TIEMPO ORDINARIO. VIGÉSIMO PRIMERA SEMANA

 

DOMINGO CICLO A

73. El Papa, fundamento perpetuo de la unidad.

- Jesús promete a Pedro que será la roca sobre la que edificará su Iglesia.

- Amor al Papa.

- Donde está Pedro, allí está la Iglesia, allí encontramos a Dios. Acoger la palabra del Papa y darla a conocer.

 

I. El Evangelio de la Misa (1) presenta a Jesús con sus discípulos en Cesarea de Filipo. Habían llegado a aquella región después de dejar Betsaida y de emprender el camino del Norte por la ribera oriental del lago (2). Mientras caminan, Jesús pregunta a los Apóstoles: ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre? Y después que ellos le dijeran las diversas opiniones de las gentes, Jesús les interpela directamente: Pero vosotros, ¿quién decís que soy Yo? "Todos nosotros -comenta el Papa Juan Pablo II- conocemos ese momento en el que no basta hablar de Jesús repitiendo lo que otros han dicho..., no basta recoger una opinión, sino que es preciso dar testimonio, sentirse comprometido por el testimonio y después llegar hasta los extremos de las exigencias de ese compromiso. Los mejores amigos, seguidores, apóstoles de Cristo fueron siempre los que percibieron un día dentro de sí la pregunta definitiva, que no tiene vuelta de hoja, ante la cual todas las demás resultan secundarias y derivadas: "Para ti, ¿quién soy Yo?"" (3). La vida y todo el futuro "depende de esa respuesta nítida y sincera, sin retórica ni subterfugios, que pueda darse a esa pregunta" (4).

La interpelación dirigida a todos aquellos que le siguen, encuentra un especial eco en el corazón de Pedro, quien, movido por una singular gracia, contesta: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. Jesús le llama bienaventurado por la respuesta llena de verdad, en la que confiesa abiertamente la divinidad de Aquel en cuya compañía llevan ya meses. Éste es el momento escogido por Cristo para comunicar a Pedro que sobre él recaerá el Primado de toda su Iglesia: Y Yo te digo que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Te daré las llaves del Reino de los Cielos; y todo lo que atares sobre la tierra quedará atado en los Cielos, y todo lo que desatares sobre la tierra quedará desatado en los Cielos. Será la roca, el fundamento firme sobre el que Cristo construirá su Iglesia, de tal manera que ningún poder podrá derribarla. Y el mismo Señor ha querido que diariamente se sienta apoyado y protegido por la veneración, el amor y la oración de todos los cristianos. ¿Cómo es nuestra oración diaria por su persona y por sus intenciones? Es mucha su responsabilidad, y no podemos dejarlo solo. Si deseamos estar muy unidos a Cristo, lo hemos de estar en primer lugar con quien hace sus veces aquí en la tierra. "Que la consideración diaria del duro peso que grava sobre el Papa y sobre los obispos, te urja a venerarles, a quererles con verdadero afecto, a ayudarles con tu oración" (5).

 

II. Te daré las llaves del Reino de los Cielos; y todo lo que atares sobre la tierra quedará atado en los Cielos...

Las llaves indican poder: Colgaré de un hombro las llaves del palacio de David, se lee en la Primera lectura (6) a propósito de Eliacín, mayordomo del palacio real. El poder prometido a Pedro, y que le será conferido después de la resurrección (7), es inmensamente superior. No se le dan las llaves de un reino terreno, sino del Reino de los Cielos, del Reino que no es de este mundo pero se incoa aquí y durará eternamente. Pedro tiene el poder de atar y desatar, es decir, de absolver o condenar, de acoger o de excluir. Es tan grande este poder que aquello que decida en la tierra será ratificado en el Cielo. Para ejercerlo, cuenta con una asistencia especial del Espíritu Santo.

Desde el primer día en que conoció a Jesús se llamará para siempre Petrus, piedra. Y Yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia (8). Con este cambio de nombre quiso indicar el Señor la nueva misión que le será encomendada: la de ser el cimiento firme del nuevo edificio, la Iglesia. "Es como si el Señor le dijera -escribe San León Magno-: "Yo soy la piedra inquebrantable, Yo soy la piedra angular (...), el fundamento fuera del cual nadie puede edificar; pero también tú eres piedra, porque por mi virtud has adquirido tal firmeza, que tendrás juntamente conmigo, por participación, los poderes que Yo tengo en propiedad"" (9).

Desde los comienzos de la Iglesia, los cristianos han venerado al Papa. El Príncipe de los Apóstoles es nombrado siempre en primer lugar (10) y hace frecuente uso de una especial autoridad ante los demás: propone la elección de un nuevo Apóstol que ocupe el lugar de Judas (11), toma la palabra en Pentecostés y convierte a los primeros cristianos (12), responde ante el Sanedrín en nombre de todos (13), castiga con plena autoridad a Ananías y Safira (14), admite en la Iglesia a Cornelio, el primer gentil (15), preside el Concilio de Jerusalén y rechaza las pretensiones de algunos cristianos provenientes del judaísmo acerca de la necesidad de la circuncisión, afirmando que la salvación sólo se obtiene en Jesucristo (16).

Estos poderes espirituales tan grandes son dados a Pedro para bien de la Iglesia, y, como ésta ha de durar hasta el fin de los tiempos, esos poderes se trasmitirán a quienes sucedan a Pedro a lo largo de la historia. El Magisterio de la Iglesia siempre ha subrayado esta verdad; la Constitución dogmática sobre la Iglesia, del Concilio Vaticano II, afirma: "este santo Concilio, al seguir las huellas del Vaticano I, enseña y declara con él, que Jesucristo, Pastor eterno (...), puso en Pedro el principio visible y el perpetuo fundamento de la Unidad de la Fe y de la Comunión. Esta doctrina de la institución, perpetuidad, fuerza y razón de ser del sagrado primado del Romano Pontífice, y de su magisterio infalible, este santo Concilio la propone nuevamente como objeto firme de fe a todos los fieles" (17). El Romano Pontífice es el sucesor de Pedro; unidos a él estamos unidos a Cristo. Es su Vicario aquí en la tierra, el que hace sus veces.

Nuestro amor al Papa no es sólo un afecto humano, fundamentado en su santidad, en simpatía, etc. Cuando acudimos a ver al Papa, a escuchar su palabra, lo hacemos por ver, tocar y oír a Pedro, al Vicario de Cristo; es el "dulce Cristo en la tierra", en expresión de Santa Catalina de Siena, sea quien sea. "Tu más grande amor, tu mayor estima, tu más honda veneración, tu obediencia más rendida, tu mayor afecto ha de ser también para el Vice-Cristo en la tierra, para el Papa.

"Hemos de pensar los católicos que, después de Dios y de nuestra Madre la Virgen Santísima, en la jerarquía del amor y de la autoridad, viene el Santo Padre" (18).

 

III. Una antigua fórmula resume en muy pocas palabras el contenido de la doctrina acerca del Romano Pontífice: ubi Petrus, ibi Ecclesia, ibi Deus (19). Donde está Pedro, allí está la Iglesia, y allí también encontramos a Dios. "El Romano Pontífice -enseña el Concilio Vaticano II-, como sucesor de Pedro, es el principio y fundamento perpetuo y visible de unidad, tanto de los obispos como de la multitud de los fieles" (20). "Y ¿qué sería de esta unidad si no hubiera uno puesto al frente de toda la Iglesia, que la bendijese y la guardase, y que uniese a todos sus miembros en una sola profesión de fe y los juntase con un lazo de caridad y de unión?" (21). Quedaría rota la unión en mil pedazos y andaríamos como ovejas dispersas, sin una fe segura en que creer, sin un camino claro que andar.

Nosotros queremos estar con Pedro, porque con él está la Iglesia, con él está Cristo; y sin él no encontraremos a Dios. Y porque amamos a Cristo, amamos al Papa: con la misma caridad. Y como estamos pendientes de Jesús, de sus deseos, de sus gestos, de su vida toda, así nos sentimos unidos al Romano Pontífice hasta en los menores detalles: le amamos sobre todo por Aquel a quien representa y de quien es instrumento. "Ama, venera, reza, mortifícate -cada día con más cariño- por el Romano Pontífice, piedra basilar de la Iglesia, que prolonga entre todos los hombres, a lo largo de los siglos y hasta el fin de los tiempos, aquella labor de santificación y gobierno que Jesús confió a Pedro" (22).

En los Hechos de los Apóstoles se pone de manifiesto el amor y la devoción que los primeros cristianos sentían hacia Pedro: sacaban los enfermos a las plazas y los ponían en lechos y camillas para que, al pasar Pedro, al menos su sombra alcanzase a alguno de ellos (23). Se contentaban con que les llegara la sombra de Pedro. ¡Sabían bien que muy cerca de él estaba Cristo! Recibimos con su palabra una claridad meridiana en medio de las doctrinas confusas que proclaman -hoy, como en el pasado- tantos falsos profetas y tantos falsos doctores. Tengamos hambre de conocer las enseñanzas del Papa y de darlas a conocer en nuestro ambiente. Ahí está la luz que ilumina las conciencias; hagamos el propósito de recibir su palabra con docilidad y obediencia interna, con amor (24).

 

 

 

(1) Mt 16, 13-20.- (2) Cfr. Mc 8, 27; Lc 9, 18.- (3) JUAN PABLO II, Homilía de la Misa en Belo Horizonte, 1-VII-1980.- (4) Ibídem.- (5) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Forja, n. 136.- (6) Is 22, 19-23.- (7) Cfr. Jn 21, 15-18.- (8) Jn 1, 42.- (9) SAN LEON MAGNO, Homilía 4.- (10) Mt 10, 2 ss. ; Hech 1, 13.- (11) Hech 1, 15-22.- (12) Hech 2, 14-36.- (13) Hech 4, 8 ss.- (14) Hech 5, 1 ss.- (15) Hech 10, 1 ss.- (16) Hech 15, 7-10.- (17) CONC. VAT. II, Const. Lumen gentium, 18.- (18) J. ESCRIVA DE BALAGUER, o. c., n. 135.- (19) SAN AMBROSIO, Comentario al Salmo XII, 40, 30.- (20) CONC. VAT. II, loc. cit., 23.- (21) GREGORIO XVI, Enc. Commissum divinitus, 15-VI-1835.- (22) J. ESCRIVA DE BALAGUER, o. c. , n       . 134.- (23) Hech 5, 15.- (24) Cfr. CONC. VAT. II, loc. cit., 25.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. VIGÉSIMO PRIMERA SEMANA. DOMINGO CICLO B

74. Seguir a Cristo.

- Nosotros, como los Apóstoles, seguimos a Jesús para siempre, como meta a la que se encaminan nuestros pasos.

- Las señales del camino y la libertad.

- La verdadera libertad. Renovar nuestra entrega al Señor.

 

I. La Primera lectura de la Misa (1) nos relata el momento en que el pueblo de Dios, atravesado ya el Jordán, está para entrar en la Tierra Prometida. Josué convocó a todas las tribus de Israel en Siquén, y les dijo: Si os parece mal servir al Señor, se os da a elegir; elegid hoy a quién queréis servir: a los dioses a quienes sirvieron vuestros padres en Mesopotamia, o a los dioses amorreos en cuya tierra habitáis, que yo y mi casa serviremos al Señor. Y contestó el pueblo: Lejos de nosotros abandonar al Señor... Nosotros serviremos al Señor, porque Él es nuestro Dios.

También en el Evangelio de la Misa (2) plantea Jesús a sus discípulos por quién se quieren decidir. Después del anuncio de la Eucaristía en la sinagoga de Cafarnaún, muchos discípulos abandonaron al Maestro porque les parecieron duras de aceptar sus palabras sobre el misterio eucarístico. Jesús se ha quedado con sus más íntimos, y quiere reafirmar la amistad y la confianza sin condiciones de los suyos. Entonces, el Señor se volvió a los que le habían seguido día tras día, y les preguntó: También vosotros queréis marcharos? Y Pedro, en nombre de todos, le dice: Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros hemos creído y conocido que Tú eres el Santo de Dios. Los Apóstoles dicen que sí una vez más a Cristo. ¿Qué va a ser de ellos sin Cristo? ¿Adónde van a encaminar sus pasos? ¿Quién colmaría las ansias de su corazón? La vida sin Cristo, entonces y ahora, no tiene sentido.

También nosotros hemos dicho que sí, para siempre, a Jesús. Hemos abrazado la Verdad, la Vida, el Amor. La libertad que Dios nos ha dado la hemos dirigido en la única dirección acertada. Aquel día en el que el Señor se fijó de modo particular en nosotros, le confiamos que Él sería la meta a la que se encaminarían nuestros pasos; y después de aquel momento, en otras muchas ocasiones, le hemos dicho: Señor, ¿a quién iremos? Sin Ti nada tiene sentido.

Hoy es buena ocasión para examinar cómo es nuestra entrega al Señor, si dejamos con alegría a un lado todo lo que nos aparte del seguimiento del Señor... "¿Quieres tú pensar -yo también hago mi examen- si mantienes inmutable y firme tu elección de Vida? ¿Si al oír esa voz de Dios, amabilísima, que te estimula a la santidad, respondes libremente que sí?" (3). Decir que sí al Señor en todas las circunstancias significa también decir no a otros caminos, a otras posibilidades. Él es el Amigo; sólo Él tiene palabras de vida eterna.

 

II. Como aquellos discípulos que reafirmaron en Cafarnaún su plena adhesión a Cristo, muchos hombres y mujeres de todos los tiempos y razas, después de haber andado quizá largo tiempo en la oscuridad, un día encontraron a Jesús, y vieron abierto y señalizado el camino que les conducía al Cielo, así también ocurrió en nuestra vida; por fin, nuestra libertad no sólo servía ya para ir de un lado a otro sin rumbo fijo, sino para caminar hacia un objetivo: ¡Cristo! Entonces comprendimos el carácter sorprendentemente alegre de la libertad que elige a Jesús y lo que nos acerca a Él, y rechaza lo que nos separa, porque "la libertad no se basta a sí misma: necesita un norte, una guía" (4). El norte de nuestra libertad, lo que marca en todo momento la dirección de nuestros pasos, es el Señor, pues sin Él, ¿a quién iremos?, ¿en qué gastaríamos estos cortos días que Dios nos ha dado?, ¿qué vale la pena sin Él? Para muchos, desgraciadamente, la libertad significa seguir los impulsos o los instintos, dejarse llevar por las pasiones o por lo que les apetece en un momento dado. En realidad, estos hombres -¡tantos!- están olvidando que "la libertad es ciertamente un derecho humano irrenunciable y básico, pero que ella no se caracteriza por el poder de elegir el mal, sino por la posibilidad de hacer responsablemente el bien, reconocido y deseado como tal" (5). Un hombre que tenga un equivocado y pobre concepto de la libertad rechazará toda verdad, que proponga una meta válida y obligatoria para todos los hombres, porque le parecerá como un enemigo de su libertad (6). Si hemos elegido a Cristo, si Él es el verdadero objetivo de nuestros actos, por encima de cualquier otro, todo aquello que nos indique cómo progresar hacia Él o nos señale los obstáculos quede Él nos separan lo veremos como un bien inmenso, como una valiosa orientación por la que nos sentimos hondamente agradecidos. El viajero que se dirige a una región desconocida consulta un mapa, pregunta a quien conoce el camino y sigue las señales de la carretera, y lo hace con interés, pues desea llegar a su destino. De ninguna manera se siente coartado en su libertad, ni considera una humillación depender de mapas, señales y guías para llegar a donde se ha propuesto. Si estaba inseguro o comenzaba a sentirse algo perdido, las señales que encuentra son para él motivo de alivio y de agradecimiento.

De hecho, con frecuencia nos fiamos más de los mapas o de las señales de carretera que de nuestro propio sentido de orientación, de cuya poca fiabilidad tenemos sobrada experiencia. Cuando aceptamos esas señales no experimentamos ninguna sensación de imposición; más bien las recibimos como una gran ayuda, un nuevo conocimiento, que pronto convertimos en algo propio. Esto ocurre con los Mandamientos de Dios, con las leyes y enseñanzas de la Iglesia, con el consejo que recibimos en la dirección espiritual o el que pedimos ante una situación comprometida... Son señales que, de modo diverso, garantizan nuestra libertad, la elección libre que hicimos de seguir a Cristo, dejando a un lado otros caminos que no llevan a donde queremos ir. "La autoridad de la Iglesia, en sus enseñanzas de fe o de moral, es un servicio. Es la señalización del camino que lleva al Cielo. Merece toda confianza, porque goza de una autoridad divina. No se impone a nadie. Se ofrece, sencillamente, a los hombres. Y cada uno puede, si quiere, apropiarse de ella, hacerla suya..." (7).

No nos debe sorprender si alguna vez esas señales indicadoras de las que Dios se sirve nos conducen a dejar senderos o avenidas que parecen más gratos, para escoger otros más empinados y duros. Aunque esa elección sufra las protestas de nuestra comodidad, siempre tendremos la alegría, también cuando sintamos las asperezas del terreno, de que nuestra vida tiene un formidable objetivo, que escogimos quizá hace ya un buen número de años o, por el contrario, hace apenas unos días. Vamos a la cumbre, y allí nos espera Cristo.

 

III. Las señales que el Señor nos va dando son de fiar; no son restricciones impuestas al hombre, no son cargas onerosas: son brillantes puntos de luz que iluminan el camino, para que lo podamos ver y recorrer con confianza. Quien trata de responder sinceramente a las gracias de Dios, experimenta que en el seguimiento de Jesús encuentra la libertad. Al escuchar su voz, uno ve, por fin, clara su senda: "los mandamientos entonces no se sienten ya como una imposición que viene de fuera, sino como una exigencia que nace de dentro, y a la cual, por tanto, la persona se somete de buen grado, libremente, porque sabe que, de este modo, puede realizarse en plenitud" (8). Y se toma la decisión propia y personal, por la que buscamos el bien en el trabajo, en la diversión legítima, en la familia, en la amistad..., en todo lo noble; una decisión muchas veces renovada, por la que nos adherimos a Cristo y así realizamos la plenitud a la que hemos sido llamados.

"El hombre -enseña el Papa Juan Pablo II-no puede ser auténticamente libre ni promover la verdadera libertad, si no reconoce y no vive la trascendencia de su ser por encima del mundo y su relación con Dios, pues la libertad es siempre la del hombre creado a imagen de su Creador (...). Cristo, Redentor del hombre, hace libres. Si el Hijo os librare, seréis verdaderamente libres, refiere el Apóstol Juan (8, 36). Y San Pablo añade: Allí donde está el espíritu del Señor, allí está la libertad (2 Cor 3, 17). Ser liberado de la injusticia, del miedo, del apremio, del sufrimiento, no serviría de nada, si se permanece esclavo allá en lo hondo de los corazones, esclavo del pecado. Para ser verdaderamente libre, el hombre debe ser liberado de esta esclavitud y transformado en una nueva creatura. La libertad radical del hombre se sitúa, pues, al nivel más profundo: el de la apertura a Dios por la conversión del corazón, ya que es en el corazón del hombre donde se sitúan las raíces de toda sujeción, de toda violación de la libertad" (9).

Mientras cada día que seguimos a Cristo experimentamos con más fuerza la alegría de nuestra elección y el ensanchamiento de nuestra libertad, vemos a nuestro alrededor cómo viven en servidumbre quienes un día volvieron la espalda a Dios o no quisieron conocerle. "Esclavitud o filiación divina: he aquí el dilema de nuestra vida. O hijos de Dios o esclavos de la soberbia, de la sensualidad, de ese egoísmo angustioso en el que tantas almas parecen debatirse.

"El Amor de Dios marca el camino de la verdad, de la justicia, del bien. Cuando nos decidimos a contestar al Señor: mi libertad para ti, nos encontramos liberados de todas las cadenas que nos habían atado a cosas sin importancia, a preocupaciones ridículas, a ambiciones mezquinas" (10). Al elegir a Cristo como fin de nuestra vida lo hemos ganado todo.

Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna. Reafirmemos también hoy nuestro seguimiento a Cristo, con mucho amor, confiados en su ayuda llena de misericordia; y con plena libertad le diremos: mi libertad para Ti. Imitaremos así a la que supo decir: He aquí la Esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra.

 

 

 

(1) Jos 24, 1-2; 15-17; 18.- (2) Jn 6, 61-70.- (3) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Amigos de Dios, 24.- (4) Ibídem, 26.- (5) JUAN PABLO II, Alocución 6-VI-1988.- (6) Cfr. C. BURKE, Conciencia y libertad, pp. 91-92.- (7) Ibídem, pp. 66-67.- (8) JUAN PABLO II, loc. cit.- (9) IDEM, Mensaje para la Jornada de la Paz, 8-XII-1980, 11.- (10) J. ESCRIVA DE BALAGUER, o. c., 38.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. VIGÉSIMO PRIMERA SEMANA. DOMINGO CICLO C

75. Con sentido católico, universal.

- El Señor quiere que todos los hombres se salven. La Redención es universal.

- Apóstoles de Cristo en medio del mundo, donde Dios ha querido que estemos.

- El Señor nos envía de nuevo. Comencemos por los más cercanos.

 

I. Además de otras funestas consecuencias, el pecado original dio el fruto amargo de la posterior división de los hombres. La soberbia y el egoísmo, que hunden sus raíces en el pecado de origen, son la causa más profunda de los odios, de la soledad y de las divisiones. La Redención, por el contrario, realizaría la verdadera unión mediante la caridad de Jesucristo, que nos hace hijos de Dios y hermanos de los demás. El Señor, a través de su amor redentor, se constituye en centro de todos los hombres. Así lo predijo el Profeta Isaías, y lo leemos hoy en la Primera lectura de la Misa (1): Vendré para reunir a las naciones de toda lengua: vendrán para ver mi gloria. Los mismos gentiles, los que nunca oyeron mi fama ni vieron mi gloria se constituirán en mensajeros del Señor y anunciarán mi gloria a las naciones. Y de todos los países, como ofrenda al Señor, traerán a todos vuestros hermanos a caballo y en carros y en literas, en mulos y dromedarios, hasta mi Monte Santo de Jerusalén -dice el Señor-, como los israelitas, en vasijas puras, traen ofrendas al templo del Señor. Es una grandiosa llamada a la fe y a la salvación de todos los pueblos, sin distinción de lengua, condición o raza. Esta profecía tendrá lugar con la llegada del Mesías, Jesucristo.

En el Evangelio (2), San Lucas recoge la contestación de Jesús a uno que le preguntó, mientras iban de camino hacia Jerusalén: Señor, ¿son pocos los que se salvan? Jesús no quiso responder directamente. El Maestro va más allá de la pregunta y se fija en lo esencial: le preguntan por el número, y Él responde sobre el modo: entrad por la puerta estrecha... Y enseña a continuación que para entrar en el Reino -lo único que verdaderamente importa- no es suficiente pertenecer al Pueblo elegido ni la falsa confianza en Él. Entonces empezaréis a decir: hemos comido y bebido contigo, y has enseñado en nuestras plazas. Y os dirá: No sé de dónde sois; apartaos de Mí... No bastan estos privilegios divinos; es necesaria una fe con obras, a la que todos hemos sido llamados. Todos los hombres tenemos una vocación para ir al Cielo, el definitivo Reino de Cristo. Para eso hemos nacido, porque Dios quiere que todos los hombres se salven (3). Al morir Cristo en la Cruz, el velo del Templo se rasgó por medio (4), signo de que terminaba la separación entre judíos y gentiles (5). Desde entonces, todos los hombres están llamados a formar parte de la Iglesia, el nuevo Pueblo de Dios, el cual, "permaneciendo uno y único, debe extenderse a todo el mundo y en todos los tiempos, para cumplir así el designio de la voluntad de Dios, que en un principio creó una naturaleza humana y determinó luego congregar en un solo pueblo a sus hijos que estaban dispersos" (6).

La Segunda lectura (7) señala cuál es nuestra misión en esta tarea universal de salvación: fortaleced las manos débiles, robusteced las rodillas vacilantes, y dad pasos derechos con vuestros pies, para que los miembros cojos no se descoyunten, sino más bien se curen. Es una llamada a ser ejemplares para afianzar, con nuestra conducta y con nuestra caridad, a los que se sientan más débiles y con pocas fuerzas. Muchos se apoyarán en nosotros; otros comprenderán que el camino estrecho que lleva al Cielo se convierte en senda ancha para quienes aman a Cristo.

 

II. Yo vendré para reunir a las naciones de toda lengua... y despacharé mensajeros a las naciones: a Tarsis, Etiopía, Libia, Masac, Tubal y Grecia; a las costas lejanas... (8). Y vendrán de Oriente y Occidente y del Norte y del Sur y se sentarán a la Mesa en el Reino de Dios (9). Esta profecía se ha cumplido ya, y, a la vez, son muchos los que no conocen aún a Cristo; quizá en la propia familia, entre nuestros amigos, gentes que encontramos diariamente. Es posible que muchos hayan oído hablar de Él, pero en realidad no le conocen. También nosotros podríamos repetir a muchos las palabras del Bautista: En medio de vosotros hay uno al que no conocéis (10).

El Señor ha querido que participemos en su misión de salvar al mundo -a todos- y ha dispuesto que el afán apostólico sea elemento esencial e inseparable de la vocación cristiana. Quien se decide a seguirlo, y nosotros le seguimos, se convierte en un apóstol con responsabilidades concretas de ayudar a otros a que atinen con la puerta estrecha que lleva al Cielo: "insertos por el Bautismo en el Cuerpo de Cristo, robustecidos por la Confirmación en la fortaleza del Espíritu Santo, es el mismo Señor el que los destina al apostolado" (11). Todos los cristianos, de cualquier edad y condición, en toda circunstancia en la que se encuentren, son llamados "para dar testimonio de Cristo en todo el mundo" (12).

El afán apostólico, el deseo de acercar a muchos al Señor, no lleva a hacer cosas raras o llamativas, y mucho menos a descuidar los deberes familiares, sociales y profesionales. Es precisamente en esas tareas, en la familia, en el lugar de trabajo, con los amigos, aprovechando las relaciones humanas normales, donde encontramos el campo para una acción apostólica muchas veces callada, pero siempre eficaz.

En medio del mundo, donde Dios nos ha puesto, debemos llevar a los demás a Cristo: con el ejemplo, mostrando coherencia entre la fe y las obras; con la alegría constante; con la serenidad ante las dificultades, presentes en toda vida; a través de la palabra, que anima siempre, y que muestra la grandeza y la maravilla de encontrar y seguir a Jesús; ayudando a unos para que se acerquen al sacramento del perdón, fortaleciendo a otros que estaban quizá a punto de abandonar al Maestro.

Preguntémonos hoy en nuestra oración si las personas que nos tratan y conocen distinguen en nosotros a un discípulo de Cristo. Pensemos a cuántos hemos ayudado a dar un paso firme en su camino hacia el Cielo: a cuántos hemos hablado de Dios, o invitado a un retiro espiritual, o aconsejado un buen libro que ayuda a su alma, a quiénes hemos facilitado la Confesión..., o enseñado la doctrina del Magisterio sobre la familia o el matrimonio; a quiénes hemos descubierto la grandeza de ser generosos en la limosna, en el número de hijos, en seguir a Cristo con una entrega sin condiciones... De los primeros cristianos se decía: "lo que el alma es para el cuerpo, eso son los cristianos en el mundo" (13). ¿Se podría decir lo mismo de nosotros en la familia, en el lugar de estudio o de trabajo, en la asociación cultural o deportiva a la que pertenecemos?, ¿somos el alma que da la vida de Cristo allí donde estamos presentes?

 

III. Id por todo el mundo; predicad el Evangelio a todas las criaturas (14), leemos en el Salmo responsorial de la Misa. Son palabras de Cristo bien claras: de la tarea que habrán de realizar sus discípulos de todas las épocas no excluye a ningún pueblo o nación, a ninguna persona. Nadie a quien encontremos está excluido, a todos llama el Señor: a los muy ancianos y a los muy jóvenes, al niño que balbucea las primeras palabras y a quien se encuentra en la plenitud de la vida, al vecino, al directivo de la empresa y al empleado... De hecho, los Apóstoles se encontraron con gentes bien diversas: unos eran superiores en cultura, otros pertenecían a pueblos que ni siquiera sabían que existía Palestina, algunos ocupaban puestos importantes, otros ejercían oficios manuales de escasa trascendencia en la vida de su nación... Pero a nadie excluyeron de la predicación. Y los que en otras ocasiones se mostraron cobardes y faltos de ánimo luego fueron plenamente conscientes de la misión universal que se les encomendó.

"Cada generación de cristianos ha de redimir, ha de santificar su propio tiempo: para eso, necesita comprender y compartir las ansias de los otros hombres, sus iguales, a fin de darles a conocer, con don de lenguas cómo deben corresponder a la acción del Espíritu Santo, a la efusión permanente de las riquezas del Corazón divino. A nosotros, los cristianos, nos corresponde anunciar en estos días, a ese mundo del que somos y en el que vivimos, el mensaje antiguo y nuevo del Evangelio" (15). En esta tarea evangelizadora hemos de contar con "un hecho completamente nuevo y desconcertante, como es la existencia de un ateísmo militante, que ha invadido ya a muchos pueblos" (16); ateísmo que quiere que los hombres se vuelvan contra Dios, o que al menos lo olviden. Ideologías que utilizan medios poderosos de difusión, como la televisión, la prensa, el cine, el teatro..., ante las cuales muchos cristianos se encuentran como indefensos, sin la formación necesaria para hacerles frente.

"A todos esos hombres y a todas esas mujeres, estén donde estén, en sus momentos de exaltación o en sus crisis y derrotas, les hemos de hacer llegar el anuncio solemne y tajante de San Pedro, durante los días que siguieron a la Pentecostés: Jesús es la piedra angular, el Redentor, el todo de nuestra vida, porque fuera de Él no se ha dado a los hombres otro nombre debajo del cielo, por el cual podamos ser salvos (Hech 4, 12)" (17).

El Señor se sirve de nosotros para iluminar a muchos. Pensemos hoy en quienes tenemos más cerca: hijos, hermanos, parientes, amigos, colegas, vecinos, clientes... Comencemos por ellos, sin importarnos que a veces nos parezca que no servimos para esta tarea, que somos poco para tanto como hay que hacer. El Señor multiplicará nuestras fuerzas, y nuestra Madre Santa María, Regina apostolorum, facilitará nuestra tarea constante, paciente, audaz.

 

 

 

(1) Is 66, 18-21.- (2) Lc 13, 22-30.- (3) 1 Tim 2, 4.- (4) Lc 23, 45.- (5) Cfr. Ef 2, 14-16.- (6) CONC. VAT. II, Const. Lumen gentium, 13.- (7) Heb 12, 5-7; 11-13.- (8) Is 66, 18.- (9) Lc 13, 29.- (10) Jn 1, 26.- (11) CONC. VAT. II, Decr. Apostolicam actuositatem, 3.- (12) Ibídem.- (13) Discurso a Diogneto, 5.- (14) Mc 16, 15.- (15) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 132.- (16) JUAN XXIII, Const. Apost. Humanae salutis, 25-XII-1961.- (17) J. ESCRIVA DE BALAGUER, loc. cit.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. VIGÉSIMO PRIMERA SEMANA. LUNES

76. Docilidad en la dirección espiritual.

- Necesidad de que alguien guíe nuestra alma en su camino hacia Dios.

- A quién debemos acudir. Visión sobrenatural en la dirección espiritual.

- Constancia, sinceridad y docilidad.

 

I. Os deseamos la gracia y la paz de Dios Padre y del Señor Jesucristo -escribe San Pablo a los cristianos de Tesalónica-. Y es deber nuestro dar gracias continuas a Dios por vosotros, hermanos; y es justo, pues vuestra fe crece vigorosamente, y vuestro amor, de cada uno por todos, y de todos por cada uno, sigue aumentando (1). Con la asistencia del Espíritu Santo a su Iglesia, los primeros fieles gozaron del desvelo sacrificado de sus pastores. Por contraste, los fariseos no supieron guiar al Pueblo elegido porque, culpablemente, se quedaron sin luz, y echaron sobre los hijos de Israel una carga áspera y dura, que además no les llevaba a Dios. El Señor les llama en el Evangelio de la Misa (2) guías ciegos, incapaces de señalar a otros el verdadero camino.

Una de las gracias más grandes que podemos haber recibido es la de tener quien nos oriente en esta senda de la vida interior; y si no hemos encontrado aún a quien nos enseñe y aconseje, en nombre de Dios, en la construcción del propio edificio espiritual, pidámoslo al Señor: quien busca, encuentra; el que pide, recibe; al que llama, se le abrirá (3). Él no dejará de darnos este gran bien.

En la dirección espiritual vemos a esa persona, puesta por el Señor, que conoce bien el camino, a quien abrimos el alma y hace de maestro, de médico, de amigo, de buen pastor en las cosas que a Dios se refieren. Nos señala los posibles obstáculos, nos sugiere metas más altas en la vida interior y puntos concretos para que luchemos con eficacia; nos anima siempre, ayuda a descubrir nuevos horizontes y despierta en el alma hambre y sed de Dios, que la tibieza, siempre al acecho, querría apagar. La Iglesia, desde los primeros siglos, recomendó siempre la práctica de la dirección espiritual personal como medio eficacísimo para progresar en la vida cristiana.

Es muy difícil que alguien pueda guiarse a sí mismo en la vida interior. Tantas veces el apasionamiento, la falta de objetividad con que nos vemos a nosotros mismos, el amor propio, la tendencia a dejarnos llevar por lo que más nos gusta, por aquello que nos resulta más fácil..., van difuminando el camino que lleva a Dios (¡tan claro quizá al principio!), y cuando no hay claridad viene el estancamiento, el desánimo y la tibieza. "El que solo quiere estar, sin arrimo y guía, será como el árbol que está solo y sin dueño en el campo, y que por más fruta que tenga, los viadores se la cogerán y no llegará a sazón (...).

"El alma sola sin maestro, que tiene virtud, es como el carbón encendido que está solo; antes se irá enfriando que encendiendo" (4).

Es una gracia muy particular del Señor poder contar con esa persona que nos ayuda eficazmente en nuestra santificación y a la que podemos abrirnos en una confidencia llena de sentido humano y sobrenatural. ¡Qué alegría cuando podemos comunicar lo más profundo de nuestros sentimientos, para orientarlos al Señor, a alguien que nos comprende, nos anima, nos abre horizontes nuevos, reza por nosotros y tiene una gracia especial para ayudarnos! En la dirección espiritual encontramos a Cristo mismo que nos oye atentamente, nos comprende y nos da fuerzas y luces nuevas para seguir adelante.

 

II. En la dirección espiritual se requiere un profundo sentido humano y un gran espíritu sobrenatural; por eso, la confidencia "no se hace a cualquier persona, sino a quien nos merece confianza por lo que es o por lo que Dios la hace ser para nosotros" (5). Para San Pablo, la persona que Dios elige será Ananías, quien le fortalece en el camino de su conversión; para Tobías será el Arcángel San Rafael, con figura humana, el encargado por Dios de orientarle y aconsejarle en su largo viaje.

La dirección espiritual ha de moverse en un clima sobrenatural: buscamos la voz de Dios. Para pedir un consejo o confiar una preocupación exclusivamente humana sin mayor trascendencia, bastaría dirigirse quizá a quien sea capaz de comprender y sea discreto y prudente, mas para aquello que al alma se refiere hemos de discernir en la oración quién es el buen pastor para nosotros, "pues se corre el peligro, si sólo a motivos humanos se atiende, de que no entiendan ni comprendan, y entonces la alegría se torna amargura, y la amargura desemboca en incomprensión que no alivia; y en ambos casos se experimenta la desazón, el íntimo malestar de quien ha hablado demasiado, con quien no debía, de lo que no debía (6). No debemos escoger guías ciegos, que más que ayudar nos llevarían a tropezar y caer.

El sentido sobrenatural con el que acudimos ala dirección espiritual evitará también el andar buscando un consejo que favorezca el propio egoísmo, que acalle precisamente con su presunta autoridad el clamor de la propia alma; e incluso que se vaya cambiando de consejero hasta encontrar el más benévolo (7). Esta tentación puede ocurrir especialmente en materias más delicadas que exigen sacrificio, en las que quizá no se está dispuesto a cambiar, en un intento de adecuar la Voluntad de Dios a la propia voluntad: por ejemplo, al descubrir la propia vocación, que supone una mayor entrega; al tener que dejar una amistad inconveniente; en la generosidad en el número de hijos, para los casados, etc.

Pidamos al Señor ser personas de conciencia recta, que buscan su Voluntad y que no se dejan llevar de motivos humanos: que buscan de verdad agradarle a Él, y no una "falsa tranquilidad" o "quedar bien". Igualmente, sería una falta de visión sobrenatural estar excesivamente pendientes del "qué habrán pensado", del "qué van a pensar", del juicio que han formulado sobre nosotros... La visión sobrenatural lleva a la sinceridad y a la sencillez. La vida interior necesita tiempo para madurar y no se improvisa de la noche a la mañana. Tendremos derrotas, que nos ayudarán a ser más humildes, y victorias, que manifiestan la eficacia de la gracia que fructifica en nosotros; necesitaremos comenzar y recomenzar muchas veces, sin desánimos y sin esperar -aunque a veces lleguen- resultados inmediatos, que en ocasiones el Señor quiere que no veamos para un bien mayor.

 

III. Detrás de esta lucha ascética alegre ha de estar la dirección espiritual, que no puede ser esporádica o discontinua, pues sigue paso a paso las subidas y las bajadas de nuestro esfuerzo. Constancia también cuando haya más dificultades: por disponer de menos tiempo por un exceso de trabajo, de exámenes... Dios premia ese esfuerzo con nuevas luces y gracias. Otras veces las dificultades son internas: pereza, soberbia, desánimo porque van mal las cosas, porque no se llevó a cabo nada de lo que se había previsto. Es entonces cuando más necesitamos de esa charla fraterna, o de esa Confesión, de las que salimos siempre más esperanzados y alegres, y con nuevo impulso para seguir luchando. Un cuadro se realiza pincelada a pincelada, y una maroma fuerte está trenzada de muchos hilos: en la continuidad de la dirección espiritual, semana tras semana, se va forjando el alma; y poco a poco, con derrotas y victorias, construye el Espíritu Santo el edificio de la santidad.

Además de la constancia, la sinceridad es imprescindible; comenzamos siempre por decir lo más importante, que quizá coincida con aquello que más nos cuesta decir; esto es decisivo al principio y para proseguir. Los frutos se pueden retrasar por no haber dado desde los inicios una clara imagen de lo que realmente nos pasa, de cómo somos en realidad, o por habernos detenido en cosas puramente accidentales, de adorno, sin llegar al fondo. Sinceridad sin disimulos, exageraciones o medias verdades: en lo concreto, en el detalle, con y delicadeza, cuando sea preciso, llamando a nuestros errores y equivocaciones, a los defectos del carácter, por su nombre, sin querer enmascararlos con falsas justificaciones o tópicos del momento: ¿por qué?, ¿cómo?, ¿cuándo?..., circunstancias que hacen más personal, con más relieve, el estado del alma.

Otra condición para que la dirección espiritual tenga fruto es la docilidad. Fueron dóciles los leprosos a quienes Jesús mandó que se presentaran a los sacerdotes como si ya estuvieran curados (8), y los Apóstoles cuando el Señor les dice que sienten a las gentes que esperan y comiencen a dar les de comer, a pesar de que ellos ya habían hecho el recuento y sabían bien las pocas provisiones que habían recogido (9). Pedro es dócil al echar las redes cuando él tiene sobrada experiencia de que no había peces en aquel lugar, ni era la hora oportuna (10)... San Pablo se dejará guiar; su fuerte personalidad, de tantos modos y en tantas ocasiones manifestada, le sirve ahora para ser dócil. Primero sus compañeros de viaje le llevaron a Damasco, luego Ananías le devolverá la vista y será ya un hombre útil para pelear las batallas del Señor (11).

No podrá ser dócil quien se empeñe en ser tozudo, obstinado, incapaz de asimilar una idea distinta a la que ya tiene o a la que le dicta su experiencia. El soberbio es incapaz de ser dócil, porque para aprender y dejarse ayudar es necesario que estemos convencidos de nuestra poquedad y necesidad en tantos asuntos del alma.

Acudamos a Santa María para ser constantes en la dirección de nuestra alma, y ser sinceros, abriendo el corazón del todo, y dóciles, como el barro en manos del alfarero (12).

 

 

 

(1) 2 Tes 1, 1-3.- (2) Mt 23, 23-26.- (3) Mt 7, 7.- (4) SAN JUAN DE LA CRUZ, Dichos de luz y de amor, en Obras completas, BAC, 11ª ed. Madrid 1982, p. 43.-  (5) F. SUAREZ, La Virgen Nuestra Señora, p. 95.- (6) Ibídem, pp. 96-97.- (7) Cfr. Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer, n. 93.- (8) Lc 17, 11-19.- (9) Lc 9, 10-17.- (10) Cfr. Lc 5, 1 ss.- (11) Hech 9, 17-19.- (12) Jer 18, 1-7.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. VIGÉSIMO PRIMERA SEMANA. MARTES

77. Primero, ser justos.

- La virtud de la justicia y la dignidad humana.

- La justicia social transciende lo estrictamente estipulado.

- La economía, que tiene sus propias leyes, ha de ordenarse al bien total de las personas.

 

I. En la Ley de Moisés estaba dispuesto que se cumpliera el diezmo (1): se debía entregar la décima parte del producto de los frutos más corrientes del campo, como los cereales, el vino y el aceite, para el sostenimiento del Templo. Los fariseos pagaban, además, el diezmo de la hierbabuena, el eneldo y el comino, plantas aromáticas que se cultivaban en los jardines de las casas y que servían para condimentar las comidas. Era una equívoca manifestación de generosidad con Dios, porque a la vez dejaban de cumplir otros graves mandamientos en relación al prójimo. Por eso, por su hipocresía, les dirá el Señor: ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas!, que pagáis el diezmo de la menta, del eneldo y del comino, pero habéis abandonado lo más importante de la Ley: la justicia, la misericordia y la fidelidad. Estas cosas había que hacer, sin omitir aquéllas (2).

No desprecia el Señor el pago del diezmo por la menta, el eneldo y el comino, que podría haber sido una verdadera expresión de amor: como quien regala unas flores a una persona que quiere, o al Señor en el Sagrario; lo que rechaza Jesucristo es la hipocresía que este falso celo oculta, pues con ello se justificaban para no cumplir con otros deberes esenciales: la justicia, la misericordia y la fidelidad. Los cristianos no debemos caer jamás en una hipocresía semejante a la de estos fariseos: nuestras ofrendas voluntarias son gratas a Dios cuando cumplimos con las obligatorias y necesarias, determinadas por la justicia; esta virtud manda dar a cada uno lo suyo y se enriquece y perfecciona por la misericordia y la caridad. Estas cosas había que hacer, sin omitir aquéllas.

La virtud de la justicia se fundamenta en la intocable dignidad de la persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios y destinada a una felicidad eterna. Y si consideramos el respeto que merece todo hombre "a la luz de las verdades reveladas por Dios, hemos de valorar necesariamente en mayor grado esta dignidad, ya que los hombres han sido redimidos por la sangre de Jesucristo, hechos hijos y amigos de Dios por la gracia sobrenatural y constituidos herederos de la gloria eterna" (3).

El aprecio a los derechos de las personas comienza por un ordenamiento justo de las leyes civiles, al que hemos de contribuir los cristianos, como ciudadanos ejemplares, con todas nuestras fuerzas, comenzando por aquellas leyes que defienden el derecho a la vida, el primero de los derechos, desde el mismo instante de la concepción. Pero no basta con esta contribución, que hemos de hacer siempre en la medida de nuestras posibilidades, aunque sean pequeñas. Cada día se nos presentan muchas ocasiones para ser justos con nuestros semejantes: a la hora de emitir juicios sobre otros -¡con qué facilidad, con qué frivolidad se falta a veces a la justicia más elemental con juicios temerarios!-; en las palabras, evitando no sólo la calumnia -la acusación falsa-, sino también la difamación, la palabrería que propaga los defectos del prójimo, para disminuir su consideración social, profesional y humana; en las obras dando a cada uno lo que es suyo; ... ¿Cómo podrían ser gratas a Dios nuestras obras si no tratamos con esmero -de pensamiento, palabra y obra- a nuestros hermanos, por quienes Jesús dio su vida?

 

II. Vivir la justicia con el prójimo es mucho más que el mero no causarle daño, y no basta para cumplirla con lamentarse ante situaciones de injusticia; quejas y lamentaciones que serán estériles si no se traducen en más oración y obras para remediar esa situación. Cada cristiano ha de plantearse cómo vive la justicia en las circunstancias normales de su vida: en la familia, en el trabajo profesional, en las relaciones sociales... Vivir la justicia con quienes nos relacionamos habitualmente significa, entre otros deberes, respetar su derecho a la fama, a la intimidad, a una retribución económica suficiente... "Estas exigencias no han de limitarse únicamente al orden económico, como es, por ejemplo, la justicia en sueldos y honorarios; la vida y la moral cristianas tienen exigencias más amplias. El respeto a la vida, a la fidelidad, a la verdad, la responsabilidad y la buena preparación, la laboriosidad y la honestidad, el rechazo de todo fraude, el sentido social e incluso la generosidad deben inspirar siempre al cristiano en el ejercicio de sus actividades laborales y profesionales" (4).

También la calumnia, la maledicencia, la murmuración..., constituyen una verdadera y flagrante injusticia, pues "entre los bienes temporales la buena reputación parece ser el más valioso, y por su pérdida el hombre queda privado de hacer mucho bien" (5). El Apóstol Santiago dice de la lengua que es un mundo entero de maldad (6): puede servir para alabar a Dios, para hablar con Él, para comunicarnos..., o puede hacer mucho daño, si no hay un empeño decidido en no hablar nunca mal de nadie.

No es infrecuente que se falte a la justicia a través de la palabra. Por eso, el Señor nos pide a los cristianos que sepamos defenderla, que no nos dejemos guiar por rumores, por juicios precipitados de otras personas, de algunos medios de comunicación social..., que nunca emitamos un juicio negativo sobre personas o instituciones -no ser inquisidores y verdugos de vidas ajenas-. Y, entonces, hemos de procurar poner los medios para estar bien informados, y, si alguien tiene el deber de juzgar, oyendo a las dos partes, matizando cuando sea preciso hacerlo y salvando siempre la intención profunda de las personas, que sólo Dios conoce. Especial responsabilidad tienen quienes de alguna manera trabajan en los medios de comunicación social o tienen acceso a ellos, por el gran bien o el mal grave que pueden hacer.

Debemos vivir los deberes de justicia con aquellos que el Señor nos ha encomendado, dedicándoles tiempo, colaborando en la formación de todos, tratando con más esmero a aquel que, por enfermedad, edad o por sus condiciones particulares, más lo necesita. Sabemos bien que no viviría esta virtud, por ejemplo, el padre o la madre que tuviera tiempo para sus gustos y distracciones, y no dedicara lo necesario para la educación de los hijos o para aquellas personas que Dios ha puesto a su cuidado; o quien antepusiera sus gustos y preferencias personales, de los que con un poco de buena voluntad se puede prescindir, a las necesidades de los demás.

Somos justos cuando damos a cada uno lo suyo. El empresario, con la justa retribución de los empleados, de acuerdo con las leyes civiles justas y con la recta conciencia. No será raro que, a veces, haya de remunerar por encima del mínimo exigido por la ley, pues pueden darse circunstancias en las que, cumpliendo lo estrictamente legal, lo establecido, se falte a la justicia con ese mínimo estipulado: pueden darse despidos legales pero injustos, salarios de acuerdo con las leyes pero que ofenden la dignidad de las personas...; "la justicia no se manifiesta exclusivamente en el respeto exacto de derechos y de deberes, como en los problemas aritméticos que se resuelven a base de sumas y de restas" (7). Al cristiano le importa, sobre todo, ser justo ante Dios, y esto le llevará a cumplir más allá de lo meramente establecido por las leyes, teniendo en cuenta las circunstancias personales y familiares de quien trabaja a su cargo.

 

III. La economía tiene sus propias leyes y mecanismos, pero estas leyes no son suficientes ni supremas, ni esos mecanismos son inamovibles. El orden económico no debe concebirse -insiste el Magisterio de la Iglesia- como un orden independiente y soberano, sino que ha de estar sometido a los principios superiores de la justicia social, que corrijan los defectos y deficiencias del orden económico y tengan en cuenta la dignidad de la persona (8).

La justicia social exige también que al trabajador no se le deje a merced de las leyes de la competencia, como si su trabajo se tratara sólo de una mercancía (9); y una de las principales preocupaciones del Estado y de los empresarios "debe ser ésta: dar trabajo a todos" (10), pues el paro forzoso es uno de los mayores males de un país y causa de otros muchos en la persona, en las familias y en la sociedad misma.

Quien trabaja en un taller, en la Universidad, en una empresa, no viviría la justicia si no cumple con esmero con su tarea, con competencia profesional, aprovechando el tiempo, cuidando los instrumentos de trabajo que son propiedad de la fábrica, de la biblioteca, del hospital, del taller, de la casa en la que se ayuda en las tareas del hogar. Los estudiantes faltarían a la justicia con la sociedad, con la familia, a veces gravemente, si no aprovechan ese tiempo dedicado al estudio. De modo general, las calificaciones académicas obtenidas pueden ser materia de un buen examen de conciencia. Muchas veces, la poca intensidad en el estudio será la causa de no ser más tarde buenos profesionales, faltando así a la justicia con la empresa en la que se trabaja, por carecer de la preparación debida. Son puntos que con frecuencia deberemos examinar, para vivir delicadamente, delante de Dios y de los hombres, los deberes hacia el prójimo: la justicia, la misericordia y la fidelidad en los pactos y promesas.

Pidamos a la Santísima Virgen esa rectitud de conciencia, para contribuir a hacer de la sociedad en que vivimos un ámbito de convivencia digno de hijos de Dios.

 

 

 

(1) Lev 27, 30-33; Dt 14, 22 ss.- (2) Mt 23, 23.- (3) JUAN XXIII, Enc. Pacem in terris, 11-IV-1963, 10.- (4) CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Instr. Past. Los católicos en la vida pública, 22-IV-1986, nn. 113-114.- (5) SANTO TOMAS, Suma teológica, 2-2, q. 73, a. 2.- (6) Sant 3, 6.- (7) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Amigos de Dios, 168.- (8) Cfr. PIO XI, Enc. Quadragesimo anno,  15-VI-1931, 37.- (9) JUAN PABLO II, Enc. Sollicitudo rei socialis, 30-XII-1987, 34.- (10) IDEM, En el estadio de Morumbi, 3-VII-1980.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. VIGÉSIMO PRIMERA SEMANA. MIÉRCOLES

78. Amar el propio trabajo profesional.

- El ejemplo de San Pablo.

- La calidad humana del trabajo.

- Amar el propio quehacer profesional.

 

I. El trabajo es un don de Dios, un gran bien para el hombre, aunque lleve consigo "el signo de un bien arduum, según la terminología de Santo Tomás (...). Y es no sólo un bien útil o para disfrutar, sino un bien digno, es decir, que corresponde a la dignidad del hombre, un bien que expresa esta dignidad y la aumenta" (1). Una vida sin trabajo se corrompe, y en el trabajo el hombre "se hace más hombre" (2), más digno y más noble, si lo lleva a cabo como Dios quiere.

El trabajo es consecuencia del mandato de dominar la tierra (3) dado por Dios a la humanidad, que se volvió penoso por el pecado original (4), pero que constituye el "quicio de nuestra santidad y el medio sobrenatural y humano apto para que llevemos con nosotros a Cristo y hagamos el bien a todos" (5). Es como la columna vertebral del hombre, en la que se sostiene su vida entera, y medio a través del cual hemos de alcanzar la propia santidad y la de los demás. Un descentramiento en el trabajo ordinario, en el quehacer profesional, puede repercutir en toda la vida del hombre; también en sus relaciones con Dios. Por esto, comprendemos bien los males que llevan consigo la pereza, el trabajo mal hecho, la chapuza, las tareas a medio terminar... "El hierro que yace ocioso, consumido por la herrumbre, se torna blando e inútil; mas si se lo emplea en el trabajo, es mucho más útil y hermoso y apenas si le va en zaga por su brillo a la misma plata. La tierra que se deja baldía no produce nada sano, sino malas hierbas, cardos y espinas y árboles infructuosos; mas la que goza de cultivo se corona de suaves frutos. Y, para decirlo en una palabra, todo ser se corrompe por la ociosidad y se mejora por la operación que le es propia" (6); el hombre, por su trabajo.

San Pablo, como leemos en la Primera lectura de la Misa (7), señala a los primeros cristianos de Tesalónica su manera de comportarse con ellos, mientras les predicaba la Buena Nueva de Jesús: Recordad -les dice- nuestros esfuerzos y fatigas; trabajando día y noche para no serle gravoso a nadie... (8). Y más tarde, en la segunda Carta: Ya sabéis cómo tenéis que imitar mi ejemplo: no viví entre vosotros sin trabajar, nadie me dio de balde el pan que comí, sino que trabajé y me cansé día y noche, a fin de no ser carga para nadie (9). El Espíritu Santo, con este ejemplo, nos ha inculcado un principio práctico bien claro a seguir: el que no trabaje, que no coma.

Hoy, en nuestra oración serena y sosegada, hemos de tener presente que este mismo espíritu de laboriosidad, de trabajo intenso, que se vivió entre los primeros cristianos, lo espera también el Señor de nosotros. Uno de los escritos más antiguos nos ha dejado este admirable testimonio: "Todo el que llegue a vosotros en nombre del Señor, sea recibido; luego, examinándole, le conoceréis (...). Si el que llega es un caminante, no permanecerá entre vosotros más de dos días o, si hubiera necesidad, tres. Pero si quiere establecerse entre vosotros, teniendo un oficio, que trabaje y así se alimente. Mas si no tiene oficio, proveed según vuestra prudencia, de modo que no viva entre vosotros ningún cristiano ocioso. Si no quiere hacerlo así, es un traficante de Cristo; estad alerta contra los tales" (10).

 

II. El Señor nos dio, en sus años de Nazaret, un ejemplo admirable de la importancia del trabajo y de la perfección humana y sobrenatural con que hemos de realizar la tarea profesional. "Jesús, creciendo y viviendo como uno de nosotros, nos revela que la existencia humana, el quehacer corriente y ordinario, tiene un sentido divino. Por mucho que hayamos considerado estas verdades, debemos llenarnos siempre de admiración al pensar en los treinta años de oscuridad, que constituyen la mayor parte del paso de Jesús entre sus hermanos los hombres. Años de sombra, pero para nosotros claros como la luz del sol" (11). Su misma manera de hablar, las parábolas e imágenes que utilizará después en su predicación revelan a un hombre que ha conocido muy de cerca el trabajo; habla siempre para quien se "afana, para una vida ordinaria en la que rige siempre la ley de la normalidad, la aparición previsible de los mismos problemas para las mismas personas. Éste es el ambiente de la predicación de Cristo; sus enseñanzas han quedado gráficamente conectadas con este clima. No era el "filósofo", ni el "visionario", sino el artesano. Uno que trabaja, como todos" (12).

En San José, nuestro Padre y Señor, encontramos una existencia también llena de trabajo, una vida corriente como la nuestra, y al que en el día de hoy podemos encomendar nuestras tareas profesionales. Él inició a Jesús en su oficio y le enseñó hasta adquirir la maestría de un verdadero profesional en el manejo de la sierra, del escoplo, de la garlopa y del cepillo.

Durante su vida pública, el Maestro llamó a personas habituadas al trabajo: San Pedro, pescador de oficio, volverá de nuevo a sus tareas de pesca apenas se le ofrezca la primera oportunidad (13); San Mateo recibirá la llamada para seguir al Señor mientras ejercía su oficio de recaudador de impuestos, y así todos los demás.

Cuando San Pablo se retiró de Atenas y vino a Corinto, encontró allí a un judío llamado Aquila, originario del Ponto, y a su esposa Priscila. Se juntó con ellos. Y como era del mismo oficio, se hospedó en su casa y trabajaba en su compañía, pues eran ambos fabricantes de lonas (14). Durante esta estancia de año y medio en Corinto, San Pablo escribe esas exhortaciones exigentes a los cristianos de Tesalónica, convencido de que muchos de los males que se estaban originando en aquella comunidad cristiana se debían a que algunos eran más dados a hablar y a corretear de casa en casa que a ocuparse de su propio trabajo.

Nosotros debemos examinar con frecuencia la calidad humana de nuestro quehacer: si lo comenzamos y lo terminamos según el horario previsto, aunque alguno de nuestros compañeros, o todos, por las razones que sea, no lo vivieran; si lo hacemos con orden, no dejando para el final, sin razón, lo más costoso, lo menos grato; si trabajamos con intensidad, aprovechando las horas, procurando evitar conversaciones, llamadas por teléfono inútiles o menos necesarias; si tenemos afán de mejorar en ese trabajo con el estudio oportuno, procurando estar al día en las nuevas cuestiones que surgen en toda profesión; si nos excedemos, como ocurre con aquello que amamos, pero contemple y rectitud, sin detrimento del tiempo que debemos a la familia, a los hermanos, al apostolado, a la propia formación... Pensemos también si cuidamos los instrumentos que utilizamos, sean nuestros o de la empresa. Contemplemos a Jesús en su taller de Nazaret, pidamos al Señor entrar allí con los ojos de la fe, y veremos entonces si nuestro trabajo tiene la calidad y la hondura que Él pide a quienes le siguen.

 

III. Hemos de amar y cuidar la propia tarea porque es un mandato de nuestro Padre Dios. Con el trabajo ordinario se desarrolla la personalidad, se gana lo necesario para las necesidades de la familia y de uno mismo, y para ayudar a obras buenas de apostolado, de formación, etc. Hemos de amarlo, y ha de ser a la vez materia de oración, porque, además, el trabajo es uno de los más altos valores humanos, medio con el que cada uno debe contribuir al progreso de la sociedad y, sobre todo, porque es camino de santidad. Cada día podemos llevar al Señor tantas cosas que procuramos estén bien hechas: el estudiante podrá ofrecer horas de estudio intensas y completas; la madre de familia presentará el desvelo eficaz por sus hijos, por el marido, el cuidado de los mil detalles que hacen de su casa un verdadero hogar; el médico, junto a la competencia profesional, el trato amable y acogedor con los pacientes; la enfermera, esas horas llenas de un continuo servicio, como si cada uno de los enfermos fuera el mismo Cristo... En la realización del trabajo surgirán con frecuencia peticiones de ayuda al Señor, acciones de gracias, deseos de dar gloria a Dios con aquello que tenemos entre manos...

Los cristianos corrientes, los laicos, no nos santificamos a pesar del trabajo, sino a través del trabajo; encontramos al Señor en las variadas incidencias que lo componen, unas agradables y otras menos, el campo en el que se ejercitan las virtudes humanas y las sobrenaturales.

El amor al propio quehacer profesional nos llevará frecuentemente a permanecer, quizá muchos años o toda la vida, en la misma tarea. Ello no achica la sana ambición de procurar ascender y conseguir una situación o un puesto de trabajo mejor. Pero ese deseo legítimo, que forma parte de la buena mentalidad profesional, no debe ocasionar intranquilidad ni desasosiego, como si el éxito profesional y ganar dinero fueran los móviles únicos o predominantes. Los cristianos no debemos medir los trabajos sólo por el dinero, como si esto fuera lo único que en definitiva importara. La profesión es el lugar donde se desarrolla y perfecciona la propia personalidad, es un modo de servir a otras personas, el medio para colaborar al progreso social y donde encontramos a Dios (15). Y todo eso hay que valorarlo al juzgar el propio trabajo profesional.

San Pablo, como otros muchos hombres, dedicaba un tiempo a trabajar para ganarse el pan. En su trabajo profesional seguía siendo el Apóstol de las gentes, el elegido por Dios, y se servía de su misma profesión para acercar a otros a Cristo. Así hemos de hacer nosotros, cualquiera que sea nuestro oficio y nuestro lugar en la sociedad. Y si nos tocara estar impedidos o enfermos, esas mismas circunstancias deben ser luz, quizá incluso más brillante, para que otros muchos vean el camino que lleva a Dios y se sientan movidos a seguirlo.

 

 

 

(1) JUAN PABLO II, Enc. Laborem exercens, I, 9.- (2) Ibídem.- (3) Cfr. Gen 1, 28.- (4) Cfr. Gen 3, 17.- (5) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Carta 14-II-1950.- (6) SAN JUAN CRISOSTOMO, Homilía sobre Priscila y Aquila.- (7) Primera lectura. Año I. 1 Tes 2, 9-13; Año II. 2 Tes 3, 6-10, 16-18.- (8) 1 Tes 2, 9.- (9) 2 Tes 3, 7-8.- (10) Didaché o Doctrina de los Doce Apóstoles, en Padres Apostólicos griegos, BAC, Madrid 1950, 12, 2-4.- (11) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 14.- (12) R. GOMEZ PÉREZ, La fe y los días, Palabra, Madrid 1973, p. 20.- (13) Cfr. Jn 21, 3.- (14) Cfr. Hech 18, 1-3.- (15) Cfr. CONC. VAT. II, Const. Gaudium et spes, 34.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. VIGÉSIMO PRIMERA SEMANA. JUEVES

79. Caridad vigilante.

- Necesidad de mantener despierta siempre la vida espiritual.

- La caridad de los primeros cristianos: el día de guardia.

- Cómo vivir el día de guardia.

 

I. Todo el Evangelio es una llamada a estar despiertos, vigilantes y en guardia ante el enemigo, que no descansa, y ante la llegada del Señor, que no sabemos cuándo tendrá lugar; ese momento decisivo en el que debemos presentarnos ante Dios con las manos llenas de frutos... Velad, pues, ya que no sabéis en qué día vendrá vuestro Señor, nos dice el Evangelio de la Misa (Mt 24, 42-51). Sabed esto, que si el amo supiera a qué hora de la noche habría de venir el ladrón, estaría ciertamente velando, y no le dejaría que le horadase su casa.

Para el cristiano que se ha mantenido en vela no vendrá ese último día como el ladrón en la noche (1 Tes 5, 2), no habrá estupor y confusión, porque cada día habrá sido un encuentro con Dios a través de los acontecimientos más sencillos y ordinarios. San Pablo compara esta vigilia a la guardia statio) que hace el soldado bien armado que no se deja sorprender (Cfr. 1 Tes 5, 4-11); con frecuencia habla de la vida cristiana como un estar de guardia, como el soldado en campaña (Cfr. J. PRECEDO, El cristiano en la metáfora castrense de San Pablo, S. P. C. I. C. , Roma 1963, pp. 343-358), que vive sobriamente y no le sorprende fácilmente el enemigo porque está despierto mediante la oración y la mortificación. El Señor nos previene de muchas maneras, con parábolas distintas, contra la negligencia, la dejadez y la falta de amor. Un corazón que ama es un corazón vigilante, sobre sí mismo y sobre los demás. Dios nos encomienda estar también en vigilia, en guardia, sobre aquellos que especialmente están unidos a nosotros por lazos de fe, de sangre, de amistad...

Al referirse al ladrón en la noche, que leemos en el Evangelio de la Misa, el Señor quiere enseñarnos a no distraer la atención del gran negocio de la salvación, y quiere que no consideremos la vigilancia como algo meramente negativo: vigilar no significa sólo abstenernos del sueño por miedo a que pueda ocurrir algo desagradable mientras estamos durmiendo. Vigilar "quiere decir estar siempre en espera; significa estar con la cabeza asomada fuera de la ventana con la esperanza de ser el primero en dar la voz, "¡Mirad, ya vienen!"" (R. A. KNOX, Ejercicios para seglares, Rialp, 2ª ed. , Madrid 1962, p. 77). Vigilar es estar pendientes, con inmensa alegría, de la venida del Señor; es procurar con todas las fuerzas que quienes tenemos encomendados y más queremos encuentren también a Jesús, porque mediante la Comunión de los Santos podemos ser como el centinela que avista al enemigo y protege a los suyos, o el vigía que aguarda esperanzado la llegada de su Señor, para dar la buena noticia a los demás. Esperarle como aquel siervo prudente que cuida de la hacienda, realizando mientras tanto "todos los trabajos pequeños para aprovechar el tiempo: limpiar el polvo aquí, sacar brillo del suelo allí, encender fuego allá, de manera que la casa esté confortable cuando el amo entre. Cada uno tiene una tarea que cumplir; cada uno de nosotros debe ingeniárselas para hacerla lo mejor posible, mucho más si al parecer no nos queda mucho tiempo" (Ibídem, p. 79).

Vigilar, estar alerta, rechazar el sueño de la tibieza. Esto lo conseguimos cuando luchamos en aquellos puntos que nos indicaron en la dirección espiritual, cuando tenemos un examen particular concreto, cuando llevamos bien a término el examen general diario.

 

II. Los primeros cristianos, que supieron cumplir bien el Mandamiento nuevo del Señor (Cfr. Jn 13, 34), hasta tal punto que los paganos los distinguían por el amor que se tenían y por el respeto con que trataban a todos, vivieron la caridad preocupándose por las necesidades de los demás y, en tiempos difíciles, ayudando a los hermanos para que todos fueran fieles a la fe. Existía entre ellos la costumbre -Tertuliano la llama statio, término castrense que significa estar de guardia (Cfr. A. G. HAMMAN, La vida cotidiana de los primeros cristianos, p. 200)- de ayunar y hacer penitencia dos días a la semana, con el ánimo de prepararse para recibir con el alma más limpia la Sagrada Eucaristía y para pedir por aquellos que estaban en algún peligro o necesidad mayor. Sabemos, por ejemplo, que San Fructuoso sufrió martirio en un día en que ayunaba porque era su statio, su guardia (Cfr. Martirio de San Fructuoso, en Actas de los mártires, BAC, Madrid 1962, p. 784). Otros documentos de los primeros siglos nos hablan de esta costumbre.

El Señor espera que vivamos la caridad de modo particular con quienes tienen los mismos lazos de la fe: ""Ved cómo se aman, dicen, dispuestos a morir los unos por los otros" (...). En cuanto al nombre de hermanos con que nosotros nos llamamos, ellos se forman una idea falsa (...). Por derecho de la naturaleza, nuestra madre común, también nosotros somos vuestros hermanos..., pero, ¡con cuánta mayor razón son considerados y llamados hermanos los que reconocen a Dios como a único Padre, los que beben del mismo Espíritu de santidad, y los que, salidos del mismo seno de la ignorancia, han quedado maravillados ante la misma luz de la verdad!" (TERTULIANO, Apologético, 39).

Si nos han de doler las necesidades de todos los hombres, ¡cómo no vamos a vivir una caridad vigilante con quienes tienen los mismos ideales! También puede ayudarnos a nosotros, como a aquellos primeros cristianos, el fijarnos un día semanal en el que procuremos estar más pendientes de nuestros hermanos en la fe, ayudándoles con una oración mayor, con más mortificación, con más muestras de aprecio, con la corrección fraterna. Es estar especialmente vigilantes en la caridad por aquellos con quienes tenemos un deber más grande de estarlo, como el centinela que guarda el campamento, como el vigía que alerta ante la llegada del enemigo.

""Custos, quid de nocte!" -¡Centinela, alerta! "Ojalá tú también te acostumbraras a tener, durante la semana, tu día de guardia: para entregarte más, para vivir con más amorosa vigilancia cada detalle, para hacer un poco más de oración y de mortificación.

 

"Mira que la Iglesia Santa es como un gran ejército en orden de batalla. Y tú, dentro de ese ejército, defiendes un "frente", donde hay ataques y luchas y contraataques. ¿Comprendes?

"Esa disposición, al acercarte más a Dios, te empujará a convertir tus jornadas, una tras otra, en días de guardia" (J. ESCRIVA DE BALAGUER, Surco, n. 960).

 

III. Ven -dice el Profeta Isaías-, pon uno en la atalaya que comunique lo que vea. Si ve un tropel de caballos, de dos en dos, un tropel de asnos, un tropel de camellos, que mire atentamente, muy atentamente, y que grite: ¡ya los veo! Así estoy yo, Señor, en atalaya, sin cesar todo el día, y me quedo en mi puesto toda la noche (Is 21, 6-8). El centinela está en constante vigilancia, de día y de noche, ante los destructores de Babilonia que lo arrasarán todo e impondrán sus ídolos. El vigía está atento para salvar a su pueblo; así hemos de estar nosotros.

Para vivir esta vigilia y para crecer en la fraternidad nos puede ayudar, como a los primeros cristianos, ese día en el que estamos particularmente pendientes de los demás. En esa jornada deberemos decir con especial hondura: Cor meum vigilat, mi corazón está vigilante (Cant 5, 2). Todos nos necesitamos, todos nos podemos ayudar; de hecho, estamos participando continuamente de los bienes espirituales de la Iglesia, de la oración, de la mortificación, del trabajo bien hecho y ofrecido a Dios, del dolor de un enfermo... En este momento, ahora, alguien está rezando por nosotros, y nuestra alma se vitaliza por la generosidad de personas que quizá desconocemos, o de alguna que está muy cercana. Un día, en la presencia de Dios, en el momento del juicio particular, veremos esas inmensas ayudas que nos mantuvieron a flote en muchas ocasiones, y en otras nos ayudaron a situarnos un poco más cerca del Señor. Si somos fieles, también contemplaremos con un gozo incontenible cómo fueron eficaces en otros hermanos nuestros en la fe todos los sacrificios, trabajos, oraciones, incluso lo que en aquel momento nos pareció estéril y de poco interés. Quizá veremos la salvación de otros, debida en buena parte a nuestra oración y mortificación, y a nuestras obras.

Todo cuanto hacemos tiene repercusiones y efectos de mucho peso en la vida de los demás. Esto nos debe ayudar mucho a cumplir con fidelidad nuestros deberes, ofreciendo a Dios nuestras obras, y a orar con devoción, sabiendo que el trabajo, enfermedades y oraciones -bien unidos a la oración y al Sacrificio de Cristo, que se renueva en el altar- constituyen un formidable apoyo para todos. En ocasiones, esta ayuda que prestamos será uno de los motivos fundamentales de fidelidad a Dios, para recomenzar muchas veces, para ser generosos en la mortificación. Entonces podremos decir como el Señor: pro eis sanctifico ego meipsum...; por ellos me santifico (Cfr. Jn 17, 19), éste es el motivo de recomenzar hoy de nuevo, de acabar bien este trabajo, de vivir aquella mortificación. Jesús nos mirará entonces con particular ternura, y no nos dejará de su mano. Pocas cosas le son tan gratas como aquellas que de modo directo se refieren a sus hermanos, nuestros hermanos.

Esa caridad vigilante, ese "día de guardia", es fortaleza para todos. ""Frater qui adjuvatur a fratre quasi civitas firma" -El hermano ayudado por su hermano es tan fuerte como una ciudad amurallada.

"-Piensa un rato y decídete a vivir la fraternidad que siempre te recomiendo" (J. ESCRIVA DE BALAGUER, Camino, n. 460).  Día de guardia. Una jornada para estar más vibrantes en la caridad, con el ejemplo, con muchas obras sencillas de servicio a todos, con pequeñas mortificaciones que hagan la vida más amable; un día para examinar si ayudamos con la corrección fraterna a quienes lo necesitan, una jornada para acudir más frecuentemente a María, "puerto de los que naufragan, consuelo del mundo, rescate de los cautivos, alegría de los enfermos" (SAN ALFONSO Mª DE LIGORIO, Visitas al Santísimo Sacramento, 2.), con el santo Rosario, con la oración Acordaos, pidiéndole por aquel que más lo necesite, por quien sabemos quizá que tiene necesidad de una particular ayuda.

 

 

 

 

TIEMPO ORDINARIO. VIGÉSIMO PRIMERA SEMANA. VIERNES

80. El aceite de la Caridad.

- El aceite que mantiene encendida la luz de la caridad es la intimidad con Jesús.

- El brillo de las buenas obras.

- Ser luz para los demás.

 

I. El Evangelio de la Misa (1) nos relata una costumbre judía; el Señor la emplea para darnos una enseñanza acerca de la vigilancia que hemos de tener sobre nosotros mismos y sobre los demás. Nos dice Jesús en esta parábola: El reino de los Cielos será semejante a diez vírgenes, que tomando sus lámparas salieron a recibir al esposo... Estas vírgenes son las jóvenes no casadas, damas de honor de la novia, que esperan en casa de ésta al esposo. La enseñanza se centra en la actitud que se ha de tener a la llegada del Señor. Él viene a nosotros, y debemos aguardarle con espíritu vigilante, despierto el amor, pues -dice San Gregorio Magno comentando esta parábola- «dormir es morir» (2).

Cinco de estas vírgenes -nos relata San Mateo- eran necias, pues no llevaron consigo el aceite necesario, por si tardaba en llegar el esposo. Las otras cinco fueron previsoras, prudentes, y junto con las lámparas llevaron aceite en sus alcuzas. Unas y otras se durmieron, pues la espera fue larga. Pero cuando a medianoche se oyó la voz: Ya está ahí el esposo, sólo las que habían llevado el aceite se encontraron preparadas y pudieron participar en las bodas. Las otras, a pesar de sus esfuerzos, quedaron fuera.

El Espíritu Santo nos enseña aquí que no basta haber iniciado el camino que nos lleva a Cristo: es preciso mantenernos en él con un alerta continuo, porque la tendencia de todo hombre, de toda mujer, es la de suavizar la entrega que lleva consigo la vocación cristiana. Casi sin darnos cuenta, se introduce en el alma el deseo de hacer compatible el seguir de cerca a Cristo con un ambiente aburguesado. Es necesario estar atentos porque puede ser muy fuerte la presión de un ambiente que tiene como norma de vida la búsqueda insaciable del confort y de la comodidad. Entonces seríamos semejantes a esas vírgenes, inicialmente llenas de buen espíritu, pero que se cansan pronto y no pueden salir a recibir al Esposo, para lo que se habían estado preparando toda la jornada. Si no estuviéramos alerta, el Señor nos encontraría sin el brillo de las buenas obras, dormidos, con la lámpara apagada. ¡Qué pena si un cristiano, después de años y años de lucha, se encontrara al final de su vida con que sus actos carecieron de valor sobrenatural porque les faltó el aceite del amor y de la caridad! No olvidemos que la luz de la caridad debe informar las relaciones familiares, sociales..., el trato con los amigos, con los clientes, con esas personas que encontramos ocasionalmente.

La virtud teologal de la caridad debe alumbrar siempre nuestros actos, en toda circunstancia, en todo momento: cuando nos encontramos bien y en la enfermedad, y en el cansancio, y en el fracaso; entre personas de trato amable y con quienes la convivencia resulta más áspera o difícil; en el trabajo, en la familia..., siempre. «En el alma bien dispuesta hay siempre un vivo, firme y decidido propósito de perdonar, sufrir, ayudar y una actitud que mueve siempre a realizar actos de caridad. Si en el alma ha arraigado este deseo de amar y este ideal de amar desinteresadamente, tendrá con ello la prueba más convincente de que sus comuniones, confesiones, meditaciones y toda su vida de oración están en orden y son sinceras y fecundas» (3).

El aceite que mantiene encendida la caridad es la oración cuidada y llena de amor: la intimidad con Jesús. No es difícil observar que la caridad no se vive frecuentemente, incluso entre muchos que tienen el nombre de cristianos. «Pero, considerando las cosas con sentido sobrenatural, descubrirás también la raíz de esa esterilidad: la ausencia de un trato intenso y continuo, de tú a Tú, con Nuestro Señor Jesucristo; y el desconocimiento de la obra del Espíritu Santo en el alma, cuyo primer fruto es precisamente la caridad» (4).

 

II. El seguimiento de Cristo nace del Amor y en el Amor encuentra su alimento. El aburguesamiento constituye un fracaso de esos deseos grandes de seguir al Maestro; tenemos que ser muy sinceros con Dios y con nosotros mismos, para estar siempre abiertos a los requerimientos del Señor, combatiendo el propio egoísmo. Quien se apega a una vida cómoda, quien rehuye la abnegación y el sacrificio o se deja llevar sólo por ansias de satisfacciones personales, no encontrará las fuerzas necesarias para darse a Dios y a los demás con todo el corazón y con toda el alma.

«Hay también otros que afligen su cuerpo con la abstinencia, pero de esa misma abstinencia suya solicitan favores humanos; se dedican a enseñar, dan muchas cosas a los indigentes; pero en realidad son vírgenes necias, porque sólo buscan la retribución de la alabanza pasajera» (5). Son aquellos a quienes falta rectitud de intención: sus obras quedan vacías.

El Señor nos pide perseverancia en el amor, que ha de ir creciendo siempre, sintiendo en cada época y situación la alegría de servir a Cristo. Esforzaos y fortaleced vuestro corazón todos los que esperáis en Yahvé (6), nos aconseja el Espíritu Santo. Sin desánimos, perseverantes en el esfuerzo diario, para que el Amor nos encuentre preparados cuando venga. «¿Acaso no son estas vírgenes prudentes -comenta San Agustín- las que perseveran hasta el fin? Por ninguna otra causa, por ninguna otra razón se las habría dejado entrar sino por haber perseverado hasta el final... Y porque sus lámparas arden hasta el último momento, se les abren de par en par las puertas y se les dice que entren» (7).

Cuando el cristiano pierde esa actitud atenta, cuando cede al pecado venial y deja que se enfríe el trato de amistad con Cristo, se queda a oscuras; sin luz para sí mismo y para los demás, que tenían derecho al influjo de su buen ejemplo. Cuando se va dejando a un lado el espíritu de mortificación, cuando se descuida la oración..., la luz languidece y acaba por apagarse, «y después de tantos trabajos, después de tantos sudores, después de aquella valiente lucha y de las victorias conseguidas contra las malas inclinaciones de la naturaleza, las vírgenes fatuas hubieron de retirarse avergonzadas, con sus lámparas apagadas y la cabeza baja» (8). No está el amor a Dios en haber comenzado -incluso con mucho ímpetu-, sino en perseverar, en recomenzar una y otra vez.

Las fatuas «no es que hayan permanecido inactivas: han intentado algo... Pero escucharon la voz que les responde con dureza: no os conozco (Mt 25, 12). No supieron o no quisieron prepararse con la solicitud debida, y se olvidaron de tomar la razonable precaución de adquirir a su hora el aceite. Les faltó generosidad para cumplir acabadamente lo poco que tenían encomendado. Quedaban en efecto muchas horas, pero las desaprovecharon.

»Pensemos valientemente en nuestra vida. ¿Por qué no encontramos a veces esos minutos, para terminar amorosamente el trabajo que nos atañe y que es el medio de nuestra santificación? ¿Por qué descuidamos las obligaciones familiares? ¿Por qué se mete la precipitación en el momento de rezar, de asistir al Santo Sacrificio de la Misa? ¿Por qué nos faltan la serenidad y la calma, para cumplir los deberes del propio estado, y nos entretenemos sin ninguna prisa en ir detrás de los caprichos personales? Me podéis responder: son pequeñeces. Sí, verdaderamente: pero esas pequeñeces son el aceite, nuestro aceite, que mantiene viva la llama y encendida la luz» (9).

El deseo de amar siempre más a Cristo, la lucha contra los defectos y flaquezas, recomenzando una y otra vez, es lo que mantiene encendida la llama, es el aceite de la vasija, que no permite que se apague el brillo de la caridad. El Señor nos espera en el trabajo, en la familia, en la diversión... Somos todo de Él, en cualquier situación en la que nos hallemos. El brillo de la caridad debe lucir siempre.

 

III. De esa actitud vigilante que el Señor desea que mantengamos en el corazón han de beneficiarse quienes están más cerca. Es mucho lo que pesa en ocasiones un ambiente movido por una concepción puramente material de la vida y los malos ejemplos de quienes tendrían que ser señales indicadoras; es mucha, a veces, la inclinación de las pasiones «que tiran para abajo»..., pero puede más la fuerza de la caridad bien vivida. Frater qui adiuvatur a fratre, quasi civitas firma (10), el hermano ayudado por su hermano es tan fuerte como una ciudad amurallada, que el enemigo no puede asaltar. Es mayor el poder del bien que el del mal. De aquí la importancia de nuestra vida: es necesario que seamos como lámparas encendidas, que alumbren el camino de muchos.

«Todos los hombres son antorchas que pueden encenderse y apagarse. Y las lámparas, cuando son sabias, lucen y dan calor espiritual. Los siervos de Dios son lámparas buenas por el óleo de su misericordia, no por sus fuerzas. Porque aquella gracia gratuita de Dios es el aceite de las lámparas» (11).

Debemos amparar y proteger a esas personas con las que el Señor ha querido que tengamos unos vínculos más estrechos y un trato particular..., y a la humanidad entera, con los cuidados de una fraternidad bien vivida: ayudándoles diariamente con la oración, avisándoles oportuna y delicadamente a través de la corrección fraterna cuando nos demos cuenta de que en su vivir se están introduciendo modos y costumbres que desdicen de un buen cristiano, con un consejo que les ayuda a mejorar su vida familiar o profesional, con una palabra de aliento en momentos de desánimo, comprendiendo sus errores y defectos y ayudándoles a superarlos... Hasta con el saludo podemos hacerles bien, pues «el saludo -dice Santo Tomás- es cierta especie de oración» (12): en él deseamos la paz de su alma, que Dios esté con ellos...

Frater qui adiuvatur a fratre quasi civitas firma, el hermano ayudado por su hermano es tan fuerte como una ciudad amurallada. Si nos dejamos ayudar y nos damos de verdad a quienes están a nuestro lado podremos esperar a Cristo que llega y nos introducirá en el banquete de bodas, en el Amor sin medida y sin fin. «En medio de tanto egoísmo, de tanta indiferencia -¡cada uno a lo suyo!-, recuerdo aquellos borriquitos de madera, fuertes, robustos, trotando sobre una mesa... -Uno perdió una pata. Pero seguía adelante, porque se apoyaba en los otros» (13).

 

 

 

(1) Mt 25, 1-13.- (2) SAN GREGORIO MAGNO, Homilías sobre los Evangelios, 12, 2.-  (3) B. BAUR, En la intimidad con Dios, p. 247.-  (4) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Amigos de Dios, 236.-  (5) SAN GREGORIO MAGNO, o. c., 12, 1.-  (6) Sal 30, 25.-  (7) SAN AGUSTIN, Sermón 93, 6.-  (8) SAN JUAN CRISOSTOMO, Homilías sobre los Evangelios, 78, 2.-  (9) J. ESCRIVA DE BALAGUER, o. c., 41.-  (10) Cfr. LITURGIA DE LAS HORAS, II, p. 221. Preces Visperae. Prov 18, 19.-  (11) SAN AGUSTIN, Tratado sobre el Evangelio de San Juan, 23, 3.-  (12) SANTO TOMAS, en Catena Aurea, vol. I, p. 334.-  (13) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Forja, n. 563.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. VIGÉSIMO PRIMERA SEMANA. SABADO

81. Los pecados de omisión.

- La parábola de los talentos. Hemos recibido muchos bienes y dones del Señor. Somos administradores y no dueños.

- Responsabilidad en hacer rendir los propios talentos.

- Omisiones. Actuación de los cristianos en la vida social y en la pública.

 

I. Después de hacer el Señor una llamada a la vigilancia, nos propone en el Evangelio de la Misa (1) una parábola que es un nuevo requerimiento a la responsabilidad ante los dones y gracias recibidas. Un hombre rico -nos dice- se marchó de su tierra y, antes de partir, dejó a sus siervos todos sus bienes para que los administraran y les sacaran rendimiento. A uno le dio cinco talentos, a otro dos y a otro uno, a cada cual según su capacidad. El talento era una unidad contable que equivalía a unos cincuenta kilos de plata, y se empleaba para medir grandes cantidades de dinero (2). En tiempos del Señor, el talento era equivalente a unos seis mil denarios; un denario aparece en el Evangelio como el jornal de un trabajador del campo. Aun el siervo que recibió menos bienes (un talento) obtuvo del Señor una cantidad de dinero muy grande. Una primera enseñanza de esta parábola: hemos recibido bienes incontables.

Se nos ha dado, entre otros dones, la vida natural, el primer regalo de Dios; la inteligencia, para comprender las verdades creadas y ascender a través de ellas hasta el Creador; la voluntad, para querer el bien, para amar; la libertad, con la que nos dirigimos como hijos a la Casa paterna; el tiempo, para servir a Dios y darle gloria; bienes materiales, para que nos sirvan de instrumento para sacar adelante obras buenas, en favor de la familia, de la sociedad, de los más necesitados... En otro plano, incomparablemente más alto y de más valor, hemos recibido la vida de la gracia -participación de la misma vida eterna de Dios-, que nos hace miembros de la Iglesia y partícipes en la Comunión de los Santos, y la llamada de Dios a seguirle de cerca. Ha puesto a nuestra disposición los sacramentos, especialmente el don inestimable de la Sagrada Eucaristía; hemos recibido como Madre a la Madre Dios; los siete dones y los frutos del Espíritu Santo que nos impulsan constantemente a ser mejores; un Ángel que nos custodia y protege...

Hemos recibido la vida y los dones que la acompañan a modo de herencia, para hacerla rendir. Y de esa herencia se nos pedirá cuenta al final de nuestros días. Somos administradores de unos bienes, algunos de los cuales sólo los poseeremos durante este corto tiempo de la vida. Después nos dirá el Señor: Dame cuenta de tu administración... No somos dueños; sólo somos administradores de unos dones divinos. Dos maneras hay de entender la vida: sentirse administrador y hacer rendir lo recibido de cara a Dios, o vivir como si fuéramos dueños, en beneficio de la propia comodidad, del egoísmo, del capricho. Hoy, en nuestra oración, podemos preguntarnos cuál es nuestra actitud ante los bienes, ante el tiempo...; quienes han recibido la vocación matrimonial, su responsabilidad ante las fuentes de la vida, ante la generosidad en el número de hijos y ante la educación humana y sobrenatural de éstos, que es ordinariamente el mayor encargo que han recibido de Dios.

 

II. El Señor espera ver bien administrada su hacienda; y espera un rendimiento acorde con lo recibido. El premio es inmenso: esta parábola enseña que lo mucho de aquí, de nuestra vida en la tierra, es poca cosa en relación con el premio del Cielo. Así actuaron los dos primeros siervos de la parábola de los talentos: pusieron en juego los talentos recibidos y ganaron con ellos otro tanto. Por eso, cada uno de ellos pudo oír de labios de su Señor estas palabras: Muy bien, siervo bueno y fiel; has sido fiel en lo poco, te constituiré sobre lo mucho; entra en el gozo de tu Señor. Hicieron el mejor negocio: ganar la felicidad eterna. Los bienes de esta vida, aunque sean muchos, son siempre lo poco en relación con lo que Dios dará a los suyos.

El tercero de los siervos, por contraste, enterró su talento en la tierra, no negoció con él: perdió el tiempo y no sacó provecho. Su vida estuvo llena de omisiones, de oportunidades no aprovechadas, de bienes materiales y de tiempo malgastados. Se presentó ante su Señor con las manos vacías. Fue su existencia un vivir inútil en relación con lo que realmente importaba: quizá estuvo ocupado en otras cosas, pero no llevó a cabo lo que realmente se esperaba de él.

Enterrar el talento que Dios nos ha confiado es tener capacidad de amar y no haber amado, poder hacer felices a quienes están junto a nosotros(todos podemos) y dejarlos en la tristeza y en la infelicidad; tener bienes y no hacer el bien con ellos; poder llevar a otros a Dios y desaprovechar la oportunidad que presenta el compartir el mismo trabajo, la misma tarea...; poder hacer productivos los fines de semana para cultivar la amistad sincera, para darse a los demás miembros de la familia, y dejarse llevar de la comodidad y del egoísmo en un descanso mal planteado; haber dejado en la mediocridad la propia vida interior destinada a crecer... Sería triste en verdad que, mirando hacia atrás, contempláramos una gran avenida de ocasiones perdidas; que viéramos improductiva la capacidad que Dios nos ha dado, por pereza, dejadez o egoísmo. Nosotros queremos servir al Señor; es más, es lo único que nos importa. Pidamos al Señor que nos ayude a dar frutos de santidad: de amor y sacrificio. Y que nos convenzamos de que no basta, no es suficiente, con "no hacer el mal", es necesario "negociar el talento", hacer positivamente el bien.

Para el estudiante, hacer rendir los talentos significa estudiar a conciencia, aprovechando el tiempo con intensidad -sin engañarse neciamente con la ociosidad de otros-, ganando el necesario prestigio profesional con constancia, día a día, de tal manera que, apoyado en él, pueda llevar a otros a Dios. Para el profesional, para el ama de casa, hacer rendir los talentos significará realizar un trabajo ejemplar, intenso, en el que se tiene en presente la puntualidad, el rendimiento efectivo de las horas. De manera particular, Dios nos pedirá cuentas de aquellos que, por títulos diversos, ha puesto a nuestro cuidado. Dice San Agustín que quien está puesto al frente de sus hermanos y no se preocupa de ellos es como un espantapájaros, foenus custos, un guardián de paja, que ni siquiera sirve para alejar los pájaros, que vienen y se comen las uvas (3).

Examinemos hoy la calidad de nuestro estudio o de nuestro quehacer profesional, cualquiera que éste sea. Pidamos luces al Señor para, si fuera necesario, reaccionar con firmeza, con la ayuda de su gracia, que no nos faltará.

 

III. Poner en juego los talentos recibidos abarca todas las manifestaciones de la vida personal y social. La vida cristiana nos lleva a desarrollar la propia personalidad, las posibilidades que encierra toda persona, la capacidad de amistad, de cordialidad... Hemos de ejercitar esas cualidades en la iniciativa llena de fe para vencer falsos respetos humanos, y provocar una conversación que anima a nuestros parientes, amigos o compañeros de trabajo a mejorar en su vida espiritual o profesional, en su carácter, en sus deberes familiares; una conversación que facilita recibir los sacramentos a ese amigo o a este pariente enfermo... Miremos si verdaderamente nos sentimos administradores de los bienes que el Señor nos ha dado, si sirven realmente para el bien o si, por el contrario, los empleamos en compras inútiles, innecesarias o incluso perjudiciales. Veamos si somos generosos en la ayuda a la Iglesia y a esas obras buenas que se sostienen con la aportación de muchos... Que con gozo pueda decir el Señor: Tuve hambre y me diste de comer, tuve sed y me diste de beber, estaba desnudo y me vestiste. (4).

Dios espera de nosotros, igualmente, una conducta reciamente cristiana en la vida pública: el ejercicio responsable del voto, la actuación, según la propia capacidad, en los colegios profesionales, en las asociaciones de padres en los colegios de los hijos, en los sindicatos, en la propia empresa, de acuerdo con las leyes laborales del país y poniendo los medios (aunque fueran pocos o pequeños) para mejorar una legislación si ésta fuera menos justa o claramente injusta en materias fundamentales, como son el respeto a la vida, la educación, la familia...

Es siempre escaso el tiempo con que podemos contar para realizar lo que Dios quiere de nosotros; no sabemos hasta cuándo se prolongarán esos días que forman parte de los talentos recibidos. Cada jornada podemos sacar mucho rendimiento a los dones que Dios ha puesto en nuestras manos: multitud de menudas tareas, cosas pequeñas casi siempre, que el Señor y los demás aprecian y tienen en cuenta.

La Confesión frecuente nos ayudará a evitarlas omisiones que empobrecen la vida de un cristiano. "Ha de prestarse en ella (en la frecuente Confesión) especial atención a los deberes descuidados, aunque a menudo sean deberes de poca importancia, a las inspiraciones desatendidas de la gracia, a las ocasiones de hacer el bien desaprovechadas, a los momentos perdidos, al amor al prójimo no demostrado o insuficientemente demostrado. Han de despertarse en ella, frente a las omisiones, un profundo y serio pesar y una decidida voluntad de luchar conscientemente contra las más pequeñas omisiones de las que, en alguna forma, tengamos conciencia. Si acudimos a la Confesión con este propósito, nos será concedida en la absolución del sacerdote la gracia de reconocer mejor nuestras omisiones y de tomarlas en serio" (5). Con esta gracia del sacramento y con la ayuda de la dirección espiritual nos será más fácil evitar estas faltas o pecados y llenar la vida de frutos para Dios.

 

 

 

(1) Mt 25, 14-30.- (2) Cfr. 2 Sam 12, 30; 2 Rey 18, 14.- (3) Cfr. SAN AGUSTIN, Miscellanea Agustianensis, Roma 1930, vol. I, p. 568.- (4) Cfr. Mt 25, 35 ss.- (5) B. BAUR, La Confesión frecuente, pp. 112-113.