TIEMPO ORDINARIO. NOVENA SEMANA

 

DOMINGO CICLO A

70. Edificar sobre roca.

- La santidad consiste en llevar a cabo la voluntad de Dios, en lo grande y en lo que parece de escaso interés.

- Querer lo que Dios quiera. Abandono en Dios.

- Cumplir y amar el querer divino en lo pequeño de los días normales y en los asuntos importantes.

 

I. El Señor manifiesta una particular predilección por aquellos que en su vida se empeñan en cumplir en todo la voluntad de Dios, por quienes procuran que sus obras expresen las palabras y los deseos de su diálogo con Dios, que se convierte entonces en oración verdadera. Pues no todo el que dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los Cielos; sino el que hace la voluntad de mi Padre..., declara Jesús en el Evangelio de la Misa (1). En aquella ocasión hablaba ante muchos que habían convertido la plegaria en un mero recitar palabras y fórmulas, que en nada influían luego en su conducta hipócrita y llena de malicia. No debe ser así nuestro diálogo con Cristo: "Ha de ser tu oración la del hijo de Dios; no la de los hipócritas, que han de escuchar de Jesús aquellas palabras: "no todo el que dice ¡Señor!, ¡Señor!, entrará en el Reino de los Cielos".

"Tu oración, tu clamar, "¡Señor!, ¡Señor!" ha de ir unido, de mil formas diversas en la jornada, al deseo y al esfuerzo eficaz de cumplir la voluntad de Dios" (2).

Ni siquiera bastaría realizar prodigios y obras portentosas, como profetizar en su nombre o arrojar demonios -si esto fuera posible sin contar con Él-, si no procuramos llevar a cabo su amable voluntad; vanos serían los sacrificios más grandes, inútil sería nuestra carrera. Por el contrario, la Sagrada Escritura nos muestra cómo Dios ama y bendice a quien busca identificarse en todo con el querer divino: he hallado a David, hijo de Jesé, varón según mi corazón, que cumplirá en todo mi voluntad (3). Y San Juan escribe: El mundo pasa, y también sus concupiscencias; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre (4). Jesús mismo declara que su alimento es hacer la voluntad del Padre y dar cumplimiento a su obra (5). Esto es lo que importa, en eso consiste la santidad en medio de nuestros deberes, "en hacer Su voluntad, en ser lo que Él quiere que seamos" (6), en desprendernos más y más de nuestros intereses y egoísmos y en hacernos uno con aquello que Dios ha dispuesto para nosotros.

El camino que conduce al Cielo y a la felicidad aquí en la tierra "es la obediencia a la voluntad divina, no el repetir su nombre" (7). La oración ha de ir acompañada de las obras, del deseo firmísimo de llevar a cabo el querer de Dios que se nos manifiesta de formas tan diversas. "Recia cosa sería -manifiesta Santa Teresa- que Dios nos estuviese diciendo claramente que fuésemos a alguna cosa que le importa, y no quisiésemos, porque estamos más a nuestro placer" (8), a nuestros deseos. ¡Qué pena si el Señor deseara llevarnos por un camino y nosotros no empeñáramos en ir por otro! Cumplir la voluntad de Dios: he aquí un programa para llenar toda una vida.

"Habrás pensado alguna vez, con santa envidia, en el Apóstol adolescente Juan, "quem diligebat Iesu" -al que amaba Jesús.

"-¿No te gustaría que te llamaran "el que ama la Voluntad de Dios?". Pon los medios" (9). Estos medios consistirán normalmente en cumplir los pequeños deberes de la jornada, en preguntarnos a lo largo del día: ¿hago en este momento lo que debo hacer? (10), aceptar las contrariedades que se presentan en la vida normal, luchar decididamente en aquellos consejos que hemos recibido en la dirección espiritual, rectificar la intención cuantas veces sea necesario, pues la tendencia de todo hombre es hacer su propia voluntad, lo que le apetece, lo que le resulta más cómodo y agradable.

¡Señor, yo sólo quiero hacer lo que quieras Tú, y del modo que lo desees! No quiero hacer mi voluntad, mis pobres caprichos, sino la tuya. Querría, Señor, que mi vida fuera sólo eso: cumplir tu voluntad en todo, poder decir como Tú, en lo grande y en lo pequeño: mi alimento, lo que da sentido a mi vida, es hacer la voluntad de mi Padre Dios.

 

II. El empeño por buscar en todo la gloria de Dios, nos da una particular fortaleza contra las dificultades y tribulaciones que hayamos de padecer: enfermedad, calumnias, apuros económicos...

En el mismo Evangelio de la Misa nos habla Cristo de dos casas, construidas al mismo tiempo y de apariencia semejante. Se puso de manifiesto la gran diferencia que existía entre ambas cuando llegó la prueba: las lluvias, las riadas y los fuertes vientos. Una de ellas se mantuvo firme, porque tenía buenos cimientos; la otra se vino abajo porque fue construida sobre arena: su ruina fue completa. Al que levantó la primera edificación, la que permaneció en pie, le llama el Señor hombre sabio, prudente; al constructor de la segunda, hombre necio.

La primera de las casas resistió bien los embates del invierno, no por la belleza de los adornos, ni siquiera por tener buena techumbre, sino gracias a sus cimientos de roca. Aquella casa perduró en el tiempo, sirvió de refugio a su dueño y fue modelo de buena construcción. Así es quien edifica su vida sobre el deseo llevado a la práctica de cumplir la voluntad de Dios en lo pequeño de cada día, en los asuntos importantes y, si llegan, en las contrariedades grandes. Por eso hemos visto a enfermos, debilitados en el cuerpo por la enfermedad, pero con una voluntad fuerte y un amor grande, llevando con alegría sus dolores, porque veían, por encima de su enfermedad, la mano de un Dios providente, que siempre bendice a quienes le aman, pero de formas bien diferentes. Y quien siente la difamación y la calumnia...; o el que padece la ruina económica y ve cómo sufren los suyos...; o la muerte de un ser querido cuando estaba aún en la plenitud de la vida...; o aquel que sufre la discriminación en su trabajo a causa de sus creencias religiosas... La casa -la vida del cristiano que sigue con hechos a Cristo- no se viene abajo porque está edificada sobre el más completo abandono en la voluntad de su Padre Dios. Abandono que no le impedirá la defensa justa cuando sea necesaria, exigir los derechos laborales que le correspondan o poner los medios para sanar de esa enfermedad. Pero lo llevará a cabo con serenidad, sin agobios y sin amargura ni rencores.

En nuestra oración de hoy le decimos al Señor que queremos abandonarnos en sus manos; allí nos encontramos seguros "No desees nada para ti, ni bueno ni malo: quiere solamente, para ti, lo que Dios quiera. Junto al Señor se vuelve dulce lo amargo y suave lo áspero.

"Jesús, en tus brazos confiadamente me pongo, escondida mi cabeza en tu pecho amoroso, pegado mi corazón a tu Corazón: quiero, en todo, lo que Tú quieras" (11). ¡Sólo lo que Tú quieras, Señor! ¡No deseo más!

 

III. Para permanecer firmes en los momentos difíciles, tenemos necesidad de aceptar con buena cara en los tiempos de bonanza las pequeñas contrariedades que surgen en el trabajo, en la familia..., en todo el entramado de la vida corriente, y cumplir con fidelidad y abnegación los propios deberes de estado: el estudio, el cuidado de la familia... Así se ahonda en los cimientos y se fortalece toda la construcción. La fidelidad en lo pequeño, que apenas se advierte, nos permite la fidelidad en lo grande (12), ser fuertes en los momentos decisivos.

Si somos fieles en el cumplimiento del querer divino en lo pequeño (en esos deberes diarios, en los consejos recibidos en la dirección espiritual, en la aceptación de las contradicciones que surgen en un día normal), tendremos el hábito de ver la mano de Dios providente en todas las cosas: en la salud y en la enfermedad, en la sequedad de la oración y en la consolación, en la calma y en la tentación, en el trabajo y en el descanso; y esto nos llenará de paz; y sabremos dejar a un lado con más facilidad los respetos humanos, porque lo que nos importa de verdad es hacer aquello que el Señor quiere que hagamos, y esto nos da una gran libertad para actuar siempre de cara a Dios (13), para ser audaces en el apostolado, para hablar abiertamente de Dios.

Esa fidelidad en las cosas más pequeñas, por amor a Dios, "viendo en ellas, no su pequeñez en sí misma, lo cual es propio de espíritus mezquinos, sino eso tan grande como es la voluntad de Dios, que debemos respetar con grandeza, aun en las cosas más pequeñas" (14).

Un fundamento recio y fuerte puede servir también de cimentación a otras edificaciones más débiles: no se queda nunca solo. Nuestra vida interior, cuajada de oración y de realidades, puede servir a otros muchos, que encontrarán la fortaleza necesaria cuando flaqueen sus fuerzas, porque las dificultades y tribulaciones sean duras y difíciles de llevar.

No nos separemos en ningún momento de Jesús. "Cuando te veas atribulado, y también a la hora del triunfo, repite: Señor, no me sueltes, no me dejes, ayúdame como a una criatura inexperta, ¡llévame siempre de tu mano!" (15). Y con Él, cumpliendo lo que para nuestro bien nos va señalando, llegaremos hasta el final de nuestro camino, donde le contemplaremos cara a cara. Y junto a Jesús encontraremos a su Madre María, que es también Madre nuestra, a la que acudimos al terminar este rato de oración para que nuestro diálogo con Jesús no sea nunca un clamor vacío, y para que nos conceda tener un único empeño en la vida: cumplir la voluntad santísima de su Hijo en todas las cosas. "Señor, no me sueltes, no me dejes, ayúdame como a una criatura inexperta, ¡llévame siempre de tu mano!".

 

 

 

(1) Mt 7, 21-27.- (2) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Forja, n. 358.- (3) Cfr. Hech 13, 22.- (4) 1 Jn 2, 17.- (5) Cfr. Jn 4, 34.- (6) SANTA TERESA DE LISIEUX, Manuscritos autobiográficos, en Obras completas, Monte Carmelo, 5ª ed. , Burgos, 1980.- (7) SAN HILARIO DE POITIERS, en Catena Aurea, vol. I, p. 449.- (8) SANTA TERESA DE JESUS, Fundaciones, 5, 5.- (9) J. ESCRIVA DE BALAGUER, o. c. , n. 42.- (10) Cfr. IDEM, Camino, n. 772.- (11) IDEM, Forja, n. 529.- (12) Cfr. Lc 16, 20.- (13) Cfr. V. LEHODEY, El santo abandono, Casals, 4ª ed. , Barcelona 1951, p. 657.- (14) J. TISSOT, La vida interior, Herder, 16ª ed. , Barcelona 1964, p. 261.- (15) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Forja, n. 654.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. NOVENA SEMANA. DOMINGO CICLO B

71. Santificar las fiestas.

- Las fiestas cristianas.

- El día del Señor.

- Apostolado acerca de la naturaleza de las fiestas y del domingo. El descanso festivo.

 

I. Como leemos en la Primera lectura de la Misa (1), fue Dios mismo quien instituyó las fiestas del Pueblo elegido y quien urgía su cumplimiento: Guarda el día del sábado santificándolo, como el Señor tu Dios te ha mandado. Durante seis días puede trabajar y hacer tareas; pero el día séptimo es día de descanso dedicado al Señor tu Dios. No haréis trabajo alguno... Además sábado existían entre los judíos otras fiestas principales: Pascua, Pentecostés, Tabernáculos..., en las que se renovaba la Alianza y se daban gracias por los beneficios obtenidos. El sábado, después de seis días de trabajo para los propios quehaceres, era el día dedicado a Dios, dueño del tiempo, en reconocimiento de su soberanía sobre todas las cosas. La observancia de este día sería uno de los distintivos del pueblo judío entre los gentiles.

En tiempo del Señor se habían introducido muchos abusos rigoristas que dieron lugar a enfrentamientos de los fariseos con Jesús, como el que nos relata el Evangelio de la Misa (2): un sábado atravesaban un sembrado; mientras andaban, los discípulos iban arrancando espigas. Los fariseos le dijeron: ¿por qué hacen en sábado lo que no está permitido?... Cristo les recuerda que las prescripciones acerca del descanso sabático no tenían un valor absoluto y que Él, el Mesías, es el Señor del Sábado. Jesucristo tuvo un gran aprecio del sábado y de las festividades judías, aun sabiendo que con su llegada quedarían abolidas todas estas disposiciones para dar lugar a las fiestas cristianas. San Lucas nos ha dejado escrito que la Sagrada Familia iba todos los años a Jerusalén para la Pascua (3). También Jesús celebra cada año este aniversario con sus discípulos. Le vemos, además, santificar con su presencia la alegría de unas bodas (4), y en su predicación emplea frecuentes ejemplos de festejos domésticos: el rey que celebra las bodas de su hijo (5), el convite por la llegada del hijo que se había marchado lejos de la casa paterna y que retorna de nuevo (6)... El Evangelio está dominado por una alegría festiva, señal de que el novio, el Mesías, se encuentra ya entre sus amigos (7).

El mismo Señor ha querido que celebremos las fiestas, en las que, dejando las ocupaciones habituales, le tratemos con mayor intensidad y sosiego, dediquemos más tiempo a la familia, y demos al cuerpo y al alma el descanso necesario (8). Las Santa Misa es el centro de la vida cristiana (9), sin la cual todo lo demás carecería de sentido; sería como un cuerpo sin alma: un cadáver. Verdaderamente, el domingo es el día que ha hecho el Señor para el gozo y la alegría (10). Y es en la Santa Misa donde encontramos siempre la Fuente de la alegría, de un gozo y una paz inagotables.

 

II. La resurrección del Señor tuvo lugar "el primer día de la semana", como atestiguan todos los Evangelistas, y en la misma jornada, por la tarde, se apareció a sus discípulos reunidos en el Cenáculo, mostrándoles las manos y el costado con las señales palpables de la Pasión (11); y ocho días más tarde, es decir, el siguiente "primer día de la semana", se apareció Jesús de nuevo en circunstancias parecidas (12). Es posible que el Señor quiera indicarnos que ese día primero comenzaba a ser una fecha muy particular; así lo entendieron al menos los primeros cristianos que, desde el comienzo, empezaron a reunirse y a celebrarlo, de tal manera que lo denominaban el día del Señor, dominica dies (13), donde tiene su origen el nombre de domingo. Los Hechos de los Apóstoles (14) y las Epístolas de San Pablo (15) muestran cómo nuestros primeros hermanos en la fe se reunían el domingo para la fracción del pan y para la oración (16), y lo mismo se ha hecho hasta nuestros días. Así amonestaba a los cristianos un documento de los primeros siglos: "No pongáis vuestros asuntos temporales por encima de la palabra de Dios, sino, abandonando todo el día del Señor para oír la Palabra de Dios, corred con diligencia a vuestras iglesias, pues en esto se manifiesta vuestra alabanza a Dios. Si no, ¿qué excusa tendrán cerca de Dios los que no se reúnen el día del Señor para oír la palabra de Dios y alimentarse con el alimento divino que permanece eternamente?" (17).

Para nosotros, el domingo ha de ser una fiesta muy particular y apreciada, tanto más cuanto que en muchos lugares parece perderse su sentido religioso de siempre. Así escribía San Jerónimo: "Todos los días los hizo el Señor. Hay días que pueden ser de los judíos, de los herejes o de los paganos. Pero el día del Señor, día de la resurrección, es el día de los cristianos, nuestro día. Se llama día del Señor porque después de resucitar el primer día de la semana judía subió al Padre y reina con Él. Si los paganos lo llaman día del Sol, nosotros aceptamos de buen grado esta expresión. En este día resucitó la Luz del mundo, brilló el Sol de la justicia" (18).

Desde el comienzo y de una manera ininterrumpida se celebró esta fecha de modo muy particular. "La Iglesia -enseña el Concilio Vaticano II-, por una tradición apostólica que trae su origen del mismo día de la resurrección de Cristo, celebra el misterio Pascual cada ocho días, en el día que es llamado con razón "día del Señor o domingo".

"Por eso el domingo es la fiesta primordial que debe presentarse e inculcarse a la piedad de los fieles, de modo que sea también día de alegría y de liberación del trabajo" (19).

Comenzamos a vivir bien este día -y todas las fiestas- cuando ya en sus inicios tratamos de imitar la fe y la alegría -siempre nueva-de aquellos hombres y mujeres que, en el primer domingo de la vida de la Iglesia, se encontraron con Cristo resucitado. Trataremos de imitar a Pedro y a Juan camino del sepulcro, a María Magdalena, que reconoce a Jesús cuando la llama por su nombre, a los discípulos de Emaús..., pues es al mismo Señor al que vamos a ver. Y para celebrar la fiesta, nuestros primeros hermanos en la fe nos enseñaron que el domingo y el vivir con particular atención y piedad la Santa Misa son inseparables, por la íntima y profunda relación de ambos con el Misterio pascual. Por lo cual, desde el comienzo, la Sagrada Eucaristía constituyó el centro del día. Hoy nos podemos preguntar en nuestra oración si cada domingo tratamos de realizar las normas habituales de piedad con particular sosiego, si consideramos el sentido de nuestra filiación divina, si procuramos buscar intensamente la presencia de Dios.

 

III. Ante la reevangelización del mundo, es particularmente urgente realizar un apostolado eficaz, que cale en las familias, acerca de la santificación de las fiestas: sobre el significado del domingo y el modo cristiano de vivirlo, porque hay gente que se entibia en la vida espiritual por un descanso mal planteado, en el fin de semana. "Deber vuestro es la preocupación por hacer que el domingo se convierta en el día del Señor, y que la Santa Misa sea el centro de la vida cristiana... Debe ser el domingo un día para descansar en Dios, para adorar, suplicar, dar gracias, invocar del Señor el perdón de las culpas cometidas en la semana pasada, pedirle gracias de luz y de fuerza espiritual para los días de la semana próxima" (20), que comenzaremos entonces con mayor alegría y deseos de acometer con perfección el trabajo.

Y podremos enseñar a muchos a considerar este precepto de la Iglesia "no solamente como un deber primario, sino también un derecho, una necesidad, un honor, una suerte a la cual un creyente vivo e inteligente no puede renunciar sin motivos graves" (21).

No se trata sólo de la consagración genérica del tiempo a Dios, pues eso ya se contiene en el primero de los Mandamientos. Lo propio de este precepto es reservar un día preciso para la alabanza y servicio del Señor, tal como Él quiere ser alabado y servido. Dios puede "exigir del hombre que dedique al culto divino un día a la semana, para que así su espíritu, descargado de las ocupaciones cotidianas, pueda pensar en los bienes del Cielo y, en la escondida intimidad de su conciencia, examinar cómo andan sus relaciones personales, obligatorias e inviolables, con Dios" (22).

Nunca puede ser para nosotros el descanso dominical, y el de las demás fiestas, un tiempo de reposo más, insulsamente lleno de ociosidad, disculpable quizá en quien desconoce a Dios. "Descanso significa represar: acopiar fuerzas, ideales, planes... En pocas palabras: cambiar de ocupación, para volver después -con nuevos bríos- al quehacer habitual" (23). Se trata de un "descanso dedicado a Dios" (24), y aunque se vaya produciendo un fuerte cambio de costumbres, el cristiano debe entender siempre que también hoy "el descanso dominical tiene una dimensión moral y religiosa de culto a Dios" (25).

Las fiestas son ocasión para dedicar mayor tiempo a la familia, a los amigos, a aquellas personas que el Señor nos confía, para aprovechar esa mayor holgura y dedicarse con sosiego a la atención de los demás; para los padres representa la oportunidad -que quizá no tendrán a lo largo de la semana- de hablar con los hijos, o para hacer alguna obra de misericordia: visitar a un pariente enfermo, al vecino, a un amigo que se encuentra solo...

Como los demás días, pero especialmente en las fiestas, hemos de "saber tener todo el día cogido por un horario elástico, en el que no falte como tiempo principal -además de las normas diarias de piedad- el debido descanso, la tertulia familiar, la lectura, el rato dedicado a una afición de arte, de literatura o de otra distracción noble: llenando las horas con una tarea útil, haciendo las cosas lo mejor posible, viviendo los pequeños detalles de orden, de puntualidad, de buen humor" (26).

La alegría que embargó a la Santísima Virgen el Domingo de Resurrección será también nuestra si sabemos poner al Señor en el centro de nuestra vida, dedicándole con especial generosidad los días de fiesta.

 

 

 

(1) Dt 5, 12-15.- (2) Mc 2, 23; 3, 6.- (3) Lc 2, 41.- (4) Cfr. Jn 2, 1-11.- (5) Mt 22, 1-14.- (6) Cfr. Lc 15, 23.- (7) Cfr. Mt 9, 15.- (8) Cfr. CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Las fiestas del calendario cristiano, 13-XII-1982, I, 2.- (9) Cfr. CONC. VAT. II, Decr. Cristus Dominus, 30.- (10) Sal 117, 24.- (11) Cfr. Jn 20, 1.- (12) Cfr. Jn 20, 26-27.- (13) Cfr. Apoc 1, 10.- (14) Cfr. Hech 20, 7.- (15) Cfr. 1 Cor 16, 2.- (16) Cfr. Hech 2, 42.- (17) Didascalia, II, 59, 2-3.- (18) SAN JERONIMO, Homilía para el día de Pascua.- (19) CONC. VAT. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 106.- (20) PIO XII, Discurso 13-III-1943.- (21) PABLO VI, Audiencia general 22-VIII-1973.- (22) JUAN XXIII, Enc. Mater et Magistra, 15-V-1961.- (23) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Surco, n. 514.- (24) LEON XIII, Enc. Rerum novarum, 15-V-1881.- (25) CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, El domingo, fiesta primordial de los cristianos, 22-XI-1981, I, 3.- (26) Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, n. 111.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. NOVENA SEMANA. DOMINGO CICLO C

72. Devoción a los santos.

- Son nuestros intercesores ante Dios y nuestros grandes aliados en las dificultades.

- El culto a los santos. El dies natalis.

- Veneración y aprecio de las reliquias. Las imágenes. La Virgen, especial intercesora en las necesidades.

 

I. El Evangelio de la Misa (1) nos presenta la figura de un centurión, modelo de muchas virtudes: fe, humildad, confianza en el Señor. La liturgia ha conservado sus palabras en la Santa Misa: Señor, no soy digno de que entres en mi casa... Jesús quedó admirado de la actitud de este hombre y, después de concederle lo que le pedía -la curación de uno de sus siervos-, se volvió a la muchedumbre que le seguía y dijo: Os digo que ni aun en Israel he hallado tanta fe. Este centurión es también para nosotros un ejemplo del que sabe pedir. Primero envió a unos ancianos para que intercedieran por él. Y éstos, cuando llegaron junto a Jesús, le rogaban encarecidamente diciendo: Merece que le hagas esto, pues aprecia a nuestro pueblo y él mismo nos ha construido una sinagoga. Y después, cuando el Señor está cerca de su casa, le envía de nuevo a unos amigos para decir a Jesús que no se tomara la molestia de ir, que con su deseo bastaba para la curación del criado. Jesús había escuchado complacido a los judíos que hablaban en favor de este gentil: merece que le hagas esto... En la Escritura encontramos abundantes testimonios de esta intercesión eficaz. Cuando Yahvé está dispuesto a destruir las ciudades de Sodoma y Gomorra, Abrahán le rogó: Si hubiera cincuenta justos en la ciudad, ¿los exterminarías y no perdonarías al lugar por los cincuenta justos?... Y dijo Yahvé: Si hallare en Sodoma cincuenta justos, perdonaría por ellos a todo el lugar. Pero como no había cincuenta justos, Abrahán irá rebajando la cifra: Si de los cincuenta justos faltaran cinco, ¿destruirías la ciudad?... ¿Y si se hallasen allí cuarenta?..., ¿treinta?..., ¿veinte?..., ¿diez?... (2). El Señor acoge siempre su intercesión, porque Abrahán era el amigo de Dios (3).

Los santos que ya gozan de la eterna bienaventuranza son particularmente los amigos de Dios, pues le han amado sobre todas las cosas y le han servido con una vida heroica. Ellos son nuestros grandes aliados e intercesores, atienden siempre nuestros ruegos y los presentan al Señor, avalados por los méritos que adquirieron aquí en la tierra y por su unión con la Beatísima Trinidad. Dios les honra y glorifica a través de los milagros que hacen y de las gracias que nos alcanzan en nuestras necesidades materiales y espirituales, "pues en esta vida merecieron ante Dios que sus oraciones fuesen escuchadas después de su muerte" (4).

La devoción a los santos es parte de la fe católica, y se ha vivido en la Iglesia desde los comienzos. El Concilio Vaticano II nos dice que es "sumamente conveniente que amemos a estos amigos y coherederos de Cristo, hermanos también y eximios bienhechores nuestros; que rindamos a Dios las gracias que le debemos por ellos; que los invoquemos humildemente y que, para impetrar de Dios beneficios por medio de su Hijo Jesucristo, nuestro Señor, que es el único Redentor y Salvador nuestro, acudamos a sus oraciones, protección y socorro" (5). Tenemos amigos en el Cielo; acudamos en el día de hoy -y todos los días- a su intercesión. Nos prestarán grandes ayudas para realizar con rectitud nuestros quehaceres, para vencer en aquello que más nos cuesta, en el apostolado...

 

II. En los mismos inicios de la Iglesia nace la veneración por la Santísima Virgen, Madre de Dios y Madre nuestra, por los Ángeles Custodios, los apóstoles y los mártires. Nos han quedado innumerables testimonios de estas devociones de los primeros cristianos. Ya en las Actas del martirio de San Policarpo -que fue discípulo del Apóstol San Juan- se dice que los cristianos sepultaron piadosamente sus restos mortales para celebrar en aquel lugar cada año el natalicio (el día del martirio); y San Cipriano recomienda al clero de Cartago que tome nota del día en que mueren los mártires para celebrar el aniversario. Esta celebración tenía lugar junto a la tumba. Cada iglesia guardaba memoria de sus mártires y estas relaciones recopiladas dieron lugar a los primeros calendarios de los santos. Muchos se disputaban el privilegio de ser sepultados junto a un mártir; sus sepulcros constituían una gloria local, eran símbolo de protección y donde se alcanzaban muchas gracias particulares; pronto se convirtieron en centros de peregrinación. Después, sobre todo cuando el martirio fue menos frecuente, "se unieron también los que imitaron más intensamente la virginidad y la pobreza de Cristo y, finalmente, todos aquellos en cuya piadosa devoción e imitación confiaban los fieles a causa del preclaro ejercicio de las virtudes y de los carismas divinos" (6). Son el tesoro de la Iglesia y una gran ayuda en nuestra lucha cotidiana, en el trabajo, en el empeño por sacar adelante los propósitos de mejorar y hacer realidad los deseos de acercar almas a Cristo.

Los santos interceden por nosotros en el Cielo, nos alcanzan gracias y favores, pues -comenta San Jerónimo- si cuando estaban en la tierra "y tenían motivos para ocuparse de sí mismos, ya oraban por los demás, ¡cuánto más, después de la corona, la victoria y el triunfo!" (7). Nosotros veneramos su memoria y procuramos honrarles en la tierra. Y no debemos conformarnos con invocarlos como intercesores en nuestro favor: la Iglesia quiere que les demos el culto que merecen, en reconocimiento de su santidad, como miembros predilectos del Cuerpo Místico de Cristo, poseedores para siempre de la eterna bienaventuranza. En ellos alabamos a Dios: "honramos a los siervos, para que el honor de éstos redunde sobre el Señor" (8), pues el trato con los bienaventurados "de ninguna manera rebaja el culto latréutico, tributado a Dios Padre por medio de Cristo en el Espíritu, sino que más bien lo enriquece copiosamente" (9).

Además del culto externo, debemos hablarles desde lo íntimo del corazón, sin palabras, con afectos de amistad y confianza, al oído, como a un amigo que nos ayuda siempre, particularmente cuando nos encontramos en alguna dificultad. Muchas veces acudiremos al santo o al mártir que la Iglesia celebre ese día, y cuya festividad coincide frecuentemente con el día de su muerte (dies natalis), en el que oyeron aquellas dichosísimas palabras del Señor: Ven, bendito de mi Padre... (10), mira lo que he preparado para ti; es el aniversario de aquel día en el que por vez primera contemplaron la gloria inefable de Dios, y que ya jamás perderán. Son de mucho provecho esas devociones particulares a los santos que por determinadas circunstancias consideramos más cercanos a nuestra vida. Experimentamos entonces cómo "el consorcio con los santos nos une a Cristo, de quien, como de Fuente y Cabeza, dimana toda la gracia y la vida del mismo Pueblo de Dios" (11).

 

III. Es una manifestación de piedad tener en gran aprecio y venerar sus cuerpos y los objetos que usaron en la tierra. Son recuerdos preciosos que guardamos con gran estima, igual que los objetos que pertenecieron a personas muy cercanas y queridas. Los primeros cristianos conservaban las reliquias de los mártires como tesoros inestimables (12). "Debemos, en su memoria, venerar dignamente todo aquello que nos han dejado, y sobre todo sus cuerpos, que fueron templos e instrumentos del Espíritu Santo, que habitaba y obraba en ellos, y que se configurarán con el Cuerpo de Cristo, después de su gloriosa resurrección. Por eso, el mismo Dios honra estas reliquias de manera conveniente, obrando milagros por ellas" (13).

También honramos sus imágenes, pues en ellas veneramos a los mismos santos a quienes representan, y nos mueven a amarlos e imitarlos. El Señor ha glorificado algunas veces estas imágenes, y también las reliquias, por medio de milagros. Con frecuencia, concede particulares favores y gracias a quienes las veneran piadosamente. Santa Teresa nos ha dejado escrito que ella era "muy amiga de imágenes". "¡Desventurados los que por su culpa pierden este bien!", decía, refiriéndose quizá a aquellos que, influidos por doctrinas protestantes, arremetían contra las imágenes.

De modo muy particular debemos amar y buscar la intercesión de nuestra Madre Santa María -Medianera de todas las gracias-, en quien "hallan los ángeles la alegría, los justos la gracia y los pecadores el perdón para siempre" (14). Ella nos protege siempre, nos ayuda en todo momento. No ha dejado de llevar hasta su Hijo ni una siquiera de nuestras súplicas. Sus imágenes son un recordatorio continuo para ser fieles en nuestra tarea diaria.

De la mano de la Virgen, terminemos nuestra oración invocando al Señor con las palabras de la liturgia: Dios todopoderoso y eterno, tú que has querido darnos una prueba suprema de tu amor en la glorificación de tus santos; concédenos ahora que su intercesión nos ayude y su ejemplo nos mueva a imitar fielmente a tu Hijo Jesucristo (15).

 

 

 

(1) Lc 7, 1-10.- (2) Cfr. Gen 18, 24-32.- (3) Cfr. Jdt 8, 22.- (4) SANTO TOMAS, Suma Teológica, Suplem. q. 72, a. 3, ad 4.- (5) CONC. VAT. II, Const. Lumen gentium, 50.- (6) JUAN PABLO II, Const. Apost. Divinus perfectionis magister, 25-I-1983.- (7) SAN JERONIMO, Contra Vigilantium, 1, 6.- (8) IDEM, Carta 109.- (9) CONC. VAT. II, loc. cit, 51.- (10) Cfr. Mt 25, 34.- (11) CONC. VAT. II, loc. cit, 50.- (12) Martirio de San Ignacio, 6, 5.- (13) SANTO TOMAS, o. c., 3, q 25, a. 6. .- (14) SAN BERNARDO, Sermón en el día de Pentecostés, 2.- (15) LITURGIA DE LAS HORAS, Común de santos varones. Oración para varios santos.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. NOVENA SEMANA. LUNES

73. La piedra angular.

- Jesucristo es la piedra angular sobre la que se debe edificar la vida. Nuestra existencia está influida completamente por la condición de discípulos de Cristo.

- La fe nos da luz para conocer la verdadera realidad de las cosas y de los acontecimientos.

- El cristiano tiene su propia escala de valores frente al mundo.

 

I. En la parábola de los viñadores homicidas (1) resume Jesús la historia de la salvación. Compara a Israel con una viña escogida, provista de su cerca, de un lagar y de una torre de vigilancia donde se coloca el guardián para protegerla de ladrones y alimañas. Dios no dejó de aplicar ningún cuidado a la viña de sus amores, a su pueblo, según había sido ya profetizado (2). Los viñadores de la parábola son los dirigentes del pueblo de Israel; el dueño es Dios, y la viña es Israel, como Pueblo de Dios.

El dueño envía una y otra vez a sus siervos para percibir sus frutos, y sólo recibieron malos tratos. Ésta fue la misión de los profetas. Finalmente, envió a su Hijo, al Amado, pensando que a Él sí lo respetarían. Aquí se señala la diferencia entre Jesús, el Hijo, y los profetas, que eran siervos. La parábola se refiere a la filiación trascendente y única, y expresa con claridad la divinidad de Jesucristo. Los viñadores lo echaron fuera de la viña y lo mataron; es una referencia explícita a la crucifixión, que tuvo lugar fuera de los muros de Jerusalén (3). El Señor, que se menciona discretamente a Sí mismo en la parábola, debió de hablar con gran pena, al ver cómo es rechazado por aquellos a quienes viene a traer la salvación. No le quieren. Terminará Jesús diciendo estas palabras, tomadas de un Salmo (4). La piedra que rechazaron los constructores, ésta ha llegado a ser piedra angular. Los dirigentes de Israel comprendieron el sentido claramente mesiánico de la parábola y que iba dirigida a ellos. Entonces intentaron prenderlo, pero una vez más temieron al pueblo.

San Pedro recordará las palabras de Jesús delante del Sanedrín, cuando ya se ha cumplido la predicción contenida en la parábola: quede claro a todos vosotros y a todo el pueblo de Israel que ha sido por el nombre de Jesucristo Nazareno, a quien vosotros crucificasteis... Él es la piedra que, rechazada por vosotros los constructores, ha llegado a ser piedra angular (5). Jesucristo se constituye como la piedra clave del arco que sostiene y fundamenta todo el edificio. Es la piedra esencial de la Iglesia, y de cada hombre: sin ella el edificio se viene abajo.

La piedra angular afecta a toda la construcción, a toda la vida: negocios, intereses, amores, tiempo...; nada queda fuera de las exigencias de la fe en la vida del cristiano. No somos discípulos de Cristo a determinadas horas (a la hora de rezar, por ejemplo, o cuando asistimos a una ceremonia religiosa...), o en determinados días... La profunda unidad de vida que reclama el ser cristiano determina que, permaneciendo todo con su propia naturaleza, se vea afectado por el hecho de ser discípulo de Jesús. Seguir a Cristo influye en el núcleo más íntimo de nuestra personalidad. En quien está hondamente enamorado, este hecho influye en todas las cosas y acontecimientos, por triviales que parezcan: al dar un paseo por la calle, en el trabajo, en el modo de comportarse en las relaciones sociales..., y no sólo cuando está en presencia de la persona amada. Ser cristianos es la característica más importante de nuestra existencia, y ha de influir incomparablemente más en nuestra vida que el amor humano en la persona más enamorada.

Jesucristo es el centro al que hacen referencia nuestro ser y nuestra vida. "Supongamos a un arquitecto -comenta Casiano- que deseara construir la bóveda de un ábside. Debe trazar toda la circunferencia partiendo de un punto clave: el centro. Guiándose por esta norma infalible, ha de calcular luego la exacta redondez y el diseño de la estructura (...). Así es como un solo punto se convierte en la clave fundamental de una construcción imponente" (6). De modo semejante, el Señor es el centro de referencia de nuestros pensamientos, palabras y obras. Con relación a Él queremos construir nuestra existencia.

 

II. Cristo determina esencialmente el pensamiento y la vida de sus discípulos. Por eso, sería una gran incoherencia dejar nuestra condición de cristianos a un lado a la hora de enjuiciar una obra de arte o un programa político, en el momento de realizar un negocio o de planear las vacaciones. Respetando la propia autonomía, las propias leyes que cada materia tiene y la amplísima libertad en todo lo opinable, el discípulo fiel de Jesús no se detiene en la consideración de un solo aspecto -económico, artístico, cinematográfico...- y no da por buenos unos proyectos o una obra sin más. Si en esos planes, en ese acontecimiento o en esa obra no se guarda la debida subordinación a Dios, su calificación definitiva no puede ser más que una, negativa, cualquiera que sean sus acertados valores parciales.

A la hora de realizar un negocio o aceptar un determinado puesto de trabajo, un buen cristiano no sólo mira si le es rentable económicamente, sino también otras facetas: si es lícito con arreglo a las normas de moralidad, si produce el bien o el mal a otros, valora los beneficios que de él se derivan para la sociedad... Si es moralmente ilícito, o al menos poco ejemplar, las demás características -por ejemplo, la rentabilidad- no lo convierten en un buen negocio. Una buena operación comercial -si no es moral- es un negocio pésimo e irrealizable.

El error se presenta frecuentemente vestido con nobles ropajes de arte, de ciencia, de libertad... Pero la fuerza de la fe ha de ser mayor: es la poderosa luz que nos hace ver que detrás de aquella apariencia de bien hay en realidad un mal, que se manifiesta con la vestidura de una buena obra literaria, de una falsa belleza... Cristo ha de ser la piedra angular de todo edificio.

Pidamos al Señor su gracia, para vivir coherentemente nuestra vocación cristiana; así, la fe no será nunca limitación -"no puedo hacer", "no puedo ir"...-: será luz para conocer la verdadera realidad de las cosas y de los acontecimientos, sin olvidar que el demonio intentará aliarse con la ignorancia humana -que no sabe ver la realidad total que se encierra en aquella obra o en aquella doctrina- y con la soberbia y la concupiscencia que todos arrastramos. Cristo es el crisol que pone a prueba el oro que hay en las cosas humanas; todo lo que no resiste a la claridad de sus enseñanzas es mentira y engaño, aunque se vista con alguna apariencia de bondad o de perfección.

Con el criterio que da esta unidad de vida -ser y sentirnos en toda ocasión fieles discípulos del Señor-, podremos recoger tantas cosas buenas que han hecho y pensado los hombres que se han guiado por un criterio humano recto, y ponerla a los pies de Cristo. Sin la luz de la fe nos quedaríamos en muchos momentos con la escoria, que nos engañó porque tenía algún reflejo de bondad o de belleza.

Para tener un criterio formado, además de poner los medios, es preciso tener una voluntad recta, que quiera llevar a cabo, ante todo, el querer de Dios. Así se explica que personas sencillas, de escasa instrucción y quizá con pocas luces naturales, pero de intensa vida cristiana, tengan un criterio muy recto, que les hace juzgar atinadamente de los diversos acontecimientos; mientras que otras personas, tal vez más cultivadas o incluso de gran capacidad intelectual, en ocasiones dan pruebas de una lamentable ausencia de buen juicio y se equivocan hasta en lo que es elemental.

La unidad de vida, un vivir habitual cristiano, nos mueve a juzgar con certeza, descubriendo los verdaderos valores humanos de las cosas. Así llevaremos a Cristo, santificándolas, todas las realidades humanas nobles. Preguntémonos: ¿vivo en coherencia con la fe, con la vocación, en todas las situaciones? Al tomar decisiones, importantes o de la vida diaria, ¿tengo en cuenta ante todo lo que Dios espera de mí? Y concretemos en qué puntos nos pide el Señor un comportamiento más decididamente cristiano.

 

III. El cristiano -por haber fundamentado su vida en esa piedra angular que es Cristo- tiene su propia personalidad, su modo de ver el mundo y los acontecimientos, y una escala de valores bien distinta del hombre pagano, que no vive la fe y tiene una concepción puramente terrena de las cosas. Una fe débil y tibia, de poca influencia real en lo ordinario, "puede provocar en algunos esa especie de complejo de inferioridad, que se manifiesta en un inmoderado afán de "humanizar" el Cristianismo, de "popularizar" la Iglesia, acomodándola a los juicios de valor vigentes en el mundo" (7).

Por eso, el cristiano, a la vez que está metido en medio de las tareas seculares, necesita estar "metido en Dios", a través de la oración, de los sacramentos y de la santificación de sus quehaceres. Se trata de ser discípulos fieles de Jesús en medio del mundo, en la vida corriente de todos los días, en todos sus afanes e incidencias. Así podremos llevar a cabo el consejo que San Pablo daba a los primeros cristianos de Roma, cuando les alertaba contra los riesgos de un conformismo acomodaticio con las costumbres paganas: no queráis conformaros a este siglo (8). A veces, este incorformismo nos llevará a navegar contra corriente y arrostrar el riesgo de la incomprensión de algunos. El cristiano no debe olvidar que es levadura (9), metida dentro de la masa a la que hace fermentar.

Nuestro Señor es la luz que ilumina y descubre la verdad de todas las realidades creadas, es el faro que ofrece orientación a los navegantes de todos los mares. "La Iglesia (...) cree que la clave, el centro y la finalidad de toda la historia humana se encuentra en su Señor y Maestro" (10).

Jesús de Nazaret sigue siendo la piedra angular en todo hombre. El edificio construido a espaldas de Cristo está levantado en falso. Pensemos hoy, al término de nuestra oración, si la fe que profesamos influye cada vez más en la propia existencia: en la forma de contemplar al mundo y a los hombres, en nuestra manera de comportarnos, en el afán, con obras, de que todos los hombres conozcan de verdad a Cristo, sigan su doctrina y la amen.

 

 

 

(1) Mc 12, 1-12.- (2) Is 5, 1-7.- (3) Cfr. SAGRADA BIBLIA, Santos Evangelios, notas a Mc 12, 1-12 y Mt 21, 33-46.- (4) Sal 118, 22.- (5) Hech 4, 10-11.- (6) CASIANO, Colaciones, 24.- (7) J. ORLANDIS, ¿Qué es ser católico?, EUNSA, Pamplona 1977, p. 48.- (8) Rom 12, 2. .- (9) Cfr. Mt 13, 33.- (10) CONC. VAT. II, Const. Gaudium et spes, 10.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. NOVENA SEMANA. MARTES

74. Al César lo que es del César. Ciudadanos ejemplares.

- El cristiano en la vida pública. El cumplimiento ejemplar de nuestros deberes.

- Unidad de vida.

- Nuestra unión con Dios, necesaria para ser mejores ciudadanos.

 

I. Narra el Evangelio de la Misa (1) que se acercaron unos fariseos a Jesús para sorprenderle en alguna palabra, algo con qué poder acusarle. Con este fin, le preguntan maliciosamente si es lícito pagar el tributo al César. Se trataba del impuesto que todos los judíos debían pagar a Roma, y que les recordaba su dependencia de un poder extranjero. No era muy gravoso, pero planteaba un problema político y moral; los mismos judíos estaban divididos acerca de su obligatoriedad. Y quieren ahora que Jesús tome partido a favor o en contra de este impuesto romano. Maestro -le dicen-, ¿nos es lícito dar el tributo al César, o no? Si el Señor dice que sí, podrán acusarle de que colabora con el poder romano, que los judíos odiaban puesto que era el invasor; si contesta que no, podrán acusarle de rebelión ante Pilato, la autoridad romana. Tomar partido a favor o en contra del impuesto significaba, en el fondo, manifestarse a favor o en contra de la legalidad de la situación políticosocial por la que pasaba el pueblo judío: colaborar con el poder ocupante o alentar la rebelión latente en el seno del pueblo. Más tarde le acusarán, diciendo con falsedad manifiesta: Hemos encontrado a éste pervirtiendo al pueblo; prohíbe pagar el tributo al César (2).

En esta ocasión, Jesús, conociendo la malicia de su pregunta, les dice: Mostradme un denario. ¿De quién es la imagen y la inscripción que tiene? Ellos contestaron: Del César. Y Jesús les dejó desconcertados por la sencillez y la hondura de la respuesta: Pues bien, dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Jesús no elude la cuestión, sino que la sitúa en sus verdaderos términos. Se trata de que el Estado no se eleve al plano de lo divino, y de que la Iglesia no tome partido en cuestiones temporales cambiantes y relativas. De este modo, se opone igualmente al error difundido entre los fariseos de un mesianismo político y al error de la injerencia del Estado romano -de cualquier Estado- en el terreno religioso (3). Con su respuesta, el Señor establece con claridad dos esferas de competencia. "Cada una en su ámbito propio, son mutuamente independientes y autónomas. Sin embargo, ambas, aunque por título diverso, están al servicio de la vocación personal y social de unos mismos hombres" (4).

La Iglesia, en cuanto tal, no tiene por misión dar soluciones concretas a los asuntos temporales. Sigue así a Cristo, quien, afirmando que su reino no es de este mundo (5), se negó expresamente a ser constituido juez en cuestiones terrenas (6). Así no caeremos nunca los cristianos en lo que Jesucristo evitaba con todo cuidado: unir el mensaje evangélico, que es universal, a un sistema, a un César. Es decir, debemos evitar que cuantos no pertenecen al sistema, al partido o al César, se sientan con dificultades comprensibles para aceptar un mensaje que tiene como fin último la vida eterna. La misión de la Iglesia, que continúa en el tiempo la obra redentora de Jesucristo, es la de llevar a los hombres a ese destino sobrenatural y eterno: la justa y debida preocupación por los problemas de la sociedad deriva de su misión espiritual y se mantiene en los límites de esa misión.

Nos toca a los cristianos, metidos en la entraña de la sociedad, con plenitud de derechos y de deberes, dar solución a los problemas temporales, formar a nuestro alrededor un mundo cada vez más humano y más cristiano, siendo ciudadanos ejemplares que exigen sus derechos y saben cumplir todos los deberes con la sociedad. Es más, en muchas ocasiones, la manera de actuar los cristianos en la vida pública no puede limitarse al mero cumplimiento de las normas legales, de lo que está dispuesto. La diferencia entre el orden legal y los criterios morales de la propia conducta obliga a veces a adoptar comportamientos más exigentes o distintos de los criterios estrictamente jurídicos (7): sueldos excesivamente bajos, situaciones injustas no contempladas en la ley, dedicación del médico a los enfermos que lo necesitan por encima de un horario estrictamente exigido por el reglamento o las disposiciones del hospital, etc. ¿Se nos conoce en nuestro trabajo -cualquiera que éste sea- por ser personas que se exceden, por amor a Dios y a los hombres, en aquello que señala la obligación estricta: horario, dedicación, interés, preocupación sincera por las personas y por sus problemas...?

 

II. Dad al César lo que es del César... El Señor distingue los deberes relacionados con la sociedad y los que se refieren a Dios, pero de ninguna manera quiso imponer a sus discípulos como una doble existencia. El hombre es uno, con un solo corazón y una sola alma, con sus virtudes y sus defectos que influyen en todo su actuar y "tanto en la vida pública como en la privada, el cristiano debe inspirarse en la doctrina y seguimiento de Jesucristo" (8), que tornará siempre más humano y noble su actuar. La Iglesia ha proclamado siempre la justa autonomía de las realidades temporales, pero entendida, claro está, en el sentido de que "las cosas creadas y la sociedad misma gozan de propias leyes y valores (...). Pero si "autonomía de lo temporal" quiere decir que la realidad creada es independiente de Dios y que los hombres pueden usarla sin referencia al Creador, no hay creyente alguno a quien se le escape la falsedad envuelta en tales palabras. La criatura, sin el Creador, desaparece" (9); y la misma sociedad se vuelve inhumana y difícilmente habitable, como se puede comprobar.

El cristiano elige sus opciones políticas, sociales, profesionales, desde sus convicciones más íntimas. Y lo que aporta a la sociedad en la que vive es una visión recta del hombre y de la sociedad, porque sólo la doctrina cristiana le ofrece la verdad completa sobre el hombre, sobre su dignidad y el destino eterno para el que fue creado. Sin embargo, son muchos los que en ocasiones querrían que los cristianos tuvieran como una doble vida: una en sus actuaciones temporales y públicas, y otra en su vida de fe; incluso afirman, con palabras o hechos sectarios y discriminatorios, la incompatibilidad entre los deberes civiles y las obligaciones que comporta el seguimiento de Cristo. Nosotros los cristianos debemos proclamar, con palabras y con el testimonio de una vida coherente, que "no es verdad que haya oposición entre ser buen católico y servir fielmente a la sociedad civil. Como no tienen por qué chocar la Iglesia y el Estado, en el ejercicio legítimo de su autoridad respectiva, cara a la misión que Dios les ha confiado.

"Mienten -¡así: mienten! -los que afirman lo contrario. Son los mismos que, en aras de una falsa libertad, querrían "amablemente" que los católicos volviéramos a las catacumbas" (10), al silencio.

Nuestro testimonio en medio del mundo se ha de manifestar en una profunda unidad de vida. El amor a Dios ha de llevarnos a cumplir con fidelidad nuestras obligaciones como ciudadanos: pagar los tributos justos, votar en conciencia buscando el bien común, etc. Desentenderse de manifestar, a todos los niveles, la propia opinión -por dejadez, pereza o falsas excusas- a través del voto o del medio equivalente, es una falta contra la justicia, pues supone la dejación de unos derechos que, por sus consecuencias de cara a los demás, son también deberes. Esa dejación puede ser grave en la medida en que con esa inhibición se contribuya al triunfo -en el colegio profesional, en la agrupación de padres de la institución donde estudian los hijos, en la vida política nacional- de una candidatura cuyo ideario está en contraste con los principios cristianos.

"Vivid vosotros -exhortaba Juan Pablo II- e infundid en las realidades temporales la savia de la fe de Cristo, conscientes de que esa fe no destruye nada auténticamente humano, sino que lo refuerza, lo purifica, lo eleva.

"Demostrad ese espíritu en la atención prestada a los problemas cruciales. En el ámbito de la familia, viviendo y defendiendo la indisolubilidad y los demás valores del matrimonio, promoviendo el respeto a toda vida desde el momento de la concepción. En el mundo de la cultura, de la educación y de la enseñanza, eligiendo para vuestros hijos una enseñanza en la que esté presente el pan de la fe cristiana.

"Sed también fuertes y generosos a la hora de contribuir a que desaparezcan las injusticias y las discriminaciones sociales y económicas; a la hora de participar en una tarea positiva de incremento y justa distribución de los bienes. Esforzaos por que las leyes y costumbres no vuelvan la espalda al sentido trascendente del hombre ni a los aspectos morales de la vida" (11).

 

III. ... y a Dios lo que es de Dios. También insiste el Señor en esto, aunque no se lo preguntaron. "El César busca su imagen, dádsela. Dios busca la suya: devolvédsela. No pierda el César su moneda por vosotros; no pierda Dios la suya en vosotros" (12), comenta San Agustín. Y de Dios es toda nuestra vida, nuestros trabajos, nuestras preocupaciones, nuestras alegrías... Todo lo nuestro es suyo. De modo particular esos momentos -como este rato de oración- que dedicamos exclusivamente a Él. Ser buenos cristianos nos impulsará a ser buenos ciudadanos, pues nuestra fe nos mueve constantemente a ser buenos estudiantes, madres de familia abnegadas que sacan fuerzas de su fe y de su amor para llevar la familia adelante, empresarios justos, etc. ; el ejemplo de Cristo a todos nos lleva a ser laboriosos, cordiales, alegres, optimistas, a excedernos en nuestras obligaciones, a ser leales con la empresa, en el matrimonio, con el partido o la agrupación a la que pertenecemos. El amor a Dios, si es verdadero, es garantía del amor a los hombres, y se manifiesta en hechos.

"Se ha promulgado un edicto de César Augusto, que manda empadronarse a todos los habitantes de Israel. Caminan María y José hacia Belén... -¿No has pensado que el Señor se sirvió del acatamiento puntual a una ley, para dar cumplimiento a su profecía?

"Ama y respeta las normas de una convivencia honrada, y no dudes de que tu sumisión leal al deber será, también, vehículo para que otros descubran la honradez cristiana, fruto del amor divino, y encuentren a Dios" (13).

 

 

 

(1) Mc 12, 13-17.- (2) Lc 23, 2.- (3) Cfr. J. M. CASCIARO, Jesucristo y la sociedad política, Palabra, 3ª ed., Madrid 1973.- (4) CONC. VAT. II, Const. Gaudium et spes, 76.- (5) Jn 19, 36.- (6) Cfr. Lc. 12, 13 ss.- (7) Cfr. CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Los cristianos en la vida pública, 22-IV-1986, 85.- (8) Ibídem.- (9) CONC. VAT. II, loc. cit, 36.- (10) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Surco, n. 301.- (11) JUAN PABLO II, Homilía en la Misa celebrada en el Nou Camp, Barcelona, 7-XI-1982.- (12) SAN AGUSTIN, Comentario al Salmo 57 , 11.- (13) J. ESCRIVA DE BALAGUER, o. c., n. 322.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. NOVENA SEMANA. MIÉRCOLES

75. Resucitaremos con nuestros propios cuerpos.

- Una verdad de fe expresamente enseñada por Jesús.

- Cualidades y dotes de los cuerpos gloriosos.

- Unidad entre el cuerpo y el alma.

 

I. Los saduceos, que no creían en la resurrección, se acercaron a Jesús para intentar ponerle en un aprieto. Según la ley antigua de Moisés (1), si un hombre moría sin dejar hijos, el hermano debía casarse con la viuda para suscitar descendencia a su hermano, y al primero de los hijos que tuviera se le debía imponer el nombre del difunto. Los saduceos pretenden poner en ridículo la fe en la resurrección de los muertos, inventando un problema pintoresco (2): si una mujer se casa siete veces al enviudar de sucesivos hermanos, ¿de cuál de ellos será esposa en los cielos? Jesús les responde poniendo de manifiesto la frivolidad de la objeción. Les contesta reafirmando la existencia de la resurrección, valiéndose de diversos pasajes del Antiguo Testamento, y al enseñar las propiedades de los cuerpos resucitados se desvanece el argumento de los saduceos (3).

El Señor les reprocha no conocer las Escrituras ni el poder de Dios, pues esta verdad estaba ya firmemente asentada en la Revelación. Isaías había profetizado (4): Las muchedumbres de los que duermen en el polvo de la tierra se despertarán: unos para eterna vida, otros para vergüenza y confusión: y la madre de los Macabeos confortaba a sus hijos en el momento del martirio recordándoles que el Creador del universo (...) misericordiosamente os devolverá la vida si ahora la despreciáis por amor a sus santos lugares (5). Y para Job, esta misma verdad será el consuelo de sus días malos: Sé que mi Redentor vive, y que en el último día resucitaré del polvo (...); en mi propia carne contemplaré a Dios (6).

Hemos de fomentar en nuestras almas la virtud de la esperanza, y concretamente el deseo de ver a Dios. "Los que se quieren, procuran verse. Los enamorados sólo tienen ojos para su amor. ¿No es lógico que sea así? El corazón humano siente esos imperativos. Mentiría si negase que me mueve tanto el afán de contemplar la faz de Jesucristo. Vultum tuum, Domine, requiram, buscaré, Señor, tu rostro" (7). Ese deseo se saciará, si permanecemos fieles, porque la solicitud de Dios por sus criaturas ha dispuesto la resurrección de la carne, verdad que constituye uno de los artículos fundamentales del Credo (8), pues si no hay resurrección de los muertos, tampoco resucitó Cristo. Y si Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación, y vana es también nuestra fe (9) "La Iglesia cree en la resurrección de los muertos (...) y entiende que la resurrección se refiere a todo el hombre" (10): también a su cuerpo.

El Magisterio ha repetido en numerosas ocasiones que se trata de una resurrección del mismo cuerpo, el que tuvimos durante nuestro paso por la tierra, en esta carne "en que vivimos, subsistimos y nos movemos" (11). Por eso, "las dos fórmulas resurrección de los muertos y resurrección de la carne son expresiones complementarias de la misma tradición primitiva de la Iglesia", y deben seguirse usando los dos modos de expresarse (12).

La liturgia recoge esta verdad consoladora en numerosas ocasiones: En Él (en Cristo) brilla la esperanza de nuestra feliz resurrección; y así, aunque la certeza de morir nos entristece, nos consuela la promesa de la futura inmortalidad. Porque la vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma; y, al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el Cielo (13). Dios nos espera para siempre en su gloria. ¡Qué tristeza tan grande para quienes todo lo han cifrado en este mundo! ¡Qué alegría saber que seremos nosotros mismos, alma y cuerpo, quienes, con la ayuda de la gracia, viviremos eternamente con Jesucristo, con los ángeles y los santos, alabando a la Trinidad Beatísima! Cuando nos aflija la muerte de una persona querida, o acompañemos en su dolor a quien ha perdido aquí a alguien de su familia, hemos de poner de manifiesto, ante los demás y ante nosotros mismos, estas verdades que nos inundan de esperanza y de consuelo: la vida no termina aquí abajo en la tierra, sino que vamos al encuentro de Dios en la vida eterna.

 

II. Toda alma, después de la muerte, espera la resurrección del propio cuerpo, con el que, por toda la eternidad, estará en el Cielo, cerca de Dios, o en el infierno, lejos de Él. Nuestros cuerpos en el Cielo tendrán características diferentes, pero seguirán siendo cuerpos y ocuparán un lugar, como ahora el Cuerpo glorioso de Cristo y el de la Virgen. No sabemos dónde está, ni cómo se forma ese lugar: la tierra de ahora se habrá transfigurado (14). La recompensa de Dios redundará en el cuerpo glorioso haciéndolo inmortal, pues la caducidad es signo del pecado y la creación estuvo sometida a ella por culpa del pecado (15). Todo lo que amenaza e impide la vida desaparecerá (16). Los resucitados para la Gloria -como afirma San Juan en el Apocalipsis- no tendrán hambre, ni tendrán ya sed, ni caerá sobre ellos el sol, ni ardor alguno (17): esos sufrimientos que enumera el Apocalipsis fueron los que más dañaron al pueblo de Israel mientras atravesaba el desierto: los abrasadores rayos del sol caían como dardos, se desencadenaba con rapidez la corrupción, y el viento seco del desierto consumía las fuerzas (18). Estas mismas tribulaciones son símbolo de los dolores que tendría que soportar el nuevo Pueblo de Dios, la Iglesia, mientras dure su peregrinación hasta la Patria definitiva.

La fe y la esperanza en la glorificación de nuestro cuerpo nos harán valorarlo debidamente. El hombre "no debe despreciar la vida corporal, sino que, por el contrario, debe tener por bueno y honrar a su propio cuerpo, como criatura de Dios que ha de resucitar en el último día" (19). Sin embargo, qué lejos está de esta justa valoración el culto que hoy vemos tributar tantas veces al cuerpo. Ciertamente tenemos el deber de cuidarlo, de poner los medios oportunos para evitar la enfermedad, el sufrimiento, el hambre..., pero sin olvidar que ha de resucitar en el último día, y que lo importante es que resucite para ir al Cielo, no al infierno. Por encima de la salud está la aceptación amorosa de la voluntad de Dios sobre nuestra vida. No tengamos preocupación desmedida por el bienestar físico. Sepamos aprovechar sobrenaturalmente las molestias que podamos sufrir -poniendo con serenidad los medios ordinarios para evitarlas-, y no perderemos la alegría y la paz por haber puesto el corazón en un bien relativo y transitorio, que sólo será definitivo y pleno en la gloria.

En ningún momento debemos olvidar hacia dónde nos encaminamos y el valor verdadero de las cosas que tanto nos preocupan. Nuestra meta es el Cielo; para estar con Cristo, con alma y cuerpo, nos creó Dios. Por eso, aquí en la tierra "la última palabra sólo podrá ser una sonrisa... un cántico jovial" (20), porque más allá nos espera el Señor con la mano extendida y el gesto acogedor.

 

III. Aunque sea grande la diferencia entre el cuerpo terreno y el transfigurado, hay entre ellos una estrechísima relación. Es dogma de fe que el cuerpo resucitado es específica y numéricamente idéntico al cuerpo terreno (21).

La doctrina cristiana, basándose en la naturaleza del alma y en diversos pasajes de la Sagrada Escritura, muestra la conveniencia de la resurrección del propio cuerpo y la unión de nuevo con el alma. En primer lugar, porque el alma es sólo una parte del hombre, y mientras esté separada del cuerpo no podrá gozar de una felicidad tan completa y acabada como poseerá la persona entera. También, por haber sido creada el alma para unirse a un cuerpo, una separación definitiva violentaría su modo de ser propio; pero, sobre todo otro argumento, es más conforme con la sabiduría, justicia y misericordia divinas que las almas vuelvan a unirse a los cuerpos, para que ambos, el hombre completo -que no es sólo alma, ni sólo cuerpo-, participen del premio o del castigo merecido en su paso por la vida en la tierra; aunque es de fe que el alma inmediatamente después de la muerte recibe el premio o el castigo, sin esperar el momento de la resurrección del cuerpo.

A la luz de la enseñanza de la Iglesia vemos con mayor profundidad que el cuerpo no es un mero instrumento del alma, aunque de ella recibe la capacidad de actuar y con ella contribuye a la existencia y desarrollo de la persona. Por el cuerpo, el hombre se halla en contacto con la realidad terrena, que ha de dominar, trabajar y santificar, porque así lo ha querido Dios (22). Por él, el hombre puede entrar en comunicación con los demás y colaborar con ellos para edificar y desarrollar la comunidad social. Tampoco podemos olvidar que a través del cuerpo el hombre recibe la gracia de los sacramentos: ¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? (23).

Somos hombres y mujeres de carne y hueso, pero la gracia ejerce su influjo incluso sobre el cuerpo, divinizándolo en cierto modo, como un anticipo de la resurrección gloriosa. Mucho nos ayudará a vivir con la dignidad y el porte de un discípulo de Cristo considerar frecuentemente que este cuerpo nuestro, templo ahora de la Santísima Trinidad cuando vivimos en gracia, está destinado por Dios a ser glorificado. Acudamos hoy a San José para pedirle que nos enseñe a vivir con delicado respeto hacia los demás y hacia nosotros mismos. Nuestro cuerpo, el que tenemos en la vida terrena, también está destinado a participar para siempre de la gloria inefable de Dios.

 

 

 

(1) Dt 24, 5 ss.- (2) Mc 12, 18-27.- (3) Cfr. SAGRADA BIBLIA, Santos Evangelios, 2ª ed., Pamplona 1985, comentarios a Mac 12, 18-27 y lugares paralelos.- (4) Is 26, 19.- (5) 2 Mac 7, 23.- (6) Job 19, 25-26.- (7) J. ESCRIVA DE BALAGUER, en Hoja informativa, n. 1, de su proceso de beatificación, p. 5.- (8) Cfr. Symbolo Quicumque, Dz 40; BENEDICTO XII, Const. Benedictus Deus, 29-I-1336.- (9) I Cor 15, 13-14.- (10) CONGREGACION PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Carta sobre algunas cuestiones referentes a la escatología, 17-V-1979.- (11) CONC. XI DE TOLEDO, año 675, Dz 287 (540); cfr. CONC. IV DE LETRAN, cap. I, Sobre la fe católica, Dz 429(801); etc.- (12) CONGREGACION PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Declaración acerca de la traducción del artículo "carnis resurrectionem" del Símbolo Apostólico, 14-XII-1983.- (13) MISAL ROMANO, Prefacio I de Difuntos.- (14) Cfr. M. SCHMAUS, Teología Dogmática, vol. VII, Los novísimos, p. 514.- (15) Rom 8, 20.- (16) Cfr. M. SCHMAUS, o. c. , vol. VII, p. 225 ss.- (17) Apoc 7, 16.- (18) Cfr. Eclo 43, 4; Sal 121, 6; Sal 91, 5-6.- (19) CONC. VAT. II, Const. Gaudium et spes, 14.- (20) L. RAMONEDA MOLINS, Vientos que jamás ha roto nadie, Danfel, Montevideo 1984, p. 41.- (21) Cfr. Dz 287, 427, 429, 464, 531.- (22) Gen 1, 28.- (23) 1 Cor 6, 15.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. NOVENA SEMANA. JUEVES

76. El primer Mandamiento.

- Adorar al único Dios. La idolatría moderna.

- Razones para amar a Dios. Algunas faltas y pecados contra el primer mandamiento.

- El primer mandamiento abarca todos los aspectos de nuestra vida. Manifestaciones del amor a Dios.

 

I. El Evangelio de la Misa narra la pregunta de un escriba, quien, lleno de buena voluntad, quiere saber cuál de los preceptos de la ley es el esencial, el más importante (1). Jesús ratifica lo que ya había expresado con claridad la Antigua Ley: Escucha, Israel, el Señor Dios nuestro es el único Señor; y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente y con todas tus fuerzas. El segundo es éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. El escriba se identifica plenamente con la enseñanza de Jesús, y a continuación repite despacio las palabras que acaba de oír. El Señor tiene para él una palabra cariñosa que incita a la definitiva conversión: No estás lejos del Reino de Dios.

Este mandamiento, en el que se resumen toda la Ley y los Profetas, comienza por la afirmación de la existencia de un único Dios, y así ha sido recogido en el Credo: credo in unum Deum. Es una verdad conocida por la luz natural de la razón, y el pueblo elegido sabía bien que todos los dioses paganos eran falsos; y, sin embargo, los ídolos fueron para ellos una tentación constante, y una causa frecuente de su alejamiento del Dios verdadero, el que les sacó de la tierra de Egipto. Los Profetas se sentirán impulsados a recordarles la falsedad de aquellas deidades que conocían al ponerse en contacto con naciones cuyo poder y cultura, muy superior a la de ellos, les atraía y deslumbraba. Se trataba de pueblos más ricos, materialmente más avanzados, pero sumidos en la oscuridad de la superstición, de la ignorancia y del error. Con frecuencia, el pueblo elegido no supo apreciar la riqueza incomparable de la revelación, el tesoro de la fe. Dejaron la única Fuente de las aguas vivas para ir a cisternas rotas y agrietadas que ni tenían agua, ni capacidad para retenerla (2).

Los antiguos paganos, hombres civilizados para la época en que vivieron, se inventaron ídolos a los que adoraban de formas diversas. Muchos hombres civilizados de nuestros días, nuevos paganos, levantan ídolos mejor construidos y más refinados: parece producirse en nuestros días una verdadera adoración e idolatría (3) por todo aquello que se presenta bajo capa de "progreso" o que proporciona más bienestar material, más placer, más comodidad..., con un olvido prácticamente completo de su ser espiritual y de su salvación eterna. Son actuales aquellas palabras de San Pablo en la Carta a los Filipenses: su Dios es el vientre, y su gloria la propia vergüenza, pues ponen el corazón en las cosas terrenas (4). Es la idolatría moderna, a la que se ven tentados también muchos cristianos, olvidando el inmenso tesoro de su fe, la riqueza del amor a Dios.

El primer mandamiento del Decálogo se lesiona cuando se prefieren otras cosas a Dios, aunque sean buenas, pues entonces se las está amando desordenadamente. En estos casos, el hombre pervierte la ordenación de las criaturas, usando de ellas para un fin opuesto o distinto de aquel para el que fueron creadas. Al romper el orden divino que el Decálogo nos señala, el hombre ya no encuentra a Dios en la creación; fabrica entonces su propio dios, detrás del cual radicalmente se esconde en su propio egoísmo y soberbia. Más aún, el hombre intenta neciamente colocarse en lugar de Dios, erigirse a sí mismo como fuente de lo que está bien y de lo que está mal, cayendo en la tentación que el demonio puso a nuestros primeros padres: seréis como dioses si no obedecéis los mandatos de Dios (5). De aquí la necesidad -porque la tentación es real para cada hombre, para cada mujer- de preguntarnos muchas veces, y lo hacemos hoy en nuestra oración, si verdaderamente Dios es lo primero en nuestra vida, lo más importante, el Sumo Bien, que orienta nuestra conducta y nuestras decisiones. Y esto lo veremos mejor si examinamos el interés que ponemos en conocerle cada vez mejor, pues nadie ama lo que no conoce; si respetamos el tiempo que destinamos a nuestra formación doctrinal religiosa...; si vivimos un desprendimiento efectivo de los bienes que poseemos o usamos para que nunca se conviertan en el bien primero... Amarás al Señor tu Dios... y a Él sólo adorarás: el empeño en seguir el camino que Él quiere para nosotros -la vocación personal de cada uno- es el modo concreto de vivir ese amor y esa adoración.

 

II. Son muchas y muy poderosas las razones que nos mueven a amar a Dios: porque Él nos sacó de la nada y Él mismo nos gobierna, nos facilita las cosas necesarias para la vida y el sustento... (6). Además, esta deuda que tenemos con Él por el mero hecho de existir, se vio aumentada al elevarnos al orden de la gracia y al redimirnos del poder del pecado por la Muerte y Pasión de su Hijo Unigénito y los incontables beneficios y dones que constantemente recibimos de Él: la dignidad de ser hijos suyos y templos del Espíritu Santo... Sería una tremenda ingratitud, si no le agradeciéramos lo que nos ha dado. Más aún -señala Santo Tomás-, sería como si nos fabricáramos otro Dios, como cuando los hijos de Israel, saliendo de Egipto, se hicieron un ídolo (7).

El verdadero amor -el humano, y de modo eminente el amor a Dios-ennoblece y enriquece siempre al hombre, le hace parecerse un poco más a su Creador.

La historia personal de cada hombre pone de manifiesto cómo la dignidad y la felicidad, incluso humana, se logran en el camino del amor a Dios, nunca fuera de él; y cuando la razón última de una vida se cifra en cualquier otro motivo se está expuesto a caer bajo el dominio de las propias pasiones. Se ha dicho con verdad que "el camino del infierno es ya un infierno"; se cumplen aquellas palabras del Profeta Jeremías a quienes se sentían deslumbrados por los ídolos de las naciones vecinas: los dioses ajenos -decía el Profeta- no os concederán descanso (8).

Dejar de amar a Dios es entrar por una senda en la que una cesión llama a otra, pues quien ofende al Señor "no se detiene en un pecado, sino, por el contrario, es empujado a consentir en otros: quien comete pecado esclavo es del pecado (Jn 8, 34). Por eso no es nada fácil salir de él, como decía San Gregorio: "el pecado que no se extirpa por la penitencia, por su mismo peso arrastra a otros pecados"" (9). El amor a Dios lleva a detestar el pecado, a alejarse -con el auxilio de su gracia, con la lucha ascética- de cualquier ocasión en la que pueda haber ofensa a Dios, a hacer penitencia por las faltas y pecados de la vida pasada.

Debemos hacer con frecuencia actos positivos de amor y de adoración al Señor: llenando de contenido cada genuflexión -signo de adoración-ante el Sagrario, o quizá repitiendo las palabras Adoro te devote, o las que decimos al recitar el Gloria en la Santa Misa: Te alabamos, Te bendecimos, Te adoramos, Te glorificamos, Te damos gracias.

Se falta al amor de Dios cuando no se le da el culto debido, cuando no se ora o se ora mal, en las dudas voluntarias contra la fe, en la lectura de libros, periódicos o revistas que atentan a la fe o a la moral, al dar crédito a supersticiones o a doctrinas -aunque se presenten como científicas- que se oponen a la fe, ambas fruto de la ignorancia; al exponerse -o exponer a los hijos, a aquellas personas que tenemos a nuestro cuidado- a influencias dañinas para la fe o la moral; al desconfiar de Dios, de su poder o de su bondad... "Y éste es el índice para que el alma pueda conocer con claridad si ama a Dios o no, con amor puro. Si le ama, su corazón no se centrará en sí misma, ni estará atenta a conseguir sus gustos y conveniencias. Se dedicará a buscar la honra y gloria de Dios y a darle gusto a Él. Cuanto más tiene corazón para sí misma menos lo tiene para Dios" (10). Nosotros queremos tener puesto el corazón en el Señor y en las personas y en las tareas que realizamos por Él y con Él.

 

III. El amor a Dios no sólo se expresa dando a Dios el culto que le es debido, de modo particular en la Santa Misa, sino que debe abarcar todos los aspectos de la vida del hombre, y tiene muchas manifestaciones. Amamos a Dios a través de nuestro trabajo bien hecho, del cumplimiento fiel de nuestros deberes en la familia, en la empresa, en la sociedad; con nuestra mente, con el corazón..., con el porte exterior, propio de un hijo de Dios... Este mandamiento exige en primer lugar la adoración, dar gloria a Dios, que no es una actividad más entre otras diversas, sino la finalidad última de todas nuestras acciones, incluso de lo que puede parecer más vulgar: ya comáis, ya bebáis, o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para la gloria de Dios (11). Esta actitud fundamental de adoración exige en la práctica hacerlo todo, al menos desear hacerlo, para agradar a Dios: es decir, actuar con rectitud de intención.

El amor a Dios, y el verdadero amor al prójimo, se alimenta en la oración y en los sacramentos, en la lucha constante por superar nuestros defectos, en el empeño por mantenernos en Su presencia a lo largo del día. De modo particular, la Sagrada Eucaristía debe ser la fuente donde se alimente continuamente nuestro amor al Señor. Así podremos decir, con las palabras del Adoro te devote: tibi se cor meum totum subiicit: Te adoro, Señor..., a Ti se somete mi corazón por completo.

Pensemos en qué tenemos puesto el corazón a lo largo del día. Veamos en nuestra oración si tenemos "industrias humanas" para acordarnos mucho del Señor en nuestras jornadas y así amarle y adorarle.

 

 

 

(1) Mc 12, 28-34.- (2) Cfr. Jer 2, 13.- (3) CONC. VAT. II, Decr. Apostolicam actuositatem, 7.- (4) Flp 3, 19.- (5) Gen 3, 5.- (6) CATECISMO ROMANO, III, 2, n. 6.- (7) Cfr. SANTO TOMAS, Sobre el doble precepto de la caridad, 1.- (8) Jer 16, 13.- (9) SANTO TOMAS, loc. cit.- (10) SAN JUAN DE LA CRUZ, Cántico espiritual, 9, 5.- (11) 1 Cor 10, 31.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. NOVENA SEMANA. VIERNES

77. El Ángel Custodio.

- Presencia continua del Ángel Custodio.

- Devoción. Ayuda en la vida ordinaria y en el apostolado.

- Acudir a su auxilio en la vida interior.

 

I. Además de la creación del mundo visible y del hombre, Dios quiso también difundir su bondad dando el ser a los ángeles, criaturas exclusivamente espirituales, de una perfección altísima.

Los ángeles, espíritus puros -sin composición de materia o cuerpo-, son las criaturas más perfectas de la creación. Por una parte, su inteligencia procede con una simplicidad y agudeza de las que el hombre es incapaz, y su voluntad es más perfecta que la humana. Por otra parte, al estar ya elevados a la visión beatífica, son criaturas glorificadas que ven a Dios cara a cara. Esta mayor excelencia, por naturaleza y por gracia, constituye a los ángeles en ministros ordinarios de Dios -que quiere servirse corrientemente de causas segundas en el gobierno del mundo-, y les capacita para influir sobre los hombres y los seres inferiores. "El nombre que la Sagrada Escritura les atribuye indica que lo que más cuenta en la Revelación es la verdad sobre las tareas de los ángeles respecto a los hombres: ángel quiere decir, en efecto, mensajero" (1).

En muchos lugares del Nuevo y del Antiguo Testamento se nos habla de ellos, y de tal manera es patente su presencia que es inseparable de la acción salvadora de Dios en favor de los hombres (2).

Además de intervenir en acontecimientos singulares de la historia humana, los ángeles actúan continuamente en la vida personal de los hombres, pues "la providencia de Dios ha dado a los ángeles la misión de guardar al linaje humano y de socorrer a cada hombre" (3). Son una muestra más de la bondad divina con nosotros, y por eso socorren, animan, confortan, y nos llaman al bien, a la confianza y a la serenidad. Todo un libro del Antiguo Testamento está dedicado a relatar la ayuda de un arcángel, San Rafael, a la familia de Tobías (4). Sin dar a conocer su condición angélica, acompaña al joven Tobías en un largo y difícil viaje, y le presta consejos y servicios inestimables; al final de la narración, él mismo se presenta: Yo soy Rafael, uno de los siete santos ángeles que presentamos las oraciones de los justos y tienen entrada ante la majestad del Santo (5). El Señor conocía bien la conducta honrada de aquella familia: Cuando orabais (...) yo presentaba ante Dios vuestras oraciones. Cuando enterrabas a los muertos, también yo te asistía. Cuando con diligencia los sepultabas (...) yo estaba contigo (6).

Nuestra vida es también un largo camino, y al final de ella, cuando con la ayuda de la gracia estemos en la casa de nuestro Padre Dios, el Ángel Custodio también podrá decirnos: "yo estaba contigo", pues los Ángeles Custodios tienen la misión de ayudar a cada hombre a alcanzar el fin sobrenatural al que es llamado por Dios. Yo mandaré un Ángel delante de ti -dijo el Señor a Moisés- para que te defienda en el camino y te haga llegar al lugar que te he dispuesto (7).

Agradezcamos al Señor que haya querido encomendarnos a estos príncipes del Cielo tan inteligentes y eficaces en su operación, y manifestemos frecuentemente la estima que les profesamos.

 

II. Los Hechos de los Apóstoles narran algunos episodios que nos enseñan la solicitud de los ángeles por el hombre: la liberación de los Apóstoles de la prisión, y sobre todo la de Pedro, amenazado de muerte por Herodes; o la intervención de un ángel en la conversión de Cornelio y de su familia, o el que lleva al diácono Felipe hasta el ministro de la reina Candace, en el camino de Jerusalén a Gaza (8).

El Papa Juan Pablo II citaba estos hechos a modo de ejemplo en su catequesis sobre los ángeles. Y comenta: "se comprende cómo en la conciencia de la Iglesia se ha podido formar la persuasión sobre el ministerio confiado a los ángeles en favor de los hombres. Por ello, la Iglesia confiesa su fe en los ángeles custodios, venerándolos en la liturgia con una fiesta especial, y recomendando el recurso a su protección con una oración frecuente, como en la invocación del "Ángel de Dios". Esta oración parece atesorar las bellas palabras de San Basilio: "Todo fiel tiene junto a sí un ángel como tutor y pastor, para llevarlo a la vida"" (9).

Esta oración del "Ángel de Dios", que tantos cristianos han aprendido de labios de sus padres, suele tener en los países de lengua castellana esta versión, con ligeras variantes: Ángel de Dios, bajo cuya custodia me puso el Señor con amorosa piedad, a mí que soy vuestro encomendado, alumbradme hoy, guardadme, regidme y gobernadme. Amén. Es una oración breve que sirve desde que se tienen pocos años de edad, y continúa haciéndonos bien cuando ha pasado ya buena parte de la vida y seguimos teniendo la misma necesidad de protección y amparo. Si hacemos el propósito de tratar más al Ángel de la Guarda durante el día de hoy, no dejaremos de notar su presencia y recibiremos muchas gracias y ayudas por su mediación. Además de su auxilio espiritual, nos prestará su apoyo y colaboración en las pequeñas necesidades de la vida ordinaria: encontrar algo que habíamos perdido, acordarnos de un asunto olvidado que nos es necesario tener presente, ser puntuales... En todo aquello que se ordena a la gloria de Dios -y todo lo humano recto puede ser ordenado y dirigido- podemos contar con la ayuda de nuestro Ángel de la Guarda (10).

También podemos relacionarnos con los Ángeles Custodios de nuestros amigos, de modo particular en la tarea de acercarlos al Señor y de evitar que se alejen de Él: sugiriendo un oportuno cambio de conversación, apoyando una iniciativa para que se acerquen al sacramento de la Penitencia o para que asistan a un medio de formación ascética o doctrinal...

La piedad cristiana considera desde antiguo que allí donde se encuentra reservada la Santísima Eucaristía hay ángeles adorando constantemente a Jesús Sacramentado. El arte cristiano, recogiendo la piedad popular, ha representado muchas veces a los ángeles que rodean las custodias con las caras tapadas con sus alas, porque se consideran indignos de estar en su presencia. ¡Tan grande es su majestad! Pidámosles nosotros que nos enseñen a tratar con amor a Jesús, realmente presente en el Sagrario, y a la vez con la mayor reverencia que podamos.

 

III. A pesar de la perfección de la naturaleza espiritual, los ángeles no tienen un poder y una sabiduría divinas; no pueden leer en el interior de las conciencias, pues no poseen un saber ilimitado. Por eso es necesario que les demos a conocer lo que necesitamos de ellos en cada ocasión. No hacen falta palabras; pero sí es necesario dirigirse a ellos con la mente, pues su inteligencia está capacitada para conocer lo que imaginamos y pensamos explícitamente. De ahí la frecuente recomendación de fomentar una honda amistad con el propio Ángel Custodio.

En el orden sensible, el trato con el Ángel Custodio es menos experimentable que el de un amigo de la tierra, pero su eficacia es mucho mayor. Sus consejos vienen de Dios y penetran más profundamente que la voz humana; su capacidad para oírnos y comprendernos es inmensamente mayor que la del mejor amigo; no sólo porque su permanencia a nuestro lado es continua, sino porque penetra mucho más hondamente en lo que necesitamos o expresamos.

Es muy valiosa la asistencia que nos puede prestar en nuestra vida interior, facilitando nuestra piedad, orientándonos en la oración mental y en las oraciones vocales, y particularmente en la presencia de Dios. Nuestro Custodio pondrá a raya la imaginación si se lo pedimos, cuando persista en dificultarnos el trabajo o el trato con Dios. Nos sugerirá de algún modo propósitos de mejora, o una manera sencilla y práctica de concretar algún buen deseo que hasta entonces permanecía inoperante. Siempre tendremos el recurso confiado de rogarle que se dirija por nosotros al Señor, diciéndole lo que, por nuestra torpeza, no sepamos expresar en la oración personal (11), o nos sugiera en la dirección espiritual las palabras adecuadas para vivir plenamente la sencillez y la sinceridad, después de hacer junto a él el examen de conciencia. En la debilidad, su trato nos tornará más serenos.

La misión del Ángel Custodio comienza en la tierra, pero tendrá su cumplimiento en el Cielo, porque su amistad está llamada a perpetuarse para siempre. Su contenido es tan íntimo y personal que los vínculos de amistad sobrenatural que nacieron en la tierra permanecerán en el Cielo. En el momento en que demos cuenta a Dios de nuestra vida será el gran aliado. "Él será quien, en tu juicio particular, recordará las delicadezas que hayas tenido con Nuestro Señor, a lo largo de tu vida. Más: cuando te sientas perdido por las terribles acusaciones del enemigo, tu Ángel presentará aquellas corazonadas íntimas -quizá olvidadas por ti mismo-, aquellas muestras de amor que hayas dedicado a Dios Padre, a Dios Hijo, a Dios Espíritu Santo.

"Por eso, no olvides nunca a tu Custodio, y ese Príncipe del Cielo no te abandonará ahora, ni en el momento decisivo" (12). Será nuestro mejor amigo aquí en la tierra y más tarde en la eternidad.

 

 

 

(1) JUAN PABLO II, Audiencia general 30-VII-1986.- (2) Cfr. IDEM, Audiencia general 9-VII-1986.- (3) CATECISMO ROMANO, IV, 9, n. 4.- (4) Cfr. Primera lectura de la Misa. Año I. Tob 11, 5-17.- (5) Tob 12, 15.- (6) Cfr. Tob 12, 12-14.- (7) Ex 23, 20.- (8) Cfr. Hech 5, 18-20; 12, 5-10; 10, 3-8; 8, 26 ss.- (9) JUAN PABLO II, Audiencia general 6-VIII-1986.- (10) Cfr. G. HUBERT, Mi ángel marchará delante de ti, Palabra, 7ª ed., Madrid 1985, p. 155.- (11) Cfr. J. ESCRIVA DE BALAGUER, Forja, n. 272.- (12) IDEM, Surco, n. 693.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. NOVENA SEMANA. SABADO

78. El valor de lo pequeño.

- La limosna de la viuda pobre. Lo importante para Dios.

- El amor da valor a lo que es en sí pequeño y de escasa importancia. La tibieza y el descuido en lo pequeño.

- La santidad es un tejido de pequeñas menudencias. El crecimiento en las virtudes y las cosas pequeñas.

 

I. Nos relata San Marcos en el Evangelio de la Misa (1) que estaba Jesús sentado frente al cepillo del Templo y observaba a la gente que echaba dinero en él. La escena tiene lugar en uno de los atrios, en la llamada Cámara del tesoro o Sala de las ofrendas; los días de la Pasión están ya cercanos.

Ante muchos que daban grandes cantidades, el Señor no hizo el menor comentario. Pero vio Jesús una mujer que se acercaba con el clásico atuendo de las viudas, con clara apariencia de ser una mujer pobre. Había esperado quizá a que la aglomeración desapareciera, y dejó dos monedas pequeñas; eran, entre las que estaban en circulación, las de menor valor. San Marcos aclara para los lectores no judíos, a quienes se dirige particularmente su Evangelio, la entidad real de estas monedas. Quiere llamar la atención de todos sobre la exigua cantidad que representaban. De cara a los hombres aquella limosna tenía muy poco valor: las dos monedas hacían un cuadrante, es decir, la cuarta parte de un as. Esta moneda era a su vez la decimosexta parte de un denario, que constituía la primera unidad monetaria; un denario era el jornal de un trabajador del campo. Pocas cosas se podían comprar con un cuadrante.

Si alguien hubiera llevado una relación de las ofrendas que se hicieron aquel día en el Templo, quizá habría pensado que no valía la pena tomar nota de la limosna de esta mujer. ¡Y resultó ser, entre todas, la más importante! Tan grata fue a Dios que Jesús convocó a sus discípulos dispersos por los alrededores para que aprendieran la lección de aquella viuda. Aquellas piezas de cobre apenas hicieron ruido, pero Jesús recibió claramente el amor sin palabras de esta mujer que daba a Dios todos sus ahorros. Os aseguro que esa pobre viuda ha echado en el cepillo más que nadie. Porque los demás han echado de lo que les sobra, pero ésta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía (2).

¡Qué diferente es con frecuencia lo importante para Dios y lo importante para nosotros los hombres! ¡Qué diferentes medidas! A nosotros nos suele impresionar lo llamativo, lo grande, lo sorprendente. A Dios le conmueven -el Evangelio nos ha dejado abundantes testimonios- pequeños detalles llenos de amor, que están al alcance de todos; también los sucesos que nosotros consideramos de gran importancia, pero cuando están realizados con el mismo espíritu de rectitud, de humildad y de amor. Los Apóstoles, que serían más tarde el fundamento de la Iglesia, no olvidaron la lección de esta jornada. Aquella mujer nos ha enseñado a todos cómo conmover el corazón de Dios cada día con lo único que corrientemente tenemos a nuestro alcance: cosas pequeñas. "¿No has visto en qué "pequeñeces" está el amor humano? -Pues también en "pequeñeces" está el Amor divino" (3).

Aprendemos también en este pasaje del Evangelio el verdadero valor de las cosas. Cualquier acontecimiento -aunque parezca sin importancia- podemos convertirlo en algo gratísimo a Dios. Y, por ser grato a Él, valioso. Sólo tiene valor real, verdadero y eterno lo que hacemos agradable a Dios.

Hoy, en nuestra oración, podemos considerar la gran cantidad de oportunidades que nos salen al paso: "Raras veces se ofrecen grandes ocasiones de servir a Dios, pero pequeñas continuamente. Pues ten entendido que el que sea fiel en lo poco será constituido en lo mucho. Haz, pues, todas tus cosas en honor de Dios, y todas las harás bien: ora comas, ora bebas, ora duermas, ora te diviertas, ora des vueltas al asador, si sabes aprovechar estas haciendas, adelantarás mucho a los ojos de Dios realizando todo esto porque así quiere Dios que lo hagas" (4).

 

II. Son las cosas pequeñas las que hacen perfecta una obra y, por tanto, digna de ser ofrecida al Señor. No basta que aquello que se realiza sea bueno (trabajo, rezar...), sino que además debe ser una obra bien terminada. Para que haya virtud -enseña Santo Tomás de Aquino- es necesario atender a dos cosas: a lo que se hace y al modo de hacerlo (5). Y en cuanto al modo de hacerlo, la cincelada, la pincelada, el retoque final convierte aquel trabajo en una obra maestra. Por el contrario, la chapuza, lo desmañado y defectuoso es señal de languidez espiritual y de tibieza en el cristiano, que se ha de santificar con su trabajo de cada día: conozco tus obras y que tienes nombre de viviente y estás muerto (...). Porque yo no hallo tus obras cabales en presencia de mi Dios (6). El cuidado de las cosas pequeñas viene exigido por la naturaleza propia de la vocación cristiana: imitar a Jesús en los años de Nazaret, aquellos largos años de trabajo, de vida de familia, de trato amistoso con las gentes de su pueblo. Poner amor en lo pequeño por Dios requiere atención, sacrificio y generosidad. Un pequeño detalle aislado puede no tener importancia: "lo que es pequeño, pequeño es; pero el que es fiel en lo poco, ése es grande" (7).

El amor es el que hace importante lo pequeño (8). Si faltara este amor no tendría sentido el interés por cuidar las cosas pequeñas: se convertirían en manía o fariseísmo; se pagarían diezmos de la hierbabuena, del eneldo y del comino -como hacían los fariseos-, y se correría el riesgo de abandonar los puntos más esenciales de la ley, de la justicia y de la misericordia. Aunque lo que podamos ofrecer nos parezca poca cosa -como la limosna de esta pobre viuda-, adquiere un gran valor si lo ponemos sobre el altar y lo unimos al ofrecimiento que el Señor Jesús hace de Sí mismo al Padre. Entonces, "nuestra humilde entrega -insignificante en sí, como el aceite de la viuda de Sarepta o el óbolo de la pobre viuda- se hace aceptable a los ojos de Dios por su unión a la oblación de Jesús" (9). Otras veces, los detalles, tanto en el trabajo, en el estudio, como en las relaciones con otros, son la coronación de algo bueno que sin ese detalle quedaría incompleto.

Uno de los síntomas más claros de que se inicia el camino de la tibieza es que se valoran poco los pormenores en la vida de piedad, los detalles en el trabajo, los actos pequeños y concretos en las virtudes; y se acaba descuidando también lo grande. "La desgracia es tanto más funesta e incurable cuando al deslizarse hacia lo profundo apenas se nota, y se verifica con mayor lentitud (...). Que con este estado se da un golpe mortal a la vida del espíritu, es cosa a todos manifiesta" (10). El amor a Dios, por el contrario, se pone de relieve en el ingenio, en la vibración, en el esfuerzo por encontrar en todo ocasión de amor a Dios y de servicio a los demás.

 

III. El Señor no es indiferente a un amor que sabe estar en los detalles. No es indiferente, por ejemplo, a que vayamos a saludarle -lo primero- al entrar en una iglesia o al pasar delante de ella; al esfuerzo por llegar puntuales (mejor unos minutos antes) a la Santa Misa; a la genuflexión bien realizada ante Él en el Sagrario; a las posturas o al recogimiento que guardamos en su presencia... Además, cuando se ve a alguien doblar con devoción la rodilla ante el Sagrario es fácil pensar: tiene fe y ama a Dios. Y ese gesto de adoración ayuda a los demás a tener más fe y más amor. "Os podrá parecer quizá que la Liturgia está hecha de cosas pequeñas: actitud del cuerpo, genuflexiones, inclinaciones de cabeza, movimiento del incensario, del misal, de las vinajeras. Es entonces cuando hay que recordar las palabras de Cristo en el Evangelio: El que es fiel en lo poco, lo será en lo mucho (Lc 16, 16). Por otra parte, nada es pequeño en la Santa Liturgia, cuando se piensa en la grandeza de Aquel a quien se dirige" (11).

El espíritu de mortificación se nos concreta normalmente en pequeños sacrificios a lo largo de la jornada: lucha perseverante en el examen particular, sobriedad en las comidas, puntualidad, afabilidad en el trato, levantarse a la hora, no dejar la tarea aunque nos resulte costosa y falte ilusión humana, orden y cuidado de los instrumentos de trabajo, comer con agradecimiento lo que nos sirven, sin andar con caprichos...

Para vivir la caridad en un tono cada vez más delicado y heroico será necesario también descender a los detalles pequeños y menudos de la convivencia cotidiana. "El deber de la fraternidad, con todas las almas, hará que ejercites el "apostolado de las cosas pequeñas", sin que lo noten: con afán de servicio, de modo que el camino se les muestre amable" (12). En ocasiones será poner verdadero interés en lo que nos cuentan; otras, pasar por alto las preocupaciones personales para atender a quienes conviven con nosotros; el no enfadarnos por cosas sin importancia; no ser susceptibles; ser cordiales; la ayuda, quizá inadvertida, que alivia el peso; pedir a Dios por una persona necesitada; evitar toda crítica; ser siempre agradecidos..., cosas que están al alcance de todos... Y así ocurre en cada una de las virtudes.

Si estamos atentos a lo pequeño, viviremos con plenitud todos los días, sabremos dar a cada momento el sentido de estar preparando la eternidad. Para eso, pidamos con mucha frecuencia la ayuda de María. Digámosle frecuentemente: Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros... ahora, en cada situación ordinaria y pequeña de nuestra vida.

 

 

 

(1) Mc 12, 38-44.- (2) Mc 12, 43-44.- (3) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Camino, n. 824.- (4) SAN FRANCISCO DE SALES, Introducción a la vida devota, III, 34.- (5) Cfr. SANTO TOMAS, Quod l. IV, a. 19.- (6) Apoc 3, 1-2.- (7) SAN AGUSTIN, Sobre la doctrina cristiana, 14, 35.- (8) Cfr. J. ESCRIVA DE BALAGUER, o. c. , n. 814.- (9) JUAN PABLO II, Homilía en Barcelona, 7-XI-1982.- (10) B. BAUR, La confesión frecuente, p. 105.- (11) PABLO VI, Alocución 30-V-1967.- (12) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Surco, n. 737.