicieron penitencia, y sin esa conversión del corazón, acompañada de la mortificación, la fe se oscurece y no se sabe descubrir a Cristo que nos visita. Tiro y Sidón tenían menos responsabilidad porque recibieron menos gracias.

    Por eso, como dice el Espíritu Santo: si hoy escucháis su voz, no endurezcáis vuestros corazones... 2. Dios habla a los hombres de todos los tiempos. Cristo sigue pasando por nuestras ciudades y aldeas, y continúa derramando sus bendiciones sobre nosotros. Saber escucharle y cumplir su voluntad hoy y ahora es de capital importancia para nuestra vida. Nada es tan importante. En cada momento es necesario escuchar con prontitud y docilidad esas llamadas que Cristo hace al corazón de cada uno, pues «no es la bondad de Dios la culpable de que la fe no nazca en todos los hombres, sino la disposición insuficiente de los que reciben la predicación de la palabra» 3. Esta resistencia a la gracia es llamada frecuentemente en la Sagrada Escritura dureza de corazón 4. El hombre suele alegar a veces dificultades intelectuales o teóricas para convertirse o dar un paso adelante en su fe, pero con frecuencia se trata en realidad de malas disposiciones en la voluntad, que se niega a abandonar un mal hábito o a luchar decididamente contra un defecto que le impide una mayor correspondencia a lo que el Señor, que pasa a su lado, le está pidiendo.

    La mortificación prepara el alma para oír al Señor y dispone la voluntad para seguirle: «si queremos ir a Dios es necesario mortificar el alma con todas sus potencias» 5. Con la mortificación, nuestro corazón se convierte en tierra buena que espera la semilla para dar fruto. Igual que hace el labrador, hemos de arrancar y quemar la cizaña, las malas hierbas que tienden de continuo a crecer en el alma: la pereza, el egoísmo, la envidia, la curiosidad... Por eso, la Iglesia nos invita siempre, pero nos lo recuerda de una manera particular en este día de la semana, el viernes, a que examinemos cómo va nuestro espíritu de penitencia y de mortificación, y nos mueve a ser más generosos, imitando a Cristo en la Cruz, que se ofreció por todos los hombres. Muy relacionada con la mortificación está la alegría, que nos es tan necesaria.

    II. Quien ha adoptado la firme resolución de llevar una vida cristiana, en su más plena integridad, necesita el ejercicio continuo de morir al hombre viejo con sus obras 6 que permanece en cada uno, es decir, al «conjunto de malas inclinaciones que hemos heredado de Adán, la triple concupiscencia que hemos de reprimir y refrenar con el ejercicio de la mortificación» 7. Por eso la mortificación no es algo negativo; por el contrario, rejuvenece el alma, la dispone para entender y recibir los bienes divinos, y nos sirve para reparar por nuestros pecados pasados. Por eso pedimos frecuentemente al Señor emendationem vitae, spatium verae paenitentiae: un tiempo para hacer penitencia y enmendar la vida 8. A través de la Comunión de los Santos, prestamos ayuda y damos vida a otros miembros de este Cuerpo Místico, que es la Iglesia.

    Encontramos principalmente tres campos de nuestra diaria mortificación en medio de nuestros quehaceres. En primer lugar, en la aceptación amorosa y serena de los contratiempos que cada día nos llegan, aquellas cosas, muchas veces pequeñas, que nos son contrarias, que no son como nosotros desearíamos, o que llegan de modo inesperado o contrario a lo que habíamos previsto y que nos exigen cambiar de planes: una pequeña enfermedad que disminuye nuestra capacidad en el trabajo o en la vida de familia, los olvidos, el mal tiempo que dificulta un viaje, el exceso de tráfico..., el carácter difícil de una persona con la que hemos de realizar un trabajo común... Son aquellas cosas que no dependen de nosotros, pero que hemos de recibir como una oportunidad para amar a Dios, recibiéndolas con paz, sin permitir que nos quiten la alegría. Son pequeñeces, «pero que si no se asimilan por Amor van engendrando en el hombre una especie de nerviosismo, un ánimo desapacible y triste.

    »La mayor parte de nuestros enfados no provienen de grandes contratiempos, sino de pequeñas dificultades no asimiladas. El hombre que está al anochecer preocupado, entristecido, con mal humor, con mal genio, no es, de ordinario, porque le hayan sucedido reveses graves, sino porque ha ido acumulando una serie de contratiempos mínimos que no ha sabido incorporar a una vida de amor, a una vida de acercamiento a Dios» 9. Ha perdido muchas ocasiones de crecer en las virtudes. Además, cuando se reciben estas contrariedades pequeñas como una oportunidad de acercarnos al Señor, como una ocasión de bien, el alma se dispone para aceptar situaciones más difíciles, como queridas, o al menos permitidas, por el Señor para unirnos más íntimamente a Él.

    Cuando Dios viene al mundo «para sanar y remediar todas nuestras rebeldías y miserias espirituales desde su raíz, destruye muchas cosas por inservibles, pero deja intacto el dolor. No lo suprime, le da un nuevo sentido. El pudo escoger mil senderos distintos para alcanzar la Redención del género humano —que para eso viene al mundo—. Pero de hecho elige un camino: el de la Cruz. Y por esa vereda lleva a su propia Madre, María, y a José, y a los Apóstoles, y a todos los hijos de Dios.

    »El Señor, que permite el mal, sabe sacar bienes en beneficio de nuestras almas» 10. No dejemos nosotros de convertirlo en motivo de amor, de crecimiento interior.
     

    III. Otro campo de nuestras diarias mortificaciones es el cumplimiento del deber, con el que nos hemos de santificar. Ahí encontramos cada día la voluntad de Dios para nosotros; y hacerlo con perfección, con amor, requiere sacrificio. Por eso, la mortificación más grata al Señor «está en el orden, en la puntualidad, en el cuidado de los detalles, de la labor que realizamos; en el cumplimiento fiel del más pequeño deber de estado, aun cuando cueste sacrificio; en hacer lo que tenemos obligación de hacer, venciendo la tendencia a la comodidad. No perseveramos en el trabajo porque tenemos ganas, sino porque hay que hacerlo; y entonces lo hacemos con ganas y alegría» 11. La madre de familia encontrará mil motivos diarios en su empeño por dar a la casa un tono amable y acogedor, y el estudiante podrá ofrecer el esfuerzo por llevar al día y con competencia sus asignaturas. El cansancio, consecuencia de haber trabajado a fondo, estando metidos de lleno en su ocupación, se convierte en una gratísima ofrenda al Señor que santifica. Pensemos hoy si somos personas que se quejan con frecuencia de su tarea, de aquella que precisamente nos ha de acercar a Dios.

    El tercer campo de nuestras mortificaciones está, ordinariamente, en aquellas que buscamos voluntariamente con deseo de agradar al Señor y de disponernos mejor para la oración, para vencer las tentaciones, para ayudar a nuestros amigos a acercarse al Señor. Y entre éstas, hemos de buscar aquellas que ayudan a los demás en su caminar diario. «Fomenta tu espíritu de mortificación en los detalles de caridad, con afán de hacer amable a todos el camino de santidad en medio del mundo: una sonrisa puede ser, a veces, la mejor muestra del espíritu de penitencia» 12. El vencer, con el auxilio del Angel Custodio, los estados de ánimo, el cansancio... será muy grato al Señor y una gran ayuda a quienes están con nosotros. «El espíritu de penitencia está principalmente en aprovechar esas abundantes pequeñeces —acciones, renuncias, sacrificios, servicios...— que encontramos cada día en el camino, convirtiéndolas en actos de amor, de contrición, en mortificaciones, y formar así un ramillete al final del día: ¡un hermoso ramo, que ofrecemos a Dios!» 13.

    I Lc 10, 13-15. — 2 Heb 3, 7-8. — 3 SAN GREGORIO NACIANCENO, Oratio catechetica magna, 31. — 4 Ex 4, 21; Rom 9, 18. — 5 SANTO CURA DE ARS, Sermón para el miércoles de ceniza. 6 Col 3, 9. 7 A. TANQUEREY, Compendio de Teología ascética y mística, n. 323. 8 Cfr. MISAL ROMANO, Formula intentionis Misae. -- 9 A. G. DORRONSORO, Tiempo para creer, Rialp, Madrid 1976, p. 142. — t0 J. URTEAGA, Los defectos de los santos, pp. 222-223. — II J. ESCRIV,4 DE BAEAGUER, Carta 15-X-1948. — 12 IDEM, Forja, n. 149. — 13 Ihidem, n. 408.

     

    26ª SEMANA. SÁBADO


    27. LA RAZÓN DE LA ALEGRÍA

  • Abiertos a la alegría.


  • I. El Evangelio de la Misa 1 resalta la alegría de los setenta y dos discípulos, cuando vuelven de predicar por todas partes la llegada del Reino de Dios. Con toda sencillez le dicen a Jesús: hasta los demonios se nos someten en tu nombre. El Maestro participa también de este gozo: Veía a Satanás caer como un rayo. Pero a continuación les advierte: Mirad: os he dado potestad para pisotear serpientes y escorpiones y todo el ejército del enemigo. Y no os hará daño. Sin embargo —les previene—, no estéis alegres porque se os someten los espíritus; estad contentos porque vuestros nombres están escritos en el Cielo.

    Jesús pronunciaría estas palabras lleno de un gozo radiante, comunicativo, externo. Enseguida estalló en un canto de júbilo y de agradecimiento: En aquel mismo momento se llenó de gozo del Espíritu Santo y dijo: Yo te alabo, Padre, Señor del Cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios prudentes y las revelaste a los pequeños. Sí, Padre, pues así fue tu beneplácito.

    Los discípulos recordarían siempre aquel momento con todas las circunstancias que lo rodearon: sus confidencias al Maestro, relatándole sus primeras experiencias apostólicas; su dicha al sentirse instrumentos del Salvador; el rostro resplandéciente de Jesús; su canto de júbilo y de agradecimiento a su Padre celestial... y aquellas palabras inolvidables: alegraos porque vuestros nombres están escritos en el Cielo. La esperanza de la bienaventuranza, el permanecer siempre junto a Dios, es la fuente inagotable de la alegría. Al entrar en la gloria eterna, si somos fieles, escucharemos de boca de Jesús estas inefables palabras: entra en el gozo de tu Señor 2.

    Aquí en la tierra, cada paso que damos hacia Cristo nos acerca a la felicidad verdadera. No hay felicidad estable fuera de Dios. Y, a la vez, el gozo del cristiano presupone el esfuerzo paciente para reconocer las alegrías naturales, sencillas, que el Señor pone en nuestro camino: «la alegría de la existencia y de la vida; la alegría del amor honesto y santificado; la alegría tranquilizadora de la naturaleza y del silencio; la alegría a veces austera del trabajo esmerado; la alegría y satisfacción del deber cumplido; la alegría transparente de la pureza, del servicio, del saber compartir; la alegría exigente del sacrificio. El cristiano podrá purificarlas, completarlas, sublimarlas: no puede despreciarlas. La alegría cristiana supone un hombre capaz de alegrías naturales» 3. Muchas veces, el Señor se sirvió de estos gozos de la vida corriente para anunciar las maravillas del Reino: la alegría del sembrador y del segador; la del hombre que halla el tesoro escondido; la del pastor que encuentra una oveja perdida; el gozo de los invitados a un banquete; el júbilo de las bodas; el profundo gozo del padre que recibe a su hijo; el de una mujer que acaba de dar a luz a un niño...

    El discípulo de Cristo no es un hombre «desencarnado», distanciado de lo humano, como no lo fue el Maestro. Nuestros amigos, quienes conviven con nosotros, nos han de notar cada vez más abiertos, con más capacidad para hacernos cargo de esas pequeñas alegrías nobles y limpias que Dios pone en nuestro camino para hacerlo más suave. Esta disposición estable supondrá en muchos momentos sacrificio y mortificación para vencer otros estados de ánimo o el cansancio.
     

    II. La alegría es el amor disfrutado; es su primer fruto 4. Cuanto mas grande es el amor, mayor es la alegría. Dios es amor 5, enseña San Juan; un Amor sin medida, un Amor eterno que se nos entrega. Y la santidad es amar, corresponder a esa entrega de Dios al alma. Por eso, el discípulo de Cristo es un hombre, una mujer, alegre, aun en medio de las mayores contrariedades. En él se cumplen a la perfección las palabras del Maestro: Y Yo os daré una alegría que nadie os podrá quitar 6. En muchas ocasiones se ha escrito con verdad que «un santo triste es un triste santo». Quizá sea la alegría lo que distingue las virtudes verdaderas de las falsas, que sólo tienen el aspecto o la apariencia de virtud.

    Cuando en el primer Mandamiento nos exige el Señor que le amemos con todo el corazón, con toda el alma y con todo nuestro ser... nos está llamando al gozo y a la felicidad. El mismo se nos entrega: Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y en él haremos morada 7. A la vez, sin la alegría que este Mandamiento provoca, todos los demás son a la larga difíciles o imposibles de cumplir 8.

    En el campo de las realidades humanas, el Señor nos pide ese pequeño esfuerzo para desechar un gesto adusto o evitar una palabra destemplada cuando quizá estamos cansados o con menos fuerzas para sonreír, pero «la alegría humana no puede mandarse. La alegría es fruto del amor, y no a todo el mundo se le otorga un amor humano capaz de mantener una alegría permanente. Y no solamente esto, sino que, por su naturaleza, el amor humano es con mayor frecuencia fuente de tristeza que de alegría (...). Pero en el campo cristiano no sucede así. Un cristiano que no ame a Dios es inexcusable, y un cristiano al que no brinde alegría el amor de Dios es que no ha comprendido lo que el amor le da. Para un cristiano la alegría es algo natural porque es propiedad esencial de la más importante virtud del cristianismo, es decir, del amor. Entre la vida cristiana y la alegría hay una necesaria relación de esencia» 9. También suele existir idéntica relación entre tristeza y tibieza, entre tristeza 'y egoísmo, entre tristeza y soledad.

    La alegría se aumenta, o se recupera si se hubiera perdido, con la oración verdadera, cara a cara con Jesús, «sin anonimato»; con la sinceridad; con la entrega a los demás, sin esperar recompensa; y mediante la Confesión frecuente, que «sigue siendo una fuente privilegiada de santidad y de paz» t0. En resumen, «la condición del gozo auténtico es siempre la misma: que queramos vivir para Dios y, por Dios, para los demás. Digámosle al Señor que sí, que queremos, que no deseamos más que servir con alegría. Si procuráis comportaros así, .vuestra paz interior y vuestra sonrisa, vuestro garbo y buen humor, serán luz poderosa de la que Dios se servirá para atraer a muchas almas hacia Él. Dad testimonio de la alegría cristiana, descubrid a cuantos os rodean cuál es vuestro secreto: estáis alegres porque sois hijos de Dios, porque le tratáis, porque lucháis por ser mejores y por ayudar a los demás y porque cuando se quiebra el gozo de vuestra alma acudís con prontitud al Sacramento de la alegría, en el que recuperáis el sentido de vuestra fraternidad con todos los hombres» 1 1.
     

    III. Desde hace veinte siglos la fuente de la alegría no ha cesado de manar en la Iglesia. Llegó con Jesús y la dejó a su Cuerpo Místico. En este tiempo, las criaturas más alegres han sido las que han estado más cerca de Jesús. Por eso no habrá nunca nadie más alegre que María, la Madre de Jesús, y Madre nuestra. Si Ella es la llena de gracia 12 —llena de Dios—, es también la que posee la plenitud de la alegría. Estar cerca de la Virgen es vivir dichoso. Lo mismo que desborda su gracia, lleva su alegría a todas partes. «¿Qué tendrán la voz y las palabras de María que generan una felicidad siempre nueva? Son como una música divina que penetra hasta lo más hondo del alma llenándola de paz y de amor. Cuantas veces rezamos el Santo Rosario la llamamos Causa de nuestra alegría. Y lo es porque es portadora de Dios. Hija de Dios Padre, es portadora de la ternura infinita de Dios Padre. Madre de Dios Hijo, es portadora del Amor hasta la muerte de Dios Hijo. Esposa de Dios Espíritu Santo, es portadora del fuego y del gozo del Espíritu Santo. A su paso el ambiente se transforma: la tristeza se disipa; las tinieblas ceden el paso a la luz; la esperanza y el amor se encienden... ¡No es lo mismo estar con la Virgen que sin Ella! No es lo mismo, no, rezar el Rosario que no rezarlo...» 13. Procuremos esmerarnos en rezarlo bien en este mes de octubre en que la Iglesia nos mueve a ir especialmente a Nuestra Madre del Cielo a través de esta devoción mariana. Procuremos poner santas intenciones al rezarlo en este sábado en el que, como tantos cristianos, procuramos tenerla más presente y ofrecer en su honor alguna pequeña mortificación. Pidámosle hoy que con nuestra alegría sepamos llevar a Dios a nuestros amigos, a los parientes. Ella, Causa de nuestra alegría, nos recordará siempre que dar alegría y paz —el gaudium cum pace, que jamás debemos perder— es una de las mayores muestras de caridad, el tesoro más valioso que tenemos, y muchas veces nuestra primera obligación en un mundo frecuentemente triste porque busca la felicidad donde no está.

    1 Lc 10, 17-24. — 2 Mt 25, 21. — 3 PABLO VI, Exhort. Apost. Gaudete in Do-mino, 9-V-1975. -- 4 SANTO TOMÁS, Suma Teológica, 1-2, q. 24, a. 5. — 1 Jn 4, 8. 6 Jn 16, 22. -7 Jn 14, 23. — Cfr. P. A. REGGIO, Espíritu sobrenatural y buen humor, Rialp, ed., Madrid 1966, p. 34. — 9 Ibidem, pp. 35-36. - 10 PABLO VI, loc. cit. 11 A. DEL PORTILLO, Homilía a los participantes en el jubileo de la juventud, 12-IV-1984. — 12 Lc 1, 28. — 13 A. OROZ-co, Mirar a María, pp. 239-240.