VIGÉSIMO CUARTO DOMINGO
CICLO A


1. EL PERDÓN ILIMITADO

  • Perdonar siempre con prontitud y de corazón.


  • I. Dios concede su perdón a quien perdona. La indulgencia que empleemos con los demás es la que tendrán con nosotros. Esta es la medida. Y éste, el sentido de los textos de la Misa de hoy. La Primera lectura 1 nos dice:
    Del vengativo se vengará el Señor y llevará estrecha cuenta de sus culpas. Perdona la ofensa a tu prójimo, y se te perdonarán los pecados cuando lo pidas. ¿Cómo puede un hombre guardar rencor y pedir la salud al Señor?

    El Señor perfecciona esta ley extendiéndola a todo hombre y a cualquier ofensa, porque con su Muerte en la Cruz nos ha hecho a todos los hombres hermanos y ha saldado el pecado de todos. Por eso, cuando Pedro —convencido de que proponía algo desproporcionado— le pregunta a Jesús si debe perdonar hasta siete veces a su hermano que le ofende, el Señor le responde: No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete 2, es decir, siempre. La caridad de Cristo no es setenta veces superior al comportamiento más esmerado de los mejores cumplidores de la Ley, sino que es de otra naturaleza, infinitamente más alta. Es otro su origen y su fin. Nos enseña Jesús que el mal, los resentimientos, el rencor, el deseo de venganza, han de ser vencidos por esa caridad ilimitada que se manifiesta en el perdón incansable de las ofensas. El nos alentó a pedir en el Padrenuestro de esta manera: Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden. Por eso, como recuerda hoy la Liturgia de las Horas 3, cuando rezamos el Padrenuestro hemos de estar unidos entre nosotros y con Jesucristo, y dispuestos a perdonarnos siempre unos a otros. Sólo así atraeremos sobre nosotros la misericordia infinita de Dios.

    Para perdonar de corazón, con total olvido de la injuria recibida, hace falta en ocasiones una gran fe que alimente la caridad. Por eso las almas que han estado muy cerca de Cristo ni siquiera han tenido necesidad de perdonar porque, por grandes que hayan sido las injurias, las calumnias..., no se sintieron personalmente ofendidas, pues sabían que el único mal es el mal moral, el pecado; los demás agravios no llegaban a herirles.

    Examinemos hoy si guardamos en el corazón algún agravio, algo de rencor por una injuria real o imaginada. Pensemos si nuestro perdón es rápido, sincero, de corazón, y si pedimos al Señor por aquellas personas que, quizá sin darse cuenta, nos hicieron algún daño o nos ofendieron. «Cincuenta mil enojos que te hagan, tantos has de perdonar (...). Más adelante ha de ir tu paciencia que su malicia; antes se ha de cansar el otro de hacerte mal que tú de sufrirlo» 4.
     

    II. A veces son cosas pequeñas las que nos pueden herir: un favor que no nos agradecen, una recompensa que esperábamos y nos es negada, una palabra que nos llega en un momento malo o de cansancio... Otras, pueden ser más graves: calumnias sobre lo que más queremos en este mundo, interpretaciones torcidas de aquello que hemos procurado hacer con rectitud de intención... Sea lo que fuere, para perdonar con rapidez, sin que nada quede en el alma, necesitamos desprendimiento y un corazón grande orientado hacia Dios. Esa grandeza de alma nos llevará a pedir por las personas que, de una forma u otra, nos ocasionaron algún perjuicio. «¿No suelen ser amados más tiernamente los enfermos que los sanos?», se pregunta un clásico castellano. Y a continuación aconseja: «Sé médico de tus enemigos y los bienes que les hagas serán brasas que pongas sobre sus cabezas y les enciendan en el amor (Col 3, 13). Piensa en los medios de perfección que te suministra el que te persigue... Más aprovechó Herodes a los niños (Mt 2, 16) con su odio que el amor de sus propios padres, pues los hizo mártires» 5. La actitud del perdón cristiano y, cuando sea necesario, la defensa justa y serena de los propios derechos o los de aquellos que nos están encomendados, servirán para acercar a Dios a quienes hayan podido cometer injusticias. Así lo hicieron los primeros cristianos cuando hubieron de soportar calumnias y persecuciones. «Permitidles —aconsejaba San Ignacio de Antioquía a los primeros fieles, mientras él se encaminaba al martirio— que, al menos por vuestras obras, reciban instrucción de vosotros. A sus arrebatos de ira responded con vuestra mansedumbre. Oponed a sus blasfemias vuestras oraciones; a su extravío, vuestra firmeza en la fe; a su fiereza, vuestra dulzura, y no pongáis empeño alguno en comportaros como ellos. Mostrémonos hermanos suyos por nuestra amabilidad; en cuanto a imitar, sólo hemos de esforzarnos en imitar al Señor» 6. Él está dispuesto a perdonarlo todo de todos. San Pablo, siguiendo al Maestro, exhortaba así a los cristianos de Tesalónica: Estad atentos para que nadie devuelva mal por mal, al contrario, procurad siempre el bien mutuo'. Y a los de Colosas les apremiaba: Sobrellevaos mutuamente y perdonaos cuando alguno tenga queja contra otro; como el Señor os ha perdonado, hacedlo también vosotros 8. Si aprendemos a disculpar ni siquiera tendremos que perdonar, porque no nos sentiremos ofendidos. Mal viviríamos nuestro camino de discípulos de Cristo si al menor roce —en el hogar, en la oficina, en el tráfico...— se enfriase nuestra caridad y nos sintiéramos ofendidos y separados. A veces —en materias más graves, donde se hace más difícil la disculpa—haremos nuestra la oración de Jesús: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen 9. Otras veces bastará con sonreír, devolver el saludo, tener un detalle amable para restablecer la amistad o la paz perdida. Las pequeñeces diarias no pueden ser motivo para que casi siempre por soberbia, por susceptibilidad— perdamos la alegría, que debe ser algo habitual y profundo en nuestra vida.
     

    III. El Señor, después de responder a Pedro sobre la capacidad ilimitada de perdón que hemos de tener, expuso la parábola de los dos deudores para enseñarnos el fundamento de esta manifestación de la caridad. Debemos perdonar siempre y todo, porque es mucho —sin medida— lo que Dios nos perdona, ante lo cual lo que debemos tolerar a los demás apenas tiene importancia: cien denarios (un talento equivalía a unos seis mil denarios). De ahí que sólo sepan perdonar las almas humildes, conscientes de lo mucho que se les ha remitido. «Del mismo modo que el Señor está siempre dispuesto a perdonarnos, también nosotros debemos estar prontamente dispuestos a perdonarnos mutuamente. Y ¡qué grande es la necesidad de perdón y reconciliación en nuestro mundo de hoy, en nuestras comunidades y familias, en nuestro mismo corazón! Por esto el sacramento específico de la Iglesia para perdonar, el sacramento de la penitencia, es un don sumamente preciado.

    »En el sacramento de la penitencia, el Señor nos concede su perdón de modo muy personal. Por medio del ministerio del sacerdote, vamos a nuestro Salvador con el peso de nuestros pecados. Manifestamos nuestro dolor y pedimos perdón al Señor. Entonces, a través del sacerdote, oímos a Cristo que nos dice: Tus pecados quedan perdonados (Mc 2, 5): Anda y en adelante no peques más (Jn 8, 11). ¿No podemos oír también que nos dice al llenarnos de su gracia salvífica: "Derrama sobre los otros setenta veces siete este mismo perdón y misericordia"?» 1°. ¡Qué gran escuela de amor y de generosidad es la Confesión! ¡Cómo agranda el corazón para comprender los defectos y errores de los demás! Del confesonario debemos salir con capacidad de querer, con más capacidad de perdonar I I. La tarea de la Iglesia y de cada cristiano en todos los tiempos, aunque ahora en nuestros días parece más urgente, es «profesar y proclamar la misericordia en toda su verdad» 12, derramar sobre todos los que cada día encontramos en los diversos caminos la misericordia ilimitada que hemos recibido de Cristo.

    Pidamos a Nuestra Señora un corazón grande, como el suyo, para no detenernos demasiado en aquello que nos puede herir, y para aumentar nuestro espíritu de desagravio y de reparación por las ofensas al Corazón misericordioso de Jesús.

    Edo 27, 33; 28, 1-9. — 2 Cfr. Evangelio de la Misa. Mt 18, 21-35. — 3 LITURGIA DE LAS HORAS, Preces de las JI Vísperas. — 4 SAN JUAN DE ÁVILA, Sermón 25, para el Domingo XXV después de Pentecostés, en Obras Completas, BAC, Madrid 1970, vol. II, p. 352. — 5 F. DE OSUNA, Ley del amor santo, 40-43, en Místicos franciscanos, BAC, vol. 1, pp. 580-610. --4 SAN IGNACIO DE ANTIOQUIA, Carta a los Efesios, X, 1-3. — 2 1 Tes 5, 15. — 9 Col 3, 13. — 9 Lc 23, 34. — IU JUAN PABLO II, Ángelus 16-IX-1984. — II Cfr. F. SOPERA, La Confesión, Rialp, Madrid 1957,p:132. — 12 JUAN PABLO II, Enc. Dives in misericordia, 30-XI-1980, 13.


    VIGÉSIMO CUARTO DOMINGO
    CICLO B

    2 CON JESÚS

    Nuestra vida está íntimamente relacionada con Cristo.

    — Imitarle, vivir su Vida. Filiación divina.

    Tomar la cruz y seguirle.


    I. Estaba ya próxima la fiesta de Pentecostés del tercer año de la vida pública de Jesús. En otras ocasiones el Señor había subido a Jerusalén con motivo de esta celebración anual para predicar la Buena Nueva a las multitudes que llegaban a la Ciudad Santa en esta festividad. Esta vez —quizá para apartar un poco a los discípulos del ambiente hostil que se iba originando— busca abrigo en las tierras tranquilas y apartadas de Cesarea de Filipo. Y mientras caminaban 1, después de haber estado Jesús recogido en oración, como indica expresamente San Lucas 2, pregunta en tono familiar a sus más íntimos:
    ¿Quién dicen los hombres que soy Yo? Y ellos con sencillez le cuentan lo que oyen: Unos que Juan el Bautista, otros que Elías... Entonces les volvió a interpelar: Y vosotros, ¿quién decís que soy Yo?

    En la vida hay preguntas que si ignoramos su respuesta nada nos sucede. Poco o nada nos comprometen. Por ejemplo, la capital de un lejano país, el número de años de un determinado personaje... Hay otras cuestiones que sí es mucho más importante conocer y vivir: la dignidad de la persona humana, el sentido instrumental de los bienes terrenos, la brevedad de la vida... Pero existe una pregunta en la que no debemos errar, pues nos da la clave de todas las verdades que nos afectan. Es la misma que Jesús hizo a los Apóstoles aquella mañana camino de Cesarea de Filipo: Y vosotros, ¿quién decís que soy Yo? Entonces y ahora sólo existe una única respuesta verdadera: Tú eres el Cristo, el Ungido, el Mesías, el Hijo Unigénito de Dios. La Persona de la que depende toda mi vida; mi destino, mi felicidad, mi triunfo o mi desgracia se relacionan íntimamente con el conocimiento que de Ti tenga.

    Nuestra felicidad no está en la salud, en el éxito, en que se cumplan todos nuestros deseos... Nuestra vida habrá valido la pena si hemos conocido, tratado, servido y amado a Cristo. Todas las dificultades tienen arreglo si estamos con Él; ninguna cuestión tiene una solución definitiva si el Señor no es lo principal, lo que da sentido a nuestro vivir, con éxitos o con fracasos, en la salud y en la enfermedad.

    Los Apóstoles, por boca de Pedro, dieron a Jesús la respuesta acertada después de dos años de convivencia y de trato. Nosotros, como ellos, «hemos de recorrer un camino de escucha atenta, diligente. Hemos de ir a la escuela de los primeros discípulos, que son sus testigos y nuestros maestros, y al mismo tiempo hemos de recibir la experiencia y el testimonio nada menos que de veinte siglos de historia surcados por, la pregunta del Maestro y enriquecidos por el inmenso coro de las respuestas de fieles de todos los tiempos y lugares» 3. Nosotros, que quizá llevamos ya no pocos años siguiendo al Maestro, examinemos hoy en la intimidad de nuestro corazón qué significa Cristo para nosotros. Digamos como San Pablo: lo que tenía por ganancia, lo tengo ahora por Cristo como pérdida a causa del sublime conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por cuyo amor todo lo sacrifiqué y lo tengo por basura, con tal de ganar a Cristo... 4.

    II. Después de la confesión de Pedro, Jesús manifestó a sus discípulos por vez primera que el Hijo del hombre debía padecer mucho, ser rechazado por los ancianos, por los príncipes de los sacerdotes y por los escribas y ser muerto, y resucitar después de tres días. Hablaba de esto abiertamente 5. Pero éste era un lenguaje extraño para aquellos que habían visto tantas maravillas. Y Pedro, tomándolo aparte, se puso a reprenderle. Entonces el Señor, dirigiéndose a Pedro, pero con la intención de que todos lo oyeran, le habló con estas durísimas palabras: ¡Apártate de Mí, Satanás! Son las mismas con las que rechazó al demonio después de las tentaciones en el desierto 6. Uno por odio y otro por un amor mal entendido, intentaron disuadirlo de su obra redentora en la cruz, a la que se encaminaba toda su vida y qué habría de traernos todos los bienes y gracias para alcanzar el Cielo. En la Primera lectura de la Misa 7, Isaías anuncia, con varios siglos de antelación, la Pasión que habría de sufrir el Siervo de Yahvé: Ofrecí la espalda a los que me golpeaban (..). No oculté el rostro a insultos y salivazos.

    El amor de Dios a los hombres se manifestó enviando al mundo a su Hijo Unigénito para que nosotros vivamos por £18; con su Muerte nos dio la Vida. Cristo es el único camino para ir al Padre: nadie viene al Padre sino por Mí 9, declarará a sus discípulos en la Última Cena. Sin Él nada podemos 10. La preocupación primera del cristiano ha de consistir en vivir la vida de Cristo, en incorporarse a Él, como los sarmientos a la vid. El sarmiento depende de la unión con la vid, que le envía la savia vivificante; separado de ella, se seca y es arrojado al fuego 11. La vida del cristiano se reduce a ser por la gracia lo que Jesús es por naturaleza: hijos de Dios. Esta es la meta fundamental del cristiano: imitar a Jesús, asimilar la actitud de hijo delante de Dios Padre. Nos lo ha dicho el mismo Cristo: Subo a «mi» Padre y a «vuestro» Padre, a «mi» Dios y a «vuestro» Dios 12. Jesús vive ahora y nos interpela cada día sobre nuestra fe y nuestra confianza en El, sobre lo que representa en nuestra vida. Y nos busca de mil maneras, ordena los acontecimientos para que el 'éxito y la desgracia nos lleven a El. Y nos resistimos..., y quizá dirigimos en ocasiones la mirada hacia otro lugar. Por eso podemos decirle hoy con el soneto del clásico castellano:

    «¿Qué tengo yo que mi amistad procuras?
    ¿Qué interés se te sigue, Jesús mío,
    que a mi puerta, cubierto de rocío,
    pasas las noches del invierno escuras?

    »¡Oh cuánto fueron mis entrañas duras, pues no te abrí!
    ¡Qué extraño desvarío si de mi ingratitud el hielo frío
    secó las llagas de tus plantas puras!

    »¡Cuántas veces el ángel me decía:
    "Alma, asómate agora a la ventana;
    verás con cuánto amor llamar porfía!"

    » ¡Y cuántas, hermosura soberana,
    "mañana le abriremos", respondía,
    para lo mismo responder mañana!»
    13.


    III. Sabemos bien que «ante Jesús no podemos contentarnos con una simpatía simplemente humana, por legítima y preciosa que sea, ni es suficiente considerarlo sólo como un personaje digno de interés histórico, teológico, espiritual, social o como fuente de inspiración artística» 14. Jesucristo nos compromete absolutamente. Nos pide que, al seguirle, renunciemos a nuestra propia voluntad para identificarnos con Él. Por eso, de~pués de recriminar a Pedro, llamó a todos y les d jo: Si
    alguno quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Pues el que quiera ganar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por Mí y por el Evangelio, la salvará 15.

    El Señor habla abiertamente de la Pasión. Por eso utiliza la imagen de «tomar la cruz» y seguirle. El dolor y cualquier clase de sufrimiento adquieren con Cristo un sentido nuevo, un sentido de amor y de redención. Con el dolor —la cruz—le acompañamos al Calvario; el sufrimiento, la contradicción... nos purifican y adquieren un valor redentor junto a los padecimientos de Cristo. La enfermedad, el fracaso, la ruina... junto a Cristo se convierten en un tesoro, en una «caricia divina» que no debemos desaprovechar, y que hemos de agradecer. ¡Gracias!, diremos con prontitud ante esas circunstancias adversas. El Señor quitará lo más áspero y más molesto a esa situación difícil. Por eso, estaremos atentos para darnos cuenta de dónde abandonamos la cruz. Normalmente la dejamos donde aparecen la queja, el malhumor o el ánimo triste.

    Las contrariedades, grandes o pequeñas, físicas o morales, aceptadas por Cristo y ofrecidas en reparación de la vida pasada, por el apostolado, por la Iglesia..., no oprimen, no pesan; por el contrario, disponen el alma para la oración, para ver a Dios en los pequeños sucesos de la vida, y agrandan el corazón para ser más generosos y comprensivos con los demás. Por el contrario, el cristiano que rehúye sistemáticamente el sacrificio no encontrará a Cristo en el camino de su vida, y tampoco encontrará la felicidad, que tan cerca está siempre del amor y del sacrificio. ¡Cuántos cristianos han perdido la alegría al final del día, no por grandes contradicciones, sino porque no han sabido santificar las pequeñas contrariedades que han ido surgiendo a lo largo de la jornada!

    Le decimos a Jesús que queremos seguirle, que nos ayude ,a llevar la cruz de cada día con garbo, unidos a El. Le pedimos que nos acoja entre sus discípulos más íntimos. «Señor, le suplicamos: Tómame como soy, con mis defectos, con mis debilidades; pero hazme llegar a ser como Tú deseas» 16, como hiciste con Simón Pedro.

    1 Cfr. Mc 8, 27. — 2 Cfr. Lc 9, 18. — 3 JUAN PABLO II, Audiencia general

    7-1-1987. — 4 Flp 3, 7-8. — 5 Mc 8, 31-32. 6 Cfr. Mt 4, 10. — 7 /s 50,

    5-10. — 8 Jn 4, 9. — 9 Jn 14, 6. 18 Cfr. Jn 15, 5. — 11 Cfr. Jn 15,
    1-6. —
    12 Jn 20, 17. — 13 LoPE DE VEGA, Soneto a Jesús crucificado. — 14 JUAN PABLO II, loc. Cit. — 15 Mc 8, 34-35. 16 JUAN PABLO 1, Alocución 13-IX-1978.

     

    VIGÉSIMO CUARTO DOMINGO
    CICLO C

    3. EL HIJO PRÓDIGO

    — La misericordia inagotable de Dios.
    — La dignidad recuperada.
    — Servir a Dios es un honor.


    I.
    Misericordia, Dios mío, por tu bondad, // por tu inmensa compasión borra mi culpa. // Lava del todo mi delito, // limpia mi pecado.

    Oh Dios, crea en mí un corazón puro, // renuévame por dentro... // Un corazón contrito y humillado tú nodo despreciarás'.

    La liturgia de este domingo trae a nuestra consideración, una vez más, la misericordia inagotable del Señor: ¡un Dios que perdona y que manifiesta su infinita alegría por cada pecador que se convierte! Leemos en la Primera lectura 2 cómo Moisés intercede por el pueblo de Dios, que muy pronto ha olvidado el pacto de la Alianza y se ha construido un becerro de oro, mientras él se encontraba en el Sinaí. Moisés no trata de excusar el pecado del pueblo, sino que apoya su plegaria en Dios mismo, en sus antiguas promesas, en su misericordia. El mismo San Pablo nos habla en la Segunda lectura 3 de su propia experiencia: Podéis fiaros y .aceptar sin reservas lo que os digo: que Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, y yo soy el primero. Ypor eso se compadeció de mí: para que en mí, el primero, mostrara Cristo toda su paciencia. Es la experiencia íntima de cada uno de nosotros. Todos conocemos cómo Dios no se ha cansado jamás de perdonarnos, de facilitarnos de continuo el camino del perdón.

    En el Evangelio de la Misa 4 San Lucas recoge esas parábolas de la compasión divina ante el estado en que queda el pecador, y el gozo del Señor al recuperar a quien parecía definitivamente perdido. El personaje central de estas parábolas es Dios mismo, que pone todos los medios para recuperar a sus hijos maltrechos por el pecado: es el pastor que sale tras la oveja descarriada hasta que la encuentra, y luego la carga sobre sus hombros, porque la ve fatigada y exhausta por su descarrío; es la mujer que ha perdido una moneda y enciende una lámpara y barre la casa y busca con cuidado hasta que la halla; es el padre que, movido por la impaciencia del amor, sale todos los días a esperar a su hijo descarriado, y aguza la vista para ver si cualquier figura que se vislumbra a lo lejos es su hijo pequeño... «En su gran amor por la humanidad, Dios va tras el hombre —escribe Clemente de Alejandría— como la madre vuela sobre el pajarillo cuando éste cae del nido; y si la serpiente lo está devorando, revolotea alrededor gimiendo por sus polluelos (cfr. Dt 32, 11). Así Dios busca paternalmente a la criatura, la cura de su caída, persigue a la bestia salvaje y recoge al hijo, animándole a volver, a volar hacia el nido» 5.

    Os digo que la misma alegría habrá entre los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta. ¿Cómo nos vamos a retraer de la Confesión ante tanto gozo divino? ¿Cómo no vamos a llevar a nuestros amigos hasta ese sacramento de la misericordia, donde se recupera la paz, la alegría y la dignidad perdidas? La actitud misericordiosa de Dios será, aun cuando estuviéramos lejos, el más poderoso motivo para el arrepentimiento. Antes que nosotros alcemos la mano pidiendo ayuda, ya ha tendido El la suya —mano fuerte de padre— para levantarnos y ayudarnos a seguir adelante.

    II. El pecado, tan detalladamente descrito en la parábola del hijo pródigo, «consiste en la rebelión frente a Dios, o al menos en el olvido o indiferencia ante Él y su amor» 6, en el deseo necio de vivir fuera del amparo de Dios, de emigrar a un país lejano, fuera de la casa paterna. «Pero esta "fuga de Dios" tiene como consecuencia para el hombre una situación de confusión profunda sobre su propia identidad, junto•con una amarga experiencia de empobrecimiento y de desesperación: el hijo pródigo, según dice la parábola, después de todo comenzó a pasar necesidad y se vio obligado —él, que había nacido en libertad— a servir a uno de los habitantes de aquella región»'. ¡ Qué mal se está lejos de Dios! «¿Dónde se estará bien sin Cristo —pregunta San Agustín—, o cuándo se podrá estar mal con El?» 8.

    La liturgia de la Misa de hoy nos invita a meditar en la grandeza de nuestro Padre Dios y en su amor por nosotros. Cuando el hijo decide volver para trabajar como un jornalero más en la hacienda, el padre, hondamente conmovido al ver las condiciones en que vuelve, corre a su encuentro y le prodiga todas las muestras de su amor: se le echó al cuello —dice Jesús en la parábola— y lo cubrió de besos. Le acoge como hijo inmediatamente. «Estas son las palabras del libro sagrado: le dio mil besos, se lo comía a besos. ¿Se puede hablar más humanamente? ¿Se puede describir de manera más gráfica el amor paternal de Dios por los hombres?

    »Ante un Dios que corre hacia nosotros, no podemos callarnos, y le diremos con San Pablo, Abba, Pater! (Rom 8, 15), Padre, ¡Padre mío!, porque, siendo el Creador del universo, no le importa que no utilicemos títulos altisonantes, ni echa de menos la debida confesión de su señorío. Quiere que le llamemos Padre, que saboreemos esa palabra, llenándonos el alma de gozo» 9. Padre, Padre mío, le hemos llamado tantas veces, y nos hemos lleTlado de paz y de consuelo.

    Hasta aquí nada había dicho el padre: ahora sus palabras rebosan alegría. No pone condiciones al hijo, no quiere acordarse más del pasado... Piensa en el futuro, en restituir cuanto antes al que llega su dignidad de hijo. Por eso, ni le deja acabar la frase que había preparado, y ordena: Pronto, sacad el mejor traje y vestidlo; ponedle un anilla en la mano y las sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo, y vamos a celebrar un banquete; porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido recobrado. El vestido más preciado lo constituye en huésped de honor, el anillo le devuelve la dignidad perdida, las sandalias lo declaran libre 10. El amor paterno de Dios se inclina hacia todo hijo pródigo, hacia cualquier miseria humana, y singularmente la miseria moral. Entonces, el que es objeto de la compasión divina «no se siente humillado, sino como hallado de nuevo y "revalorizado"» 11.

    En la Confesión, a través del sacerdote, el Señor nos devuelve todo lo que culpablemente perdimos: la gracia y la dignidad de hijos de Dios. Ha establecido este sacramento para que podamos volver una y otra vez a la casa paterna. El Señor nos llena de su gracia y, si el arrepentimiento es profundo, nos coloca en un lugar más alto del que estábamos: «saca, de nuestra miseria, riqueza; de nuestra debilidad, fortaleza. ¿Qué nos preparará, si no lo abandonamos, si lo frecuentamos cada día, si le dirigimos palabras de cariño confirmado con nuestras acciones, si le pedimos todo, confiados en su omnipotencia y en su misericordia? Sólo por volver a El su hijo, después de traicionarle, prepara una fiesta, ¿qué nos otorgará, si siempre hemos procurado quedarnos a su lado?» 12.


    III. Y se pusieron a celebrar la fiesta.

    En este momento, cuando parece que la parábola ha terminado, el Señor introduce un personaje más: el hermano mayor. Viene del campo, de trabajar en la finca de su padre, como ha hecho siempre. Cuando llega a casa, la fiesta está en todo su apogeo. Oye la música y los cantos desde lejos y se sorprende. Un criado le informa de que se celebra el retorno de su hermano menor, que ha llegado sin nada. ¡Por fin ha vuelto!

    Pero el hermano mayor se enfada. «¿No te ha movido el coro, el regocijo y la fiesta de la casa? —comenta San Agustín—. El banquete de ternero cebado, ¿no te ha hecho pensar? Nadie te excluye a ti. Todo en balde; habla el siervo, dura el enojo, no quiere entrar» 13. Es la nota discordante de la tarde. Es también el momento de los reproches ocultos y escondidos durante tanto tiempo, que salen ahora a la luz: tantos años que te sirvo, y nunca me has dado un cabrito..., y ahora ha venido ese hijo tuyo, que ha consumido tu hacienda con meretrices, y has hecho matar un becerro cebado para él.

    El Padre es Dios, que tiene siempre las manos abiertas, llenas de misericordia. El hijo pequeño es la imagen del pecador, que se da cuenta de que sólo puede ser feliz junto a Dios, aunque sea en el último lugar, pero con su Padre Dios. ¿Y el mayor? Es un hombre trabajador, que ha servido siempre sin salir fuera de los límites de la finca; pero sin alegría. Ha servido porque no había más remedio, y con el tiempo se le ha empequeñecido el corazón. Ha ido perdiendo el sentido de la caridad mientras servía. Su hermano es ya para él ese hijo tuyo. ¡Qué contraste entre el corazón magnánimo del padre y la mezquindad de este hijo mayor! Es la imagen del justo miope para apreciar que servir a Dios y gozar de su amistad y presencia es una continua fiesta, que, en definitiva, servir es reinar 14. Es la figura de todo aquel que olvida que estar con Dios —en lo grande y en lo pequeño— es un honor inmerecido. En el mismo servicio está una buena parte de la recompensa. Omnia bona mea tua sunt: Hijo, tú estás siempre conmigo, y todos mis bienes son tuyos. «Por tanto, todas las honras son nuestras, si nosotros somos de Dios» 15. Se nos da el mismo Dios, y todas sus riquezas con El: ¿qué más podemos pedir?

    Dios espera de nosotros una entrega alegre, no de mala gana ni forzado, pues Dios ama al que da con alegría t6. Hay siempre suficientes motivos de fiesta, de acción de gracias, de alegría, junto a Dios. Y especialmente cuando se nos presenta la ocasión de ser magnánimos —de tener corazón grande, comprensivo— con un hermano nuestro. «¡Qué dulce alegría la de pensar que el Señor es justo, es decir, que conoce perfectamente la fragilidad de nuestra naturaleza! ¿Por qué, pues, temer? El buen Dios, infinitamente justo, que se dignó perdonar con tanta misericordia las culpas del hijo pródigo, ¿no será también justo conmigo, que estoy siempre junto a El?» 17, con alegría, con deseos de servirle hasta en lo más pequeño.

    1 Salmo responsorial. Sal 50, 3-4; 12; 19. — 2 Ex 32, 7-11; 13-14. — 3 1 Tim 1, 15-16. — 4 Lc 15, 1-32. — S CLEMENTE DE ALEJANDRIA, Proiréptico, 10. — 6 JUAN PABLO II, Homilía 17-IX-1989. — 7 Ibidem. — 8 SAN AGUSTIN, Comentario al Evangelio de San Juan, 51, 11. — 9 J. EscRIvÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, Rialp, 1e ed., Madrid 1973, 64. — 19 Cfr. SAN AGUSTÍN, Sermón 11, 7. — 11 JUAN PABLO II, Enc. Dives in misericordia, 30-XI-1980,

    1. 12 J. ESCRIvÁ DE BALAGUER, Amigos de Dios, Rialp, 2e ed., Madrid 1987, 309. — 13 SAN AGUSTÍN, Sermón 11, 10. — 14 Cfr. CoNC. VA r. II, Const. Lumen gentium, 36. — 15 SAN AGUSTÍN, Sermón 11, 13. — 16 2 Cor 9,

    2. 17 SANTA TERESA DE LISIEUX, Historia de un alma, 8.

    3.  

    4.  

     

    24ª SEMANA. LUNES


    4. LA FE DE UN CENTURIÓN

    La humildad, primera condición para creer.

    El crecimiento de la fe.

    Humildad para perseverar en la fe.


    I.
    Es posible que la escena que se narra en el Evangelio de la Misa' tuviera lugar a la caída de la tarde, cuando Jesús, terminadas sus enseñanzas al pueblo, entró en la ciudad de Cafarnaún. Llegaron entonces unos ancianos de los judíos para interceder por un Centurión que tenía un criado enfermo, al que estimaba mucho. Aparece este gentil como un alma de grandes virtudes. Es un hombre que sabe mandar, pues le dice a un soldado ve y va; y a otro: ven y viene. Y al mismo tiempo tiene un gran corazón, sabe querer a los que le rodean, como a ese criado enfermo, por quien hace todo lo que está en su mano para que sane. Es un hombre generoso, que había costeado la sinagoga de esta ciudad: se hace respetar y querer, pues, como escribe San Lucas, los judíos principales que acuden a Jesús le insisten diciendo: merece que le concedas esto, aprecia a nuestro pueblo.

    Sobre todo, sobresale por su fe humilde. Después de recibir estas recomendaciones de sus amigos, Jesús se puso en camino con ellos. Y cuando estaba ya cerca de la casa, el Centurión envió al Maestro una nueva embajada para decirle: Señor, no te tomes esa molestia, porque no soy digno de que entres en mi casa, por eso ni siquiera yo mismo me he considerado digno de venir a ti; pero di una palabra y mi criado quedará sano...

    Esta fe llena de humildad conquistó el corazón de Jesús, de tal manera que el Señor quedó admirado de él, y volviéndose a la multitud que le seguía, dijo: Os digo que ni aun en Israel he hallado tanta fe.

    La humildad es la primera condición para creer, para acercarnos a Cristo. Esta virtud es el camino ancho por el que llega la fe y también el medio para aumentarla. La humildad nos capacita para hacernos entender por Jesús. Al comentar San Agustín este pasaje del Evangelio, asegura que fue la humildad la puerta por donde el Señor entró a posesionarse del que ya poseía 2. Pidamos hoy nosotros al Señor una sincera humildad que nos acerque a Él, que haga más grande y firme nuestra fe y que nos disponga a hacer en todo su Voluntad santísima. «Me confiaste que, en tu oración, abrías el corazón al Señor con las siguientes palabras: "considero mis miserias, que parecen aumentar, a pesar de tus gracias, sin duda por mi falta de correspondencia. Conozco la ausencia en mí de toda preparación, para la empresa que pides. Y, cuando leo en los periódicos que tantos y tantos hombres de prestigio, de talento y de dinero hablan y escriben y organizan para defender tu reinado..., me miro a mí mismo y me encuentro tan nadie, tan ignorante y tan pobre, en una palabra, tan pequeño..., que me llenaría de confusión y de vergüenza si no supiera que Tú me quieres así. ¡Oh, Jesús! Por otra parte, sabes bien cómo he puesto, de buenísima gana, a tus pies, mi ambición... Fe y Amor: Amar, Creer, Sufrir. En esto sí que quiero ser rico y sabio, pero no más sabio ni más rico que lo que Tú, en tu Misericordia sin límites, hayas dispuesto: porque todo mi prestigio y honor he de ponerlo en cumplir fielmente tu justísima y amabilísima Voluntad"» 3.


    II.
    Os digo que ni aun en Israel he hallado tanta fe. ¡Qué elogio tan grande! ¡Con qué alegría pronunciaría el Señor estas palabras! Meditemos hoy cómo es nuestra fe y pidamos a Jesús que nos otorgue la gracia de crecer en ella, día a día.

    San Agustín enseñaba que tener fe es: «Credere Deo, credere Deum, credere in Deum» 4, en una fórmula clásica entre los teólogos. Es decir: creer a Dios que sale a nuestro encuentro y se da a conocer; creer todo lo que Dios dice y revela, las verdades que comunica en ese encuentro personal; y, por último, creer en Dios, amándole, confiar sin medida en A. Progresar en la fe es crecer en estas facetas. Creer a Dios lleva consigo la seria preocupación por mejorar la formación doctrinal, por crecer en el conocimiento de Dios. Hoy podemos examinar cómo es nuestro afán por conocer mejor a Dios y todo lo que El nos ha revelado; quizá podríamos preguntarnos por el interés en la lectura espiritual, con cuya asiduidad adquirimos, a lo largo de los años, unos fundamentos firmes, y por la constancia en los medios de formación (círculos, charlas, retiros...), que quizá tenemos la inmensa suerte de encontrar a nuestro alcance. El afán por conocer mejor a Dios se concretará además en la fidelidad a la verdad revelada por Dios, proclamada por la Iglesia, protegida y predicada por su Magisterio.

    Creer a Dios lleva consigo crecer en nuestra relación personal con El, tratarle diariamente en la oración, en diálogo amoroso, como a nuestro Creador y Redentor, que viene diariamente a nuestro encuentro en la Sagrada Eucaristía, en la oración personal, y en tantas ocasiones en medio del trabajo, y en las dificultades y en las alegrías... Creer a Dios nos lleva a verle muy cerca de nuestro vivir diario 5.

    El tercer aspecto de la fe —creer en Dios— es la coronación y el gozo de los otros dos: es el amor que lleva consigo toda fe verdadera. «Señor, creo en Ti y te amo, hablo contigo, pero no como con un extraño, porque al tratarte, te voy conociendo y es imposible que te conozca y no te ame; pero si te amo, veo claro que he de luchar por vivir, día tras día, con arreglo a tu palabra, a tu voluntad, a tu verdad» 6.


    III.
    Y cuando volvieron a casa, los enviados encontraron sano al siervo.

    Todos los milagros que hizo Jesús procedían de un Corazón lleno de amor y de misericordia; nunca realizó un prodigio que lastimase a nadie. Tampoco efectuó un milagro para su propia utilidad. Le vemos pasar hambre y no convierte las piedras en pan, padecer sed y le pide de beber a una mujer samaritana, junto al pozo de Jacob 7. Y cuando Herodes le exige que haga una proeza, guarda silencio, a sabiendas de que aquel hombre podía darle la libertad... El fin de los milagros es el bien de los que se acercaban a Él, para que crean que Tú me has enviado 8. Las obras de misericordia corporales se transforman en un mayor bien de las almas. Por eso, aquella tarde, cuando el Centurión pudo contemplar sano a su siervo, el milagro le unió más a Jesús. Hemos de suponer que después de Pentecostés fue uno de aquellos primeros gentiles que recibieron el Bautismo, y sería fiel al Maestro hasta el fin de sus días.

    La fe verdadera nos une a Jesucristo Redentor y a su potestad sobre todas las criaturas, y nos da una seguridad y una firmeza que están por encima de toda circunstancia humana, de cualquier acontecimiento que pueda sobrevenir. Pero para tener esa fe necesitamos la humildad de este Centurión: sabernos nada ante Jesús; no desconfiar jamás de su auxilio, aunque alguna vez tarde algo en llegar o venga de distinto modo a como nosotros esperábamos.

    San Agustín afirmara que todos los dones de Dios podían reducirse a éste: «Recibir la fe y perseverar en ella hasta el último instante de la vida» 9. La humildad de saber que podemos traicionar la fe recibida, que somos capaces de separarnos del Maestro, nos ayudará a no dejar jamás el trato diario con Él, y esos medios de formación que nos enseñan a conocer mejor a Dios y nos suministran los argumentos que precisamos para darlo a conocer. El verdadero obstáculo para perseverar en la fe es la soberbia. Dios resiste a los soberbios, y da su gracia a los humildes Por eso hemos de pedir la humildad con mucha frecuencia.

    En Nuestra Señora encontramos esa unión profunda entre la fe y la humildad. Su prima Isabel la saludará, movida por el Espíritu Santo, con estas palabras: Bienaventurada, feliz tú, porque has creído... Y el Espíritu Santo pondrá en boca de la Virgen Madre: Una inmensa felicidad embarga mi alma. Y todas las generaciones me llamarán bienventurada... Pero la razón última no es nada mío, sino que Dios ha puesto sus ojos en la humildad de su esclava, El ha abierto mi corazón y lo ha llenado de gracias... ". Acudamos a Ella para que nos enseñe a crecer en esta virtud de la humildad, donde la fe tiene sus cimientos firmes. «La Esclava del Señor es hoy la Reina del Universo. Quien se humilla será exaltado (Mt 23, 12). Que sepamos ponernos al servicio de Dios sin condiciones y seremos elevados a una altura increíble; participaremos en la vida íntima de Dios, ¡seremos como dioses!, pero por el camino reglamentario: el de la humildad y la docilidad al querer de nuestro Dios y Señor» 12.

    Lc 7, 1-10. – 2 Cfr. SAN AGUSTÍN, Sermón 46, 12. 3 J. ESCRIvÁ DE BAI,AGUER, Forja, Rialp, 2 ed., Madrid 1987, n. 822. 6 SAN AGUSTÍN, Sermón 144, 2. 9 Cfr. P. RODRÍGUEZ, Fe y vida de fe, EUNSA, Pamplona 1974, pp. 124-125. - 6 Ibidem, p. 125. Cfr. Jn 4, 7. — 8 Jn 11, 42. — 9 SAN AGusTÍN, Sobre el don de la perseverancia, 17, 47; 50, 641. 10 Sant 4, 6. —11 Cfr. Lc 1, 45 ss. 12 A. OROZCO, Mirar a María, Rialp, Madrid 1981, p.
    238.

     

    24ª SEMANA. MARTES


    5. LA VUELTA A LA VIDA


    I.
    Jesús iba camino de una pequeña ciudad llamada Naín 1, acompañado de sus discípulos y de una gran muchedumbre. Al entrar en la ciudad se encontró con otro grupo numeroso de gentes que llevaban a enterrar a un difunto, hijo único de una mujer viuda. Es muy probable que Jesús y los suyos se detuvieran esperando el paso del cortejo fúnebre. Entonces, Jesús se fijó en la madre y se llenó de compasión por ella. En muchas ocasiones los Evangelistas señalan estos sentimientos del Corazón de Jesús cuando se encuentra con la desgracia y el sufrimiento, ante los que nunca pasa de largo. Al ver a la muchedumbre —escribe San Mateo relatando otro encuentro con la necesidad—se compadeció Jesús de las gentes porque andaban como ovejas que no tienen pastor 2, abandonadas de todo cuidado; al leproso que con tanta esperanza ha acudido a Él, lleno de compasión le dijo: Queda limpio 3; cuando la muchedumbre le seguía sin preocuparse del alimento y de la dificultad para ir a buscarlo, dijo a sus discípulos: Me da lástima esta gente, y multiplicó para ellos los panes y los peces 4; en otra ocasión, lleno de misericordia, tocó los ojos a un ciego y le devolvió la vista 5.

    La misericordia es «lo propio de Dios» 6, afirma Santo Tomás de Aquino, y se manifiesta plenamente en Jesucristo, tantas veces cuantas se encuentra con el sufrimiento. «Jesús, sobre todo con su estilo de vida y con sus acciones, ha demostrado cómo en el mundo en que vivimos está presente el amor, el amor operante, el amor que se dirige al hombre y abraza todo lo que forma su humanidad. Este amor se hace notar particularmente en el contacto con el sufrimiento, la injusticia, la pobreza; en contacto con toda la condición humana histórica que de distintos modos manifiesta la limitación y la fragilidad, física o moral, del hombre» 7. Todo el Evangelio, pero especialmente estos pasajes en que se nos muestra el Corazón misericordioso de Jesús, ha de movernos a acudir a El en las necesidades del alma y del cuerpo. El sigue estando en medio de los hombres, y sólo espera que nos dejemos ayudar.

    Señor, escucha mi oración, que mi grito llegue hasta Ti; no me escondas tu rostro el día de la desgracia. Inclina tu oído hacia mi; cuando te invoco, escúchame enseguida, recitan los sacerdotes en la Liturgia de las Horas de hoy 8 . Y el Señor, que nos escucha siempre, viene en nuestra ayuda sin hacerse esperar.
     

    II. Al ver Jesús a la mujer, se compadeció de ella y le dijo: No llores. Se acercó y tocó el féretro. Los que lo llevaban se detuvieron; y dijo: Muchacho, a ti te lo digo, levántate. Y el que estaba muerto se incorporó y comenzó a hablar; y se lo entregó a su madre.

    Muchos Padres han visto en la madre que recupera a su hijo muerto una imagen de la Iglesia, que recibe también a sus hijos muertos por el pecado a través de la acción misericordiosa de Cristo. La Iglesia, que es Madre, con su dolor «intercede por cada uno de sus hijos como lo hizo la madre viuda por su hijo único» 9. Ella «se alegra a diario —comenta San Agustín— con los hombres que resucitan en su alma. Aquél, muerto en cuanto al cuerpo; éstos, en cuanto a su espíritu» 'o. Si el Señor se compadece de una multitud que tiene hambre, ¿cómo no se va a compadecer de quien padece una enfermedad en el alma o lleva ya en sí la muerte para la vida eterna?

    La Iglesia es misericordiosa «cuando acerca a los hombres a las fuentes de la misericordia del Salvador, de la que es depositaria y dispensadora» ". Especialmente, «en la Eucaristía y en el sacramento de la penitencia o reconciliación. La Eucaristía nos acerca siempre a aquel amor que es más fuerte que la muerte». Y es el sacramento de la Penitencia «el que allana el camino a cada uno, incluso cuando se siente bajo el peso de grandes culpas. En este sacramento cada hombre puede experimentar de manera singular la misericordia, es decir, el amor que es más fuerte que el pecado» 12.

    Jesús pasa de nuevo por nuestras calles y ciudades y se compadece de tantos males como padece esta humanidad doliente; sobre todo se compadece de los hombres que cargan con el único mal absoluto que existe, el pecado. A todos nos dice: Venid a Mí... Nos invita a cada uno para quitarnos el pesado fardo del pecado. Ejerce su misericordia sanando y aliviándonos del lastre más pesado, principalmente en la Confesión sacramental, uno de los misterios más gozosos de la misericordia divina. Cuando instituyó este sacramento tenía puestos sus ojos llenos de bondad en cada uno de Ios que habíamos de venir después, en nuestros errores, en las flaquezas, en las ocasiones en que quizá nos íbamos a mantener alejados de la Casa del Padre. Es éste también el sacramento de la pa-ciencia divina, el sacramento de nuestro Padre Dios avistando cada día a las puertas de la eternidad el regreso de los hijos que se marcharon.

    Examinemos hoy nosotros cómo apreciamos este sacramento que Cristo instituyó con tanto amor paré dar la Vida si se hubiera muerto por el pecado mortal y para fortalecernos si estuviéramos débiles o enfermos por las faltas y pecados veniales.


    III. La misericordia de Dios es infinita; inagotable «es la prontitud del Padre en acoger a los hijos pródigos que vuelven a casa. Son infinitas la prontitud y la fuerza del perdón que brotan continuamente del sacrificio de su Hijo. No hay pecado humano que prevalezca por encima de esta fuerza y ni siquiera que la limite. Por parte del hombre puede limitarla únicamente la falta de buena voluntad, la falta de prontitud en la conversión y en la penitencia, es decir, su perdurar en la obstinación, oponiéndose a la gracia y a la verdad» 13. Sólo nosotros podemos impedir que esa mirada de Jesús, que sana y libera, nos llegue al fondo del alma.

    En la medida en que vamos conociendo más al Señor y siguiendo sus pasos, sentimos una mayor necesidad de purificar el alma. Para eso debemos cuidar cada una de las confesiones, evitando la rutina, ahondando en el amor y en el dolor. Ahondar como si cada confesión, siempre única, fuera la última; alejándonos de la precipitación y de la superficialidad. Para eso tendremos en cuenta aquellas cinco condiciones necesarias para una buena confesión, que quizá aprendimos cuando éramos pequeños: examen de conciencia, humilde, hecho en la presencia de Dios, descubriendo las causas, y quizá los hábitos, que han motivado esas faltas; el dolor de los pecados, la contrición, fruto de un examen hondo y húmilde, con un sentido más profundo de lo que es un pecado: una ofensa al Señor, y no sólo un error humano o una falta de eficacia; propósito de la enmienda concreto y firme, que está íntimamente unido al dolor de los pecados y que muchas veces es el índice de una buena confesión; confesión de los pecados, que consiste en una verdadera acusación de la falta cometida, con deseo de que se nos perdone, y no un relato más o menos general de la situación del alma o de las cosas que nos preocupan. El meditar en que es el mismo Señor quien, a través del sacerdote, nos perdona nos llevará a ser muy sinceros, tanto como nos gustaría serlo en el último instante de nuestra vida; cumplir la penitencia, por la que nos asociamos al sacrificio infinito de expiación de Cristo. Esa penitencia que nos impone el sacerdote —tan mitigada maternalmente por la Iglesia no es simplemente una obra de piedad, sino desagravio, reparación y satisfacción por la culpa contraída.

    No dejemos de acudir con frecuencia a esa fuente de la misericordia divina, pues a menudo, quizá en lo pequeño, nos separamos del Señor. Pidamos a Nuestra Señora, refugio de los pecadores —nuestro refugio—, que nos ayude a confesarnos cada vez mejor. Y pensemos también en la gran obra de misericordia que llevamos a cabo cuando facilitamos que un amigo, un pariente oun conocido recobre o aumente, por la recepción de este sacramento, la Vida sobrenatural de su alma.

    1 Cfr. Lc 7, 11-17. 2 Mt 9, 36. — 3 Mc 1, 41. - 4 Mc 8, 2. -- 5 Mt 18, 27. — 6 SANTO TOMÁS, Suma Teológica, 2-2, q. 30, a. 4. 2 JUAN PABLO 11, Ene. Dives in misericordia, 30-XI-1980, II, 3. 8 LITURGIA DE LAS HORAS, Oficio de lectura. Sal 102, 2-3. 9 SAN AMBROSIO, Comentario al Evangelio de San Lucas, V, 92. IU SAN AGUSTÍN, Sermón 98. 2. - - 11 JUAN PABLO 11, Enc. Dives in misericordia, cit., VII, 13. t2 Ibidem. 13 Ibidem.

     

    24ª SEMANA. MIÉRCOLES

    6. HACER EL BIEN CON LA PALABRA


    I. Con alusión a alguna canción popular o a un juego de los niños hebreos de entonces, Jesús reprocha a quienes interpretan torcidamente sus enseñanzas la sinrazón de sus excusas. Son semejantes a los niños sentados en la plaza que se gritan unos a otros aquello que dice: Hemos hecho sonar la flauta y no habéis danzado, hemos cantado lamentaciones y no habéis llorado. Y nos transmite a continuación el Señor lo que comentaban algunos del Bautista y de Él mismo: Porque llegó Juan, que no comía pan ni bebía vino, y decís: Tiene demonio. Llegó el Hijo del Hombre, que come y bebe, y decís: He aquí un hombre comilón y bebedor, amigo de publicanos y de pecadores 1. El ayuno de Juan es interpretado como obra del demonio; a Jesús, en cambio, le llaman glotón.

    San Lucas no tiene reparo alguno en referir las acusaciones que se dijeron contra el Maestro 2.

    Lógicamente, la Sabiduría divina se manifiesta de manera distinta en Juan y en Jesús. Juan prepara el conocimiento del misterio divino mediante la penitencia; Jesús, perfecto Dios y perfecto hombre, es portador de la salvación, de la alegría y de la paz. «Por uno u otro camino —comenta San Juan Crisóstomo— teníais que haber venido a parar en el Reino de los cielos» 3. El Señor termina así este breve pasaje del Evangelio, que leemos•en la Misa de hoy: Y la sabiduría ha sido manifestada por todos 'sus hijos. Pero muchos fariseos y doctores de la Ley no supieron descubrir esa sabiduría que llega hasta ellos. En vez de cantar la gloria de Dios que tienen delante, emplean sus palabras en la maledicencia, tergiversando lo que ven y oyen. Sus ojos no ven las maravillas que se realizan en su presencia, y su corazón está cerrado ante el bien. ¡Qué distintas eran aquellas otras gentes, a las que en tantas ocasiones el Señor tenía que imponer silencio porque todavía no había llegado la hora de su manifestación pública! Y cuando ésta llega, próxima ya la Pasión, toda la multitud de los que bajaban, llena de alegría, comenzó a alabar a Dios en alta voz por todos los prodigios que habían visto, diciendo: ¡Bendito el Rey que viene en nombre del Señor! ¡Paz en el Cielo y gloria en las alturas! 4. Algunos fariseos pidieron a Jesús que les hiciera callar, pero Él les respondió: Os digo que si éstos callan gritarán las piedras.

    La palabra es un gran don de Dios que nos ha de servir para cantar sus alabanzas y para hacer siempre el bien con ella, nunca el mal. «Acostúmbrate a hablar cordialmente de todo y de todos; en particular, de cuantos trabajan en el servicio de Dios.

    »Y cuando no sea posible, ¡calla!: también los comentarios bruscos o desenfadados pueden rayar en la murmuración o en la difamación» 5.


    II. A Jesús le gustaba conversar con sus discípulos. San Juan nos dejó constancia en su Evangelio de sus confidencias de la Ultima Cena. «Conversaba mientras se encaminaba a otra ciudad —¡aquellas largas caminatas del Señor!—, mientras paseaba bajo los pórticos del Templo. Conversaba en las casas, con las personas que estaban a su alrededor, como María, sentada a sus pies, o como Juan, que tenía reclinada su cabeza sobre el pecho de Jesús» 6. Nunca rehusó el diálogo con quienes se le acercaban en las situaciones de cultura, de tiempo... más diversas: Nicodemo, la mujer samaritana que había ido a buscar agua al pozo del pueblo, un ladrón cuando su dolor es más grande... Con todos se entendía Jesús y todos salían confortados con sus palabras. Y en esto también hemos de imitar al Maestro. A veces tendremos que vencer la tendencia a permanecer callados, o la inclinacióíi a hablar con poca medida. Y siempre será una ocasión de vencer el egoísmo de estar en nuestras cosas para ocuparnos de lo que preocupa a los demás.

    La palabra, regalo de Dios al hombre, nos ha de servir para hacer el bien: para consolar al que sufre, al que por cualquier circunstancia está pasando una mala temporada; para enseñar al que no sabe; para corregir amablemente al que yerra; para fortalecer al débil, teniendo en cuenta que —como dice la Sagrada Escritura— la lengua del sabio cura las heridas'; para levantar amablemente a quien ha caído, como Jesús hace constantemente. A muchos, que andan perdidos en la vida, les enseñaremos el camino. «Me acuerdo una vez —relata un buen escritor— que en el Pirineo, a mediodía, avanzábamos perdidos por las altas soledades (...). De pronto, envuelto en el gritar del viento oímos un son de esquilas; y nuestros ojos azorados, poco hechos a aquellas grandezas, tardaron mucho en descubrir una yeguada que abajo, en una rara verdor, pacía. Hacia allí nos encaminamos esperanzados (...). Pedimos camino al hombre, que era como de piedra; y él, volviendo los ojos en su rostro extático, alzó lentamente el brazo señalando vagamente un atajo, y movió los labios. En la atronadora marejada del viento, que ahogaba toda voz, sólo dos palabras sobrenadaban que el pastor repetía con terquedad: "Aquella canal...", éstas eran sus palabras, y señalaba vagamente allá, hacia la altura. ¡Cuán bellas eran las dos palabras gravemente dichas contra el viento! (...). La canal era el camino, la canal por donde bajaban las aguas de las nieves derretidas. Y no era cualquiera, sino aquella canal que el hombre conocía bien entre todas por su fisonomía especial y propia que para él tenía; era aquella canal. ¿Lo veis? Para mí esto es hablar» 8: enriquecer, orientar, animar, alegrar, consolar, hacer amable el camino... «Descubro también que mi persona se enriquece por medio de la conversación. Porque poseer sólidas convicciones es hermoso; pero más hermoso todavía es poderlas comunicar y verlas compartidas y apreciadas por otros» 9.

    Muchas de las personas que nos rodean andan perdidas en su pesimismo, en la ignorancia, en la falta de sentido de lo que hacen... Nuestras palabras, siempre alentadoras, han de indicar a muchos los caminos que llevan a la alegría, a la paz, a descubrir la propia vocación... «Aquella canal», por aquel camino se encuentra a Dios. Y muchos encontrarán a Cristo en esas confidencias normales llenas de sentido positivo, que se dan en medio de la vida corriente de todos los días.


    III. La palabra «es uno de los dones más preciosos que el hombre ha recibido de Dios, regalo bellísimo para manifestar altos pensamientos de amor y de amistad con el Señor y con sus criaturas» 10, y no podemos utilizarla de modo frívolo, vacío o inconsiderado, como ocurre en la locuacidad, y menos aún para faltar con ella a la verdad o a la caridad, pues la lengua —como afirma el Apóstol Santiago— se puede convertir en
    un mundo de iniquidad 11, haciendo mucho daño a nuestro alrededor: discusiones estériles, burlas, ironías, maledicencia, calumnias... ¡Cuánto amor roto, cuánta amistad perdida, porque no se supo callar a tiempo!

    ¡Qué alta consideración tenía Jesús de la palabra y de la conversación!: Yo os digo que de cualquier palabra ociosa que hablen los hombres han de dar cuenta en el día del juicio 12. Palabra ociosa es aquella que no aprovecha ni al que la dice ni al que la escucha, y proviene de un interior vacío y empobrecido. Esa manera descontrolada de hablar, esos modos difícilmente compatibles con una persona que busca la presencia de Dios allí donde se encuentre, suelen ser síntoma de tibieza, de falta de contenido interior. El hombre de bien, de su buen fondo saca cosas buenas; y el hombre malo, de su mal fondo saca cosas malas 13

    De esas conversaciones, en las que se pudo hacer el bien y no se hizo, pedirá cuenta el Señor. «Después de ver en qué se emplean, ¡íntegras!, muchas vidas (lengua, lengua, lengua con todas sus consecuencias), me parece más necesario y más amable el silencio. —Y entiendo muy bien que pidas cuenta, Señor, de la palabra ociosa» 14. De la conversación vana y superficial a la murmuración, al chisme, al enredo, a la susurración o a la calumnia suele haber un camino muy corto. Es difícil controlar la lengua si no hay presencia de Dios. De nosotros, de cada cristiano que quiere seguir a Cristo, se tendría que decir que en ninguna circunstancia nos oyeron hablar mal de nadie. Por el contrario, de cada uno se debería poder afirmar que pasó por la vida, como Cristo, haciendo el bien 15. También con la palabra, con una conversación sencilla llena de interés por los demás. Aun el mismo saludo ha de llevar el bien a quienes nos encontramos cada día: es como decirles: ¡qué alegría haberte encontrado en mi camino!

    1 Lc 7, 31-35. 2 Cfr. SAGRADA BIBLIA, Santos Evangelios, EUNSA, Pamplona 1983, nota a Mt 11, 16-19. 3 SAN JUAN CRISÓSTOMO, Homilías sobre San Mateo, 37, 4. -4 Lc 19, 37-38. — 5 J. ESCRIVA DE BALAGUER, Surco, Rialp, 3 ed., Madrid 1986, n. 902. 6 A. LUCIANI, Ilustrísimos señores, BAC, ed., Madrid 1978, p. 266. — Cfr. Prov 12, 18. — 8 J. MARAOAU., Elogio de la palabra, Salvat, Madrid 1970, p. 24. -- 9 A. LuCIANI, o. C., p. 206. — 10 J. ESCRIVA DE BALAGUER, Amigos de Dios, 298. — 11 Sant 3, 6. — 12 Mt 12, 36. 13 Mt 12, 35. 14 J. ESCR1vÁ DE BALAGUER, Camino, Rialp, 30~ ed., Madrid 1976, n. 447. — 15 Hech 10, 38.

     

    24ª SEMANA. JUEVES

    7. RECIBIR BIEN A JESÚS


    I. El Evangelio de la Misa relata la invitación hecha a Jesús por un fariseo rico llamado Simón I. Comenzado ya el banquete, y de modo inesperado para todos, se presentó una mujer pecadora que había en la ciudad. Es una ocasión más para que Jesús muestre la grandeza de su Corazón y de su misericordia; desde el primer momento esta mujer se sintió, a pesar de su mala vida, comprendida, acogida y perdonada. Quizá ya había escuchado antes a Jesús, y los propósitos de un cambio de vida que surgieron entonces llegan ahora a su culminación. El amor a Cristo le ha dado la audacia para presentarse en medio de esta comida, hecho más sorprendente si se tienen en cuenta las costumbres judías de aquella época. Los comensales se debieron de sentir confusos y asombrados. La pecadora pública es el centro de sus miradas y pensamientos. Quizá por esto no repararon en el descuido de las normas tradicionales de hospitalidad.

    Jesús sí es consciente de estos olvidos de Simón. Las palabras del Señor dejan entrever que los echa de menos, como echó en falta el agradecimiento de aquellos leprosos que después de curados ya no volvieron más. La tosquedad de Simón se pone particularmente de manifiesto en contraste con las muestras de amor de la mujer, que llevó un vaso de alabastro con perfume, se situó detrás, a los pies de Jesús, se puso a bañarlos con sus lágrimas y los ungía con el perfume. La delicadeza de esta mujer con el Señor es como el espejo donde se reflejan con más claridad las faltas de hospitalidad y de atención que se debían tener con Él, como huésped de honor.

    Ante los juicios negativos y mezquinos de los comensales para con la mujer, Jesús no tiene ningún reparo en mostrar la verdadera realidad —la realidad ante Dios, que es la que cuenta— de las personas allí presentes. Vuelto hacia la mujer, dijo a Simón: ¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y no me diste agua para los pies; ella en cambio ha bañado mis pies con sus lágrimas y los ha enjugado con sus cabellos. No me diste el beso; pero ella, desde que entró no ha dejado de besar mis pies. No has ungido mi cabeza con óleo; ella en cambio ha ungido mis pies con perfume. Y, enseguida, la recompensa más grande que puede recibir un alma: Por eso te digo: le son perdonados sus muchos pecados, porque ha amado mucho. Después, unas palabras inmensamente consoladoras para los pecadores para nosotros— de todos los tiempos: aquel a quien menos se le perdona menos ama. Las flaquezas diarias —las mismas caídas, si el Señor las permitiera— nos deben llevar a amar más, a unirnos más a Cristo mediante la contrición y el arrepentimiento.

    Entonces le dijo a ella: Tus pecados te son perdonados. Y la mujer se marchó con una gran alegría, con el alma limpia y una vida nueva por estrenar.


    II. En las palabras de Jesús a Simón se nota —como cuando preguntó por los leprosos curados 2 un cierto acento de tristeza: entré en tu casa y no me has dado agua con que lavar mis pies. El Señor, que cuando se trata de padecer por la salvación de las almas no pone límites a sus sufrimientos, echa de menos ahora esas manifestaciones de cariño, esa cortesía en el trato. ¿No tendrá que reprocharnos hoy algo a nosotros por el modo como le recibimos?

    El ejemplo sencillo de un catequista a unos niños que se preparaban para recibir al Señor por vez primera nos puede ayudar a nosotros hoy. Les decía que donde habitó un personaje ilustre, para que no se borre la memoria del acontecimiento, se coloca una placa con una inscripción: «Aquí habitó Cervantes»; «En esta casa se alojó el Papa X.»; «En este hotel se hospedó el emperador Z.»... Sobre el pecho del cristiano que ha recibido la Santa Comunión podría escribirse: «Aquí se hospedó Jesucristo» 3.

    Si queremos, cada día el Señor viene a nuestra casa, a nuestra alma. Te adoro con devoción, Dios escondido 4, le diremos en la intimidad de nuestro corazón. Y procuraremos hacerle un recibimiento mejor que a cualquier persona importante de la tierra, de tal manera que nunca tenga que decirnos: Entré en tu casa y no me diste agua para los pies... No has tenido demasiados miramientos conmigo, has estado con la mente puesta en otras cosas, no me has atendido... «Hemos de recibir al Señor, en la Eucaristía, como a los grandes de la tierra, ¡mejor!: con adornos, luces, trajes nuevos...

    »—Y si me preguntas qué limpieza, qué adornos y qué luces has de tener, te contestaré: limpieza en tus sentidos, uno por uno; adorno en tus potencias, una por una; luz en toda tu alma» 5. Hagamos hoy el propósito de acogerlo bien, lo mejor que podamos. «,Hemos pensado alguna vez en cómo nos conduciríamos, si sólo se pudiera comulgar una vez en la vida?

    »Cuando yo era niño —recordaba Mons. Escrivá de Balaguer—, no estaba aún extendida la práctica de la comunión frecuente. Recuerdo cómo se disponían para comulgar: había esmero en arreglar bien el alma y el cuerpo. El mejor traje, la cabeza bien peinada, limpio también físicamente el cuerpo, y quizá hasta con un poco de per-fume... Eran delicadezas propias de enamorados, de almas finas y recias, que saben pagar con amor el Amor» 6. Y enseguida, recomendaba vivamente: «comulgad con hambre, aunque estéis helados, aunque la emotividad no responda: comulgad con fe, con esperanza, con encendida caridad». Así lo procuramos hacer, alegrándonos con inmenso gozo porque Jesús nos visita y se pone a nuestra disposición.


    III. En un sermón sobre la preparación para recibir al Señor, exclama San Juan de Ávila: «¡Qué alegre se iría un hombre de este sermón si le dijesen: "El rey ha de venir mañana a tu casa a hacerte grandes mercedes"! Creo que no comería de gozo y de cuidado, ni dormiría en toda la no-che, pensando: "El rey ha de venir a mi casa, ¿cómo le aparejaré posada?". Hermanos, os digo de parte del Señor que Dios quiere venir a vosotros y que trae un reino de paz» 7. ¡Es una realidad muy grande! ¡Es una noticia para estar llenos de alegría!

    Cristo mismo, el que está glorioso en el Cielo, viene sacramentalmente al alma. «Con amor viene, recíbelo con amor» 8. El amor supone deseos de purificación —acudiendo a la Confesión sacramental cuando sea necesario o incluso conveniente—, aspirando a estar el mayor tiempo posible con Él.

    Jesús desea estar con nosotros, y repite para cada uno aquellas memorables palabras de la Última Cena: Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros... 9. «La posada que El quiere es el ánima de cada uno; ahí quiere Él ser aposentado, y que la posada esté muy aderezada, muy limpia, desasida de todo lo de acá. No hay relicario, no hay custodia, por más rica que sea, por más piedras preciosas que tenga, que se iguale a esta posada para Jesucristo. Con amor viene a aposentarse en tu ánima, con amor quiere ser recibido» 10, no con tibieza o distraído. ¡Es el acontecimiento más grande del día y de la vida misma! Los ángeles se llenan de admiración cuando nos acercamos a comulgar. Cuanto más próximo esté ese momento, más vivo ha de ser nuestro deseo de recibirlo.

    Junto a las disposiciones del alma, las del cuerpo: el ayuno que la Iglesia ha dispuesto en señal de respeto y reverencia, las posturas, el vestir, que nos llevan a presentarnos como dignos hijos al banquete que el Padre ha preparado con tanto amor. Y cuando esté en nuestro corazón le diremos: Señor Jesús, bondadoso pelícano, límpiame a mí, inmundo, con tu Sangre, de la que una sola gota puede liberar de todos los crímenes al mundo entero.

    Jesús, a quien ahora veo escondido, te ruego que se cumpla lo que tanto ansío: que al mirar tu rostro ya no oculto, sea yo feliz viendo tu gloria 11.

    La Virgen Nuestra Señora nos enseñará a darle buena acogida a su Hijo en esos momentos en que le tenemos con nosotros. Ninguna criatura ha sabido tratarle mejor que Ella.

    Lc 7, 36-50. 2 Cfr. Lc 17, 17-18. — 3 Cfr. C. ORTÚZAR, El Catecismo explicado con ejemplos. Himno Adoro te devote. — 5 J. EsctuvÁ DE BALAGUER, Forja, n. 834. — 6 IDEM, Es Cristo que pasa, 91. — 7 SAN JUAN DE AvILA, Sermón 2 para el !!! Domingo de Adviento, vol. Il, p. 59. — IDEM, Sermón 41, en la infraoctava del Corpus, vol. 11, p. 654. 9 Lc 22, 15. -- 19 SAN JUAN DE AVILA, loc. Cit. il Himno Adoro te devote.

     

    24ª SEMANA. VIERNES

    8. SERVIR A JESÚS

  • Las santas mujeres que aparecen en el Evangelio.


  • I. Sucedió —narra San Lucas en el Evangelio de la Misalque Él recorría ciudades y aldeas predicando y anunciando el reino de Dios; le acompañaban los doce y algunas mujeres que habían sido libradas de espíritus malignos y de enfermedades: María, llamada Magdalena, de la que habían salido siete demonios; y Juana, mujer de Cusa, administrador de Herodes; y Susana, y otras muchas que les asistían con sus bienes.

    En la vida pública de Jesús aparece este grupo de mujeres que desempeñan un papel conmovedor por su ternura y su adhesión al Maestro. Es hermoso considerar cómo el Señor quiso apoyarse en su generosidad y en su desprendimiento. El, que nunca dejó nada sin agradecer, ¡cómo les pagaría tanto desvelo y delicadeza para atender sus necesidades domésticas y las de sus discípulos! En las horas de la Pasión parecen superarse y aventajan a los discípulos en constancia y valor; a excepción de Juan, fueron las únicas que tuvieron la firmeza de estar al pie de la cruz, contemplar de cerca los últimos instantes de Jesús y recoger sus postreras palabras. Y cuando, ya muerto, fue descendido del patíbulo, estarán presentes en el embalsamamiento y se aprestarán a completarlo el primer día de la semana, después del obligado reposo del sábado.

    El Señor quiso apresurarse a recompensar esta decidida fidelidad, y en la aurora de la Resurrección no fue a sus discípulos sino a las mujeres a las que se apareció en primer lugar. Los ángeles también fueron vistos únicamente por ellas; Juan y Pedro comprobaron que el sepulcro estaba vacío, pero no vieron ángeles. Las mujeres fueron favorecidas con esta visión, tal vez porque estaban mejor preparadas que los hombres y, sobre todo, porque ellas tenían la misión de continuar el papel de los ángeles y de preparar la naciente fe de la Iglesia. Tienen un espíritu abierto y un celo inteligente. «Desde el principio de la misión de Cris-to, la mujer demuestra hacia Él y hacia su misterio una sensibilidad especial, que corresponde a una característica de su feminidad. Hay que decir también que esto encuentra una confirmación particular en relación con el misterio pascual; no sólo en el momento de la crucifixión, sino también el día de la resurrección» 2. Ellas se apresuran a cumplir el encargo de avisar a los discípulos y de recordarles lo que Jesús había anunciado cuando aún estaba en vida. En las últimas manifestaciones de Jesús resucitado también están presentes. Son, sin duda, las mismas que han vuelto de Galilea la última vez con los discípulos y las de Jerusalén y sus alrededores, las hermanas de Lázaro de Betania. Con ellas está María, la Madre de Jesús3.

    El ejemplo de estas mujeres fieles, que sirven a Jesús con sus bienes y no le desamparan en los peores momentos, son una llamada a nuestra fidelidad y a nuestro servicio al Señor sin condiciones. Nuestra actitud ha de ser la de servir a Dios y a los demás con visión sobrenatural, sin esperar nada a cambio de nuestro servicio; servir incluso al que no agradece el servicio que se le presta, aun-que esta actitud choque con los criterios humanos. Nos basta entender que cada favor en beneficio de otros es un servicio directo a Cristo. Lo que hicisteis por uno de estos mis hermanos más pequeños, por mí lo hicisteis 4. ¡Y son tantas las oportunidades de servir a lo largo del día! Serviam! Te ser-viré, Señor, todos los días de mi vida, desde el comienzo de la jornada. Dame tu ayuda.


    II.
    Si alguien me sirve que me siga, y donde Yo estoy allí estará también mi servidor; si alguien me sirve, el Padre le honrará 5.

    Desde los primeros momentos de la Iglesia destaca el servicio incomparable de la mujer a la extensión del Reino de Dios. «En primer lugar vemos a aquellas mujeres que personalmente se habían encontrado con Cristo y le habían seguido, y después de su partida eran asiduas en la oración juntamente con los Apóstoles en el Cenáculo de Jerusalén hasta el día de Pentecostés. Aquel día, el Espíritu Santo habló por medio de hijos e hijas del pueblo de Dios, cumpliéndose así el anuncio del profeta Joel (Hech 2, 17). Aquellas mujeres, y después otras, tuvieron una parte activa e importante en la vida de la Iglesia primitiva, en la edificación de la primera comunidad desde los comienzos —así como de las comunidades sucesivas— mediante los propios carismas y con su servicio multiforme» 6.

    Se puede afirmar que el Cristianismo comenzó en Europa con una mujer, Lidia, que enseguida inició su misión de convertir desde dentro el nuevo continente, empezando por su hogar 7. Algo parecido ocurrió entre los samaritanos, a quienes una mujer les habló por vez primera del Redentor 8. Los Apóstoles, que habían ido por alimentos a ese mismo pueblo, quizá no se atrevieron a decir por todas partes, como lo haría más tarde la mujer, que el Mesías estaba allí mismo, en las afueras de la ciudad. La Iglesia tuvo siempre una profunda comprensión del papel que la mujer cristiana como madre, esposa y hermana debía desempeñar en la propagación del Cristianismo. Los escritos apostólicos nos han dejado constancia de muchas de estas mujeres: Lidia en Filipo, Priscila y Cloe en Corinto, Febe en Cencreas, la madre de Rufo —que también para Pablo fue como una madre—, las hijas de Felipe el de Cesarea, etc.

    Todos hemos de poner al servicio del Señor y de los demás lo que hemos recibido. «La mujer está llamada a llevar a la familia, a la sociedad civil, a la Iglesia, algo característico, que le es propio y que sólo ella puede dar: su delicada ternura, su generosidad incansable, su amor por lo concreto, su agudeza de ingenio, su capacidad de intuición, su piedad profunda y sencilla, su tenacidad...»9. La Iglesia espera de la mujer su compromiso en favor de lo que constituye la verdadera dignidad de la persona humana. El Cuerpo místico de Cristo «no cesa de enriquecerse con el testimonio de tantas mujeres que realizan su vocación a la santidad. Las mujeres santas son una encarnación del ideal femenino, pero son también un modelo para todos los cristianos, un modelo de la sequela Christi —seguimiento de Cristo—, un ejemplo de cómo la esposa ha de responder con amor al amor del esposo» 1o.

    El Señor nos pide a todos que le sirvamos a El, a la Iglesia santa, a la sociedad, a nuestros her-manos los hombres, con nuestros bienes, con nuestra inteligencia, con todos los talentos que nos ha dado. Entonces entenderemos la hondura de esa verdad: servir es reinar
     

    III. «El hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí misma, no puede encontrar su plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás» 12. El Papa Juan Pablo II aplica estas palabras del Concilio Vaticano II especialmente a la mujer, quien «no puede encontrase a sí misma si no es dando amor a los demás» 13. Es en el amor, en la entrega, en el servicio a los demás donde la persona humana, y quizá de un modo especial la mujer, lleva a cabo la vocación recibida por Dios. Cuando la mujer pone en ser-vicio de los demás las cualidades recibidas del Se-ñor, entonces «su vida y su trabajo serán realmente constructivos y fecundos, llenos de sentido, lo mismo si pasa el día dedicada a su marido y a sus hijos que si, habiendo renunciado al matrimonio por alguna razón noble, se ha entregado de lleno a otras tareas. Cada una en su propio camino, siendo fiel a la vocación humana y divina, puede realizar y realiza de hecho la plenitud de la personalidad femenina. No olvidemos que Santa Ma-ría, Madre de Dios y Madre de los hombres, es no sólo modelo, sino también prueba del valor trascendente que puede alcanzar una vida en apariencia sin relieve» 14.

    Hoy, al considerar la generosidad y la fidelidad de estas mujeres, pensemos cómo es la nuestra. Examinemos si contribuimos, también materialmente —con medios económicos— a la extensión del Reino de Cristo, si somos generosos con nuestro tiempo, quizá escaso, en servicio de los de-más... Y si todo lo llevamos a cabo impregnado de una profunda dicha, del gozo particular que da la generosidad. No olvidemos al terminar nuestra oración que tanto en la vida pública como en las horas de la Pasión, y muy probablemente en los días que siguieron a la Resurrección, estas mujeres de las que hoy nos habla San Lucas gozaron de un especial privilegio: permanecieron en un trato más asiduo y más íntimo con María que los mismos discípulos. Aquí encontraron el secreto de su generosidad y de su constancia en seguir al Maestro. A Ella acudimos nosotros para que nos ayude a ser fieles y desprendidos. Junto a Ella sólo encontraremos ocasiones de servir, y así lograremos olvidarnos de nosotros mismos.

    Lc 8, 1-3. 2 JUAN PABLO 11, Carta Apost. Mulieris dignitatem, 15-VIII-1988, 16. 3 Cfr. INDART , Jesús en su mundo, Herder, Barcelona 1963, p. 81 ss. 4 Mt 25, 40. s Jn 12, 26. -- 6 JUAN PABLO II, 10e. cit., 27. — Cfr. Hech 16, 14-15. — 8 Cfr. Jn 4, 39. — 9 Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer, Rialp, 146 ed.. Madrid 1985, n. 87. — 10 JUAN PAlLO 11, loc. cit., 27. - 11 Cfr. CoNC VAT. II, Const. Lumen gentium, 36. — 12 IDEM, Const. Gaudium et spes, 24. 13 JUAN PABLO 11, loc. cit., 30. -- 1° Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer, loc. cit.

     

    24ª SEMANA. SÁBADO

    9. LA TIERRA BUENA

    - Los corazones endurecidos por la falta de contrición se incapacitan para acoger la palabra divina.
    - Necesidad de oración y de sacrificio para que la gracia dé fruto en el alma.
    - Paciencia y constancia: recomenzar con humildad.


    I. Se reunió junto al Señor una gran muchedumbre, que acudía a El de todas las ciudades'. Y Jesús aprovechó la ocasión, como tantas veces, para enseñarles el misterio de la acción de la gracia en las almas mediante la parábola del sembrador. Todos los que le escuchaban conocían bien las condiciones en que se hacían las labores del campo en aquellas tierras de Palestina. Salió el sembrador a sembrar su semilla... Es Cristo mismo que continuamente, hoy también, extiende su reinado de paz y de amor en las almas, contando con la libertad y la personal correspondencia de cada uno. Dios se encuentra en las almas con situaciones tan diversas como distintos son los terrenos que reciben idéntica semilla. Al llevar a cabo la siembra, parte cayó junto al camino, y fue pisoteada y se la comieron las aves del cielo: se
    perdió completamente, sin dar fruto. Más tarde, cuando Jesús explique a sus discípulos la parábola, les dirá que el diablo se lleva la palabra de su corazón. Estas almas, endurecidas por la falta de arrepentimiento de sus pecados, se incapacitan para recibir a Dios que las visita. A este mal terreno se asemeja el corazón «que está pisoteado por el frecuente paso de los malos pensamientos, y seco de tal modo que no puede recibir la semilla ni ésta germinar» 2. El demonio encuentra en estas almas el terreno apropiado para lograr que la semilla de Dios quede infecunda.

    Por el contrario, el alma que, a pesar de sus flaquezas, se arrepiente una y otra vez, y procura evitar las ocasiones de pecar y recomienza cuantas ve-ces sea necesario, atraerá la misericordia divina. La humildad que supone reconocer los pecados, quizá sólo veniales, y los propios defectos prepara el alma para que Dios siembre en ella y fructifique. Por eso, hoy, al meditar esta parábola de Jesús, puede ser un buen momento para que nos preguntemos si cada día pedimos perdón por todas aquellas cosas que no agradan al Señor, aun en lo pequeño, y si acudimos con verdadera sed de limpieza a la Confesión frecuente.

    Ahora es buen momento para pedirle a Jesús que nos ayude a echar lejos de nosotros todo aquello, por pequeño que sea, que nos separa de Él, a no pactar con defectos y actitudes que entorpecen la amistad que El nos ofrece diariamente. «Has llegado a una gran intimidad con este nuestro Dios, que tan cerca está de ti, tan dentro de tu alma..., pero, ¿procuras que aumente, que se haga más honda? ¿Evitas que se metan por medio pequeñeces que puedan enturbiar esa amistad?

    »—¡Sé valiente! No te niegues a cortar todo lo que, aunque sea levemente, cause dolor a Quien tanto te ama» 3.


    II. Parte de la semilla
    cayó sobre pedregal, y una vez nacida se secó por falta de humedad. Es-tos son los que reciben la palabra con alegría, pero no tienen raíces; creen durante algún tiempo pero a la hora de la tentación se vuelven atrás. A la hora de la prueba sucumben porque han basado su seguimiento a Cristo en el sentimiento y no en una vida de oración, capaz de resistir los momentos difíciles, las pruebas de la vida y las épocas de aridez. «A muchos les agrada lo que escuchan y se proponen obrar bien; pero en cuanto comienzan a ser incomodados por las adversidades abandonan las buenas obras que habían comenzado» 4. ¡Cuántos buenos propósitos han naufragado cuando el camino de la vida interior ha dejado de ser llano y placentero! Estas almas buscaban más su contento y la satisfacción propia que a Dios mismo. «Unos por unas razones y otros por otras —se quejaba San Agustín—, el hecho es que apenas se busca a Jesús por Jesús» 5. Buscar a Jesús, por Él mismo, con aridez cuando llegue; querer subir a la cumbre no sólo cuando el camino es llano y sombreado, sino cuando se convierte en un sendero apenas visible en medio de la rocas, sin más amparo que el deseo firme de subir hasta la cima donde está Cristo: buscar «a Jesús por Jesús». Sólo lo conseguiremos con la fidelidad a la oración diaria, cuando resulta fácil y cuando cuesta.

    Otra parte de la semilla cayó en medio de las espinas, y habiendo crecido con ella las espinas la sofocaron. Éstos son los habiendo oído y arraigado en el alma la palabra de Dios, no llegaron a dar fruto a causa de las preocupaciones, riquezas y placeres de la vida. Es imposible seguir a Cristo sin una vida mortificada, pues poco a poco se pierde el atractivo por las cosas de Dios y, paralelamente, se inicia el camino fácil de las compensaciones, del apegamiento desordenado al dinero, a la comodidad..., y se acaba deslumbra-do por el aparente valor de las cosas terrenas. «No te asombres de que a los placeres llamara espinas (...) —comenta San Basilio—. Así como las espinas, por cualquier parte que se las coja, ensangrientan las manos, así también los placeres dañan a los pies, a las manos, a la cabeza, a los ojos... Cuando se pone el corazón en las cosas temporales sobreviene la vejez prematura, se embotan los sentidos, se entenebrece la razón...» 6.

    La oración y la mortificación preparan al alma para recibir la buena semilla y dar fruto. Sin ellas, la vida queda infecunda. «El sistema, el método, el procedimiento, la única manera de que tengamos vida —abundante y fecunda en frutos sobre-naturales— es seguir el consejo del Espíritu Santo, que nos llega a través de los Hechos de los Apóstoles: "omnes erant perseverantes unanimiter in oratione" —todos perseveraban unánimemente en la oración.

    »—Sin oración, ¡nada!» 7. No existe un camino hacia Dios que no pase por la oración y el sacrificio.
     

    III. «Después de referirse a las circunstancias que hacen ineficaz la semilla, habla por fin la parábola de la tierra buena. No da lugar así al desaliento, antes al contrario, abre camino a la esperanza, y muestra que todos pueden convertirse en buena tierra» 8. La semilla que cayó en tierra buena son los que oyen la palabra con un corazón bueno y generoso, la conservan y dan fruto mediante la paciencia.

    Todos, independientemente de la situación anterior, podemos dar buenos frutos para Dios, pues Él siembra constantemente la semilla de su gracia. La eficacia depende de nuestras disposiciones. «Lo único que importa es no ser camino, ni pedregal, ni cardos, sino tierra buena (...). No sea el corazón camino donde el enemigo se lleve, como los pájaros, la semilla pisada por los transeúntes; no peñascal donde la poca tierra haga germinar enseguida lo que ha de agostar el sol; ni abrojal de pasiones humanas y cuidados de la vida disoluta» 9.

    Tres son las características que señala el Señor en la tierra buena: oír con un corazón contrito, humilde, los requerimientos divinos; esforzarse para que —con la oración y la mortificación— esas exigencias calen en el alma y no se atenúen con el paso del tiempo; y, por último, comenzar y recomenzar, sin desanimarse si los frutos tardan-en llegar, si nos damos cuenta de que los defectos no acaban de desaparecer a pesar de los años y del empeño en la lucha por desarraigarlos.

    Os daré un corazón nuevo, y os infundiré un espíritu nuevo —se lee hoy en la Liturgia de las Horas—; arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne 10. Si queremos y somos dóciles, el Señor está dispuesto a cambiar en nosotros todo lo que sea necesario para transformarnos en tierra buena y fértil. Has-ta lo más profundo de nuestro ser, el corazón, puede verse renovado si nos dejamos arrastrar por la gracia de Dios, siempre tan abundante. Lo importante es ir una y otra vez a El, con humildad, en demanda de ayuda, sin querer separarnos jamás de su lado, aunque nos parezca que no avanzamos, que pasa el tiempo y no cosechamos los frutos deseados. «Dios es agricultor —enseña San Agustín—, y si se aparta del hombre, éste se con-vierte en un desierto. El hombre es también agricultor, y si se aparta de Dios, se convierte también en un desierto» 11, No nos separemos de Él; acudamos a su Corazón misericordioso muchas veces a lo largo del día.

    Lc 8, 4-15. — 2 SAN GREGORIO MAGNO, Homilías sobre los Evangelios, in loc. — 3 J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Forja, n. 417. — J SAN GREGORIO MAG-NO, o. c., 15, 2. -- 5 SAN AGUSTÍN, Comentario al Evangelio de San Juan, 25, 10. — 6 SAN BASILIO, Homilías sobre San Lucas, 3, 12. — J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, o. c., n. 297. — 5 SAN JUAN CRISÓSTOMO, Homilías sobre el Evangelio de San Mateo, 44. — 9 SAN AGUSTÍN, Sermón 101, 3. — 10 LITURGIA DE LAS HORAS, Laudes. Ez 36, 26. — 11 SAN AGUSTÍN, Comentario a los Salmos, 145, 11.