TIEMPO ORDINARIO. VIGÉSIMA SEMANA

 

DOMINGO CICLO A

64. El valor de la oración.

- Cómo pedir. El Señor atiende con especial solicitud la oración por los hijos.

- Cualidades de la oración: perseverancia, fe y humildad. Buscar la ayuda de otros para que unan su oración a la nuestra.

- Pedir en primer lugar por las necesidades del alma, y por las materiales en la medida en que nos acerquen a Dios.

 

I. En el Evangelio de la Misa (1), San Mateo nos dice que Jesús se retiró con sus discípulos a la región de Tiro y Sidón. Pasó de la ribera del mar de Galilea a la del Mediterráneo. Allí se le acercó una mujer gentil, perteneciente a la antigua población de Palestina -el país de Canaán- donde se asentaron los israelitas. Y a grandes voces le decía: ¡Señor, Hijo de David, apiádate de mí! ¡Mi hija es cruelmente atormentada por el demonio! El Evangelista consigna que Jesús, a pesar de los gritos de la mujer, no respondió palabra. Este primer encuentro tuvo lugar, según indica San Marcos, en una casa, y allí la mujer se postró a sus pies (2). El Señor, aparentemente, no le hizo el menor caso.

Después, Jesús y sus acompañantes debieron de salir de la casa, pues San Mateo escribe que los discípulos se le acercaron para decirle: Atiéndela para que se vaya, pues viene gritando detrás de nosotros. La mujer persevera en su clamor, pero Jesús se limita a decirle: No he sido enviado sino a las ovejas perdidas de Israel. Esta madre, sin embargo, no se dio por vencida: se acercó y se postró ante Él diciendo: ¡Señor, ayúdame! ¡Cuánta fe!, ¡cuánta humildad!, ¡qué interés tan grande en su petición! Jesús le explica mediante una imagen que el Reino había de ser predicado en primer lugar a los hijos, a quienes componían el pueblo elegido: No está bien -le dice- tomar el pan de los hijos y echárselo a los perrillos. Pero la mujer, con profunda humildad, con fe sin límites, con una constancia a toda prueba, no se echó atrás: Es verdad, Señor -le contesta-, pero también los perrillos comen de las migajas que caen de las mesas de sus amos. Se introduce en la parábola, conquista el Corazón de Cristo, provoca uno de los mayores elogios del Señor y el milagro que pedía: ¡Oh mujer, grande es tu fe! Hágase como tú quieres. Y quedó sana su hija en aquel instante. Fue el premio a su perseverancia.

Las buenas madres que aparecen en el Evangelio manifiestan siempre solicitud por sus hijos. Saben dirigirse a Jesús en petición de ayuda y de dones. Una vez será la madre de Santiago y de Juan la que se acerque al Señor para pedirle que reserve un buen puesto para sus hijos. Otra vez será aquella viuda de Naín que llora detrás de su hijo muerto y consigue de Cristo, quizá con una mirada, que se lo devuelva con vida... La mujer que nos presenta el Evangelio de hoy es el modelo acabado de constancia que deben meditar quienes se cansan pronto de pedir.

San Agustín nos cuenta en sus Confesiones cómo su madre, Santa Mónica, santamente preocupada por la conversión de su hijo, no cesaba de llorar y de rogar a Dios por él; y tampoco dejaba de pedir a las personas buenas y sabias que hablaran con él para que abandonase sus errores. Un día, un buen obispo le dijo estas palabras, que tanto la consolaron: "¡Vete en paz, mujer!, pues es imposible que se pierda el hijo de tantas lágrimas" (3). Más tarde, el propio San Agustín dirá: "si yo no perecí en el error, fue debido a las lágrimas cotidianas llenas de fe de mi madre" (4).

Dios oye de modo especial la oración de quienes saben amar; aunque alguna vez parezca que guarda silencio. Espera a que nuestra fe se haga más firme, más grande la esperanza, más confiado el amor. Quiere de todos un deseo más ferviente -como el de las madres buenas- y una mayor humildad.

 

II. La oración de petición ocupa un lugar muy importante en la vida de los hombres. Aunque el Señor nos concede de hecho muchos dones y beneficios sin haberlos pedido, otras gracias ha dispuesto otorgarlas a través de nuestra oración, o de la de aquellos que se encuentran más cerca de Él. Enseña Santo Tomás (5) que nuestra petición no se dirige a cambiar la voluntad divina, sino a obtener lo que ya había dispuesto que nos concedería si se lo pedíamos. Por eso es necesario pedir al Señor incansablemente, pues no sabemos cuál es la medida de oración que Dios espera que colmemos para otorgarnos lo que quiere darnos. Hemos de solicitar también a otras personas que rueguen por las intenciones santamente ambiciosas que tenemos en nuestro corazón, y por todo aquello que deseamos obtener del Señor. El mismo Santo Tomás explica que una de las causas de que Jesús no respondiera enseguida a esta mujer fue porque quería que los discípulos intercedieran por ella, para hacernos ver de esta manera lo necesaria que es, para conseguir algunas cosas, la intercesión de los santos (6). El milagro extraordinario que le pedía esta mujer gentil necesitó también una oración excepcional, acompañada de mucha fe y de mucha humildad. Perseverar es la condición primera de toda petición: es preciso orar siempre y no desfallecer (7), enseñó el mismo Jesús. "Persevera en la oración. -Persevera, aunque tu labor parezca estéril. -La oración es siempre fecunda" (8). La petición de la mujer cananea fue eficaz desde el primer momento. Jesús sólo esperó a que se dispusiera su corazón para recibir el gran don que solicitaba. Hemos de pedir con fe. La misma fe "hace brotar la oración y la oración, en cuanto brota, alcanza la firmeza de la fe" (9); ambas están íntimamente unidas. Esta mujer tenía una fe grande: "cree en la Divinidad de Cristo, cuando le llama Señor; y en su Humanidad cuando le dice Hijo de David. No pide ella nada en nombre de sus méritos; invoca sólo la misericordia de Dios diciendo: "Ten piedad". Y no dice ten piedad de mi hija, sino de mí, porque el dolor de la hija es el dolor de la madre; y a fin de moverle más a compasión, le cuenta todo su dolor; por eso sigue: Mi hija es malamente atormentada por el demonio. En estas palabras descubre al Médico sus heridas y la magnitud y especie de su enfermedad; la magnitud, cuando le dice: Es atormentada malamente; la especie, por las palabras: por el demonio" (10).

La constancia en la oración nace de una vida de fe, de confianza en Jesús que nos oye incluso cuando parece que calla. Y esta fe nos llevará a un abandono pleno en las manos de Dios. "Dile: Señor, nada quiero mas que lo que Tú quieras. Aun lo que en estos días vengo pidiéndote, si me aparta un milímetro de la Voluntad tuya, no me lo des" (11). Sólo quiero lo que Tú quieres y porque Tú lo quieres.

 

III. Esta mujer que pide y recibe nos enseña con su ejemplo una cualidad más de la buena oración: la humildad. La oración debe brotar de un corazón humilde y arrepentido de sus pecados: Cor contritum et humiliatum, Deus, non despicies (12), el Señor, que nunca desprecia un corazón contrito y arrepentido, resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes (13). A quien se sabe servus pauper et humilis (14).

El Señor desea que le pidamos muchas cosas. En primer lugar, lo que se refiere al alma, pues "grandes son las enfermedades que la aquejan, y éstas son las que principalmente quiere curar el Señor. Y, si cura las del cuerpo, es porque quiere desterrar las del alma" (15). Suele suceder que "apenas nos aqueja una enfermedad corporal, no dejamos piedra por mover hasta vernos libres de su molestia; estando, en cambio, enferma nuestra alma, a veces todo son vacilaciones y aplazamientos (...): hacemos de lo necesario accesorio, y de lo accesorio necesario. Dejamos abierta la fuente de los males y pretendemos secar los arroyuelos" (16). Para el alma podemos pedir gracia para luchar contra los defectos, más rectitud de intención en lo que hacemos, fidelidad a la propia vocación, luz para recibir con más fruto la Sagrada Comunión, una caridad más fina, docilidad en la dirección espiritual, más afán apostólico... También quiere el Señor que roguemos por otras necesidades: ayuda para sobreponernos a un pequeño fracaso; trabajo, si nos falta; la salud... Y todo en la medida en que nos sirva para amar más a Dios. No queremos nada que, quizá con el paso del tiempo, nos alejaría de lo que verdaderamente nos debe importar: estar siempre junto a Cristo.

A Jesús le es especialmente grato que pidamos por otros. "La necesidad nos obliga a rogar por nosotros mismos, y la caridad fraterna a pedir por los demás. Es más aceptable a Dios la oración recomendada por la caridad que aquella que está motivada por la necesidad" (17), enseña San Juan Crisóstomo.

Hemos de orar, en primer lugar, por aquellas personas a quienes nos une un vínculo más fuerte, y por aquellas que el Señor ha puesto a nuestro cuidado. Los padres tienen una especial obligación de pedir por sus hijos; mucho más si éstos estuvieran alejados de la fe o el Señor hubiera manifestado una particular predilección por ellos llamándolos a un camino de entrega. Y para que Dios nos oiga con más prontitud, acompañemos con obras nuestra petición: ofreciendo horas de trabajo o de estudio por esa intención, aceptando por Dios el dolor y las contrariedades, ejerciendo la caridad y la misericordia en toda oportunidad.

Los cristianos de todos los tiempos se han sentido movidos a presentar sus peticiones a través de santos intercesores, del propio Ángel Custodio, y muy singularmente a través de Nuestra Madre Santa María. Dice San Bernardo que "subió al Cielo nuestra Abogada, para que, como Madre del Juez y Madre de Misericordia, tratara los negocios de nuestra salvación" (18). No dejemos de acudir cada día a Nuestra Señora; mucho nos va en ello.

 

 

 

(1) Mt 15, 21-28.- (2) Mc 7, 24-25.- (3) SAN AGUSTIN, Las Confesiones, 3, 12, 21.- (4) IDEM, Tratado sobre el don de la perseverancia, 20, 53.- (5) SANTO TOMAS, Suma Teológica, 2-2, q. 83, a. 2.- (6) IDEM, Catena Aurea, vol. II, p. 338.- (7) Lc 18, 1.- (8) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Camino, n. 101.- (9) SAN AGUSTIN, Sermón 115.- (10) SANTO TOMAS, Catena Aurea, vol. II, pp. 336-337.- (11) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Forja, n. 512.- (12) Sal 50, 19.- (13) Cfr. Pdr 5, 5; Sant 4, 6.- (14) Cfr. LITURGIA DE LAS HORAS, Himno del oficio de lecturas en la Solemnidad del "Corpus et Sanguis Christi".- (15) SAN JUAN CRISOSTOMO, Homilías sobre San Mateo, 14, 3.- (16) Ibídem.- (17) IDEM, en Catena Aurea, vol. I, p. 354.- (18) SAN BERNARDO, Sermón en la Asunción de la B. Virgen María, 1, 1.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. VIGÉSIMA SEMANA. DOMINGO CICLO B

65. Prenda de vida eterna.

- La Sagrada Comunión es ya un adelanto del Cielo y garantía de alcanzarlo.

- La Sagrada Eucaristía es también prenda de la futura glorificación del cuerpo.

- Mientras nos dirigimos hacia la casa del Padre, nuestras debilidades deben llevarnos a buscar fortaleza en la Comunión.

 

I. La Primera lectura de la Misa (1) muestra la invitación que Dios hace a los hombres desde antiguo: Venid a comer mi pan y a beber el vino... Este banquete es una imagen frecuentemente empleada en la Sagrada Escritura para anunciar la llegada del Mesías, llena de bienes, y de modo particular es prefiguración de la Sagrada Eucaristía, en la que Cristo se nos da como Alimento; y de este manjar nos habla San Juan, recogiendo las palabras finales de Jesús en la sinagoga de Cafarnaún, donde anunció el inefable don que habría de dejar a los hombres. Yo soy el pan vivo que ha bajado del Cielo, nos dice Jesús: el que coma de este pan, vivirá para siempre. Y un poco más adelante añade: El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y Yo le resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida... Éste es el pan bajado del Cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron: el que come este pan vivirá para siempre (2).

La Comunión, como alimento del alma, aumenta la vida sobrenatural del hombre; a la vez, y como consecuencia, da defensas para resistir a lo que en nosotros no es de Dios, aquello que se opone a la unión plena con Cristo. Ayuda a combatir la inclinación al mal y fortalece contra el pecado; aumenta la alegría que procede de Dios, el fervor y la fidelidad a la propia vocación. Al encender la caridad y despertar la contrición por nuestras faltas, borra los pecados veniales de los que estamos arrepentidos y preserva de los mortales.

Además, la Sagrada Eucaristía no sólo es alimento del alma en su camino hacia Dios, sino prenda de vida eterna y anticipo del Cielo. Prenda es la señal que se entrega como garantía del cumplimiento de una promesa (3). En la Comunión tenemos ya un adelanto de la vida gloriosa y la garantía de alcanzarla, si no traicionamos la fidelidad al Señor.

En una antigua Antífona del culto eucarístico, rezamos: Oh sagrado convite, en el que se recibe a Cristo... el alma se llena de gracia, y se nos da una prenda de la gloria futura. El banquete es imagen muy empleada en la Sagrada Escritura para describir el gozo y la felicidad que alcanzaremos en Dios. El mismo Señor anunció que no bebería ya del fruto de la vid, hasta aquel día en que lo beba con vosotros de nuevo, en el Reino de mi Padre (4). Hace referencia a un vino nuevo (5), porque ya no habrá la necesidad del alimento y de la bebida común: tendremos a Cristo para siempre en una unión vivísima, sin término, sin los velos de la fe. Ahora, en la Comunión, tenemos el anticipo y la garantía de esa unión definitiva, y "hace también presentes a todos los miembros del Cuerpo Místico más allá de las distancias y más allá de la muerte, porque el espacio y el tiempo quedan suprimidos en el Cristo glorioso allí presente" (6).

¡Qué alegría poder estar con Cristo y entrar de alguna manera en el Cielo ya aquí en la tierra! "Agiganta tu fe en la Sagrada Eucaristía. -¡Pásmate ante esa realidad inefable!: tenemos a Dios con nosotros, podemos recibirle cada día y, si queremos, hablamos íntimamente con Él, como se habla con el amigo, como se habla con el hermano, como se habla con el padre, como se habla con el Amor" (7).

 

II. En la Comunión, "sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad, banquete pascual en el que se recibe a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da la prenda de la gloria futura" (8), nos enseña el Concilio Vaticano II. Esta gloria eterna no es sólo del alma, sino también del cuerpo, de todo el hombre (9). El Señor hacía referencia al hombre entero cuando prometió que aquel que comiera de Él, vivirá por Él y no morirá jamás, y que Él le resucitará en el último día (10). La Eucaristía proclama la muerte del Señor hasta que venga (11), al final de los tiempos, cuando tenga lugar la resurrección de los cuerpos y vuelvan a unirse al alma. Así, quienes han sido fieles amarán y gozarán de Dios -con el alma y con el cuerpo- para siempre.

Jesús es la Vida, no sólo la del más allá, sino también la vida sobrenatural que la gracia opera en el alma del hombre que todavía se encuentra en camino. Cuando Jesús acude a Betania para resucitar a Lázaro, dirá a Marta: Yo soy la Resurrección y la Vida, el que cree en Mí, aunque haya muerto, vivirá, y todo el que vive y cree en Mí no morirá para siempre (12). El Señor vuelve a repetir aquí en Betania la enseñanza de Cafarnaún que hoy encontramos en el Evangelio de la Misa: quien le recibe no morirá.

Los Padres de la Iglesia llaman a la Comunión "medicina de la inmortalidad, antídoto para no morir, sino para vivir por siempre en Jesucristo" (13). Como el leño de la vid -enseña San Ireneo-, puesto en la tierra, fructifica a su tiempo, y el grano de trigo caído en la tierra y deshecho se levanta multiplicado y, "después, por la sabiduría de Dios, llega a ser Eucaristía, que es Cuerpo y Sangre de Cristo, así también nuestros cuerpos, alimentados con ella y colocados en la tierra y deshechos en ella, resucitarán a su tiempo..." (14): esa garantía de la futura resurrección que es la Eucaristía actúa como semilla de la futura glorificación del cuerpo y lo alimenta para la incorruptibilidad de la vida eterna. Siembra en el hombre un germen de inmortalidad, pues la vida de la gracia se prolonga más allá de la muerte.

San Gregorio de Nisa explica que el hombre tomó un alimento de muerte (con el pecado original) y debe, por tanto, tomar una medicina que le sirva de antídoto, como quienes han tomado algún veneno deben tomar un contraveneno. Esta medicina de nuestra vida no es otra que el Cuerpo de Cristo, "que ha vencido a la muerte y es la fuente de la Vida" (15).

Si alguna vez nos entristece el pensamiento de la muerte y sentimos que se derrumba esta casa de la tierra que ahora habitamos, debemos pensar, llenos de esperanza, que la muerte es un paso: más allá sigue la vida del alma, y un poco más tarde la acompañará el cuerpo, que será también glorificado; como ocurre a quien tiene que abandonar su hogar por alguna catástrofe, que se consuela e incluso se alegra al saber que le aguarda otro mejor, que ya no tendrá que abandonar jamás. La Sagrada Eucaristía no sólo es anticipo, sino "señal que se da en garantía" de la promesa que nos ha hecho el mismo Señor: El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y Yo le resucitaré en el último día.

 

III. Mirad con cuidado cómo vivís; no sea como necios, sino como sabios, aprovechando bien el tiempo, pues los días son malos, nos advierte San Pablo en la Segunda lectura de la Misa (16). Ahora, como entonces, los días son malos, y el tiempo, corto. Es pequeño el espacio que nos separa de la vida definitiva junto a Dios, y las posibilidades de dejarse arrastrar por un ambiente que no conduce al Señor son abundantes. El Apóstol nos invita a aprovechar bien el tiempo, el que nos toca vivir. Más aún, hemos de recuperar el tiempo perdido. Rescatar el tiempo -explica San Agustín- "es sacrificar, cuando llegue el caso, los intereses presentes a los intereses eternos, que así se compra la eternidad con la moneda del tiempo" (17). Así aprovecharemos todos los momentos y circunstancias para dar gloria a Dios, para reafirmar el amor a Él, por encima de todo lo que es pasajero y no deja huella.

Cristo, en la Sagrada Comunión, nos enseña a contemplar el presente con una mirada de eternidad; nos muestra lo que es verdaderamente importante en cada situación, en cada acontecimiento. Ilumina el futuro y da perspectiva trascendente a nuestras obras bien hechas, avanzando cada jornada hasta dar el paso hacia una existencia nueva y eterna, ante la que el mundo de hoy nos parecerá como una sombra (18). En la Sagrada Eucaristía encontramos las fuerzas necesarias para recorrer el camino que todavía nos falta hasta llegar a la casa del Padre; "es para nosotros prenda eterna, de manera que ello nos asegura el Cielo; éstas son las arras que nos envía el cielo en garantía de que un día será nuestra morada; y, aún más, Jesucristo hará que nuestros cuerpos resuciten tanto más gloriosos, cuanto más frecuente y dignamente hayamos recibido el suyo en la Comunión" (19).

Nuestras debilidades deben llevarnos a buscar fortaleza en la Comunión. En este sacramento, "es Cristo en persona quien acoge al hombre, maltratado por las asperezas del camino, y lo conforta con el calor de su comprensión y de su amor. En la Eucaristía hallan su plena actuación las dulcísimas palabras: Venid a Mí, todos los que estáis fatigados y cargados, que Yo os aliviaré (Mt 11, 28). Ese alivio personal y profundo, que constituye la razón última de toda nuestra fatiga por los caminos del mundo, lo podemos encontrar -al menos como participación y pregustación- en ese Pan divino que Cristo nos ofrece en la mesa eucarística" (20). Con Él, si somos fieles, entraremos un día en el Cielo, y lo que era garantía de una promesa se tornará realidad: la vida junto a la Vida por toda la eternidad.

Ecce Panis angelorum, factus cibus viatorum, vere panis filiorum: he aquí el Pan de los Ángeles, hecho alimento de los que caminan, verdaderamente el pan de los hijos (21): danos, Señor, la fuerza para recorrer con garbo humano y sobrenatural nuestro camino de esta tierra, con la mirada puesta en la meta.

 

 

 

(1) Prov 9, 1-6.- (2) Jn 6, 51-58.- (3) Cfr. M. MOLINER, Diccionario del uso del español, Gredos, Madrid 1970, voz PRENDA.- (4) Mt 26, 29.- (5) Cfr. Is 25, 6.- (6) CH. LUBICK, La Eucaristía, Ciudad Nueva, 2ª ed., Madrid 1978, p. 80.- (7) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Forja, n. 268.- (8) CONC.  VAT. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 47.- (9) Cfr. M. SCHMAUS, Teología dogmática, Rialp, 2ª ed., Madrid 1963, vol. VI, p. 439.- (10) Cfr. Jn 6, 54.- (11) 1 Cor 11, 26.- (12) Jn 11, 25.- (13) SAN IGNACIO DE ANTIOQUIA, Carta a los Efesios, 20, 20.- (14) SAN IRENEO, Contra las herejías, 5, 2, 3.- (15) Cfr. SAN GREGORIO DE NISA, Discursos catequéticos, 37.- (16) Ef 5, 15-20.- (17) SAN AGUSTIN, Sermón 16, 2.- (18) Cfr. 1 Cor 7, 31.- (19) SANTO CURA DE ARS, Sermón sobre la Comunión.- (20) JUAN PABLO II, Homilía 9-VII-1980.- (21) MISAL ROMANO, Solemnidad del Smo. Cuerpo y Sangre de Cristo. Secuencia Lauda Sion.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. VIGÉSIMA SEMANA. DOMINGO CICLO C

66. El fuego del amor divino.

- Fe en el amor que Dios nos tiene y nos ha tenido siempre.

- El amor pide amor, y éste se demuestra en las obras.

- Encender a otros en el amor a Cristo.

 

I. El fuego aparece frecuentemente en la Sagrada Escritura como símbolo del Amor de Dios, que purifica a los hombres de todas sus impurezas (1). El amor, como el fuego, nunca dice basta (2), tiene la fuerza de las llamas y se enciende en el trato con Dios: Me ardía el corazón en mi interior, se encendía el fuego en mi meditación (3), exclama el Salmista... En el día de Pentecostés, el Espíritu Santo -el Amor divino- se derrama sobre los Apóstoles en forma de lenguas de fuego (4) que purifican sus corazones, los inflaman y disponen para su misión de extender el Reino de Cristo por todo el mundo.

Jesús nos dice hoy en el Evangelio de la Misa: Fuego he venido a traer a la tierra, ¿y qué quiero sino que arda? (5). En Cristo alcanza su expresión máxima el amor divino: Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito (6). Jesús entrega voluntariamente su vida por nosotros, y nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos (7). Por eso nos declara también su impaciencia santa hasta no ver cumplido su Bautismo, su propia muerte en la Cruz por la que nos redime y nos eleva: Tengo que ser bautizado con un bautismo, ¡y cómo me siento urgido hasta que se lleve a cabo! El Señor quiere que su amor prenda en nuestro corazón y provoque un incendio que lo invada todo. Él nos ama a cada uno con amor personal e individual, como si fuera el único objeto de su caridad. En ningún momento ha cesado de amarnos, de ayudarnos, de protegernos, de comunicarse con nosotros; ni siquiera en los momentos de mayor ingratitud por nuestra parte o en los que cometimos las faltas y pecados más grandes, tanto cuando correspondimos a sus gracias como cuando nos alejamos de Él. Siempre nos mostró el Señor su benevolencia; ahora también. Dios, que es infinito e infinitamente simple, no nos ama a medias, sino con todo su ser, nos ama sin medida. Este misterio de amor se realizó de una manera absolutamente particular en su Madre, Santa María.

La Virgen, Nuestra Madre, es el espejo donde debemos mirarnos nosotros. Ella vivió una vida normal, de tal manera que sus paisanos y familiares nunca pudieron imaginar lo que ocurría en su corazón; ni siquiera José habría sabido nada, si Dios no se lo hubiera manifestado. Ella, la criatura que Dios más amaba, permanecía en la más completa normalidad. En el momento de la Anunciación, cuando se le reveló el modo singular en que era amada por Dios, María creyó y aceptó ser la criatura que Dios había predestinado desde la eternidad como Madre suya. ¡Qué gran fe la de la Virgen, al pensar que en Ella estaba la salvación de Israel, mucho más, sin comparación posible, que en otros momentos de la historia de Israel lo estuvo en Judith o en Esther! Pero Ella no sólo creyó en el amor de absoluta predilección divina, sino que creyó sin limitación alguna.

Santa María nos enseña a creer en el amor sin límites de Dios, nos ayuda ahora, teniéndola a Ella delante, a examinar nuestra correspondencia a ese amor, pues "no es razón que amemos con tibieza a un Dios que nos ama con tanto ardor" (8). ¿Es una hoguera de lumbre viva nuestro corazón, como el de la Virgen, o sólo rescoldo de tibieza, de mediocridad aceptada? Dios me ama, y esto es lo fundamental de mi existencia. Lo demás apenas tiene importancia.

 

II. El amor pide amor, y éste se demuestra en las obras, en el empeño diario por tratar a Dios y por identificar nuestra voluntad con la suya. La Segunda lectura (9) nos anima a esa pelea diaria, sabiendo que estamos rodeados de una nube tan grande de testigos, los santos, que presencian nuestro combate, y quienes tenemos a nuestro lado, a los que tanto podemos ayudar con el ejemplo y con nuestro mismo empeño por estar más cerca de Cristo. Sacudamos todo lastre y el pecado que nos asedia -sigue la Lectura-, y continuamos corriendo con perseverancia la carrera emprendida: fijos los ojos en Jesús, iniciador y consumador de la fe... En Él tenemos puesta la mirada, como el corredor que, una vez comenzada la carrera, no se deja distraer por nada que le separe de la meta, alejando toda ocasión de pecado con decisión y energía, pues no habéis resistido todavía hasta la sangre al combatir contra el pecado. Hasta eso hemos de llegar si fuera preciso, incluso por no cometer ni siquiera un pecado venial. Vale más morir que ofender a Dios, aunque sólo fuera levemente.

Muchas veces hemos de decir sí al Amor; una respuesta afirmativa que Él mismo nos pide a través de mil pequeños acontecimientos diarios: al negarnos a nosotros mismos para servir a quienes conviven o trabajan con nosotros en cosas muchas veces menudas; en la mortificación pequeña, que nos ayuda a guardar la templanza y la sobriedad; en la puntualidad a la hora de comenzar nuestros deberes; en el orden en que dejamos la ropa, los libros o los instrumentos de trabajo; en el esfuerzo que frecuentemente supone hacer bien el rato de meditación, diciéndole al Señor muchas veces que le amamos, luchando con las distracciones; en la aceptación alegre de la voluntad de Dios, cuando no sigue los propios planes o nuestro querer... Así se forjan las pequeñas victorias que todos los días espera Dios de quien le ama. También por amor hemos de decir no muchas veces: en la guarda de la vista; al cuerpo que pide más comodidades, más confort y menos sacrificio; al deseo de dejar el trabajo antes de la hora... Son muchas las sugerencias, las mociones del Espíritu Santo para corresponder a ese Amor infinito con que Jesús nos ama.

El amor se expresa en el dolor de los pecados, en la contrición

 

 

 

 

TIEMPO ORDINARIO. VIGÉSIMA SEMANA. LUNES

67. Alegría y generosidad.

- El joven rico. La alegría de la entrega.

- El Señor pasa y pide.

- La tristeza hace mucho daño al alma. Buscar la alegría a través de la generosidad.

 

I. Después de bendecir a unos niños, Jesús partió de aquel lugar, y cuando estaba en camino llegó un joven, se postró de rodillas (1) y le preguntó: Maestro, ¿qué cosas buenas debo hacer para alcanzar la vida eterna? Jesús, de pie, contempla a aquel joven con una gran esperanza; los discípulos, que se han detenido, callan y miran. La escena, recogida en el Evangelio de la Misa (2), es de una gran belleza. Quizá el joven ha escuchado a Jesús en alguna otra ocasión, y hasta ahora no se ha atrevido a comunicarse directamente con Él; en su alma hay deseos de entrega, de amar más..., quizá está insatisfecho con su vida. Por eso, cuando el Señor le dice que debe guardar los Mandamientos, él dice que ya los cumple, y pregunta: Quid adhuc mihi de est? ¿Qué me falta aún? Es la pregunta que tantos y tantas se han hecho al comprobar que no les llena la vida que llevan.

Jesús, tan atento a los menores movimientos de las almas, se conmovió al contemplar los deseos y la limpieza de aquel corazón. Fue entonces cuando le dirigió la mirada de la que nos habla San Marcos, y lo amó (3). La mirada de Jesús, una mirada honda, imborrable, es por sí sola una llamada. Y le invitó a seguirle dejando atrás todos sus tesoros. Es una invitación a dejar libre el corazón para llenarlo todo de Dios. Se trata de cambiar el amor a los bienes por el amor a Jesús, se trata de dejar las posesiones materiales para enriquecerse, de una manera real y efectiva, con bienes eternos (4).

No fue generoso este joven: se quedó con sus riquezas, de las que disfrutaría unos años, y perdió a Jesús, a quien tenemos para siempre, tesoro infinito, en este mundo y en la eternidad. En su egoísmo, el joven rico no esperaba esta respuesta del Maestro. Los planes de Dios no coinciden generalmente con los nuestros, con los que proyectamos en la imaginación, con aquellos que fabrica la vanidad o el egoísmo. Los planes divinos, forjados desde la eternidad para nosotros, son los más bellos que nunca pudimos imaginar, aunque alguna vez nos desconcierten.

Al oír el joven estas palabras de Jesús se marchó triste, pues tenía muchas posesiones. Todos vieron cómo resistía aquella amable y amorosa invitación del Señor y se marchaba con la huella de la tristeza en la cara. Posiblemente, más tarde, este joven encontraría falsas justificaciones a su falta de generosidad, que le devolverían al menos la tranquilidad perdida (nunca la paz, que es fruto de la entrega): quizá pensó que era muy joven, o que más tarde vería todo con más claridad y buscaría al Maestro... ¡Qué fracaso! ¡Qué ocasión desaprovechada!, pues a Jesús, o se le sigue o se le pierde. Cada encuentro con Él lleva consigo unas claras exigencias, y también un gran enriquecimiento de toda la persona. Jesús nunca nos deja indiferentes.

Una vez que alguien ha sentido posarse sobre él la mirada del Señor, ya nunca la olvida, ya no es posible vivir como antes. La alegría es fruto de la generosidad, de responder a las sucesivas llamadas que a cada uno en su estado dirige Cristo que pasa. La vida se llena de gozo y de paz en esa disponibilidad absoluta ante la voluntad de Dios que se manifiesta en momentos bien precisos de nuestra vida; quizá ahora.

 

II. "Aquel muchacho rechazó la insinuación, y cuenta el Evangelio que abiit tristis (Mt 19, 22), que se retiró entristecido (...): perdió la alegría porque se negó a entregar su libertad a Dios" (5). Libertad que, si no le había servido para llegar a la meta, a Cristo que pasaba por su vida, para bien poco habría ya de servirle.

La tristeza nace en el corazón, como una planta dañina, cuando nos alejamos de Cristo, cuando le negamos aquello que de una vez, o poco a poco, nos va pidiendo, cuando nos falta generosidad. Esta mala enfermedad del alma "es un vicio causado por el amor desordenado de sí mismo" (6). Puede haber enfermedad, puede existir cansancio y dolor, pero la tristeza del corazón es distinta. En su origen encontramos siempre la soberbia y el egoísmo: detrás de esa desgana, sin causa aparente, en el propio quehacer, puede estar la imposibilidad de afirmar el propio criterio, la propia personalidad, la vanidad; detrás de ese dolor puede esconderse la rebeldía de no querer aceptar la voluntad de Dios; en ese desaliento, al ver una y otra vez las propias faltas, puede ocultarse más la humillación sufrida que el dolor por haber ofendido al Señor... "Si Dios me ha perdonado, si su amor misericordioso, siempre presente, se vuelca en mí, ¿cómo puedo estar yo triste? Si alguien alimentara su tristeza en el dolor de sus pecados, agarrado a su culpa, ese hombre debe saber que se trata posiblemente de un pretexto y, siempre, de un error" (7). Las mismas faltas y pecados nos deben llevar a la alegría del arrepentimiento y del amor que nace de nuevo con más fuerza aún.

El Señor pasa cerca de nuestra vida en incontables ocasiones. Alguna vez nos pedirá mucho, para darnos más; otras, cosas pequeñas: el cumplimiento del deber, llevar a cabo en la hora prevista las prácticas de piedad que tenemos señaladas en nuestro plan de vida, sin dar cabida a la pereza; mortificar la imaginación y el recuerdo en asuntos banales; vivir con esmero la caridad con quienes están a nuestro lado; indicar con afabilidad la dirección que nos han pedido... Quizá se presente el Señor -tal vez cuando menos lo esperábamos- para invitarnos a seguirle aún más de cerca, quizá sin abandonar nuestros quehaceres en medio del mundo, pero con la plena entrega del corazón, según el propio estado, sin poner límites ni condiciones. "Hay que saber entregarse, arder delante de Dios como esa luz, que se pone sobre el candelero, para iluminar a los hombres que andan en tinieblas; como esas lamparillas que se queman junto al altar, y se consumen alumbrando hasta gastarse" (8). Y esto nos lo pide a todos: cada uno en su lugar y en el estado al que es llamado, en la peculiar vocación que de Dios ha recibido. Esta vocación es el asunto más importante de la vida, y, una vez conocida, el negocio en el que debemos empeñarnos con tenacidad, con la ayuda de la gracia, hasta el último instante de nuestros días.

 

III. Se marchó triste. Nada más sabemos de él. Su historia termina envuelta en un manto de tristeza; quizá podría haber sido uno de los Doce. Pero no quiso; y Jesús respetó su libertad. Una libertad que no supo emplear. "El mercader -comenta San Basilio- no se entristece gastando en las ferias lo que posee para adquirir sus mercancías; pero tú (hace referencia a este joven rico) te entristeces dando polvo a cambio de la vida eterna" (9): prefirió conservar el polvo -eso son todas las posesiones y riquezas- en vez de elegir la vida perdurable que le ofrecía Cristo, prefirió quedarse con el polvo en que se convirtieron éstas al cabo de unos años, no demasiados.

La tristeza hace mucho daño al alma. Como la polilla al vestido y la carcoma a la madera, así la tristeza daña el corazón del hombre (10), y predispone al mal. Por eso hemos de luchar enseguida, si alguna vez hiciera su aparición en el alma: Anímate, pues, y alegra tu corazón, y echa lejos de ti la congoja; porque a muchos mató la tristeza. Y no hay utilidad alguna en ella (11). De ese estado sólo cabe esperar males.

Si nuestra vida consiste realmente en seguir a Cristo, es lógico que siempre estemos alegres: es la única alegría verdadera del mundo, sin límite y sin medida; compatible, por otra parte, con el dolor, con la enfermedad, con el fracaso... "La alegría cristiana excluye de modo definitivo y combate implacablemente toda tristeza enfermiza o imaginaria: la envidia, el desaliento, el repliegue sobre sí mismo no pueden emparejarse con ella, y uno de sus beneficios es el de excluir todas esas penas, llenas de veneno y fuentes de muerte" (12). Un alma triste está a merced de muchas tentaciones. ¡Cuántos pecados han tenido su origen en la tristeza! ¡Cuántos ideales ha roto! Si alguna vez sentimos el zarpazo de la tristeza, examinemos su causa con sinceridad en la oración. Muchas veces encontraremos falta de generosidad con Dios o con los demás. ""Laetetur cor quaerentium Dominum" -Alégrese el corazón de los que buscan al Señor.

"-Luz, para que investigues en los motivos de tu tristeza" (13). Preguntémonos, si esa situación llegara, y ahora, porque siempre podemos crecer en alegría, si estamos buscando seriamente al Señor en lo que cada día nos sucede, en la oración, en el empeño por mantener la presencia de Dios. Examinemos nuestra generosidad con los demás: a la hora de interesarnos por su salud, por sus ilusiones, en el sacrificio pequeño pero continuo que exige una fraternidad bien vivida, en los bienes y talentos que poseemos...

Si alguna vez nos sentimos con el alma entristecida, preguntémonos: ¿en qué no estoy yo siendo generoso con Dios?, ¿en qué no soy desprendido con los demás? ¿Me preocupo excesivamente de mí mismo, de mis cosas, de mi salud, de mi futuro, de mis pequeñeces?... Es posible que encontremos enseguida la causa y el remedio. Mientras tanto, procuremos afinar en el trato con el Señor, intentemos darnos sin cálculo a quienes están cerca, aunque sea en pequeños servicios; abramos el corazón a quien nos conoce y aprecia, a quien tenemos encomendada la dirección espiritual del alma.

Con la alegría que Cristo nos da, hacemos mucho bien a nuestro alrededor. Comunicarla a los demás será frecuentemente una de las mayores muestras de caridad hacia ellos. Muchas personas pueden encontrar a Dios en esa alegría honda; procuremos no perderla. Santa María, Causa de nuestra alegría, ruega por nosotros, concédenos seguir a Cristo de cerca, danos la gracia de no volverle nunca la espalda, ni siquiera en lo pequeño de todos los días.

 

 

 

(1) Cfr. Mc 10, 17.- (2) Mt 19, 16-22.- (3) Mc 10, 21.- (4) Cfr. M. J. INDART, Jesús en su mundo, p. 251.- (5) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Amigos de Dios, 24.- (6) SANTO TOMAS, Suma Teológica, 2-2, q. 28, a. 4, ad 1.- (7) C. LOPEZ PARDO, Sobre la vida y la muerte, Rialp, Madrid 1973, p. 157.- (8) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Forja, n. 44.- (9) SAN BASILIO,  en Catena Aurea, vol. VI, p. 313.- (10) Prov 25, 20.- (11) Ecl 30, 24-25.- (12) J. M. PERRIN, El evangelio de la alegría, Rialp, Madrid 1962, pp. 59-60.- (13) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Camino, n. 666.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. VIGÉSIMA SEMANA. MARTES

68. El sentido cristiano de los bienes.

- Los bienes de la tierra se han de ordenar al fin sobrenatural del hombre.

- La riqueza y los talentos personales deben estar al servicio del bien. Cómo es la pobreza de quien vive en medio del mundo y ha de santificarse con los quehaceres temporales.

- enseñó el Señor en otra ocasión.

 

El término arameo original de riquezas que utilizó el Señor, es Mammon, que "designa con irrisión un ídolo. ¿Por qué se trata de un ídolo? Por un doble motivo. Primeramente porque el ídolo es un sustitutivo de Dios. Se trata del uno o del otro (...). En segundo lugar, por su contenido. Más allá del dinero, simple unidad monetaria, el ídolo Mammon simboliza un instrumento de la voluntad de poder, un medio de posesión del mundo, una expresión de la avidez de las cosas y también una desviación de las relaciones de los hombres entre sí. El dominio que el ídolo ejerce sobre el hombre se opone a lo que es propio de la persona humana creada a imagen y semejanza de Dios, y por tanto a su relación con el Creador" (3).

El que pone su deseo en las cosas de la tierra como si fueran un bien absoluto comete una especie de idolatría (4), corrompiendo su alma como se corrompe con l de la tierra se incapacita para encontrar al Señor, porque el hombre puede tener como fin a Dios, al que alcanza también a través de las cosas materiales como simples medios que son, o poner las riquezas como meta de su vida, en sus muchas manifestaciones de deseo de lujo, de comodidad, de poseer más... El corazón se orienta según uno de estos dos fines. Quien lo tiene repleto de bienes materiales no puede amar a Dios: no se puede servir a Dios y a las riquezas (2), enseñó el Señor en otra ocasión.

El término arameo original de riquezas que utilizó el Señor, es Mammon, que "designa con irrisión un ídolo. ¿Por qué se trata de un ídolo? Por un doble motivo. Primeramente porque el ídolo es un sustitutivo de Dios. Se trata del uno o del otro (...). En segundo lugar, por su contenido. Más allá del dinero, simple unidad monetaria, el ídolo Mammon simboliza un instrumento de la voluntad de poder, un medio de posesión del mundo, una expresión de la avidez de las cosas y también una desviación de las relaciones de los hombres entre sí. El dominio que el ídolo ejerce sobre el hombre se opone a lo que es propio de la persona humana creada a imagen y semejanza de Dios, y por tanto a su relación con el Creador" (3).

El que pone su deseo en las cosas de la tierra como si fueran un bien absoluto comete una especie de idolatría (4), corrompiendo su alma como se corrompe con la impureza (5), y, con frecuencia, acaba uniéndose a los "príncipes de este mundo", que se levantan contra Dios, contra Cristo (6).

El amor desordenado a los bienes materiales, pocos o muchos, es un gravísimo obstáculo para el seguimiento de Cristo, como se manifiesta en el pasaje del joven rico que considerábamos en nuestra meditación de ayer, y en las duras y enérgicas palabras con que el Señor condena el mal uso de las riquezas. Por eso, el cristiano ha de examinar con frecuencia si ama la sobriedad y la templanza, si está realmente desprendido de las cosas de la tierra, si valora más los bienes del alma que los del cuerpo, si utiliza los bienes para hacer el bien, si le acercan a Dios o lo separan de Él, si es parco en las necesidades personales, restringiendo los gastos superfluos, no cediendo a los caprichos, vigilando la tendencia a crearse falsas necesidades. Ha de ver si cuida las cosas de su hogar, los instrumentos de trabajo... ¡Qué pena si alguna vez no viéramos a Jesús que pasa a nuestro lado porque tuviéramos el corazón puesto en algo que pronto hemos de dejar! ¡Algo que vale tan poco en comparación de las riquezas sin límite que Cristo da a quienes le siguen!

 

II. El cristiano que vive en medio del mundo no debe olvidar, sin embargo, que los bienes materiales en sí mismos son bienes que debe hacer producir en favor de la propia familia y de la sociedad, de las buenas obras que sostiene con su esfuerzo, y que ha de santificarse con ellos. Nada más lejano del verdadero espíritu de pobreza secular que la actitud encogida del que ve con miedo el mundo y sus riquezas. El verdadero progreso y el desarrollo -también material- son buenos y queridos por Dios. Y el Señor no predicó nunca ni la suciedad ni la miseria. Todos hemos de luchar, en la medida de las propias posibilidades, contra la pobreza, la miseria y cualquier situación de indigencia que degrade al ser humano.

La pobreza del cristiano corriente, que se ha de santificar en medio de sus tareas seculares, no consiste en una circunstancia meramente exterior: tener o no tener bienes materiales; se trata de algo más profundo que afecta al corazón, al espíritu del hombre; consiste en ser humilde ante Dios, en sentirse siempre necesitado ante Él, en ser piadoso, en tener una fe rendida que se manifiesta en la vida y en las obras. Si se poseen estas virtudes y además abundancia de bienes materiales, la actitud del cristiano ha de ser la de desprendimiento, de caridad generosa. El que no posee bienes materiales abundantes no por ello está justificado ante Dios, si no se esfuerza por adquirir las virtudes que constituyen la verdadera pobreza. También en la escasez puede manifestar su generosidad, su señorío, y también debe estar desprendido de lo poquísimo de que dispone.

Jesús estuvo muy cerca de los pobres, de los enfermos, de quienes padecían cualquier necesidad, pero entre los más allegados a su Persona no faltaron gentes de fortuna más o menos cuantiosa. Las mujeres que subvenían a sus necesidades eran gente acomodada. Algunos de sus Apóstoles, como Mateo y los hijos de Zebedeo, tenían ciertos medios económicos. José de Arimatea, hombre rico, es mencionado expresamente como discípulo suyo (7); él y Nicodemo tienen el privilegio de recibir el Cuerpo muerto de Jesús (8), para cuya sepultura trajo este último gran cantidad de aromas (unas cien libras, ¡más de treinta kilos!). La familia de Betania con la que tenía una especial amistad era, probablemente, de cierto relieve social, pues son muchos los judíos que acuden a su casa a la muerte de Lázaro. Llama a Zaqueo para hospedarse en su casa y le admite entre sus seguidores (9). El mismo vestido de Jesús no carecía de prestancia, pues llevaba una túnica inconsútil, orlada...

"Los bienes de la tierra no son malos; se pervierten cuando el hombre los erige en ídolos y, ante esos ídolos, se postra; se ennoblecen cuando los convertimos en instrumentos para el bien, en una tarea cristiana de justicia y de caridad. No podemos ir detrás de los bienes económicos, como quien va en busca de un tesoro; nuestro tesoro (...) es Cristo y en Él se han de centrar todos nuestros amores (...)" (10); Él es el verdadero valor que define toda nuestra vida, por encima del cual nada hay. A Él debemos imitar, según las circunstancias personales de cada uno. Y nunca debemos dar por supuesto el desprendimiento de los bienes y su recto uso, porque la tendencia de todo hombre, de toda mujer, es fabricarse sus propios ídolos, crearse "necesidades innecesarias", gastar más de lo debido, poseer los bienes para los propios caprichos sin tener en cuenta que "el hombre, al usarlas, no debe tener las cosas que legítimamente posee como exclusivamente suyas, sino también como comunes, en el sentido de que no le aprovechen a él solamente, sino también a los demás" (11).

Examinemos hoy la rectitud con que usamos los bienes y si tenemos el corazón puesto en el Señor, desasido de lo mucho o de lo poco que poseamos, teniendo en cuenta que "un signo claro de desprendimiento es no considerar -de verdad- cosa alguna como propia" (12).

 

III. Debemos desarrollar sin miedo, sin falsa modestia ni timideces, todos los talentos que el Señor nos ha dado, poner nuestras energías para que la sociedad progrese y lograr que sea cada vez más humana, que se den las condiciones necesarias para que todos lleven una vida digna, como corresponde a hijos de Dios. Hemos de aprender a dar de lo nuestro, a fomentar y a ayudar, según nuestras circunstancias, a instituciones y fundaciones que eleven y rediman al hombre de su incultura o de sus condiciones menos humanas. Debemos procurar, en lo que de nosotros depende, que no existan más esas desigualdades y diferencias sociales que claman al Cielo: por un lado, personas que luchan cada día por sobrevivir; por otro, despilfarros que ofenden ala criatura y al Creador.

Encontramos muchas dificultades, internas -en nuestro corazón, donde subsisten las raíces del egoísmo, de la posesión desordenada- y externas -las de un ambiente lanzado sin freno hacia los bienes de consumo-. Este ambiente externo, que lleva consigo frecuentemente una fuerte carga de sensualidad, es "el marco más adecuado para que proliferen las desviaciones morales de todo signo: el erotismo, la exaltación del placer estimado y cultivado por sí mismo, la degradación por el abuso del alcohol y las drogas, etc. Es evidente que tales excesos aparecen como consecuencia de la insatisfacción profunda que padece el hombre cuando se aparta de Dios (...). El resultado está a la vista: hombres y mujeres -incontables ya- faltos de ideales, sin criterio ni sentido claro de las cosas y de la vida" (13), que se levantan contra el Señor y contra Cristo (14).

Para la mayoría de los cristianos, para aquellos que se han de santificar en medio de las realidades temporales, seguir a Cristo significará desarrollar su capacidad -también en cuanto a la creación y afloramiento de bienes materiales- en bien de la sociedad entera, comenzando por la familia, que ha de tener los medios necesarios, ayudando a quienes se encuentran más necesitados, creando puestos de trabajo... Pero el fin del cristiano en la vida no puede ser enriquecerse, acumular bienes, poseer lo más posible. Esto llevaría al mayor empobrecimiento de su persona. La templanza en la posesión y en el uso de los bienes da al cristiano una madurez humana y sobrenatural que permite seguir de cerca a Cristo y llevar a cabo un gran apostolado en el mundo. La Virgen, que supo vivir como nadie esta virtud de la pobreza, nos ayudará hoy a formular un propósito, quizá pequeño, pero bien concreto.

 

 

 

(1) Mt 19, 23-25.- (2) Mt 6, 24.- (3) J. M. LUSTIGER, Secularidad y teología de la Cruz, Madrid 1987, pp. 155-156.- (4) Col 3, 5.- (5) Cfr. Ef 4, 19; 5, 3.- (6) Cfr. Sal 2, 2.- (7) Mt 27, 57.- (8) Jn 19, 38.- (9) Lc 19, 5.- (10) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 35.- (11) CONC. VAT. II, Const. Gaudium et spes, 69.- (12) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Forja, n. 524.- (13) A. FUENTES, El sentido cristiano de la riqueza, Rialp, Madrid 1988, pp. 186-187.- (14) Cfr. Sal 2, 2.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. VIGÉSIMA SEMANA. MIÉRCOLES

69. A todas horas.

- Para todos hay una llamada del Señor a trabajar en su viña. Nos llama a corredimir con Él en el mundo.

- Cualquier hora y circunstancia son buenas para el apostolado. El ejemplo de los primeros cristianos.

- Todo el que haya pasado cerca de nuestra vida debería poder decir que se sintió movido a vivir más cerca de Cristo.

 

I. El Señor se compara en el Evangelio de la Misa (1) a un padre de familia que sale a distintas horas a contratar obreros para trabajar en su viña: al amanecer, a la hora de tercia, de sexta, de nona... Con los primeros -los que fueron contratados en primer lugar- se ajustó el salario en un denario. Los demás fueron contratados por lo que fuera justo. A última hora, cuando ya estaba próximo el final de la jornada laboral, a la hora undécima, salió de nuevo el padre de familia y encontró a otros que estaban sin trabajar, y les dijo: ¿Cómo es que estáis aquí todo el día parados? Y le contestaron: Porque nadie nos ha contratado. Y los envió también a trabajar en su viña.

El Señor quiere darnos una enseñanza fundamental: para todos los hombres hay una llamada de parte de Dios. Unos reciben la invitación de Cristo en el amanecer de su vida, en una edad muy temprana, y recae sobre ellos una particular predilección divina por haber sido llamados tan pronto. Otros, cuando ya han recorrido una buena parte del camino. Y todos en circunstancias bien distintas: las que presenta el mundo en que vivimos. El denario que todos reciben al terminar el día es la gloria eterna, la participación en la misma vida de Dios (2), en una felicidad sin término al concluir la jornada de la vida, y la incomparable alegría, ya aquí, de trabajar para el Maestro, de gastar la vida por Cristo.

Trabajar en la viña del Señor, en cualquier edad en que nos encontremos, es colaborar con Cristo en la Redención del mundo: difundiendo su doctrina, con ocasión y sin ella; facilitando a otros el sacramento de la Confesión, quizá enseñándoles el modo de hacer el examen de conciencia, exponiendo los grandes bienes que se derivan de este sacramento; llamando a otros a que sigan a Cristo más de cerca a través de una vida de oración; participando en alguna catequesis o labor de formación; colaborando económicamente para crear nuevos instrumentos apostólicos; apartando a alguno de una situación en la que puede ofender a Dios, con el oportuno consejo o mediante la corrección fraterna; planteando a algún amigo, con la prudencia necesaria y después de pedir insistentemente luces en la oración, la posibilidad de entregarse más plenamente a Dios...

Quien se siente llamado a trabajar en la viña del Señor debe, de muy diversos modos, "participar en el designio divino de la salvación. Debe marchar hacia la salvación y ayudar a los demás a fin de que se salven. Ayudando a los demás se salva a sí mismo" (3).

No sería posible seguir a Cristo, si a la vez no transmitimos la alegre nueva de su llamada a todos los hombres, "pues el que en esta vida procura sólo su propio interés no ha entrado en la viña del Señor" (4). Trabajan para Cristo quienes "se desvelan por ganar almas y se dan prisa por llevar a otros a la viña" (5); prisa, porque el tiempo de la vida es escaso.

 

II. El Señor sale a contratar obreros para su viña a horas muy diversas y en situaciones distintas. Cualquier hora, cualquier momento es bueno para el apostolado, para llevar obreros a la viña del Señor, para que sean útiles y den frutos. Dios llama a cada uno de acuerdo con sus circunstancias personales, con su modo de ser peculiar, con sus defectos y también con la capacidad de nuevas virtudes. Pero son incontables quienes quizá mueran sin saber apenas que Cristo vive y que trae la salvación a todos, porque nadie les transmitió la llamada del Señor. ¿Vamos nosotros a estar parados, sin hablar de Dios? "Me dirás, quizá: ¿y por qué habría de esforzarme? No te contesto yo, sino San Pablo: el amor de Cristo nos urge (2 Cor 5, 14). Todo el espacio de una existencia es poco, para ensanchar las fronteras de tu caridad" (6). Los primeros cristianos aprendieron bien que el apostolado no tiene limitaciones de personas, lugares o situaciones. Con frecuencia comenzaban por la propia familia: "a los siervos y siervas y a los hijos, si los tienen, les persuaden a hacerse cristianos por el amor que hacia ellos tienen, y cuando se hacen tales, los llaman hermanos sin distinción" (7). Fueron incontables la familias que, desde el menor de los siervos hasta los hijos, o los padres, recibieron la fe y vivieron en el amor a Cristo. Después quizá fueron los vecinos, los clientes o los compañeros de oficio o de armas... La vida de los campamentos, las mismas virtudes castrenses y bien pronto el testimonio de los mártires favoreció la expansión del Evangelio entre soldados. El ejército proporciona mártires en Italia, en África, en Egipto y hasta en las orillas del Danubio. Incluso la última persecución comenzó por una depuración de la legiones (8).

Todas las situaciones eran buenas para acercar las almas a Cristo, incluso las que humanamente podrían parecer menos adecuadas, como la de comparecer ante un tribunal. San Pablo, prisionero en Cesarea, habla en defensa propia ante el procurador Festo y el rey Agripa. Les desvela los misterios de la fe de tal forma que mientras se defendía de este modo (anunciando la resurrección de Cristo), el rey dijo en alta voz: Estás loco, Pablo, las muchas letras te han hecho perder el juicio. Y comenta San Beda: "Consideraba locura que un hombre encadenado no hablara de las calumnias que le hostigaban desde fuera sino de las convicciones que le iluminan por dentro" (9).

Más tarde, Agripa dirá a Pablo: Un poco más y me convences de que me haga cristiano. Y Pablo le respondió: Quisiera Dios que, con poco o con mucho, no sólo tú sino todos los que me escuchan hoy se hicieran como yo... pero sin estas cadenas (10).

Y nosotros, ¿no sabremos llevar, con paciencia, con cordialidad, a nuestros parientes, vecinos, amigos... hasta el Señor? El sentido apostólico de nuestra vida nos indicará el amor que tenemos a Cristo. No desaprovechemos ninguna ocasión: todas las horas son buenas para llevar obreros hasta la viña del Señor. Todas las edades son buenas para llenar las manos de frutos.

 

III. Sorprende que el padre de familia saliera a última hora, cuando ya apenas quedaba tiempo para trabajar; y sorprende también la razón que dieron aquellos que fueron contratados a esta hora tardía: Nadie nos ha contratado, ninguno nos hizo llegar la buena noticia de que el dueño del campo buscaba obreros para que trabajaran en su viña. Es la misma respuesta que darían ahora muchos que fueron bautizados, pero que se encuentran con una fe que languidece por momentos, porque nadie se ocupó de ellos. "Has tenido una conversación con éste, con aquél, con el de más allá, porque te consume el celo por las almas (...). -Persevera: que ninguno pueda después excusarse afirmando "quia nemo nos conduxit" -nadie nos ha llamado" (11). Ninguno de nuestros parientes, de los amigos, de los vecinos..., de quien estuvo con nosotros una sola tarde, o realizó un mismo viaje, otra bajó en la misma empresa, o estudió en la misma Facultad... debería decir que no se sintió contagiado de nuestro amor a Cristo. Cuando el querer es grande se manifiesta en la más pequeña oportunidad.

Muchos se sentirán movidos por nuestras palabras que hablan con vigor y con alegría del Maestro, a otros les ayudará el ejemplo de un trabajo bien acabado, o la serenidad ante el dolor y la dificultad, o quizá el trato cordial que hunde sus raíces en la virtud de la caridad..., y todos se sentirán urgidos por nuestra oración y por una honda alegría, consecuencia de seguir a Cristo. Nadie que nos haya conocido en cualquier circunstancia debería poder decir al final de sus días que no hubo quien se ocupara de él.  Algunos de los contratados a la viña protestaron a la hora de recibir el salario. Sin razón, pues se le dio a cada uno lo que se había ajustado con él: un denario. No comprendieron que servir al Señor es ya un honor inmerecido. Trabajar para Cristo es reinar, y motivo de acción de gracias por haber sido llamados de la plaza pública a la propiedad de Dios. En el mismo servicio a Dios, siendo apóstoles en medio del mundo, encontramos la recompensa, porque en realidad nada buscamos para nosotros mismos: sólo amar cada vez más a Cristo y servirle, llamando a otros para que vayan a trabajar en su campo. El Señor no nos olvidará jamás. Debemos tener en cuenta que en el denario del salario "está incisa la imagen del Rey" (12): se nos da Dios mismo en esta vida. Y, al atardecer, nos dará una gloria sin fin: cada uno recibirá la medida de su trabajo (13).

"Acude conmigo a la Madre de Cristo. Madre Nuestra, que has visto crecer a Jesús, que le has visto aprovechar su paso entre los hombres: enséñame a utilizar mis días en servicio de la Iglesia y de las almas; enséñame a oír en lo más íntimo de mi corazón, como un reproche cariñoso, Madre buena, siempre que sea menester, que mi tiempo no me pertenece, porque es del Padre Nuestro que está en los Cielos" (14). Pidamos ayuda a San José para que nos enseñe a gastar la vida en el servicio a Jesús, mientras realizamos con alegría nuestro quehacer en el mundo.

 

 

 

(1) Mt 20, 1-16.- (2) Cfr. F. M. MOSCHNER, Las parábolas del reino de los Cielos, p. 215.- (3) JUAN PABLO II, Sobre la virtud de la prudencia, 25-X-1978.- (4) SAN GREGORIO MAGNO, Homilías sobre los Evangelios, 19, 2.- (5) Ibídem.- (6) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Amigos de Dios, 43.- (7) ARISTIDES, cit. por D. RAMOS, El testimonio de los primeros cristianos, p. 195.- (8) A. G. HAMMAN, La vida cotidiana de los primeros cristianos, Palabra, 2ª ed. , Madrid 1986, p. 81.- (9) SAN BEDA, Comentario a los Hechos de los Apóstoles, in loc.- (10) Hech 26, 24-32.- (11) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Surco, n. 205.- (12) SAN JERONIMO, Comentario al Evangelio de San Mateo, 4, 3.- (13) 1 Cor 3, 8.- (14) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Amigos de Dios, 54.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. VIGÉSIMA SEMANA. JUEVES

70. Llamados al banquete de bodas.

- Es el mismo Cristo quien nos invita.

- Preparar bien la Comunión; huir de la rutina.

- Amor a Jesús Sacramentado.

 

I. Muchas parábolas del Evangelio encierran una insistente llamada de Jesús a todos los hombres, a cada uno según unas circunstancias determinadas. Hoy nos habla el Señor de un rey que preparó un banquete para celebrar las bodas de su hijo, y envió a sus criados a llamar a los invitados (1).

La imagen del banquete era familiar al pueblo judío, pues los Profetas habían anunciado que Yahvé prepararía un festín extraordinario para todos los pueblos cuando llegara el Mesías: dispondrá para todos un convite de manjares suculentos, convite de vendimia, de manjares enjundiosos, de vino sin posos (2). Significa este banquete, en primer lugar, la plenitud de bienes que nos reportaría la Encarnación y la Redención, y el don inestimable de la Sagrada Eucaristía.

Nos señala Jesús en la parábola cómo a la generosidad de Dios muchas veces correspondemos con frialdad e indiferencia: envió a sus criados a llamar a los invitados; pero éstos no quisieron acudir. Jesús relataría con pena esta parábola, considerando las muchas excusas que habría de recibir a lo largo de los siglos. Los alimentos con tanto esmero preparados se quedan en la mesa y la sala permanece vacía, porque Jesús no coacciona.

El rey envió de nuevo a sus criados: Decid a los invitados: mirad que ya tengo preparado mi banquete, se ha hecho la matanza de mis terneros y reses cebadas, y todo está a punto; venid a las bodas. Pero los invitados no hicieron el menor caso: se marcharon uno a sus campos, otro a su negocio. Otros, no sólo rechazaron la invitación: se revuelven contra él. Por eso, echaron mano de los siervos del rey, los ultrajaron y les dieron muerte. Reaccionaron con violencia a los requerimientos del Amor.

Jesús nos invita a una mayor intimidad con Él, a una mayor entrega y confianza. Y cada día nos llama para que acudamos a la mesa que nos tiene preparada. Él es quien invita, y Él mismo se da como manjar, pues este gran banquete es figura también de la Comunión.

Jesús mismo es el alimento sin el cual no podemos subsistir, es "el remedio de nuestra necesidad cotidiana" (3), sin el que nuestra alma se debilita y muere. Oculto bajo los accidentes del pan, Jesús nos espera cada día para que nos acerquemos, llenos de amor y agradecidos, a recibirle: el banquete está preparado, nos dice a cada uno..., y son muchos los ausentes, los que no valoran el bien supremo de la Sagrada Eucaristía. Dejan de acudir a la llamada del Señor por cuatro insignificancias, porque no aprecian el amor de Cristo en cada Comunión.

"Considera qué gran honor se te ha hecho -nos exhorta San Juan Crisóstomo-, de qué mesa disfrutas. A quien los ángeles ven con temblor, y por el resplandor que despide no se atreven a mirar de frente, con Ése mismo nos alimentamos nosotros, con Él nos mezclamos, y nos hacemos un mismo cuerpo y carne de Cristo" (4).

Son muchos los ausentes, y por eso también espera que no faltemos nosotros. Desea, con una intensidad que ni siquiera podemos imaginar, que vayamos a recibirle con mucho amor y alegría. Y nos envía a llamar a otros: Id a los cruces de los caminos y llamad a las bodas a cuantos encontréis. Espera a muchos, y nos envía para que con un apostolado amable, paciente, eficaz, enseñemos a tantos amigos y conocidos la inconmensurable dicha de haber encontrado a Cristo. Así hicieron quizá con nosotros: "Escuchad de dónde fuisteis llamados: de un cruce de caminos. ¿Y qué erais entonces? Cojos y mutilados del alma, que es mucho peor que serlo del cuerpo" (5). Pero el Señor tuvo misericordia y quiso llamarnos a su intimidad.

 

II. Ante el Señor no podemos presentarnos de cualquier manera. Entró el rey para ver a los comensales, y se fijó en un hombre que no vestía traje de bodas; y le dijo: amigo, ¿cómo has entrado aquí sin llevar el traje de bodas? (6).

Nos llega la invitación -cada día- para acercarnos al banquete eucarístico, con tanto esmero preparado. Conocemos hábitos, actitudes, errores, facetas de nuestro carácter, que tal vez no se corresponden con el alto honor que Jesucristo nos hace.

Hemos de hacer examen; no vayamos a presentarnos ante el Señor vestidos de harapos, porque tenemos el peligro de disfrazar los defectos y justificar las acciones. "Para acoger en la tierra a personas constituidas en dignidad hay luces, música, trajes de gala. Para albergar a Cristo en nuestra alma, ¿cómo debemos prepararnos? ¿Hemos pensado alguna vez en cómo nos conduciríamos, si sólo se pudiera comulgar una vez en la vida?" (7). Pasaríamos la noche en vela, sabríamos bien qué le diríamos, qué peticiones le formularíamos..., todos los preparativos nos parecerían pocos... Así debemos recibirle todos los días.

El convidado que no tenía el vestido nupcial ciertamente escuchó la invitación, fue a las bodas con alegría, pero no tuvo en cuenta lo que exigía esta llamada. Al Señor no le podemos recibir de cualquier manera: distraídos, sin atención, sin saber bien lo que hacemos. Toda buena Comunión supone en primer lugar recibir al Señor en gracia. Nuestra Madre la Iglesia nos enseña y nos advierte que "nadie debe acercarse a la Sagrada Eucaristía con conciencia de pecado mortal, por muy contrito que le parezca estar, sin preceder la Confesión sacramental" (8).

Tan alto don requiere además que nos preparemos lo mejor que podamos en el alma y en el cuerpo: la Confesión frecuente, aunque no existan faltas graves; fomentar los deseos de purificación; aumentar los actos de fe, de amor y humildad en el momento de recibir al Señor, etc.

"Amor con amor se paga... Amor, en primer lugar, al propio Cristo. El encuentro eucarístico es, en efecto, un encuentro de amor" (9). Comulgar con frecuencia nunca debe significar comulgar con tibieza. Y cae en la tibieza el que no se prepara, quien no pone lo que está de su mano para evitar que el Señor lo encuentre distraído cuando venga a su corazón. Significaría una gran falta de delicadeza acercarse a la Comunión con la imaginación puesta en otras cosas. Tibieza es falta de amor, no ir con las debidas disposiciones a comulgar. Sabemos que nunca estaremos lo suficientemente dispuestos para recibir como se merece a Aquel que viene a nuestra alma, pues nuestra pobre morada no da para más; pero sí espera el Señor esos detalles que están a nuestro alcance. "Si cualquier persona distinguida o que ocupe algún alto puesto, o algún amigo rico y poderoso nos anunciara que iba a venir a visitarnos a nuestra casa, ¡con qué solicitud limpiaríamos y ocultaríamos todo aquello que pudiera ofender la vista de esta persona o amigo! Lave primero las manchas y suciedades que tiene el que ha ejecutado malas obras, si quiere preparar a Dios una morada en su alma" (10).

 

III. Preparaste la mesa delante de mí... (11). ¡Qué alegría pensar que el Señor nos da tantas facilidades para recibirle! ¡Qué alegría saber que Él desea que le recibamos! La Confesión frecuente es un gran medio de preparar la Comunión frecuente. También podemos siempre aumentar los deseos de purificación y de tratar cada vez con más fe y con más delicadeza a Jesús presente en este santo sacramento. Nos ayuda a comulgar con más amor la lucha por vivir en presencia de Dios durante el día y el hecho mismo de procurar cumplir lo mejor posible nuestros deberes cotidianos; sintiendo, cuando cometemos un error, la necesidad de desagraviar al Señor; llenando la jornada de acciones de gracias y de comuniones espirituales, de tal modo que cada vez sea más continuo vivir el trabajo, la vida en familia y todo cuanto hacemos, con el corazón puesto en el Señor.

Al terminar la oración, podemos hacer nuestra esta plegaria que una noche dirigiera el Papa Juan Pablo II al mismo Jesús presente en la Hostia Santa: "¡Señor Jesús! Nos presentamos ante Ti sabiendo que nos llamas y que nos amas tal como somos. Tú tienes palabras de vida eterna y nosotros hemos creído y conocido que Tú eres el Hijo de Dios (Jn 6, 6). Tu presencia en la Eucaristía ha comenzado con el sacrificio de la Ultima Cena y continúa como comunión y donación de todo lo que eres. Aumenta nuestra fe (...). Tú eres nuestra esperanza, nuestra paz, nuestro mediador, hermano y amigo. Nuestro corazón se llena de gozo y de esperanza al saber que vives siempre intercediendo por nosotros (Heb 7, 25). Nuestra esperanza se traduce en confianza, gozo de Pascua y camino apresurado contigo hacia el Padre.

"Queremos sentir como Tú y valorar las cosas como las valoras Tú. Porque Tú eres el centro, el principio y el fin de todo. Apoyados en esta esperanza, queremos infundir en el mundo esta escala de valores evangélicos, por la que Dios y sus dones salvíficos ocupan el primer lugar en el corazón y en las actitudes de la vida concreta.

"Queremos amar como Tú, que das la vida y te comunicas con todo lo que eres. Quisiéramos decir como San Pablo: Mi vida es Cristo (Flp 1, 21). Nuestra vida no tiene sentido sin Ti. Queremos aprender a "estar con quien sabemos nos ama", porque "con tan buen amigo presente todo se puede sufrir".

"Nos has dado a tu Madre como nuestra, para que nos enseñe a meditar y adorar en el corazón. Ella, recibiendo la Palabra y poniéndola en práctica, se hizo la más perfecta Madre" (12).

 

 

 

(1) Mt 22, 1-14.- (2) Is 25, 6.- (3) SAN AMBROSIO, Sobre los sagrados misterios del altar,  4, 44.- (4) SAN JUAN CRISOSTOMO, Homilías sobre San Mateo, 82, 4.- (5) Ibídem, 69, 2.- (6) Mt 22, 11-12.- (7) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 91.- (8) Dz 880, 693.- (9) JUAN PABLO II, Alocución, Madrid 31-X-1982.- (10) SAN GREGORIO MAGNO, Homilía 30 sobre los Evangelios.- (11) Salmo responsorial. Sal 22.- (12) JUAN PABLO II, loc. cit.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. VIGÉSIMA SEMANA. VIERNES

71. Con todo el corazón.

- El principal Mandamiento de la Ley. Amar con todo nuestro ser.

- Amar a Dios también con el corazón.

- Manifestaciones de piedad.

 

Amar a Dios no es simplemente algo muy importante para el hombre: es lo único que importa absolutamente, aquello para lo que fue creado y, por tanto, su quehacer fundamental aquí en la tierra y, luego, eternamente en el Cielo; aquello en lo que alcanza su felicidad y su plenitud. Sin esto, la vida del hombre queda vacía. Verdaderamente acertadas fueron aquellas palabras que, después de una vida de muchos sufrimientos físicos, dejó escritas un alma que amó mucho al Señor: «lo que frustra una vida -escribió en una pequeña nota- no es el dolor, sino la falta de amor». Éste es el gran fracaso: no haber amado. Haber hecho quizá muchas cosas en la vida, pero no haber llevado a cabo lo que realmente importaba: el Amor a Dios.

Leemos hoy en el Evangelio de la Misa (1) que, con ánimo de tentarle, de tergiversar sus palabras, se acercó a Cristo un fariseo y le preguntó: Maestro, ¿cuál es el principal mandamiento de la Ley? Quizá esperaba oír algo que le permitiera acusar a Jesús de ir contra la Escritura. Pero Jesús le respondió: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Éste es el mayor y el primer mandamiento. Dios no pide para Sí un puesto más en nuestro corazón, en nuestra alma, en nuestra mente, junto a otros amores: quiere la totalidad del querer. No un poco de amor, un poco de la vida, sino que quiere la totalidad del ser. «Dios es Todo, el Único, lo Absoluto, y debe ser amado ex toto corde, absolutamente» (2), sin poner término ni medida.

Cristo, el Dios hecho hombre que viene a salvarnos, nos ama con amor único y personal, «es un amante celoso» que pide todo nuestro querer. Espera que le demos lo que tenemos, siguiendo la personal vocación a la que nos llamó un día y nos sigue llamando diariamente en medio de nuestros quehaceres y a través de las circunstancias -gratas o no- que suceden en cada jornada. «Dios tiene derecho a decirnos: ¿piensas en Mí?, ¿tienes presencia mía?, ¿me buscas como apoyo tuyo?, ¿me buscas como Luz de tu vida, como coraza..., como todo?

»-Por tanto, reafírmate en este propósito: en las horas que la gente de la tierra califica de buenas, clamaré: ¡Señor! En las horas que llama malas, repetiré: ¡Señor!» (3). Toda circunstancia nos debe servir para amarle con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente..., con la existencia entera. No sólo cuando vamos al templo a visitarle, a comulgar..., sino en medio del trabajo, cuando llega el dolor, el fracaso, o una buena noticia inesperada. Muchas veces hemos de decirle en la intimidad de nuestro corazón: «Jesús, te amo», acepto esta contradicción con paz por Ti, terminaré esta tarea acabadamente porque sé que a Ti te agrada, que no Te es indiferente el que lo haga de un modo u otro... Ahora, en nuestra oración, podemos decirle: Jesús, te amo..., pero enséñame a amarte; que yo aprenda a quererte con el corazón y con obras.

 

II. Dame, hijo mío, tu corazón y pon tus ojos en mis caminos (4). Al comentar el precepto de amar a Dios con todo el corazón, enseña Santo Tomás que el principio del amor es doble, pues se puede amar tanto con el sentimiento como por lo que nos dice la razón. Con el sentimiento, cuando el hombre no sabe vivir sin aquello que ama. Por el dictado de la razón, cuando ama lo que el entendimiento le dice. Y nosotros debemos amar a Dios de ambos modos: también con nuestro corazón humano, con el afecto con que queremos a las criaturas de la tierra (5), con el único corazón que tenemos. El corazón, la afectividad, es parte integrante de nuestro ser. «Siendo hombres -comenta San Juan Crisóstomo contra la secta maniquea, que consideraba los sentimientos humanos esencialmente malos- no es posible carecer por completo de las emociones; podemos dominarlas, pero no vivir sin ellas. Además, la pasión puede ser provechosa, si sabemos usarla cuando es necesaria» (6). Humano y sobrenatural es el amor que contemplamos en Jesucristo cuando leemos el Evangelio: lleno de calor, de vibración, de ternura...; cuando se dirige a su Padre celestial y cuando está con los hombres: se conmueve ante una madre viuda que ha perdido a su único hijo, llora por un amigo que ha muerto, echa de menos la gratitud de unos leprosos que habían sido curados de su enfermedad, se muestra siempre cordial, abierto a todos, incluso en los momentos terribles y sublimes de la Pasión... Nosotros, que ansiamos seguir a Cristo muy de cerca, ser de veras discípulos suyos, hemos de recordar que la vida cristiana no consiste «en pensar mucho, sino en amar mucho» (7).

En las emociones y sentimientos experimentamos muchas veces nuestra indigencia, la necesidad de ayuda, de protección, de cariño, de felicidad... Y esos sentimientos, a veces muy profundos, pueden y deben ser cauce para buscar a Dios, para decirle que le amamos, que tenemos necesidad de su ayuda, para permanecer junto a Él. Si nuestra conducta fuera sólo fruto de elecciones racionales y frías, o pretendiéramos ignorar la vertiente afectiva de nuestro ser, no viviríamos íntegramente como Dios quiere, y a la larga sería posible que ni siquiera le amáramos de ningún modo. Dios nos hizo con cuerpo y alma, y con nuestro ser entero -corazón, mente, fuerzas- nos dice Jesús Maestro que debemos amarle.

Puede ocurrir que alguna vez nos encontremos fríos y desganados, como si el corazón se hubiera adormecido, pues los sentimientos se presentan y desaparecen de manera a veces imprevisible. No podemos entonces conformarnos con seguir al Señor de mala gana, como quien cumple una obligación onerosa o se toma una medicina amarga. Es necesario entonces poner los medios para salir de ese estado, por si en vez de ser una purificación pasiva, que el Señor puede permitir, fuese únicamente tibieza, falta de amor verdadero. Hemos de amar a Dios con la voluntad firme, y siempre que sea posible con los sentimientos nobles que encierra el corazón; con la ayuda del Señor, la mayor parte de las veces será posible despertar los afectos, encender de nuevo el corazón, aunque falte una resonancia interior de complacencia.

En otras ocasiones, Dios nos trata como una madre cariñosa que, sin el hijo esperarlo, le premia dándole un dulce o, sencillamente, se lo da porque quiere tener una especial manifestación de cariño con el pequeño. Y él, que siempre ha querido a su madre, se vuelve loco de contento e incluso se ofrece voluntario para lo que sea preciso, en su afán de mostrarse agradecido. Pero ese hijo rechazará todo pensamiento que le induzca a considerar que su madre no le quiere cuando no le regale con golosinas, y, si tiene algo de sentido común, sabrá ver el amor de su madre también detrás de una corrección o cuando lo ha de llevar al médico. Así nosotros con nuestro Padre Dios, que nos quiere mucho más. En esas épocas debemos aprovechar esos consuelos más sensibles para acercarnos más al Señor, para corresponder con más generosidad en la lucha diaria, aunque sabemos que no está en los sentimientos la esencia del amor.

 

III. Mi corazón se vuelve como la cera, se me derrite entre mis entrañas (8), dice la Escritura.

Es necesario cultivar el amor, protegerlo, alimentarlo. Evitando el amaneramiento, debemos practicar las manifestaciones afectivas de piedad -sin reducir el amor a estas manifestaciones-, poner el corazón al besar un crucifijo o al mirar una imagen de Nuestra Señora..., y no querer ir a Dios sólo «a fuerza de brazos», que a la larga fatiga y empobrece nuestro trato con Cristo. No debemos olvidar que en las relaciones con Dios el corazón es un auxiliar precioso. «Tu inteligencia está torpe, inactiva: haces esfuerzos inútiles para coordinar las ideas en la presencia del Señor: ¡un verdadero atontamiento!

»No te esfuerces, ni te preocupes. -Óyeme bien: es la hora del corazón» (9). Es el momento quizá de decirle unas pocas palabras sencillas, como cuando teníamos pocos años de edad; repetir con atención jaculatorias llenas de piedad, de cariño; porque los que andan por caminos del amor de Dios saben hasta qué punto es importante el hacer todos los días lo mismo: palabras, acciones, gestos que el Amor transfigura diariamente en otros tantos por estrenar (10).

Para amar a Dios con todo el corazón hemos de acudir con frecuencia a la Humanidad Santísima de Jesús -y quizá leer durante una temporada una vida de Cristo-: contemplarle como perfecto Dios y como Hombre perfecto. Observar su comportamiento con quienes acuden a Él: su compasión misericordiosa, su amor por todos. De modo particular, meditaremos su Pasión y Muerte en la Cruz, su generosidad sin límites cuando más sufre. Otras veces nos dirigiremos a Dios con las mismas palabras con que se expresa el amor humano, y podremos convertir incluso la canciones que hablan del amor humano limpio y noble en verdadera oración.

El amor a Dios -como todo amor verdadero- no es sólo sentimiento; no es sensiblería, ni sentimentalismo vacío, pues ha de conducir a múltiples manifestaciones operativas; es más, debe dirigir todos los aspectos de la vida del hombre. «"Obras son amores y no buenas razones". ¡Obras, obras! -Propósito: seguir diciéndote muchas veces que te amo -¡cuántas te lo he repetido hoy!-; pero, con tu gracia, será sobre todo mi conducta, serán las pequeñeces de cada día -con elocuencia muda- las que clamen delante de Ti, mostrándote mi Amor» (11).

 

 

 

(1) Mt 22, 34-40.- (2) F. OCARIZ, Amor a Dios, amor a los hombres, Palabra, 4ª ed., Madrid 1979, p. 22.-  (3) Cfr. J. ESCRIVA DE BALAGUER, Forja, n. 506.-  (4) Prov 23, 26.-  (5) Cfr. SANTO TOMAS, Comentario al Evangelio de San Mateo, 22, 4.-  (6) SAN JUAN CRISOSTOMO, Homilías sobre el Evangelio de San Mateo, 16, 7.-  (7) Cfr. JUAN PABLO II, Homilía, Ávila, 1-XI-1982; SANTA TERESA DE JESUS, Castillo interior IV, 1, 7.-  (8) Sal 21, 15.-  (9) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Camino, n. 102.-  (10) Cfr. J. M. ESCARTIN, Meditación del Rosario, Palabra, 3ª ed., Madrid 1971, p. 63.- (11) IDEM, Forja, n. 498.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. VIGÉSIMA SEMANA. SABADO

72. Hacer y enseñar.

- Ejemplaridad de vida. Con las obras hemos de mostrar que Cristo vive.

- Jesús comenzó a hacer y a enseñar. El testimonio de las obras bien acabadas y de la caridad con todos.

- No basta con el ejemplo: es preciso dar doctrina, aprovechando todas las ocasiones y creándolas.

 

I. Leemos en el Evangelio de la Misa (1) cómo previene el Señor a sus discípulos contra los escribas y fariseos, que se habían sentado en la cátedra de Moisés y enseñaban al pueblo las Escrituras, pero su vida estaba muy lejos de lo que enseñaban: Haced y cumplid todo cuanto os digan; pero no hagáis según sus obras, pues dicen pero no hacen. Y comenta San Juan Crisóstomo: "¿Hay algo más triste que un maestro, cuando el único modo de salvar a sus discípulos es decirles que no se fijen en la vida del que les habla?" (2).

El Señor pide a todos ejemplaridad de vida en medio de afanes diarios y de un apostolado fecundo. Muchos ejemplos admirables de santidad tenemos a nuestro alrededor, pero hemos de pedir para que, entre los cristianos, los gobernantes, las personas influyentes, los padres de familia, los maestros, los sacerdotes y todos aquellos que de alguna manera han de ser el buen pastor para otros, sean cada día más y más santos. El mundo tiene necesidad de ejemplos vivos.

En Jesucristo se da en plenitud la unidad de vida, la unión más honda entre palabras y obras. Sus palabras expresan la medida de sus obras, que son siempre maravillosas y acabadas. Hoy hemos visto cosas increíbles (3), dicen las gentes después de que perdonara los pecados al paralítico y le curara. Los mismos fariseos exclamaban en su desconcierto: ¿Qué haremos? Pues este hombre realiza muchas maravillas (4). Pero ellos rechazaron el testimonio que proclamaban las obras y se hicieron culpables: Si Yo no hubiera hecho entre ellos lo que ningún otro hizo jamás, no tendrían pecado (5). En otras ocasiones ya les había invitado a creer por lo que a todos era manifiesto: Creed al menos por mis obras (6). El Señor considera sus hechos como un modo de dar a conocer su doctrina: Estas mismas obras que hago testifican de Mí (7). Acciones y palabras, en la vida oculta y en su ministerio público, proclaman la verdad única de la revelación.

Con hechos de la vida corriente, vivida con heroísmo, hemos de mostrar a todos que Cristo vive. La vocación de apóstol -y todos la hemos recibido en el momento del Bautismo- es la de dar testimonio, con obras y palabras, de la vida y doctrina de Cristo: Mirad cómo se aman, decían de los primeros cristianos. Y las gentes quedaban edificadas de esta conducta, y tenían la simpatía de todo el pueblo (8), nos dicen los Hechos de los Apóstoles. Y como consecuencia, el Señor aumentaba todos los días el número de los que habían de salvarse (9). Los convertidos a la fe aprovechaban todas las oportunidades para dar razón de su esperanza (10), para comunicar su alegría a los demás: los que se dispersaron, andaban de un lugar a otro predicando la palabra del Señor (11). Muchos dieron el supremo testimonio de la fe que profesaban mediante el martirio. Y hasta ese extremo estamos dispuestos nosotros, si el Señor nos lo pidiera. El mártir, con su aparente locura, se convierte para todos en una fuerza poderosa que lleva a Cristo: muchos se convertían al contemplar el martirio. De ahí el nombre de mártir, que significa testigo, testimonio de Cristo.

A nosotros, de ordinario, el Señor nos pedirá el testimonio cristiano en medio de una vida corriente, empeñados en unos quehaceres similares a los que han de realizar los demás: "Hemos de conducirnos de tal manera, que los demás puedan decir, al vernos: éste es cristiano, porque no odia, porque sabe comprender, porque no es fanático, porque está por encima de los instintos, porque es sacrificado, porque manifiesta sentimientos de paz, porque ama" (12).

 

II. El amor pide obras: coepit Iesus facere et docere (13), comenzó Jesús a hacer y a enseñar; Él "proclamó el Reino con el testimonio de su vida y con el poder de su Palabra" (14). No se limitó a hablar ni quiso ser solamente el Maestro que ilumina con una doctrina maravillosa; por el contrario, ""coepit facere et docere" -comenzó Jesús a hacer y luego a enseñar: tú y yo hemos de dar el testimonio del ejemplo, porque no podemos llevar una doble vida: no podemos enseñar lo que no practicamos. En otras palabras, hemos de enseñarlo que, por lo menos, luchamos por practicar" (15).

El Señor, en sus largos años de trabajo en Nazaret, nos enseña el valor redentor del trabajo y nos llama a conseguir el mayor prestigio posible dentro de nuestra profesión o estudios: nos pide un trabajo sin chapuzas, con orden, con intensidad, viviendo a la vez una caridad delicada con las personas que realizan la misma tarea: con los compañeros, con los clientes, con los superiores, con los inferiores... También debemos mostrar su doctrina en el modo sobrenatural con que procuramos llevar la enfermedad que se presenta cuando menos la esperábamos, en el descanso, en los apuros económicos y en el éxito profesional, si el Señor quiere que llegue..., en el modo de divertirnos y en la alegría habitual, aun cuando nos cueste mucho esfuerzo el sonreír. Cristo será el mayor motivo del cristiano para estar siempre alegre. Y esa alegría -fruto de la paz del alma- será una señal convincente para que los demás se sientan movidos a buscarle.

El buen ejemplo, consecuencia de una auténtica vida de fe, arrastra siempre. No se trata de dar testimonio de nosotros mismos, sino del Señor. Es preciso actuar de tal manera que, "a través de las acciones del discípulo, pueda descubrirse el rostro del Maestro" (16), y que podamos decir como San Pablo: sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo (17). Él es el único Modelo, en quien nos hemos de mirar con frecuencia. De modo principal debemos imitarle en la forma de tratar a todos. La caridad fue el distintivo que Jesús nos dejó, y en ella nos han de conocer como discípulos del Señor: En esto conocerán todos que sois mis discípulos: si os tenéis amor entre vosotros (18). Junto a la alegría y al prestigio profesional, es, además, el medio imprescindible para ejercer el apostolado entre quienes se nos acercan. "Antes de querer hacer santos a todos aquellos a quienes amamos es necesario que les hagamos felices y alegres, pues nada prepara mejor el alma para la gracia como la leticia y la alegría.

"Tú sabes ya (...) que cuando tienes entre las manos los corazones de aquellos a quienes quieres hacer mejores, si los has sabido atraer con la mansedumbre de Cristo, has recorrido ya la mitad de tu camino apostólico. Cuando te quieren y tienen confianza en ti, cuando están contentos, el campo está dispuesto para la siembra. Pues sus corazones están abiertos como una tierra fértil, para recibir el blanco trigo de tu palabra de apóstol o de educador.

"No perdamos nunca de vista que el Señor ha prometido su eficacia a los rostros amables, a los modales afables y cordiales, a la palabra clara y persuasiva que dirige y forma sin herir: beati mites quoniam ipsi possidebunt terram, bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra. No debemos olvidar nunca que somos hombres que tratamos con otros hombres, aun cuando queramos hacer bien a las almas. No somos ángeles. Y, por tanto, nuestro aspecto, nuestra sonrisa, nuestros modales, son elementos que condicionan la eficacia de nuestro apostolado" (19).

 

III. Hacer y enseñar, ejemplo y doctrina. "No basta el hacer para enseñar -escribe San Juan Crisóstomo-; y esto no lo digo yo, sino el mismo Cristo: el que hiciere -dice- y enseñare, ése será llamado grande (Mt 5, 19). Si el mero hacer fuera enseñar, sobraría la segunda parte del dicho del Señor, pues habría bastado con decir: el que hiciere; al distinguir las dos cosas nos da a entender que en la perfecta edificación de las almas tienen su parte las obras y la suya las palabras, y mutuamente se necesitan" (20). No se trata de cosas contrapuestas ni separadas: hablar es un signo, una noticia de Cristo; y vivir es también un signo, un modo de enseñar, que confirma la veracidad del primero. El apostolado "no consiste sólo en el testimonio de vida; el verdadero apóstol busca ocasiones para anunciar a Cristo con la palabra, ya a los no creyentes para llevarlos a la fe, ya a los fieles, para instruirlos, confirmarlos y estimularlos a una vida más santa" (21). ¿Qué puede significar para un pagano la buena conducta de un cristiano, sino se le habla del tesoro, Cristo, que hemos encontrado? No damos ejemplo de nosotros mismos, sino de Cristo. Somos sus testigos en el mundo; y un testigo no lo es de sí mismo: da testimonio de una verdad o de unos hechos que debe enseñar. Vivir la fe y proclamar su doctrina es lo que nos pide Jesús.

A través de la propia vida, buscando las ocasiones para hablar, no desaprovechando ni una sola oportunidad que se nos presente, damos a conocer al Señor. Nuestra tarea consiste, en buena parte, en hacer alegre y amable el camino que lleva a Cristo. Si actuamos así, muchos se animarán a seguirlo, y a llevar la alegría y la paz del Señor a otros hombres.  Cuando aquella mujer del pueblo, maravillada por la doctrina de Jesús, hace el elogio de la Madre del Señor, Jesús responde: Bienaventurados más bien los que escuchan la palabra de Dios y la guardan (22). Nadie como María Santísima ha cumplido esa recomendación de su Hijo; a Ella, que es para nosotros ejemplo amable de todas las virtudes, nos encomendamos para sacar adelante nuestros propósitos de ejemplaridad en la conducta diaria.

 

 

 

(1) Mt 23, 1-12.- (2) SAN JUAN CRISOSTOMO, Homilías sobre San Mateo, 72, 1.- (3) Lc 5, 26.- (4) Jn 11, 47.- (5) Jn 15, 24.- (6) Jn 14, 11.- (7) Jn 5, 26.- (8) Hech 2, 47.- (9) Ibídem.- (10) Cfr. 1 Pdr 3, 15.- (11) Hech 8, 4.- (12) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 122.- (13) Hech 1, 1.- (14) CONC. VAT. II, Const. Lumen gentium, 35.- (15) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Forja, n. 694.- (16) IDEM, Es Cristo que pasa, 105.- (17) 1 Cor 4, 16.- (18) Jn 13, 35.- (19) S. CANALS, Ascética meditada, Rialp, 14ª ed. Madrid 1980, pp. 74-76.- (20) SAN JUAN CRISOSTOMO, Sobre el sacerdocio, 4, 8.- (21) CONC. VAT. II, Decr. Apostolicam actuositatem, 6.- (22) Lc 11, 28.