TIEMPO ORDINARIO. DECIMOQUINTA SEMANA

 

DOMINGO CICLO A

19. Parábola del sembrador.

- La semilla y el camino. La falta de recogimiento interior impide la unión con Dios.

- El pedregal y los espinos. Necesidad del sacrificio y del desprendimiento en la vida sobrenatural.

- Correspondencia a la gracia. Dar fruto.

 

I. San Mateo nos dice en el Evangelio de la Misa (1) que Jesús se sentó junto al mar y se le acercó tanta gente para oír su palabra que hubo de subirse a una barca, mientras la multitud le escuchaba desde la orilla. El Señor, sentado ya en la pequeña embarcación, comenzó a enseñarles: Salió un sembrador a sembrar, y la semilla cayó en tierra muy desigual.

En Galilea, terreno accidentado y lleno de colinas, se destinaban a la siembra pequeñas extensiones de terreno en valles y riberas; la parábola reproduce la situación agrícola de aquellas tierras. El sembrador esparce a voleo su semilla, y así se explica que una parte caiga en el camino. La semilla caída en estos senderos era pronto comida por los pájaros o pisoteada por los transeúntes. El detalle del suelo pedregoso, cubierto sólo por una delgada capa de tierra, correspondía también a la realidad. A causa de su poca profundidad, brota la semilla con más rapidez, pero el calor la seca con la misma prontitud por carecer de raíces profundas.

El terreno donde cae la buena semilla es el mundo entero, cada hombre; nosotros somos también tierra para la simiente divina. Y aunque la siembra es realizada con todo amor -es Dios que se vuelca en el alma-, el fruto depende en buena parte del estado de la tierra donde cae. Las palabras de Jesús nos muestran con toda fuerza la responsabilidad que tiene el hombre de disponerse para aceptar y corresponder a la gracia de Dios.

Parte cayó junto al camino, y vinieron los pájaros y se la comieron. Oyen la palabra de Dios, pero viene luego el Maligno y arrebata lo sembrado en su corazón. El camino es la tierra pisada, endurecida; son las almas disipadas, vacías, abiertas por completo a lo externo, incapaces de recoger sus pensamientos y guardar los sentidos, sin ordenen sus afectos, poco vigilantes en los sentimientos, con la imaginación puesta con frecuencia en pensamientos inútiles; son también las almas sin cultivo alguno, nunca roturadas, acostumbradas a vivir de espaldas al Señor. Son corazones duros, como esos viejos caminos continuamente transitados. Escuchan la palabra divina, pero con suma facilidad el diablo la arranca de sus almas. "Él no es perezoso, antes bien, tiene los ojos siempre abiertos y está siempre preparado para saltar y llevarse el don que vosotros no usáis" (2).

Necesitamos pedir al Señor fortaleza para no ser jamás como éstos que "se parecen al camino donde cayó la semilla: negligentes, tibios y desdeñosos" (3). Negligencia y tibieza que se manifiestan en la falta de contrición y de arrepentimiento, y de una lucha decidida contra los pecados veniales. La primera vez que el Sembrador arrojó su semilla en la tierra de nuestra alma fue en el Bautismo. ¡Cuántas veces desde entonces nos ha dado su gracia abundante! ¡Cuántas veces pasó cerca de nuestra vida, ayudando, alentando, perdonando! Ahora, en la intimidad de la oración, calladamente, podemos decirle: "¡Oh, Jesús! Si, siendo ¡como he sido! -pobre de mí-, has hecho lo que has hecho...; si yo correspondiera, ¿qué harías?

"Esta verdad te ha de llevar a una generosidad sin tregua.

"Llora, y duélete con pena y con amor, porque el Señor y su Madre bendita merecen otro comportamiento de tu parte" (4).

 

II. Otra parte cayó en pedregal, donde no había mucha tierra, y brotó pronto por no ser hondo el suelo; pero al salir el sol, se agostó y se secó porque no tenía raíz. Este pedregal representa a las almas superficiales, con poca hondura interior, inconstantes, incapaces de perseverar. Tienen buenas disposiciones, incluso reciben la gracia con alegría, pero, llegado el momento de hacer frente a las dificultades, retroceden; no son capaces de sacrificarse por llevar a cabo los propósitos que un día hicieron, y éstos mueren sin dar fruto. Hay algunos, enseña Santa Teresa, que después de vencer a los primeros enemigos de la vida interior "acabóseles el esfuerzo, faltóles ánimo", dejaron de luchar, cuando sólo estaban "a dos pasos de la fuente del agua viva que dijo el Señor a la Samaritana que quien la bebiere no tendrá sed" (5). Hemos de pedir al Señor constancia en los propósitos, espíritu de sacrificio para no detenernos ante las dificultades, que necesariamente hemos de encontrar. Comenzar y recomenzar una y otra vez, con santa tozudez, empeñándonos en llegar a la santidad a la que Jesús nos llama, y para la que nos da las gracias necesarias. "El alma que ama a Dios de veras no deja por pereza de hacerlo que puede para encontrar al Hijo de Dios, su Amado. Y después que ha hecho todo lo que puede, no se queda satisfecha y piensa que no ha hecho nada" (6), enseña San Juan de la Cruz.

Otra parte cayó entre espinos; crecieron los espinos y la sofocaron. Son los que oyen la palabra de Dios, pero las preocupaciones de este mundo y la seducción de las riquezas sofocan la palabra y queda estéril. El amor a las riquezas, la ambición desordenada de influencia o de poder, una excesiva preocupación por el bienestar y el confort, y la vida cómoda son duros espinos que impiden la unión con Dios. Son almas volcadas en lo material, envueltas en "una avaricia de fondo, que lleva a no valorar sino lo que se puede tocar. Los ojos que se quedan como pegados a las cosas terrenas, pero también los ojos que, por eso mismo, no saben descubrir las realidades sobrenaturales" (7); están como ciegos para lo que verdaderamente importa.

Dejar que el corazón se aficione al dinero, a las influencias, al aplauso, a la última comodidad que pregona la publicidad, a los caprichos, a la abundancia de cosas innecesarias, es un grave obstáculo para que el amor de Dios arraigue en el corazón. Es difícil que quien está poseído por esta afición a tener más, a buscar siempre lo más cómodo, no caiga en otros pecados. "Por eso -comenta San Juan de la Cruz- el Señor los llamó en el Evangelio espinas, para dar a entender que el que los manoseare con la voluntad, quedará herido de algún pecado" (8).

Enseña San Pablo que quien pone su corazón en los bienes terrenos como si fueran bienes absolutos comete una especie de idolatría (9). Este desorden del alma lleva con frecuencia a la falta de mortificación, a la sensualidad, a apartar la mirada de los bienes sobrenaturales, pues se cumplen siempre aquellas palabras del Señor: donde está vuestro tesoro, allí estará vuestro corazón (10). En este mal terreno quedará indudablemente sofocada la semilla de la gracia.

 

III. Lo sembrado en buena tierra es el que oye la palabra y la entiende, y fructifica y produce el ciento, o el sesenta, o el treinta. Dios espera de nosotros que seamos un buen terreno que acoja la gracia y dé frutos; más y mejores frutos produciremos cuanto mayor sea nuestra generosidad con Dios. "Lo único que nos importa -comenta San Juan Crisóstomo- es no ser camino, ni pedregal, ni cardos, sino tierra buena (...). No sea el corazón camino donde el enemigo se lleve, como el pájaro, la semilla pisada por los transeúntes; ni peñascal donde la poca tierra haga germinar enseguida lo que ha de agostar el sol; ni abrojal de pasiones humanas y cuidados de la vida" (11).

Todos los hombres pueden convertirse en terreno preparado para recibir la gracia, cualquiera que haya sido su vida pasada: el Señor se vuelca en el alma en la medida en que encuentra acogida. Dios nos da tantas gracias porque tiene confianza en cada uno; no existen terrenos demasiado duros o baldíos para Él, si se está dispuesto a cambiar y a corresponder: cualquier alma se puede convertir en un vergel, aunque antes haya sido desierto, porque la gracia de Dios no falta y sus cuidados son mayores que los del más experto labrador. Supuesta la gracia, el fruto sólo depende del hombre, que es libre de corresponder o no. "La tierra es buena, el sembrador el mismo, y las simientes las mismas; y sin embargo, ¿cómo es que una dio ciento, otra sesenta y otra treinta? Aquí la diferencia depende también del que recibe, pues aun donde la tierra es buena, hay mucha diferencia de una parcela a otra. Ya veis que no tienen la culpa el labrador, ni la semilla, sino la tierra que la recibe; y no es por causa de la naturaleza, sino de la disposición de la voluntad" (12).

Examinemos hoy en la oración si estamos correspondiendo a las gracias que el Señor nos está dando, si aplicamos el examen particular a esas malas raíces del alma que impiden el crecimiento de la buena semilla, si limpiamos las hierbas dañinas mediante la Confesión frecuente, si fomentamos los actos de contrición, que tan bien preparan el alma para recibir las inspiraciones de Dios. "No podemos conformarnos con lo que hacemos en nuestro servicio a Dios, como un artista no se queda satisfecho con el cuadro o la estatua que sale de sus manos. Todos le dicen: es una maravilla; pero él piensa: no, no es esto; yo querría más. Así deberíamos reaccionar nosotros.

"Además, el Señor nos da mucho, tiene derecho a nuestra más plena correspondencia..., y hay que ir a su paso" (13). No nos quedemos atrás.

 

 

 

(1) Mt 13, 1-23.- (2) CARD. J. H. NEWMAN, Sermón para el Domingo de Sexagésima: Llamadas de la gracia.- (3) SAN JUAN CRISOSTOMO, Homilías sobre San Mateo, 44, 3.- (4) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Forja, n. 388.- (5) SANTA TERESA, Camino de perfección, 19, 2.- (6) SAN JUAN DE LA CRUZ, Cántico espiritual, 3, 1.- (7) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 6.- (8) SAN JUAN DE LA CRUZ, Subida al Monte Carmelo, 3, 18, 1.- (9) Cfr. Col 3, 5.- (10) Lc 12, 34.- (11) SAN AGUSTIN, Sermón 101, 3.- (12) SAN JUAN CRISOSTOMO, loc. cit.- (13) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Forja, n. 385.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. DECIMOQUINTA SEMANA. DOMINGO CICLO B

20. Amor y veneración al sacerdocio.

- Identidad y misión del sacerdote.

- Dispensador de los tesoros divinos. Dignidad del sacerdote.

- Ayudas que podemos prestarle. Oración. Veneración por el estado sacerdotal.

 

I. Todos los bautizados nos podemos aplicarlas palabras de San Pablo a los cristianos de Éfeso, recogidas en la Segunda lectura de la Misa (1): nos eligió el Señor antes de la constitución del mundo para que fuéramos santos y sin mancha en su presencia, por el amor. Gracias al Bautismo ya la Confirmación, todos los fieles cristianos somos linaje escogido, una clase de sacerdotes reyes, gente santa, pueblo de conquista (2), "destinados a ofrecer víctimas espirituales que sean agradables a Dios por Jesucristo" (3). Por la participación en el sacerdocio de Cristo, los fieles cristianos toman parte activa en la celebración del Sacrificio del Altar y, a través de sus tareas seculares, santifican el mundo, participando de esa misión única de la Iglesia y realizándola por medio de la peculiar vocación recibida de Dios: la madre de familia, en la plena realización de su maternidad con los deberes que lleva consigo; el enfermo, ofreciendo su dolor con amor; cada uno en sus labores y en sus circunstancias, convertidas día a día en una ofrenda gratísima al Señor.

Por voluntad divina, de entre los fieles, que poseen el sacerdocio común, algunos son llamados -mediante el sacramento del Orden- a ejercer el sacerdocio ministerial; éste presupone el anterior, pero se diferencian esencialmente. Por la consagración recibida en el sacramento del Orden, el sacerdote se convierte en instrumento de Jesucristo, al que presta todo su ser, para llevar a todos la gracia de la Redención: es un hombre escogido entre los hombres, constituido en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios, para ofrecer dones y sacrificios por los pecados (4). ¿Cuál es, pues, la identidad del sacerdote? "La de Cristo. Todos los cristianos podemos y debemos ser no ya alter Christus, sino ipse Christus: otros Cristos, ¡el mismo Cristo! Pero en el sacerdote esto se da inmediatamente, de forma sacramental" (5).

El Señor, presente de muchas maneras entre nosotros, se nos muestra muy cercano en la figura del sacerdote. Cada sacerdote es un inmenso regalo de Dios al mundo; es Jesús, que pasa haciendo el bien, curando enfermedades, dando paz y alegría a las conciencias; es "el instrumento vivo de Cristo" en el mundo (6), presta a Nuestro Señor la voz, las manos, todo su ser (7). En la Santa Misa renueva -in persona Christi- el mismo Sacrificio redentor del Calvario. Hace presente y eficaz en el tiempo la Redención obrada por el Señor. "Jesús -recordaba Juan Pablo II a los sacerdotes brasileños- nos identifica de tal modo consigo en el ejercicio de los poderes que nos confirió, que nuestra personalidad es como si desapareciese delante de la suya, ya que es Él quien actúa por medio de nosotros" (8). En la Santa Misa es Jesucristo quien cambia la sustancia del pan y del vino en su Cuerpo y en su Sangre. Y "es el propio Jesús quien, en el sacramento de la Penitencia, pronuncia la palabra autorizada y paterna: Tus pecados te son perdonados. Y es Él quien habla cuando el sacerdote, ejerciendo su ministerio en nombre y en el espíritu de la Iglesia, anuncia la Palabra de Dios. Es el propio Cristo quien cuida a los enfermos, a los niños y a los pecadores, cuando les envuelve el amor y la solicitud pastoral de los ministros sagrados" (9).

Un sacerdote es para la humanidad más valioso que todos los bienes materiales y humanos juntos. Hemos de pedir mucho por la santidad de los sacerdotes, hemos de ayudarles y sostenerlos con la oración y con nuestro aprecio. Debemos ver en ellos al mismo Cristo.

 

II. Jesús elige a los Apóstoles como representantes personales suyos, no sólo mensajeros, profetas y testigos.

Esta nueva identidad -actuar in persona Christi- se ha de manifestar en una vida sencilla y austera, santa; debe mostrarse en una entrega sin límites a los demás. El Evangelio de la Misa (10) nos relata que Jesús los envió dándoles autoridad sobre los espíritus inmundos. Les encargó que llevaran para el camino un bastón y nada más: ni pan, ni alforja, ni dinero en la faja...

Dios toma posesión del que ha llamado al sacerdocio, lo consagra para el servicio de los demás hombres, sus hermanos, y le confiere una nueva personalidad. Y este hombre elegido y consagrado al servicio de Dios y de los demás, no lo es sólo en determinadas ocasiones, por ejemplo, cuando está realizando una función sagrada, sino que "lo es siempre, en todos los momentos, lo mismo al ejercer el oficio más alto y sublime como en el acto más vulgar y humilde de la vida cotidiana. Exactamente lo mismo que un cristiano no puede dejar a un lado su carácter de hombre nuevo, recibido en el Bautismo, para actuar "como si fuese" un simple hombre, tampoco el sacerdote puede hacer abstracción de su carácter sacerdotal para comportarse "como si" no fuera sacerdote. Cualquier cosa que haga, cualquier actitud que tome, quiéralo o no, será siempre la acción y la actitud de un sacerdote, porque él lo es siempre, a todas horas y hasta la raíz de su ser, haga lo que haga y piense lo que pensare" (11).

El sacerdote es un enviado de Dios al mundo para que le hable de su salvación, y es constituido administrador de los tesoros de Dios (12): el Cuerpo y la Sangre de Cristo, que dispensa en la Misa y en la Comunión; y la gracia de Dios de los sacramentos, la palabra divina, mediante la predicación, la catequesis, los consejos de la Confesión. Al sacerdote le es confiada "la más divina de las obras divinas", como es la salvación de las almas; ha sido constituido embajador y mediador entre Dios y el hombre.

"Saboreo la dignidad de la finura humana y sobrenatural de estos hermanos míos, esparcidos por toda la tierra. Ya ahora es de justicia que se vean rodeados por la amistad, la ayuda y el cariño de muchos cristianos. Y cuando llegue el momento de presentarse ante Dios, Jesucristo irá a su encuentro, para glorificar eternamente a quienes, en el tiempo, actuaron en su nombre y en su Persona, derramando con generosidad la gracia de la que eran administradores" (13).

Meditemos hoy junto al Señor cómo es nuestra oración por los sacerdotes, con qué finura los tratamos, cómo les agradecemos que hayan querido corresponder a la llamada del Señor, cómo les ayudamos para que sean fieles y santos. Pidamos hoy "a Dios Nuestro Señor que nos dé a todos los sacerdotes la gracia de realizar santamente las cosas santas, de reflejar, también en nuestra vida, las maravillas de las grandezas del Señor" (14).

 

III. Ellos salieron a predicar la conversión, echaban muchos demonios, ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban... También los sacerdotes son como una prolongación de la Humanidad Santísima de Cristo, pues a través de ellos se siguen obrando en las almas los mismos milagros que realizó el Señor en su paso por la tierra: los ciegos ven, quienes apenas podían andar recuperan las fuerzas, los que habían muerto por el pecado mortal recuperan la vida de la gracia en el sacramento de la Confesión...

El sacerdote no busca compensaciones humanas, ni honra personal, ni prestigio humano, ni mide su labor por las medidas humanas de este mundo... No viene a ser partidor de herencias (15) entre los hombres, ni a redimirlos de sus deficiencias materiales -ésa es tarea de todos los cristianos y de todos los hombres de buena voluntad-, sino que viene a traernos la vida eterna. Esto es lo específico suyo; es, también, de lo que más necesitado anda el mundo; por eso hemos de pedir tanto que haya siempre los sacerdotes necesarios en la Iglesia, sacerdotes que luchen por ser santos. Hemos de pedir y fomentar estas vocaciones, si es posible, entre los miembros de la propia familia, entre los hijos, entre hermanos... ¡Qué inmensa alegría para una familia si Dios la bendice con este don! Todos los fieles tienen la gratísima obligación de ayudar a los sacerdotes, especialmente con la oración: para que celebren con dignidad la Santa Misa y dediquen muchas horas al confesonario; para que tengan en el corazón la administración de los sacramentos a enfermos y ancianos y cuiden con esmero la catequesis; para que se preocupen del decoro de la Casa de Dios y sean alegres, pacientes, generosos, amables y trabajadores infatigables para extender el Reino de Cristo... Les ayudaremos en sus necesidades económicas con generosidad, procuraremos prestarles nuestra colaboración en aquello que podamos... Y jamás hablemos mal de ellos. "¡De los sacerdotes de Cristo no se ha de hablar más que para alabarles!" (16).

Si alguna vez vemos en alguno de ellos faltas y defectos, procuremos excusarlos, disculparles, y hacer como aquellos buenos hijos de Noé: taparlos con la capa grande de la caridad (17). Será un motivo más para ayudarles con un comportamiento ejemplar y con nuestra oración y, cuando sea oportuno, con una corrección fraterna y filial a la vez.

Para crecer en amor y veneración a los sacerdotes nos pueden ayudar estas palabras que Santa Catalina de Siena pone en boca del Señor: "No quiero que mengüe la reverencia que se debe profesar a los sacerdotes, porque la reverencia y el respeto que se les manifiesta no se dirige a ellos, sino a Mí, en virtud de la Sangre que Yo les he dado para que la administren. Si no fuera por esto, deberíais dedicarles la misma reverencia que a los seglares, y no más (...). No se les ha de ofender: ofendiéndolos, se me ofende a Mí, y no a ellos. Por eso lo he prohibido, y he dicho que no admito que sean tocados mis Cristos" (18).

 

 

 

(1) Ef 1, 3-14.- (2) 1 Pdr 2, 9.- (3) CONC. VAT. II, Const. Lumen gentium, 10.- (4) Cfr. Heb 5, 1.- (5) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Amar a la Iglesia, p. 70.- (6) Cfr. CONC. VAT. II, Decr. Presbyterorum ordinis, 12.- (7) Cfr. J. ESCRIVA DE BALAGUER, o. c., p. 71.- (8) JUAN PABLO II, Homilía 2-VII-1980.- (9) Ibídem.- (10) Mc 6, 7-13.- (11) F. SUAREZ, El sacerdote y su ministerio, Rialp, Madrid 1969, p. 21.- (12) Cfr. 1 Cor 4, 1.- (13) J. ESCRIVA DE BALAGUER, o. c., p. 82.- (14) Ibídem, p. 71.- (15) Cfr. Lc 12, 13.- (16) Cfr. J. ESCRIVA DE BALAGUER, Surco, n. 904.- (17) Cfr. IDEM, Camino, n. 75.- (18) SANTA CATALINA DE SIENA, El Diálogo, en Obras de..., BAC, cap. 16.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. DECIMOQUINTA SEMANA. DOMINGO CICLO C

21. El buen samaritano.

- Nuestro prójimo es quien está cerca de nosotros y necesita ayuda. Acercarle a la fe, la primera muestra de caridad.

- Pecados de omisión en la caridad. Jesús, objeto de nuestra caridad.

- Caridad práctica y eficaz. Lo nuestro debe pasar a segundo término ante las necesidades de los demás.

 

I. Amarás... al prójimo como a ti mismo. El doctor de la ley respondió acertadamente. Jesús lo confirma: Has respondido bien: haz esto y vivirás. Lo narra el Evangelio de la Misa de hoy (1).

Este precepto ya existía en la ley judía, e incluso estaba especificado en detalles concretos y prácticos. Por ejemplo, leemos en el Levítico: Cuando hagáis la recolección de vuestra tierra, no segarás hasta el límite externo de tu campo, ni recogerás las espigas caídas, ni harás el rebusco de tus viñas y olivares, ni recogerás la fruta caída de los frutales; lo dejarás para el pobre y el extranjero (2). Y, después de especificar otras muestras de misericordia, dice el Libro Sagrado: No te vengues y no guardes rencor contra los hijos de tu pueblo. Amarás a tu prójimo como a ti mismo (3).

Es un lejano anticipo de lo que será el mandamiento del Señor. Pero existía la incertidumbre sobre el término "prójimo". No se sabía a ciencia cierta si se refería a los del propio clan familiar, a los amigos, a quienes pertenecían al pueblo de Dios... Había diversas respuestas. Por eso, el doctor de la ley le pregunta al Señor: ¿y quién es mi prójimo?, ¿con quién debo tener esas muestras de amor y de misericordia? Jesús responderá con una bellísima parábola, que recogió San Lucas: Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de unos salteadores que, después de haberle despojado, le cubrieron de heridas y se marcharon, dejándole medio muerto (4). Éste es mi prójimo: un hombre, un hombre cualquiera, alguien que tiene necesidad de mí. No hace el Señor ninguna especificación de raza, amistad o parentesco. Nuestro prójimo es cualquiera que esté cerca de nosotros y tenga necesidad de ayuda. Nada se dice de su país, ni de su cultura, ni de su condición social: homo quidam, un hombre cualquiera.

En el camino de nuestra vida vamos a encontrar gente herida, despojada y medio muerta, del alma y del cuerpo. La preocupación por ayudar a otros, si estamos unidos al Señor, nos sacará de nuestro camino rutinario, de todo egoísmo, y nos ensanchará el corazón guardándonos de caer en la mezquindad. Encontraremos a gentes doloridas por falta de comprensión y de cariño, o que carecen de los medios materiales más indispensables; heridas por haber sufrido humillaciones que van contra la dignidad humana; despojadas, quizá, de los derechos más elementales: situaciones de miseria que claman al cielo. El cristiano nunca puede pasar de largo, como hicieron algunos personajes de la parábola.

También encontraremos cada día a ese hombre al que han dejado medio muerto porque no le enseñaron las verdades más elementales de la fe, o se las han arrebatado mediante el mal ejemplo, o a través de los grandes medios modernos de comunicación al servicio del mal. No podemos olvidar en ningún momento que el bien supremo del hombre es la fe, que está por encima de todos los demás bienes materiales y humanos. "Habrá ocasiones en que, antes de predicar la fe, haya que acercarse al herido que está al borde del camino, para curar sus heridas. Ciertamente. Pero sin excluir nunca de nuestra preocupación de cristianos la comunicación de la fe, la educación de la misma y la propagación del sentido cristiano de la vida" (5). Y procuraremos dar, junto a los bienes de la fe, todos los demás: los de la cultura, la educación, la formación del carácter, el sentido del trabajo, la honradez en las relaciones humanas, la moralidad en las costumbres, el anhelo de justicia social, expresiones vivas y concretas de una caridad rectamente entendida.

Un cristiano no puede desentenderse del bienestar humano y social de tanta gente necesitada, "pero no podemos dejar en un segundo plano, nunca jamás, esa otra preocupación por iluminarlas conciencias en el orden de la fe y de la vida religiosa" (6).

 

II. Y continúa la parábola: Bajaba casualmente por el mismo camino un sacerdote, y viéndole pasó de largo. Asimismo, un levita, pasando cerca de aquel lugar, lo vio y pasó de largo.

El Señor nos habla aquí de los pecados de omisión. Los que pasaron de largo no hicieron un nuevo daño al hombre malherido y abandonado, como terminar de quitarle lo que le quedaba, insultarle, etc. Iban a lo suyo -quizá cosas importantes- y no quisieron complicaciones. Dieron más importancia a sus asuntos que al hombre necesitado. Su pecado fue ése: pasaron de largo. Sin embargo, aquel servicio que no prestaron habría merecido del Señor estas palabras: una buena obra ha hecho conmigo (7), porque todo lo que hacemos por otros, por Dios lo hacemos. Cristo nos esperaba en esa persona necesitada. Él estaba allí. "No te digo: arréglame mi vida y sácame de la miseria, entrégame tus bienes aun cuando yo me vea pobre por tu amor. Sólo te imploro pan y vestido, y un poco de alivio para mi hambre. Estoy preso. No te ruego que me libres. Sólo quiero que, por tu propio bien, me hagas una visita. Con eso me bastará y por eso te regalaré el Cielo. Yo te libré a ti de una prisión mil veces más dura. Pero me contento con que me vengas a ver de cuando en cuando.

"Pudiera, es verdad, darte tu corona sin nada de esto, pero quiero estarte agradecido y que vengas después a recibir tu premio confiadamente. Por eso, yo, que puedo alimentarme por mí mismo, prefiero dar vueltas a tu alrededor, pidiendo, y extender mi mano a tu puerta. Mi amor llegó a tanto, que quiero que tú me alimentes. Por eso prefiero, como amigo, tu mesa; de eso me glorío y te muestro ante todo el mundo como mi bienhechor" (8).

Éste es el secreto para estar por encima de diferencias de raza, cultura o, simplemente, de edad o de carácter: comprender que Jesús es el objeto de nuestra caridad. En los demás, le vemos a Él: "con razón puede decirse que es el propio Cristo quien en los pobres levanta su voz para despertar la caridad de sus discípulos" (9).

 

III. Continúa el Evangelio: Pero un samaritano que iba de camino llegó hasta él, y al verlo se movió a compasión, y acercándose vendó sus heridas echando en ellas aceite y vino, lo hizo subir sobre su propia cabalgadura, lo condujo a la posada y él mismo lo cuidó. Al día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al posadero y le dijo: Cuida de él, y lo que gastes de más te lo daré a mi vuelta.

El samaritano, a pesar del gran distanciamiento que había entre judíos y samaritanos, enseguida se dio cuenta de la desgracia, y se movió a compasión. Hay quienes están cegados para lo que pueda resultarles enojoso, y hay quienes intuyen con prontitud una pena en el corazón del prójimo. Es necesario, en primer lugar, querer ver la desgracia ajena, no ir tan deprisa en la vida que justifiquemos con facilidad el pasar de largo ante la necesidad y el sufrimiento.

La compasión del samaritano no es puramente teórica, ineficaz. Por el contrario, pone los medios para prestar una ayuda concreta y práctica. Lo que lleva a cabo este viajero no es, quizá, un acto heroico, pero sí hace lo necesario. En primer lugar se acercó; es lo primero que debemos hacer ante la desgracia o la necesidad: acercarnos, no verla de lejos. Luego, el samaritano tuvo las atenciones que la situación requería: cuidó de él. La caridad que nos pide el Señor se demuestra en las obras. Se manifiesta llevando a cabo lo que se deba hacer en cada caso concreto.

Dios nos pone al prójimo, con sus necesidades concretas, en el camino de la vida. El amor hace lo que la hora y el momento exigen. No siempre son actos heroicos, difíciles; con frecuencia son cosas sencillas, pequeñas muchas veces, "pues esta caridad no hay que buscarla únicamente en los acontecimientos importantes, sino, ante todo, en la vida ordinaria" (10): en prestar un pequeño servicio, en dar un poco de aliento a quien esa mañana hemos encontrado más desalentado, en una palabra amable en la que mostramos nuestro aprecio, en una sonrisa, en indicar con amabilidad la dirección de una calle que nos han pedido, en escuchar con interés...

Los quehaceres de este buen samaritano pasaron por unos momentos a segundo término, y sus urgencias también; empleó su tiempo, sin regateos, en auxiliar a quien lo necesitaba. Y no sólo nuestro tiempo, también nuestras aficiones personales, nuestros gustos -no digamos ya nuestros caprichos- deben ceder ante las necesidades de los demás.

Jesús concluye la lección con una palabra cordial dirigida al doctor: Ve, le dice, y haz tú lo mismo. Sé el prójimo inteligente, activo y compasivo con todo el que te necesita. Son palabras que nos dirige también a nosotros al acabar esta meditación, y para poder vivirlas acudimos a la Santísima Virgen: "No existe corazón más humano que el de una criatura que rebosa sentido sobrenatural. Piensa en Santa María, la llena de gracia, Hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo, Esposa de Dios Espíritu Santo: en su Corazón cabe la humanidad entera sin diferencias ni discriminaciones. -Cada uno es su hijo, su hija" (11).

 

 

 

(1) Cfr. Lc 10, 27.- (2) Lev 19, 9-10.- (3) Lev 19, 18.- (4) Lc 10, 25-37.- (5) CARD. M. GONZALEZ MARTIN, Libres en la caridad, Balmes, Barcelona 1970, p. 58.- (6) Ibídem, p. 59.- (7) Mc 14, 6.- (8) SAN JUAN CRISOSTOMO, Homilía 15 sobre la Epístola a los Romanos.- (9) CONC. VAT. II, Const. Gaudium et spes, 88.- (10) Ibídem, 38.- (11) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Surco, n. 801.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. DECIMOQUINTA SEMANA. LUNES

22. Los padres y la vocación de los hijos.

- Libertad plena para seguir a Cristo. La vocación es un honor inmenso.

- Dejar a los padres, cuando llega el momento oportuno, es ley de vida.

- Desear lo mejor para los hijos.

 

I. Quien ama a su padre o a su madre más que a Mí, no es digno de Mí; y quien ama a su hijo o a su hija más que a Mí, no es digno de Mí, leemos en el Evangelio de la Misa (1). Al decidirnos libremente a seguir al Señor por entero, entendemos que han de ceder otros planes: padre, madre, novio, novia... El llamamiento de Dios es lo primero, lo demás debe quedar en segundo término.

Las palabras de Jesús no entrañan ninguna oposición entre el primero y el cuarto mandamiento, pero señalan el orden que ha de seguirse. Debemos amar a Dios con todas nuestras fuerzas a través de la peculiar vocación recibida; y también hemos de amar y respetar -en teoría y en la práctica- a los padres que Dios nos ha dado, con quienes tenemos una deuda tan grande. Pero el amor a los padres no puede anteponerse al amor a Dios; de ordinario no tiene por qué plantearse la oposición entre ambos, pero si en algún caso se llegara a dar, habría que recordar aquellas palabras de Cristo adolescente en el Templo de Jerusalén: ¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que es necesario que Yo esté en las cosas de mi Padre? (2), respuesta de Jesús a María y a José, que le buscaban angustiados, y que constituye una enseñanza para los hijos y para los padres: los hijos, para aprender que no se puede anteponer el cariño familiar al amor de Dios, especialmente cuando el Señor pide un seguimiento que lleva consigo una total entrega; los padres, para saber que sus hijos son de Dios ante todo, y que Él tiene derecho a disponer de ellos, aunque en alguna ocasión esto suponga un sacrificio grande a los padres (3).

Triste decisión sería aquella que llevara a desoír a Dios para no disgustar a los padres, y más triste consuelo sería el de los padres, pues, como dice San Bernardo, "su consuelo es la muerte del hijo" (4). Difícilmente podrían haberle causado un daño mayor.

Al Señor sólo se le puede seguir con la libertad nacida del desprendimiento más pleno: libertad de corazón, que no anda prendido en melancolías y añoranzas, en flojos sentimientos que conducen a una entrega a medias; libertad también que conlleva la necesaria autonomía para cumplirla voluntad de Dios. No se gana nada con una decisión a medias, con un corazón dividido. Puede ocurrir en algunos casos que la decisión de seguir por entero al Señor no sea comprendida por los propios parientes: porque no la entiendan, porque se hayan forjado otros planes, legítimos, o porque no quieran participar en la renuncia que les corresponde. Debemos contar con ello, y, aunque seguir a Cristo cause dolor a los padres, hemos de entender entonces que la fidelidad a la propia vocación es el mayor bien para nosotros y para la familia entera. En toda circunstancia, siendo muy firmes al propio camino, tenemos que querer a nuestros padres mucho más que antes de la llamada; debemos pedir mucho por ellos, para que comprendan que "no es un sacrificio, para los padres, que Dios les pida sus hijos; ni, para los que llama el Señor, es un sacrificio seguirle.

"Es, por el contrario, un honor inmenso, un orgullo grande y santo, una muestra de predilección, un cariño particularísimo, que ha manifestado Dios en un momento concreto, pero que estaba en su mente desde toda la eternidad" (5). Es el mayor honor que el Señor puede hacer a una familia, una de las mayores bendiciones.

 

II. Quien ha entregado su corazón por completo al Señor, lo recupera más joven, más grande y más limpio para querer a todos. El amor a los padres, a los hermanos..., pasa entonces por el Corazón de Cristo, y de ahí sale enriquecido.

Señala Santo Tomás de Aquino que Santiago y Juan son alabados porque siguieron al Señor abandonando a su padre, y no lo hicieron porque éste los incitase al mal, sino porque "estimaron que su padre podría pasar la vida de otro modo, siguiendo ellos a Cristo" (6). El Maestro había estado cerca de sus vidas, los había llamado, y desde entonces todo lo demás se situó en segundo lugar. En el Cielo encontrarán los padres una especial gloria, fruto en buena parte de la correspondencia de sus hijos a la llamada de Dios: la vocación es un bien y una bendición para todos. La vocación es iniciativa divina; Él sabe bien qué es lo mejor para el llamado y para la familia. Muchos padres aceptan incondicionalmente, con alegría, la voluntad de Dios para sus hijos y dan gracias cuando alguno de ellos es llamado para seguir a Cristo; otros adoptan actitudes muy diversas, alimentadas por varios motivos: lógicos y comprensibles unos, con mezcla de egoísmo otros. Con la excusa de que sus hijos son demasiado jóvenes -para seguir la llamada de Dios, no para tomar otras decisiones también comprometidas-, o de que carecen de la necesaria experiencia, se dejan llevar por la grave tentación a que aludía Pío XII: "aun entre aquellos que se jactan de la fe católica, no faltan muchos padres que no se resignan a la vocación de sus hijos, y combaten sin escrúpulos la llamada divina con toda clase de argumentos, incluso con medios que pueden poner en peligro, no sólo la vocación a un estado más perfecto, sino la conciencia misma y la salvación eterna de aquellos que debían serles tan queridos" (7). Olvidan que ellos son "colaboradores de Dios", y que es ley de vida que los hijos abandonen el hogar paterno también para formar un nuevo hogar, o simplemente por motivos de trabajo, de estudio. Muchas veces, aún jóvenes, se marchan a vivir a otro lugar, sin que ocurra ninguna catástrofe. En otras ocasiones, son las mismas familias quienes fomentan esta separación para el bien de los hijos. ¿Por qué han de poner trabas en el seguimiento de Cristo? Él "no separa jamás a las almas" (8).

 

III. Los buenos padres desean siempre lo mejor para sus hijos. Son capaces de llevar a cabo los mayores sacrificios por su bien humano. Y, ¡cómo no!, por su bien sobrenatural. Se sacrifican para que crezcan llenos de salud, para que mejoren en sus estudios, para que tengan buenos amigos..., para que vivan según el querer de Dios, lleven una vida honrada y cristiana. Para eso los llamó Dios al matrimonio; la educación de los hijos es un querer expreso de Dios en sus vidas; es de ley natural. En el Evangelio encontramos muchas peticiones en favor de los hijos: una mujer que sigue con perseverancia a Jesús hasta que cura a su hija (9), un padre que le pide que expulse al demonio que atormenta a su hijo (10), el jefe de la sinagoga de Cafarnaún, Jairo, que espera con impaciencia al Señor porque su única hija de doce años está a punto de morir (11)... Es ejemplar la decisión con que la madre de Santiago y Juan se acerca a Cristo para pedirle algo que ellos no se habían atrevido a pedir. Sin pensar en sí misma, se acercó a Jesús, le adoró, y manifestó querer pedirle una gracia (12). ¡Cuántas madres y cuántos padres a lo largo de los siglos han pedido para sus hijos bienes y favores, que jamás se hubieran atrevido a solicitar para ellos mismos! El Señor, comprensivo ante este cariño tan grande de madre, no lo rechaza, pero se dirige a los dos hermanos para darles el mayor honor que puede tener un hombre: compartir con Él la propia copa, su mismo destino, su misma misión.  Los padres deben pedir lo mejor para sus hijos, y lo mejor es seguir la propia llamada, lo que Dios tiene dispuesto para cada uno. Éste es el gran secreto para ser felices en la tierra y llegar al Cielo, donde nos espera un gozo sin límite y sin fin. Sin embargo, desde el punto de vista de cada llamada considerada en sí misma, es verdad que la castidad en el celibato por amor a Dios es la vocación más grande: "La Iglesia, durante toda su historia, ha defendido siempre la superioridad de este carisma -de virginidad o celibato- frente al del matrimonio, por razón del vínculo singular que tiene con el Reino de Dios" (13). ¡Cuántas vocaciones a una entrega plena ha concedido Dios a los hijos por la generosidad y la petición de los padres! Es más, el Señor se vale de ordinario de los mismos padres para crear un clima idóneo donde pueda crecer y desarrollarse la semilla de la vocación: "Los esposos cristianos -afirma el Concilio Vaticano II- son para sí mismos, para sus hijos y demás familia, cooperadores de la gracia y testigos de la fe. Son para sus hijos los primeros predicadores y educadores de la fe; los forman con su palabra y su ejemplo para la vida cristiana y apostólica, les ayudan prudentemente a elegir su vocación y fomentan con todo esmero la vocación sagrada cuando la descubren en sus hijos" (14). No pueden ir más allá, pues no les compete discernir si tienen o no vocación; únicamente han de formar bien su conciencia, y han de ayudarles a descubrir su camino, sin forzar su voluntad.

Una vocación en medio de la familia comporta una especial confianza y predilección del Señor para todos. Es un privilegio, que es necesario proteger -especialmente con la oración- como un gran tesoro. Dios bendice el lugar donde nació una vocación fiel: "no es sacrificio entregar los hijos al servicio de Dios: es honor y alegría" (15).

 

 

 

(1) Mt 10, 34; 11, 1.- (2) Lc 2, 49.- (3) Cfr SAGRADA BIBLIA, Santos Evangelios, EUNSA, Pamplona 1983, notas a Mt 10, 34-37 y Lc 2, 49.- (4) SAN BERNARDO, Epístola 3, 2.- (5) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Forja, n. 18.- (6) SANTO TOMAS, Suma Teológica, 2-2, q. 101, a. 4, ad 1.- (7) PIO XII, Enc. Ad catholici sacerdotii, 20-XII-1935.- (8) Cfr. J. ESCRIVA DE BALAGUER, Surco, n. 23.- (9) Mt 15, 21-28.- (10) Mt 17, 14-20.- (11) Mt 9, 18-26.- (12) Mt 20, 20-21.- (13) JUAN PABLO II, Exhor. Apost. Familiaris consortio, 22-XI-1981, n. 16.- (14) CONC. VAT. II, Decr. Apostolicam actuositatem, 11.- (15) Cfr. J. ESCRIVA DE BALAGUER, Surco, n. 22.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. DECIMOQUINTA SEMANA. MARTES

23. Dolor de los pecados.

- A pesar de los muchos milagros que el Señor realizó en ellas, algunas ciudades no hicieron penitencia. También Jesús pasa a nuestro lado.

- Frutos que produce la contrición en el alma.

- Pedir el don de la contrición. Obras de penitencia.

 

I. Al abandonar Nazaret, Jesús escogió Cafarnaún como lugar de residencia. A veces en el Evangelio se le llama su ciudad. Desde allí irradió su predicación a Galilea y a toda Palestina. Es posible que Jesús se hospedara en casa de Pedro y que hiciese de ella el centro de sus salidas apostólicas por toda la región. Es muy probable que no exista otro sitio en el que Jesús hiciera tantos milagros como en esta población.

En la orilla norte del lago de Genesaret, no lejos de Cafarnaún, estaban situadas dos florecientes ciudades en las que Jesús también realizó muchísimos milagros. A pesar de tantos signos, de tantas bendiciones, de tanta misericordia, las gentes de estos lugares no se convirtieron al paso de Jesús. El Evangelio de la Misa menciona las fuertes palabras del Señor a estas ciudades que no quisieron hacer penitencia ni arrepentirse de sus pecados (1): ¡Ay de ti, Corozaín, ay de ti, Betsaida! Porque si en Tiro y en Sidón se hubieran realizado los milagros que han sido hechos en vosotras, hace tiempo que habrían hecho penitencia... Y tú, Cafarnaún, ¿te vas a alzar hasta el cielo? ¡Hasta el infierno vas a descender! Porque si en Sodoma se hubieran realizado los milagros que se han obrado en ti, subsistiría hasta hoy. ¡Tantas gracias y tantos milagros! Y, sin embargo, muchos habitantes de aquellas comarcas no cambiaron, no se arrepintieron de sus pecados. Incluso se rebelaron contra el Señor: Dirumpamus vincula eorum, et proiciamus a nobis iugum ipsorum (2): rompamos los mandatos del Señor, rechacemos su dulce yugo. Estas palabras del Salmo II, ¡se han repetido ya en tantas ocasiones...! Jesús pasa a nuestro lado y derrama su gracia y su misericordia. ¡Tantas veces! Son incontables los momentos y situaciones en los que el Señor se ha parado a nuestro lado para curarnos, para bendecirnos, para alentarnos en el bien. Muchas atenciones hemos recibido de parte del Señor. Y espera de nosotros correspondencia, arrepentimiento sincero de nuestras faltas, aborrecer el pecado venial deliberado, todo aquello que de alguna manera nos separa de Él, porque la gracia derramada ha sido mucha. Él nos oye siempre, pero de modo muy particular cuando acudimos con deseos de cambiar, de recuperar el camino perdido, de empezar de nuevo con un corazón contrito y humillado (3). Debe ser ésta una actitud habitual porque han sido muchas las ocasiones en las que, conscientes o no, hemos rechazado su gracia, porque la ofensa es mayor cuanto mayores han sido las muestras del amor de Dios en nuestra vida. ¿Quién es tan ciego para no ver a Cristo que se nos hace el encontradizo una y otra vez?

 

II. No despreciarás, Señor, un corazón contrito y humillado. La palabra contrición quiere decir rompimiento -como cuando una piedra se rompe y se hace añicos-, y se da este nombre al dolor de las faltas y pecados para significar que el corazón endurecido por el pecado en cierta manera se despedaza por el dolor de haber ofendido a Dios (4). También en el lenguaje corriente solemos decir "se me partió el corazón", para expresar nuestra reacción ante una gran desgracia que ha conmovido lo más íntimo de nuestro ser. Algo parecido ha de ocurrirnos al contemplar los propios pecados delante de la santidad de Dios y del amor que Él nos tiene. No es tanto el sentimiento de fracaso que todo pecado produce en un alma que sigue a Dios, como el pesar de habernos separado -aunque sea un poco- del Señor. Ese dolor de los pecados o contrición consiste esencialmente en un pesar y en una sincera detestación de la ofensa hecha a Dios, un pesar y aborrecimiento del pecado cometido, con el propósito de no pecar en adelante (5); es una conversión hacia lo bueno, que hace irrumpir en nosotros una nueva vida (6).

Es el amor, sobre todo, el que debe llevarnos a pedir perdón muchas veces a Dios, pues son incontables los momentos en los que no correspondemos como debiéramos a las gracias que recibimos. "Acordóse el amigo de sus pecados, y por temor del infierno quiso llorar y no pudo. Pidió lágrimas al amor y la Sabiduría le respondió que más frecuente y fuertemente llorase por amor de su Amado que por temor de las penas del infierno, puesto que le agradan más los llantos que son por amor que las lágrimas que se derraman por temor" (7). Es el amor el que debe conducirnos a la Confesión.

La contrición da al alma una particular fortaleza, devuelve la esperanza, la paz y la alegría, hace que el cristiano se olvide de sí mismo y se entregue al Señor con más delicadeza y finura interior. Para acercarnos a Dios con un corazón contrito, es necesario reconocer las faltas y los pecados, sin excusarlos con falsas razones, sin extrañarse y sobresaltarse porque aparezcan defectos o errores que creíamos ya superados. Si se achacara al ambiente exterior o a otras circunstancias la causa de nuestras flaquezas, el alma se apartaría del camino de la humildad y no llegaría a Dios, tan cercano precisamente cuando nosotros nos hemos alejado. En el examen diario de conciencia debemos ver nuestras faltas más como ofensa a Dios que como miseria propia. Si no relacionamos nuestras faltas y caídas con el amor a Dios, es fácil que tendamos a excusarlas; entonces, no encontraremos motivos para mantener esa actitud habitual de contrición, de arrepentimiento y de reparación por los pecados. Nunca estamos "en regla" con Dios; somos, por el contrario, aquel deudor que no tenía con qué pagar (8); siempre estamos necesitados de acudir a su infinita misericordia. Ten piedad de mí, Señor, que soy un hombre pecador (9), le decimos con las palabras de aquel publicano que, lleno de humildad, conocía bien la realidad de su alma delante de la santidad de Dios.

Tampoco podemos reaccionar ante nuestras faltas, defectos y pecados aceptándolos como algo inevitable, casi natural, "pactando con ellos", sino pidiendo perdón, recomenzando muchas veces. Le diremos al Señor: Padre, pequé contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros (10). Y el Señor, "que está cerca de los que tienen el corazón contrito" (11), escuchará siempre nuestra oración.

Jesús pasa una y otra vez por nuestras vidas, como por aquellas ciudades de Galilea, y nos invita a salir a su encuentro, dejando nuestros pecados. No retrasemos esa conversión llena de amor. Nunc coepi: ahora comienzo, una vez más, con Tu ayuda, Señor.

 

III. ¡Ay de ti, Corozaín, ay de ti Betsaida!... El Señor pronunciaría estas palabras con pena, al ver que en sus habitantes no calaba la gracia derramada a manos llenas. Le seguían unos días, daban muestras de admiración ante una curación, se mostraban complacientes..., pero en el fondo de su alma seguían lejos de Cristo.  Nosotros hemos de pedir al Espíritu Santo el don inefable de la contrición. Hemos de esforzarnos en hacer muchos actos de ese dolor de amor, y de modo particular cuando hemos ofendido al Señor en algo más importante, siempre que nos acercamos a la Confesión, a la hora del examen de conciencia y también durante el día. Nos será de gran provecho hacer o meditar el Vía Crucis y meditar o leer la Pasión del Señor..., y no cansarnos jamás de considerar el infinito amor que Jesús nos tiene y la afrenta y el desamor que significa el pecado.

El dolor sincero de los pecados no lleva consigo necesariamente un dolor emocional. Lo mismo que el amor, el dolor es un acto de la voluntad, no un sentimiento. Del mismo modo que se puede amar a Dios sin experimentar conmociones sensibles, se puede tener un dolor profundo de los pecados sin una reacción emotiva. Pero se mostrará en el alejamiento de toda ocasión de ofender al Señor y en obras concretas de penitencia por las veces en que no fuimos fieles a la gracia. Estas obras nos ayudan a expiar las penas que hemos merecido por nuestras culpas, a vencer las malas inclinaciones y a fortalecernos en el bien.

¿Con qué obras de penitencia podremos agradar al Señor?: oraciones, ayunos y limosnas, pequeñas mortificaciones, llevar con paciencia las penas y contrariedades, y aceptar bien dispuestos las cargas de la propia profesión, la fatiga que el trabajo lleva consigo. Particular atención y amor pondremos en recibir la gracia de la Confesión, acercándonos bien dispuestos, arrepentidos sinceramente de las faltas y pecados. "Dirígete a la Virgen, y pídele que te haga el regalo -prueba de su cariño por ti- de la contrición, de la compunción por tus pecados, y por los pecados de todos los hombres y mujeres de todos los tiempos, con dolor de Amor.

"Y, con esa disposición, atrévete a añadir: Madre, Vida, Esperanza mía, condúceme con tu mano..., y si algo hay ahora en mí que desagrada a mi Padre Dios, concédeme que lo vea y que, entre los dos, lo arranquemos.

"Continúa sin miedo: ¡Oh clementísima, oh piadosa, oh dulce Virgen Santa María!, ruega por mí, para que, cumpliendo la amabilísima Voluntad de tu Hijo, sea digno de alcanzar y gozar las promesas de Nuestro Señor Jesús" (12).

 

 

 

(1) Mt 11, 20-24.- (2) Sal 2, 3.- (3) Sal 50, 19.- (4) Cfr. Catecismo de San Pío X, nn. 684-685.- (5) Cfr. CONC. DE TRENTO, Sesión XIV, cap. 4. Dz. 987.- (6) Cfr M. SCHMAUS, Teología dogmática, vol. VI, Los Sacramentos, p. 562.- (7) R. LLULL, Libro del Amigo y del Amado, 341.- (8) Cfr. Mt 18, 25.- (9) Lc 5, 8.- (10) Lc 15, 18-19.- (11) SAN AGUSTIN, Tratado sobre el Evangelio de San Juan, 15, 25.- (12) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Forja, n. 161.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. DECIMOQUINTA SEMANA. MIÉRCOLES

24. Nuestro Padre Dios.

- Dios está siempre a nuestro lado.

- Imitar a Jesús para ser buenos hijos de Dios Padre.

- La filiación divina nos lleva a identificarnos con Cristo.

 

I. Cuando Moisés pastoreaba el rebaño de su suegro Jetró cerca del Horeb, el monte santo, se le apareció Dios en una zarza que ardía sin consumirse. Allí recibió la misión extraordinaria de su vida: sacar al pueblo elegido de la esclavitud a que estaba sometido por los egipcios y llevarlo ala Tierra Prometida. Y como garantía de la empresa, el Señor le dijo: Yo estoy contigo (1). No pudo imaginar Moisés entonces hasta qué punto Dios iba a estar con él y con su pueblo en medio de tantas vicisitudes y pruebas.

Tampoco nosotros conocemos del todo -por nuestra limitación humana-hasta qué extremo está Dios con nosotros en todos los momentos de la vida. Esta cercanía se hace especialmente próxima cuando Dios ve que estamos recorriendo el camino hacia la santidad. Está como un Padre que cuida de su hijo pequeño. Jesús, perfecto Dios y perfecto Hombre, nos habla constantemente, a lo largo del Evangelio, de esta cercanía de Dios en la vida de los hombres y de su amorosa paternidad. Sólo Él podía hacerlo, pues nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelarlo (2), nos dice en el Evangelio de la Misa. El Hijo conoce al Padre con el mismo conocimiento con que el Padre conoce al Hijo. Jamás se ha dado ni se dará una intimidad más perfecta. Es la identificación de saber y de conocimiento que implica la unidad de la naturaleza divina. Jesús está declarando con estas palabras su divinidad.

Y como Hijo, que es consustancial con el Padre, nos manifiesta quién es Dios Padre en relación a nosotros, y cómo en su bondad nos otorga el Don del Espíritu Santo. Éste fue el núcleo de su revelación a los hombres: el misterio de la Santísima Trinidad, y con él y en él la maravilla de la paternidad divina. La última noche, cuando parece resumir en la intimidad del Cenáculo lo que habían sido aquellos años de entrega y de confidencias profundas, declara: Manifesté tu nombre a los que me diste (3). "Manifestar el nombre" era mostrar el modo de ser, la esencia de alguien. El Señor nos dio a conocer la intimidad del misterio trinitario de Dios: su paternidad, siempre próxima a los hombres. Son incontables las veces que Jesús da a Dios el título de Padre en sus diálogos íntimos y en su doctrina a las muchedumbres. Habla con detenimiento de su bondad como Padre: retribuye cualquier pequeña acción, pondera todo lo bueno que hacemos, incluso lo que nadie ve (4), es tan generoso que reparte sus dones sobre justos e injustos (5), anda siempre solícito y providente sobre nuestras necesidades (6). Con frecuencia, el nombre de Padre viene citado como un estribillo que le fuera muy grato repetir a Jesús. Nunca está lejos de nuestra vida, como no lo está el padre que ve a su hijo pequeño solo y en peligro. Si buscamos agradarle en todo, siempre le encontraremos a nuestro lado: "Cuando ames de verdad la Voluntad de Dios, no dejarás de ver, aun en los momentos de mayor trepidación, que nuestro Padre del Cielo está siempre cerca, muy cerca, a tu lado, con su Amor eterno, con su cariño infinito" (7).

 

II. Dios no es solamente el hacedor del hombre, como el pintor lo es del cuadro; Dios es padre del hombre, y de un modo misterioso y sobrenatural le hace partícipe de la naturaleza divina (8). El Padre ha querido que nos llamemos hijos de Dios y que en verdad lo seamos (9). Ser hijos de Dios no es una conquista nuestra, no es un progreso humano, sino don divino, don inefable que hemos de considerar y de agradecer frecuentemente todos los días. La filiación divina será el fundamento de nuestra alegría y de nuestra esperanza al realizar la tarea que el Señor nos ha encomendado. Aquí estará la seguridad ante los posibles temores y angustias: Padre, Padre mío, le diremos tantas veces, acariciando este nombre suave y sonoro, jugoso y fuerte; ¡Padre!, le gritaremos en momentos de alegría y en situaciones de peligro. "Llámale Padre muchas veces al día, y dile -a solas, en tu corazón- que le quieres, que le adoras: que sientes el orgullo y la fuerza de ser hijo suyo" (10).

Nuestra participación en la filiación divina se realiza a través de Jesucristo: en la medida en que nos empeñamos, con la ayuda de la gracia, en parecernos a Él, que es el Primogénito de muchos hermanos sin dejar de ser el Unigénito del Padre.

Dios Padre nos ve cada vez más como hijos suyos en la medida en que nos parecemos más a su Hijo: si procuramos trabajar como Él, si tratamos con misericordia a quienes vamos encontrando en las diversas circunstancias que componen un día nuestro, si reparamos por los pecados del mundo, si somos agradecidos como lo era Jesús. Y, de modo especial, si en la oración acudimos a nuestro Padre Dios como lo hacía Jesucristo: prorrumpiendo frecuentemente en acciones de gracias y actos de alabanza ante las continuas manifestaciones del amor que Dios nos tiene. Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, leemos en el Evangelio de hoy (11). Gracias, le decimos nosotros, porque me ha sucedido esto o aquello..., porque esa persona se ha acercado a los sacramentos..., porque me ayudas a sacar la familia adelante..., por poder desahogar mi corazón en la dirección espiritual..., por todo... Nos portamos como buenos hijos de Dios cuando nuestro pensamiento, nuestros afectos, se dirigen a Dios Padre con mucha frecuencia; no sólo en los momentos difíciles, sino también en medio de la alegría, para alabarle y bendecirle: Bendice, alma mía, al Señor, y todo mi ser a su santo nombre. Bendice, alma mía, al Señor, y no olvides sus beneficios. Él perdona todas tus culpas y cura todas tus enfermedades; Él rescata tu vida de la fosa, y te colma de gracia y de ternura (12).

Hemos de procurar mirar a las gentes como lo hacía el Maestro... ¡Qué distinto es el mundo visto a través de la mirada de Cristo! Y es el Espíritu Santo el que nos impulsa a asemejarnos más a Cristo. Porque los que son guiados por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios (13). "Con el Espíritu se pertenece a Cristo -comenta San Juan Crisóstomo-, se le posee, se compite en honor con los ángeles. Con el Espíritu se crucifica la carne, se gusta el encanto de una vida inmortal, se tiene la prenda de la resurrección futura, se avanza rápidamente por el camino de la virtud" (14). La filiación divina es el camino ancho para ir a la Trinidad Beatísima.

 

III. Hemos meditado muchas veces en la misericordia de Dios, que quiso hacerse hombre para que el hombre en cierto modo se pudiera hacer Dios, se divinizara (15), participara de modo real de la misma vida de Dios. La gracia santificante, que recibimos en los sacramentos y a través de las buenas obras, nos va identificando con Cristo y haciéndonos hijos en el Hijo, pues Dios Padre tiene un solo Hijo, y no cabe acceder a la filiación divina más que en Cristo, unidos e identificados con Él, como miembros de su Cuerpo Místico: vivo yo; pero ya no soy yo quien vive: es Cristo quien vive en mí (16), escribía San Pablo a los Gálatas.

Por esta razón, si nos dirigimos al Padre es Cristo quien ora en nosotros; cuando renunciamos a algo por Él, es Él quien está detrás de este espíritu de desasimiento; cuando queremos acercar a alguien a los sacramentos, nuestro afán apostólico no es más que un reflejo del celo de Jesús por las almas. Por benevolencia divina, nuestros trabajos y nuestros dolores completan los trabajos y los dolores que el Señor sufrió por su Cuerpo místico, que es la Iglesia. ¡Qué inmenso valor adquieren entonces el trabajo, el dolor, las dificultades de los días corrientes! Este esfuerzo ascético que, con la ayuda de la gracia, nos lleva a identificarnos cada vez más con el Señor, nos debe mover a tener los mismos sentimientos que Cristo Jesús (17); y conforme nos identificamos con Él vamos creciendo en el sentido de la filiación divina, somos -para decirlo de algún modo-más hijos de Dios. En la vida humana no cabe ser "más o menos hijo" de un padre de la tierra, sino que todos lo son por igual: cabe sólo ser buenos o malos hijos. En la vida sobrenatural, conforme más santos seamos, somos más hijos de Dios; al meternos más y más en la intimidad divina, llegamos a ser no sólo mejores hijos, sino más hijos. Ésa debe ser la gran meta de la vida de un cristiano: un continuo crecimiento en su filiación divina.

Nuestra Madre, Santa María, es el modelo perfecto de esta grandeza sublime a la que puede llegar la gracia divina cuando encuentra una correspondencia total. Nadie ha estado, fuera de Cristo en su Santísima Humanidad, más cerca de Dios; ni ninguna criatura puede llegar a ser, en la plenitud de sentido en la que la Santísima Virgen lo fue, Hija de Dios Padre.

Pidámosle que meta en nuestras almas la inquietud de buscar esas enseñanzas del Espíritu Santo que nos impulsan a imitar a Jesús: bajo su influjo tendremos la urgencia, la necesidad ardiente de volvernos hacia el Padre en todo momento, pero especialmente en la Misa: le invocaremos Padre clementísimo (18), uniéndonos al sacrificio de su Hijo; nos atreveremos a verle como Padre y llamarle Abba, precisamente porque estamos ungidos por el Espíritu de su Hijo, que clama Abba, Padre (19). Él es quien nos hace tener el hambre y la sed de Dios y de su gloria, tan patentes en su Hijo Encarnado. Y el Padre es glorificado por nuestra creciente semejanza con su Hijo Unigénito: Aquel que es poderoso sobre todas las cosas para hacer mucho más de lo que podemos pedir o pensar (20) (21).

 

 

 

(1) Primera lectura. Año I. Ex 3, 1-6; 9-12.- (2) Mt 11, 27.- (3) Jn 17, 6.- (4) Cfr. Mt 6, 3-4; 17-18.- (5) Cfr. Mt 5, 44-46.- (6) Cfr. Mt 4, 7-8; 25-33.- (7) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Forja, n. 240.- (8) 2 Pdr 1, 4.- (9) 1 Jn 3, 1.- (10) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Amigos de Dios, 150.- (11) Mt 11, 25-26.- (12) Salmo responsorial. Año I. Sal 102, 1-4.- (13) Rom 8, 14.- (14) SAN JUAN CRISOSTOMO, Comentario a la Epístola a los Romanos, 13.- (15) Cfr. SAN IRENEO, Contra los herejes, V, pref.- (16) Gal 2, 20.- (17) Flp 2, 5.- (18) Cfr. MISAL ROMANO, Anáfora I.- (19) Gal 4, 6.- _J (20) Ef 3, 20.- (21) Cfr. B. PERQUIN, Abba, Padre, Rialp, Madrid 1986, pp. 139-140.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. DECIMOQUINTA SEMANA. JUEVES

25. El yugo del Señor es llevadero.

- Jesucristo nos libera de las cargas más pesadas.

- Hemos de contar con el peso del dolor, de las contradicciones y de los obstáculos.

- Deportividad, reciedumbre y alegría para afrontar todo aquello que nos es contrario o menos agradable, lo que se opone a nuestros planes o produce pesar y dolor. Huir del desaliento.

 

I. Venid a Mí todos los fatigados y agobiados -nos dice Jesús en el Evangelio de la Misa (1)-, y Yo os aliviaré. Se dirige a las multitudes que le siguen, maltratadas y abatidas como ovejas que no tienen pastor (2), y las libera de los pesos que las agobian. Los fariseos las sobrecargaban de minuciosas prácticas insoportables (3), y a cambio no les daban la paz en sus corazones.

Las cargas más pesadas de los hombres -enseña San Agustín- son los pecados. "Dice Jesús a los hombres que llevan cargas tan pesadas y detestables y que sudan en vano bajo ellas: Venid a Mí... y Yo os aliviaré. ¿Cómo alivia a los cargados con los pecados, sino mediante el perdón de los mismos?" (4). Cada Confesión es liberadora, porque los pecados -aun los veniales- abruman y oprimen. De este sacramento salimos restaurados, dispuestos de nuevo para luchar, llenos de paz. "Como si dijera: todos los que andáis atormentados, afligidos y cargados con la carga de vuestros cuidados y deseos, salid de ellos, viniendo a Mí, y Yo os recrearé, y hallaréis para vuestras almas el descanso que os quitan vuestras pasiones" (5).

El Señor, a cambio de estas cargas del pecado, de la soberbia, de la falta de generosidad..., nos invita a compartir su propio yugo: Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas: porque mi yugo es suave y mi carga ligera... Y comenta San Agustín: "Esta carga no es un peso para quien la lleva, sino alas para quien va a volar" (6). Son un dulce peso los compromisos propios de nuestra vocación cristiana y aquella parte de la Cruz que a cada uno toca llevar; y esta amable carga nos permite remontarnos hasta Dios mismo.

Junto a Cristo, además, las dificultades y los obstáculos normales que se encuentran en la vida de todo hombre adquieren un sentido bien diferente. En vez de ser "nuestra cruz" se convierten en la Cruz de Cristo, con quien corredimimos, se purifican nuestras faltas y crecen las virtudes. Y, sin embargo, tantas veces, a nuestro alrededor se alza la voz de gente buena, pero sin fe viva, inmersa en la comodidad, que no entiende el sacrificio. "Ese camino es muy difícil, te ha dicho. Y, al oírlo, has asentido ufano, recordando aquello de que la Cruz es la señal cierta del camino verdadero... Pero tu amigo se ha fijado sólo en la parte áspera del sendero, sin tener en cuenta la promesa de Jesús: "mi yugo es suave".

"Recuérdaselo, porque -quizá cuando lo sepa- se entregará" (7), comprenderá mejor que él también ha sido llamado a la santidad.

Debemos proclamar a los cuatro vientos que el camino que sigue de cerca las pisadas de Cristo es un camino lleno de alegría, de optimismo y de paz, aunque estemos siempre cerca de la Cruz. Y precisamente de esas tribulaciones, llevadas por Dios, sacaremos los mayores frutos. "Acuérdate -nos aconseja San Francisco de Sales- que las abejas en el tiempo que hacen la miel comen y se sustentan de un mantenimiento muy amargo; y que así nosotros no podemos hacer actos de mayor mansedumbre y paciencia, ni componer la miel de las mejores virtudes, sino mientras comemos el pan de la amargura y vivimos en medio de las aflicciones" (8).

 

II. Es difícil, quizá imposible, encontrar a una persona que no tenga dolor, enfermedad, preocupaciones de un sentido o de otro. Al cristiano no le debe ocurrir lo que comenta San Gregorio Magno: "hay algunos que quieren ser humildes, pero sin ser despreciados; quieren contentarse con lo que tienen, pero sin padecer necesidad; ser castos, pero sin mortificar su cuerpo; ser pacientes, pero sin que nadie los ultraje. Cuando tratan de adquirir virtudes, y a la vez rehuyen los sacrificios que las virtudes llevan consigo, se parecen a quienes, huyendo del campo de batalla, quisieran ganar la guerra viviendo cómodamente en la ciudad" (9). Sin dolor y sin esfuerzo no hay virtudes.

Hemos de contar con dificultades, con preocupaciones y con penas; en unas épocas se manifestarán de una forma más costosa, y en otras más liviana; pero junto a Cristo serán siempre llevaderas. Estas contradicciones -grandes o pequeñas-, aceptadas y ofrecidas a Dios, no oprimen; por el contrario, disponen al alma para la oración y para ver a Dios en los pequeños sucesos de la vida. El Señor no permitirá que nos llegue un dolor, ningún apuro, que no podamos sobrellevar acudiendo a Él en demanda de ayuda. Si alguna vez tropezamos con una contrariedad más grande, también el Señor nos dará una gracia mayor: "Si Dios te da la carga, Dios te dará la fuerza" (10).

Mientras nos encontremos en la tierra hemos de contar con las dificultades como algo normal. San Pedro ya lo advertía a los primeros cristianos: carísimos, cuando Dios os pruebe con el fuego de las tribulaciones, no lo extrañéis como si os aconteciese una cosa muy extraordinaria (11). No nos sorprendamos; precisamente por el camino de la Cruz pasa la senda de la felicidad y de la eficacia. El Señor permite con frecuencia que venga la contradicción sobre aquellos que más quiere para que den más fruto aún: todo sarmiento que unido a la vid da fruto, lo poda para que dé más fruto (12). Pero nunca nos deja solos; Jesús está siempre junto a los suyos, especialmente cuando más se hace notar el peso de la vida.

 

III. Del Señor sólo nos llegan bienes. Cuando permite el dolor, la contrariedad, problemas económicos o familiares..., es que desea para nosotros algo mejor.

Frecuentemente, Dios bendice a quienes más quiere con la Cruz y con su gracia para que sepan llevarla con garbo humano y sobrenatural. Cuando Santa Teresa, ya casi al final de su vida, se dirigía a una fundación, se encontró con caminos impracticables y los ríos desbordados por las inundaciones. Después de pasar la noche, enferma y fatigada, en una posada tan pobre que no tenía ni camas (13), decidió proseguir su viaje, porque el Señor así se lo pedía. Él le había dicho: "No hagas caso de estos fríos, que Yo soy la verdadera calor. El demonio pone todas sus fuerzas para impedir esa fundación; ponlas tú de mi parte porque se haga y no dejes de ir en persona, que se hará gran provecho" (14). Lo cierto es que al día siguiente la Santa decidió atravesar el río Arlanzón en unas condiciones tales que cuando llegó la caravana a la orilla del río, no se veía más que una inmensa sábana de agua sobre la cual apenas se distinguían los pontones de madera (15). Los que estaban en la orilla vieron cómo su carruaje oscilaba y quedaba suspendido al borde de la corriente. Teresa saltó, con el agua hasta las rodillas, pero como estaba poco ágil se lastimó. Se dirigió entonces al Maestro en tono amablemente quejoso: "¡Señor, entre tantos daños y me viene esto!". Y Jesús le respondió: "Teresa, así trato Yo a mis amigos". Y la Santa, llena de ingenio y de amor, le contestó: "¡Ah, Señor, por eso tenéis tan pocos!" (16). Después, todos estaban contentos, "porque en pasando el peligro era recreación hablar de él" (17).

Quiere el Señor que llevemos las contradicciones con paz, con reciedumbre, con alegría y confianza en Él, sabiendo que "nunca falló a sus amigos", especialmente si éstos sólo pretenden hacer Su voluntad. Junto al Sagrario -mientras le decimos quizá: Adoro te devote, latens deitas, te adoro con devoción, deidad escondida- comprobaremos que, aun en los casos más difíciles y apurados, la carga junto a Cristo se hace ligera y su yugo suave. Él nos ayuda a tener paciencia y a hacer frente a los obstáculos con espíritu deportivo y siempre que sea posible con buen humor, como hicieron los santos. Con esta actitud llevamos un gran bien a nuestra alma y a todos aquellos que viven cerca de nosotros.

Deportividad y alegría para afrontar todo aquello que nos es contrario o menos agradable, lo que se opone a nuestros planes o produce pesar y dolor. Y también sencillez y humildad para no inventarse problemas y dolores que no existen en la realidad, para dejar a un lado suspicacias, para no complicarse falsamente la vida. Porque, aunque los obstáculos sean reales y se deba contar con ellos, en ocasiones se corre el riesgo de desorbitarlos, dándoles excesiva importancia. Puede ocurrir que alguna vez se piense que nada se hace bien, que todo va de mal en peor, que se es ineficaz en el apostolado, que el ambiente influye demasiado para ir contra corriente... Es una visión deformada de las cosas, quizá por no contar con la verdadera realidad: somos hijos de Dios, y jamás nos faltará la gracia para salir adelante con un mayor bien. Junto a Él, y con la protección de Santa María, refugium nostrum et virtus, refugio y fortaleza nuestra, sabremos matizar y definir aquello que va menos bien, pediremos ayuda en la dirección espiritual y lo que nos parecía tan costoso se hará llevadero. Este espíritu optimista, alegre y lleno de fortaleza es imprescindible para adelantar en el amor a Dios y para llevar a cabo toda labor de apostolado. El alma envuelta en dificultades se enrecia, se hace generosa y paciente. En los obstáculos hemos de ver siempre la gran ocasión de hacernos fuertes y de amar más.

 

 

 

(1) Mt 11, 28-30.- (2) Mt 9, 36.- (3) Cfr. Hech 15, 10.- (4) SAN AGUSTIN, Sermón 164, 4.- (5) SAN JUAN DE LA CRUZ, Subida al Monte Carmelo, I, 7, 4.- (6) SAN AGUSTIN, o. c. , 7.- (7) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Surco, n. 198.- (8) SAN FRANCISCO DE SALES, Introducción a la vida devota, III, 3.- (9) SAN GREGORIO MAGNO, Moralia, 7, 28, 34.- (10) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Forja, n. 325.- (11) 1 Pdr 4, 12.- (12) Cfr. Jn 15, 2.- (13) SANTA TERESA DE JESUS, Fundaciones, 27, 12.- (14) Ibídem, 31, 11.- (15) Cfr. M. AUCLAIR, La vida de Santa Teresa de Jesús, Palabra, 4ª ed. , Madrid 1984, pp. 422-423.- (16) Ibídem, p. 423.- (17) SANTA TERESA DE JESUS, Fundaciones, 31, 17.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. DECIMOQUINTA SEMANA. VIERNES

26. La Pascua del Señor.

- La Pascua judía.

- La Ultima Cena de Jesús con sus discípulos. El verdadero Cordero pascual.

- La Santa Misa, centro de la vida interior.

 

I. La Pascua era la más solemne de las fiestas judías; había sido instituida por Dios para conmemorar la salida del pueblo hebreo de Egipto y para que recordara cada año la liberación de la esclavitud a la que había estado sometido. El Señor estableció (1) que todas las familias inmolaran en la víspera de esta fiesta un cordero de un año, sin mancha ni defecto alguno. Se reuniría toda la familia para comer esa carne asada al fuego, con panes ácimos, sin levadura, y con hierbas amargas. Este pan sin fermentar simboliza la prisa de su salida de Egipto, huyendo de los ejércitos del faraón; las hierbas amargas representan la amargura de la esclavitud tantos años padecida. Lo habrían de comer con prisa, como quien está de paso, con el traje ceñido, como el que se dispone a emprender un largo camino.

La fiesta comenzaba con esta cena pascual, la tarde del 14 del mes de Nisán, poco después de la puesta del sol, y se prolongaba siete días más, en los que el pan no tenía levadura y estaba sin fermentar; a esta semana se la llamaba de los Azimos por este motivo. La levadura se eliminaba de las casas el mismo día 14 por la tarde; así recordaba el pueblo hebreo aquella salida precipitada de la tierra en la que tanto había padecido.

Todo era figura e imagen de la renovación que obraría Cristo en las almas y de su liberación de la esclavitud del pecado. Echad fuera la levadura vieja -dirá San Pablo a los primeros cristianos de Corinto-, para que seáis una masa nueva así como sois ázimos. Porque Cristo, nuestro Cordero pascual, fue inmolado. Por tanto, celebremos la fiesta no con levadura vieja ni con levadura de malicia y de perversidad, sino con ázimos de sinceridad y de verdad (2). El cordero pascual de la fiesta judía era promesa y figura del verdadero Cordero, Jesucristo, víctima en el sacrificio del Calvario en favor de la humanidad entera (3). Él es el verdadero Cordero que quitó el pecado del mundo, muriendo destruyó nuestra muerte y resucitando restauró la vida (4). Es el Cordero que, con su sacrificio voluntario, consigue lo que se representaba en los sacrificios de la antigua Ley: satisfacer por los pecados.

El sacrificio de Cristo en la Cruz, renovado cada vez que se celebra la Santa Misa, nos permite vivir ya en una continua fiesta. Por eso exhortaba San Pablo a los corintios a que expurgaran la vieja levadura, símbolo de lo viejo y de lo impuro, para llevar una auténtica vida cristiana (5). La Santa Misa, vivida también a lo largo del día, nos anticipa la gloria del Cielo. Después de tantos bienes recibidos, "¿podéis no estar en fiesta continua durante los días de vuestra vida terrestre? -pregunta San Juan Crisóstomo-. Lejos de nosotros cualquier abatimiento por la pobreza, la enfermedad o las persecuciones que nos agobian. La vida presente es un tiempo de fiesta" (6), un adelanto de lo que serán la gloria y la felicidad eternas.

 

II. Jesús señaló con antelación y con un particular acento la última pascua que iba a comer con sus discípulos (7), manifestó que deseó ardientemente comerla con ellos (8).

Juan y Pedro prepararon todo lo necesario: los panes ázimos, las verduras amargas, las copas para el vino y el cordero, que había de ser sacrificado en el atrio del Templo, en las primeras horas de la tarde. Aquella noche, probablemente en la casa de María, madre de Marcos, tendrá lugar la institución de la Sagrada Eucaristía y se adelantará sacramentalmente el Sacrificio de la Nueva Alianza que se realizará al día siguiente en el Calvario. "En una misma mesa se celebran las dos pascuas, la de la figura y la de la realidad. Así como los pintores, en la misma tabla, trazan primero las líneas del contorno y añaden luego los colores, así hizo también Cristo" (9); utilizando los viejos ritos, establecerá la verdadera Pascua, la fiesta por excelencia, de la cual la anterior sólo era una imagen precursora. Las hierbas amargas guardan ahora una estrecha relación con la amargura de la Pasión, que pronto iba a comenzar.

La cena pascual era un sacrificio: el sacrificio de la Pascua de Yahvé (10). La Santa Misa lo es también, como renovación incruenta, pero real, del sacrificio de la Cruz. Y Jesús anticipó en la Ultima Cena, de forma sacramental -mi cuerpo entregado, mi sangre derramada- el sacrificio que consumaría al día siguiente en el Calvario. De una vez por todas, con particular sencillez y gravedad, Jesús sustituyó el antiguo rito por su sacrificio redentor. Aquella noche, en el Cenáculo, se llevó acabo el acontecimiento del que han vivido los hombres de tantas generaciones y que constituye el centro de nuestra existencia. "¡Oh dichoso lugar -exclama San Efrén-, en el cual el cordero de la Pascua sale al encuentro del Cordero de la verdad. ...! (...). ¡Oh dichoso lugar! Nunca ha sido preparada una mesa como la tuya, ni en la casa de los reyes, ni en el Tabernáculo, ni en el Sancta Sanctorum" (11).

Con las palabras haced esto en conmemoración mía dispuso el Señor que aquel misterio de amor se pudiera repetir hasta el fin de los tiempos, otorgando a los Apóstoles y a sus sucesores el poder de realizarlo (12). ¡Cómo hemos de dar gracias por participar de tantos bienes que recibimos en la Santa Misa, y de modo particular en el momento de la Sagrada Comunión! ¡Tenemos tan cerca al mismo Jesús que se dio plenamente a sus discípulos y a todos los hombres en aquella memorable noche! Ahora le podemos decir en la intimidad de nuestro corazón: "Yo te amo, Señor Jesús, alegría y descanso mío, con todo mi corazón, toda mi mente, toda mi alma y todas mis fuerzas; y si ves que no te amo como debería, al menos así deseo amarte, y si no lo deseo suficientemente, por lo menos quiero desearlo de este modo (...). ¡Oh Cuerpo sacratísimo abierto por cinco heridas, ponte como sello sobre mi corazón e imprime en él tu caridad! Sella mis pies, para que siga tus pasos; sella mis manos, para que siempre realicen buenas obras; sella mi costado para que por siempre arda en fervientes actos de amor hacia Ti. ¡Oh Sangre preciosísima que lavas y purificas a todos los hombres! Lava mi alma y pon una señal en mi rostro para que no ame a nadie más que a Ti" (13).

 

III. En aquella última Pascua, Jesús se entregó ya a su Padre como víctima que va a ser inmolada, como Cordero purísimo. Y tanto aquella Cena como la Santa Misa constituyen, con la oblación ofrecida en el Calvario, un sacrificio único y perfecto, porque en los tres casos la víctima ofrecida es la misma: Cristo; e igual el sacerdote: Cristo (14).

Nosotros hemos de procurar que la Santa Misa sea el centro de la vida entera. "Lucha para conseguir que el Santo Sacrificio del Altar sea el centro y la raíz de tu vida interior, de modo que toda la jornada se convierta en un acto de culto -prolongación de la Misa que has oído y preparación para la siguiente-, que se va desbordando en jaculatorias, en visitas al Santísimo, en ofrecimiento de tu trabajo profesional y de tu vida familiar..." (15).

Preparémonos para la Santa Misa como si el Señor nos hubiera invitado personalmente a aquella última pascua que comió con sus más íntimos. Cada día hemos de oír en nuestro corazón, como dirigidas únicamente a nosotros, aquellas palabras del Señor: Desiderio desideravi hoc Pascha manducare vobiscum..., he deseado ardientemente comer esta pascua con vosotros (16). Es mucho el deseo de Jesús, son muchas las gracias que nos prepara.

Se cuenta de San Juan de Ávila que recibió la noticia de la muerte de un sacerdote que acababa de ordenarse, y preguntó enseguida si había celebrado alguna Misa; le respondieron que sólo había podido hacerlo una vez. Y se dice que el santo comentó: "De mucho tendrá que dar cuenta a Dios". Pensemos hoy en este rato de oración cómo celebramos o cómo participamos en el Santo Sacrificio del Altar; cómo son los deseos, la preparación, el empeño por evitar que otros asuntos ocupen la mente, los actos de fe y de amor en ese tiempo, siempre corto, que dura la Santa Misa y la acción de gracias de la Comunión.

Si, con la ayuda de la gracia, nos empeñamos, la Santa Misa será el centro al que se referirán todas las prácticas de piedad, los deberes familiares y sociales, el trabajo, el apostolado...; se convertirá también en la fuente donde recobraremos las fuerzas todos los días para ir adelante; la cumbre hacia la que dirigimos nuestros pasos, nuestras obras, los afanes apostólicos, los deseos más íntimos del alma; será también el corazón donde aprendemos a amar a los demás, con sus defectos, parecidos a los nuestros, y con sus facetas menos agradables. Si cada día logramos amar un poco más la Santa Misa, podremos decir al Señor después de la acción de gracias de la Comunión: "me alejo de Ti por un poco, Señor Jesús, pero no me voy sin Ti, que eres el consuelo, la felicidad y todo el bien de mi alma (...). Cuanto en adelante haga, lo haré en Ti y por Ti, y nada será objeto de mis palabras y acciones internas y externas salvo Tú, mi amor..." (17).

 

 

 

(1) Primera lectura. Año I. Ex 12, 1-14.- (2) 1 Cor 5, 7-8.- (3) Cfr. SANTO TOMAS, Suma Teológica, 3, q. 73, a. 6.- (4) MISAL ROMANO, Prefacio pascua II.- (5) Cfr. SAGRADA BIBLIA, Epístolas de San Pablo a los Corintios, EUNSA, Pamplona 1986, in loc.- (6) SAN JUAN CRISOSTOMO, Homilías sobre la 1ª Epístola a los Corintios, 5, 7-8.- (7) Cfr. Jn 2, 13-23; 6, 4; 11, 55; 12, 1.- (8) Cfr. Lc 22, 15.- (9) SAN JUAN CRISOSTOMO, Sobre la traición de Judas, 1, 4.- (10) Ex 12, 27.- (11) SAN EFRÉN, Himno 3.- (12) Cfr. 1 Cor 11, 24-25; Lc 22, 19.- (13) CARD. J. BONA, El sacrificio de la Misa, Rialp, Madrid 1963, pp. 164-165.- (14) Cfr. CH. JOURNET, La Misa, p. 89.- (15) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Forja, n. 69.- (16) Cfr. Lc 22, 15.- (17) CARD. J. BONA, o. c., p. 176.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. DECIMOQUINTA SEMANA. SABADO

27. No quebrará la caña cascada.

- Mansedumbre y misericordia de Cristo.

- Jesús no da a nadie por perdido. Nos ayuda aunque hayamos pecado.

- Nuestro comportamiento hacia los demás ha de estar lleno de compasión, de comprensión y de misericordia.

 

I. El Evangelio de la Misa nos muestra a Jesús alejándose de los fariseos, pues éstos tuvieron consejo para ver cómo perderle. Aunque se retiró a un lugar más seguro -quizá en Galilea (1)-, le siguieron muchos y los curó a todos, y les ordenó que no le descubriesen (2). Es ésta la ocasión en la que San Mateo, movido por el Espíritu Santo, señala el cumplimiento de la profecía de Isaías (3) sobre el Siervo de Yahvé, en la que se prefigura con rasgos muy definidos al Mesías, a Jesús: He aquí a mi Siervo a quien elegí, mi amado en quien se complace mi alma. Pondré mi espíritu sobre él y anunciará la justicia a las naciones. No disputará ni vociferará, nadie oirá sus gritos en las plazas. No quebrará la caña cascada, no apagará la mecha humeante...

El Mesías había sido profetizado por Isaías, no como un rey conquistador, sino sirviendo y curando. Su misión será caracterizada por la mansedumbre, la fidelidad y la misericordia. El Evangelista señala que esta profecía se estaba cumpliendo (4). Por medio de dos imágenes bellísimas describe Isaías la mansedumbre, dulzura y misericordia del Mesías. La caña cascada, la mecha humeante, representan toda clase de miserias, dolencias y penalidades a que está sujeta la humanidad. No terminará de romper la caña ya cascada; al contrario, se inclina sobre ella, la endereza con sumo cuidado y le da la fortaleza y la vida que le faltan. Tampoco apagará la mecha de una lámpara que parece que se extingue, sino que empleará todos los medios para que vuelva a iluminar con luz clara y radiante. Ésta es la actitud de Jesús ante los hombres.

En la vida corriente a veces decimos de un enfermo que su dolencia "no tiene remedio", y se da por imposible su curación. En la vida espiritual no es así: Jesús es el Médico que nunca da como irremediablemente perdidos a quienes han enfermado del alma. A ninguno juzga irrecuperable. El hombre más endurecido en el pecado, el que ha caído más veces y en faltas más grandes nunca es abandonado por el Maestro. También para él tiene la medicina que cura. En cada hombre Él sabe ver la capacidad de conversión que existe siempre en el alma. Su paciencia y su amor no dan a ninguno por perdido. ¿Lo vamos a dar nosotros? Y si, por desgracia, alguna vez nos encontráramos en esa triste situación, ¿vamos a desconfiar de quien ha dicho de Sí mismo que ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido? Como caña cascada fue María Magdalena, y el buen ladrón, y la mujer adúltera... A Pedro, deshecho por las negaciones de su más triste noche, lo restaura, y ni siquiera le hace prometer el Señor que no volvería a negarlo. Solamente le preguntó: Simón, hijo de Juan, ¿me amas? Es la pregunta que nos hace a todos, cuando no hemos sido del todo fieles. ¿Me amas? Cada Confesión es también, y sobre todo, un acto de amor. Pensemos hoy cómo es nuestro amor, cómo respondemos a esa pregunta que nos hace el Señor.

 

II. No romperá la caña cascada ni apagará la mecha que aún humea...

La misericordia de Jesús por los hombres no decayó ni un instante, a pesar de las ingratitudes, las contradicciones y los odios que encontró. El amor de Cristo por los hombres es profundo, porque, en primer lugar, se preocupa del alma, para conducirla, con ayudas eficaces, a la vida eterna; y, al mismo tiempo, es universal, inmenso, y se extiende a todos. Él es el Buen Pastor de todas las almas, a todas las conoce y las llama por su nombre (5). No deja a ninguna perdida en el monte. Ha dado su vida por cada hombre, por cada mujer. Su actitud cuando alguno se aleja es darle las ayudas para que vuelva, y todos los días sale a ver silo divisa en la lejanía. Y si alguno le ha ofendido más, trata de atraerle a su Corazón misericordioso. No quiebra la caña cascada, no termina de romperla y la abandona, sino que la recompone con tanto más cuidado cuanto mayor sea su debilidad.

¿Qué dice a quienes están rotos por el pecado, a quien ya no da luz porque apagó la llama divina en su alma? Venid a mí todos los que estáis fatigados y cargados, que yo os aliviaré (6). "Tiene piedad de la gran miseria a la que les ha conducido el pecado; les lleva al arrepentimiento sin juzgarles con severidad. Él es el padre del hijo pródigo que abraza al hijo desgraciado por su falta; Él mismo perdona a la mujer adúltera a la que se disponen a lapidar; recibe a la Magdalena arrepentida y le abre enseguida el misterio de su vida íntima; habla de la vida eterna a la Samaritana a pesar de su mala conducta; promete el Cielo al buen ladrón. Verdaderamente en Él se realizan las palabras de Isaías: La caña cascada no la quebrará; ni apagará el pabilo que aún humea" (7).

Nunca nadie nos amó ni nos amará como Cristo. Nadie nos comprenderá mejor. Cuando los fieles de Corinto andaban divididos diciendo unos: "yo soy de Pablo", y otros: "yo de Apolo, yo de Cefas, yo de Cristo", San Pablo les escribe: ¿Ha sido Pablo crucificado por vosotros? (8). Es el argumento supremo.

No podemos desesperar nunca... Dios quiere que seamos santos, y pone su poder y su providencia al servicio de su misericordia. Por eso, no debemos dejar pasar el tiempo mirando nuestra miseria, perdiendo de vista a Dios, dejándonos descorazonar por nuestros defectos, tentados de exclamar "¿para qué continuar luchando, considerando todo lo que he pecado, todo lo que he fallado al Señor?". No, nosotros debemos confiar en el amor y en el poder de nuestro Padre Dios, y en el de su Hijo, enviado al mundo para redimirnos y fortalecernos (9).

¡Qué gran bien para nuestra alma sentirnos hoy delante del Señor como una caña cascada que necesita de muchos cuidados, como el pabilo que tiene una débil llama y que precisa del aceite del amor divino para que luzca como el Señor quiere! No perdamos nunca la esperanza si nos vemos débiles, con defectos, con miserias. El Señor no nos deja; basta que pongamos los medios y que no rechacemos la mano que Él nos tiende.

 

III. Esta mansedumbre y misericordia de Jesús por los débiles señalan el camino a seguir para llevar a nuestros amigos hasta Él, pues en su nombre pondrán su esperanza las naciones (10). Cristo es la esperanza salvadora del mundo.

No podemos extrañarnos de la ignorancia, de los errores, de la dureza y resistencia que tantos ponen en su camino hacia Dios. El aprecio sincero por todos, la comprensión y la paciencia deben ser nuestra actitud ante ellos. Pues "rompe la caña cascada aquel que no da la mano al pecador ni lleva la carga de su hermano; y apaga la torcida que humea aquel que desprecia en los que aún creen un poco la pequeña centella de la fe" (11).

Nuestros amigos, quienes se crucen con nosotros por circunstancias diversas, han de encontrar en la amistad o en nuestra actitud un firme apoyo para su fe. Por eso, hemos de acercarnos a su debilidad: para que se torne fortaleza; debemos verlos con ojos de misericordia, como los mira Cristo; con comprensión, con un aprecio verdadero, aceptando el claroscuro que forman sus miserias y sus grandezas. Por un lado, hemos de tener presente que "servir a los demás, por Cristo, exige ser muy humanos (...). Hemos de comprender a todos, hemos de convivir con todos, hemos de disculpar a todos, hemos de perdonar a todos" (12). Por otro lado, "no diremos que lo injusto es justo, que la ofensa a Dios no es ofensa a Dios, que lo malo es bueno. Pero, ante el mal, no contestaremos con otro mal, sino con la doctrina clara y con la acción buena: ahogando el mal en abundancia de bien (cfr. Rom 12, 21). Así Cristo reinará en nuestra alma, y en las almas de los que nos rodean" (13).

Los frutos de esta doble actitud de comprensión y fortaleza son tan grandes -para uno mismo y para los demás- que bien vale la pena el esfuerzo por ver almas en quienes tratamos a diario; en verles tan necesitados como los veía el Señor.

No es suficiente apreciar -afirma un autor de nuestros días (14)-a los hombres brillantes porque son brillantes, a los buenos porque son buenos. Debemos apreciar a todo hombre porque es hombre, a todo hombre, al débil, al ignorante, al que carece de educación, al más oscuro. Y esto no lo podremos hacer a menos que nuestra concepción de lo que es el hombre lo haga objeto de estima. El cristiano sabe que todo hombre es imagen de Dios, que tiene un espíritu inmortal y que Cristo murió por él. La frecuente consideración de esta verdad nos ayudará a no separarnos de los demás, sobre todo cuando los defectos, las faltas de educación, su mal comportamiento se hagan más evidentes. Imitando al Señor, nunca romperemos una caña cascada. Como el buen samaritano de la parábola, nos acercaremos al herido y vendaremos sus heridas, y aliviaremos su dolor con el bálsamo de nuestra caridad. Y un día oiremos de labios del Señor estas dulces palabras: lo que hiciste con uno de éstos, por Mí lo hiciste (15).

Nadie como María conoce el misterio de la misericordia divina. Sabe su precio y sabe cuán alto es. En este sentido, la llamamos también Madre de la misericordia... Madre de la divina misericordia (16): a Ella acudimos al terminar nuestra meditación, seguros de que nos conduce siempre a Jesús y nos impulsa a ser, como su Hijo, comprensivos y misericordiosos.

 

 

 

(1) Cfr. Mc 3, 7.- (2) Mt 12, 15-16.- (3) Is 42, 1-4.- (4) Cfr. B. ORCHARD y otros, Verbum Dei, vol. II, pp. 462-463.- (5) Mt 11, 5.- (6) Mt 11, 28.- (7) R. GARRIGOU-LAGRANGE, El Salvador, p. 322.- (8) 1 Cor 1, 3.- (9) Cfr. B. PERQUIN, Abba, Padre, p. 89.- (10) Mt 12, 21.- (11) SAN JERONIMO, en Catena Aurea, vol. II, p. 166.- (12) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 182.- (13) Ibídem.- (14) Cfr. J SHEED, Sociedad y sensatez, Herder, Barcelona 1963, pp. 37-38.- (15) Cfr. Mt 25, 40.- (16) Cfr. JUAN PABLO II, Enc. Dives in misericordia, 30-XI-1980, 9.