TIEMPO ORDINARIO. DECIMONOVENA SEMANA

 

DOMINGO CICLO A

55. Dios siempre ayuda.

- Nunca falló a sus amigos.

- Cristo es el asidero firme al que debemos agarrarnos.

- Confianza en Dios. Nunca llega tarde para socorrernos, si acudimos a Él con fe y ponemos en cada caso los medios oportunos.

 

I. La Primera lectura de la Misa (1) nos presenta al Profeta Elías que, cansado y desalentado por muchas tribulaciones, se refugió en una gruta del Horeb, el monte santo, donde Dios se manifestó a Moisés. Allí recibió esta indicación: sal y aguarda al Señor. Y pasó un viento huracanado, que agrietaba los montes y rompía los peñascos, y después hubo un terremoto y fuego. Pero Dios no estaba ni en el viento, ni en el terremoto, ni en el fuego. Llegó después un viento suave, como un susurro, y se manifestó el Señor de esta forma, expresando así su misteriosa espiritualidad y su delicada bondad con el hombre débil. Elías se sintió reconfortado para la nueva misión que el Señor quería que llevara acabo.

El Evangelio (2) nos relata una de las tempestades que sufrieron los Apóstoles sin que Jesús estuviera con ellos en la barca. Tuvo lugar después de la multiplicación de los panes y de los peces. El Señor les mandó que embarcaran y se dirigieran a la otra orilla del lago, mientras Él despedía a las gentes, pues se había hecho tarde. Jesús, desde lo alto de un monte donde está recogido en oración, no olvida a sus discípulos. Se ha levantado un viento fuerte en contra, y el Señor ve cómo luchan contra el oleaje y contra el viento para llegar donde Él les ha indicado. Terminada su oración, se dispone a ayudarles.

En la cuarta vigilia de la noche, al amanecer, Jesús se acercó a la barca, que estaba batida por las olas y en peligro de zozobrar. El Evangelio nos señala que los discípulos pasaron miedo al ver a Jesús andando sobre las aguas revueltas, creyendo que era un fantasma. Y San Marcos, que recoge los recuerdos inolvidables de San Pedro, nos ha dejado escrito que Jesús hizo ademán de pasar de largo. Todos comenzaron a gritar. Entonces Jesús se acercó un poco más y les dijo: Tened confianza, soy Yo, no temáis.  Eran palabras consoladoras, que también nosotros hemos oído muchas veces de formas diferentes en la intimidad del corazón, ante sucesos que nos han podido desconcertar y en situaciones difíciles y apuradas.

Si nuestra vida es el cumplimiento de lo que Dios quiere de nosotros -como Elías, que se encaminó al monte Horeb por mandato de Dios, como los Apóstoles, que cumplen lo que Jesús les ha dicho, aunque el viento les era contrario-, nunca nos faltará la ayuda divina. En la debilidad, en la fatiga, en las situaciones más apuradas, Jesús se presenta y nos dice: Soy Yo, no temáis. Nunca falló a sus amigos (3). Y si nosotros no tenemos otro fin en la vida que buscar su amistad y servirle, ¿cómo nos va a abandonar cuando el viento de las tentaciones, del cansancio, de las dificultades en el apostolado nos sea contrario? Él no pasa de largo. "Si tenéis confianza en Él y ánimos animosos, que es muy amigo Su Majestad de esto, no hayáis miedo que os falte nada" (4). ¿Qué nos va a faltar si somos sus amigos en medio del mundo, si le queremos seguir día tras día entre tantos que le abandonan?

 

II. Cuando los Apóstoles oyeron a Jesús se llenaron de paz. Entonces, Pedro dirigió a Jesús una petición llena de audacia y de valentía: Señor, si eres Tú, manda que yo vaya a Ti sobre las aguas. Y el Maestro, que se encontraba todavía a unos metros de la barca, le contestó: Ven. Pedro tuvo mucha fe, y cambió la seguridad de la barca por la confianza en las palabras del Señor: bajando de la barca, comenzó a andar sobre las aguas hacia Jesús. Fueron unos momentos impresionantes de firmeza y de amor.

Pero Pedro dejó de mirar a Jesús y se fijó más en las dificultades que le rodeaban, y al ver que el viento era tan fuerte se atemorizó. Olvidó por un momento que la fuerza que le sostenía en medio del agua no dependía de las circunstancias, sino de la voluntad del Señor, que domina el cielo y la tierra, la vida y la muerte, la naturaleza, los vientos, el mar... Pedro comenzó a hundirse, no por el estado de la mar, sino por la falta de confianza en Quien todo lo puede. Y gritó a Jesús: ¡Señor, sálvame! Y enseguida, Jesús, extendiendo la mano, lo sostuvo y le dijo: Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado? Cristo es el asidero firme al que debemos agarrarnos en momentos de debilidad o de cansancio, cuando veamos que nos hundimos. ¡Señor, sálvame!, le diremos con fuerza en nuestra oración.

A veces, el cristiano deja de mirar a Jesús y se fija en otras cosas que alejan de Dios y le ponen en peligro de perder pie en su vida de fe y de hundirse, si no reacciona con prontitud. Desde el momento en que alguien comience a no ver clara su fe o la vocación recibida de Dios, "que se examine con lealtad. No dejará de descubrir que desde algún tiempo su vida de piedad está un tanto relajada, la oración es más rara o menos atenta, y es menos exigente consigo mismo. ¿No renueva un pecado cuya gravedad se oculta a sí mismo deliberadamente? De seguro que ya no reprime con la misma energía sus pasiones, si es que no consiente con complacencia en alguna de ellas. Un resentimiento que se fomenta contra otro, una cuestión de interés en que nuestra honradez no es total, una amistad demasiado absorbente, o sencillamente el despertar de bajos instintos que no se rechazan con bastante prontitud, no hace falta más para que se levanten nubes entre Dios y nosotros. Y la fe se oscurece" (5). Cabe el peligro entonces de achacar esa situación culpable a las circunstancias externas, cuando el mal está más bien en el propio corazón.

Para salir a flote, Pedro sólo tuvo que asir la fuerte mano del Señor, su Amigo y su Dios. Aunque poco, algo tuvo que poner el discípulo de su parte. Es la colaboración de la buena voluntad que siempre nos pide Dios. "Cuando Dios Nuestro Señor concede a los hombres su gracia, cuando les llama con una vocación específica, es como si les tendiera una mano, una mano paterna llena de fortaleza, repleta sobre todo de amor, porque nos busca uno a uno, como hijas e hijos suyos, y porque conoce nuestra debilidad. Espera el Señor que hagamos el esfuerzo de coger su mano, esa mano que Él nos acerca: Dios nos pide un esfuerzo, prueba de nuestra libertad" (6).

Ese pequeño esfuerzo que el Señor pide a sus discípulos de todos los tiempos para sacarlos a flote de una mala situación puede ser muy diverso: intensificar la oración; ser más sinceros y dóciles en la dirección espiritual; remover una mala ocasión; obedecer con prontitud y docilidad de corazón; poner, junto a la oración, unos medios humanos que están a nuestro alcance, aunque sean muy pequeños... Junto a Cristo se ganan todas las batallas, pero debemos tener una confianza sin límites en Él. "Reza seguro con el Salmista: "¡Señor, Tú eres mi refugio y mi fortaleza, confío en Ti!"

"Te garantizo que Él te preservará de las insidias del "demonio meridiano" -en las tentaciones y... ¡en las caídas!-, cuando la edad y las virtudes tendrían que ser maduras, cuando deberías saber de memoria que sólo Él es la Fortaleza" (7).

 

III. Pedro se mantuvo en pie en medio de las dificultades más grandes mientras actuó con sentido sobrenatural, con fe, confiado en el Señor. Después, para salir a flote, para recibir la ayuda de Dios, hubo de poner de su parte, pues "cuando falta nuestra cooperación cesa también la ayuda divina" (8). Aunque fue el Señor quien lo sacó adelante.

Pedro recuperó de nuevo la fe y la confianza en Jesús. Con Él subió a la barca. Y en ese instante cesó el viento, se hizo la calma en el mar y en el corazón de los discípulos, y le reconocieron como a su Señor y a su Dios: los que estaban en la barca le adoraron diciendo: Verdaderamente, eres el Hijo de Dios.

Las dificultades en las que experimentaremos la propia debilidad, las mismas flaquezas, servirán para encontrar a Jesús, que nos tiende su mano y se mete en nuestro corazón, dándonos una paz inmensa en medio de cualquier tribulación. Hemos de aprender a no temer nunca a Dios, que se presenta en lo ordinario y también en las tormentas de los sufrimientos, físicos y morales, de la vida: Tened confianza, soy Yo, no temáis. Dios nunca llega tarde para socorrernos, y ayuda siempre en cada necesidad. Él llega, aunque sea de modo misterioso y oculto, en el momento oportuno. Y cuando por alguna razón nos encontramos en una situación penosa, con el viento en contra, Él se acerca. Quizá haga ademán de pasar de largo para que nosotros le llamemos. No tardará en llegar a nuestro lado.

Y si alguna vez sentimos que no hacemos pie, que nos hundimos, repitamos la súplica de Pedro: Señor, ¡sálvame! No dudemos de su Amor, ni de su mano misericordiosa, no olvidemos que "Dios no manda imposibles, sino que al mandar avisa que hagas lo que puedas y pidas lo que no puedas y ayuda para que puedas" (9).

¡Qué seguridad tan grande da el Señor! "Él me ha garantizado su protección, no es en mis fuerzas donde me apoyo. Tengo en mis manos su palabra escrita. Éste es mi báculo. Ésta es mi seguridad, éste es mi puerto tranquilo. Aunque se turbe el mundo entero, yo leo esta palabra escrita que llevo conmigo, porque ella es mi muro y mi defensa. ¿Qué es lo que ella me dice? Yo estaré siempre con vosotros hasta el fin del mundo.

"Cristo está conmigo, ¿qué puedo temer? Que vengan a asaltarme las olas del mar y la ira de los poderosos; todo eso no pesa más que una tela de araña" (10). No dejemos su mano; Él no deja la nuestra.

Terminamos nuestra oración poniendo por intercesora a la Santísima Virgen; Ella nos ayuda aclamar confiadamente con las preces litúrgicas: renueva, Señor, las maravillas de tu amor (11); haz que vivamos firmemente anclados en Ti.

 

 

 

(1) 1 Rey 19, 9; 11-13.- (2) Mt 14, 22-33.- (3) Cfr. SANTA TERESA, Vida, 11, 4.- (4) IDEM, Fundaciones, 27, 12.- (5) G. CHEVROT, Simón Pedro, Rialp, 14ª ed., Madrid 1982, pp. 62-63.- (6) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 17.- (7) IDEM, Forja, n. 307.- (8) SAN JUAN CRISOSTOMO, Homilías sobre San Mateo, 50, 2.- (9) SAN AGUSTIN, Sobre la naturaleza y la gracia, 43.- (10) SAN JUAN CRISOSTOMO, Homilía antes de partir para el destierro.- (11) LITURGIA DE LAS HORAS, Domingo de la III semana, Preces de Vísperas.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. DECIMONOVENA SEMANA. DOMINGO CICLO B

56. El Pan vivo.

- La Comunión restaura las fuerzas perdidas y da otras nuevas para llegar al Cielo. El Viático.

- El Pan de vida. Efectos de la Comunión en el alma.

- La frecuente o diaria recepción de este sacramento. Visita al Santísimo; comuniones espirituales a lo largo del día.

 

I. Leemos en la Primera lectura de la Misa (1) que el Profeta Elías, huyendo de Jetsabel, se dirigió al Horeb, el monte santo. Durante el largo y difícil viaje se sintió cansado y deseó morir. Basta, Yahvé. Lleva ya mi alma, que no soy mejor que mis padres. Y echándose allí, se quedó dormido. Pero el Ángel del Señor le despertó, le ofreció pan y le dijo: Levántate y come, porque te queda todavía mucho camino. Elías se levantó, comió y bebió, y anduvo con la fuerza de aquella comida cuarenta días y cuarenta noches hasta el monte de Dios. Lo que no hubiera logrado con sus propias fuerzas, lo consiguió con el alimento que el Señor le proporcionó cuando más desalentado estaba.

El monte santo al que se dirige el Profeta es imagen del Cielo; el trayecto de cuarenta días lo es del largo viaje que viene a ser nuestro paso por la tierra, en el que también encontramos tentaciones, cansancio y dificultades. En ocasiones, sentiremos flaquear el ánimo y la esperanza. De manera semejante al Ángel, la Iglesia nos invita a alimentar nuestra alma con un pan del todo singular, que es el mismo Cristo presente en la Sagrada Eucaristía. En Él encontramos siempre las fuerzas necesarias para llegar hasta el Cielo, a pesar de nuestra flaqueza.

A la Sagrada Comunión se la llamó Viático, en los primeros tiempos del Cristianismo, por la analogía entre este sacramento y el viático o provisiones alimenticias y pecuniarias que los romanos llevaban consigo para las necesidades del camino. Más tarde se reservó el término Viático para designar el conjunto de auxilios espirituales, de modo particular la Sagrada Eucaristía, con que la Iglesia pertrecha a sus hijos para la última y definitiva etapa del viaje hacia la eternidad (2). Fue costumbre en los primeros cristianos llevar la Comunión a los encarcelados, sobre todo cuando ya se avecinaba el martirio (3). Santo Tomás enseña que este sacramento se llama Viático en cuanto prefigura el gozo de Dios en la patria definitiva y nos otorga la posibilidad de llegar allí (4). Es la gran ayuda a lo largo de la vida y, especialmente, en el tramo último del camino, donde los ataques del enemigo pueden ser más duros. Ésta es la razón por la que la Iglesia ha procurado siempre que ningún cristiano muera sin ella. Desde el principio se sintió la necesidad (y también la obligación) de recibir este sacramento aunque ya se hubiera comulgado ese día (5).

También podemos recordar hoy en nuestra oración la responsabilidad, en ocasiones grave, de hacer todo lo que está de nuestra parte para que ningún familiar, amigo o colega muera sin los auxilios espirituales que nuestra Madre la Iglesia tiene preparados para la etapa última de su vida.

Es la mejor y más eficaz muestra de caridad y de cariño, quizá la última, con esas personas aquí en la tierra. El Señor premia con una alegría muy grande cuando hemos cumplido con ese gratísimo deber, aunque en alguna ocasión pueda resultar algo difícil y costoso.

Hemos de agradecer con obras al Señor tantas ayudas a lo largo de la vida, pero especialmente la de la Comunión. El agradecimiento se manifestará en una mejor preparación, cada día, y en que al recibirle lo hagamos con la plena conciencia de que se nos dan, más aún que al Profeta Elías, las energías necesarias para recorrer con vigor el camino de nuestra santidad.

 

II. Yo soy el pan de vida, nos dice Jesús en el Evangelio de la Misa (6) (...). Si alguno come de este pan vivirá eternamente; y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.

Hoy nos recuerda el Señor con fuerza la necesidad de recibirle en la Sagrada Comunión para participar en la vida divina, para vencer en las tentaciones, para que crezca y se desarrolle la vida de la gracia recibida en el Bautismo. El que comulga en estado de gracia, además de participar en los frutos de la Santa Misa, obtiene unos bienes propios y específicos de la Comunión eucarística: recibe, espiritual y realmente, al mismo Cristo, fuente de toda gracia. La Sagrada Eucaristía es, por eso, el mayor sacramento, centro y cumbre de todos los demás. Esta presencia real de Cristo da a este sacramento una eficacia sobrenatural infinita.

No hay mayor felicidad en esta vida que recibir al Señor. Cuando deseamos darnos a los demás, podemos entregar objetos de nuestra pertenencia como símbolo de algo más profundo de nuestro ser, o dar nuestros conocimientos, o nuestro amor..., pero siempre encontramos un límite. En la Comunión, el poder divino sobrepasa todas las limitaciones humanas, y bajo las especies eucarísticas se nos da Cristo entero. El amor llega a realizar su ideal en este sacramento: la identificación con quien tanto se ama, a quien tanto se espera. "Así como cuando se juntan dos trozos de cera y se los derrite por medio del fuego, de los dos se forma una cosa, así también, por la participación del Cuerpo de Cristo y de su preciosa Sangre" (7). Verdaderamente, no hay mayor felicidad, ni bien mayor, que recibir dignamente en la Sagrada Comunión a Cristo mismo.

El alma no cesa en su agradecimiento si -combatiendo toda rutina- trae a menudo a su mente la riqueza de este sacramento. La Sagrada Eucaristía produce en la vida espiritual efectos parecidos a los que el alimento material produce en el cuerpo. Nos fortalece y aleja de nosotros la debilidad y la muerte: el alimento eucarístico nos libra de los pecados veniales, que causan la debilidad y la enfermedad del alma, y nos preserva de los mortales, que le ocasionan la muerte. El alimento material repara nuestras fuerzas y robustece nuestra salud. También "por la frecuente o diaria Comunión, resulta más exuberante la vida espiritual, se enriquece el alma con mayor efusión de virtudes y se da al que comulga una prenda aún más segura de la eterna felicidad" (8). Del mismo modo como el alimento natural permite crecer al cuerpo, la Sagrada Eucaristía aumenta la santidad y la unión con Dios, "porque la participación del Cuerpo y Sangre de Cristo no hace otra cosa sino transfigurarnos en aquello que recibimos" (9).

La Comunión nos facilita la entrega en la vida familiar; nos impulsa a realizar el trabajo diario con alegría y con perfección; nos fortalece para llevar con garbo humano y sentido sobrenatural las dificultades y tropiezos de la vida ordinaria.

El Maestro está aquí y te llama (10), se nos dice cada día. No desatendamos esa invitación; vayamos con alegría y bien dispuestos a su encuentro. Nos va mucho en ello.

 

III. Son muchas nuestras flaquezas y debilidades. Por eso ha de ser tan frecuente el encuentro con el Maestro en la Comunión. El banquete está preparado (11) y son muchos los invitados; y pocos los que acuden. ¿Cómo nos vamos a excusar nosotros? El amor desbarata las excusas.

El deseo y el recuerdo de este sacramento podemos mantenerlo vivo a lo largo del día mediante la Comunión espiritual, que "consiste en un deseo ardiente de recibir a Jesús Sacramentado y en un trato amoroso como si ya lo hubiésemos recibido" (12). Nos trae muchas gracias y nos ayuda a vivir mejor el trabajo y las relaciones con los demás. Nos facilita tener la Santa Misa como el centro del día.

También es muy provechosa la Visita al Santísimo, que es "prueba de gratitud, signo de amor y expresión de la debida adoración al Señor" (13). Ningún lugar como la cercanía del Sagrario para esos encuentros íntimos y personales que requiere la permanente unión con Cristo. Es allí donde el coloquio con el Señor encuentra el clima más apropiado, como lo muestra la historia de los santos, y donde nace el impulso para la oración continuada en el trabajo, en la calle..., en todo lugar. El Señor presente sacramentalmente nos ve y nos oye con una mayor intimidad, pues su Corazón, que sigue latiendo de amor por nosotros, es "la fuente de la vida y de la santidad" (14); nos invita cada día a devolverle esa visita que Él nos ha hecho viniendo sacramentalmente a nuestra alma. Y nos dice: Venid también vosotros aparte, a un lugar solitario, para descansar un poco.

Junto a Él encontramos la paz, si la hubiéramos perdido, fortaleza para cumplir acabadamente la tarea y alegría en el servicio a los demás. "Y ¿qué haremos, preguntáis, en la presencia de Dios Sacramentado? Amarle, alabarle, agradecerle y pedirle. ¿Qué hace un pobre en la presencia de un rico? ¿Qué hace un enfermo delante del médico? ¿Qué hace un sediento en vista de una fuente cristalina?" (15).

Jesús tiene lo que nos falta y necesitamos. Él es la fortaleza en este camino de la vida. Pidámosle a Nuestra Señora que nos enseñe a recibirlo "con aquella pureza, humildad y devoción" con que Ella lo recibió, "con el espíritu y fervor de los santos".

 

 

 

(1) 1 Rey 19, 4-8.- (2) Cfr. A. BRIDE, voz Viatique, en DTC, XC, 2842-2858.- (3) Cfr. SAN CIPRIANO, De lapsis, 13; Vita Basilii, 4: PG 29, 315; Acta de los mártires, etc.- (4) Cfr. SANTO TOMAS, Suma Teológica, 3, q. 74, a. 4.- (5) Código de Derecho Canónico, can. 921, 2.- (6) Jn 6, 48-51.- (7) SAN CIRILO DE ALEJANDRIA, Comentario al Evangelio de San Juan, 10, 2.- (8) PABLO VI, Instr. Eucharisticum Mysterium, 15-VIII-1967, 37.- (9) Ibídem, 7.- (10) Jn 11, 28.- (11) Lc 14, 16 ss.- (12) SAN ALFONSO Mª DE LIGORIO, Visitas al Santísimo Sacramento, Introd., III.- (13) PABLO VI, Enc. Mysterium fidei, 3-IX-1965, 67.- (14) Letanías del Sagrado Corazón; cfr. PIO XII, Enc. Haurietis aquas, 15-V-1956, 20, 34.- (15) SAN ALFONSO Mª DE LIGORIO, o. c., 1.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. DECIMONOVENA SEMANA. DOMINGO CICLO C

57. Esperando al Señor.

- Fundamentos de la esperanza teologal.

- Una espera vigilante. El examen de conciencia.

- La lucha en lo pequeño.

 

I. La Liturgia de la Palabra de este Domingo nos recuerda que la vida en la tierra es una espera, no muy larga, hasta que venga de nuevo el Señor. La fe que guía nuestros pasos es precisamente certeza en las cosas que se esperan (1), como se lee en la Segunda lectura. Por medio de esta virtud teologal, el cristiano adquiere una firme garantía acerca de las promesas del Señor, y una posesión anticipada de los dones divinos. La fe nos da a conocer con certeza dos verdades fundamentales de la existencia humana: que estamos destinados al Cielo y, por eso, todo lo demás ha de ordenarse y subordinarse a este fin supremo; y que el Señor quiere ayudarnos, con abundancia de medios, a conseguirlo (2). Nada debe desanimarnos en el camino hacia la santidad, porque nos apoyamos en estas "tres verdades: Dios es omnipotente, Dios me ama inmensamente, Dios es fiel a las promesas. Y es Él, el Dios de las misericordias, quien enciende en mí la confianza; por lo cual yo no me siento solo, ni inútil, ni abandonado, sino implicado en un destino de salvación que desembocará un día en el Paraíso" (3). La Bondad, la Sabiduría y la Omnipotencia divinas constituyen el cimiento firme de la esperanza humana.

Dios es omnipotente. Todo le está sometido: el viento, el mar, la salud, la enfermedad, los cielos, la tierra... Y todo lo emplea y dispone para la salvación de mi alma y de todos los hombres. Ni un solo medio deja de poner para el bien de cada uno de sus hijos; también de quien parece estar solo y abandonado. La fuerza de Dios se pone al servicio de la salvación y santificación de los hombres. Sólo el mal uso de la libertad puede hacer inútiles los medios divinos. Pero siempre es posible el perdón. Siempre es posible dejar abierta la puerta para que la esperanza nos invada. Dios es omnipotente; Dios lo puede todo, es nuestro Padre y es Amor (4).

Dios me ama inmensamente, como si fuera su único hijo, no me abandona nunca en mi peregrinación por la tierra, me busca cuando por mi culpa me he perdido, me ama con obras, disponiéndolo todo para el bien de mi alma. El amor paterno y materno, con todo el atractivo que posee, es tan sólo un pálido reflejo del amor de Dios.

Dios es fiel a sus promesas, a pesar de nuestros retrocesos, traiciones y deslealtades, de la falta de correspondencia a los requerimientos divinos. Él nunca nos falla, no se cansa, tiene paciencia, una paciencia infinita, con los hombres. Mientras caminamos por esta tierra, a nadie abandona por imposible, a nadie considera irrecuperable. A Dios siempre lo encontramos como el Padre del hijo pródigo que sale impaciente todos los días a ver si su hijo se divisa ya en la lejanía, y tiene una fiesta preparada para el hijo que retorna.

El Señor espera nuestra conversión sincera y correspondencia cada vez más generosa: espera que estemos vigilantes para no adormecernos en la tibieza, que andemos siempre despiertos. La esperanza está íntimamente relacionada con un corazón vigilante; depende en buena parte del amor (5).

 

II. Jesús nos exhorta a la vigilancia, porque el enemigo no descansa, está siempre al acecho (6), y porque el amor nunca duerme (7). En el Evangelio de la Misa (8) nos advierte el Señor: Tened ceñidas vuestras cinturas y las lámparas encendidas, y estad como quien aguarda a su amo cuando vuelve de las nupcias, para abrirle al instante en cuanto venga y llame.

Los judíos usaban entonces unas vestiduras holgadas y se las ceñían con un cinturón para caminar y para realizar determinados trabajos. "Tener las ropas ceñidas" es una imagen gráfica para indicar que uno se prepara para hacer un trabajo, para emprender un viaje, para disponerse a luchar (9). Del mismo modo, "tener las lámparas encendidas" indica la actitud propia del que vigila o espera la venida de alguien (10). Cuando el Señor venga al fin de la vida, nos debe encontrar así, preparados: en estado de vigilia, como quienes viven al día; sirviendo por amor y empeñados en mejorar las realidades terrenas, pero sin perder el sentido sobrenatural de la vida, el fin a donde se hade dirigir todo; valorando debidamente las cosas terrenas -la profesión, los negocios, el descanso...-, sin olvidar que nada de esto tiene un valor absoluto, y que debe servirnos para amar más a Dios, para ganarnos el Cielo y servir a los hombres; haciendo un mundo más justo, más humano, más cristiano.

Poco tiempo nos separa de ese encuentro definitivo con Cristo, cada día que pasa nos acerca a la eternidad. Puede ser este mismo año, o el que viene, o el siguiente... De todas formas, siempre nos parecerá que la vida ha ido muy deprisa. El Señor vendrá en la segunda o en la tercera vigilia... "Y como no sabemos ni el día ni la hora, es necesario, según la amonestación del Señor, que vigilemos constantemente para que, terminado el único plazo de nuestra vida terrena (Heb 9, 27), merezcamos entrar con Él a las bodas y ser contados entre los elegidos" (11). Vendrá, para quienes han vivido de espaldas a Dios, como algo completamente inesperado: como ladrón en la noche (12). Sabed esto: si el dueño de la casa conociera a qué hora va a llegar el ladrón, no permitiría que se horadase su casa. Vosotros, pues, estad preparados...Y comenta San Juan Crisóstomo que "con esto parece confundir a aquellos que no ponen tanto cuidado en guardar su alma, como en guardar sus riquezas del ladrón que esperan" (13).

"A la vigilancia se opone la negligencia o falta de solicitud debida, que procede de cierta desgana de la voluntad" (14). Estamos vigilantes cuando hacemos con hondura el examen de conciencia diario. "Mira tu conducta con detenimiento. Verás que estás lleno de errores, que te hacen daño a ti y quizá también a los que te rodean.

"-Recuerda, hijo, que no son menos importantes los microbios que las fieras. Y tú cultivas esos errores, esas equivocaciones -como se cultivan los microbios en el laboratorio-, con tu falta de humildad, con tu falta de oración, con tu falta de cumplimiento del deber, con tu falta de propio conocimiento... Y, después esos focos infectan el ambiente.

"-Necesitas un buen examen de conciencia diario, que te lleve a propósitos concretos de mejora, porque sientas verdadero dolor de tus faltas, de tus omisiones y pecados" (15). El Señor debe encontrarnos preparados a cualquier hora en que se presente, en cualquier circunstancia.

 

III. Estaremos vigilantes en el amor y lejos dela tibieza y del pecado si nos mantenemos fieles en las cosas menudas que llenan el día. Si consideramos lo pequeño de cada jornada en el examen de conciencia, encontraremos con facilidad las señales que indican el camino y las raíces de posibles descaminos. Las cosas pequeñas son antesala delas grandes, y el amor vigilante se alimenta de lo pequeño; y cae en la tentación más grande quien descuida lo que parece sin importancia.

San Francisco de Sales señala la necesidad de luchar en las tentaciones menudas, pues son muchas las ocasiones que se presentan en una jornada corriente y, si se vence ahí, esas victorias son más importantes -por ser muchas- que si se hubiera vencido en una de más trascendencia. Además, aunque "los lobos y los osos son sin duda más peligrosos que las moscas", sin embargo "nonos causan tantas molestias, ni prueban tanto nuestra paciencia". Es cosa fácil -señala el Santo- "apartarse del homicidio, pero es dificultoso evitar las pequeñas cóleras", que suelen presentarse con alguna facilidad. "No es dificultoso el no hurtar los bienes ajenos; pero sí lo es el no desearlos. Fácil es el no levantar en juicio falso testimonio, pero difícil será el no mentir en conversaciones. Con facilidad nos apartaremos de la embriaguez, pero con más dificultad viviremos la sobriedad" (16).

Las pequeñas victorias diarias fortalecen la vida interior y despiertan el alma para lo divino. Estas ocasiones se presentan con mucha frecuencia: vivir el minuto heroico al levantarse o al comenzar el trabajo; cuando dejamos a un lado esa revista insustancial que puede enredar el alma o es, al menos, una pérdida de tiempo y, siempre, una buena ocasión para vencer la curiosidad; en la mortificación a la hora de la comida; en la sobriedad en las reuniones sociales, en la locuacidad... Estamos seguros de que "tantas victorias cuantas ganemos contra esos pequeños enemigos, tantas piedras preciosas serán puestas en la corona de la gloria que Dios nos prepara en su santo reino" (17).

Si hacemos un acto de amor en cada tentación, en todo aquello que en nosotros o en los demás puede ser origen de una ofensa a Dios, nos llenaremos de paz, y lo que podía haber sido motivo de derrota lo convertimos en una victoria. Además de este inmenso bien para el alma, asegura el mismo Santo que "cuando el demonio ve que sustentaciones nos llevan a este divino amor, cesa detentarnos" (18).

Si somos fieles en lo pequeño nos mantendremos ceñidos, en vela, alerta ante el Señor que llega. Nuestra vida habrá consistido en una alegre espera, mientras llevamos a cabo ilusionadamente la tarea que nuestro Padre Dios nos ha encomendado en el mundo. Entonces comprenderemos con hondura las palabras de Jesús: Dichoso aquel siervo, al que encuentre obrando así su amo cuando vuelva. En verdad os digo que lo pondrá al frente de todos sus bienes. Y Él está para venir; no dejemos de vigilar.

 

 

 

(1) Heb 11, 1.- (2) Cfr. SANTO TOMAS, Suma Teológica, 2-2, q. 17, a. 5 y7.- (3) JUAN PABLO II, Alocución 20-IX-1978.- (4) Cfr. G. REDONDO, Razón de la esperanza, EUNSA, Pamplona 1977, p. 79.-  (5) Cfr. J. PIEPER, Sobre la esperanza, Rialp, 3ª ed. , Madrid 1961, p. 48.- (6) 1 Pdr 5, 8.- (7) Cfr. Cant5, 2.- (8) Lc 12, 32-48.- (9) Cfr. Jer 1, 17; Ef 6, 14; 1 Pdr 1, 13.- (10) SAGRADA BIBLIA, Santos Evangelios, EUNSA, Pamplona 1983, notas a Lc 12, 33-39y 35.- (11) CONC. VAT. II, Const. Lumen gentium, 48.- (12) 1 Tes 6, 2.- (13) SAN JUAN CRISOSTOMO, en Catena Aurea, vol. III, p. 204.- (14) SANTO TOMAS, o. c. , 2-2, q. 54, a. 3.- (15) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Forja, n. 481.- (16) Cfr. SAN FRANCISCO DE SALES, Introducción a la vida devota, IV, 8.- (17) Ibídem.- (18) Ibídem, IV, 9.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. DECIMONOVENA SEMANA. LUNES

58. El tributo del Templo.

- Para ser buenos cristianos hemos de ser ciudadanos ejemplares.

- Los primeros cristianos, ejemplo para nuestra vida en medio del mundo.

- Estar presentes allí donde se decide la vida de la sociedad.

 

I. Acababan de llegar de nuevo a Cafarnaún -leemos en el Evangelio de la Misa (1)-, y los recaudadores del tributo del Templo se acercaron a Pedro para preguntarle: ¿No va a pagar vuestro Maestro la didracma? La contribución anual de dos dracmas para el sostenimiento del culto era obligatoria para todo judío que hubiera cumplido los veinte años, aunque viviera fuera de Palestina. La respuesta afirmativa de Pedro a los recaudadores sin contar con Jesús nos muestra que, efectivamente, el Señor acostumbraba a pagar el impuesto. La escena debe ocurrir fuera de la casa y en ausencia del Maestro, y, al entrar, Jesús, que se encontraba dentro, se anticipó con esta pregunta: ¿Qué te parece, Simón? ¿De quién reciben tributo o censo los reyes de la tierra, de sus hijos o de los extraños? Bajo las monarquías antiguas, el tributo del censo era considerado como una contribución especial en beneficio de la familia real. De aquí la pregunta de Jesús a Pedro: los reyes de la tierra, ¿de quiénes cobran tributos o censos? La respuesta era bien fácil: de los súbditos, de los extraños, había respondido Pedro. Luego los hijos -concluye el Señor- están libres. Ante este tributo del Templo, Jesús se encuentra en el mismo caso que los hijos del rey respecto al censo debido al soberano. Y al declararse exento, enseña que es el propio Hijo de Dios y que habita en la casa del Padre (2), en casa propia. Es el Hijo del Rey, y no está obligado a pagar tributo.

Pero el Señor quiso cumplir con toda exactitud sus deberes de ciudadano, como los demás, aunque mostró su condición divina en la forma de obtener la suma que se le pedía. Este pasaje del Evangelio, que sólo ha recogido San Mateo, nos muestra también la pobreza de Jesús, que no posee ni dos dracmas, una cantidad pequeña; también, la distinción que el Señor hace con Pedro al pagar por los dos: para no escandalizarlos -dice Jesús a Simón-, ve al mar, echa el anzuelo y el primer pez que pique sujétalo, ábrele la boca y encontrarás un estater; tómalo y dalo por Mí y por ti. El estater equivalía a cuatro dracmas (3).

Y comenta San Ambrosio: es una gran lección, "que enseña a los cristianos la sumisión al poder soberano, a fin de que nadie se permita desobedecer los edictos de un rey de la tierra. Si el Hijo de Dios ha pagado el tributo, ¿crees que tú eres mayor para dejar de pagarlo? Aun Él, que nada poseía, ha pagado el tributo; y tú, que buscas los bienes de este mundo, ¿por qué no reconoces las cargas del mismo?, ¿por qué te consideras por encima del mundo...?" (4).

De éste y de otros pasajes del Evangelio podemos aprender que, si queremos imitar al Maestro, hemos de ser buenos ciudadanos que cumplen sus deberes en el trabajo, en la familia, en la sociedad: pago de impuestos justos, voto en conciencia, participación en las tareas públicas... "Ama y respeta las normas de una convivencia honrada, y no dudes de que tu sumisión leal al deber será, también, vehículo para que otros descubran la honradez cristiana, fruto del amor divino, y encuentren a Dios" (5).

 

II. Después de la venida del Espíritu Santo en Pentecostés, los Apóstoles tuvieron más clara conciencia de ser enviados por el Señor para estar presentes en la entraña misma de la sociedad. Como el Maestro, no eran del mundo (6), y el mundo en muchas ocasiones les rechazaría y no tendría con ellos la sonrisa de benevolencia que se reserva para lo que es propio. Sin ser del mundo, sin ser mundanos, los primeros cristianos rechazaron costumbres y modos de conducta incompatibles con la fe que habían recibido, pero jamás se sintieron extraños a la sociedad a la que por derecho propio pertenecían. Los Apóstoles recordarían en su predicación con particular firmeza aquellas parábolas que les vinculaban al propio corazón de la sociedad humana, porque sólo allí podían alcanzar su pleno cumplimiento: la sal, que tiene que sazonar y preservar de la corrupción la vida de los hombres; la levadura, que se mezcla y se confunde con la harina para fermentar toda la masa; la luz, que ha de brillar ante las gentes, para que convencidos por las obras glorifiquen al Padre que está en los cielos.

Los primeros cristianos no buscaron el aislamiento, ni colocaron barreras defensivas que garantizaran su subsistencia en momentos en que la incomprensión arreciaba. Su actitud en las mismas épocas de persecución no fue ni agresiva ni medrosa, sino de serena presencia; la levadura opera confundida entre la masa. La presencia cristiana en el mundo fue radicalmente afirmativa, y toda la injusticia de los perseguidos se reveló incapaz de turbar la actitud serena y constructiva de los cristianos, que se mostraron siempre como ciudadanos ejemplares. La violencia de las persecuciones no hizo de ellos personas inadaptadas o antisociales, ni logró deshacer su solidaridad esencial con el resto de los hombres, sus iguales. "Se nos echa en cara que nos separamos de la masa popular del Estado" -arguye Tertuliano-, y eso es falso, porque el cristiano se sabe embarcado en la misma nave que los demás ciudadanos y participa con ellos de un común destino terreno, "porque si el Imperio es sacudido con violencia, el mal alcanza también a los súbditos y en consecuencia a nosotros" (7). Calumniado e incomprendido a veces, el cristiano se mantuvo fiel a su vocación divina y a su vocación humana, ocupando en el mundo el lugar que le correspondía, ejerciendo sus derechos y cumpliendo acabadamente sus deberes (8).

Los primeros cristianos no sólo fueron buenos cristianos, sino ciudadanos ejemplares, pues estos deberes eran para ellos obligaciones de una conciencia rectamente formada, a través de las cuales se santificaban. Obedecían a las leyes civiles justas no sólo por temor al castigo, sino también a causa de la conciencia (9), escribía San Pablo a los primeros cristianos de Roma. Y añade: por esta razón -en conciencia- les pagáis también los tributos (10). "Como hemos aprendido de Él (de Cristo) -escribe San Justino Mártir a mediados del siglo II-, nosotros procuramos pagar los tributos y contribuciones, íntegros y con rapidez, a vuestros encargados (...). De aquí que adoramos sólo a Dios, pero os obedecemos gustosamente a vosotros en todo lo demás, reconociendo abiertamente que sois los reyes y los gobernadores de los hombres, y pidiendo en la oración que, junto con el poder imperial, tengáis también un arte de gobernar lleno de sabiduría" (11).

Nosotros podemos preguntarnos hoy en la oración si se nos conoce por ser buenos ciudadanos que cumplen puntualmente sus deberes, si somos buenos vecinos, buenos compañeros de trabajo...

 

III. La Iglesia ha exhortado siempre a los cristianos, "ciudadanos de la ciudad temporal y de la ciudad eterna, a cumplir con fidelidad sus deberes temporales, guiados siempre por el espíritu evangélico" (12). Los demás han de ver en nosotros esa luz de Cristo reflejada en un trabajo honesto, en el que se cumplen con fidelidad las obligaciones de justicia con la empresa, con quienes trabajan a nuestro cargo, con la sociedad en el pago de los impuestos que sean justos; el estudiante, formándose a conciencia en su futura profesión; el profesor, preparando cada día sus clases, mejorando su explicación año tras año, sin caer en la rutina y en la mediocridad; la madre de familia, cuidando del hogar, de los hijos, del marido, pagando lo justo a quien le ayuda en las tareas de la casa...

No pueden ser buenos cristianos quienes no son buenos ciudadanos; se equivocan quienes "bajo pretexto de que no tenemos aquí ciudad permanente, pues buscamos la futura (cfr. Heb 13, 14), consideran que pueden descuidar las tareas temporales, sin darse cuenta de que la propia fe es un motivo que les obliga al más perfecto cumplimiento de todas ellas, según la vocación personal de cada uno" (13).

El cristiano no puede quedar contento si sólo cumple sus deberes familiares y religiosos; ha de estar presente, según sus posibilidades, allí donde se decide la vida del barrio, del pueblo o de la ciudad; su vida tiene una dimensión social y aun política que nace de la fe y afecta al ejercicio de las virtudes, a la esencia de la vida cristiana. "Desde esta perspectiva adquiere toda su nobleza y dignidad la dimensión social y política de la caridad. Se trata del amor eficaz a las personas, que se actualiza en la prosecución del bien común de la sociedad" (14). Como cristianos que se han de santificar en medio del mundo, hemos de tener siempre muy en cuenta "la nobleza y dignidad moral del compromiso social y político y las grandes posibilidades que ofrece para crecer en la fe y en la caridad, en la esperanza y en la fortaleza, en el desprendimiento y en la generosidad". Y "cuando el compromiso social y político es vivido con verdadero espíritu cristiano, se convierte en una dura escuela de perfección y en un exigente ejercicio de las virtudes" (15).

Si somos ciudadanos que cumplen ejemplarmente sus deberes todos, podremos iluminar para muchos el camino que lleva a seguir a Cristo. En nuestros días, "una masa nueva y sin informar ha surgido en las viejas tierras cristianas, mientras el mundo, en toda su anchura, es el campo de una acción apostólica que ha de alcanzar a todos los hombres y en la cual estamos comprometidos todos los cristianos. Hoy la Iglesia y cada uno de sus hijos se hallan de nuevo en estado de misión, y a la levadura se le pide que ponga en acto la plenitud de su fuerza renovadora" (16); esto es posible cuando nos sentimos, ¡porque lo somos!, ciudadanos de pleno derecho que cumplen sus deberes y ejercitan sus derechos, y no se esconden ante las obligaciones y vicisitudes de la vida pública.

 

 

 

(1) Mt 17, 21-26.- (2) Cfr. Jn 16, 15.- (3) Cfr. F. SPADAFORA, Diccionario bíblico, E. L. E., Barcelona 1968, p. 160.- (4) SAN AMBROSIO, Comentario al Evangelio de San Lucas, IV, 73.- (5) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Surco, n. 322.- (6) Cfr. Jn 17, 16.- (7) TERTULIANO, Apologeticum, 28.- (8) Cfr. D. RAMOS, El testimonio de los primeros cristianos, Rialp, Madrid 1969, p. 170 ss.- (9) Rom 13, 5.- (10) Rom 13, 6.- (11) SAN JUSTINO, Apología, I, 17.- (12) CONC. VAT. II, Const. Gaudium et spes, 42.- (13) Ibídem.- (14) CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Instr. Past. Los católicos en la vida pública, 22-IV-1986, 60 y 63.- (15) Ibídem.- (16) J. ORLANDIS, La vocación cristiana del hombre de hoy, Rialp, 3ª ed., Madrid 1973, pp. 74-75.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. DECIMONOVENA SEMANA. MARTES

59. La oveja extraviada.

- Dios nos ama siempre, también cuando nos extraviamos.

- El amor personal de Dios por cada hombre.

- Nuestra vida es la historia del amor de Cristo..., que tantas veces nos ha mirado con predilección.

 

I. Leemos en el Evangelio de la Misa una de las parábolas de la misericordia divina que más conmueve al corazón humano (1). Un hombre que tiene cien ovejas -un rebaño grande- pierde una de ellas, probablemente por culpa de la misma oveja, porque se quedó atrás mientras seguían buscando pastos. Y pregunta Jesús: el pastor, ¿no dejará las noventa y nueve en el monte e irá a buscar la que se ha perdido? San Lucas recoge estas palabras del Señor: Y cuando la encuentra la pone sobre sus hombros gozoso (2) hasta devolverla al redil.

¡Tantas veces Jesús ha salido en nuestra busca, a pesar de las faltas de generosidad y de correspondencia! Y por eso, precisamente, ha salido una y otra vez, aunque no lo merecíamos, porque nos alejamos siempre por nuestra culpa.

Ninguna de las ovejas recibió tantas atenciones como ésta que se había descarriado. Los cuidados de la misericordia divina sobre el pecador, sobre nosotros, son abrumadores. ¿Cómo no nos vamos a dejar llevar a hombros del Buen Pastor si alguna vez nos perdemos? ¿Cómo no hemos de amar la Confesión frecuente, donde encontramos a Cristo? Pues hemos de contar con que somos débiles y, por tanto, con los tropiezos. Pero esa misma debilidad, si la reconocemos como tal, atrae siempre la misericordia divina, que acude con más ayudas, con más amor. "Jesús, nuestro Buen Pastor, se da prisa en buscar a la centésima oveja, que se había perdido... ¡Maravillosa condescendencia la de Dios que así busca al hombre; dignidad grande del hombre así buscado por Dios!" (3).

Contamos siempre con el amor de Cristo, que ni aun en los peores momentos de nuestra existencia deja de amarnos. Contamos siempre con su ayuda para volver a la buena senda, si la hubiéramos perdido, y recomenzar una y otra vez. Él nos mantiene en la lucha, y "un jefe en el campo de batalla estima más al soldado que, después de haber huido, vuelve y ataca con ardor al enemigo, que al que nunca volvió la espalda, pero tampoco llevó nunca a cabo una acción valerosa" (4). No se santifica el que nunca comete errores, sino quien siempre se arrepiente, fiado en el amor que Dios le tiene, y se levanta para seguir luchando. Lo peor no es tener defectos, sino pactar con ellos, no luchar, admitirlos como parte de nuestra manera de ser. Así se llegaría a la mediocridad espiritual, que el Señor no quiere para quienes le siguen.

 

II. Jesús ama a cada uno tal y como es, con sus defectos; en su amor, no idealiza a los hombres; los ve con sus contradicciones y flaquezas, con sus inmensas posibilidades para el bien y con su debilidad, que tan frecuentemente aflora. "Cristo conoce lo que hay dentro del hombre. ¡Sólo Él lo conoce!" (5), y así lo ama, así nos ama.

¡Cómo entiende Jesús al corazón humano y qué visión tan positiva tiene de su capacidad! "El ojo de Jesús sabe mirar a través de los velos de las pasiones humanas y penetrar hasta lo íntimo del hombre, allí donde está solo, pobre y desnudo" (6). Él nos comprende siempre y nos anima a seguir luchando en todas las situaciones. ¡Si pudiéramos darnos más cuenta del amor personal de Cristo por cada hombre, de sus atenciones, de sus desvelos! El Señor nos ama; ésta es la suprema realidad de nuestra vida, la que es capaz de levantar nuestro espíritu en todo momento, lo que nos hace estar alegres, por encima del dolor y de la contrariedad. Jesús nos ama siempre, a pesar de ese fondo de miseria que se encuentra en el corazón humano. "Este "a pesar de todo" hace su amor tan incomparable, tan único, tan maternalmente tierno y generoso, que permanecerá inscrito para siempre en el recuerdo de la humanidad (...). Su amor a la humanidad es muy distinto del que preconizan los pensadores y filósofos. No es pura doctrina, sino vida, más aún, un sufrir y morir con los hombres. No se contenta con examinar la miseria humana y luego buscar los remedios para aliviarla, sino que Él mismo se pone en contacto con dicha miseria. No soporta conocerla sin tomarla sobre sí. El amor de Jesús traspasa los límites de su propio corazón para atraer hacia sí al prójimo, o mejor dicho, para salir de sí mismo, identificándose con los demás para vivir y sufrir con ellos" (7).

Llama a los hombres con los títulos de hermano y de amigo, y une su suerte tan íntimamente con la de ellos que cualquier cosa que se haga por otro, por Él se hace (8). Constantemente nos dicen los Evangelistas que sentía compasión del pueblo (9). Tenía compasión de ellos porque eran como ovejas sin pastor (10). Le conmueven siempre la desgracia y el dolor. No puede decir no cuando clama el dolor, aunque sea el de una mujer pagana como la sirofenicia (11). No deja de atender a quienes se le acercan, sin importarle que le critiquen de que quebranta el sábado (12), y está entre publicanos y pecadores, aunque se escandalicen los que se creen buenos cumplidores de la Ley. Ni siquiera su propia agonía le impide decir al buen ladrón: Hoy estarás conmigo en el paraíso (13).

Su amor no tolera excepción alguna, y no tiene la menor preferencia por una clase determinada. Acoge a ricos como Nicodemo, Zaqueo o José de Arimatea, y a pobres como Bartimeo, un mendigo que, después de ser curado, le seguía en el camino. En sus viajes le acompañaban a veces mujeres que le servían con sus bienes (14). Atiende con más prontitud a los más necesitados del cuerpo, y sobre todo del alma. Su preferencia por los más necesitados no es excluyente, no se limita sólo a los desposeídos de fortuna, a los marginados..., pues hay de hecho males comunes a todos los estratos sociales: la soledad, la falta de cariño...

Nuestra vida es la historia del amor de Cristo, que tantas veces nos ha mirado con predilección, que en tantas ocasiones ha salido en nuestra búsqueda. Preguntémonos hoy cómo estamos correspondiendo en este momento de la vida a tanto desvelo por parte del Señor: cómo nos esforzamos en recibir con la frecuencia y el amor debidos los sacramentos, si reconocemos a Cristo en la dirección espiritual o al recibir la corrección fraterna, si vemos con agradecimiento la solicitud de quienes en la Iglesia -los Pastores- cuidan de nuestra alma. ¿Sabemos exclamar en esas situaciones: ¡Es el Señor!?

 

III. Jesús me amó y se entregó por mí (15). Ésta es la gran verdad que llena siempre de consuelo. Jesús ama hasta dar su vida; y nos quiere como si cada uno fuera el único destinatario de ese amor. Muchas veces debemos meditar esta maravillosa realidad -Dios me ama-, que desborda con creces las expectativas más audaces del corazón humano. Nadie, fuera de la Revelación divina, se atrevió a vislumbrar y a reconocer esta sublime vocación de cada hombre: ser hijo de Dios, llamado a vivir en una relación amistosa, a participar de la misma Vida de las Tres Personas divinas. Para una lógica chata, parece una ilusión, casi una mentira, y, sin embargo, es la gran verdad que nos debe llevar a ser consecuentes.

Jamás ha cesado Jesús de amarnos, de ayudarnos, de protegernos, de comunicarse con nosotros; ni siquiera en los momentos de mayor ingratitud, o en aquellos en los que tal vez cometimos las más grandes deslealtades. Quizá en aquellas tristes circunstancias tuvieron lugar las mayores atenciones del Señor, como nos muestra la parábola que hoy consideramos. Entre las cien ovejas que componían el rebaño, sólo aquella, la que se extravió, fue la que tuvo el honor de ser llevada a hombros por el buen pastor. Yo estaré con vosotros siempre (16), nos dice el Señor en cada situación, en todo momento. También cuando vayamos a emprender el último viaje hacia Él.

Esta seguridad de la cercanía del Señor debe impulsarnos a recomenzar una y otra vez en la lucha interior, sin dejarnos abrumar por la experiencia negativa de nuestros defectos y pecados. Cada momento que vivimos es único y, por tanto, bueno para recomenzar, porque, como se lee en el libro del Deuteronomio, el Señor avanzará ante ti. Él estará contigo: no te dejará ni abandonará. No temas ni te acobardes (17).

Durante muchos siglos, la Iglesia ha puesto en los labios de sacerdotes y fieles, al comenzar la Misa, aquellas palabras del Salmo: Me acercaré al altar de Dios // Al Dios que alegra mi juventud (18), y esto cuando el sacerdote y los asistentes eran jóvenes y cuando habían traspasado ya los años de la madurez. Es el grito del alma que se dirige derechamente a Cristo, que se sabe amada y que desea amor.

"Dios me ama... Y el Apóstol Juan escribe: "amemos, pues, a Dios, ya que Dios nos amó primero". -Por si fuera poco, Jesús se dirige a cada uno de nosotros, a pesar de nuestras innegables miserias, para preguntarnos como a Pedro: "Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?"...

"-Es la hora de responder: "¡Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo!", añadiendo con humildad: ¡ayúdame a amarte más, auméntame el amor!" (19). Son jaculatorias que nos pueden servir en el día de hoy: nos acercarán más a Cristo. Él espera esa correspondencia.

 

 

 

(1) Mt 18, 12-14.- (2) Lc 15, 6.- (3) SAN BERNARDO, Sermón para el primer Domingo de Adviento, 7.- (4) SAN JUAN CRISOSTOMO, Comentario a la Primera Carta a los Corintios, 3.- (5) JUAN PABLO II, Homilía 22-X-1978.- (6) K. ADAM, Jesucristo, p. 112.- (7) Ibídem, pp. 113-114.- (8) Mt 25, 40.- (9) Mc 8, 2; Mt 9, 36; 14, 14; etc.- (10) Mc 6, 34.- (11) Mc 7, 26.- (12) Mc 1, 21.- (13) Lc 23, 43.- (14) Lc 8, 3.- (15) Gal 2, 20.- (16) Mt 28, 20.- (17) Primera Lectura. Año I. Dt 31, 8.- (18) Sal 42, 4.- (19) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Forja, n. 497.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. DECIMONOVENA SEMANA. MIÉRCOLES

60. El poder de perdonar los pecados.

- Promesa e institución del sacramento de la Penitencia. Dar gracias por este sacramento.

- Razones para este agradecimiento.

- Sólo el sacerdote puede perdonar los pecados. La Confesión, un juicio de misericordia.

 

I. Jesús conoce bien nuestra flaqueza y debilidad. Por eso instituyó el sacramento de la Penitencia. Quiso que pudiéramos enderezar nuestros pasos, cuantas veces fuera necesario; tenía el poder de perdonar los pecados y lo ejerció repetidas veces: con la mujer sorprendida en adulterio (1), con el buen ladrón suspendido en la cruz (2), con el paralítico de Cafarnaún (3)... Vino a buscar y salvar lo que estaba perdido (4), también ahora, en nuestros días.  Los Profetas habían preparado y anunciado esta reconciliación del todo nueva, del hombre con Dios. Así se refleja en las palabras de Isaías: Venid y entendámonos -dice Yahvé-. Aunque vuestros pecados fuesen como la grana, quedarán blancos como la nieve. Aunque fuesen rojos como la púrpura, llegarán a ser como la blanca lana (5). Fue ésta también la misión del Bautista, que vino a predicar un bautismo de penitencia para la remisión de los pecados (6). ¿Cómo se extrañan algunos de que la Iglesia predique la necesidad de la Confesión? Jesús muestra su misericordia, de modo especial, en su actitud con los pecadores. "Yo tengo pensamientos de paz y no de aflicción (Jer 29, 11), declaró Dios por boca del profeta Jeremías. La liturgia aplica esas palabras a Jesús, porque en Él se nos manifiesta con toda claridad que Dios nos quiere de este modo. No viene a condenarnos, a echarnos en cara nuestra indigencia o nuestra mezquindad: viene a salvarnos, a perdonarnos, a disculparnos, a traernos la paz y la alegría" (7). Y no sólo quiso que alcanzasen el perdón aquellos que le encontraron por los caminos y ciudades de Palestina, sino también cuantos habrían de venir al mundo a lo largo de los siglos. Para eso dio la potestad de perdonar los pecados a los Apóstoles y a sus sucesores a lo largo de los siglos. De modo solemne prometió el Señor a Pedro el poder de perdonar los pecados, cuando éste le reconoció como Mesías (8). Poco tiempo después -se lee en el Evangelio de la Misa de hoy (9)- lo extendió a los demás Apóstoles: Os aseguro que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el Cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el Cielo. La promesa se hizo realidad el mismo día de la Resurrección: Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonéis los pecados les serán perdonados, a quienes se los retuviereis les serán retenidos (10). Fue el primer regalo de Cristo a su Iglesia.

El sacramento de la Penitencia es una expresión portentosa del amor y de la misericordia de Dios con los hombres. "Porque Dios, aun ofendido, sigue siendo Padre nuestro; aun irritado, nos sigue amando como a hijos. Sólo una cosa busca: no tener que castigarnos por nuestras ofensas, ver que nos convertimos y le pedimos perdón" (11). Demos gracias al Señor en nuestra oración de hoy por el don tan grande que significa poder ser perdonados de errores y miserias; ahora, en la oración ante Él, podemos preguntarnos: ¿son hondas y bien preparadas nuestras confesiones?

 

II. El incomparable bien que el Señor nos otorgó al instituir el sacramento de la Penitencia se desprende de muchas razones, que nos mueven a ser agradecidos con Él y a amar cada vez más este sacramento. Su consideración nos ayudará también a cuidar mejor la frecuencia con la que lo recibimos.

En primer lugar, la Confesión no es un mero remedio espiritual que el sacerdote posee para sanar el alma enferma o incluso muerta a la vida de la gracia. Esto es mucho, pero a nuestro Padre Dios le pareció poco. Y lo mismo que el padre de la parábola no concedió el perdón a su hijo a través de un emisario, sino que corrió él en persona a su encuentro, así el Señor, que anda buscando al pecador, se hace presente en la persona del confesor y nos acoge. Cristo mismo, por medio del sacerdote, nos absuelve, porque cada sacramento es acción de Cristo.

En la Confesión encontramos a Jesús (12), como le encontró el buen ladrón, o la mujer pecadora, o la samaritana, y tantos otros...; como el mismo Pedro, después de sus negaciones. Por ser la remisión de los pecados una acción de Cristo, es a la vez una acción de su Cuerpo Místico inseparable, que es la Iglesia.

También hemos de dar gracias por la universalidad de este poder otorgado a la Iglesia, en la persona de los Apóstoles y de sus sucesores. El Señor está dispuesto a perdonarlo todo, de todos y siempre, si encuentra las debidas disposiciones. "La omnipotencia de Dios -dice Santo Tomás- se manifiesta, sobre todo, en el hecho de perdonar y usar de misericordia, porque la manera de demostrar que Dios tiene el poder supremo es perdonar libremente" (13).

Jesús nos dice: he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia (14). En la Confesión nos da la oportunidad de vaciar el alma de toda inmundicia, de limpiarla bien: "Imagina que Dios te quiere hacer rebosar de miel: si estás lleno de vinagre, ¿dónde va a depositar la miel?, pregunta San Agustín. Primero hay que vaciar lo que contenía el recipiente (...): hay que limpiarlo aunque sea con esfuerzo, a fuerza de frotarlo, para que sea capaz de recibir esta realidad misteriosa" (15). De este modo, con ese pequeño esfuerzo que supone la delicada recepción frecuente del sacramento, el examen diligente, el dolor y el propósito bien hechos, el Espíritu Santo va logrando en nuestra alma la delicadeza de conciencia: no la conciencia escrupulosa, que ve pecado donde no lo hay, sino la finura interior que afianza una fuerte decisión de tener horror al pecado mortal y de huir de las ocasiones de cometerlo, a la vez que hace crecer el empeño sincero de detestar el pecado venial. De este modo, la Confesión nos llena de confianza en la lucha, y quienes la practican experimentan que es ciertamente "el sacramento de la alegría" (16). ¿Cómo no agradecer al Señor esa muestra patente de su misericordia? ¿Cómo no valorar -y dar a conocer a otros- cada vez más este sacramento? Con la eficacia silenciosa de su acción incesante, en el sacramento de la Penitencia el Espíritu Santo nos va dando el "sentido del pecado", nos enseña a dolernos más, a valorar con más profundidad la ofensa a Dios, e infunde en nosotros un espíritu filial de desagravio y de reparación. Por eso, la Confesión puntual, contrita, bien preparada, es manifestación inequívoca de espíritu de penitencia. Agradezcamos al Espíritu Santo haber inspirado a los Pastores de la Iglesia el fomento de la Confesión frecuente (17): con ella progresamos en la humildad, combatimos con eficacia las malas costumbres -hasta desarraigarlas-, podemos hacer frente a la tibieza, robustecemos nuestra voluntad y aumenta en nosotros la gracia santificante, en virtud del sacramento mismo (18). ¡Cuántos beneficios nos concede el Señor a través de este sacramento!

 

III. La potestad de perdonar los pecados fue entregada a los Apóstoles y a sus sucesores (19). Sólo tiene facultad de perdonar los pecados quien haya recibido el Orden sacramental. San Basilio comparaba la Confesión con el cuidado a los enfermos, comentando que así como no todos conocen las enfermedades del cuerpo, tampoco las enfermedades del alma las puede curar cualquiera (20). Pero, a diferencia de los médicos, al sacerdote no le viene su poder de su ciencia, ni de su prestigio, ni de la comunidad, sino que le llega directa y gratuitamente de Dios, a través del sacramento del Orden.

Por disposición divina, para mejor ayudar al penitente a ser sincero y a profundizar en las raíces de su conducta, así como para defender la pureza del Cuerpo Místico de Cristo, el confesor, que hace las veces de Cristo, debe juzgar las disposiciones del pecador -el dolor y propósito de la enmienda- antes de admitirle por la absolución a una más plena comunión con la Iglesia. Por eso, el sacramento de la Penitencia es un verdadero juicio al que se somete el pecador (21); pero es un juicio que se ordena al perdón del que se declara culpable. "¡Mira qué entrañas de misericordia tiene la justicia de Dios! -Porque en los juicios humanos, se castiga al que confiesa su culpa: y, en el divino, se perdona.

"¡Bendito sea el santo Sacramento de la Penitencia!" (22).

El sacerdote no podría absolver a quien no está arrepentido de su pecado; a los que, pudiendo, se niegan a restituir lo robado; a quienes no se deciden a abandonar la ocasión próxima de pecado; y, en general, a quienes no se proponen seriamente apartarse de los pecados y enmendar su vida. Ellos mismos se excluyen de esta fuente de misericordia.

El juicio del sacramento de la Penitencia es, en cierto modo, adelanto y preparación del juicio definitivo, que tendrá lugar al final de la vida. Entonces comprenderemos en toda su profundidad la gracia y la misericordia divina en el momento en que se nos perdonaron los pecados. Nuestro agradecimiento no tendrá entonces límites, y se manifestará en dar gloria a Dios eternamente por su gran misericordia. Pero el Señor nos quiere también agradecidos en esta vida. Demos gracias a Dios y pidamos que nunca falten en su Iglesia sacerdotes santos, dispuestos a impartir este sacramento con amor y dedicación.

 

 

 

(1) Jn 8, 11.- (2) Lc 23, 43.- (3) Mc 2, 1-12.- (4) Lc 19, 10.- (5) Is 1, 18.- (6) Mt 1, 4.- (7) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 165.- (8) Mt 16, 17-19.- (9) Mt 18, 18.- (10) Jn 20, 23.- (11) SAN JUAN CRISOSTOMO, Homilías sobre San Mateo, 22, 5.- (12) Cfr. CONC. VAT. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 7.- (13) SANTO TOMAS, Suma Teológica, 1, q. 25, a. 3 ad 3.- (14) Jn 10, 10.- (15) SAN AGUSTIN, Comentario a la 1ª Epístola de San Juan, 4.- (16) Cfr. PABLO VI, Audiencia general 23-III-1977.- (17) Cfr. PIO XII, Enc. Mystici Corporis, 29-VI-1943, 39.- (18) Ibídem.- (19) Cfr. Ordo Paenitentiae, 9.- (20) SAN BASILIO, Regla breve, 288.- (21) Cfr. CONC. DE TRENTO, ses. XIV, cap. 5; Dz 899.- (22) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Camino, n. 309.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. DECIMONOVENA SEMANA. JUEVES

61. La deuda para con Dios.

- Los incontables beneficios del Señor.

- La Misa es la acción de gracias más perfecta que se puede ofrecer a Dios.

- Gratitud con todos; perdonar siempre cualquier ofensa.

 

I. El Reino de los Cielos es semejante a un rey que quiso arreglar cuentas con sus siervos, leemos en el Evangelio de la Misa (1). Habiendo comenzado su tarea, se presentó uno que tenía una deuda de diez mil talentos, una suma inmensa, imposible de pagar. Este primer deudor somos nosotros mismos; adeudamos tanto a Dios que nos es imposible pagarlo. Le debemos el beneficio de nuestra creación, por el cual nos prefirió a otros muchos, a quienes pudo llamar a la existencia en nuestro lugar. Con la colaboración de nuestros padres formó el cuerpo, para el que creó, directamente, un alma inmortal, irrepetible, destinada, junto con el cuerpo, a ser eternamente feliz en el Cielo. Nos encontramos en el mundo por expreso deseo suyo. Le debemos la conservación en la existencia, pues sin Él volveríamos a la nada. Nos ha dado las energías y cualidades del cuerpo y del espíritu, la salud, la vida y todos los bienes que poseemos. Por encima de este orden natural, estamos en deuda con Él por el beneficio de la Encarnación de su Hijo, por la Redención, por la filiación divina, por la llamada a participar de la vida divina aquí en la tierra y más tarde en el Cielo con la glorificación del alma y del cuerpo.

Le debemos el don inmenso de ser hijos de la Iglesia, en la que tenemos la dicha de poder recibir los sacramentos y, de modo singular, la Sagrada Eucaristía. En la Iglesia, por la Comunión de los Santos, participamos en las buenas obras de los demás fieles; en cualquier momento estamos recibiendo gracias de otros miembros, de quienes están en oración o de aquellos que han ofrecido su trabajo o su dolor... También recibimos continuamente el beneficio de los santos que ya están en el Cielo, de las almas del Purgatorio y de los Ángeles. Todo nos llega por las manos de Nuestra Madre, Santa María, y en última instancia por la fuente inagotable de los méritos infinitos de Cristo, nuestra Cabeza (2), nuestro Redentor y Mediador. Estas ayudas nos favorecen diariamente, preservándonos del pecado, iluminándonos interiormente, estimulándonos a cumplir con nuestro deber, a hacer el bien en todo momento, a callar cuando los demás murmuran, a salir en defensa de los más débiles...

Debemos a Dios la gracia necesaria para practicar el bien, la constancia en los propósitos, los deseos cada vez mayores de seguir a Jesucristo, y todo progreso en las virtudes. Le debemos de modo muy particular la gracia inmensa de la vocación a la que cada uno de nosotros ha sido llamado, y de la que se han derivado luego tantas otras gracias y ayudas...

En verdad, somos unos deudores insolventes, que no tenemos con qué pagar. Sólo podemos adoptar la actitud del siervo de esta parábola: Entonces el servidor, echándose a sus pies, le suplicaba: Ten paciencia conmigo y te pagaré todo. Y como somos sus hijos, nos podemos acercar a Él con una confianza ilimitada. Los padres no se acuerdan de los préstamos que un día, llevados por el amor, hicieron a sus hijos pequeños. "Descansa en la filiación divina. Dios es un Padre -¡tu Padre!- lleno de ternura, de infinito amor.

"-Llámale Padre muchas veces, y dile -a solas- que le quieres, ¡que le quieres muchísimo!: que sientes el orgullo y la fuerza de ser hijo suyo" (3). Nuestro hermano mayor, Jesucristo, paga con creces por todos nosotros.

 

II. Ten paciencia conmigo y te pagaré todo...

En la Santa Misa ofrecemos con el sacerdote la hostia pura, santa, inmaculada, una acción de gracias de infinito valor, y unimos a ella la insuficiencia de nuestro pobre agradecimiento: Dirige tu mirada serena y bondadosa sobre esta ofrenda, le suplicamos cada día; acéptala, como aceptaste el sacrificio de Abrahán, nuestro padre en la fe, y la oblación pura de tu sumo sacerdote Melquisedec (4). Por Cristo, con Él y en Él, a Ti, Dios Padre omnipotente, en unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos... Con Cristo, unidos a Él, podemos decir: todo te lo pagaré.

La Misa es la más perfecta acción de gracias que puede ofrecerse a Dios. La vida entera de Cristo fue una continuada acción de gracias al Padre, actitud interior que en diversas ocasiones se traducía al exterior en palabras y en gestos, como han recogido los Evangelistas. Gracias te doy, porque me has escuchado, exclama Jesús después de la resurrección de Lázaro (5). Y en la multiplicación de los panes y de los peces da igualmente gracias antes de que sean repartidos a la multitud que espera (6). En la Ultima Cena tomó pan, dio gracias, lo partió..., tomó luego un cáliz, y dadas las gracias... (7).

En el milagro de la curación de los leprosos podemos apreciar cómo el Señor no es indiferente al agradecimiento: ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios sino este extranjero? (8), pregunta Jesús extrañado; y, a la vez, no deja de alertar a sus discípulos sobre el pecado de ingratitud, en el que pueden incurrir aquellos que, a fuerza de recibir abundantes beneficios, acaban no agradeciendo ninguno, porque se acostumbran a recibir, y llegan incluso a considerar que les son debidos. Todo es don de Dios. Estar en sintonía con Dios supone acoger sus favores con el ánimo agradecido de quien es consciente del don del que es objeto. Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice "dame de beber", tú le pedirías a Él, y Él te daría a ti agua viva (9), hubo de aclarar el Señora la mujer samaritana, que estaba a punto de cerrarse a la gracia (10).

Nuestro agradecimiento a Dios por tantos y tantos dones, que no podemos pagar, se ha de unir a la acción de gracias de Cristo en la Santa Misa. Quien es agradecido ve las cosas buenas con buenos ojos, y su disposición interior se identifica con el amor. Así debemos acudir cada día al Santo Sacrificio del Altar, diciéndole a Dios Padre, en unión con Jesucristo: ¡qué bueno eres, Padre!, ¡gracias por todo!: por aquellos bienes que contemplo a mi alrededor y por esos otros, mucho mayores, que Tú me das y que ahora están ocultos a mis ojos. ¿Cómo podré pagar a Dios todo el bien que me ha hecho? (11), nos podemos preguntar cada día con el Salmista. Y no hallaremos mejor forma que participar cada día con más hondura en la Santa Misa, ofreciendo al Padre el sacrificio del Hijo, al que -a pesar de nuestra poquedad- uniremos nuestra personal oblación: Bendice y acepta, oh Padre, esta ofrenda haciéndola espiritual... (12). La presencia del Señor en el Sagrario es otro motivo profundo para darle gracias con el corazón lleno de alegría.

 

III. Aunque toda la Misa es acción de gracias, ésta queda particularmente señalada en el momento del Prefacio. En un particular clima de alegría, reconocemos y proclamamos que es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno, por Cristo nuestro Señor.

Gracias siempre y en todo lugar... Ésa debe ser nuestra actitud ante Dios: ser agradecidos en todo momento, en cualquier circunstancia. También cuando nos cueste entender algún acontecimiento. "Es muy grato a Dios el reconocimiento a su bondad que supone recitar un "Te Deum" de acción de gracias, siempre que acontece un suceso algo extraordinario, sin dar peso a que sea -como lo llama el mundo- favorable o adverso: porque viniendo de sus manos de Padre, aunque el golpe del cincel hiera la carne, es también una prueba de Amor, que quita nuestras aristas para acercarnos a la perfección" (13). Todo es una continua llamada ut in gratiarum actione semper maneamus..., para que permanezcamos siempre en una continua acción de gracias (14).

Ut in gratiarum actione semper maneamus... Debemos trasladar a nuestra vida corriente esta actitud agradecida para con Dios. Aprovechemos los acontecimientos pequeños del día para mostrarnos agradecidos por tantos servicios que lleva consigo la vida de familia y toda convivencia: en el trabajo, en las relaciones sociales... Mostremos nuestra gratitud a quien nos vende el periódico, al dependiente que nos atiende, a quien ha permitido que podamos salir con el coche en medio del tráfico de la gran ciudad, a la farmacéutica que tan amablemente nos ha despachado esas medicinas.

Pero el Señor nos muestra en este pasaje del Evangelio otro modo de saldar nuestras deudas con Él: también las que hemos contraído por las muchas culpas de nuestros pecados y faltas de correspondencia. Quiere el Señor que perdonemos y disculpemos las posibles ofensas que los demás pueden hacernos, pues, en el peor de los casos, la suma de las ofensas que hemos podido recibir no superan los cien denarios, algo completamente irrelevante en comparación de los diez mil talentos (unos sesenta millones de denarios). Si nosotros sabemos disculpar las pequeñeces de los demás (en algún caso quizá también una injuria grave), el Señor no tendrá en cuenta la larga deuda que tenemos con Él. Ésta es la condición que nos pone Jesús al final de la parábola. Y es lo que decimos a Dios cada día al recitar el Padrenuestro: perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden. Cuando disculpamos y olvidamos, imitamos al Señor, pues nada "nos asemeja tanto a Dios como estar siempre dispuestos para el perdón" (15).

Acabamos nuestra meditación con una oración muy frecuente en el pueblo cristiano: Te doy gracias, Dios mío, por haberme creado, redimido, hecho cristiano y conservado la vida. Te ofrezco mis pensamientos, palabras y obras de este día. No permitas que te ofenda y dame fortaleza para huir de las ocasiones de pecar. Haz que crezca mi amor hacia Ti y hacia los demás.

 

 

 

(1) Mt 18, 23-35.- (2) Cfr. SANTO TOMAS, Suma Teológica, 3, q. 8.- (3) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Forja, n. 331.- (4) MISAL ROMANO, Plegaria Eucarística I.- (5) Jn 11, 41.- (6) Cfr. Mt 15, 36.- (7) Lc 22, 19; Mt 26, 17.- (8) Lc 17, 18.- (9) Jn 4, 10.- (10) Cfr. J. M. PERO-SANZ, La hora sexta, Rialp, Madrid 1978, p. 267.- (11) Sal 115, 2.- (12) MISAL ROMANO, loc. cit.- (13) J. ESCRIVA DE BALAGUER, o. c. , n. 609.- (14) MISAL ROMANO, Oración postcomunión en la fiesta de San Justino.- (15) SAN JUAN CRISOSTOMO, Homilías sobre San Mateo, 19, 7.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. DECIMONOVENA SEMANA. VIERNES

62. Matrimonio y virginidad.

- El matrimonio, camino vocacional. Dignidad, unidad, indisolubilidad.

- La fecundidad de la virginidad y del celibato apostólico.

- La santa pureza, defensora del amor humano y del divino.

 

I. El Evangelio de la Misa (1) nos presenta a unos fariseos que se acercaron a Jesús para hacerle una pregunta con ánimo de tentarle: ¿Es lícito a un hombre repudiar a su mujer por cualquier motivo? Era una cuestión que dividía a las diferentes escuelas de interpretación de la Escritura. El divorcio era comúnmente admitido; la cuestión que plantean aquí a Jesús se refiere a la casuística sobre los motivos. Pero el Señor se sirve de esta pregunta banal para entrar en el problema de fondo: la indisolubilidad. Cristo, Señor absoluto de toda legislación, restaura el matrimonio a su esencia y dignidad originales, tal como fue concebido por Dios: ¿No habéis leído -les contesta Jesús- que al principio el Creador los hizo varón y hembra, y que dijo: Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne? Así, pues, ya no son dos, sino una sola carne. Por tanto, lo que Dios unió no lo separe el hombre (...).

El Señor proclamó para siempre la unidad y la indisolubilidad del matrimonio por encima de cualquier consideración humana. Existen muchas razones en favor de la indisolubilidad del vínculo matrimonial: la misma naturaleza del amor conyugal, el bien de los hijos, el bien de la sociedad... Pero la raíz honda de la indisolubilidad matrimonial está en la misma voluntad del Creador, que así lo hizo: uno e indisoluble. Es tan fuerte este vínculo que se contrae, que sólo la muerte puede romperlo. Con esta imagen gráfica lo explica San Francisco de Sales: "Cuando se pegan dos trozos de madera de abeto formando ensambladura, si la cola es fina, la unión llega a ser tan sólida, que las piezas se romperán por otra parte, pero nunca por el sitio de la juntura" (2); así el matrimonio.

Para sacar adelante esa empresa es necesaria la vocación matrimonial, que es un don de Dios (3), de tal forma que la vida familiar y los deberes conyugales, la educación de los hijos, el empeño por sacar adelante y mejorar económicamente a la familia, son situaciones que los esposos deben sobrenaturalizar (4), viviendo a través de ellas una vida de entrega a Dios; han de tener la persuasión de que Dios provee su asistencia para que puedan cumplir adecuadamente los deberes del estado matrimonial, en el que se han de santificar.

Por la fe y la enseñanza de la Iglesia, los cristianos tenemos un conocimiento más hondo y perfecto de lo que es el matrimonio, de la importancia que tiene la familia para cada hombre, para la Iglesia y para la sociedad. De aquí nuestra responsabilidad en estos momentos en los que los ataques a esta institución humana y divina no cesan en ningún frente: a través de revistas, de escándalos llamativos a los que se da una especial publicidad, de seriales de televisión que alcanzan a un gran público que poco a poco va deformando su conciencia... Al dar la doctrina verdadera -la de la ley natural, iluminada por la fe- estamos haciendo un gran bien a toda la sociedad.

Pensemos hoy en nuestra oración si defendemos la familia -especialmente a los miembros más débiles, a los que pueden sufrir más daño- de esas agresiones externas, y si nos esmeramos en vivir delicadamente esas virtudes que son ayuda para todos: el respeto mutuo, el espíritu de servicio, la amabilidad, la comprensión, el optimismo, la alegría que supera los estados de ánimo, las atenciones para con todos pero especialmente para el más necesitado...

 

II. La doctrina del Señor acerca de la indisolubilidad y dignidad del matrimonio resultó tan chocante a los oídos de todos que hasta sus mismos discípulos le dijeron: Si tal es la condición del hombre respecto a su mujer, no trae cuenta casarse. Y Jesús proclamó a continuación el valor del celibato y de la virginidad por amor al Reino de los Cielos, la entrega plena a Dios, indiviso corde (5), sin la mediación del amor conyugal, que es uno de los dones más preciados de la Iglesia.

Quienes han recibido la llamada a servir a Dios en el matrimonio, se santifican precisamente en el cumplimiento abnegado y fiel de los deberes conyugales, que para ellos se hace camino cierto de unión con Dios. Los que han recibido la vocación al celibato apostólico encuentran en la entrega total a Dios, y a los demás por Dios, la gracia para vivir felices y alcanzar la santidad en medio de sus quehaceres temporales, si allí los buscó y los dejó el Señor: ciudadanos corrientes, con una vocación profesional definida, entregados a Dios y al apostolado, sin límites y sin condicionamientos. Es una llamada en la que Dios muestra una particular predilección y para la que da unas ayudas muy determinadas. La Iglesia crece así en santidad con la fidelidad de los cristianos, respondiendo a la llamada peculiar que el Señor hizo a cada uno. Entre éstas "sobresale el don precioso de la gracia divina, que el Padre concede a algunos (Mt 19, 11; 1 Cor 7, 7) para que con mayor facilidad se puedan entregar sólo a Dios en la virginidad o en el celibato" (6). Esta plena entrega a Dios "siempre ha tenido un lugar de honor en la Iglesia, como señal y estímulo de la caridad y como manantial peculiar de espiritual fecundidad en el mundo" (7).

La virginidad y el matrimonio son necesarios para el crecimiento de la Iglesia, y ambos suponen una vocación específica de parte del Señor. La virginidad y el celibato no sólo no contradicen la dignidad del matrimonio, sino que la presuponen y la confirman. El matrimonio y la virginidad "son dos modos de expresar y de vivir el único misterio de la Alianza de Dios con su pueblo" (8). Y si no se estima la virginidad, no se comprende con toda hondura la dignidad matrimonial; también "cuando la sexualidad humana no se considera un gran valor dado por el Creador, pierde significado la renuncia por el Reino de los Cielos" (9). "Quien condena el matrimonio -decía ya San Juan Crisóstomo-, priva también a la virginidad de su gloria; en cambio, quien lo alaba, hace la virginidad más admirable y luminosa" (10).

El amor vivido en la virginidad o en un celibato apostólico es el gozo de los hijos de Dios, porque les posibilita de un modo nuevo ver al Señor en este mundo, contemplar Su rostro a través de las criaturas. Es para los cristianos y para los no creyentes un signo luminoso de la pureza de la Iglesia. Lleva consigo una particular juventud interior y una eficacia gozosa en el apostolado. "Aun habiendo renunciado a la fecundidad física, la persona virgen se hace espiritualmente fecunda, padre y madre de muchos, cooperando a la realización de la familia según el designio de Dios. "Los esposos cristianos tienen, pues, el derecho de esperar de las personas vírgenes el buen ejemplo y el testimonio de la fidelidad a su vocación hasta la muerte. Así como para los esposos la fidelidad se hace a veces difícil y exige sacrificio, mortificación y renuncia de sí, así también puede ocurrir a las personas vírgenes. La fidelidad de éstas incluso ante eventuales pruebas, debe edificar la fidelidad de aquellos" (11).

Dios, dice San Ambrosio, "amó tanto a esta virtud, que no quiso venir al mundo sino acompañado de ella, naciendo de Madre virgen" (12). Pidamos con frecuencia a Santa María que haya siempre en el mundo personas que respondan a esta llamada concreta del Señor; que sepan ser generosas para entregar al Señor un amor que no comparten con nadie, y que les posibilita el darse sin medida a los demás.

 

III. Para llevar a cabo la propia vocación es necesario vivir la santa pureza, de acuerdo con las exigencias del propio estado. Dios da las gracias necesarias a quienes han sido llamados en el matrimonio y a quienes les ha pedido el corazón entero, para que sean fieles y vivan esta virtud, que no es la principal, pero sí es indispensable para entrar en la intimidad de Dios. Puede ocurrir que, en algunos ambientes, esta virtud no esté de moda, y que vivirla con todas sus consecuencias sea, a los ojos de muchos, algo incomprensible o utópico. También los primeros cristianos hubieron de hacer frente a un ambiente hostil y agresivo en éste y en otros campos.

Después, los pastores de la Iglesia se vieron obligados a pronunciar palabras como éstas de San Juan Crisóstomo, que parecen dirigidas a muchos cristianos de nuestros días: "¿Qué quieres que hagamos? ¿Subirnos al monte y hacernos monjes? Y eso que decís es lo que me hace llorar: que penséis que la modestia y la castidad son propias de los monjes. No. Cristo puso leyes comunes para todos. Y así, cuando dijo: el que mira a una mujer para desearla (Mt 5, 28), no hablaba con el monje, sino con el hombre de la calle (...). Yo no te prohíbo casarte, ni me opongo a que te diviertas. Sólo quiero que se haga con templanza, no con impudor, no con culpas y pecados sin cuento. No pongo por ley que os vayáis a los montes y desiertos, sino que seáis buenos, modestos y castos aun viviendo en medio de las ciudades" (13).

¡Qué bien tan grande podemos realizar en el mundo viviendo delicadamente esta santa virtud! Llevaremos a todos los lugares que habitualmente frecuentamos nuestro propio ambiente, con el bonus odor Christi (14), el buen aroma de Cristo, que es propio del alma recia que vive la castidad.

A esta virtud acompañan otras, que apenas llaman la atención pero que marcan un modo de comportamiento siempre atractivo. Así son, por ejemplo, los detalles de modestia y de pudor en el vestir, en el aseo, en el deporte; la negativa, clara y sin paliativos, a participar en conversaciones que desdicen de un cristiano y de cualquier persona de bien, el rechazo de espectáculos inmorales, un planteamiento de las vacaciones que evita la ociosidad y el deterioro moral...; y, sobre todo, el ejemplo alegre de la propia vida, el optimismo ante los acontecimientos, el deseo de vivir...

Esta virtud, tan importante en todo apostolado en medio del mundo, es guardiana del Amor, del que a la vez se nutre y en el que encuentra su sentido; protege y defiende tanto el amor divino como el humano. Y si el amor se apaga sería muy difícil, quizá imposible, vivirla, al menos en su verdadera plenitud y juventud.

 

 

 

(1) Mt 19, 3-12.- (2) SAN FRANCISCO DE SALES, Introducción a la vida devota, 3, 38.- (3) Cfr. CONC. VAT. II, Const. Lumen gentium, 11.- (4) Cfr. J. ESCRIVA DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 23.- (5) 1 Cor 7, 33.- (6) CONC. VAT. II, loc. cit. , 42.- (7) Ibídem.- (8) JUAN PABLO II, Exhor. Apost. Familiaris consortio, 22-XI-1981, 16.- (9) Ibídem.- (10) SAN JUAN CRISOSTOMO, Tratado sobre la virginidad, 10.- (11) JUAN PABLO II, loc. cit.- (12) SAN AMBROSIO, Tratado sobre las vírgenes, 1.- (13) SAN JUAN CRISOSTOMO, Homilías sobre el Evangelio de San Mateo, 7, 7.- (14) 2 Cor 2, 15.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. DECIMONOVENA SEMANA. SABADO

63. La bendición de los niños.

- El amor de Jesús por los niños y por quienes, por ser hijos de Dios, se hacen como tales.

- Vida de infancia y filiación divina.

- Infancia espiritual y humildad.

 

I. Jesús amó con predilección -así nos lo muestra el Evangelio en repetidas ocasiones- a los enfermos, a quienes más le necesitaban y a los niños. A éstos los amó con verdadera ternura porque, además de estar siempre precisados de ayuda, reúnen las cualidades que Él exige como condiciones indispensables para formar parte de su Reino.

Dos veces en el Evangelio de la vida pública aparece Jesús bendiciendo a los niños y presentándolos a sus discípulos como ejemplo. Una fue en Galilea, en Cafarnaún, y la otra en Judea, probablemente cerca de Jericó, cuando se disponía a subir a Jerusalén. El relato de esta última lo leemos en el Evangelio de la Misa (1): le presentaron unos niños, refiere San Mateo. Quienes los llevan son, seguramente, las mujeres: las madres, abuelas o hermanas. Han entrado en la casa donde está Jesús, empujando probablemente a los pequeños delante de ellas, y los colocan cerca del Señor, para que les impusiera las manos y orase por ellos, como si fueran los gestos y atenciones habituales de Jesús con los niños. Quizá han distraído a los oyentes que escuchan al Maestro; por eso, los discípulos les reñían. Pero el Señor interviene: Dejad a los niños y no les impidáis que vengan a Mí, porque de éstos es el Reino de los Cielos. Y después de imponerles las manos, se marchó de allí. Al declarar que el Reino de los Cielos pertenece a los niños, en primer lugar nos enseña, con el sentido propio de las palabras, que los niños no están excluidos en absoluto del Reino y que, por tanto, hemos de tener gran cuidado en prepararlos y conducirlos a Él. Ante todo, deben ser bautizados cuanto antes, como repetidas veces, en todas las épocas (2), ha urgido Nuestra Madre la Iglesia, que desea tenerlos cuanto antes en su seno. "El común sentir y la autoridad de los Santos Padres -enseña el Catecismo Romano- prueba que esta ley debe entenderse no sólo de los que están en edad adulta, sino también de los niños en la infancia, y que ésta la ha recibido la Iglesia por Tradición apostólica. Se debe creer, además, que Cristo Nuestro Señor no quiso que se negase el sacramento y la gracia del Bautismo a los niños, de quienes decía: dejad a los niños y no les impidáis que vengan a Mí..." (3). El deber de los padres se inicia con "la obligación de hacer que los hijos sean bautizados en las primeras semanas" (4).

En el Bautismo reciben la misma vida de Cristo, se hacen hijos de Dios de una manera completamente nueva, y reciben el Cielo como herencia. El Señor mirará con especial aprecio y benevolencia a las madres que procuraron que sus hijos recibieran este sacramento con prontitud y, más tarde, supieron poner todos los medios, incluso extraordinarios, para que recibieran la oportuna catequesis de los misterios de la fe.

Nos dice el Señor también en este pasaje del Evangelio que su Reino pertenece a quienes, como los niños, tienen una mirada limpia y un corazón puro, sin complicaciones, sencillo, sin pretensiones ni orgullo: ante Dios somos como niños pequeños, y así nos debemos comportar ante Él. "El niño está, al principio de la vida, abierto a cualquier aventura. También tú; no pongas ningún obstáculo para avanzar en la vida del Evangelio y para continuar durante tu vida en esa novedad" (5).

 

II. En su primera venida a la tierra, en la Encarnación, el Hijo de Dios se nos presenta no como un ángel, ni como un poderoso; viene bajo la débil y frágil condición de un niño. Aunque pudo manifestarse de otra forma, quiso escoger la debilidad de un niño; como si necesitara protección y amor.

Dios ha querido que nosotros, a imitación de su Hijo, nos comportemos como aquello que somos: hijos débiles, que necesitan continuamente su ayuda. El Padre quiere que nos llamemos hijos de Dios y que lo seamos (6), y en estas pocas palabras se encierra uno de los puntos centrales de nuestra fe, que nos da la pauta para comportarnos ante Dios. Para ser como niños, se requiere un cambio profundo, que comporta dejar de pensar, de juzgar, de actuar de aquel modo menos propio de un hijo pequeño; y asimilar la enseñanza divina, para ejercitarse en ella de continuo. ¿Qué se nos pide en este proceso de hacernos como niños? En primer lugar, una firme voluntad de comportarse como hijos de Dios, dócil a su Voluntad, con pureza de mente y de cuerpo, humilde y sencillo de espíritu. Ese empeño se manifiesta en la lucha que vivieron los Apóstoles y los santos: a medida que iban siendo transformados por el Espíritu Santo, se iban reconociendo, cada vez más claramente, como hijos de Dios. Hacerse como niños en la vida espiritual es más que una buena devoción: es un querer expreso del Señor. Aunque no todos los santos lo hayan manifestado de una manera explícita, ésa ha sido la actitud de todos ellos, porque el Espíritu Santo la origina siempre, inspirándonos esa rectitud de corazón que los niños tienen en su inocencia (7).

"El niño bobo llora y patalea, cuando su madre cariñosa hinca un alfiler en su dedo para sacar la espina que lleva clavada... El niño discreto, quizá con los ojos llenos de lágrimas -porque la carne es flaca-, mira agradecido a su madre buena, que le hace sufrir un poco, para evitar mayores males.

"-Jesús, que sea yo un niño discreto" (8), le pedimos en este rato de oración: que sepa comprender que en la enfermedad, el dolor, el aparente fracaso profesional..., se encuentra la mano providente de un Padre que nunca ha dejado de velar por sus hijos. Aceptemos con corazón alegre y agradecido todo cuanto la vida quiera ofrecernos, lo dulce y lo amargo, como enviado, o permitido, por quien es infinitamente sabio, por quien más nos quiere.

Esta vida de infancia espiritual comporta sencillez, humildad, abandono, pero no es inmadurez. "El niño bobo llora y patalea...": el infantilismo es inmadurez de la mente, del corazón, de las emociones, está estrechamente ligado a la falta de autodisciplina, a la falta de lucha. Esa actitud puede acompañar a muchas personas durante toda su vida, hasta la vejez, hasta la muerte, sin ser de verdad niños delante de Dios. La verdadera infancia espiritual lleva consigo madurez en la mente -visión sobrenatural, ponderación de los acontecimientos a la luz de la fe y con la asistencia de los dones del Espíritu Santo- y, junto a esta madurez, la sencillez, la descomplicación: "El niño discreto mira agradecido...". Por contraste, no progresa en esa senda de la vida de infancia quien vive en la maraña de la complicación, con todas las fluctuaciones de la inmadurez en sus deseos, sus ideas sus ocurrencias, sus emociones, con una conducta variable en cada momento y permanentemente preocupada por su yo...En cambio, el niño discreto, en su sencillez, en su debilidad, está totalmente ocupado en la gloria de su Padre Dios, como vivió siempre su Maestro en su vida terrena, el verdadero niño, el hijo verdadero, vive y habla con su Abba, con su Padre.

 

III. ???lud de todo esto no consiste en el desconocimiento del mal, sino en su repulsa; no consiste en la imposibilidad de pecar, sino en no consentir en el pecado. Por tanto, el Señor no se refiere a la niñez como tal, sino a la inocencia que tienen los niños en su sencillez" (11).

En la vida cristiana, la madurez se da precisamente cuando nos hacemos niños delante de Dios, hijos suyos que confían y se abandonan en Él como un niño pequeño en brazos de su padre. Entonces vemos los acontecimientos del mundo como son, en su verdadero valor, y no tenemos otra preocupación que agradar a nuestro Padre y Señor.

Hacerse como niños, la vida de infancia, es un camino espiritual que exige la virtud sobrenatural de la fortaleza para vencer la tendencia al orgullo y a la autosuficiencia, que impide que nos comportemos como hijos de Dios y conduce, al ver una y otra vez los propios fracasos, al desaliento, a la aridez y a la soledad. La piedad filial, por el contrario, fortalece la esperanza, la certeza de llegar a la meta, y da la paz y la alegría en esta vida. Ante las dificultades de la vida no nos sentiremos jamás solos, por muy grandes que sean. El Señor no nos abandona, y esta confianza será para nosotros como el agua para el viajero en el desierto. Sin ella no podríamos seguir adelante.

Pidamos a la Virgen, nuestra Madre, que nos lleve siempre de la mano como a hijos pequeños, con más cuidado cuanto mayor sea la madurez que los años y la exud de todo esto no consiste en el desconocimiento del mal, sino en su repulsa; no consiste en la imposibilidad de pecar, sino en no consentir en el pecado. Por tanto, el Señor no se refiere a la niñez como tal, sino a la inocencia que tienen los niños en su sencillez" (11).

En la vida cristiana, la madurez se da precisamente cuando nos hacemos niños delante de Dios, hijos suyos que confían y se abandonan en Él como un niño pequeño en brazos de su padre. Entonces vemos los acontecimientos del mundo como son, en su verdadero valor, y no tenemos otra preocupación que agradar a nuestro Padre y Señor.

Hacerse como niños, la vida de infancia, es un camino espiritual que exige la virtud sobrenatural de la fortaleza para vencer la tendencia al orgullo y a la autosuficiencia, que impide que nos comportemos como hijos de Dios y conduce, al ver una y otra vez los propios fracasos, al desaliento, a la aridez y a la soledad. La piedad filial, por el contrario, fortalece la esperanza, la certeza de llegar a la meta, y da la paz y la alegría en esta vida. Ante las dificultades de la vida no nos sentiremos jamás solos, por muy grandes que sean. El Señor no nos abandona, y esta confianza será para nosotros como el agua para el viajero en el desierto. Sin ella no podríamos seguir adelante.

Pidamos a la Virgen, nuestra Madre, que nos lleve siempre de la mano como a hijos pequeños, con más cuidado cuanto mayor sea la madurez que los años y la experiencia nos van dando.

 

 

 

(1) Mt 19, 13-15.- (2) Cfr. S. C. PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Instrucción sobre el bautismo de los niños, 20-X-1980.- (3) CATECISMO ROMANO, II, 2, 32.- (4) Código de Derecho Canónico, can. 867, 1.- (5) CH. LUBICH, Palabras para vivir, Ciudad Nueva, Madrid 1981, p. 47.- (6) 1 Jn 3, 1.- (7) Cfr. B. PERQUIN, Abba, Padre, p. 142.- (8) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Forja, n. 329.- (9) Cfr. B. PERQUIN, o. c., p. 143.- (10) Lc 18, 17.- (11) SAN AMBROSIO, Comentario al Evangelio de San Lucas, 18, 17.