TIEMPO ORDINARIO. DÉCIMA SEMANA

 

DOMINGO CICLO A

79. La virtud de la Esperanza.

- La virtud del caminante. Su fundamento.

- Esperanza en medio de las contrariedades, de los obstáculos, del dolor...

- Actualizar con frecuencia la esperanza de ser santos.

 

I. La ascética cristiana considera la vida del hombre en la tierra como un camino que acaba en Dios. Todos somos un homo viator, un viajero que se dirige deprisa hacia su meta definitiva, Dios; por eso, todos "debemos hacer provisión de esperanza si queremos marchar con paso firme y seguro por el duro camino que nos espera" (1). Si el viajero perdiera la esperanza de llegar a su destino detendría su marcha, pues lo que le mueve a continuar el camino es la confianza en poder alcanzar la meta. Nosotros queremos ir muy por derecho y deprisa a la santidad, a Dios.

En la vida humana, cuando uno se propone un objetivo, su esperanza de alcanzarlo se fundamenta en la resistencia física, en el entrenamiento, en la experiencia; en último término, en su firme voluntad, que puede sacar fuerzas, si fuera necesario, de su misma flaqueza. Para lograr el fin sobrenatural de nuestra existencia, no nos basamos en las propias fuerzas, sino en Dios, que es todopoderoso y amigo fiel que no falla; su bondad y misericordia no se parecen a las del hombre, que es frecuentemente como nube de la mañana y como rocío de la madrugada, que pasa (2).

Mediante la esperanza sobrenatural, el cristiano confía alcanzar un objetivo definitivo que se encuentra incoado ya en esta vida desde el Bautismo y se logra para siempre en la otra. No es este objetivo una meta provisional, como en los viajes corrientes, punto de partida hacia otras metas. A través de esta virtud, esperamos y deseamos la vida eterna que Dios ha prometido a quienes le aman, y los medios necesarios para alcanzarla, apoyados en su auxilio omnipotente (3).

El Señor nos promete su ayuda para combatir las tentaciones y desarrollar el germen de la vida divina en el alma. Cuanto mayores sean las dificultades y más grande la debilidad, más firme ha de ser la esperanza en el Señor, pues mayores serán sus ayudas, más clara se manifiesta su presencia cerca de nuestro vivir diario. En la Segunda lectura de la Misa (4), nos recuerda San Pablo cómo Abrahán, apoyado en la esperanza, creyó contra toda esperanza que llegaría a ser padre de muchas naciones, según se le había prometido. Y comenta Juan Pablo II: "diréis todavía: "¿cómo puede suceder esto?". Sucede porque se aferra a tres verdades: Dios es omnipotente, Dios me ama inmensamente, Dios es fiel a las promesas. Y es Él, el Dios de las misericordias, quien enciende en mí la confianza; por lo cual yo no me siento ni solo, ni inútil, ni abandonado, sino implicado en un destino de salvación que desembocará un día en el Paraíso" (5).

No vaciló Abrahán a pesar de ser ya anciano y estéril su mujer, sino que se afianzó firmemente en el poder y en la misericordia divinas al estar persuadido de que Dios es capaz de hacer lo que promete. Y nosotros, ¿no vamos a confiar en Jesucristo, que fue entregado por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación? ¿Cómo nos va a dejar solos el Señor ante los obstáculos que encontremos para vivir según la llamada que de Él hemos recibido? Él nos da su mano de muchas maneras; de ordinario, en la oración diaria, en el cumplimiento fiel del plan de vida que nos hayamos propuesto, en los sacramentos y, de una manera particular, en los consejos recibidos en la dirección espiritual. Nunca nos dejará solos el Señor en nuestro caminar por este mundo, en el que con frecuencia experimentamos la flaqueza y la debilidad. La esperanza de ser santos, de cumplir fielmente lo que Dios espera de cada uno, depende de que aceptemos la mano que Él nos tiende a diario. No se fundamenta esta virtud en nuestro valer, en las condiciones personales o en la ausencia de dificultades, sino en el querer de Dios, en su voluntad de que alcancemos la meta; una voluntad acompañada siempre por las gracias y ayudas que sean precisas en cada circunstancia.

""Nam, et si ambulavero in medio umbrae mortis, non timebo mala" -aunque anduviere en medio de las sombras de la muerte, no tendré temor alguno. Ni mis miserias, ni las tentaciones del enemigo han de preocuparme, "quoniam tu mecum es" -porque el Señor está conmigo" (6).

 

II. El Evangelio de la Misa (7) nos muestra, una vez más, cómo el Señor está más cerca de quien más lo necesita. Ha venido a curar, a perdonar, a salvar, y no sólo a conservar a los que están sanos. Él es el Médico divino, el que cura ante todo las enfermedades del alma, y no tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos, dice a quienes le critican que come con publicanos y pecadores. Cuando los asuntos del alma no marchan, cuando se ha perdido la salud -y nunca estamos del todo sanos-, Jesús está dispuesto a derrochar más cuidados, más ayudas. No se separa del enfermo, no se aleja de nosotros, no da a nadie por perdido, ni siquiera en un defecto, en algo que puede y debe ir mejor, pues Él nos llama a la santidad y tiene preparadas las gracias necesarias. Sólo el enfermo puede hacer ineficaces, rechazándolas, las medicinas y la acción de este Médico que todo lo puede curar. La voluntad salvadora de Cristo para cada uno de sus discípulos, para nosotros, es la garantía de alcanzar lo que Él mismo nos pide.

La virtud de la esperanza nos descubre que las dificultades de esta vida tienen un sentido profundo, no ocurren por casualidad o por un destino ciego, sino porque Dios las quiere, o al menos las permite para sacar bienes mayores de esas situaciones: afianzar nuestra confianza en Él, crecer en el sentido de nuestra filiación divina, fomentar un mayor desprendimiento de la salud, de los bienes terrenos, purificar el corazón de intenciones quizá no del todo rectas, hacer penitencia por nuestros pecados y por los de todos los hombres...

El Señor nos dice a cada uno que prefiere la misericordia al sacrificio, y si en algún momento permite que nos lleguen el dolor y el sufrimiento, es que conviene, por una razón más alta que a veces no comprendemos, en beneficio de nosotros mismos, de la familia, de los amigos, de toda la Iglesia; quiere el Señor un bien superior, como la madre permite una operación dolorosa para que su hijo recupere plenamente la salud. Son momentos para creer con fe recia, para avivar la esperanza, pues sólo esta virtud nos enseñará a ver como un tesoro lo que humanamente se presenta como un quebranto, quizá como una gran desgracia. Son momentos para acercarnos al Sagrario y decirle despacio al Señor que queremos todo lo que Él quiera. "Éste es nuestro gran engaño -escribe Santa Teresa-, no dejarnos del todo a lo que el Señor hace, que sabe mejor lo que nos conviene" (8). "Jesús, lo que tú "quieras"... yo lo amo" (9). Lo que Tú permitas, yo, con tu ayuda, lo recibiré como un gran bien, sin poner límite ni condiciones. Por todo te daré siempre gracias, si estás junto a mí.

 

III. Todo es para bien (10), diremos en la intimidad de nuestro corazón, aunque atravesemos un gran dolor físico o moral. Hay que superar la tentación del egoísmo, de la tristeza o de los objetivos mezquinos. Caminamos derechamente hacia el Cielo, y todo se convertirá en instrumento para estar más cerca y llegar antes. Todo, hasta las flaquezas.

Debemos especialmente ejercitarnos muchas veces en la esperanza ante la situación de la propia vida interior, sobre todo cuando parece que no se avanza, que los defectos tardan en desaparecer, que se repiten los mismos errores, de modo que la santidad se llega a ver muy lejana, casi una quimera. Hemos de tener muy presente entonces lo que enseña San Juan de la Cruz: que el alma en "esperanza de cielo tanto alcanza cuanto espera" (11). Hay gentes que no alcanzan los bienes divinos justamente porque no esperan alcanzarlos, porque su horizonte es demasiado humano, mezquino, y no vislumbran la magnitud de la bondad de Dios, que nos ayuda aunque no lo merezcamos en absoluto. Y continúa este santo autor: "esperé sólo este lance, y en esperar no fui falto, pues fui tan alto tan alto, que le di a la caza alcance" (12). La esperanza debe estar sólo en Dios, debe ser ancha, filial, a lo divino: si en ella no quedamos escasos, todo lo obtendremos de Él. Cuando la santidad -la meta de nuestra vida- parezca más distante, procuraremos no cejar en la lucha por acercarnos más al Señor, por esperar ardientemente, por sacar adelante nuestros deberes, llevando a la práctica con renovado esfuerzo los propósitos de nuestros exámenes de conciencia o del último retiro que hicimos, y los consejos de la dirección espiritual, luchando con firmeza contra el desaliento. En algún momento sólo podremos ofrecer al Señor el dolor de nuestras derrotas -en frentes de mucha o de menos importancia- y el renovado deseo de volver a empezar. Será entonces una ofrenda humilde y muy grata al Señor.

La esperanza nos mueve a recomenzar con alegría, con paciencia, sin cansarnos, seguros de que, con la ayuda del Señor y de su Madre, Spes nostra, Esperanza nuestra, alcanzaremos la victoria, pues Él pone a nuestro alcance los medios para vencer.

 

 

 

(1) PABLO VI, Discurso 9-XII-1975.- (2) Primera lectura. Os 6, 1-6.- (3) Cfr. Catecismo de San Pío X, n. 893.- (4) Rom 4, 18-25.- (5) JUAN PABLO II, Alocución 20-IX-1978.- (6) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Forja, n. 194.- (7) Mt 9, 9-13.- (8) SANTA TERESA DE JESUS, Vida, 6, 3.- (9) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Camino, n. 773.- (10) Rom 8, 28.- (11) SAN JUAN DE LA CRUZ, Poesías.- (12) Ibídem.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. DÉCIMA SEMANA. DOMINGO CICLO B

80. Las raíces del mal.

- La naturaleza humana en estado de justicia y santidad original.

- Solidaridad de todos los hombres en Adán. Transmisión del pecado original y de sus consecuencias. La lucha contra el pecado.

- Orientar de nuevo a Dios las realidades humanas.

 

I. Puso Dios al hombre en la cima de la Creación, para que dominase sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo, sobre los ganados y las bestias de la tierra y sobre cuantos animales se mueven en ella (1). Por eso le dotó de inteligencia y de voluntad, de modo que libremente diera a su Creador una gloria mucho más excelente que la ofrecida por el resto de las criaturas. Pero, llevado de su amor, Dios decretó además elevar al hombre para que tomara parte en su vida divina (2) y conociese de algún modo sus íntimos misterios, que superan absolutamente todas las exigencias naturales. Para este fin, Dios le revistió gratuitamente de la gracia santificante (3) y de las virtudes y dones sobrenaturales, constituyéndole en santidad y justicia y dándole capacidad para obrar sobrenaturalmente (4). Mediante la gracia, el alma se transforma, de modo que, sin dejar de ser humana, se diviniza: como el hierro cuando se mete en el fuego, que se vuelve incandescente, transformándose en algo parecido al fuego mismo; aunque éste es un ejemplo imperfecto, pues la gracia realiza una transformación mucho más profunda que la que produce el fuego en el hierro.

Dios enriqueció además la naturaleza de Adán con los dones, también gratuitos, de la inmunidad de la muerte, de la concupiscencia y de la ignorancia, llamados dones preternaturales. Esta rectitud de la naturaleza humana en el estado de justicia original provenía de la sujeción perfecta, libre, de la voluntad del hombre a su Creador. El hombre, fortalecido con estos dones, no podía engañarse al conocer y era inmune a todo error. El cuerpo mismo gozaba de la inmortalidad, "no por virtud propia, sino por una fuerza sobrenatural impresa en el alma que preservaba el cuerpo de la corrupción mientras estuviese unido a Dios" (5). En Adán, Dios contempla a todo el género humano. El don de justicia y de la santidad originales "había sido dado al hombre, no como a persona singular, sino como principio general de toda la naturaleza humana, de modo que después de él se propagara mediante la generación a todos los hombres posteriores" (6). Todos hubiéramos nacido en amistad con Dios, y embellecidos alma y cuerpo con las perfecciones otorgadas por el Señor. Y llegado el momento, habría confirmado a cada uno en la gracia, arrebatándolo de la tierra sin dolor y sin pasar por el trance de la muerte, para hacerle gozar de su eterna felicidad en el Cielo.

Así derramó Dios su bondad sobre el primer hombre, y éste era el plan divino. Y para realizarlo, quiso Dios que el hombre cooperara libremente con la gracia, de modo semejante a como nos pide ahora a nosotros, durante este rato de oración, la correspondencia a tantas gracias que recibimos. Aquí en la tierra hemos de ganarnos el Cielo, para toda la eternidad.

 

II. "La presencia de la justicia original y de la perfección en el hombre, creado a imagen de Dios, que conocemos por la Revelación, no excluía que este hombre, en cuanto criatura dotada de libertad, fuera sometido desde el principio, como los demás seres espirituales, a la prueba de la libertad" (7). Puso Dios una sola condición al hombre: de todos los árboles del paraíso puedes comer, pero del árbol de la ciencia del bien y del mal no comas, porque el día que de él comieres ciertamente morirás (8). Conocemos por la Sagrada Escritura la triste trasgresión de este mandato, y hoy leemos en la Primera lectura de la Misa (9) el estado en que quedó el hombre. El diablo mismo, bajo la figura de serpiente, incitó a la primera mujer a desobedecer el mandato divino: tomó de su fruto y comió, y dio también de él a su marido, que también comió (10). Inmediatamente se rompió la sujeción al Creador y la armonía que había en sus potencias se desintegró, perdió la santidad y la justicia original, el don de la inmortalidad, y cayó "en el cautiverio de aquel que tiene el imperio de la muerte (Hebr 2, 14), es decir, del diablo; y toda la persona de Adán por aquella ofensa de prevaricación fue mudada en peor, según el cuerpo y el alma" (11). Fue expulsado del paraíso y, aunque la naturaleza humana quedó íntegra en su propio ser, encuentra desde entonces graves obstáculos para realizar el bien, porque siente también la inclinación al mal. El pecado original, personalmente cometido por nuestros primeros padres en el comienzo de la historia, se propaga por generación a cada hombre que viene a este mundo. Es una verdad de fe declarada en ocasiones diversas por la Iglesia (12).

La realidad del pecado original y el conflicto que crea en la intimidad de cada hombre es un dato comprobable. La fe explica su origen, y todos experimentamos sus consecuencias. "Lo que la Revelación divina nos dice coincide con la experiencia. El hombre, en efecto, cuando examina su corazón, comprueba su inclinación al mal y se siente anegado por muchos males, que no pueden tener su origen en su santo Creador" (13). Sin la gracia, la criatura humana se percibe impotente para recuperar su propia dignidad.

Pablo VI enseña que el hombre nace en pecado, con una naturaleza caída, sin el don de la gracia del que antes estaba adornada, herida en sus mismas fuerzas naturales y sometida al imperio de la muerte. Además, "el pecado original se transmite juntamente con la naturaleza humana, por propagación, no por imitación", y "se halla como propio en cada uno" (14).

Se da una misteriosa solidaridad de todos los hombres en Adán, de modo que "todos se pueden considerar como un solo hombre, en cuanto todos convienen en una misma naturaleza recibida del primer padre" (15). La solidaridad de la gracia que unía a todos los hombres en Adán antes de la desobediencia original, se transformó en solidaridad en el pecado. "Por esto, de la misma manera que se hubiera transmitido a los descendientes la justicia original, se ha transmitido en cambio el desorden" (16).

El espectáculo que el mal presenta en el mundo y en nosotros, las tendencias y los instintos del cuerpo que no andan sujetos a la razón, nos convencen de la profunda verdad contenida en la Revelación y nos mueven a luchar contra el pecado, único mal verdadero y raíz de todos los males que existen en el mundo. "¡Cuánta miseria! ¡Cuántas ofensas! Las mías, las tuyas, las de la humanidad entera...

"Et in peccatis concepit me mater mea! (Sal 50, 7). Nací, como todos los hombres, manchado con la culpa de nuestros primeros padres. Después..., mis pecados personales: rebeldías pensadas, deseadas, cometidas...

"Para purificarnos de esa podredumbre, Jesús quiso humillarse y tomar la forma de siervo (cfr. Flp 2, 7), encarnándose en las entrañas sin mancilla de Nuestra Señora, su Madre, y Madre tuya y mía. Pasó treinta años de oscuridad, trabajando como uno de tantos, junto a José. Predicó. Hizo milagros... Y nosotros le pagamos con una Cruz.

"¿Necesitas más motivos para la contrición?" (17).

 

III. Dios expulsó a nuestros primeros padres del paraíso (18), indicando así que los hombres vendrían al mundo en un estado de separación de Dios: en lugar de los dones sobrenaturales, Adán y Eva transmitieron el pecado. Perdieron la herencia que después habrían de dejar a sus descendientes; ya entre los primeros hijos de Adán y Eva se dejaron sentir enseguida las consecuencias del pecado: Caín mata por envidia a Abel. Del mismo modo, todos los males, personales y sociales, tienen su origen en el primer pecado del hombre. Aunque el Bautismo perdona totalmente la culpa y la pena del pecado original y de los pecados personales que pudieran haberse cometido antes de recibirlo, sin embargo no libra de los defectos del pecado: el hombre sigue sujeto al error, a la concupiscencia y a la muerte.

El pecado original fue un pecado de soberbia (19). Y cada uno de nosotros caemos también en la misma tentación de orgullo cuando buscamos ocupar en la sociedad, en la vida privada, en todo, el lugar de Dios: seréis como dioses (20); son las mismas palabras que oye el hombre en medio del desorden de sus sentidos y potencias. Como en los principios, busca también ahora -en muchas ocasiones- la autonomía que le convierta en árbitro del bien y del mal, y se olvida de su mayor bien, que consiste en el amor y sumisión a su Creador. Es en Él donde recupera la paz, la armonía de sus instintos y sentidos, y todos los demás bienes.

Nuestro apostolado en medio del mundo nos moverá a situar a cada hombre y a sus obras (el ordenamiento jurídico, el trabajo, la enseñanza...) en el legítimo lugar que les corresponde con relación a su Creador. Cuando Dios está presente en un pueblo, en una sociedad, la convivencia se torna más humana. No existe solución alguna para los conflictos que asolan el mundo, para una mayor justicia social, que no pase antes por un acercamiento a Dios, por una conversión del corazón. El mal está en la raíz -en el corazón del hombre-, y es ahí donde es necesario curarle. La doctrina sobre el pecado original operante hoy en el hombre y en la sociedad, es un punto fundamental en la catequesis y en toda formación que no conviene olvidar.

Ante un mundo que, en ocasiones, parece profundamente desquiciado, no podemos cruzarnos de brazos como el que nada puede ante una situación que le supera. No es necesario que intervengamos en las grandes decisiones, que quizá no nos competen, pero sí hemos de hacerlo en esos campos que Dios ha puesto a nuestro alcance para que les demos una orientación cristiana.

Nuestra Madre Santa María, que "fue preservada inmune de toda mancha de la culpa del pecado original en el primer instante de su concepción inmaculada por singular gracia y privilegio" (21) de Dios, nos enseñará a ir ala raíz de los males que nos aquejan, fortaleciendo ante todo, en cada situación, la amistad con Dios.

 

 

 

(1) Gen 1, 26.- (2) Cfr. CONC. VAT. II, Const. Lumen gentium, 2.- (3) Cfr. PIO XII, Enc. Humani generis, 12-VIII-1950.- (4) Cfr. CONC. DE TRENTO, Ses. V, can. 1.- (5) SANTO TOMAS, Suma Teológica, 1, q. 97, a. 1.- (6) IDEM, De malo, q. 4, a. 1.- (7) JUAN PABLO II, Alocución 3-IX-1986.- (8) Primera lectura de la Misa. Gen 2, 17.- (9) Gen 3, 9-15.- (10) Gen 3, 6.- (11) CONC. DE TRENTO, Ses. V, can. 1.- (12) Cfr. CONC. DE ORANGE, can. 2.- (13) CONC. VAT. II, Const. Gaudium et spes, 13.- (14) PABLO VI, Credo del Pueblo de Dios, 16.- (15) SANTO TOMAS, Suma Teológica, 1-2, q. 81, a. 1.- (16) Ibídem, 1-2, q. 81, a. 2.- (17) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Vía Crucis, IV, 2.- (18) Gen 3, 23.- (19) Cfr. SANTO TOMAS, o. c. , 2-2, q. 163, a. 1.- (20) Gen 3, 5.- (21) PIO IX, Bula Ineffabilis Deus, 8-XII-1854.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. DÉCIMA SEMANA. DOMINGO CICLO C

81. Ante el dolor y la necesidad.

- La resurrección del hijo de la viuda de Naín. Jesús se compadece siempre del dolor y del sufrimiento.

- Imitar al Señor. Amor con obras. El orden de la caridad.

- Para amar es necesario comprender. Amor a los más necesitados.

 

I. Contemplamos en el Evangelio de la Misa (1) la llegada de Jesús a una pequeña ciudad llamada Naín, acompañado de sus discípulos y de un grupo numeroso de gentes que le siguen. Esta ciudad se encontraba situada a unos diez kilómetros al sudeste de Nazaret y a siete u ocho de Cafarnaún.

Cerca de la puerta de la ciudad, la comitiva que acompañaba al Señor se encontró con otra que llevaba a enterrar al hijo único de una mujer viuda. Según la costumbre judía, llevaban el cuerpo envuelto en un lienzo, sobre unas parihuelas. Formaban parte del cortejo la madre y gran acompañamiento de personas de la ciudad.

La caravana que venía de camino se paró ante el difunto, y Jesús se adelantó hacia la madre, que lloraba por su hijo, y se compadeció de ella. "Jesús ve la congoja de aquellas personas, con las que se cruzaba ocasionalmente. Podía haber pasado de largo, o esperar una llamada, una petición. Pero ni se va ni espera. Toma la iniciativa, movido por la aflicción de una mujer viuda, que había perdido lo único que le quedaba, su hijo.

"El evangelista explica que Jesús se compadeció: quizá se conmovería también exteriormente, como en la muerte de Lázaro. No era, no es Jesucristo insensible ante el padecimiento (...).

"Cristo conoce que le rodea una multitud, que permanecerá pasmada ante el milagro e irá pregonando el suceso por toda la comarca. Pero el Señor no actúa artificialmente, para realizar un gesto: se siente sencillamente afectado por el sufrimiento de aquella mujer, y no puede dejar de consolarla. En efecto, se acercó a ella y le dijo: no llores (Lc 7, 13). Que es como darle a entender: no quiero verte en lágrimas, porque yo he venido a traer a la tierra el gozo y la paz. Luego tiene lugar el milagro, manifestación del poder de Cristo Dios. Pero antes fue la conmoción de su alma, manifestación evidente de la ternura del Corazón de Cristo Hombre" (2). Puso su mano sobre el cuerpo del joven y le dio la orden de levantarse. Y Jesús se lo entregó a su madre.

El milagro es, a la vez, un gran ejemplo de los sentimientos que hemos de tener ante las desgracias de los demás. Debemos aprender de Jesús. Para tener un corazón semejante al suyo tenemos que acudir en primer lugar a la oración; "hemos de pedir al Señor que nos conceda un corazón bueno, capaz de compadecerse de las penas de las criaturas, capaz de comprender que, para remediar los tormentos que acompañan y no pocas veces angustian las almas en este mundo, el verdadero bálsamo es el amor, la caridad: todos los demás consuelos apenas sirven para distraer un momento, y dejar más tarde amargura y desesperación" (3).

Podemos preguntarnos en nuestra oración de hoy si sabemos amar a todos aquellos que nos vamos encontrando en el mismo camino de la vida, si nos detenemos eficazmente ante sus desgracias, y, por tanto, si en el examen de conciencia diario encontramos abundantes obras de caridad y de misericordia que ofrecer al Señor.

 

II. Jesucristo viene a salvar lo que estaba perdido (4), a cargar con nuestras miserias para aliviarnos de ellas, a compadecerse de los que sufren y de los necesitados. Él no pasa de largo; se detiene -como le vemos en el Evangelio de la Misa de hoy-, consuela y salva. "Jesús hace de la misericordia uno de los temas principales de su predicación (...). Son muchos los pasos de las enseñanzas de Cristo que ponen de manifiesto el amor misericordia bajo un aspecto siempre nuevo. Basta tener ante los ojos al Buen Pastor en busca de la oveja extraviada o la mujer que barre la casa buscando la dracma perdida" (5). Y Él mismo nos enseñó con su ejemplo constante la manera de comportarnos ante el prójimo, y de modo singular ante el prójimo que sufre.

Y lo mismo que el amor a Dios no se reduce a un sentimiento, sino que lleva a obras que lo manifiesten, así también nuestro amor al prójimo debe ser un amor eficaz. Nos lo dice San Juan: No amemos de palabra y con la lengua, sino con obras y de verdad (6). Y "esas obras de amor -servicio- tienen también un orden preciso. Ya que el amor lleva a desear y procurar el bien a quien se ama, el orden de la caridad debe llevarnos a desear y procurar principalmente la unión de los demás con Dios, pues en eso está el máximo bien, el definitivo, fuera del cual ningún otro bien parcial tiene sentido" (7). Lo contrario -buscar en primer lugar, para uno mismo o para otros, los bienes materiales- es propio de los paganos o de aquellos cristianos que dejaron entibiar su fe, la cual poco cuenta en su modo de actuar diario.

Junto a la primacía del bien espiritual sobre cualquier bien material, no debe olvidarse el compromiso que todo cristiano de conciencia recta tiene para promover un orden social más justo, pues la caridad se refiere también, aunque secundariamente, al bien material de todos los hombres.

La importancia de la caridad en la atención a las necesidades materiales del prójimo -que supone la justicia y la informa- es tal que el mismo Jesucristo, al hablar del juicio, declaró: venid, benditos de mi Padre... porque yo tuve hambre y me disteis de comer; ... tuve sed y me disteis de beber... (8). Y enseguida, el Señor señala la condenación de quienes omitieron esas obras (9). Pidamos al Señor una caridad vigilante, porque para conseguir la salvación y alcanzar nuestro fin es necesario "reconocer a Cristo, que nos sale al encuentro, en nuestros hermanos los hombres" (10). Todos los días nos sale al paso: en la familia, en el trabajo, en la calle...

 

III. En el encuentro con aquella mujer de Naín se pone de manifiesto que Jesús se hace cargo inmediatamente del dolor y comprende los sentimientos de aquella madre que ha perdido a su único hijo. Jesús comparte el sufrimiento de aquella mujer. Para amar es necesario comprender y compartir.

Nosotros le pedimos hoy al Señor que nos dé un alma grande, llena de comprensión, para sufrir con el que sufre, alegrarnos con quienes se alegran... y procurar evitar ese sufrimiento si nos es posible, y sostener y promover la alegría allí donde se desarrolla nuestra vida. Comprensión también para entender que el verdadero y principal bien de los demás, sin comparación alguna, es la unión con Dios, que les llevará a la felicidad plena del Cielo. No es un "consuelo fácil" para los desheredados de este mundo o para quienes sufren o fracasan, sino la esperanza profunda del hombre que se sabe hijo de Dios y coheredero con Cristo de la vida eterna, sea cual sea su condición. Robar a los hombres esa esperanza, sustituyéndola por otra de felicidad puramente natural, material, es un fraude que, ante su precariedad o su utopía, conduce a esos hombres, tarde o temprano, a la más oscura desesperación (11).

Nuestra actitud compasiva y misericordiosa -llena de obras- ha de ser en primer lugar con los que habitualmente tratamos, con quienes Dios ha puesto a nuestro lado, y con aquellos que están más necesitados. Difícilmente podrá ser grata a Dios una compasión por los más lejanos si despreciamos las muchas oportunidades que se presentan cada día de ejercitar la justicia y la caridad con aquellos que pertenecen a la misma familia o trabajan junto a nosotros.

La Iglesia sabe bien que no puede separar la verdad sobre Dios que salva de la manifestación de su amor preferencial por los pobres y por los más necesitados (12). "Las obras de misericordia, además del alivio que causan a los menesterosos, sirven para mejorar nuestras propias almas y las de quienes nos acompañan en esas actividades. Todos hemos experimentado que el contacto con los enfermos, con los pobres, con los niños y los adultos hambrientos de verdad, constituye siempre un encuentro con Cristo en sus miembros más débiles o desamparados y, por eso mismo, un enriquecimiento espiritual: el Señor se mete con más intensidad en el alma de quien se aproxima a sus hermanos pequeños, movido no por un simple deseo altruista -noble, pero ineficaz desde el punto de vista sobrenatural-, sino por los mismos sentimientos de Jesucristo, Buen Pastor y Médico de las almas" (13).

Pidamos al Corazón Sacratísimo de Jesús y al de su Madre Santa María que jamás permanezcamos pasivos ante los requerimientos de la caridad. De ese modo, podremos invocar confiadamente a Nuestra Señora, con palabras de la liturgia: Recordare, Virgo Mater... Acuérdate, Virgen Madre de Dios, mientras estás en su presencia, ut loquaris pro nobis bona, de decirle cosas buenas en nuestro favor y por nuestras necesidades (14).

 

 

 

(1) Lc 7, 11-17.- (2) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 166.- (3) Ibídem, 167.- (4) Lc 19, 10.- (5) JUAN PABLO II, Enc. Dives in misericordia, 30-XI-1980, 3.- (6) 1 Jn 3, 18.- (7) F. OCARIZ, Amor a Dios, amor a los hombres, Palabra, 4ª ed., Madrid 1979, p. 103.- (8) Cfr. Mt 25, 31-40.- (9) Cfr. Mt 25, 41-46.- (10) J. ESCRIVA DE BALAGUER, o. c., 111.- (11) Cfr. F. OCARIZ, o. c., p. 109.- (12) Cfr. JUAN PABLO II, Enc. Redemptoris Mater, 25-III-1987, 37.- (13) A. DEL PORTILLO, Carta 31-V-1987, n. 30.- (14) GRADUALE ROMANUM, Solesmes, Desclée, Tournai 1979. Antífona de la Misa común de la Virgen.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. DÉCIMA SEMANA. LUNES

82. La misericordia divina.

- La misericordia de Dios es infinita, eterna y universal.

- La misericordia supone haber cumplido previamente con la justicia, y va más allá de lo que exige esta virtud.

- Frutos de la misericordia.

 

I. San Pablo llama a Dios Padre de las misericordias (1), designando su infinita compasión por los hombres, a quienes ama entrañablemente. Pocas otras verdades están tan insistentemente repetidas, quizá, como ésta: Dioses infinitamente misericordioso y se compadece de los hombres, de modo particular de aquellos que sufren la miseria más profunda, el pecado. En una gran variedad de términos e imágenes -para que los hombres lo aprendamos bien-, la Sagrada Escritura nos enseña que la misericordia de Dios es eterna, es decir, sin límites en el tiempo (2), es inmensa, sin limitación de lugar ni espacio; es universal, pues no se reduce a un pueblo o a una raza, y es tan extensa y amplia como lo son las necesidades del hombre.

La encarnación del Verbo, del Hijo de Dios, es prueba de esta misericordia divina. Vino a perdonar, a reconciliar a los hombres entre sí y con su Creador. Manso y humilde de corazón, brinda alivio y descanso a todos los atribulados (3). El Apóstol Santiago llama al Señor piadoso y compasivo (4). En la Epístola a los Hebreos, Cristo es el Pontífice misericordioso (5); y esta actitud divina hacia el hombre es siempre el motivo de la acción salvadora de Dios (6), que no se cansa de perdonar y de alentar a los hombres hacia su Patria definitiva, superando la flaquezas, el dolor y las deficiencias de esta vida. "Revelada en Cristo la verdad acerca de Dios como Padre de la misericordia, nos permite "verlo" especialmente cercano al hombre, sobre todo cuando sufre, cuando está amenazado en el núcleo mismo de su existencia y de su dignidad" (7). Por eso, la súplica constante de los leprosos, ciegos, cojos... a Jesús es: ten misericordia (8).

La bondad de Jesús con los hombres, con todos nosotros, supera las medidas humanas. "Aquel hombre que cayó en manos de los ladrones, que lo desnudaron, lo golpearon y se fueron dejándolo medio muerto, Él lo reconfortó, vendándole las heridas, derramando en ellas su aceite y vino, haciéndole montar sobre su propia cabalgadura y acomodándolo en el mesón para que tuvieran cuidado de él, dando para ello una cantidad de dinero y prometiendo al mesonero que, a la vuelta, le pagaría lo que gastase de más" (9). Estos cuidados los ha tenido con cada hombre en particular. Nos ha recogido malheridos muchas veces, nos ha puesto bálsamo en las heridas, las ha vendado... y no una, sino incontables veces. En su misericordia está nuestra salvación; como los enfermos, los ciegos y los lisiados, también debemos acudir nosotros delante del Sagrario y decirle: Jesús, ten misericordia de mí... De modo particular, el Señor ejerce su misericordia a través del sacramento del Perdón. Allí nos limpia los pecados, nos acoge, nos cura, lava nuestras heridas, nos alivia... Es más, en este sacramento nos sana plenamente y recibimos nueva vida.

 

II. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia (10), leemos en el Evangelio de la Misa. Hay una especial urgencia por parte de Dios para que sus hijos tengan esa actitud con sus hermanos, y nos dice que la misericordia con nosotros guardará proporción con la que nosotros ejercitamos: con la medida con que midiereis seréis medidos (11). Habrá proporción, no igualdad, pues la bondad de Dios supera todas nuestras medidas. A un grano de trigo corresponderá un grano de oro; a nuestro saco de trigo, un saco de oro. Por los cincuenta denarios que perdonamos, los diez mil talentos (una fortuna incalculable) que nosotros debemos a Dios. Pero si nuestro corazón se endurece ante las miserias y flaquezas ajenas, más difícil y estrecha será la puerta para entrar en el Cielo y para encontrar al mismo Dios. "Quien desee alcanzar misericordia en el Cielo debe él practicarla en este mundo. Y por esto, ya que todos deseamos la misericordia, actuemos de manera que ella llegue a ser nuestro abogado en este mundo, para que nos libre después en el futuro. Hay en el Cielo una misericordia, a la cual se llega a través de la misericordia terrena" (12).

En ocasiones, se pretende oponer la misericordia a la justicia, como si aquélla apartara a un lado las exigencias de ésta. Se trata de una visión equivocada, pues hace injusta a la misericordia, siendo así que es la plenitud de la justicia. Enseña Santo Tomás (13) que cuando Dios obra con misericordia -y cuando nosotros le imitamos- hace algo que está por encima de la justicia, pero que presupone haber vivido antes plenamente esta virtud. De la misma manera que si uno diera doscientos denarios a un acreedor al que sólo debe cien no obra contra la justicia, sino que -además de satisfacer lo que es justo- se porta con liberalidad y misericordia. Esta actitud ante el prójimo es la plenitud de toda justicia. Es más, sin misericordia se termina por llegar a "un sistema de opresión de los más débiles por los más fuertes" o a "una arena de lucha permanente de los unos contra los otros" (14).

Con la justicia sola no es posible la vida familiar, ni la convivencia en las empresas, ni en la variada actividad social. Es obvio que, si no se vive la justicia primero, no se puede ejercitar la misericordia que nos pide el Señor. Pero después de dar a cada uno lo suyo, lo que por justicia le pertenece, la actitud misericordiosa nos lleva mucho más lejos: por ejemplo, a saber perdonar con prontitud los agravios (en ocasiones imaginarios, o producidos por la propia falta de humildad), a ayudar en su tarea a quien ese día tiene un poco más de trabajo o está más cansado, a dar una palabra de aliento a quien tiene una dificultad o se le ve más preocupado o inquieto (puede ser la enfermedad de un familiar, un tropiezo en un examen, un quebranto económico...), prestarnos para realizar esos pequeños servicios que tan necesarios son en toda convivencia y en todo trabajo en común...

 

III. Por muy justas que llegaran a ser las relaciones entre los hombres, siempre será necesario el ejercicio cotidiano de la misericordia, que enriquece y perfecciona la virtud de la justicia. La actitud misericordiosa se ha de extender a necesidades muy diversas: materiales (comida, vestido, salud, empleo...), de orden moral (facilitar a nuestros amigos el que se confiesen, combatir la gran ignorancia acerca de las verdades más elementales de la fe enseñando el Catecismo, colaborando en una tarea de formación...). La misericordia es, como dice su etimología, una disposición del corazón que lleva a compadecerse, como si fueran propias, de las miserias que encontramos cada día. Por eso, en primer lugar debemos ejercitarnos en la comprensión con los defectos ajenos, en mantener una actividad positiva, benevolente, que nos dispone a pensar bien, a disculpar fácilmente fallos y errores, sin dejar de ayudar en la forma que resulte más oportuna. Actitud que nos lleva a respetar la igualdad radical entre todos los hombres, pues son hijos de Dios, y las diferencias y peculiaridades de cada personalidad. La misericordia supone una verdadera compasión, el compartir efectivamente las desdichas de nuestros hermanos, tanto materiales como espirituales.

El Señor hizo de esta bienaventuranza el camino recto para alcanzar la felicidad en esta vida y en la otra. "Es como un hilillo de agua fresca que brota de la misericordia de Dios y que nos hace participar de su misma felicidad. Nos enseña, mucho mejor que los libros, que la verdadera felicidad no consiste en tomar y poseer, en juzgar y tener razón, en imponer la justicia a nuestro modo, sino más bien en dejarnos tomar y asir por Dios, en someternos a juicio y a su justicia generosa, en aprender de Él la práctica cotidiana de la misericordia" (15). Entonces comprendemos que hay más gozo en dar que en recibir (16). Un corazón compasivo y misericordioso se llena de alegría y de paz. Así alcanzamos también esa misericordia que tanto necesitamos; y se lo deberemos a aquellos que nos han dado la oportunidad de hacer algo por ellos mismos y por el Señor. San Agustín nos dice que la misericordia es el lustre del alma, la enriquece y la hace aparecer buena y hermosa (17).

Al terminar este rato de oración, acudimos a nuestra Madre Santa María, pues Ella "es la que conoce más a fondo el misterio de la misericordia divina. Sabe su precio y sabe cuán alto es. En este sentido la llamamos también Madre de la misericordia" (18).

Aunque ya tengamos abundantes pruebas de su amor maternal por cada uno de nosotros, podemos decirle a la Santísima Virgen: Monstra te esse matrem! (19), muestra que eres madre, y ayúdanos a mostrarnos como buenos hijos tuyos y hermanos de todos los hombres.

 

 

 

(1) Primera lectura de la Misa. Año I. 2 Cor 1, 1-7.- (2) Sal 100.- (3) Mt 11, 28.- (4) Sant 5, 11.- (5) Heb 2, 17.- (6) Tit 2, 11; 1 Pdr 1, 3.- (7) JUAN PABLO II, Enc. Dives in misericordia, 30-XI-1980, 2.- (8) Mt 9, 27; 14, 20; 15, 22; 20, 30; Mc 10, 47; Lc 17, 13.- (9) SAN MAXIMO DE TURIN, Carta 11.- (10) Mt 5, 7.- (11) Mt 7, 2.- (12) SAN CESAREO DE ARLÉS, Sermón 25.- (13) SANTO TOMAS, Suma Teológica, 1, q. 21, a. 3, ad 2.- (14) JUAN PABLO II, o. c. , 14.- (15) S. PINCKAERS, En busca de la felicidad, Palabra, Madrid 1981, p. 126-127.- (16) Cfr. Hech 20, 35.- (17) Cfr. SAN AGUSTIN, en Catena Aurea, vol. I, p. 48.- (18) JUAN PABLO II, o. c. , 9.- (19) LITURGIA DE LAS HORAS, Segundas Vísperas del Común de la Virgen, Himno Ave, maris stella.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. DÉCIMA SEMANA. MARTES

83. La sal desvirtuada.

- La tibieza.

- La verdadera piedad, los sentimientos y la aridez espiritual.

- Hemos de ser sal de la tierra. Necesidad de la vida interior.

 

I. El Señor dice a sus discípulos que son la sal de la tierra (1); realizan en el mundo lo que la sal en los alimentos: los preserva de la corrupción y los hace agradables y sabrosos al paladar. Pero la sal se puede desvirtuar o corromper. Entonces es un estorbo. Es, junto al pecado, lo más triste que le puede ocurrir a un cristiano: estar para dar luz a muchos y ser oscuridad; ser un indicador del camino y estar tirado en el suelo; estar puesto para ser fortaleza de muchos y no tener sino debilidad.

La tibieza es una enfermedad del alma que afecta a la inteligencia y a la voluntad, y deja al cristiano sin fuerza apostólica y con una interioridad triste y empobrecida. Comienza esta enfermedad por una voluntad debilitada, a causa de frecuentes faltas y dejaciones culpables; entonces la inteligencia no ve con claridad a Cristo en el horizonte de su vida: queda lejano por tanto descuido en detalles de amor. La vida interior va sufriendo un cambio profundo: no tiene ya como centro a Jesucristo; las prácticas de piedad quedan vacías de contenido, sin alma y sin amor. Se hacen por rutina o costumbre, no por amor.

En este estado se pierde la prontitud y la alegría en lo que a Dios se refiere, que son características de un alma enamorada. Un cristiano tibio "está de vuelta", es un "alma cansada" en el empeño por mejorar; Cristo está desdibujado en el horizonte de su vida. El alma ve al Señor, en todo caso, como una figura lejana, inconcreta, de rasgos poco definidos, quizá indiferente; y ya no realiza las afirmaciones de generosidad de otros tiempos: se conforma con menos (2).

Santo Tomás señala como característico de este estado "una cierta tristeza, por la que el hombre se vuelve tardo para realizar actos espirituales a causa del esfuerzo que comportan" (3). Las normas de piedad y de devoción son más una carga mal soportada que un motor que empuja y ayuda a vencer las dificultades.

Son muchos los cristianos sumidos en la tibieza, existe mucha sal desvirtuada. Pensemos hoy en la oración si caminamos nosotros con la firmeza que Jesús nos pide, si cuidamos la oración como el tesoro que permite que la vida interior no se pare, si alimentamos nuestro amor. Pensemos si, ante las flaquezas y faltas de correspondencia a la gracia, nacen con prontitud los actos de contrición que reparan la brecha que había abierto el enemigo.

 

II. No se puede confundir el estado del alma tibia con la aridez en los actos de piedad producida a veces por el cansancio o la enfermedad, o por la pérdida del entusiasmo sensible. En estos casos, a pesar de la sequedad, la voluntad está firme en el bien. El alma sabe que se encamina directamente a Cristo, aunque esté pasando por un pedregal en el que no encuentra una sola fuente y las piedras dañan sus piernas. Pero sabe dónde está la cima, y se dirige derechamente allí, a pesar del cansancio y de la sed y del mal terreno que pisa.

En la aridez, aunque el alma no tenga ningún sentimiento y parezca trabajoso el trato con Dios, permanece la verdadera devoción, que Santo Tomás de Aquino define como la "voluntad decidida para entregarse a todo lo que pertenece al servicio de Dios" (4). Esta "voluntad decidida" se vuelve débil en el estado de tibieza: tengo contra ti -dice el Señor- que has perdido el fervor de la primera caridad (5), que has aflojado, que ya no me quieres como antes. La persona que mantiene con empeño la oración aun en época de aridez, de falta de sentimientos, se encuentra aquí como quien saca agua de un pozo, cubo a cubo: una jaculatoria y otra, un acto de desagravio... Es trabajoso y cuesta esfuerzo, pero saca agua. En la tibieza, por el contrario, la imaginación anda suelta, no se rechazan con empeño las distracciones voluntarias y prácticamente se abandona la oración con la excusa de que no se saca fruto de ella. Sin embargo, el verdadero trato con Dios, aun con aridez, si así el Señor lo permite, siempre está lleno de frutos, en cualquier circunstancia, si existe una voluntad recta y decidida de estar con Él.

Hemos de recordar ahora, en la presencia de Dios, que la verdadera piedad no es cuestión de sentimiento, aunque los afectos sensibles son buenos y pueden ser de gran ayuda en la oración, y en toda la vida interior, porque son parte importante de la naturaleza humana, tal como Dios la creó. Pero no deben ocupar el primer lugar en la piedad; no son la parte principal de nuestras relaciones con el Señor. El sentimiento es ayuda y nada más, porque la esencia de la piedad no es el sentimiento, sino la voluntad decidida de servir a Dios, con independencia de los estados del ánimo, ¡tan cambiante!, y de cualquier otra circunstancia. En la piedad no debemos dejarnos llevar por el sentimiento sino por la inteligencia, iluminada y ayudada por la fe. "Guiarme por el sentimiento es dar la dirección de la casa al criado y hacer abdicar al dueño. No es malo el sentimiento, sino la importancia que se le señala..." (6).

La tibieza es estéril, la sal desvirtuada no vale sino para tirarla fuera y que la pisotee la gente (7). Por el contrario, la aridez puede ser señal positiva de que el Señor desea purificar a ese alma.

 

III. Los hombres podemos ser causa de alegría o de tristeza, luz u oscuridad, fuente de paz o de inquietud, fermento que esponja o peso muerto que retrasa el camino de otros. Nuestro paso por la tierra no es indiferente: ayudamos a otros a encontrar a Cristo o los separamos de Él; enriquecemos o empobrecemos. Y nos encontramos a tantos amigos, compañeros de profesión, familiares, vecinos..., que parecen ir como ciegos detrás de los bienes materiales, que los alejan del verdadero Bien, Jesucristo. Van como perdidos. Y para que el guía de ciegos no sea también ciego (8) no basta saber de oídas, por referencias; para ayudar a quienes tratamos no basta un vago y superficial conocimiento del camino. Es necesario andarlo, conocer los obstáculos... Es preciso tener vida interior, trato personal diario con Jesús, ir conociendo cada vez con más profundidad su doctrina, luchar con empeño por superar los propios defectos. El apostolado nace de un gran amor a Cristo.

Los primeros cristianos fueron verdadera sal de la tierra, y preservaron de la corrupción a personas e instituciones, a la sociedad entera. ¿Qué ha ocurrido en muchas naciones para que los cristianos den esa triste impresión de incapacidad para frenar la ola de corrupción que irrumpe contra la familia, la escuela, las instituciones...? Porque la fe sigue siendo la misma. Y Cristo vive entre nosotros como antes, y su poder sigue siendo infinito, divino. "Sólo la tibieza de tantos miles, millones de cristianos, explica que podamos ofrecer al mundo el espectáculo de una cristiandad que consiente en su propio seno que se propale todo tipo de herejías y barbaridades. La tibieza quita la fuerza y la fortaleza de la fe y es amiga, en lo personal y lo colectivo, de las componendas y de los caminos cómodos" (9). Existen muchas realidades, en el terreno personal y en el público, que se hacen difíciles de explicar si no tenemos en cuenta que la fe se ha dormido en muchos que tenían que estar bien despiertos, vigilantes y atentos; y el amor se ha apagado en tantos y tantos. En muchos ambientes, lo "normal cristiano" es lo tibio y mediocre. En los primeros cristianos lo "normal" era lo "heroico de cada día" y, cuando se presentaba, el martirio: la entrega de la propia vida en defensa de su fe.

Cuando el amor se enfría y la fe se adormece, la sal se desvirtúa y ya no sirve para nada, es un verdadero estorbo, ¡Qué pena si un cristiano fuera un estorbo! La tibieza es con frecuencia la causa de la ineficacia apostólica, pues entonces lo poco que se realiza se convierte en una tarea sin garbo humano ni sobrenatural, sin espíritu de sacrificio. Una fe apagada y con poco amor ni convence ni encuentra la palabra oportuna que arrastra a los demás a un trato más profundo e íntimo con Cristo.

Pidamos fervientemente al Señor esa fuerza para reaccionar. Seremos sal de la tierra si mantenemos diariamente un trato personal con el Señor, si nos acercamos cada vez con más fe y amor a la Sagrada Eucaristía. El amor ha sido, y es, el motor de la vida de los santos. Es la razón de ser de toda vida entregada a Dios. El amor da alas para superar cualquier obstáculo personal o del ambiente. El amor nos hace inconmovibles ante las contrariedades. La tibieza se detiene ante la más pequeña dificultad (una carta que debemos escribir, una llamada, una visita, una conversación, la carencia de algunos medios...): hace una montaña de un grano de arena. El amor de Dios, por el contrario, hace un grano de arena de una montaña, transforma el alma, le da nuevas luces y le abre horizontes nuevos, la hace capaz de más altos empeños y de capacidades desconocidas. El amor no regatea esfuerzos, ni le falta la alegría al llevarlos a cabo.

Al terminar nuestra meditación, acudamos confiadamente a la Santísima Virgen, modelo perfecto de la correspondencia amorosa a la vocación cristiana, para que aparte eficazmente de nuestra alma toda sombra de tibieza. Y le pedimos también a los Ángeles Custodios que nos hagan ser diligentes en el servicio de Dios.

 

 

 

(1) Mt 5, 13.- (2) Cfr. F. FERNANDEZ CARVAJAL, La tibieza, Palabra, 6ª ed. , Madrid 1986, pp. 20 ss.- (3) SANTO TOMAS, Suma Teológica, 1, q. 63, a. 2.- (4) SANTO TOMAS, o. c. , 2-2, q. 82, a. 1.- (5) Apoc 2, 4.- (6) J. TISSOT, La vida interior, p. 100.- (7) Mt 5, 13.- (8) Cfr. Mt 15, 14.- (9) P. RODRIGUEZ, Fe y vida de fe, p. 142.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. DÉCIMA SEMANA. MIÉRCOLES

84. Las gracias actuales.

- Necesidad de la gracia para realizar el bien.

- Las gracias actuales.

- Correspondencia.

 

I. La naturaleza humana perdió, por el pecado original, el estado de santidad al que había sido elevada por Dios y, en consecuencia, también quedó privada de la integridad y del orden interior que poseía. Desde entonces el hombre carece de la suficiente fortaleza en la voluntad para cumplir todos los preceptos morales que conoce. Obrar el bien se hizo difícil después de la aparición del pecado sobre la tierra. Y "esto es lo que explica la íntima división del hombre -enseña el Concilio Vaticano II-. Toda la vida humana, la individual y colectiva, se presenta como lucha, y por cierto dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas" (1).

La ayuda de Dios nos es absolutamente necesaria para realizar actos encaminados a la vida sobrenatural. No es que nosotros seamos capaces de pensar algo como propio, sino que nuestra capacidad viene de Dios (2). Además, tras el pecado de origen esa ayuda se hace más necesaria. "Nadie por sí y por sus propias fuerzas se libera del pecado y se eleva sobre sí mismo; nadie queda completamente libre de su debilidad, o de su soledad, o de su esclavitud" (3); todos tenemos necesidad de Cristo modelo, maestro, médico, liberador, salvador, vivificador (4). Sin Él nada podemos; con Él, lo podemos todo.

Aunque la naturaleza humana no está corrompida por el pecado de origen, experimentamos -incluso después del Bautismo- una tendencia al mal y una dificultad para hacer el bien: es el llamado fomes peccati o concupiscencia, que -sin ser en sí mismo pecado- procede del pecado y al pecado se inclina (5). La misma libertad, aunque no ha sido suprimida, está debilitada.

Entendemos así, a la luz de esta doctrina, que nuestras buenas obras, los frutos de santidad y apostolado, son en primer lugar de Dios; en segundo término -muy en segundo término-, resultado de haber correspondido como instrumentos, siempre flojos y desproporcionados, de la gracia. El Señor nos pide que tengamos en cuenta siempre la pobreza de nuestra condición, evitando el peligro de una fatua vanidad. Porque a menudo -afirma San Alfonso María de Ligorio- "el hombre dominado por la soberbia es un ladrón peor que los demás, porque roba no bienes terrenales, sino la gloria de Dios (...). En efecto, según el Apóstol, por nosotros mismos no podemos hacer obra buena, ni siquiera tener un buen pensamiento (cfr. 2 Cor 3, 5) (...). Y ya que esto es así, cuando hagamos algún bien, digamos al Señor: Te devolvemos, Señor, lo que de tu mano recibimos (1 Cron 29, 14)" (6). Esto hemos de hacer con cualquier fruto que nos encontremos en las manos: ofrecerlo de nuevo a Dios, pues bien sabemos que lo malo, la deficiencia, es nuestra; la belleza y la bondad son de Él.

 

II. Como observamos en las páginas del Evangelio, los encuentros de aquellos hombres y mujeres con Cristo fueron únicos e irrepetibles: Nicodemo, Zaqueo, la mujer adúltera, el buen ladrón, los Apóstoles... La acción de Dios ya había preparado lentamente aquella almas para que se abrieran al Señor en el momento oportuno; así mismo, tras ese encuentro singular y determinante, la gracia de Dios les acompañará, buscando y realizando en sus almas nuevas conversiones, nuevos progresos. Otros personajes no correspondieron, total o parcialmente, a la luz de Dios. Nuestros encuentros con Cristo también han sido irrepetibles y únicos, como los de estas gentes que le hallaron en tierras de Galilea, junto al lago de Genesaret, en Jerusalén o en un pueblo cualquiera a su paso por Samaría. Jesús está igualmente presente en nuestro vivir, y también recibimos, por la bondad de Dios, mociones y ayudas para acercarnos a Él, para acabar con perfección un trabajo, para hacer una mortificación o un acto de fe, para vencernos por amor de Dios en algo que nos cuesta...: son las gracias actuales, dones gratuitos y transitorios de Dios que en cada alma desarrollan sus efectos de una manera particular. ¡Cuántas hemos recibido nosotros cada jornada! ¡Cuántas más recibiremos si no cerramos la puerta del alma a esa acción callada y eficacísima del Santificador! Con la gracia, Dios otorga a cada hombre, a cada mujer, no sólo la facilidad para realizar el bien, sino incluso la misma posibilidad de realizarlo, porque las criaturas no somos capaces de cumplir -con nuestras solas fuerzas- los mandamientos y hacer otras obras sobrenaturalmente buenas. Sin Mí, nada podéis hacer (7), dijo terminantemente el Señor. Y San Pablo enseña que la salvación no es obra del que quiere, ni del que corre, sino de Dios, que usa de misericordia (8), de una constante e infinita misericordia. ¡Bien experimentado lo tenemos! El Espíritu Santo nos ilumina para que conozcamos la verdad, nos inspira y nos mueve, antecediendo, acompañando y perfeccionando las buenas acciones. Dios es el que obra en nosotros, por efecto de su buena voluntad, no sólo el querer, sino el ejecutar (9). Sin embargo, la gracia no suprime la libertad, pues somos nosotros quienes queremos y actuamos.

Hemos de pedir al Señor la sabiduría práctica de apoyarnos siempre en Él y no en nosotros, de buscar en Él la fortaleza y no en la habilidad de nuestra inteligencia o en otros recursos personales; hemos de escuchar a menudo, en la vida práctica, la amorosa advertencia del Maestro: sin Mí, nada podéis hacer. En la vida sobrenatural seremos siempre principiantes, empeñándonos con la docilidad y aplicación de un niño que en todo necesita de sus mayores. San Francisco de Sales ilustra con este ejemplo la delicadeza del amor de Dios por los hombres: "Cuando una madre enseña a andar a su hijito, le ayuda y le sostiene cuando es necesario, dejándole dar algunos pasos por los sitios menos peligrosos y más llanos, asiéndole de la mano y sujetándole, o tomándole en sus brazos y llevándole en ellos. De la misma manera Nuestro Señor tiene cuidado continuo de los pasos de sus hijos" (10). Así somos nosotros delante de Dios: como niños pequeños que no acaban de aprender a andar.

A nosotros nos toca corresponder, manifestar nuestra buena voluntad, comenzar y recomenzar, siendo sinceros en la dirección espiritual, teniendo el examen particular (ese punto en el que luchamos de una manera especial) bien concreto. Nuestras jornadas se resumirán frecuentemente en: pedir ayuda, corresponder y agradecer.

 

III. Dios trata a cada alma con infinito respeto y, por eso, porque Él no fuerza nuestra voluntad, el hombre puede resistir a la gracia y hacer estéril el deseo divino. De hecho, a lo largo del día, quizá en cosas pequeñas, decimos que no a Dios. Y hemos de procurar decir muchas veces sí a lo que el Señor nos pide, y no al egoísmo, a los impulsos de la soberbia, a la pereza.

La respuesta libre a la gracia de Dios debe hacerse en el pensamiento, con las palabras y los hechos (11). No basta la sola fe para cooperar adecuadamente: Dios pide el esfuerzo personal, las obras, las iniciativas, los deseos eficaces... Aunque Nuestro Señor, con su Muerte en la Cruz, nos mereció un tesoro infinito de bienes, sin embargo estas gracias no se nos conceden todas de una vez; y su mayor o menor abundancia depende de cómo correspondemos. Cuando estamos dispuestos a decir sí al Señor en todo, atraemos una verdadera lluvia de dones (12). La gracia, el amor a Dios, nos inunda cuando somos fieles a las pequeñas insinuaciones de cada jornada: cuando vivimos el "minuto heroico" por la mañana y procuramos que nuestro primer pensamiento sea para el Señor, cuando preparamos la Santa Misa y rechazamos las distracciones que pretenden alejarnos de lo que importa, cuando ofrecemos el trabajo...

Nadie podrá decir que ha sido olvidado o desamparado por Dios, si hace cuanto está a su alcance, porque el Señor concede su auxilio a todos, también a quienes están fuera de la Iglesia sin culpa propia (13). Es más, el Señor, infinitamente misericordioso y paciente, ha procurado una y otra vez, de mil maneras distintas, la vuelta de quien se marchó con la herencia y ahora se encuentra en una lamentable situación. Cada día sale a esperarle y mueve su corazón para que reemprenda el camino que conduce a la casa paterna. Y cuando encuentra correspondencia a sus gracias se vuelca en ayudas y bienes, y le anima a subir más y más.

Si, en esta oración personal, encontramos que nos cuesta corresponder, sigamos este consejo: "Ponte en coloquio con Santa María, y confíale: ¡oh Señora!, para vivir el ideal que Dios ha metido en mi corazón, necesito volar... muy alto, ¡muy alto! (...)" (14). Y cerca de María siempre encontramos a José, su esposo fidelísimo, que tan bien y con tanta prontitud supo realizar lo que Dios, a través del Ángel, le iba manifestando. A él podemos acudir a lo largo del día, para que nos ayude a oír con claridad la voz del Espíritu Santo en tantos detalles y en ocasiones tan pequeñas, y seamos fuertes para llevarla a la práctica.

 

 

 

(1) Cfr. CONC. VAT. II, Const. Gaudium et spes, 13.- (2) Primera lectura de la Misa, Año I. 2 Cor 3, 5.- (3) SAN IRENEO, Contra las herejías, 3, 15, 3.- (4) Cfr. CONC. VAT. II, Decr. Ad gentes, 8.- (5) CONC. DE TRENTO, Decr. Sobre el pecado original, 5.- (6) SAN ALFONSO Mª DE LIGORIO, Selva de materias predicables, 2, 6.- (7) Jn 15, 5.- (8) Rom 9, 16.- (9) Flp 2, 13.- (10) SAN FRANCISCO DE SALES, Tratado del amor a Dios, 3, 4.- (11) Cfr. CONC. VAT. II, Const. Lumen gentium, 14.- (12) Cfr. PIO XII, Enc. Mystici Corporis, 29-VI-1943.- (13) Cfr. CONC. VAT. II, Const. Lumen gentium, 16.- (14) Cfr. J. ESCRIVA DE BALAGUER, Forja, n. 994.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. DÉCIMA SEMANA. JUEVES

85. Motivos para la penitencia.

- Quitar lo que estorba. Renuncia al propio yo. Corredención.

- Invitación de la Iglesia a la penitencia. Su influencia en la oración. Sentido penitencial de los viernes.

- Algunos campos de la mortificación. Condiciones.

 

I. Convocó Jesús a la muchedumbre y a sus discípulos, y les dijo: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Pues el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará (1).

El Señor ya había enseñado que para ser su discípulo era necesario desasirse de los bienes materiales (2); aquí pide un desprendimiento más profundo: la renuncia a lo que se es, al propio yo, a lo más íntimo de la persona. Pero en el discípulo de Cristo cada entrega lleva consigo una afirmación: dejar de vivir para mí mismo, a fin de que Cristo viva en mí (3). La "vida en Cristo", por cuyo amor todo lo sacrifiqué... (4), escribe San Pablo a los cristianos de Filipo, es una verdadera realidad de la gracia. La existencia cristiana es toda ella una afirmación: de vida, de amor, de amistad. Yo he venido -nos dice Jesús- para que tengan vida y la tengan en abundancia (5). Nos ofrece la filiación divina, la participación en la vida íntima de la Trinidad Beatísima. Y lo que estorba a esta admirable promesa es el apegamiento a nuestro yo, a la comodidad, al bienestar, al propio éxito... Por eso es necesaria la mortificación, que no es algo negativo, sino desprendimiento de sí para permitir que Jesús esté en nosotros. De ahí la paradoja: "para Vivir hay que morir" (6): morir a sí mismo para tener vida sobrenatural. Si vivís según la carne, moriréis; si con el espíritu mortificáis las obras de la carne, viviréis (7).

Si alguno quiere venir en pos de mí... Para responder a la invitación de Jesús, que pasa a nuestro lado, necesitamos caminar paso a paso, progresar de continuo. Es preciso "morir cada día un poco", negarse: negar al hombre viejo (8), que llevamos dentro de nosotros, aquellas obras que nos separan de Dios o dificultan crecer en su amistad. Para caminar hacia la santidad a la que el Señor nos ha llamado es necesario someter las inclinaciones desordenadas, las pasiones, pues después del pecado original y de los pecados personales ya no están debidamente sujetas a la voluntad. Para progresar en pos de Cristo debemos ser dueños de nosotros mismos y orientar nuestros pasos en una determinada dirección: "somos como un hombre que lleva un asno; o conduce al asno o el asno le conduce a él. O gobernamos las pasiones o ellas nos gobernarán" (9). Cuando no hay mortificación, "parece como si el "espíritu" se fuera reduciendo, empequeñeciendo, hasta quedar en un puntito... Y el cuerpo se agranda, se agiganta, hasta dominar. -Para ti escribió San Pablo: "castigo mi cuerpo y lo esclavizo, no sea que, habiendo predicado a otros, venga yo a ser reprobado"" (10).

El mismo San Pablo nos señala otro motivo de penitencia: Ahora me gozo en mis padecimientos por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a la Pasión de Cristo en beneficio de su cuerpo que es la Iglesia (11). ¿Es que la Pasión de Cristo no fue suficiente por sí sola para salvarnos? -se pregunta San Alfonso Mª de Ligorio-. Nada faltó, sin duda, de su valor y fue plenamente suficiente para salvar a todos los hombres. Con todo, para que los méritos de la Pasión se nos apliquen, debemos cooperar por nuestra parte, llevando con paciencia los trabajos y tribulaciones que Dios nos mande, para asemejarnos a Jesús (12).

Nosotros somos los primeros que nos beneficiamos de esta participación en los sufrimientos de Cristo (13) cuando le seguimos con una mortificación generosa; además, la eficacia sobrenatural de la penitencia alcanza a la propia familia, de modo particular a los más necesitados, a los amigos, a los colegas, a esas personas que queremos acercar al Señor, a toda la Iglesia y al mundo entero.

 

II. "La Iglesia -al paso que reafirma la primacía de los valores religiosos y sobrenaturales de la penitencia (valores capaces como ninguno para devolver hoy al mundo el sentido de Dios y de su soberanía sobre el hombre, y el sentido de Cristo y de su salvación)- invita a todos a acompañar la conversión interior del espíritu con el ejercicio voluntario de obras externas de penitencia" (14). El dolor, la enfermedad, cualquier tipo de sufrimiento físico o moral, ofrecido a Dios con espíritu penitente, en lugar de ser algo inútil y dañino adquiere un sentido redentor "para la salvación de sus hermanos y hermanas. Por lo tanto, no sólo es útil a los demás, sino que realiza incluso un servicio insustituible. El sufrimiento, más que todo lo demás, hace presente en la historia de la humanidad la fuerza de la Redención" (15).

La Iglesia nos recuerda frecuentemente la necesidad de la mortificación. Si alguno quiere venir en pos de mí... De modo particular ha querido que un día a la semana, el viernes, consideremos la necesidad y los frutos del negarse a uno mismo y que nos propongamos alguna mortificación especial: la abstinencia de la carne, o bien algo costoso (trabajo mejor realizado, hacer la vida más grata a aquellos con quienes convivimos...) o una práctica piadosa (lectura espiritual, el Santo Rosario, la Visita al Santísimo, el ejercicio piadoso del Vía Crucis...) o alguna obra de misericordia (hacer compañía a un enfermo, dedicar tiempo a alguien que está necesitado, limosna...). Pero no debemos contentarnos sólo con esta muestra de penitencia semanal, que es recuerdo de la Pasión de Nuestro Señor, de lo que sufrió por nosotros y del valor del sacrificio; diariamente espera el Señor que sepamos negarnos en pequeñas cosas, que vivificarán el alma y harán fecundo el apostolado.

 

III. En primer lugar, debemos tener presentes las llamadas mortificaciones pasivas: ofrecer con amor aquello que nos llega sin esperarlo o que no depende de nuestra voluntad (calor, frío, dolor, ser pacientes antes una espera que se prolonga más allá de lo previsto, una contestación brusca que nos desconcierta...). Junto a las mortificaciones pasivas, aquellas que tienden a facilitar la convivencia (poner empeño en ser puntuales, escuchar con interés verdadero, hablar cuando se hace sentir un silencio incómodo, ser afables siempre venciendo los estados de ánimo, vivir con delicadeza las normas habituales de cortesía: dar las gracias, pedir disculpas cuando sin querer hemos podido molestar a alguien...) y el trabajo (intensidad, orden, acabar con perfección la tarea, ayudar y facilitar la tarea a otros...) Mortificación de la inteligencia (evitar actitudes críticas que faltan a la caridad, mortificación de la curiosidad, no juzgar con precipitación) y de la voluntad (luchar con empeño contra el amor desordenado de sí mismo, evitar que las conversaciones se centren en nosotros, en lo que hemos hecho, en nuestras cosas, en lo que personalmente nos interesa...). Mortificación activa de los sentidos (de la vista, del gusto, viviendo la sobriedad y ofreciendo un pequeño sacrificio que nos cueste en las comidas...). Mortificación de la sensibilidad, de la tendencia a "pasarlo bien" como primer objetivo de la vida... Mortificación interior (pensamientos inútiles que retardan el camino de la santidad..., de modo muy particular cuando estos pensamientos se presentan en la oración, en la Santa Misa, en el trabajo).

Examinemos en la presencia de Dios si de verdad podemos decir con alegría que llevamos una vida mortificada. Si cada día dominamos el cuerpo, si hemos ofrecido al Señor, con afán redentor, el dolor y la contrariedad que, de algún modo, siempre están presentes en todo camino. Si de verdad estamos decididos a perder la vida -paso a paso, poco a poco- por amor de Cristo y del Evangelio.

Nuestra mortificación y penitencia en medio del mundo tiene una serie de cualidades. En primer lugar, ha de ser alegre. "A veces -comentaba aquel enfermo consumido de celo por las almas- protesta un poco el cuerpo, se queja. Pero trato también de transformar "esos quejidos" en sonrisas, porque resultan muy eficaces" (16). Muchas sonrisas y gestos amables deben nacer -si somos mortificados- en medio del dolor y de la enfermedad.

Continua, que facilite la presencia de Dios allí donde nos encontremos, que ayude a realizar un trabajo más intenso y acabado, y nos lleve a mantener unas relaciones sociales más amables, donde el espíritu apostólico esté siempre presente.

Discreta, amable, llena de naturalidad, que se note por sus efectos en la vida ordinaria, con sencillez, más que por unas manifestaciones poco normales en un fiel corriente.

Por último, la mortificación ha de ser humilde y llena de amor, porque nos mueve la contemplación de Cristo en la Cruz, a quien deseamos unirnos con todo nuestro ser; nada queremos si no nos lleva a Él.

En la mortificación, como en el Calvario, encontramos a María: pongamos en sus manos los propósitos concretos de este rato de oración; pidámosle que nos enseñe a comprender en toda su hondura la necesidad de una vida mortificada.

 

 

 

(1) Mc 8, 34-39.- (2) Cfr. Lc 14, 33.- (3) Gal 2, 20.- (4) Flp 3, 8.- (5) Jn 10, 10.- (6) Cfr. J. ESCRIVA DE BALAGUER, Camino, n. 187.- (7) Rom 8, 13.- (8) Ef 4, 21.- (9) E. BOYLAN, El amor supremo, p. 113.- (10) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Surco, n. 841.- (11) Col 1, 24.- (12) Cfr. SAN ALFONSO Mª DE LIGORIO, Reflexiones sobre la Pasión, 10.- (13) Cfr. PABLO VI, Const. Apost. Paenitemini, 17-II-1966, II.- (14) Ibídem.- (15) JUAN PABLO II, Carta Apost. Salvifici doloris, 11-II-1984, 27.- (16) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Surco, n. 253.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. DÉCIMA SEMANA. VIERNES

86. Pureza de corazón.

- El Noveno Mandamiento y la pureza del alma.

- La guarda del corazón y la fidelidad según la propia vocación y estado.

- La guarda de la vista, de la afectividad y de los sentidos internos.

 

I. El Señor señala en diversas ocasiones cómo la fuente de los actos humanos está en el corazón, en el interior del hombre, en el fondo de su espíritu; y esta interioridad ha de mantenerse pura y limpia de efectos desordenados, de rencores, de envidias... En el corazón se origina todo lo bueno que luego se hace realidad en la conducta externa de la persona. En él se consolidan, con la gracia, una piedad sincera para tratar a Dios, y el amor limpio, la comprensión y la cordialidad en las relaciones con el prójimo. La pureza del corazón agranda su capacidad de amar, mientras el aburguesamiento, el egoísmo, la ceguera espiritual son consecuencia de una interioridad manchada. Porque del corazón provienen también los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, fornicaciones, hurtos, falsos testimonios, blasfemias... (1). Por eso advierte el Libro de los Proverbios: Guarda tu corazón más que toda otra cosa, porque de él brotan los manantiales de la vida (2). El corazón es el símbolo de lo más íntimo del hombre.

El Señor nos señala hoy en el Evangelio de la Misa (3): Habéis oído que se dijo: No cometerás adulterio. Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya ha cometido adulterio en su corazón. Jesucristo declara en su sentido más auténtico la esencia del Noveno Mandamiento, que prohíbe los actos internos (pensamientos, deseos, imaginaciones) contra la virtud de la castidad: también supone una trasgresión de este precepto todo afecto desordenado, aunque aparentemente parezca limpio y desinteresado, si no está de acuerdo con la voluntad de Dios en las circunstancias de cada uno.

Para vivir con delicadeza este Mandamiento -condición de todo amor verdadero- es necesario, en primer lugar, tratar a Dios, para que su amor acabe por llenar nuestro corazón. Además, es necesario evitar los motivos de tentaciones internas contra la castidad. Éstas pueden tener lugar cuando falta la prudencia para guardar los sentidos, cuando no se mortifica la imaginación y se la deja vagar en fantasías que alejan de la realidad y del cumplimiento del deber, o en busca de compensaciones afectivas, de vanidad..., o revolviendo recuerdos. Si, una vez advertidas esas tentaciones internas, no se rechazan con prontitud y no se ponen los medios para alejarlas netamente, entre los que está en primer lugar la oración humilde y confiada, se mantiene un clima interior confuso, con falta de correspondencia a la gracia, y el alma se acostumbra a no ser generosa con el Señor; y, si se empeña en estar en ese límite dudoso del consentimiento, es fácil que la falta de mortificación interior llegue a constituir verdaderos pecados internos contra la santa pureza. Con esa actitud se hace difícil, quizá imposible, avanzar en el camino del verdadero progreso espiritual. Por el contrario, cuando el alma está decidida a mantenerse limpia, con la ayuda de la gracia, o rectifica con prontitud si ha tenido un descuido, aunque sea pequeño, entonces el Espíritu Santo, dulce Huésped del alma, da más y más gracia. Y de ese modo se va afianzando en ella la alegría, que es uno de los frutos del Paráclito en quienes le prefieren a Él y renuncian a ridículas compensaciones que suelen dejar en el alma un poso de tristeza y de soledad.

 

II. No sólo pide el Señor en este Mandamiento que evitemos lo que claramente es impuro en pensamientos y deseos contra la castidad, sino también que guardemos el corazón, defendiéndolo de aquello que puede incapacitarlo para amar. Conservar el alma limpia significa cuidar la intimidad, los afectos, ser prudentes para que la ternura no se desborde y cuando no debe, ser consecuentes en todo momento con la propia vocación y estado (4). Quienes han sido llamados por el camino del matrimonio deben guardar su corazón para conservarlo siempre entregado a la persona con quien se casaron; y esto en los comienzos y cuando pasen los años. Y para ello es necesario encauzar el corazón con perseverancia, vigilarlo para no dejar que se enrede en compensaciones reales o imaginarias. Los esposos no deben olvidar "que el secreto de la felicidad conyugal está en lo cotidiano, no en ensueños (...). Digo constantemente, a los que han sido llamados por Dios a formar un hogar, que se quieran siempre, que se quieran con el amor ilusionado que se tuvieron cuando eran novios. Pobre concepto tiene del matrimonio -que es un sacramento, un ideal y una vocación-, el que piensa que el amor se acaba cuando empiezan las penas y los contratiempos, que la vida lleva siempre consigo" (5).

Aquellos a quienes el Señor pidió un día su corazón por entero, sin compartirlo con otra criatura, tienen además motivos más altos para conservar su alma limpia y libre de ataduras. Sería un lamentable engaño dejar el corazón enredado en unas pequeñeces que ahogarían -como el tallo frágil entre espinas- el amor infinito de Dios, al cual fue llamado desde la eternidad. "¿Tú crees -pregunta San Jerónimo- que has llegado a la cumbre de las virtudes, porque has ofrecido una parte del todo? A ti mismo te quiere el Señor como hostia viva y grata a Dios" (6). El Señor da siempre su gracia para conservar el corazón intacto para Él y para las almas todas por Él: sin compensaciones, sin hilillos o cadenas que le impidan alcanzar las alturas a las que fue llamado, con generosidad, con fortaleza para cortar una atadura o rectificar un afecto.

Para la guarda del corazón es preciso primero cuidar el amor, pues una persona desamorada en lo humano, tibia en el trato con Dios, difícilmente podrá impedir que penetren en su alma deseos y afán de compensaciones, pues el corazón fue hecho para amar y no se resigna a la sequedad y al hastío.

Examinemos en nuestra oración cómo cuidamos esos momentos de nuestro plan de vida más particularmente dedicados al Señor: la Comunión, la visita al Santísimo, el rato de oración, el recogimiento en las horas de la noche... Miremos hoy si nuestro trato con Jesús es un trato personal, como el de un Amigo, si huimos de la rutina y de la mediocridad. Veamos si los afectos de nuestro corazón están ordenados según el querer de Dios, si rechazamos con prontitud cualquier pensamiento que los enturbien o distorsionen.

 

III. La guarda del corazón comenzará en muchas ocasiones por la guarda de la vista. Entonces, el sentido común y el sentido sobrenatural ponen como un filtro delante de los ojos, para no fijarse en lo que no se debe mirar. Y esto con naturalidad y sencillez, sin hacer cosas raras, pero con reciedumbre, sabiendo bien lo que se guarda; por la calle, en el trabajo, en las relaciones sociales.

Para conocer y querer es necesario el trato. Y para evitar que el corazón se quede apegado a lo que no deba será necesario mantener una prudente distancia con aquellas personas "con las que es más fácil que esto suceda" y "Dios no quiere que suceda". Se trata de esa distancia moral, espiritual, afectiva, que se manifiesta en evitar confidencias indebidas, manifestaciones y desahogos de penas o disgustos... Suele haber circunstancias en las que la prudencia aconseje incluso poner por medio una distancia física... Si hay rectitud en la conciencia, el examen atento y sincero descubrirá una intención menos recta en esa compañía o en esos desahogos: lo que parece quererse y lo que en realidad se busca.

Para evitar que se desborde la afectividad no es necesario suprimirla (no sería posible, ni quizá humano), sino ordenarla y encauzarla según el querer de Dios: llenar el corazón de un amor fuerte y limpio que lo defienda de afectos no gratos a Dios.

Con la guarda del corazón está relacionado el control de la memoria, para rechazar escenas, diálogos, imágenes que pueden encender los rescoldos de una afectividad que impide tener el corazón donde se debe. De modo parecido, el refugio en una imaginación desbordada, en unos sueños fantásticos, impide estar abiertos a la realidad cotidiana. Cuando se cede con alguna frecuencia a esta tentación -que quizá se agudiza en momentos de cansancio, de aridez interior, o como compensación a los pequeños fracasos de la vida normal-, se va produciendo una falta de unidad de vida entre ese mundo interior en el que la vanidad sale siempre triunfante, y la vida real, austera, que es la única válida para llevar a cabo la santificación personal, para hacer el bien que Dios espera de cada hombre, de cada mujer. Un alma descontenta de su situación y dada a evadirse en esa interioridad irreal y fantástica difícilmente afrontará con generosidad y realismo lo que le corresponde hacer en cada momento para crecer en las virtudes. ¿Cómo es posible vivir la fantasía sin descuidar los propios deberes? ¿Cómo luchará contra sus defectos quien, en vez de afrontarlos con humildad y esperanza, los rehuye y los vence sólo en su imaginación? ¿Qué alegría se puede poner en aquello que exige sacrificio cuando existe el hábito de refugiarse en el reducto de la fantasía llena de sueños y de irrealidad? También es posible tener el corazón apegado -atado- a personajes sacados de una película, de una novela o de la vida real, pero con los que no se tiene trato alguno. Y el corazón así atado, y quizá manchado, no puede subir hasta el Señor.

Examinemos hoy dónde tenemos puesto el corazón a lo largo del día, en quién pensamos, quién es el personaje central de nuestro mundo interior. Pidámosle a Nuestra Señora que Jesús sea el centro real de nuestro vivir y, junto a Él, el querer noble y limpio real, sacrificado, que Él también desea para cada hombre y para cada mujer, según la propia vocación.

"Permíteme un consejo, para que lo pongas en práctica a diario. Cuando el corazón te haga notar sus bajas tendencias, reza despacio a la Virgen Inmaculada: ¡mírame con compasión, no me dejes, Madre mía! -Y aconséjalo a otros" (7). ¡No me dejes... no les dejes, no les dejes, Madre mía!

 

 

 

(1) Mt 15, 19.- (2) Prov 4, 23.- (3) Mt 5, 27-32.- (4) Cfr. J. L. SORIA, Amar y vivir la castidad, p. 116.- (5) Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, 91.- (6) SAN JERONIMO, Epístola 118, 5.- (7) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Surco, n. 849.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. DÉCIMA SEMANA. SABADO

87. El valor de la palabra empeñada.

- El Señor realza el valor de la palabra dada. Si no existe la necesidad de un juramento, nuestra palabra debe bastar.

- Amor a la verdad en toda ocasión y circunstancia.

- Fidelidad y lealtad a nuestros compromisos.

 

I. En tiempos de Jesús, la práctica del juramento había caído en el abuso por su frecuencia, por la ligereza con que se hacía, y por la casuística que se había originado para legitimizar su incumplimiento. Jesús sale al paso de esta costumbre y con la fórmula pero yo os digo, que emplea con frecuencia para señalar la autoridad divina de sus palabras, prohíbe poner a Dios por testigo, no sólo de cosas falsas, sino también de aquellos asuntos en los que la palabra del hombre debe bastar. Así lo recoge San Mateo en el Evangelio de la Misa (1): A vosotros os debe bastar decir sí o no. El Señor quiere realzar y devolver su valor y fuerza a la palabra del hombre de bien que se siente comprometido por lo que dice.

Jurar, es decir, poner a Dios por testigo de algo que se asegura o se promete, es lícito, y en ocasiones necesario, cuando se hace con las debidas condiciones y circunstancias. Es entonces un acto de la virtud de la religión y redunda en honor del nombre de Dios. El Profeta Jeremías ya había señalado que el juramento grato a Dios debía ser realizado en verdad, en juicio y en justicia (2); es decir, la afirmación ha de ser verdadera, formulada con prudencia -ni ligera ni temerariamente- y referida a una cosa o necesidad justa y buena.

Si no lo exige la necesidad, nuestra palabra de cristianos y de hombres honrados debe bastar, porque nos han de conocer como personas que buscan en todo la verdad y que dan un gran valor a la palabra empeñada, en lo que se fundamenta toda lealtad y toda fidelidad: a Cristo, a nuestros compromisos libremente adquiridos, a la familia, a los amigos, a la empresa en la que trabajamos.

En las situaciones normales de la vida corriente, bastará nuestra palabra para dar toda la consistencia necesaria a lo que afirmamos o prometemos; pero la fuerza de la palabra empeñada ha de ganarse día a día, siendo veraces en lo pequeño, rectificando con valentía cuando nos hemos equivocado, cumpliendo nuestros compromisos. ¿Nos conocen así en el lugar donde trabajamos, en la familia, aquellos que nos tratan? ¿Saben que procuramos no mentir jamás, ni siquiera por diversión, o por conseguir un bien, o por evitar un mal mayor?

 

II. En las enseñanzas de Cristo, la hipocresía y la falsedad son vicios muy combatidos (3), mientras que la veracidad es una de las virtudes más gratas a Nuestro Señor: He aquí un verdadero israelita, en quien no hay doblez (4), dirá de Natanael cuando se le acerca acompañado de Felipe. Jesucristo mismo es la Verdad (5); por el contrario, el demonio es el padre de la mentira (6). Quienes sigan al Maestro han de ser hombres honrados y sinceros que huyen siempre del engaño y basan sus relaciones -humanas y divinas- en la veracidad.

La verdad se transmite a través del testimonio del ejemplo y de la palabra: Cristo es el testigo del Padre (7); los Apóstoles (8), los primeros cristianos, nosotros ahora, somos testigos de Cristo delante de un mundo que necesita testimonios vivos. Y ¿cómo creerían nuestros amigos y colegas en la doctrina que queremos transmitirles, si nuestra propia vida no estuviera basada en un gran amor a la verdad? Los cristianos debemos poder decir, como Jesucristo, que hemos venido al mundo para atestiguar sobre la verdad (9), en un momento en que muchos utilizan la mentira y el engaño como una herramienta más para escalar puestos, para alcanzar un mayor bienestar material o evitarse compromisos y sacrificios; o simplemente por cobardía, por falta de virtudes humanas. El mismo Jesús señaló el amor a la verdad como una cualidad necesaria en sus discípulos, que lleva consigo la paz del alma, porque la verdad os hará libres (10).

Hemos de ser ejemplares, estando dispuestos a construir nuestra vida, nuestra hacienda, nuestra profesión, sobre un gran amor a la verdad. No nos sentimos tranquilos cuando hay por medio una mentira. Debemos amar la verdad y poner empeño en encontrarla, pues en ocasiones está tan oscurecida por el pecado, las pasiones, la soberbia, el materialismo..., que de no amarla no sería posible reconocerla. ¡Es tan fácil aceptar la mentira cuando llega -disimulada o con claridad- en ayuda del falso prestigio, de mayores ganancias en la profesión...!; pero ante la tentación, tantas veces disfrazada con variados argumentos, hemos de recordar, clara, diáfana, la doctrina de Jesús: sea vuestra palabra: "Sí, sí"; "No, no" (11).

Ser veraces es un deber de justicia, una obligación de caridad y de respeto al prójimo. Y esta misma consideración por quienes nos escuchan nos llevará en ocasiones a no manifestar, indiscretamente, nuestros conocimientos y opiniones, sino de acuerdo con la formación, edad, etc., de los oyentes. El amor a la verdad que nos han confiado nos llevará a mantener firmes otras exigencias morales, como la reserva o el secreto profesional, el derecho a la intimidad, etc., pidiendo, si es preciso, consejo sobre el modo de actuar en casos difíciles para defender una determinada verdad ante quien quiere acceder a ella injustamente.

 

III. Al dar nuestra palabra, en cierto modo nos damos nosotros mismos, nos comprometemos en lo más íntimo de nuestro ser. Un cristiano, un verdadero discípulo de Jesucristo, a pesar de sus errores y defectos, ha de ser leal, honesto, un hombre de palabra: alguien que es fiel a su palabra. En la Iglesia los cristianos nos llamamos fieles, para expresar la condición de miembros del Pueblo de Dios adquirida por el Bautismo (12). Pero también fiel es la persona que inspira confianza, de la que nos podemos fiar, aquella cuyo comportamiento corresponde a la confianza puesta en ella o a lo que exige de ella el amor, la amistad, el deber, y que es fiel a una promesa, a la palabra dada... (13). En la Sagrada Escritura el calificativo fiel es atribuido a Dios mismo, porque nadie como Él, de modo eminente, es digno de confianza: es siempre fiel a sus promesas, no nos falla jamás. Fiel es Dios -dice San Pablo a los Corintios-, que no permitirá que seáis tentados más allá de vuestras fuerzas... (14).

Es fiel quien es leal a su palabra. Es leal el que cumple sus compromisos: con Dios y con los hombres. Pero la sociedad muestra con frecuencia duda y relativismo, ambiente de infidelidad; muchas gentes, de todas las edades, parecen ignorar la cabal obligación de ser fieles a la palabra dada, de llevar adelante los compromisos que se adquirieron con total libertad, de mantener una conducta coherente con las decisiones que han tomado ante Dios o ante los hombres: en la vida religiosa y en la vida civil. Podrán presentarse dificultades, pero en cualquier caso la fe y la doctrina de la Iglesia, el ejemplo de los santos, nos enseñan que es posible vivir las virtudes: a quien hace lo que está de su parte, Dios no le niega su gracia.

Hemos de estar firmemente persuadidos, y ayudar a los demás a estarlo, de que se pueden vivir las virtudes con todas sus exigencias, pues se ha extendido ampliamente una idea -a veces un sentimiento difuso- de que las virtudes, los compromisos, son una especie de "ideales", unas metas a las que hay que tender, pero que son inalcanzables. Pidamos fervientemente al Señor que no nos inficcionemos nunca de ese error.

El cristiano, ejercitándose en la lealtad, no cederá cuando las exigencias morales sean o parezcan más fuertes. Hemos de pedir a Dios esa rectitud de conciencia: quien cede, teóricamente "desearía" vivir las virtudes, "desearía" no pecar, pero considera que si la tentación es fuerte o las dificultades grandes, está poco menos que justificado ceder. Esto puede ocurrir ante los compromisos en el trabajo, frente a la necesidad de rechazar con energía un clima de sensualidad, al ser necesarios unos medios costosos para sacar adelante la educación de los hijos, o el propio matrimonio, o el camino vocacional. Recordemos hoy en nuestra oración aquella advertencia de Jesús: cayó la lluvia, llegaron las riadas, soplaron los vientos e irrumpieron contra aquella casa, pero no se cayó porque estaba cimentada sobre roca (15). La roca es Cristo, que nos brinda siempre su fortaleza.

Fieles a Cristo: ésta es la mayor alabanza que nos pueden hacer; que Jesucristo pueda contar con nosotros sin limitaciones de circunstancias o de futuro, y que nuestros amigos sepan que no les fallaremos, que la sociedad a la que pertenecemos se puede apoyar, como en cimiento firme, en los pactos que hemos suscrito, en la palabra empeñada de modo libre y responsable. "Cuando viajáis de noche en ferrocarril, ¿no habéis pensado nunca de pronto que la vida de varios centenares de personas está en manos de un maquinista, de un guardagujas que, sin cuidarse del frío y del cansancio, están en su puesto? La vida de todo un país, la vida del mundo, dependen de la fidelidad de los hombres en el cumplimiento de su deber profesional, de su función social, de que cumplan fielmente sus contratos, que sostengan la palabra dada" (16), sin necesidad de poner a Dios por testigo, como hombres cabales.

A vosotros os debe bastar decir sí o no. Hombres de palabra, leales en el cumplimiento de los pequeños deberes diarios, sin mentiras ni engaños en el ejercicio de nuestra profesión, sencillos y prudentes, huyendo de lo que no es claro: honradez sin fisuras, diáfana. Si vivimos esta lealtad en lo humano, con la ayuda de la gracia seremos leales con Cristo, que en definitiva es lo que importa, pues quien es fiel en lo poco, también lo es en lo mucho (17); no podríamos construir la integridad de nuestra fidelidad a Cristo sobre una lealtad que se cuarteara cada día en las relaciones humanas.

¡Qué alegría recibimos cuando en medio de una dificultad llega un amigo y nos dice: "¡Puedes contar conmigo!" También agradará al Señor que le digamos hoy en nuestra oración, con la sencillez de quien conoce su debilidad: Señor, ¡puedes contar conmigo! Nos puede servir también como una jaculatoria que repitamos a lo largo del día.

Pidamos a María Santísima, Virgo fidelis, Virgen fiel, que nos ayude a ser leales y fieles en nuestra conducta diaria, en el cumplimiento de nuestros deberes y compromisos.

 

 

 

(1) Mt 5, 33-37.- (2) Jer 4, 2.- (3) Cfr. Mt 23, 13-32.- (4) Jn 1, 47.- (5) Jn 14, 6.- (6) Jn 8, 44.- (7) Jn 3, 11.- (8) Hech 1, 8.- (9) Jn 14, 6.- (10) Jn 8, 32.- (11) Mt 5, 37.- (12) Cfr. A. DEL PORTILLO, Fieles y laicos en la Iglesia, EUNSA, Pamplona 1969, p. 28 ss.- (13) M. MOLINER, Diccionario de uso del español, Gredos, Madrid 1970, VOZ FIEL.- (14) 1 Cor 10, 13.- (15) Mt 7, 25.- (16) G. CHEVROT, Pero Yo os digo..., Rialp, Madrid 1981, p. 180.- (17) Lc 16, 20.