TIEMPO ORDINARIO. DUODÉCIMA SEMANA

 

DOMINGO CICLO A

97. Vivir sin medios.

- Valentía en la vida corriente.

- Nuestra fortaleza se fundamenta en la conciencia de nuestra filiación divina.

- Valentía y confianza en Dios en las grandes pruebas y en lo pequeño de la vida corriente.

 

I. Nos pide el Señor en el Evangelio de la Misa (1) que vivamos sin miedo, como hijos de Dios. En ocasiones nos encontramos con gentes angustiadas y atemorizadas por las dificultades de la vida, por acontecimientos adversos y por obstáculos que se agrandan cuando sólo se cuenta con las fuerzas humanas para salir adelante. Con frecuencia vemos también a cristianos que parecen atenazados por un miedo vergonzoso para hablar claro de Dios, para decir que no a la mentira, para mostrar, cuando sea necesario, su condición de fieles discípulos de Cristo; se teme al qué dirán, al comentario desfavorable, a ir contracorriente, a llamar la atención... Y, ¿cómo no va a llamar la atención un discípulo de Cristo en ambientes de costumbres paganizadas, en los que los valores económicos son a menudo los supremos valores? Jesús nos dice que no nos preocupemos demasiado por la calumnia y la murmuración, si éstas llegan. No tengáis miedo a los hombres, porque nada hay oculto que no vaya a ser descubierto, ni secreto que no llegue a saberse. ¡Qué pena si más tarde se descubriera que tuvimos miedo de proclamar a los cuatro vientos la verdad que el Señor nos había confiado!: Lo que os digo en la oscuridad, decidlo a plena luz; y lo que escuchasteis al oído, pregonadlo desde los terrados. Si alguna vez callamos debe ser porque en ese momento lo oportuno es callar, por prudencia sobrenatural, por caridad; nunca por temor o por cobardía. No somos los cristianos amigos de la oscuridad y de los rincones, sino de la luz, de la claridad en la vida y en la palabra. Vivimos unos tiempos en los que se hace más necesario proclamar la verdad sin ambigüedades, porque la mentira y la confusión están perdiendo a muchas almas. La sana doctrina, las normas morales, la rectitud de conciencia en el ejercicio de la profesión o a la hora de vivir las exigencias del matrimonio, el sentido común... gozan algunas veces de menos prestigio, por absurdo que parezca, que una doctrina chocante y errada, a la que se califica de "valiente" o se la tiñe de un color de progreso...

No tengamos miedo a perder el brillo de un prestigio sólo aparente, o a sufrir la murmuración, y alguna vez la calumnia, por no ir con la corriente o la moda del momento. Si uno se pone de mi parte ante los hombres, yo también me pondré de su parte ante mi Padre del Cielo, nos dice el Señor. Y compensa con creces las incomprensiones que podamos sufrir al vivir con valentía y audacia santa en medio de un mundo que en muchas ocasiones se encuentra incapacitado para entender otros valores que no sean los puramente materiales.

Considero -dice San Pablo- que los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros (2). "Por tanto -comenta San Cipriano-, ¿quién no va a esforzarse por lograr tan gran gloria, por hacerse amigo de Dios, por gozar enseguida con Cristo, por recibir los premios divinos tras los tormentos y suplicios de la tierra? Si es una gloria para los soldados de este mundo volver triunfantes a su patria después de abatir al enemigo, ¿cuánta mayor y plausible gloria será, una vez vencido el diablo, volver triunfantes al cielo (...); llevar allá los trofeos victoriosos (...); sentarse al lado de Dios cuando venga a juzgar, ser coheredero con Cristo, equipararse a los ángeles y disfrutar con los Patriarcas, con los Apóstoles y con los Profetas de la posesión del Reino de los Cielos?" (3).

 

II. Sin miedo a la vida y sin miedo a la muerte (4), con alegría en medio de dificultades, incluso graves, con obstáculos que exigirán esfuerzo y sacrificio, con enfermedades, serenos ante un futuro quizá incierto... Así nos pide el Señor que vivamos. Y esto será posible si consideramos muchas veces al día que somos hijos de Dios, y de modo particular cuando nos asalte la inquietud, la zozobra, la oscuridad. ¿Acaso no se vende un par de pajarillos por un as? Pues bien, ni uno solo de ellos caerá en tierra sin que lo permita vuestro Padre. En cuanto a vosotros, hasta los cabellos de vuestra cabeza están contados. Por tanto, no tengáis miedo: vosotros valéis más que muchos pajarillos.

El Señor declara el inmenso cariño que nos tiene y el gran valor que poseen para Él los hombres. San Jerónimo, comentando este pasaje del Evangelio de la Misa, escribe: "Si los pajarillos, que son de tan escaso precio, no dejan de estar bajo providencia y cuidado de Dios, ¿cómo vosotros, que por la naturaleza de vuestra alma sois eternos, podréis temer que no os mire con particular cuidado Aquel a quien respetáis como a vuestro Padre?" (5).

La filiación divina nos hace fuertes en medio de las flaquezas personales, de los obstáculos con los que tropezamos, de las dificultades de un ambiente frecuentemente alejado de Dios y que se opone, a veces con agresividad, a los ideales cristianos. Pero el Señor está conmigo, como soldado fuerte, nos hace llegar el profeta Jeremías en la Primera lectura de la Misa (6). Es el grito de esperanza y de seguridad del Profeta, cuando se encuentra solo, en medio de sus enemigos. Mi Padre Dios está conmigo como soldado fuerte, podemos repetir nosotros cuando veamos cerca el peligro y cerrado el horizonte. Dominus, illuminatio mea et salus mea, quem timebo? El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? (7).

Ésta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe (8), proclamaba el Apóstol San Juan en medio de grandes dificultades que provenían del mundo pagano en el que los cristianos, como ciudadanos corrientes, ejercían los oficios y profesiones más variadas y realizaban un apostolado eficaz. Y del cimiento seguro de una fe inconmovible surge una moral de victoria que no es engreimiento ni ingenuidad, sino la firmeza alegre del cristiano que, a pesar de sus miserias y limitaciones personales, sabe que esa victoria la ha ganado Cristo con su Muerte en la Cruz y con su gloriosa Resurrección. Dios es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? A nadie y a nada, Señor. ¡Tú eres la seguridad de mis días!

 

III. Nos exhorta Jesús a no temer nada, excepto al pecado, que quita la amistad con Dios y conduce a la eterna condenación. Ante las dificultades debemos ser fuertes y valerosos, como corresponde a hijos de Dios: No tengáis miedo a los que matan el cuerpo -nos dice el Señor-, pero no pueden matar el alma; temed ante todo al que puede hacer perder alma y cuerpo en el infierno. El santo temor de Dios es un don del Espíritu Santo que facilita la lucha decidida contra el pecado, contra aquello que separe de Él, y nos mueve a huir de las ocasiones de pecar, a no fiarnos de nosotros mismos, a tener presente en todo momento que tenemos los "pies de barro", frágiles y quebradizos. Los males corporales, incluida la muerte, no son nada en comparación con los males del alma, el pecado.

Fuera del temor de perder a Dios -que es cuidado filial, precaución de no ofenderle-, nada debe inquietarnos. En determinados momentos de nuestro caminar podrán ser grandes las tribulaciones que padezcamos, y el Señor nos dará entonces las gracias necesarias para sobrellevarlas y crecer en la vida interior: Te basta mi gracia (9), nos dirá Jesús.

El que asistió a Pablo nos sacará adelante a nosotros. En esos momentos invocaremos al Señor con fe y con humildad. "¡Señor!, no te fíes de mí. Yo sí que me fío de Ti. Y al barruntar en nuestra alma el amor, la compasión, la ternura con que Cristo Jesús nos mira, porque Él no nos abandona, comprenderemos en toda su hondura las palabras del Apóstol: virtus ininfirmitate perficitur (2 Cor 12, 9): con fe en el Señor, a pesar de nuestras miserias -mejor, con nuestras miserias-, seremos fieles a nuestro Padre Dios; brillará el poder divino, sosteniéndonos en medio de nuestra flaqueza" (10).

De ordinario, sin embargo, será en lo pequeño donde manifestaremos la fortaleza y la valentía: al rechazar una invitación, con educación, pero con firmeza, para concurrir a un lugar o asistir a un espectáculo en el que un buen cristiano debe sentirse incómodo; a la hora de manifestar el acuerdo o desacuerdo ante la orientación que los profesores quieren dar a la educación de los hijos; a la hora de cortar esa conversación menos limpia, o en el momento de invitar a un amigo a unas clases de formación, o de provocar esa conversación que puede desembocar en el consejo delicado y oportuno que le acerque a la Confesión sacramental... Son con frecuencia las pequeñas cobardías las que frenan o impiden un apostolado de horizontes grandes. Son también las "pequeñas valentías" las que hacen eficaz una vida.

"A la hora del desprecio de la Cruz, la Virgen está allá, cerca de su Hijo, decidida a correr su misma suerte. -Perdamos el miedo a conducirnos como cristianos responsables, cuando no resulta cómodo en el ambiente donde nos desenvolvemos: Ella nos ayudará" (11).

 

 

 

(1) Mt 10, 26-33.- (2) Rom 8, 18.- (3) SAN CIPRIANO, Epístola a Fortunato, 13.- (4) Cfr. J. ESCRIVA DE BALAGUER, Amigos de Dios, 132.- (5) SAN JERONIMO, Comentario al Evangelio según San Mateo, 10, 29-31.- (6) Cfr. Jer 20, 10-13.- (7) Sal 27, 1.- (8) 1 Jn 5, 4.- (9) 2 Cor, 12, 9.- (10) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Amigos de Dios, 194.- (11) IDEM, Surco, n. 977.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. DUODÉCIMA SEMANA. DOMINGO CICLO B

98. Serenidad ante las dificultades.

- La tempestad en el lago. Nunca nos dejará solos el Señor en medio de las dificultades.

- Debemos contar con incomprensiones si somos de verdad apóstoles en medio del mundo. No es el discípulo más que el maestro.

- Actitud ante las dificultades.

 

I. En dos ocasiones, según leemos en el Evangelio, sorprendió la tempestad a los Apóstoles en el lago de Genesaret, mientras navegaban hacia la orilla opuesta cumpliendo un mandato del Señor. En el Evangelio de la Misa de este domingo (1), San Marcos narra que Jesús estaba con ellos en la barca, y aprovechó aquellos momentos para descansar, después de un día muy lleno de predicación. Se recostó en la popa, reposando la cabeza sobre un cabezal, probablemente un saquillo de cuero embutido de lana, sencillo y basto, que para descanso de los marineros llevaban estas barcas. ¡Cómo contemplarían los ángeles del Cielo a su Rey y Señor apoyado sobre la dura madera, restaurando sus fuerzas! ¡El que gobierna el Universo está rendido de fatiga! Mientras tanto, sus discípulos, hombres de mar muchos de ellos, presienten la borrasca. Y la tempestad se precipitó muy pronto con un ímpetu formidable: las olas se echaban encima, de manera que se inundaba la barca. Hicieron frente al peligro, pero el mar se embravecía más y más, y el naufragio parecía inminente. Entonces, como definitivo recurso, acuden a Jesús. Le despertaron con un grito de angustia: ¡Maestro, que perecemos! No fue suficiente la pericia de aquellos hombres habituados al mar, tuvo que intervenir el Señor. Y levantándose, increpó a los vientos y dijo al mar: ¡calla, enmudece! Y se calmó el viento, y se produjo una gran bonanza. La paz llegó también a los corazones de aquellos hombres asustados.

Algunas veces se levanta la tempestad a nuestro alrededor o dentro de nosotros. Y nuestra pobre barca parece que ya no aguanta más. En ocasiones puede darnos la impresión de que Dios guarda silencio; y las olas se nos echan encima: debilidades personales, dificultades profesionales o económicas que nos superan, enfermedades, problemas de los hijos o de los padres, calumnias, ambiente adverso, infamias...; pero "si tienes presencia de Dios, por encima de la tempestad que ensordece, en tu mirada brillará siempre el sol; y, por debajo del oleaje tumultuoso y devastador, reinarán en tu alma la calma y la serenidad" (2).

Nunca nos dejará solos el Señor; debemos acercarnos a Él, poner los medios que se precisen... y, en todo momento, decirle a Jesús, con la confianza de quien le ha tomado por Maestro, de quien quiere seguirle sin condición alguna: ¡Señor, no me dejes! Y pasaremos junto a Él las tribulaciones, que dejarán entonces de ser amargas, y no nos inquietarán las tempestades.

 

II. Jesús se puso en pie, increpó al viento y dijo al lago: ¡Silencio, cállate! Este milagro fue impresionante y quedó para siempre en el alma de los Apóstoles; sirvió para confirmar su fe y para preparar su ánimo en vista de las batallas, más duras y difíciles, que les aguardaban. La visión de un mar en absoluta calma, sumiso a la voz de Cristo, después de aquellas grandes olas, quedó grabada en su corazón. Años más tarde, su recuerdo durante la oración tuvo que devolver muchas veces la serenidad a estos hombres cuando se enfrentaron a todas las pruebas que el Señor les iba anunciando.

En otra ocasión, camino de Jerusalén, les había dicho Jesús que se iba a cumplir lo que habían vaticinado los profetas acerca del Hijo del Hombre; porque será entregado en manos de los gentiles, y escarnecido, y azotado, y escupido; y después que le hubieren azotado le darán muerte y al tercer día resucitará (3). Y a la vez les advierte que también ellos conocerán momentos duros de persecución y de calumnia, porque no es el discípulo más que el maestro, ni el siervo más que su amo. Si al amo de la casa le han llamado Beelzebul, cuánto más a los de su casa (4). Jesús quiere persuadir a aquellos primeros y también a nosotros de que entre Él y su doctrina y el mundo como reino del pecado no hay posibilidad de entendimiento (5); les recuerda que no deben extrañarse de ser tratados así: si el mundo os aborrece, sabed que antes que a vosotros me aborreció a mí (6). Y por eso, explica San Gregorio: "la hostilidad de los perversos suena como alabanza para nuestra vida, porque demuestra que tenemos al menos algo de rectitud en cuanto que resultamos molestos a los que no aman a Dios: nadie puede resultar grato a Dios y a los enemigos de Dios al mismo tiempo" (7). Por consiguiente, si somos fieles habrá vientos y oleaje y tempestad, pero Jesús podrá volver a decir al lago embravecido: ¡Silencio, cállate! En los comienzos de la Iglesia, los Apóstoles experimentaron pronto, junto a frutos muy abundantes, las amenazas, las injurias, la persecución (8). Pero no les importó el ambiente, a favor o en contra, sino que Cristo fuera conocido por todos, que los frutos de la Redención llegaran hasta el último rincón de la tierra. La predicación de la doctrina del Señor, que humanamente hablando era escándalo para unos y locura para otros (9), fue capaz de penetrar en todos los ambientes, transformando las almas y las costumbres.

Han cambiado muchas de aquellas circunstancias con las que se enfrentaron los Apóstoles, pero otras siguen siendo las mismas, y aun peores: el materialismo, el afán desmedido de comodidad y de bienestar, de sensualidad, la ignorancia, vuelven a ser viento furioso y fuerte marejada en muchos ambientes. A esto se ha de unir el ceder -por parte de muchos- a la tentación de adaptar la doctrina de Cristo a los tiempos, con graves deformaciones de la esencia del Evangelio.

Si queremos ser apóstoles en medio del mundo debemos contar con que algunos -a veces el marido, o la mujer, o los padres, o un amigo de siempre- no nos entiendan, y habremos de cobrar firmeza de ánimo, porque no es una actitud cómoda ir contra corriente. Habremos de trabajar con decisión, con serenidad, sin importarnos nada la reacción de quienes -en no pocos aspectos- se han identificado de tal manera con las costumbres del nuevo paganismo que están como incapacitados para entender un sentido trascendente y sobrenatural de la vida.

Con la serenidad y la fortaleza que nacen del trato íntimo con el Señor seremos roca firme para muchos. En ningún momento podemos olvidar que, particularmente en nuestros días, "el Señor necesita almas recias y audaces, que no pacten con la mediocridad y penetren con paso seguro en todos los ambientes" (10): en las asociaciones de padres de alumnos, en los colegios profesionales, en los claustros universitarios, en los sindicatos, en la conversación informal de una reunión... Como ejemplo concreto, es de especial importancia la influencia de las familias en la vida social y pública. "Ellas mismas deben ser "las primeras en procurar que las leyes no sólo no ofendan, sino que sostengan y defiendan positivamente los derechos y deberes de la familia" (cfr. Familiaris consortio, 44), promoviendo así una verdadera "política familiar" (ibídem). En este campo es muy importante favorecer la difusión de la doctrina de la Iglesia sobre la familia de manera renovada y completa, despertar la conciencia y la responsabilidad social y política de las familias cristianas, promover asociaciones o fortalecer las existentes para el bien de la familia misma" (11). No podemos permanecer inactivos mientras los enemigos de Dios quieren borrar toda huella que señale el destino eterno del hombre.

 

III. ""Las tres concupiscencias (cfr. 1 Jn 2, 16) son como tres fuerzas gigantescas que han desencadenado un vértigo imponente de lujuria, de engreimiento orgulloso de la criatura en sus propias fuerzas, y de afán de riquezas" (Mons. Escrivá de Balaguer, Carta 14-III-974, n. 10). (...) Y vemos, sin pesimismo ni apocamientos, que (...) estas fuerzas han alcanzado un desarrollo sin precedentes y una agresividad monstruosa, hasta el punto de que "toda una civilización se tambalea, impotente y sin recursos morales" (ibídem)" (12). Ante esta situación no es lícito quedarse inmóviles. Nos apremia el amor de Cristo..., nos dice San Pablo en la Segunda lectura de la Misa (13). La caridad, la extrema necesidad de tantas criaturas, es lo que no surge a una incansable labor apostólica en todos los ambientes, cada uno en el suyo, aunque encontremos incomprensiones y malentendidos de personas que no quieren o no pueden entender.

"Caminad (...) in nomine Domini, con alegría y seguridad en el nombre del Señor. ¡Sin pesimismos! Si surgen dificultades, más abundante llega la gracia de Dios; si aparecen más dificultades, del Cielo baja más gracia de Dios; si hay muchas dificultades, hay mucha gracia de Dios. La ayuda divina es proporcionada a los obstáculos que el mundo y el demonio pongan a la labor apostólica. Por eso, incluso me atrevería a afirmar que conviene que haya dificultades, porque de este modo tendremos más ayuda de Dios: donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia (Rom 5, 20)" (14).

Aprovecharemos la ocasión para purificar la intención, para estar más pendientes del Maestro, para fortalecernos en la fe. Nuestra actitud ha de ser la de perdonar siempre y permanecer serenos, pues está el Señor con cada uno de nosotros. "Cristiano, en tu nave duerme Cristo -nos recuerda San Agustín-, despiértale, que Él increpará a la tempestad y se hará la calma" (15). Todo es para nuestro provecho y para el bien de las almas. Por eso, basta estar en su compañía para sentirnos seguros. La inquietud, el temor y la cobardía nacen cuando se debilita nuestra oración. Él sabe bien todo lo que nos pasa. Y si es necesario, increpará a los vientos y al mar, y se hará una gran bonanza, nos inundará con su paz. Y también nosotros quedaremos maravillados, como los Apóstoles.

La Santísima Virgen no nos abandona en ningún momento: "Si se levantan los vientos de las tentaciones -decía San Bernardo- mira a la estrella, llama a María (...). No te descaminarás si la sigues, no desesperarás si la ruegas, no te perderás si en ella piensas. Si ella te tiende su mano, no caerás; si te protege, nada tendrás que temer; no te fatigarás si es tu guía; llegarás felizmente al puerto si ella te ampara" (16).

 

 

 

(1) Mc 4, 35-40.- (2) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Forja, n. 343.- (3) Lc 18, 31-33.- (4) Mt 10, 24.- (5) Cfr. SAGRADA BIBLIA, Santos Evangelios, EUNSA, Pamplona 1983, nota a Jn 15, 18-19- (6) Jn 15, 18.- (7) SAN GREGORIO MAGNO, In Ezechielem homiliae, 9.- (8) Cfr. Hech 5, 41-42.- (9) Cfr. 1 Cor 1, 23.- (10) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Surco, n. 416.- (11) CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Los católicos en la vida pública, 22-IV-1986, n. 162.- (12) A. DEL PORTILLO, Carta 25-XII-1985, n. 4.- (13) 2 Cor 5, 14-17.- (14) A. DEL PORTILLO, Carta 31-V-1987, n. 22.- (15) SAN AGUSTIN, Sermón 361, 7.- (16) SAN BERNARDO, Homilías sobre la Virgen Madre, 2.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. DUODÉCIMA SEMANA. DOMINGO CICLO C

99. Amor y temor de Dios.

- Amor a Dios y sumisión ante su santidad infinita.

- Temor filial. Su importancia para desterrar el pecado.

- El santo temor de Dios y la Confesión.

 

I. Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo, mi alma está sedienta de ti; mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca, agostada, sin agua.

Mi alma está sedienta de ti, Señor, Dios mío, rezamos con el Salmo responsorial de la Misa (1), haciendo nuestra la oración de la liturgia. Y para acercarnos más y más a nuestro Dios y Señor hemos de apoyarnos en dos fundamentos sólidos que mutuamente se unen y complementan: confianza y reverencia respetuosa; cercanía y sumisión reverencial; amor y temor. "Son los dos brazos con los cuales abrazamos a Dios" (2), enseña San Bernardo. Ante Dios Padre, lleno de misericordia y de bondad, plenitud de todo bien verdadero, nos sentimos atraídos, y ante el mismo Dios, absolutamente excelso, majestuoso, elevado, nos inclinamos con la humildad del que se sabe menos que nada; a Él sometemos nuestra voluntad y tememos sus justos castigos. También en la Misa de hoy rezamos la siguiente oración: Sancti nominis tui, Domine, timorem pariter et amorem fac nos habere perpetuum... "Concédenos vivir siempre, Señor, en el amor y temor a tu santo nombre, porque jamás dejas de dirigir a quienes estableces en el sólido fundamento de tu amor" (3). Amor y santo temor filial son las dos alas para levantarnos hacia Él.

La Sagrada Escritura nos enseña que el temor de Dios es el principio de la sabiduría (4) y el fundamento de toda virtud, pues si no te atas fuertemente al temor de Dios, pronto será derribada tu casa (5). Y Cristo mismo enseña a sus amigos que no deben temer a los que quitan la vida al cuerpo, porque después ya poco más pueden hacer. Yo os mostraré a quién habéis de temer -dice precisamente a sus más fieles seguidores, a quienes lo han dejado todo por Él-: temed al que después de la muerte tiene poder para arrojar en el infierno. Sí, os digo; temed a éste (6). Los Hechos de los Apóstoles nos narran cómo la primitiva Iglesia se extendía, se fortalecía y andaba en el temor del Señor, llena de los consuelos del Espíritu Santo (7).

No debemos olvidar que el amor a Dios se hace fuerte en la medida en que estamos lejos del pecado mortal y luchamos decididamente, con empeño, contra el pecado venial deliberado. Y para mantenernos en esa lucha abierta contra todo aquello que ofende al Señor es de mucha ayuda el santo temor de Dios, temor siempre filial, de un hijo que teme causar dolor y tristeza a su Padre, pues sabe quién es su Padre, qué es el pecado y la infinita distancia en la que coloca al pecador. Por eso dice San Agustín: "Bienaventurada el alma de quien teme a Dios, pues está fuerte contra las tentaciones del diablo: Bienaventurado el hombre que persevera en el temor (Prov 28, 14) y a quien le ha sido dado tener siempre ante los ojos el temor de Dios. Quien teme al Señor se aparta del mal camino y dirige sus pasos por la senda de la virtud; el temor de Dios hace al hombre precavido y vigilante para no pecar. Donde no hay temor de Dios reina la vida disoluta" (8).

El amor a Dios y el temor filial son los dos aspectos de una única actitud, que nos permite caminar con seguridad: mirando la infinita bondad de Dios, que se nos hace cercana en la Humanidad Santísima de Jesucristo, nos movemos a quererle más y más; contemplando la majestad y justicia de Dios y la propia pequeñez se despierta el temor de entristecer al Señor y de perder, por causa de los pecados personales, a quien tanto se ama. Por eso, "el temor y el amor deben ir juntos; continuad temiendo -aconseja el Cardenal Newman-, continuad amando hasta el último día de vuestra vida" (9). Después de ese instante ya sólo quedará el amor: La caridad perfecta echa fuera el temor (10).

 

II. El santo temor de Dios, garantía y respaldo del verdadero amor, nos ayuda a romper definitivamente con los pecados graves, nos mueve a hacer penitencia por los pecados cometidos y nos preserva de las faltas deliberadas. "El temor a los castigos que por nuestros pecados hemos merecido nos da valor para tomar sobre nosotros los esfuerzos diarios, las renuncias y luchas sin las cuales no podemos librarnos del pecado ni unirnos plenamente a Dios. Siempre tenemos motivos para sentirnos traspasados del temor de Dios en vista de las muchas ocasiones de pecar, en vista de nuestra flaqueza, de la fuerza de las costumbres y aficiones torcidas, de la inclinación de nuestra naturaleza a dejarse llevar por los atractivos de la concupiscencia y del mundo, de las muchas faltas, descuidos y defectos que cada día cometemos" (11). ¿Cómo no temer ante tanta flaqueza personal? ¿Cómo no confiar ante la inmensa bondad divina? El temor filial aleja la afición al pecado, mantiene el alma vigilante ante una falsa y engañosa tranquilidad, pues quizá el mayor de los males sea precisamente permanecer sin inquietud en el pecado cometido, y la ligereza y superficialidad, que pueden llegar hasta la misma pérdida del sentido del pecado. Esta actitud, que vemos en gentes que parecen volver de nuevo al paganismo, es consecuencia de haber perdido el santo temor de Dios. En estas tristes circunstancias se ridiculiza, se hace trivial o se le quita importancia a la ofensa a Dios, y se consideran "naturales" las más graves aberraciones, porque se han roto las referencias entre la criatura y su Creador, de quien realmente depende en su ser y en el existir. Las deformaciones más graves de la conciencia -y, por tanto, de la orientación esencial del hombre- se derivan frecuentemente de haberse perdido esta actitud de respeto sagrado hacia Aquel que hizo todas las cosas de la nada.

El temor filial y el amor van siempre unidos. Quien no acoge en su alma el temor filial -ese deseo de agradarle e interés por no entristecerle- corre el peligro de descuidar la lucha ascética y de caer en una falsa confianza en la bondad de Dios; por el contrario, quien sólo conoce el temor se cierra al amor misericordioso y grande de nuestro Padre Dios, a la sencillez, al abandono, actitudes imprescindibles para el alma que aspira a la santidad.

El comienzo del temor de Dios es un amor imperfecto, pues se basa en el temor al castigo, pero este temor puede y debe ser elevado a una actitud filial desde la que contemplamos ante todo la grandeza de Dios, su infinita majestad y nuestra condición de criaturas. ""Timor Domini sanctus". -Santo es el temor de Dios. -Temor que es veneración del hijo para su Padre, nunca temor servil, porque tu Padre Dios no es un tirano" (12). Se convierte en temor de hijo que ama sinceramente a su padre, y su amor le da fuerzas para evitar todo lo que le pueda causar dolor o separación.

 

III. Cuando nos acerquemos al sacramento de la Penitencia nos ayudará mucho el fomentar en nuestra alma el santo temor de Dios. Aunque para la recepción del sacramento es suficiente la atrición (dolor sobrenatural, pero imperfecto, por miedo al castigo, por la fealdad del pecado...), recibiremos muchas gracias si movemos nuestra alma a un sentimiento de temor filial, por haber ofendido a un Dios Todopoderoso, que a la vez es nuestro Padre. De esta actitud filial será más fácil pasar a la contrición, al arrepentimiento por amor, al dolor de amor. Entonces la Confesión se convierte en una fuente inmensa de gracias, un lugar donde cada vez se hace más fuerte el amor (13).

La vida interior crece más delicada y profunda si consideramos aquellas verdades que nos muestran los fundamentos de este don del Espíritu Santo: la santidad de Dios y la propia miseria, nuestros diarios desfallecimientos, la total dependencia de la criatura de su Creador, la importancia que adquiere un solo pecado venial ante la santidad divina, la ingratitud que suponen las faltas de generosidad ante las exigencias de nuestra vocación... (14). Sobre todo, comprendemos más el misterio del pecado, si nos acostumbramos a considerar con frecuencia la Pasión de Nuestro Señor. Allí aprendemos a amar, y a temer cometer una sola falta venial. En la contemplación de tanto dolor como padeció Cristo por nuestros pecados, por los de cada uno en particular, se fortalece también la esperanza, se hace más firme la contrición y el empeño por rechazar toda falta deliberada.

El santo temor de Dios, unido al amor, da a la vida cristiana una particular fortaleza: nada hay que pueda atemorizarla, porque ya nada la separará de su Dios (15). El alma se reafirma en la virtud de la esperanza, alejándose de una falsa tranquilidad y manteniendo un amor vigilante -Cor meum vigilat- contra el atractivo de la tentación.

Pidámosle a nuestra Madre Santa María -Refugium peccatorum- que entendamos bien lo mucho que perdemos cada vez que damos un paso fuera del camino que conduce a su Hijo Jesús, aunque sean sólo faltas leves.

 

 

 

(1) Sal 62, 2.- (2) SAN BERNARDO, Sobre la consideración, 5, 15.- (3) Oración colecta.- (4) Sal 110, 10.- (5) Eclo 27, 3-4.- (6) Lc 12, 4.- (7) Hech 9, 31.- (8) SAN AGUSTIN, Sermón sobre la humildad y el temor de Dios.- (9) CARD. J. H. NEWMAN, Sermones parroquiales, Sermón 24.- (10) 1 Jn 4, 18.- (11) B. BAUR, La confesión frecuente, p. 153.- (12) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Camino, n. 435.- (13) Cfr. JUAN PABLO II, Exhor. Apost. Reconciliatio et Paenitentia, 2-XII-1984, 31, III.- (14) Cfr. B. BAUR, o. c. , p. 156.- (15) Cfr. Rom 8, 35-39.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. DUODÉCIMA SEMANA. LUNES

100. La mota en el ojo ajeno.

- La soberbia tiende a ver aumentadas las faltas ajenas y a disminuir y excusar las propias. Evitar los juicios negativos sobre los demás.

- Aceptar a las personas como son, con sus defectos. Ayudar con la corrección fraterna.

- La crítica positiva.

 

I. En cierta ocasión, el Señor advirtió a los que le escuchaban: ¿Por qué te fijas en la mota del ojo de tu hermano, y no ves la viga que hay en el tuyo? O ¿cómo vas a decir a tu hermano: deja que saque la mota de tu ojo, cuando tú tienes una viga en el tuyo? Hipócrita, saca primero la viga de tu ojo y entonces podrás sacar la mota del ojo de tu hermano (1). Una manifestación de humildad es evitar el juicio negativo, y frecuentemente injusto, sobre los demás.

Por nuestra soberbia personal, las faltas más pequeñas que afectan a otros se ven aumentadas, mientras que, por contraste, los mayores defectos propios tienden a disminuirse y a justificarse. Es más, la soberbia tiende a proyectar en los demás lo que en realidad son imperfecciones y errores de uno mismo. Por eso aconsejaba sabiamente San Agustín: "Procurad adquirir las virtudes que creéis que faltan en vuestros hermanos, y ya no veréis sus defectos, porque no los tendréis vosotros" (2).

La humildad, por el contrario, ejerce positivamente su influjo en una serie de virtudes que permiten una convivencia humana y cristiana. Sólo la persona humilde está en condiciones de perdonar, de comprender y de ayudar, porque sólo ella es consciente de haber recibido todo de Dios, y conoce sus miserias y lo necesitada que anda de la misericordia divina. De ahí que trate a su prójimo -también a la hora de juzgar- con comprensión, disculpando y perdonando cuando sea necesario. Por otra parte, nuestra visión de las acciones de otros será siempre muy limitada, pues sólo Dios penetra en las intenciones más íntimas, lee en los corazones y da el verdadero valor a todas las circunstancias que acompañan a una acción.

Debemos aprender a excusar los defectos, quizá patentes e innegables, de quienes tratamos a diario, de tal manera que no nos separemos de ellos ni dejemos de apreciarlos a causa de sus fallos o incorrecciones. Aprendamos del Señor, que "no pudiendo de ninguna forma excusar el pecado de quienes le habían puesto en la cruz, trata sin embargo de aminorar la malicia, alegando su ignorancia. Cuando no podamos nosotros excusar el pecado, juzguémosle a lo menos digno de compasión, atribuyéndolo a la causa más tolerante que pueda aplicársele, como lo es la ignorancia o la flaqueza" (3).

Si nos ejercitamos en ver las cualidades del prójimo, descubriremos que esas deficiencias en su carácter, esas faltas en su comportamiento son, de ordinario, de escaso relieve en comparación con las virtudes que posee. Esta actitud positiva, justa, ante quienes tratamos habitualmente, nos ayudará mucho a acercarnos más al Señor, pues creceremos en mortificación interior, en caridad y en humildad. "Procuremos siempre -aconsejaba Santa Teresa- mirar las virtudes y cosas buenas que viéremos en los otros, y tapar sus defectos con nuestros grandes pecados. Es una manera de obrar que, aunque luego no se haga con perfección, se viene a ganar una gran virtud, que es tener a todos por mejores que nosotros, y comiénzase a ganar por aquí el favor de Dios" (4).

Ante las deficiencias de los demás, incluso ante los mismos pecados externos (murmuraciones, faltas de laboriosidad...), hemos de adoptar una actitud positiva: rezar en primer lugar por ellos, desagraviar al Señor, ejercitar la paciencia y la fortaleza, quererles y apreciarles más, porque más lo necesitan; ayudarles lealmente con la corrección fraterna.

 

II. El Señor no despidió a los Apóstoles ni dejó de apreciarlos porque tuvieran defectos. Éstos han quedado bien reflejados en los Evangelios: en aquellos primeros momentos de su entrega al Señor, a veces vemos que se mueven por envidia, que tienen sentimientos de ira, que ambicionan los primeros puestos...; en esas ocasiones el Maestro les corrige con delicadeza, tiene paciencia con ellos y no deja de quererles. Enseña a quienes iban a ser los transmisores de su doctrina algo vital, en la familia, en el trabajo... en la Iglesia entera; el ejercicio, con obras, de la caridad.

Amar a los demás, con sus defectos también, es cumplir la Ley de Cristo, pues toda la Ley se resume en un solo precepto, en éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo (5), y no dice este mandamiento de Jesús que se ha de amar sólo a quienes carecen de defectos o a quienes tienen determinadas virtudes. El Señor nos pide que sepamos apreciar en primer lugar, porque la caridad es ordenada, a quien Dios ha puesto a nuestro lado por razones de parentesco, de trabajo, de amistad, de vecindad... Esta caridad tomará acentos y notas particulares según los lazos que nos unan, pero en todo caso nuestra actitud ha de ser siempre abierta, amistosa, con deseos de ayudar a todos. Y no se trata de vivir esta virtud con personas ideales, sino con quienes habitualmente convivimos, trabajamos o encontramos en la calle a la hora de mayor tráfico, o cuando los transportes públicos van sobrecargados. A veces nos hallaremos -quizá en el mismo hogar, en la misma oficina- a personas que tienen mal carácter o están algo enfermas o cansadas, o son egoístas y envidiosas... Se trata de convivir, de apreciar y de ayudar a esas personas concretas y reales.

Ante las faltas del prójimo, la respuesta del cristiano es comprender, rezar y, cuando sea oportuno, ayudar a través de la corrección fraterna, que recomendó el mismo Señor (6) y que se vivió desde siempre en la Iglesia.

Esta ayuda fraterna, por ser fruto de la caridad, ha de hacerse humildemente, sin herir, a solas, de forma amable y positiva, haciendo comprender a ese amigo, a ese colega, que aquello daña a su alma, al trabajo, a la convivencia, a su debido prestigio humano. El precepto evangélico supera con mucho el plano meramente humano de las convenciones sociales y de la misma amistad si se funda sólo en criterios exclusivamente humanos. Es una muestra de lealtad humana, que evita toda crítica o murmuración a espaldas del interesado. ¿Nos comportamos así nosotros? ¿Ejercitamos de hecho esta recomendación que tiene su origen en el mismo Cristo?

 

III. Si tomamos como norma habitual no estar pendientes de la mota en el ojo ajeno, nos será fácil no hablar mal de nadie. Si en algún caso tenemos la obligación de emitir un juicio sobre una determinada actuación, sobre el proceder de alguien, haremos esa valoración en la presencia del Señor, en la oración, purificando la intención y cuidando las normas elementales de prudencia y de justicia, "No me cansaré de insistiros -solía repetir Mons. Escrivá de Balaguer- en que, quien tiene obligación de juzgar, ha de oír las dos partes, las dos campanas. ¿Por ventura nuestra ley condena a nadie sin haberle oído primero y examinado su proceder?, recordaba Nicodemo, aquel varón recto y noble, leal, a los sacerdotes y fariseos que buscaban perder a Jesús" (7).

Y si tenemos que ejercer la crítica, ésta ha de ser siempre constructiva, oportuna, salvando siempre a la persona y sus intenciones, que no conocemos sino parcialmente. La crítica del cristiano es profundamente humana, no hiere y conserva incluso la amistad de quienes nos son contrarios, porque se manifiesta llena de respeto y de comprensión. El cristiano, por honradez humana, no juzga lo que no conoce, y cuando emite un juicio sabe que éste debe tener siempre unos requisitos de tiempo, de lugar y con los matices oportunos, sin lo cual se podría convertir con facilidad en detracción o difamación. Por caridad, y por honradez, tendremos cuidado de no convertir en juicio inamovible lo que ha sido una simple impresión, o en transmitir como verdad el "se dice" o la simple noticia sin confirmar, y que quizá nunca se confirme, que daña la reputación de una persona o de una institución.

Si la caridad nos lleva a ver los defectos de los demás sólo en un contexto de virtudes y de cualidades positivas, la humildad nos conduce a descubrir tantos errores y defectos en nosotros mismos que nos moverán, sin pesimismos, a pedir perdón al Señor, a comprender que los demás tengan alguno y a poner empeño por mejorar. Y, para esto, debemos aprender a recibir y a aceptar la crítica honrada de esas personas que nos conocen y aprecian. "Signo cierto de grandeza espiritual es saber dejarse decir las cosas: recibirlas con alegría y agradecimiento" (8). Por el contrario, es propio de personas que se dejan llevar por la soberbia no tolerar ninguna advertencia, la excusa o la reacción contra quien, llevado de la caridad y de la mejor amistad, les quiere ayudar a superar un defecto o a evitar que repitan un mal proceder.

Entre los muchos motivos para dar gracias a Dios, ojalá podamos contar también con el de tener personas a nuestro lado que sepan decirnos oportunamente lo que hacemos mal y lo que podemos y debemos hacer mejor, en una crítica amiga y honesta.

La Virgen Santa María siempre supo decir la palabra adecuada; jamás murmuró, muchas veces guardó silencio.

 

 

 

(1) Mt 7, 3-5.- (2) SAN AGUSTIN, Comentarios sobre los salmos, 30, 2, 7.- (3) SAN FRANCISCO DE SALES, Introducción a la vida devota, III, 28.- (4) SANTA TERESA, Vida, 13, 6.- (5) Gal 5, 14.- (6) Mt 18, 15-17.- (7) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Carta 29-IX-1957.- (8) S. CANALS, Ascética meditada, p. 120.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. DUODÉCIMA SEMANA. MARTES

101. La senda estrecha.

- El camino que conduce al Cielo es estrecho. Templanza y mortificación.

- Necesidad de la mortificación. Lucha contra la comodidad y el aburguesamiento.

- Algunos ejemplos de templanza y de mortificación.

 

I. Mientras iban de camino hacia Jerusalén, uno le preguntó: Señor, ¿son pocos los que se salvan? (1). Jesús no le contestó directamente, sino que le dijo: Esforzaos por entrar por la puerta estrecha, porque muchos, os digo, intentarán entrar y no podrán. Y en el Evangelio de la Misa de hoy San Mateo nos ha dejado esta exclamación del Señor: ¡Qué angosta es la puerta, y qué estrecha la senda que conduce a la vida, y qué pocos son los que atinan con ella! (2).

La vida es como un camino que acaba en Dios, un camino corto. Importa sobre todo que, al llegar, se nos abra la puerta y podamos entrar: "caminamos peregrinos hacia la consumación de la historia humana. Dice el Señor: Vengo presto y conmigo mi recompensa, para dar a cada uno según sus obras... (Apoc 22, 12-13)" (3).

Dos sendas, dos actitudes en la vida. Buscar lo más cómodo y placentero, regalar el cuerpo y huir del sacrificio y de la penitencia; o bien, buscar la voluntad de Dios aunque cueste, tener los sentidos guardados y el cuerpo sujeto. Vivir como peregrinos que llevan lo justo y se entretienen poco en las cosas porque van de paso, o quedar anclados en la comodidad, el placer o los bienes temporales utilizados como fines y no como simples medios.

Un camino conduce al Cielo; el otro, a la perdición, y son muchos los que andan por él. Con frecuencia nos hemos de preguntar por dónde caminamos nosotros y a dónde vamos. ¿Nos dirigimos derechamente al Cielo, aunque no falten derrotas y flaquezas? ¿Es el camino estrecho por el que andamos? ¿Vivimos habitualmente la templanza y la mortificación, pequeños sacrificios, pequeños pero reales? ¿A dónde vamos nosotros? ¿Cuál es realmente el fin de nuestros actos? "Si miramos las cosas, no como una pura teoría, sino con referencia a la vida, quizá sea posible entenderlo mejor. Si un universitario quiere ser médico no se matricula en Filología Románica... En realidad, si un estudiante se matricula en Filología Románica está demostrando que lo que de verdad quiere ser es filólogo, no médico, a pesar de cuanto se diga (...). Y ello es así porque cuando se quiere algo hay que elegir los medios adecuados (...). Si uno quiere ir a su propio hogar y deliberadamente elige el camino que conduce a la casa de su enemigo, lo que sin duda está queriendo es ir a donde, según dice, no desea" (4). Y si diera la razón de que ha elegido ese determinado camino porque es más cómodo, entonces lo que de verdad le importa es el camino, no el fin al que éste le conduce.

Muchos viven persiguiendo fines inmediatos, sin orientar su vida al fin último, Dios, que debe determinarlo todo. Pero no olvidemos que, para conseguirlo, "cada día un poco más -igual que al tallar una piedra o una madera-, hay que ir limando asperezas, quitando defectos de nuestra vida personal, con espíritu de penitencia, con pequeñas mortificaciones (...)" (5).

 

II. El hombre tiende a ir por la senda ancha, aunque posea pocos bienes, y por el camino cómodo de la vida. Prefiere también una puerta ancha, que no conduce al Cielo: con frecuencia se abalanza sin medida sobre las cosas, sin regla ni templanza.

La senda que nos señala el Señor es alegre, pero es, a la vez, de cruz y sacrificio, de templanza y de mortificación. Si alguno quiere venir en pos de mí, que tome su cruz, cada día, y me siga (6). Si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere lleva mucho fruto (7).

Nos es necesaria la templanza en esta vida para poder estar en la otra. Se nos pide a los cristianos estar desprendidos de los bienes que tenemos y usamos, evitar la solicitud desmedida, prescindir de lo superfluo y, en lo necesario, poner mortificación, que garantiza la rectitud de intención. No podemos ser como esos hombres que "parecen guiarse por la economía, de tal manera que casi toda su vida personal y social está como teñida de cierto espíritu materialista" (8). Ponen los medios materiales como fin de sus vidas; piensan que su felicidad está en ellos y se llenan de ansiedad por adquirirlos, olvidando fácilmente que su vida es un camino hacia Dios. Sólo eso: un camino hacia Dios. Estad vigilantes, nos previene el Señor, no sea que se emboten vuestros corazones por la crápula, la embriaguez y las preocupaciones de la vida (9). Tened ceñidos vuestros lomos y encendidas las lámparas y sed como hombres que esperan a su amo de vuelta de las bodas (10).

En la senda ancha de la comodidad, el confort y la falta de mortificación, las gracias que Dios nos da quedan agostadas y sin fruto. Ocurre como con la semilla caída entre espinas: se ahoga a causa de las preocupaciones, riquezas y placeres y no llega a dar fruto (11). La sobriedad, por el contrario, facilita el trato con Dios, pues "con el cuerpo pesado y harto de mantenimiento, muy mal aparejado está el ánimo para volar a lo alto" (12).

Nos dirigimos a Dios deprisa, y lo único verdaderamente importante es no equivocar el camino. ¿Estamos nosotros en el camino bueno, el del sacrificio y la penitencia, el de la alegría y la entrega a los demás? ¿Luchamos decididamente, con obras, contra los deseos de comodidad que continuamente nos acechan?

 

III. En medio de un ambiente con frecuencia materialista, la templanza es de gran eficacia apostólica. Es uno de los ejemplos más atrayentes de la vida cristiana. Donde quiera que nos encontremos debemos de esforzarnos para dar siempre ese ejemplo, que se manifestará con sencillez en nuestro comportamiento. Para muchos, la ejemplaridad de un cristiano ha sido el comienzo de un verdadero encuentro con el Señor.

Una vida sobria es una vida mortificada y alegre. La mortificación la encontraremos frecuentemente en cosas pequeñas que mantienen el cuerpo sujeto a la razón y disponen al alma para entender las cosas de Dios. Así, la mortificación interior, por una parte, lleva al control de la imaginación y de la memoria, alejando pensamientos y recuerdos inútiles o inconvenientes; y se manifiesta también en la mortificación de la lengua: evitando, por ejemplo, conversaciones inútiles y frívolas, murmuraciones, etc.

Para caminar por la senda estrecha de la templanza hemos de practicar también la mortificación de los sentidos externos: la vista, el oído, el gusto... "Al cuerpo hay que darle un poco menos de lo justo. Si no, hace traición" (13). Un poco menos de lo justo en comodidad, en caprichos, etc. Mortificaciones, en fin, en nuestra vida de cada día: "en el trabajo intenso, constante y ordenado; sabiendo que el mejor espíritu de sacrificio es la perseverancia por acabar con perfección la labor comenzada; en la puntualidad, llenando de minutos heroicos el día; en el cuidado de las cosas, que tenemos y usamos; en el afán de servicio, que nos hace cumplir con exactitud los deberes más pequeños; y en los detalles de caridad, para hacer amable a todos el camino de santidad en el mundo: una sonrisa puede ser, a veces, la mejor muestra de nuestro espíritu de penitencia..." (14).

La senda estrecha pasa por todas las actividades del cristiano: desde las comodidades del hogar, hasta el uso de los instrumentos de trabajo y el modo de divertirse. En el descanso, por ejemplo, no es preciso realizar grandes gastos, ni dedicar excesivas horas al deporte en perjuicio de otros quehaceres. También da ejemplo de austeridad y de templanza quien sabe hacer uso moderado de la televisión y, en general, de los instrumentos de confort que ofrece la técnica.

El camino estrecho es seguro y es amable. Y en medio de esa vida, que tiene un cierto tono austero y sacrificado, encontramos la alegría, porque la "Cruz ya no es un patíbulo, sino el trono desde el que reina Cristo. Y a su lado, su Madre, Madre nuestra también. La Virgen Santa te alcanzará la fortaleza que necesitas para marchar con decisión tras los pasos de su Hijo" (15).

 

 

 

(1) Lc 13, 23.- (2) Mt 7, 14.- (3) CONC. VAT. II, Const. Gaudium et spes, 45.- (4) F. SUAREZ, La puerta angosta, Rialp, 9ª ed., Madrid 1985. pp. 37-38.- (5) Cfr. J. ESCRIVA DE BALAGUER, Forja, n. 403.- (6) Lc 9, 23.- (7) Jn 12, 24.- (8) CONC. VAT. II, loc. cit., 63.- (9) Lc 21, 34.- (10) Lc 12, 35.- (11) Lc 8, 14.- (12) SAN PEDRO DE ALCANTARA, Tratado de la oración y la meditación, II, 3.- (13) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Camino, n. 196.- (14) IDEM, Carta, 24-III-1930.- (15) IDEM, Amigos de Dios, 141.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. DUODÉCIMA SEMANA.  MIÉRCOLES

102. Por sus frutos los conoceréis.

- Los frutos buenos sólo pueden provenir de un árbol sano. Los falsos maestros y su mala doctrina.

- El trato con Dios y las obras del cristiano.

- Los frutos amargos del laicismo. La actividad del cristiano en el mundo: reconducir todas las cosas a Cristo.

 

I. El Señor insiste en repetidas ocasiones en el peligro de los falsos profetas, que llevarán a muchos a su ruina espiritual (1). En el Antiguo Testamento también se hace referencia a estos malos pastores que causan estragos en el pueblo de Dios. Así, el Profeta Jeremías denuncia la impiedad de aquellos que profetizan por Baal y desorientan a mi pueblo Israel, lo engañan y le cuentan sus propias fantasías y no las palabras de Yahvé..., descarrían a mi pueblo con sus mentiras y sus jactancias, siendo así que yo no les he enviado, ni les he dado misión alguna, ni han hecho a mi pueblo ningún bien (2). Pronto aparecieron también en el seno de la Iglesia. San Pablo los llama falsos hermanos y falsos apóstoles (3), y advierte a los primeros cristianos que se guarden de ellos; San Pedro los llama falsos doctores (4). En nuestros días también han proliferado los maestros del error; ha sido abundante la siembra de malas semillas, y han sido causa de desconcierto y de ruina para muchos.

En el Evangelio de la Misa (5) nos advierte el Señor: Tened cuidado con los falsos profetas; se acercan con piel de oveja, pero por dentro son lobos rapaces. Mucho es el daño que causan en las almas, pues los que se acercan a ellos en busca de luz encuentran oscuridad, buscan fortaleza y hallan incertidumbre y debilidad. El mismo Señor nos señala que tanto los verdaderos como los falsos enviados de Dios se conocerán por sus frutos; los predicadores de falsas reformas y doctrinas no acarrearán más que la desunión del tronco fecundo de la Iglesia y la turbación y perdición de las almas: por sus frutos los conoceréis, nos dice Jesús. ¿Acaso se cosechan uvas de las zarzas o higos de los cardos? Los árboles sanos dan frutos buenos; los árboles dañados dan frutos malos. Un árbol sano no puede dar frutos malos, ni un árbol dañado dar frutos buenos.  En este pasaje del Evangelio nos advierte el Señor para que estemos vigilantes y seamos prudentes con los doctores falsarios y con sus doctrinas engañosas, pues no siempre será fácil distinguirlas, ya que la mala doctrina se presenta muchas veces con apariencia de bondad y de bien.

 

II. Los árboles sanos dan frutos buenos. Y el árbol está sano cuando corre por él savia buena. La savia del cristiano es la misma vida de Cristo, la santidad personal, que no se puede suplir con ninguna otra cosa. Por eso no debemos separarnos nunca de Él: quien está unido conmigo, y yo con él -nos dice-, ése da mucho fruto, porque sin mí nada podéis hacer (6). En el trato con Jesús aprendemos a ser eficaces, a estar alegres, a comprender, a querer de verdad, a ser, en definitiva, buenos cristianos.

La vida de unión con Cristo necesariamente trasciende el ámbito individual del cristiano en beneficio de los demás: de ahí brota la fecundidad apostólica, ya que "el apostolado, cualquiera que sea, es una sobreabundancia de vida interior" (7), de la unión vital con el Señor. "Esta vida de unión íntima con Cristo en la Iglesia se nutre con los auxilios espirituales comunes a todos los fieles, muy especialmente con la participación activa en la sagrada liturgia. Los seglares deben servirse de estos auxilios de tal forma que, al cumplir debidamente sus obligaciones en medio del mundo, en las circunstancias ordinarias de la vida, no separen la unión con Cristo de su vida privada, sino que crezcan intensamente en esa unión realizando sus tareas en conformidad con la Voluntad de Dios" (8). El trato con el Señor en la Sagrada Eucaristía, la participación en la Santa Misa -verdadero centro de la vida del cristiano-, la oración personal y la mortificación, que permite ese trato con Dios, tendrá unas manifestaciones concretas a la hora de realizar nuestros quehaceres, al relacionarnos con otras personas, creyentes o no, y al cumplir nuestros deberes cívicos y sociales. La savia no se ve, pero los frutos sí, y por el modo de comportarnos deberán reconocer a Cristo en nosotros: por la alegría, por la serenidad ante el dolor y las contrariedades, por la facilidad para disculpar los errores ajenos, por la exigencia en los propios deberes, por la sobriedad ejemplar en el uso de los bienes materiales, por el agradecimiento sincero ante los pequeños servicios de la convivencia diaria...

Si se descuidara esa honda unión con Dios, la eficacia apostólica con quienes nos relacionamos habitualmente se iría reduciendo hasta ser nula, y los frutos se tornarían amargos, indignos de ser presentados al Señor. "Entre aquellos mismos -señalaba San Pío X- a quienes les resulta una carga recogerse en su corazón (Jer 12, 11) o no quieren hacerlo, no faltan los que reconocen la consiguiente pobreza de su alma, y se excusan con el pretexto de que se entregaron totalmente al servicio de las almas. Pero se engañan. Habiendo perdido la costumbre de tratar con Dios, cuando hablan de Él a los hombres o dan consejos de vida cristiana, están totalmente vacíos del espíritu de Dios, de manera que la palabra del Evangelio parece como muerta en ellos" (9). No es infrecuente entonces que -en el mejor de los casos- se den sólo consejos a ras de tierra, sin contenido sobrenatural, o doctrinas propias, cuando tenía que haberse dado la doctrina del Evangelio. Si se descuida el trato con Dios, la piedad personal, no se producen las obras que el Señor espera de cada cristiano. De la abundancia del corazón habla la boca (10); y si en el corazón no está Dios, ¿cómo podrán comunicar las palabras y la vida que de Él proceden? Examinemos hoy cómo es nuestra oración: la puntualidad en la hora fijada, el empeño por rechazarlas distracciones, el hacerla en el lugar más oportuno, la petición a la Virgen, a San José, al Ángel Custodio para que nos ayuden a mantener un diálogo vivo y personal con el Señor, cómo nos concretamos algún propósito cada día, aunque sea pequeño... Examinemos también cómo es nuestro interés por vivir la presencia de Dios mientras caminamos por la calle, mientras trabajamos, en la familia..., y puntualicemos qué debemos rectificar, mejorar. Formulemos un propósito, quizá pequeño, pero concreto.

 

III. Así como el hombre que excluye de su vida a Dios se convierte en árbol enfermo con malos frutos, la sociedad que pretende desalojar a Dios de sus costumbres y de sus leyes produce males sin cuento y gravísimos daños para los ciudadanos que la integran. "Sin religión es imposible que sean buenas las costumbres de un Estado" (11). Surge al mismo tiempo el fenómeno del laicismo, que quiere suplantar el honor debido a Dios y la moral basada en principios trascendentes, por ideales y normas de conducta meramente humanos, que acaban siendo infrahumanos. A la vez, tratan de relegar a Dios y a la Iglesia al interior de las conciencias y se ataca, con agresividad, a la Iglesia y al Papa, bien directamente o en personas o instituciones que son fieles a su Magisterio.

No es raro entonces que "donde el laicismo logra sustraer al hombre, a la familia y al Estado del influjo regenerador de Dios y de la Iglesia, aparezcan señales cada vez más evidentes y terribles de la corruptora falsedad del viejo paganismo. Cosa que sucede también en aquellas regiones en las que durante siglos brillaron los fulgores de la civilización cristiana" (12). Esas señales producidas por la secularización son evidentes en muchos países, incluso de gran tradición y raigambre cristiana, donde progresa este proceso de secularización: divorcio, aborto, aumento alarmante del consumo de droga, incluso en niños y menores de edad, agresividad, desprecio de la moralidad pública... El hombre y la sociedad se deshumanizan y degradan cuando no tienen a Dios como Padre, lleno de amor, que sabe dar leyes para la misma conservación de la naturaleza humana y para que las personas encuentren su propia dignidad y alcancen el fin para el que fueron creadas.

Ante frutos tan amargos, los cristianos debemos responder con generosidad a la llamada recibida de Dios para ser sal y luz allí donde estamos, por pequeño que pueda ser o parecer el ámbito donde se desenvuelve nuestra vida. Debemos mostrar con hechos que el mundo es más humano, más alegre, más honesto, más limpio, cuando está más cerca de Dios. La vida más merece la pena ser vivida cuanto más informada esté por la luz de Cristo.

Jesús nos mueve continuamente a no permanecer inactivos, a no perder la más pequeña ocasión de dar un sentido más cristiano, más humano, a las personas y al ambiente en el que nos movemos. Al terminar nuestra oración nos preguntamos hoy: ¿qué puedo hacer yo en mi familia, en mi escuela, en la Universidad, en la oficina..., para que el Señor esté presente en esos lugares? Y pedimos a San José la firmeza de espíritu para llevar a Cristo a todas las realidades humanas. Miremos con fe el ejemplo de su vida, de la que se "desprende la gran personalidad humana de José: en ningún momento se nos aparece como un hombre apocado o asustado ante la vida; al contrario, sabe enfrentarse con los problemas, salir adelante en las situaciones difíciles, asumir con responsabilidad e iniciativa las tareas que se le encomiendan" (13).

Con la gracia de Dios y la intercesión del Santo Patriarca, nos esforzaremos con constancia para dar fruto abundante, en el lugar donde Dios nos ha puesto.

 

 

 

(1) Cfr. Mt 24, 11; Mc 13, 22; Jn 10, 12.- (2) Cfr. Jer 23, 9-40.- (3) Gal 2, 4; 2 Cor 11, 26; 1 Cor 11, 13.- (4) 2 Pdr 2, 1.- (5) Mt 7, 15-20.- (6) Jn 15, 5.- (7) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Amigos de Dios, 239.- (8) CONC. VAT. II, Decr. Apostolicam actuositatem, 4.- (9) SAN PIO X, Enc. Haerentanimo, 4-VIII-1908.- (10) Cfr. Lc 6, 45.- (11) LEON XIII, Enc. Immortale Dei, 1-XI-1885, 15.- (12) PIO XII, Enc. Summi Pontificatus, 20-X-1939, 23.- (13) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 40.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. DUODÉCIMA SEMANA. JUEVES

103. Frutos de la Misa.

- Los frutos de la Misa. El sacrificio eucarístico y la vida ordinaria del cristiano.

- Participación consciente, activa y piadosa. Nuestra participación en la Santa Misa debe ser oración personal, unión con Jesucristo, Sacerdote y Víctima.

- Preparación para asistir a la Misa. El apostolado y el sacrificio eucarístico.

 

I. El Concilio Vaticano II "nos recuerda que el sacrificio de la cruz y su renovación sacramental en la Misa constituyen una misma y única realidad, excepción hecha del modo diverso de ofrecer (...) y que, consiguientemente, la Misa es al mismo tiempo sacrificio de alabanza, de acción de gracias, propiciatorio y satisfactorio" (1). Suelen sintetizarse en estos cuatro los fines que el Salvador dio a su sacrificio en la Cruz.

Estos cuatro fines de la Santa Misa se logran en distinta medida y manera. Los fines que directamente se refieran a Dios, como son la adoración o alabanza, y la acción de gracias, se producen siempre infalible y plenamente con su infinito valor, aun sin nuestro concurso, aunque no asista a la celebración de la Misa ni un solo fiel, o asista distraído. Cada vez que se celebra el sacrificio eucarístico se alaba sin límites a Dios Nuestro Señor y se ofrece una acción de gracias que satisface plenamente a Dios. Esta oblación, dice Santo Tomás, agrada a Dios más de lo que le ofenden todos los pecados del mundo (2), pues Cristo mismo es el Sacerdote principal de cada Misa y también la Víctima que se ofrece en todas ellas.

Sin embargo, los otros dos fines del sacrificio eucarístico (propiación y petición), que revierten en favor de los hombres y que se llaman frutos de la Misa, no siempre alcanzan de hecho la plenitud que de suyo podrían conseguir. Los frutos de reconciliación con Dios y de obtención de lo que pedimos a su benevolencia podrían también ser infinitos, porque se basan en los méritos de Cristo, pero de hecho nunca los recibimos en tal grado porque se nos aplican según las disposiciones personales. Nuestra mejor participación en el Santo Sacrificio del Altar logra una mayor aplicación de estos frutos de propiciación y petición. La misma oración de Cristo multiplica el valor de nuestra oración en la medida en que, en la Misa, unimos nuestras peticiones y desagravios a los suyos.

Para recibir los frutos de la Misa, la Iglesia nos invita a unirnos al sacrificio de Cristo, a participar, por tanto, en la alabanza, acción de gracias, expiación e impetración de Jesucristo. El mismo rito externo de la Misa (las acciones y ceremonias), a la vez que significa el sacrificio interior de Jesucristo, es signo de la entrega y oblación de los fieles unidos a Él (3). Esta entrega de todo nuestro ser, del quehacer diario, es un motivo más para realizarlo con perfección humana y rectitud de intención. "Todas sus obras, sus oraciones e iniciativas apostólicas -señala el Concilio Vaticano II-, la vida conyugal y familiar, el cotidiano trabajo, el descanso del alma y del cuerpo, si se hacen en el Espíritu, e incluso las mismas pruebas de la vida, si se sobrellevan pacientemente, se convierten en sacrificios espirituales, aceptables a Dios por Jesucristo (cfr. 1 Pdr 2, 5), que en la celebración de la Eucaristía se ofrecen piadosísimamente al Padre junto con el Cuerpo del Señor" (4). Todas nuestras obras y la propia vida adquieren un nuevo valor, porque todo gira entonces alrededor de la Santa Misa, que es el centro del día, al que se dirigen todos nuestros pensamientos y acciones, y la fuente de la que manan todas las gracias necesarias para santificar nuestro paso por la tierra.

 

II. Para que obtengamos cada vez más fruto de la Santa Misa, nuestra Madre la Iglesia quiere que asistamos, no como "extraños y mudos espectadores", sino tratando de comprenderla cada vez mejor, a través de los ritos y oraciones, participando de la acción sagrada de modo consciente, piadoso y activo, con recta disposición de ánimo, poniendo el alma en consonancia con la voz y colaborando con la gracia divina (5). Prestaremos delicada atención a los diálogos, a las aclamaciones, haremos actos de fe y de amor en los silencios previstos: en la Consagración, en el momento de recibir al Señor... Lo principal es la participación interna, nuestra unión con Jesucristo que se ofrece a Sí mismo, pero nos será de gran provecho ayudarnos de esos elementos externos que también forman parte de la liturgia: las posturas (de rodillas, de pie, sentados), la recitación o canto de partes en común (el Gloria, el Credo, el Sanctus, el Padrenuestro...), etc.

En muchas ocasiones nos resultará de gran ayuda leer en el propio misal las oraciones del celebrante. El empeño por vivir la puntualidad -llegar al menos unos minutos antes del comienzo-, nos ayudará a prepararnos mejor y será una delicada atención con Cristo, con el sacerdote que celebra la Misa y con quienes van a participar de ella. El Señor agradece que también en esto seamos ejemplares. ¿Acaso no llegaríamos con la suficiente antelación si se tratase de una importante audiencia? Nada existe en el mundo más importante que la Santa Misa.

La participación interna consiste principalmente en el ejercicio de las virtudes: actos de fe, de esperanza y de amor. En el momento de la Consagración podemos repetir, con el Apóstol Tomás, aquellas palabras llenas de fe y de amor: Señor mío y Dios mío, creo firmemente que estás presente sobre el altar..., u otras que nuestra piedad nos sugiera.

Nuestra participación en la Santa Misa debe ser, ante todo, oración personal, en la que culmina nuestro diálogo habitual con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Esta oración, "en cuanto a cada uno es posible, es condición indispensable para una auténtica y consciente participación litúrgica. Y no sólo eso; ella es también el fruto, la consecuencia de tal participación (...). Es necesario hoy y siempre, pero hoy más que nunca, mantener un espíritu y una práctica de oración personal... Sin una propia íntima y continua vida interior de oración, de fe, de caridad, no podemos mantenernos cristianos; no se puede, de una manera útil y provechosa, participar en el renacimiento litúrgico; no se puede eficazmente dar testimonio de aquella autenticidad cristiana de que tanto se habla; no se puede pensar, respirar, actuar, sufrir y esperar plenamente con la Iglesia viva y peregrina... A todos os decimos: orad, hermanos: orate, fratres. No os canséis de intentar que surja del fondo de vuestro espíritu, con vuestra íntima voz, este ¡Tú! dirigido al Dios inefable, a ese misterioso Otro que os observa, os espera, os ama. Y ciertamente no quedaréis desilusionados o abandonados, sino que probaréis la alegría nueva de una respuesta embriagadora: Ecce adsum, he aquí que estoy contigo" (6). De modo muy particular tenemos a Dios junto a nosotros y en nosotros en el momento de la Comunión, donde la participación en la Santa Misa llega a su momento culminante. "El efecto propio de ese sacramento -enseña Santo Tomás de Aquino- es la conversión del hombre en Cristo, para que diga con el Apóstol: Vivo, no yo, sino que Cristo vive en mí" (7).

 

III. Antes de la Santa Misa hemos de disponer nuestra alma para acercarnos al acontecimiento más importante que cada día sucede en el mundo. La Misa celebrada por cualquier sacerdote, en el lugar más recóndito, es lo más grande que en ese momento está sucediendo sobre la tierra; aunque no asista ni una sola persona. Es lo más grato a Dios que podemos ofrecerle los hombres; es la ocasión por excelencia para darle gracias por los muchos beneficios que recibimos, para pedirle perdón por tantos pecados y faltas de amor... y tantas cosas (espirituales y materiales) como necesitamos. "¿Quién no tiene cosas que pedir? Señor, esa enfermedad... Señor, esta tristeza... Señor, aquella humillación que no sé soportar por tu amor... Queremos el bien, la felicidad y la alegría de las personas de nuestra casa; nos oprime el corazón la suerte de los que padecen hambre y sed de pan y de justicia; de los que experimentan la amargura de la soledad; de los que, al término de sus días, no reciben una mirada de cariño ni un gesto de ayuda.

"Pero la gran miseria que nos hace sufrir, la gran necesidad a la que queremos poner remedio es el pecado, el alejamiento de Dios, el riesgo de que las almas se pierdan para toda la eternidad. Llevar a los hombres a la gloria eterna en el amor de Dios: ésa es nuestra aspiración fundamental al celebrar la Misa, como fue la de Cristo al entregar su vida en el Calvario" (8). De esta manera, nuestro apostolado se dirige hacia la Santa Misa y de ella sale fortalecido.

Los minutos de acción de gracias después de la Misa completarán esos momentos tan importantes del día, y tendrán una influencia directa en el trabajo, en la familia, en la alegría con que tratamos a todos, en la seguridad y confianza con que vivimos el resto de la jornada. La Misa así vivida nunca será un acto aislado; será alimento de todas nuestras acciones y les dará unas características peculiares...

Y en la Santa Misa encontramos siempre a nuestra Madre Santa María. "¿Cómo podríamos tomar parte en el sacrificio sin recordar e invocara la Madre del Soberano Sacerdote y de la Víctima? Nuestra Señora ha participado muy íntimamente en el sacerdocio de su Hijo durante su vida terrestre, para que esté ligada para siempre al ejercicio de su sacerdocio. Como estaba presente en el Calvario, está presente en la Misa, que es una prolongación del Calvario. En la Cruz asistía a su Hijo ofreciéndole al Padre; en el altar, asiste a la Iglesia que se ofrece a sí misma con su Cabeza, cuyo sacrificio renueva. Ofrezcámonos a Jesús por medio de Nuestra Señora" (9). Procuremos tener presente en la Santa Misa a nuestra Madre Santa María, y Ella nos ayudará a estar con mayor piedad y recogimiento.

 

 

 

(1) MISAL ROMANO, Ordenación general, Proemio, 2.- (2) Cfr. SANTO TOMAS, Suma Teológica, 3, q. 48, a. 2.- (3) Cfr. PIO XII, Enc. Mediator Dei, 20-XI-1947.- (4) CONC. VAT. II, Const. Lumen gentium, 34.- (5) Cfr. CONC. VAT. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 11; 48.- (6) PABLO VI, Alocución 14-VIII-1969.- (7) SANTO TOMAS, IV Libro de las sentencias, d. 12, q. 2, a. 1.- (8) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Amar a la Iglesia, pp. 79-80.- (9) P. BERNADOT, La Virgen en mi vida, Barcelona 1947, p. 233.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. DUODÉCIMA SEMANA. VIERNES

104. La virtud de la Fidelidad.

- Es una virtud exigida por el amor, la fe y la vocación.

- El fundamento de la fidelidad.

- Amor y fidelidad en lo pequeño.

 

I. La Sagrada Escritura nos habla con frecuencia de la virtud de la fidelidad, de la necesidad de mantener la promesa, el compromiso libremente aceptado, el empeño en acabar una misión en la que uno se ha comprometido. Le dijo el Señor a Abrahán: Camina en mi presencia con fidelidad. Tú guarda mi pacto que hago contigo y con tus descendientes por generaciones (1). La firmeza de la alianza con el Patriarca y con sus descendientes será fuente continua de bendiciones y de felicidad; y, por el contrario, el quebrantamiento de este pacto por Israel será la causa de sus males.

Dios pide fidelidad a los hombres a los que mira con predilección porque Él mismo es siempre fiel, por encima de nuestras flaquezas y debilidades. Yahvé es el Dios de la lealtad (2), rico en amor y fidelidad (3), fiel en todas sus palabras (4), y su fidelidad permanece para siempre (5). Quienes son fieles le son muy gratos (6), y les promete un don definitivo: el que sea fiel hasta la muerte, recibirá la corona de la vida (7).

Jesús habla muchas veces de esta virtud a lo largo del Evangelio: pone ante nuestros ojos el ejemplo del siervo fiel y prudente, del criado bueno y leal en lo pequeño, del administrador honrado... La idea de la fidelidad penetra tan hondo en la vida del cristiano que el título de fieles bastará para designar a los discípulos de Cristo (8). San Pablo, que había dirigido múltiples exhortaciones a aquella generación de primeros cristianos para que viviera esta virtud, cuando siente cercana su muerte entona un canto a la fidelidad, resumen de su vida. Le escribe a Timoteo: He combatido el buen combate, he terminado mi carrera, he guardado la fe. Por lo demás, ya me está preparada la corona de la justicia que me otorgará aquel día el Señor, justo juez, y no sólo a mí, sino a todos los que esperan su manifestación (9).

La fidelidad consiste en cumplir lo prometido, conformando de este modo las palabras con los hechos (10). Somos fieles si guardamos la palabra dada, si nos mantenemos firmes, a pesar de los obstáculos y dificultades, a los compromisos adquiridos. La perseverancia está íntimamente unida a esta virtud, y con frecuencia se identifica con ella.

El ámbito de la fidelidad es muy amplio: con Dios, entre cónyuges, entre amigos... Es una virtud esencial: sin ella es imposible la convivencia. Referida a la vida espiritual, se relaciona estrechamente con el amor, la fe y la vocación. "Me hace temblar aquel pasaje de la segunda epístola a Timoteo, cuando el Apóstol se duele de que Demas escapó a Tesalónica tras los encantos de este mundo... Por una bagatela, y por miedo a las persecuciones, traicionó la empresa divina un hombre, a quien San Pablo cita en otras epístolas entre los santos.

"Me hace temblar, al conocer mi pequeñez; y me lleva a exigirme fidelidad al Señor hasta en los sucesos que pueden parecer como indiferentes, porque, si no me sirven para unirme más a Él, ¡no los quiero!" (11). ¿Para qué nos habrían de servir si no nos llevan a Cristo? Camina en mi presencia con fidelidad. Guarda el pacto que hago contigo, nos está diciendo Dios continuamente en la intimidad de nuestro corazón.

 

II. La nuestra no es una época que se caracterice por el florecimiento de esta virtud de la fidelidad. Quizá por eso el Señor nos pide que sepamos apreciarla más, tanto en nuestros compromisos de entrega libremente adquiridos con Él como en la vida humana, en las relaciones con otros. Muchos se preguntan: ¿cómo puede el hombre, que es mudable, débil y cambiante, comprometerse para toda la vida? Puede, porque su fidelidad está sostenida por quien no es mudable, ni débil, ni cambiante, por Dios: Fiel es Yahvé en todas sus palabras (12). El Señor sostiene esa disposición del hombre que quiere ser leal a sus compromisos y, sobre todo, al más importante de ellos: al que se refiere a Dios -y a los hombres por Dios-, como en la vocación a una entrega plena, a la santidad. Toda dádiva y todo don perfecto de arriba viene, como que desciende del Padre de las luces, en quien no cabe mudanza, ni cambio, ni variación (13). "Cristo necesita de vosotros y os llama para ayudar a millones de hermanos vuestros a ser plenamente hombres y a salvarse. Vivid con esos nobles ideales en vuestra alma (...). Abrid vuestro corazón a Cristo, a su ley de amor; sin condicionar vuestra disponibilidad, sin miedo a respuestas definitivas, porque el amor y la amistad no tienen ocaso" (14), permanecen siempre en plenitud, porque el amor no envejece.

Enseña Santo Tomás (15) que amamos a alguien cuando queremos el bien para él; si, en cambio, intentamos sacar provecho del otro porque nos agrada o nos es útil para algo, entonces propiamente no lo amamos: lo deseamos. Cuando amamos, cuando queremos el bien para el otro, toda nuestra persona se entrega a ese amor, con independencia de gustos y de estados de ánimo: "la paga y el jornal del amor es recibir más amor" (16). Hemos de pedir al Señor la persuasión firme de que lo principal del amor no es el sentimiento, sino la voluntad y las obras; y exige esfuerzo, sacrificio y entrega. El sentimiento y los estados de ánimo son mudables y sobre ellos no se puede construir algo tan fundamental como es la felicidad. Esta virtud adquiere su firmeza del amor, del amor verdadero. Por eso, cuando el amor -el humano y el divino- ha pasado ya por el período de mayor sentimiento, lo que queda no es lo menos importante, sino lo esencial, lo que da sentido a todo.

El Señor tiene para cada hombre, para cada uno en concreto, una llamada, un designio, una vocación. Él ha prometido que no fallará a ese llamamiento y lo sostendrá en medio de las tentaciones y dificultades diversas por las que puede pasar una vida. Y para demostrarnos esa permanencia emplea una comparación que todos entendemos bien: la del amor y los cuidados que una madre tiene con sus hijos. Imaginad, nos dice, a una madre profundamente madre, no -si pudiera darse- a la madre egoísta que anda metida en sus cosas. ¿Cómo puede una madre así olvidarse de su hijo? (17). Nos parece imposible, pero imaginemos, con todo, que se olvidara del hijo, que no le tuviera en cuenta. Yo, nos dice el Señor, jamás me olvidaría de ti, de tu cometido en la vida, de mi designio sobre ti, de tu vocación. La fidelidad es la correspondencia amorosa a ese amor de Dios. Sin amor, pronto aparecen las grietas y las fisuras a todo compromiso.

 

III. ¿Qué podré dar yo a Yahvé por todos los beneficios que me ha hecho? (18). Todos podemos poner lo que está de nuestra parte en esta tarea de la fidelidad. La perseverancia hasta el final de la vida se hace posible con la fidelidad a lo pequeño de cada jornada y el recomenzar cuando, por debilidad, hubo algún paso fuera del camino; fidelidad es corresponder a ese amor de Dios, dejarse amar por Él, quitar los obstáculos que impiden que ese Amor misericordioso penetre en lo más profundo del alma. En muchos momentos de la vida, la fidelidad a Dios se concretará en la fidelidad a la vida de oración, a esas devociones y costumbres que cada día nos mantienen cerca del Señor. La perseverancia propia y ajena está en dependencia de nuestra unión y de nuestro amor filial a Dios. Perseveran los que aman, porque sienten la fortaleza de su Padre Dios en la aparente monotonía de la lucha diaria (19).

El amor "es el peso que me arrastra" (20), el centro de gravedad, la dirección de nuestra alma en la tarea de la fidelidad. Por eso, el amor a Dios, que no permite muros ni tabiques entre el hombre y su Dios, lleva a la sinceridad, seguro soporte de la fidelidad. Sinceridad, en primer lugar, con uno mismo: reconocer y llamar por su nombre incluso a los deseos, pensamientos, aspiraciones y ensueños cuando todavía ni siquiera han tomado cuerpo, pero que dirigen fuera del propio camino. Y, enseguida, sinceridad con el Señor, que es rectitud de intención, limpieza interior; y sinceridad con quien orienta espiritualmente el alma, manifestándole esos síntomas del egoísmo que, en sus diversas formas, trata de anidar en el corazón. Así contaremos siempre con una poderosa ayuda.

Las virtudes de la fidelidad y lealtad deben informar todas las manifestaciones de la vida del cristiano: relaciones con Dios, con la Iglesia, con el prójimo, en el trabajo, en los deberes de estado... Y se vive la fidelidad en todas sus formas cuando se es fiel a la propia vocación, porque en ella están integrados todos los demás valores a los que debemos lealtad y fidelidad. Si faltara la fidelidad a Dios, todo quedaría desunido y roto.

"El Corazón de Jesús, el Corazón humano de Dios Hombre, está abrasado por la llama viva del Amor trinitario, que jamás se extingue" (21) y es fiel en su amor por los hombres. Nosotros debemos aprender de este amor fiel. Y también nos dirigimos a María: Virgo fidelis, ora pro nobis, ora pro me.

 

 

 

(1) Primera lectura de la Misa. Año I, Gen 17, 1-9.- (2) Dt 3, 4.- (3) Ex 34, 6-7.- (4) Sal 144, 13.- (5) Sal 116, 1-2.- (6) Cfr. Prov 12, 22.- (7) Cfr Apoc 2, 20.- (8) Hech 10, 45.- (9) 2 Tim 4, 7.- (10) Cfr. SANTO TOMAS, Suma Teológica, 2-2, q. 110, a. 3.- (11) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Surco, n. 343.- (12) Sal 144, 3.- (13) Sant 1, 7.- (14) JUAN PABLO II, Discurso en Javier, 6-XI-1982.- (15) SANTO TOMAS, o. c. , 1-2, q. 26, a. 4.- (16) SAN JUAN DE LA CRUZ, Cántico espiritual, 9, 7.- (17) Cfr. Is 49, 15.- (18) Sal 115, 12.- (19) Cfr. R. TABOADA, La perseverancia, Palabra, Madrid 1987, p. 21.- (20) SAN AGUSTIN, o. c. , 13, 9.- (21) JUAN PABLO II, Meditación dominical 23-VI-1986.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. DUODÉCIMA SEMANA. SABADO

105. María, corredentora con Cristo.

- María presente en el sacrificio de la Cruz.

- Corredentora con Cristo.

- María y la Santa Misa.

 

I. A lo largo de la vida terrena de Jesús, su Madre Santa María cumplió la voluntad divina de atenderle con amorosa solicitud: en Belén, en Egipto, en Nazaret. Tuvo con Él todos los cuidados normales que necesitó, iguales a los de cualquier otro niño, y también los desvelos extraordinarios que fueron necesarios para proteger su vida. El Niño creció, entre María y José, en un ambiente lleno de amor sacrificado y alegre, de protección firme y de trabajo.

Más tarde, durante su vida pública, María pocas veces le sigue físicamente de cerca, pero Ella sabía en cada momento dónde se encontraba, y le llegaba el eco de sus milagros y de su predicación. Algunas veces Jesús fue a Nazaret, y estaba entonces más tiempo con su Madre; la mayoría de sus discípulos ya la conocían desde aquella boda en Caná de Galilea (1). Salvo el milagro de la conversión del agua en vino, en el que tuvo una parte tan importante, los Evangelistas no señalan que estuviera presente en ningún otro milagro. Tampoco estuvo presente en los momentos en que las gentes desbordaban entusiasmo por su Hijo. "No la veréis entre las palmas de Jerusalén, ni -fuera de las primicias de Caná- a la hora de los grandes milagros.

"-Pero no huye del desprecio del Gólgota: allí está, "juxta crucem Jesu" -junto a la cruz de Jesús, su Madre" (2). Ella se encuentra normalmente en Nazaret, en perfecta unión con su Hijo, ponderando en su corazón todo lo que iba ocurriendo; pero en la hora del dolor y del abandono, allí se encuentra María.

Dios la amó de un modo singular y único. Sin embargo, no la dispensó del trance del Calvario, haciéndola participar en el dolor como nadie, excepto su Hijo, haya jamás sufrido. Podría quizá haberse retirado a la intimidad de su casa, lejos del Calvario, en la compañía amable de las mujeres: "al fin y al cabo, nada podía hacer, y su presencia no evitaba ni aliviaba los dolores de su Hijo ni su humillación. Y no lo hizo por la misma razón por la que una madre permanece junto al lecho de su hijo agonizante en lugar de marcharse a distraerse, en vista de que no puede hacer nada para que siga viviendo o deje de sufrir. La Virgen se solidarizó con su Hijo; su amor la llevó a sufrir con Él" (3). Poco a poco se fue aproximando a la Cruz; al final, los soldados le permitieron estar muy cerca. Mira a Jesús, y su Hijo la mira. En una estrechísima unión, ofrece a su Hijo a Dios Padre, corredimiendo con Él. En comunión con su Hijo doliente y agonizante, soportó el dolor y casi la muerte; "abdicó de los derechos de madre sobre su Hijo, para conseguir la salvación de los hombres; y para apaciguar la justicia divina, en cuanto dependía de Ella, inmoló a su Hijo, de suerte que se puede afirmar con razón que redimió con Cristo al linaje humano" (4).

La Virgen no sólo "acompañaba" a Jesús, sino que estaba unida activa e íntimamente al sacrificio que se le ofrecía en aquel primer altar. De modo voluntario participaba en la redención de la humanidad, consumando su fiat, que años antes había pronunciado en Nazaret. Por eso, podemos pensar que en cada Misa, centro y corazón de la Iglesia, se encuentra María. En muchas ocasiones nos ayudará esta realidad a vivir mejor el sacrificio eucarístico -uniendo a la entrega de Cristo la nuestra, que también ha de ser holocausto-, sintiéndonos en el Calvario, muy cerca de Nuestra Señora.

 

II. Desde la Cruz, Jesús confía su Cuerpo Místico, la Iglesia, a Santa María, en la persona de San Juan. Sabía que constantemente necesitaríamos de una Madre que nos protegiera, que nos levantara y que intercediera por nosotros. A partir de ese momento, "Ella lo custodia y custodiará con la misma fidelidad y la misma fuerza con que custodió a su Primogénito: desde el portal de Belén, a través del Calvario, hasta el Cenáculo de Pentecostés, donde tuvo lugar el nacimiento de la Iglesia. María está presente en todas las vicisitudes de la Iglesia (...). De modo muy particular está unida a la Iglesia en los momentos más difíciles de su historia (...). María aparece particularmente cercana a la Iglesia, porque la Iglesia es siempre como su Cristo, primero Niño, y después Crucificado y Resucitado" (5).

La Virgen Santa María intercede para que Dios imprima en las almas de los cristianos el mismo afán que puso en la suya, el deseo corredentor de que vuelvan a ser amigos de Dios todos los hombres. "La fe, la esperanza y la ardiente caridad de la Virgen en la cima del Gólgota, que la hacen Corredentora con Cristo de modo eminente, son también una invitación a crecernos, a ser fuertes humana y sobrenaturalmente ante las dificultades externas; a insistir, sin desanimarnos, en la acción apostólica, aunque en alguna ocasión parezca que no hay frutos, o el horizonte aparezca oscurecido por la potencia del mal.

"Luchemos -¡lucha tú!- contra ese acostumbramiento, contra ese ir tirando monótonamente, contra ese conformismo que equivale a la inacción. Mira a Cristo en la Cruz, mira a Santa María junto a la Cruz: ante su mirada se abren cauce, con seguridad pasmosa, la traición, la burla, los insultos...; pero Cristo, y secundando esa acción redentora, María, siguen fuertes, perseverantes, llenos de paz, con optimismo en el dolor, cumpliendo la misión que la Trinidad les ha confiado. Es un aldabonazo para cada uno de nosotros, recordándonos que a la hora del dolor, de la fatiga y de la contradicción más horrenda. Cristo -y tú y yo hemos de ser otros Cristos- da cumplimiento a su misión (...). Me decido a aconsejarte que vuelvas tus ojos a la Virgen, y le pidas, para ti y para todos: Madre, que tengamos confianza absoluta en la acción redentora de Jesús, y que -como tú, Madre- queramos ser corredentores..." (6). Participar en la Redención, cooperar en la santificación del mundo, salvar almas para la eternidad: ¿cabe un ideal más grande para llenar toda una vida? La Virgen corredime ahora junto a su Hijo en el Calvario, pero también lo hizo cuando pronunció su fiat al recibir la embajada del Ángel, y en Belén, y en el tiempo que permaneció en Egipto, y en su vida corriente de Nazaret... Como Ella, podemos ser corredentores todas las horas del día, si las llenamos de oración, si trabajamos a conciencia, si vivimos una amable caridad con quienes encontremos en nuestras tareas, en la familia..., si ofrecemos con serenidad las contrariedades que cada día lleva consigo.

 

III. Jesús, viendo a su Madre y al discípulo a quien amaba, que estaba allí, dijo a su Madre: Mujer, he ahí a tu hijo (7). Era la última donación de Jesús antes de su Muerte: nos dio a su Madre como Madre nuestra.

Desde entonces el discípulo de Cristo tiene algo que le es propio: tiene a María como Madre suya. Su puesto de Madre en la Iglesia será para siempre: Desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa (8). Aquélla es la hora de Jesús, que inaugura con su Muerte redentora una era nueva hasta el fin de los tiempos. Desde entonces, "si queremos ser cristianos, debemos ser marianos" (9); para ser buen cristiano es preciso tener un gran amor a María. La obra de Jesús se puede resumir en dos maravillosas realidades: nos ha dado la filiación divina, haciéndonos hijos de Dios, y nos ha hecho hijos de Santa María.

Un autor del siglo III, Orígenes, hace notar que Jesús no dijo a María "ése es también tu hijo", sino "he ahí a tu hijo"; y como María no tuvo más hijo que Jesús, sus palabras equivalen a decirle: "ése será para ti en adelante Jesús" (10). La Virgen ve en cada cristiano a su hijo Jesús. Nos trata como si en nuestro lugar estuviera Cristo mismo. ¿Cómo se olvidará de nosotros cuando nos vea necesitados? ¿Qué no conseguirá de su Hijo en favor nuestro? Nunca podremos imaginar, ni de lejos, el amor de María por cada uno.

Acostumbrémonos a encontrar a Santa María mientras celebramos o participamos en la Santa Misa. Allí, "en el sacrificio del Altar, la participación de Nuestra Señora nos evoca el silencioso recato con que acompañó la vida de su Hijo, cuando andaba por la tierra de Palestina. La Santa Misa es una acción de la Trinidad; por voluntad del Padre, cooperando con el Espíritu Santo, el Hijo se ofrece en oblación redentora. En ese insondable misterio, se advierte, como entre velos, el rostro purísimo de María: Hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo, Esposa de Dios Espíritu Santo.

"El trato con Jesús, en el Sacrificio del Altar, trae consigo necesariamente el trato con María, su Madre. Quien encuentra a Jesús, encuentra también a la Virgen sin mancilla, como sucedió a aquellos santos personajes -los Reyes Magos- que fueron a adorar a Cristo: entrando en la casa, hallaron al Niño con María, su Madre (Mt 2, 11)" (11). Con Ella podemos ofrecer toda nuestra vida -todos los pensamientos, afanes, trabajos, afectos, acciones, amores- identificándonos con los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús (12): ¡Padre Santo!, le decimos en la intimidad de nuestro corazón, y lo podemos repetir interiormente durante la Santa Misa, por el corazón Inmaculado de María os ofrezco a Jesús vuestro Hijo muy amado y me ofrezco yo mismo en Él, con Él y por Él a todas sus intenciones y en nombre de todas las criaturas (13).

Celebrar o asistir como conviene al Santo Sacrificio del Altar es el mejor servicio que podemos prestar a Jesús, a su Cuerpo Místico y a toda la humanidad. Junto a María, en la Santa Misa estamos particularmente unidos a toda la Iglesia.

 

 

 

(1) Cfr. Jn 2, 1-10.- (2) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Camino, n. 507.- (3) F. SUAREZ, La Virgen Nuestra Señora, p. 294.- (4) BENEDICTO XV, Epist. Inter sodalicia, 22-V-1918.- (5) K. WOJTYLA, Signo de contradicción, pp. 261-262.- (6) A. DEL PORTILLO, Carta pastoral 31-V-1987, n. 19.- (7) Jn 19,26.- (8) Jn 19, 27.- (9) PABLO VI, Homilía, 24-IV-1970.- (10) ORIGENES, Comentario sobre el Evangelio de San Juan, 1, 4, 23.- (11) J. ESCRIVA DE BALAGUER, La Virgen, en Libro de Aragón, Caja de Ahorros y Monte de Piedad de Zaragoza, Aragón y Rioja, Zaragoza 1976.- (12) Cfr. Flp 2, 5.- (13) P. M. SULAMITIS, Oración de la Ofrenda al Amor Misericordioso, Madrid 1931.