TIEMPO ORDINARIO. SEXTA SEMANA

 

DOMINGO CICLO A

43. Firmes en la Fe.

- El depósito de la fe. Un tesoro que recibe cada generación de manos de la iglesia, quien lo guarda fielmente con la asistencia del Espíritu Santo y lo expone con autoridad.

- Evitar todo lo que atenta a la virtud de la fe.

- Prudencia en las lecturas.

 

I. Nos dice el Señor en el Evangelio de la Misa (1) que Él no viene a destruir la Antigua Ley, sino a darle su plenitud; restaura, perfecciona y eleva a un orden más alto los preceptos del Antiguo Testamento. La doctrina de Jesús tiene un valor perenne para los hombres de todos los tiempos y es "fuente de toda verdad salvadora y de toda norma de conducta" (2). Es un tesoro que cada generación recibe de manos de la Iglesia, quien lo guarda fielmente con la asistencia del Espíritu Santo y lo expone con autoridad. "Al adherirnos a la fe que la Iglesia nos propone, nos ponemos en comunicación directa con los Apóstoles (...); y mediante ellos, con Jesucristo, nuestro primer y único Maestro; acudimos a su escuela, anulamos la distancia de los siglos que nos separan de ellos" (3). Gracias a este Magisterio vivo, podemos decir -en cierto modo- que el mundo entero ha recibido su doctrina y se ha convertido en Galilea: toda la tierra es Jericó y Cafarnaún, la humanidad está a la orilla del lago de Genesaret (4). La guarda fiel de las verdades de la fe es requisito para la salvación de los hombres. ¿Qué otra verdad puede salvar si no es la verdad de Cristo? ¿Qué "nueva verdad" puede tener interés -aunque fuera la del más sabio de los hombres- si se aleja de la enseñanza del Maestro? ¿Quién se atreverá a interpretar a su gusto, cambiar o acomodar la Palabra divina? Por eso, el Señor nos advierte hoy: el que quebrante uno solo de estos mandamientos, incluso de los más pequeños, y enseñe a los hombres a hacer lo mismo, será el más pequeño en el reino de los Cielos.

 San Pablo exhortaba de esta manera a Timoteo: Guarda el depósito a ti confiado, evitando las vanidades impías y las contradicciones de la falsa ciencia que algunos profesan, extraviándose de la fe (5). Con esta expresión -depósito- la Iglesia sigue designando al conjunto de verdades que recibió del mismo Cristo y que ha de conservar hasta el final de los tiempos.

La verdad de la fe "no cambia con el tiempo, no se desgasta a través de la historia; podrá admitir, y aun exigir, una vitalidad pedagógica y pastoral propia del lenguaje, y describir así una línea de desarrollo, con tal que, según la conocidísima sentencia tradicional de San Vicente de Lérins (...): quod ubique, quod semper, quod ab omnibus: "lo que en todas partes, lo que siempre, lo que por todos" se ha creído, eso debe mantenerse como formando parte del depósito de la fe (...). Esta fijeza dogmática defiende el patrimonio auténtico de la religión católica. El Credo no cambia, no envejece, no se deshace" (6). Es la columna firme en la que no podemos ceder, ni siquiera en lo pequeño, aunque por temperamento estemos inclinados a transigir: "Te molesta herir, crear divisiones, demostrar intolerancias..., y vas transigiendo en posturas y puntos -¡no son graves, me aseguras!-, que traen consecuencias nefastas para tantos.

"Perdona mi sinceridad: con ese modo de actuar, caes en la intolerancia -que tanto te molesta- más necia y perjudicial: la de impedir que la verdad sea proclamada" (7). Y anunciar la verdad es frecuentemente el mayor bien que podemos hacer a quienes nos rodean.

 

II. El cristiano, liberado de toda tiranía del pecado, se siente impulsado por la Nueva Ley de Cristo a comportarse ante su Padre Dios como un hijo suyo. Las normas morales no son entonces meras señales indicadoras de los límites de lo permitido o prohibido, sino manifestaciones del camino que conduce a Dios; manifestaciones de amor.

Debemos conocer bien este conjunto de verdades y de preceptos que constituyen el depósito de la fe, pues es el tesoro que el Señor, a través de la Iglesia, nos entrega para que podamos alcanzar la salvación. Esta riqueza de verdades se protege especialmente con la piedad (oración y sacramentos), con una seria formación doctrinal, adecuada a las personas, y también ejercitando la prudencia en las lecturas. Todo el mundo considera razonable, por ejemplo, en una cátedra de física o de biología, que se recomienden determinados textos, se desaconseje el estudio de otros y se declare inútil y aun perjudicial la lectura de una publicación concreta para quien de verdad está interesado en adquirir una seria información científica. En cambio, no faltan quienes se asombran de que la Iglesia reafirme su doctrina sobre la necesidad de evitar aquellas lecturas que sean dañinas para la fe o la moral, y ejerza su derecho y su deber de examinar, juzgar y, en casos extremos, reprobar los libros contrarios ala verdad religiosa (8). La raíz de ese asombro infundado podría encontrarse en una cierta deformación del sentido de la verdad, que admitiría un magisterio sólo en el campo científico, mientras que considera que en el ámbito de las verdades religiosas sólo cabe dar opiniones más o menos fundadas.

Al avivar en nuestra oración la fidelidad al depósito de la revelación, recordamos al mismo tiempo que incluso la ley natural, que el Señor ha escrito en nuestros corazones, nos impulsa desde dentro a valorar los dones del Cielo y, en consecuencia, "obliga a evitar en lo posible todo lo que atenta contra la virtud de la fe" (9), como nos pide, por ejemplo, que conservemos la vida física; por ello, "poner voluntariamente en peligro la fe con lecturas perniciosas sin un motivo que lo justifique, sería un pecado aunque en la actualidad no se incurra en pena eclesiástica alguna" (10).

Tras una larga experiencia en convivir y estudiar autores paganos o desconocedores de la fe, recomendaba San Basilio: "Debéis, pues, seguir al detalle el ejemplo de las abejas. Porque éstas no se paran en cualquier flor ni se esfuerzan por llevarse todo de las flores en las que posan su vuelo, sino que una vez que han tomado lo conveniente para su intento, lo demás lo dejan en paz.

"También nosotros, si somos prudentes, extrayendo de estos autores lo que nos convenga y más se parezca a la verdad, dejaremos lo restante. Y de la misma manera que al coger la flor del rosal esquivamos las espinas, así al pretender sacar el mayor fruto posible de tales escritos, tendremos cuidado con lo que pueda perjudicar los intereses del alma" (11).

La prudencia en las lecturas es manifestación de fidelidad a las enseñanzas de Jesucristo; la fe es nuestro mayor tesoro, y por nada del mundo nos podemos exponer a perderlo o a deteriorarlo. Nada vale la pena en comparación de la fe. Debemos velar por nosotros mismos y por todos, pero de modo particular por aquellos que de alguna manera el Señor nos ha encomendado: hijos, alumnos, hermanos, amigos...

 

III. Dichoso el que con vida intachable camina en la voluntad del Señor; dichoso el que guardando sus preceptos lo busca de todo corazón (12), dice el Salmo responsorial, avivando nuestra disposición de seguir fielmente a Jesucristo.

Entre las ocasiones particularmente delicadas que pueden poner en peligro la integridad de la fe, la Iglesia ha señalado siempre la lectura de libros que atentan directa o indirectamente contra las verdades religiosas y contra las buenas costumbres, pues la historia atestigua con evidencia que, aun con todas las condiciones de piedad y de doctrina, no es raro que el cristiano se deje seducir por la parte o apariencia de verdad que hay siempre en todos los errores (13).

Muéstrame, Señor, el camino de tus leyes (...). Enséñame a cumplir tu voluntad, le decimos nosotros a Jesús con palabras del Salmo responsorial (14). Y Él, a través de una conciencia formada, nos moverá a ser humildes, a realizar una prudente selección y a buscar un asesoramiento con garantías si hemos de estudiar cuestiones científicas, humanísticas, literarias, etc., en las que pueda inficcionarse nuestro pensamiento. Permaneciendo junto a Cristo, valorando mucho la fe, andaremos sin falsos complejos, con naturalidad, sin el afán superficial de "estar al día", como se han comportado siempre muchos intelectuales cristianos: catedráticos, profesores, investigadores, etc. Si somos humildes y prudentes, si tenemos "sentido común", no seremos "como los que toman el veneno mezclado con miel" (15).

Fieles a la enseñanza del Evangelio y del Magisterio de la Iglesia, necesitamos una formación que nos permita apreciar cuanto de válido puede encontrarse en las diversas manifestaciones de la cultura -pues el cristiano debe estar siempre abierto a todo lo que es verdaderamente positivo-, a la vez que detectamos lo que sea contrario a una visión cristiana de la vida. Pidamos a la Santísima Virgen, Asiento de la Sabiduría, ese discernimiento en el estudio, en las lecturas y en todo el ámbito de las ideas y de la cultura. Pidámosle también que nos enseñe a valorar y a amar siempre más el tesoro de nuestra fe.

 

 

 

(1) Mt 5, 17-37.- (2) CONC. VAT. II, Const. Dei Verbum, 7.- (3) PABLO VI, Alocución 1-III-1967.- (4) Cfr. P. RODRIGUEZ, Fe y vida de fe, p. 113.- (5) 1 Tim 6, 20-21.- (6) PABLO VI, Audiencia general 29-IX-1976.- (7) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Surco, n. 600.- (8) Cfr. CODIGO DE DERECHO CANONICO, cánones 822-832.- (9) J. MAUSBACH y G. ERMECKE, Teología Moral Católica, EUNSA, Pamplona 1974, vol. II, p. 108.- (10) Cfr. ibídem.- (11) SAN BASILIO, Cómo leer la literatura pagana, p. 43.- (12) Sal 118, 1-2.- (13) Cfr. PIO XI, Const. Apost. Deus scientiarum Dominus, 24-V-1931: AAS 23 (1931), pp. 245-246.- (14) Sal 118, 34.- (15) SAN BASILIO, loc. cit.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. SEXTA SEMANA. DOMINGO CICLO B

44. La lepra del pecado.

- El Señor viene a curar nuestros males más profundos. Curación de un leproso.

- La lepra, imagen del pecado. Los sacerdotes perdonan los pecados in persona Christi.

- Apostolado de la Confesión.

 

I. La curación de un leproso que narra el Evangelio de la Misa (1) debió de conmover mucho a las gentes y fue objeto frecuente de predicación en la catequesis de los Apóstoles. Así nos lo hace ver el hecho de ser recogido con tanto detalle por tres Evangelistas. De ellos, San Lucas precisa que el milagro se realizó en una ciudad, y que la enfermedad se encontraba ya muy avanzada: estaba todo cubierto de lepra (2), nos dice.

La lepra era considerada entonces como una enfermedad incurable. Los miembros del leproso eran invadidos poco a poco, y se producían deformaciones en la cara, en las manos, en los pies, acompañadas de grandes padecimientos. Por temor al contagio, se les apartaba de las ciudades y de los caminos. Como se lee en la Primera lectura de la Misa (3), se les declaraba por este motivo legalmente impuros, se les obligaba a llevar la cabeza descubierta y los vestidos desgarrados, y habían de darse a conocer desde lejos cuando pasaban por las cercanías de un lugar habitado. Las gentes huían de ellos, incluso los familiares; y en muchos casos se interpretaba su enfermedad como un castigo de Dios por sus pecados. Por estas circunstancias, extraña ver a este leproso en una ciudad. Quizá ha oído hablar de Jesús y lleva tiempo buscando la ocasión para acercarse a Él. Ahora, por fin, le ha encontrado y, con tal de hablarle, incumple las tajantes prescripciones de la antigua ley mosaica. Cristo es su esperanza, su única esperanza.

La escena debió de ser extraordinaria. Se postró el leproso ante Jesús, y le dijo: Señor, si quieres puedes limpiarme. Si quieres... Quizá se había preparado un discurso más largo, con más explicaciones..., pero al final todo quedó reducido a esta jaculatoria llena de sencillez, de confianza, de delicadeza: Si vis, potes me mundare, si quieres, puedes... En estas pocas palabras se resume una oración poderosa. Jesús se compadeció; y los tres Evangelistas que relatan el suceso nos han dejado el gesto sorprendente del Señor: extendió la mano y le tocó. Hasta ahora todos los hombres habían huido de él con miedo y repugnancia, y Cristo, que podía haberle curado a distancia -como en otras ocasiones-, no sólo no se separa de él, sino que llegó a tocar su lepra. No es difícil imaginar la ternura de Cristo y la gratitud del enfermo cuando vio el gesto del Señor y oyó sus palabras: Quiero, queda limpio. El Señor siempre desea sanarnos de nuestras flaquezas y de nuestros pecados. Y no tenemos necesidad de esperar meses ni días para que pase cerca de nuestra ciudad, o junto a nuestro pueblo... Al mismo Jesús de Nazaret que curó a este leproso le encontramos todos los días en el Sagrario más cercano, en la intimidad del alma en gracia, en el sacramento de la Penitencia. "Es Médico y cura nuestro egoísmo, si dejamos que su gracia penetre hasta el fondo del alma. Jesús nos ha advertido que la peor enfermedad es la hipocresía, el orgullo que lleva a disimular los propios pecados. Con el Médico es imprescindible una sinceridad absoluta, explicar enteramente la verdad y decir: Domine, si vis, potes me mundare (Mt 8, 2), Señor, si quieres -y Tú quieres siempre-, puedes curarme. Tú conoces mi flaqueza; siento estos síntomas, padezco estas otras debilidades. Y le mostramos sencillamente las llagas; y el pus, si hay pus" (4); todas las miserias de nuestra vida.

Hoy debemos recordar que las mismas flaquezas y debilidades pueden ser la ocasión para acercarnos más a Cristo, como le ocurrió a este leproso. Desde aquel momento sería ya un discípulo incondicional de su Señor. ¿Nos acercamos nosotros con estas disposiciones de fe y de confianza a la Confesión? ¿Deseamos vivamente la limpieza del alma? ¿Cuidamos con esmero la frecuencia con que hayamos previsto recibir este sacramento?

 

II. Los Santos Padres vieron en la lepra la imagen del pecado (5) por su fealdad y repugnancia, por la separación de los demás que ocasiona... Con todo, el pecado, aun el venial, es incomparablemente peor que la lepra por su fealdad, por su repugnancia y por sus trágicos efectos en esta vida y en la otra. "Si tuviésemos fe y si viésemos un alma en estado de pecado mortal, nos moriríamos de terror" (6). Todos somos pecadores, aunque por la misericordia divina estemos lejos del pecado mortal. Es una realidad que no debemos olvidar; y Jesús es el único que puede curarnos; sólo Él.

El Señor viene a buscar a los enfermos, y Él es quien únicamente puede calibrar y medir con toda su tremenda realidad la ofensa del pecado. Por eso nos conmueve su acercamiento al pecador. Él, que es la misma Santidad, no se presenta lleno de ira, sino con gran delicadeza y respeto. "Así es el estilo de Jesús, que vino a dar cumplimiento, no a destruir.

"Al sanar, al curar de la lepra, el Señor realiza grandes signos. Estos signos servían para manifestar la potencia de Dios ante las enfermedades del alma: ante el pecado. La misma reflexión se desarrolla en el Salmo responsorial, que proclama precisamente la bienaventuranza del perdón de los pecados: Dichoso el que ha sido absuelto de su culpa... (Sal 31, 1). Jesús sana de la enfermedad física, pero al mismo tiempo libera del pecado. Se revela de esta forma como el Mesías anunciado por los Profetas, que tomó sobre Sí nuestras enfermedades y asumió nuestros pecados (cfr. Is 53, 312) para liberarnos de toda enfermedad espiritual y material (...). Así, pues, un tema central de la liturgia de hoy es la purificación del pecado, que es como la lepra del alma" (7).

Jesús nos dice que ha venido para eso: para perdonar, para redimir, para librarnos de esa lepra del alma, del pecado. Y proclama su perdón como signo de omnipotencia, como señal de un poder que sólo Dios mismo puede ejercer (8). Cada Confesión es expresión del poder y de la misericordia de Dios; los sacerdotes ejercitan este poder no en virtud propia, sino en nombre de Cristo -in persona Christi-, como instrumentos en manos del Señor. "Jesús nos identifica de tal modo consigo en el ejercicio de los poderes que nos confirió -decía Juan Pablo II a los sacerdotes-, que nuestra personalidad es como si desapareciese delante de la suya, ya que Él es quien actúa por medio de nosotros (...). Es el propio Jesús quien, en el sacramento de la penitencia, pronuncia la palabra autorizada y paterna: Tus pecados te son perdonados" (9). Oímos a Cristo en la voz del sacerdote.

En la Confesión nos acercamos, con veneración y agradecimiento, al mismo Cristo; en el sacerdote debemos ver a Jesús, el único que puede sanar nuestras enfermedades. ""¡Domine!" -¡Señor!-, "si vis, potes me mundare" -si quieres, puedes curarme.

"-¡Qué hermosa oración para que la digas muchas veces con la fe del leprosito cuanto te acontezca lo que Dios y tú y yo sabemos! -No tardarás en sentir la respuesta del Maestro: "volo, mundare!" -quiero, ¡sé limpio!" (10). Jesús nos trata con suprema delicadeza y amor cuando más necesitados nos encontramos a causa de las faltas y pecados.

 

III. Hemos de aprender de este leproso: con su sinceridad se pone delante del Señor, e hincándose de rodillas (11) reconoce su enfermedad y pide que le cure.

Le dijo el Señor al leproso: Quiero, queda limpio. Y al momento desapareció de él la lepra y quedó limpio. Nos imaginamos la inmensa alegría del que hasta ese momento era leproso. Tanto fue su gozo que, a pesar de la advertencia del Señor, comenzó a proclamar y divulgar por todas partes la noticia del bien inmenso que había recibido. No se pudo contener con tanta dicha para él solo, y siente la necesidad de hacer partícipes a todos de su buena suerte.

Ésta ha de ser nuestra actitud ante la Confesión. Pues en ella también quedamos libres de nuestras enfermedades, por grandes que pudieran ser. Y no sólo se limpia el pecado; el alma adquiere una gracia nueva, una juventud nueva, una renovación de la vida de Cristo en nosotros. Quedamos unidos al Señor de una manera particular y distinta. Y de ese ser nuevo y de esa alegría nueva que encontramos en cada Confesión hemos de hacer partícipes a quienes más apreciamos, y a todos. No nos debe bastar el haber encontrado al Médico, debemos hacer llegar la noticia, a través de nuestro apostolado personal, a muchos que no saben que están enfermos o que piensan que sus males son incurables. Llevar a muchos a la Confesión es uno de los grandes encargos que Cristo nos hace en estos momentos en que verdaderas multitudes se han alejado de aquello que más necesitan: el perdón de sus pecados.

En ocasiones, tendremos que comenzar por una catequesis elemental, aconsejándoles quizá libros de fácil lectura y explicándoles, con un lenguaje que entiendan, los puntos fundamentales de la fe y de la moral. Les ayudaremos a ver que su tristeza y su vacío interior provienen de la ausencia de Dios en sus vidas. Con mucha comprensión les facilitaremos incluso el modo de hacer un examen de conciencia profundo, y les animaremos a que acudan al sacerdote, quizá el mismo con el que nosotros nos confesamos habitualmente, a que sean sencillos y humildes y cuenten todo lo que les aleja del Señor, que les está esperando. Nuestra oración, el ofrecer por ellos horas de trabajo y alguna mortificación, el confesarnos nosotros mismos con la frecuencia que tengamos prevista, atraerá de Dios nuevas gracias eficaces para esas personas que deseamos se acerquen al sacramento, a Cristo mismo.

Aquel día fue inolvidable para el leproso. Cada encuentro nuestro con Cristo es también inolvidable, y nuestros amigos, a quienes hemos ayudado en su caminar hasta Dios, jamás olvidarán la paz y la alegría de su encuentro con el Maestro. Y se convertirán a su vez en apóstoles que propagan la Buena Nueva, la alegría de confesarse bien. Nuestra Madre Santa María nos concederá, si acudimos a Ella, el gozo y la urgencia de comunicarlos grandes bienes que el Señor -Padre de las Misericordias- nos ha dejado en este sacramento.

 

 

 

(1) Mc 1, 40-45.- (2) Lc 5, 12.- (3) Lev 13, 1-2; 44-46.- (4) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 93.- (5) Cfr. SAN JUAN CRISOSTOMO, Homilías sobre San Mateo, 25, 2.- (6) SANTO CURA DE ARS, citado por Juan XXIII en Carta Sacerdotii nostri primordia.- (7) JUAN PABLO II, Homilía 17-II-1985.- (8) Cfr. Mt 9, 2 ss.- (9) JUAN PABLO II, Homilía en el estadio de Maracaná, Río de Janeiro, 2-VII-1980.- (10) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Camino, n. 142.- (11) Mc 1, 40.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. SEXTA SEMANA. DOMINGO CICLO C

45. Humildad personal y confianza en Dios.

- Sólo quien es humilde puede confiar de verdad en el Señor.

- El gran obstáculo de la soberbia. Manifestaciones.

- Ejercitarse en la virtud de la humildad.

 

I. Sé la roca de mi refugio, Señor, un baluarte donde se me salve..., rezamos en la Antífona de entrada de la Misa (1). Él es la fortaleza y la seguridad en medio de tanta debilidad como encontramos a nuestro alrededor y en nosotros mismos; Él es el agarradero firme en cada momento, a cualquier edad y en toda circunstancia. Bendito quien confía en el Señor y pone en Él su confianza, nos dice el profeta Jeremías en la Primera lectura, será un árbol plantado junto al agua, que junto a la corriente echa raíces; cuando llegue el estío no lo sentirá, su hoja estará verde; en año de sequía no se inquieta, no deja de dar fruto (2). Por el contrario, es maldito quien, apartando su corazón del Señor, confía en el hombre, y en la carne busca su fuerza. Su vida será estéril, como un cardo en la estepa. Sé la roca de mi refugio, Señor: la humildad personal y la confianza en Dios van siempre juntas. Sólo el humilde busca su dicha y su fortaleza en el Señor. Uno de los motivos por los que los soberbios tratan de buscar alabanzas con avidez, de sobreestimarse a sí mismos y se resienten ante cualquier cosa que pueda rebajarles en su propia estima o en la de otros, es la falta de firmeza interior: no tienen más punto de apoyo ni más esperanzas de felicidad que ellos mismos. Por esto son, con mucha frecuencia, tan sensibles a la menor crítica, tan insistentes en salirse con la suya, tan deseosos de ser conocidos, tan ansiosos de consideraciones. Se afianzan en sí mismos como el náufrago se agarra a una débil tabla, que no puede sostenerlo. Y sea lo que fuere lo que hayan logrado en la vida, siempre se encuentran inseguros, insatisfechos, sin paz. Un hombre así, sin humildad, sin confiar en su Padre Dios que le tiende continuamente sus brazos, habitará en la aridez del desierto, tierra salobre e inhóspita, como nos dice hoy la liturgia de la Misa. El soberbio se encuentra sin frutos, insatisfecho y sin la paz y felicidad verdaderas.

El cristiano tiene puesta en Dios su esperanza y, porque conoce y acepta su propia debilidad, no se fía mucho de lo propio. Sabe que en cualquier empresa deberá poner todos los medios humanos a su alcance, pero conoce bien que ante todo debe contar con su oración; y reconoce y acepta con alegría que todo lo que posee lo ha recibido de Dios. La humildad no consiste tanto en el propio desprecio -porque Dios no nos desprecia, somos obra salida de sus manos-, sino en el olvido de sí y en la preocupación sincera por los demás. Es la sencillez interior la que nos lleva a sentirnos hijos de Dios (3). "Cuando imaginamos que todo se hunde ante nuestros ojos, no se hunde nada, porque Tú eres, Señor, mi fortaleza (Sal 42, 2). Si Dios habita en nuestra alma, todo lo demás, por importante que parezca, es accidental, transitorio; en cambio, nosotros, en Dios, somos lo permanente" (4). En medio de nuestra debilidad -cualquiera que sea la forma en la que se presente- nos sentimos junto a Dios con una firmeza indestructible.

 

II. Los mayores obstáculos que el alma encuentra para seguir a Cristo y para ayudar a otros tienen su origen en el desordenado amor de sí mismo, que lleva unas veces a sobrevalorar las propias fuerzas y, otras, al desánimo y al desaliento, al ver los propios fallos y defectos. La soberbia se manifiesta frecuentemente en un monólogo interior, en el que los propios intereses se agrandan o desorbitan; el yo sale siempre enaltecido. En la conversación, el orgullo conduce al hombre a hablar de sí mismo y de sus propios asuntos y a buscar la estimación a toda costa. Algunos se empeñan en mantener su propia opinión, con razón y sin ella; no dejan pasar cualquier descuido ajeno sin corregirlo, y hacen difícil la convivencia. La forma más vil de resaltar la propia valía es aquella en la que se busca desacreditar a otros; a los orgullosos no les gusta escuchar alabanzas de los demás y están prontos a descubrir las deficiencias de quienes sobresalen. Tal vez su nota más característica estriba en que no pueden sufrir la contradicción o la corrección (5).

Quien está lleno de orgullo parece no necesitar mucho de Dios en sus trabajos, en sus quehaceres, incluso en su misma lucha ascética, por mejorar; exagera sus cualidades personales, cerrando los ojos para no ver sus defectos, y termina por considerar como una gran cualidad lo que en realidad es una desviación del buen criterio: se persuade, por ejemplo, de tener un espíritu amplio y generoso porque hace poco caso de las menudas obligaciones de cada día, y se olvida de que para ser fiel en lo mucho es necesario serlo en lo poco. Y llega por ese camino a creerse superior, rebajando injustamente las cualidades de otros que le superan en muchas virtudes (6).

San Bernardo señala diferentes manifestaciones progresivas de la soberbia (7): curiosidad -querer saberlo todo de todos-; frivolidad de espíritu, por falta de hondura en su oración y en su vida; alegría necia y fuera de lugar, que se alimenta frecuentemente de los defectos de otros, que ridiculiza; jactancia; afán de singularidad; arrogancia; presunción; no reconocer los propios fallos, aunque sean notorios; disimular las faltas en la Confesión...

El soberbio es poco amigo de conocer la auténtica realidad que anida en su corazón. Examinemos hoy en la oración si valoramos mucho la virtud de la humildad, si la pedimos al Señor con frecuencia, si nos sentimos constantemente necesitados de la ayuda de nuestro Padre Dios, en lo grande y en lo pequeño. Oh Dios -le decimos con el Salmista-, Tú eres mi Dios, te busco ansioso, en pos de Ti mi carne desfallece, tiene mi alma sed de Ti, como tierra seca, sedienta, sin agua (8). Puede servirnos de jaculatoria para repetir a lo largo de este día.

 

III. El olvido de sí es una condición indispensable para la santidad: sólo entonces podemos mirar a Dios como a nuestro Bien absoluto, y tenemos capacidad para preocuparnos de los demás. Junto a la oración, que es el primer medio que debemos poner siempre, hemos de ejercitarnos en esta virtud de la humildad; y esto en nuestros quehaceres, en la vida familiar, cuando estamos solos..., siempre. Procuremos no estar excesivamente pendientes de las cosas personales; la salud, el descanso, si nos estiman y aprecian, si nos tienen en cuenta... Procuremos hablar tan poco como sea posible de nosotros mismos, de los propios asuntos, de aquello que nos dejaría en buen lugar; evitemos la curiosidad, el afán de conocerlo todo y mostrar que se conoce; aceptemos la contradicción sin impaciencia, sin malhumor, ofreciéndola con alegría al Señor; procuremos no insistir sobre la propia opinión a no ser que la verdad o la justicia lo requieran, y entonces empleemos la moderación, pero también la firmeza; pasemos por alto los errores de otros, disculpándolos, y ayudémosles con caridad delicada a superarlos; aceptemos la corrección, aunque nos parezca injusta; cedamos en ocasiones a la voluntad de otros cuando no esté implicado el deber o la caridad; procuremos evitar siempre la ostentación de cualidades, bienes materiales, conocimientos...; aceptemos ser menospreciados, olvidados, no consultados en aquella materia en la que nos consideramos con más ciencia o con más experiencia; no busquemos ser estimados y admirados, rectificando la intención ante las alabanzas y los elogios. Sí debemos buscar mayor prestigio profesional, pero por Dios, no por orgullo ni por sobresalir.

Creceremos sobre todo en esta virtud cuando nos humillen y lo llevemos con alegría por Cristo (9), nos alegremos en el desprecio, seamos pacientes con los propios defectos, nos esforcemos en gloriarnos de las flaquezas junto al Sagrario, donde iremos a pedirle al Señor que nos dé su gracia y no nos abandone, y reconozcamos una vez más que no hay nada bueno en nosotros que no venga de Él, que lo personal es precisamente el obstáculo, lo que estorba para que el Espíritu Santo nos llene con sus dones. Aprenderemos a ser humildes frecuentando el trato con Jesús y con María. La meditación frecuente de la Pasión nos llevará a contemplar la figura de Cristo humillado y maltratado hasta el extremo por nosotros; ahí se encenderá nuestro amor y un vivo deseo de imitarle.

El ejemplo de nuestra Madre Santa María, Ancilla Domini, Esclava del Señor, nos moverá a vivir la virtud de la humildad. A ella acudimos al terminar nuestra oración, pues "es, al mismo tiempo, una madre de misericordia y de ternura, a la que nadie ha recurrido en vano; abandónate lleno de confianza en el seno materno; pídele que te alcance esta virtud que tanto apreció; no tengas miedo de no ser atendido, María la pedirá para ti de ese Dios que ensalza a los humildes y reduce a la nada a los soberbios; y como María es omnipotente cerca de su Hijo, será con toda seguridad oída" (10).

 

 

 

(1) Antífona de entrada. Sal 30, 3.- (2) Jer 17, 7-8.- (3) Cfr. E. BOYLAN, El amor supremo, Rialp, 2ª ed., Madrid 1957, vol II, p. 85.- (4) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Amigos de Dios, 92. - (5) Cfr. E. BOYLAN, loc. cit. - (6) Cfr. R. GARRIGOU-LAGRANGE, Las tres edades de la vida interior, vol. I, p. 442.- (7) SAN BERNARDO, Sobre los grados de la humildad, 10.- (8) Sal 63, 2.- (9) Cfr. J. ESCRIVA DE BALAGUER, Camino, n. 594.- (10) J. PECCI -León XIII-, Práctica de la humildad, pp. 85-86.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. SEXTA SEMANA. LUNES

46. El sacrificio de Abel.

- Para Dios ha de ser lo mejor de nuestra vida: amor, tiempo, bienes...

- Dignidad y generosidad en los objetos del culto.

- Amor a Jesús en el Sagrario.

 

I. Relata el libro del Génesis (1) que Abel presentaba a Yahvé las primicias y lo mejor de su ganado. Y le fue grata a Dios la ofrenda de Abel y no lo fue la de Caín, que no ofrecía lo mejor de lo que cosechaba.

Abel fue "justo", es decir, santo y piadoso. Lo que hace mejor la ofrenda de Abel no es su calidad objetiva, sino su entrega y generosidad. Por esto Dios miró con agrado sus víctimas y tal vez envió -según una antigua tradición judía- fuego para quemarlas en señal de aceptación (2).

También en nuestra vida lo mejor ha de ser para Dios. Hemos de presentar la ofrenda de Abel y no la de Caín. Para Dios ha de ser lo mejor de nuestro tiempo, de nuestros bienes, de nuestra vida. No podemos darle lo peor, lo que sobra, lo que no cuesta sacrificio o aquello que no necesitamos. Para Dios toda la vida, pero incluyendo los años mejores. Para el Señor toda nuestra hacienda, pero, cuando queramos hacerle una ofrenda, escojamos lo más preciado, como haríamos con una criatura de la tierra a la que estimamos mucho. El hombre no es sólo cuerpo ni sólo alma; porque está compuesto de ambos, necesita también manifestar a través de actos externos, sensibles, su fe y su amor a Dios. Dan pena esas personas que parecen tener tiempo para todo, pero que difícilmente lo tienen para Dios: para hacer un rato de oración, o una Visita al Santísimo, que apenas dura unos minutos... O bien disponen de medios económicos para tantas cosas y son mezquinos con Dios y con los hombres. Dar agranda siempre el corazón y lo ennoblece. De la mezquindad acaba saliendo un alma envidiosa, como la de Caín: no soportaba la generosidad de Abel.

"Es preciso ofrecer al Señor el sacrificio de Abel. Un sacrificio de carne joven y hermosa, lo mejor del rebaño: de carne sana y santa; de corazones que sólo tengan un amor: ¡Tú, Dios mío!; de inteligencias trabajadas por el estudio profundo, que se rendirán ante tu Sabiduría; de almas infantiles, que no pensarán más que en agradarte.

"-Recibe, desde ahora, Señor, este sacrificio en olor de suavidad" (3). Para Ti, Señor, lo mejor de mi vida, de mi trabajo, de mis talentos, de mis bienes..., incluso de los que podría haber tenido. Para Ti, mi Dios, todo lo que me has dado en la vida, sin límites, sin condiciones... Enséñame a no negarte nada, a ofrecerte siempre lo mejor.

Pidamos al Señor saber ofrecerle en cada situación, en toda circunstancia, lo mejor que tengamos en ese momento; pidámosle que haya muchas ofrendas y sacrificios como el de Abel: hombres y mujeres que se entreguen a Dios desde su juventud. Corazones que -a cualquier edad- sepan darle todo lo que se les pide, sin regateos, sin mezquindades... ¡Recibe, Señor, este sacrificio gustoso y alegre!

 

II. "Es bello considerar que el primer testimonio de fe en favor de Dios fue dado ya por un hijo de Adán y Eva y por medio de un sacrificio. Se explica, por tanto, que los Padres de la Iglesia vieran en Abel una figura de Cristo: por ser pastor, por ofrecer un sacrificio agradable a Dios, por derramar su sangre, por ser "mártir de la fe".

"La Liturgia, al renovar el Sacrificio de Cristo, pide a Dios que mire con mirada serena y bondadosa sobre las Ofrendas del Señor, así como miró sobre las ofrendas del "justo Abel" (Cfr. Misal Romano, Plegaria Eucarística I)" (4). Debemos ser generosos y amar todo lo que se refiere al culto de Dios, porque siempre será poco e insuficiente para lo que merece la infinita excelencia y bondad divina. Los cristianos debemos tener en este campo una delicadeza extrema y evitar la inconsideración y la tacañería: no ofreceréis nada defectuoso, pues no sería aceptable (5), nos advierte el Espíritu Santo.

Para Dios, lo mejor: un culto lleno de generosidad en los elementos sagrados que se utilicen, y con generosidad en el tiempo, el que sea preciso -no más-, pero sin prisas, sin recortar las ceremonias, o la acción de gracias privada después de acabada la Santa Misa, por ejemplo. El decoro, calidad y belleza de los ornamentos litúrgicos y de los vasos sagrados expresan que es para Dios lo mejor que tenemos, son signo del esplendor de la liturgia que la Iglesia triunfante tributa en el Cielo a la Trinidad, y son ayuda poderosa para reconocer la presencia divina entre nosotros. La tibieza, la fe endeble y desamorada tienden a no tratar santamente las cosas santas, perdiendo de vista la gloria, el honor y la majestad que corresponden a la Trinidad Beatísima.

"¿Recordáis aquella escena del Antiguo Testamento, cuando David desea levantar una casa para el Arca de la Alianza, que hasta ese momento era custodiada en una tienda? En aquel tabernáculo, Yahvé hacía notar su presencia de un modo misterioso, mediante una nube y otros fenómenos extraordinarios. Y todo esto no era más que una sombra, una figura. En cambio, el Señor se encuentra realmente presente en los tabernáculos donde está reservada la Santísima Eucaristía. Aquí tenemos a Jesucristo -¡cómo me enamora hacer un acto explícito de fe!- con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad. En el tabernáculo, Jesús nos preside, nos ama, nos espera" (6).

En la casa de Simón el fariseo, donde Jesús echó de menos las atenciones que era costumbre tener con los invitados, quedó patente la cuestión del dinero empleado en las cosas de Dios. Mientras Jesús está contento por las muestras de arrepentimiento que recibe de aquella mujer, Judas murmura y calcula el gasto -para él inútil- que se está realizando. Aquella misma tarde decidió traicionarle. Le vendió por una cantidad aproximada a lo que costaba el perfume derramado: treinta siclos de plata, unos trescientos denarios. "Aquella mujer que en casa de Simón el leproso, en Betania, unge con rico perfume la cabeza del Maestro, nos recuerda el deber de ser espléndidos en el culto de Dios.

"-Todo el lujo, la majestad y la belleza me parecen poco.

"-Y contra los que atacan la riqueza de vasos sagrados, ornamentos y retablos, se oye la alabanza de Jesús: "opus enim bonum operata est in me" -una buena obra ha hecho conmigo" (7).

También el Señor, ante la entrega de nuestra vida, ante la generosidad manifestada de mil modos (tiempo, bienes...), debe poder decir: una buena obra ha hecho conmigo, ha manifestado su amor en obras.

 

III. Cuando nace Jesús, no dispone siquiera de la cuna de un niño pobre. Con sus discípulos, no tiene en ocasiones dónde reclinar la cabeza. Morirá desprendido de todo ropaje, en la pobreza más absoluta; pero cuando su Cuerpo exánime es bajado de la Cruz y entregado a los que le quieren y le siguen de cerca, éstos le tratan con veneración, respeto y amor. José de Arimatea se encargará de comprar un lienzo nuevo, donde será envuelto, y Nicodemo los aromas precisos. San Juan, quizá asombrado, nos ha dejado la gran cantidad de éstos: como unas cien libras, más de treinta kilogramos. No le enterraron en el cementerio común, sino en un huerto, en una sepultura nueva, probablemente la que el mismo José había preparado para sí. Y las mujeres vieron el monumento y cómo fue depositado su cuerpo. A la vuelta a la ciudad prepararon nuevos aromas... Cuando el Cuerpo de Jesús queda en manos de los que le quieren, todos porfían por ver quién tiene más amor.

En nuestros Sagrarios está Jesús, ¡vivo!, como en Belén o en el Calvario. Se nos entrega para que nuestro amor lo cuide y lo atienda con lo mejor que podamos, y esto a costa de nuestro tiempo, de nuestro dinero, de nuestro esfuerzo: de nuestro amor.

La reverencia y el amor se han de manifestar en la generosidad con todo aquello que se refiere al culto. Ni siquiera con pretexto de caridad hacia el prójimo se puede faltar a la caridad con Dios, ni es de alabar una generosidad con los pobres, imágenes de Dios, si se hace a expensas del decoro en el culto a Dios mismo, y mucho menos si no va acompañada de sacrificio personal. Si amamos a Dios, crecerá nuestro amor al prójimo, con obras y de verdad. No es cuestión de mero precio, ni en materia así caben simples cálculos aritméticos; no se trata de defender la suntuosidad, sino la dignidad y el amor a Dios, que también se expresa materialmente (8). ¿Tendría sentido que hubiera medios económicos para construir lugares de diversión y de recreo con buenos materiales, incluso lujosos, y que para el culto divino sólo se encontraran lugares, no pobres, sino pobretones, fríos, desangelados? Entonces tendría razón el poeta, cuando dice que la desnudez de algunas iglesias es "la manifestación al exterior de nuestros pecados y defectos: debilidad, indigencia, timidez en la fe y en el sentimiento, sequedad del corazón, falta de gusto por lo sobrenatural..." (9).

La Iglesia, velando por el honor de Dios, no rechaza soluciones distintas a las de otras épocas, bendice la pobreza limpia y acogedora -¡qué estupendas iglesias, sencillas pero muy dignas, hay en algunas aldeas de pocos medios económicos y de mucha fe!-; lo que no se admite es el descuido, el mal gusto, el poco amor a Dios que supone dedicar al culto ambientes u objetos que -si se pudiera- no se admitirían en el hogar de la propia familia.

Es lógico que los fieles corrientes ayuden, de mil maneras diferentes, para que se cuide y se conserve con esmero lo referente al culto divino. Los signos litúrgicos, y cuanto se refiere a la liturgia, entra por los ojos. Los fieles deben salir fortalecidos en su fe después de una ceremonia litúrgica, con más alegría y animados a amar más a Dios.

Pidamos a la Santísima Virgen que aprendamos a ser generosos con Dios como lo fue Ella, en lo grande y en lo pequeño, en la juventud y en la madurez..., que sepamos ofrecer, como Abel, lo mejor que tengamos en cada momento y en todas las circunstancias de la vida.

 

 

 

(1) Primera lectura. Año I. Cfr. Gen 4, 1-5, 25.- (2) SAGRADA BIBLIA, Epístola a los Hebreos, EUNSA, Pamplona 1987, nota a 11, 4.- (3) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Forja, n. 43.- (4) SAGRADA BIBLIA, Epístola a los Hebreos, EUNSA, loc. cit .- (5) Lev 22, 20.- (6) A. DEL PORTILLO, Homilía 20-VII-1986.- (7) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Camino, n. 527.- (8) Cfr. CONC. VAT. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 124.- (9) PAUL CLAUDEL, Ausencia y presencia.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. SEXTA SEMANA. MARTES

47. La tarea salvadora de la Iglesia.

- La Iglesia, lugar de salvación instituido por Jesucristo.

- La oración por la Iglesia.

- Por el Bautismo somos constituidos instrumentos de salvación en el propio ambiente.

 

I. Narra el Génesis que al ver el Señor cómo crecía la maldad del hombre y que su modo de pensar era siempre perverso, se arrepintió de haberlo creado, y consideraba borrarlo de la superficie de la tierra (1). Pero, una vez más, la paciencia de Dios se puso de manifiesto y decidió salvar al género humano en la figura de Noé. El Señor dijo a Noé: Entra en el arca con toda tu familia, pues tú eres el único justo que he encontrado en tu generación. Después vino el diluvio, con el que Dios castigó a los demás, a causa de su mala conducta.

Los Padres de la Iglesia vieron en Noé la figura de Jesucristo, que será el principio de una creación nueva. En el arca vislumbraron la imagen de la Iglesia, que flota sobre las aguas de este mundo y acoge dentro de ella a cuantos quieren salvarse (2). San Agustín nos dice: "En el símbolo del diluvio, en el que los justos fueron salvados en el arca, está profetizada la futura Iglesia, que salva de la muerte en este mundo por medio de Cristo y del misterio de la Cruz" (3). El arca de Noé fue el lugar de salvación. Y San Agustín continúa diciendo que "quienes fueron salvados en el arca representan el misterio de la futura Iglesia, que se salva del naufragio por la madera de la Cruz" (4). El grupo de justos salvados del diluvio en el arca es un presagio de la futura comunidad de Cristo (5).

El mismo Señor, antes de su Ascensión a los Cielos, entregó a sus Apóstoles sus propios poderes en orden a la salvación del mundo (6). El Maestro les habló con la majestad propia de Dios: Se me ha dado todo poder en el Cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos míos a todos los pueblos...; y la Iglesia comenzó enseguida, con autoridad divina, a ejercer su poder salvador.

Imitando la vida de Cristo, que pasó haciendo el bien (7), confortando, sanando, enseñando, la Iglesia procura hacer el bien allí donde está. Es abundante, a lo largo de la historia, la iniciativa de los cristianos y de variadísimas instituciones de la Iglesia por remediar los males de los hombres, por prestar una ayuda humana a los necesitados, enfermos, refugiados, etc. Esa ayuda humana es y será siempre grande, pero, al mismo tiempo, es algo muy secundario; por la misión recibida de Cristo, Ella aspira a mucho más: a dar a los hombres la doctrina de Cristo y llevarlos a la salvación. "Ya todos -a aquellos de cualquier forma menesterosos, y a los que piensan gozar de la plenitud de los bienes de la tierra- la Iglesia viene a confirmar una sola cosa esencial, definitiva: que nuestro destino es eterno y sobrenatural, que sólo en Jesucristo nos salvamos para siempre, y que sólo en Él alcanzaremos ya de algún modo en esta vida la paz y la felicidad verdaderas" (8).

 

II. Diariamente ha de ocupar un lugar de primer orden en nuestras oraciones la persona del Romano Pontífice, su tarea en servicio de la Iglesia universal, la ayuda que le prestan sus colaboradores más inmediatos: Dominus conservet eum, et vivificet eum, et beatum faciat eum in terra, et non tradat eum in animam inimicorum eius (9), nos enseña a pedir la liturgia. Es abrumador el peso que, con solicitud paterna, ha de llevar sobre sí el Vicario de Cristo: si consideramos en la presencia de Dios, si advertimos -no es difícil, al conocer comentarios de la prensa laicista, de otros medios de comunicación, etc.- la resistencia con que le combaten los enemigos de la fe; si conocemos la presión de los que abominan del afán apostólico de los cristianos y se oponen a la tarea evangelizadora que impulsa constantemente el Papa, pediremos fervientemente al Señor que conserve al Romano Pontífice, que lo vivifique con su aliento divino, que lo haga santo y lo llene de sus dones, que lo proteja de modo especialísimo. En el Evangelio de la Misa de hoy (10) el Señor advierte a sus discípulos que estén alerta y se guarden de una levadura: la de los fariseos y de Herodes. No se refiere aquí a la levadura buena que han de ser sus discípulos, sino a otra, capaz también de transformar la masa desde dentro, pero para mal. La hipocresía farisaica y la vida desordenada de Herodes, que sólo se movía por ambiciones personales, eran un mal fermento que contagiaba a la masa de Israel, corrompiéndola.

Tenemos el gratísimo deber de pedir cada día que todos los fieles cristianos seamos verdadera levadura en medio de un mundo alejado de Dios, que la Iglesia puede salvar. "Estos tiempos son tiempos de prueba y hemos de pedir al Señor, con un clamor que no cese (Cfr. Is 58, 1), que los acorte, que mire con misericordia a su Iglesia y conceda nuevamente la luz sobrenatural a las almas de los pastores y a las de todos los fieles" (11). No podemos dejar a un lado este deber filial con nuestra Madre la Iglesia, misteriosamente necesitada de protección y de ayuda: "Ella es Madre... una madre debe ser amada" (12).

Es grande el daño que produce en las almas la mala levadura de la doctrina adulterada y de desdichados ejemplos, aumentados y aireados por gentes sectarias. Cuando nos encontremos ante la doctrina falsa, ante situaciones quizá escandalosas, debemos hacer examen y preguntarnos: ¿qué he hecho yo por sembrar buena doctrina?, ¿cómo es mi conducta en el cumplimiento de mis deberes profesionales?, ¿qué hago para que mis hijos, mis hermanos, mis amigos adquieran la doctrina de Jesucristo?, ¿cómo son mi oración y mi mortificación por la Iglesia? Hemos de pedir también -son muchas las personas que lo hacen a diario en la Santa Misa, en el rezo del Santo Rosario y en otras ocasiones- por los Pastores todos de la Iglesia de Dios: junto al Papa, los Obispos. Es antiquísima la oración con que los fieles encomendamos al Señor al Ordinario del lugar: Stet et pascat in fortitudine tua, Domine, in sublimitate nominis tui. Siempre es grande la necesidad del favor divino que los Pastores de la Iglesia requieren para llevar adelante su misión. Tenemos la responsabilidad de ayudarles, y para ello pedimos que el Señor les sostenga y les ayude a apacentar su grey con la fortaleza divina y con la suavidad y altísima sabiduría que viene del Cielo. Cada día, en la Santa Misa, con estas u otras palabras recogidas en las demás Plegarias Eucarísticas, reza el sacerdote: "A ti, pues, Padre misericordioso, te pedimos humildemente (...), ante todo, por tu Iglesia santa y católica, para que le concedas la paz, la protejas, la congregues en la unidad y la gobiernes en el mundo entero, con tu servidor el Papa..., con nuestro obispo..., y todos aquellos que, fieles a la verdad, promueven la fe católica y apostólica" (13). Así podemos acordarnos de las intenciones del Papa, de los Obispos, de rezar por los sacerdotes, por los religiosos y por todo el Pueblo de Dios; también por quien más necesitado esté en el Cuerpo Místico de Cristo, viviendo con naturalidad el dogma de la Comunión de los Santos.

 

III. En una carta de San Juan Leonardi al Papa Pablo V, quien le pedía algunos consejos para revitalizar al Pueblo de Dios, decía el santo: "Por lo que mira a estos remedios, ya que han de ser comunes a toda la Iglesia (...), habría que fijar la atención primeramente en todos aquellos que están al frente de los demás, para que así la reforma comenzara por el punto desde donde debe extenderse a las otras partes del cuerpo. Habría que poner un gran empeño en que los cardenales, los patriarcas, los arzobispos, los obispos y los párrocos, a quienes se ha encomendado directamente la cura de almas, fuesen tales que se les pudiera confiar con toda seguridad el gobierno de la grey del Señor" (14). Nosotros no dejemos de pedir cada día por su santidad: que amen cada día más a Jesús presente en la Sagrada Eucaristía, que recen con piedad cada vez mayor a la Santísima Virgen, que sean fuertes, caritativos, que tengan amor a los enfermos, que cuiden esmeradamente la enseñanza del Catecismo, que den un testimonio claro de desprendimiento, de sobriedad...

Pero la Iglesia somos todos los bautizados, y todos somos instrumentos de salvación para los demás cuando procuramos permanecer unidos a Cristo con el cumplimiento fiel de nuestros deberes religiosos: la Santa Misa, la oración, la presencia de Dios durante el día...; cuando estamos unidos a la persona y a las intenciones del Romano Pontífice y del Obispo de la diócesis; cuando somos ejemplares en el cumplimiento de nuestros deberes profesionales, familiares, cívicos; con un apostolado eficaz en el entramado de relaciones en el que discurre nuestra vida. Este apostolado se hace más urgente cuanta más cizaña encontramos en nuestro camino, cuando percibamos el efecto de esa mala levadura de la que habla el Señor.

Avivemos nuestra fe. El Pueblo de Dios -enseña el Concilio Vaticano II- ha de abarcar el mundo entero, reuniendo a todos los hombres dispersos, desorientados. Y para ello envió Dios a su Hijo, a quien constituyó heredero universal, para que fuera Maestro, Sacerdote y Rey nuestro (15). Hoy podemos recordar el Salmo II, que proclama la realeza de Cristo, y pedimos a Dios Padre que sean muchas las almas en las que reine el Señor, muchos los pueblos que acojan la palabra de salvación que proclama la Iglesia, ya que también a Ella -como nos recuerda la Constitución Lumen gentium- le han sido dadas en heredad todas las naciones.

 

 

 

(1) Primera lectura. Año I. Gen 6, 5-8; 7, 1-5. 10.- (2) Hech 2, 40.- (3) SAN AGUSTIN, De catechizandis rudibus, 18.- (4) Ibídem, 27.- (5) M. SCHMAUS, Teología Dogmática, vol. IV, p. 77.- (6) Mt 28, 18-20.- (7) Cfr. Hech 10, 38.- (8) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Amar a la Iglesia, Palabra, Madrid 1986, p. 28.- (9) Enchiridion Indulgentiarum, 1986. Aliae concessiones, n. 39.- (10) Mc 8, 14-21.- (11) J. ESCRIVA DE BALAGUER, o. c. , p. 55.- (12) JUAN PABLO II, Homilía 7-XI-1982.- (13) MISAL ROMANO, Ordinario de la Misa. Canon Romano.- (14) SAN JUAN LEONARDI, Cartas al Papa Pablo V para la reforma de la Iglesia .- (15) CONC. VAT. II, Const. Lumen gentium, 13.- (16) Cfr. ibídem.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. SEXTA SEMANA. MIÉRCOLES

48. Con la mirada limpia.

- La guarda de la vista.

- En medio del mundo, sin ser mundanos.

- Un cristiano no asiste a lugares o espectáculos que desdicen de su condición de discípulo de Cristo

 

I. Llegó Jesús a Betsaida con sus discípulos, y enseguida le llevaron un ciego para que lo tocara. El Señor tomó de la mano al ciego y lo sacó fuera de la aldea, y allí hizo lodo con saliva y lo puso en sus ojos; a continuación le impuso las manos y le preguntó si veía algo. El ciego, alzando la mirada, dijo: Veo a los hombres como árboles que andan. Y después de imponerle de nuevo las manos, el ciego comenzó a ver, de manera que veía con claridad todas las cosas (1).

Las curaciones del Señor solían ser instantáneas. Ésta, sin embargo, tuvo un pequeño proceso, porque quizá la fe del ciego al comienzo era débil, y Jesús quería curar a la vez alma y cuerpo (2). Ayudó a este hombre, al que con tanta piedad tomó de la mano, para que su fe se fortaleciera. Pasar de no tener luz alguna a ver algo borroso ya era algo, pero el Maestro quería darle una mirada clara y penetrante para que pudiera contemplar las maravillas de la creación. Muy probablemente, lo primero que vio con claridad aquel ciego fue el rostro de Jesús, que le miraba complacido.

Lo sucedido con este hombre ciego para las cosas materiales nos puede servir para considerar la ceguera espiritual; con frecuencia nos encontramos a muchos ciegos espirituales que no ven lo esencial: el rostro de Cristo, presente en la vida del mundo. El Señor habló muchas veces de este tipo de ceguera, cuando decía a los fariseos que eran ciegos (3) o cuando se refería a quienes tienen los ojos abiertos pero no ven (4). Es un gran don de Dios mantener la mirada limpia para el bien, para encontrar a Dios en medio de los propios quehaceres, para ver a los hombres como hijos de Dios, para penetrar en lo que verdaderamente vale la pena..., incluso para contemplar, junto a Dios y desde Dios, la belleza divina que dejó como un rastro en las obras de la creación. Por otra parte, es necesario tener la mirada limpia para que el corazón pueda amar, para mantenerlo joven, como Dios desea.

Muchos hombres no están ciegos del todo, pero tienen una fe muy débil y una mirada apagada para el bien, que apenas vislumbran en el horizonte de su vida. Estos cristianos apenas se dan cuenta del valor de la presencia de Cristo en la Sagrada Eucaristía, el inmenso bien del sacramento de la Penitencia, el valor infinito de una sola Misa, la belleza del celibato apostólico... Les falta limpieza de alma y una mayor vigilancia en la guarda de los sentidos -que son como las puertas del alma-, y de modo particular de la vista.

El alma que comienza a tener vida interior aprecia el tesoro que lleva en su corazón y cada día evita con más esmero la entrada en el alma de imágenes que imposibiliten o entorpezcan el trato con Dios. No se trata de "no ver" -porque necesitamos la vista para andar en medio del mundo, para trabajar, para relacionarnos-, sino de "no mirar" lo que no se debe mirar, de ser limpios de corazón, de vivir sin rarezas el necesario recogimiento. Y esto al ir por la calle, en el ambiente en el que nos movemos, en las relaciones sociales. Mirada limpia no sólo en aquello que se refiere directamente a la lujuria -que ciega para los bienes sobrenaturales, e incluso para los auténticos valores humanos-, sino en otros campos que también caen dentro de la "concupiscencia de los ojos": afán de poseer ropas, objetos, determinadas comidas o bebidas... La lámpara del cuerpo es el ojo. Si tu ojo es sencillo, todo tu cuerpo estará iluminado. Pero si tu ojo es malicioso, todo tu cuerpo estará en tinieblas (5).

¡Qué pena si alguna vez -por no haber sido delicadamente fieles en esta materia- en vez de ver el rostro de Cristo con claridad vislumbráramos sólo una imagen desdibujada y lejana! Examinemos hoy en nuestra oración cómo vivimos esa "guarda de la vista", tan necesaria para la vida sobrenatural, para ver a Dios. Quien no tiene esa mirada limpia, su visión es borrosa y frecuentemente deforme.

 

II. El cristiano ha de saber -poniendo los medios necesarios- quedar a salvo de esa gran ola de sensualidad y consumismo que parece querer arrasarlo todo. No tenemos miedo al mundo porque en él hemos recibido nuestra llamada a la santidad, ni tampoco podemos desertar, porque el Señor nos quiere como fermento y levadura; los cristianos "somos una inyección intravenosa puesta en el torrente circulatorio de la sociedad" (6). Pero estar en medio del mundo no quiere decir ser frívolos y mundanos: no te pido que los saques del mundo -pidió Jesús al Padre-, sino que los preserves del mal (7). Debemos estar vigilantes, con una auténtica vida de oración y sin olvidar que las pequeñas mortificaciones -y las grandes, cuando lleguen y cuando el Señor las pida- han de mantenernos siempre en guardia, como el soldado que no se deja vencer por el sueño, porque es mucho lo que depende de su vigilia.

Los Apóstoles alertaron a quienes se convertían a la fe para que vivieran la doctrina y la moral de Cristo, en un ambiente pagano bastante parecido al que en estos tiempos nos rodea (8). Si alguno no luchara de una manera decidida sería arrastrado por ese clima de materialismo y de permisivismo. Incluso en los países de honda tradición cristiana es patente cómo se han extendido modos de vivir y de pensar en oposición abierta con las exigencias morales de la fe cristiana y hasta de la misma ley natural.

Los propagadores del nuevo paganismo han encontrado un eficaz aliado en esas diversiones de masas, que ejercen un gran influjo en el ánimo de los espectadores. Con mayor abundancia en los últimos años, proliferan estos espectáculos que, bajo las más variadas excusas o sin excusa alguna, fomentan la concupiscencia y un estado interior de impureza que da lugar a muchos pecados internos y externos contra la castidad. A un alma que viviera en ese clima sensual le sería imposible seguir a Cristo de cerca... y quizá tampoco de lejos. No es raro que, junto a la procacidad e impureza en la forma o en el fondo, esas representaciones traten de ridiculizar la religión y las verdades más santas del Cristianismo, y hagan alarde de irreligiosidad y de ateísmo, con un lenguaje blasfemo o unas actitudes irreverentes.

Los Santos Padres utilizaron en su predicación palabras duras para apartar a los primeros cristianos de los espectáculos y diversiones inmorales (9). Y aquellos fieles supieron prescindir -con soltura, porque así lo pedían los nuevos ideales que habían encontrado al conocer a Cristo- de los esparcimientos que podían desdecir de su afán de santidad o poner en peligro su alma, hasta el punto de que, no pocas veces, los paganos se daban cuenta de la conversión de un amigo, de un pariente o de un vecino porque dejaba de asistir a aquellos espectáculos (10), poco coherentes o abiertamente opuestos a la delicadeza de conciencia de una persona que ha encontrado en su vida a Cristo.

¿Ocurre con nosotros algo semejante? ¿Sabemos cortar con diversiones, o dejamos de asistir a lugares que desdicen de un cristiano? ¿Cuidamos la fe y la santa pureza de los hijos, de los hermanos más pequeños, por ejemplo cuando un programa de televisión es inconveniente? Pidamos al Señor una delicada conciencia para apartar con firmeza, sin titubeos, lo que nos separe de Él o enfríe nuestro afán de seguirle.

 

III. El Cristianismo no ha cambiado: Jesucristo es el mismo ayer, y hoy y siempre (11), y nos pide la misma fidelidad, fortaleza y ejemplaridad que pedía a los primeros discípulos. También ahora deberemos navegar contra corriente en muchas ocasiones; y pueden darse situaciones que quizá nuestros amigos no entiendan en un primer momento, pero que frecuentemente son el primer paso para acercarlos al Señor y para que se decidan a vivir una honda vida cristiana.

Nuestra lealtad con Dios nos ha de llevar a evitar las ocasiones de peligro para el alma. Por esto, antes de ver la televisión o de acudir a una diversión hay que tener la seguridad de que no será ocasión de pecado. En la duda debemos prescindir de esos entretenimientos, y si -por estar mal informados- se asistiera a un espectáculo que desdice de la moral, la conducta que sigue un buen cristiano es levantarse y marcharse: si tu ojo derecho te es ocasión de escándalo, arráncatelo y tíralo lejos de ti (12). No asistir o marcharse, sin miedo a "parecer raros" o poco naturales, pues lo poco natural en un seguidor de Jesucristo es precisamente lo contrario.

Para vivir como verdaderos cristianos debemos pedir al Señor la virtud de la fortaleza, de no transigir con nosotros mismos y saber hablar con claridad a los demás, sin miedo al qué dirán, aunque parezca que no van a entender lo que les decimos. Las palabras, acompañadas del ejemplo y de una actitud llena de seguridad y de alegría, les ayudarán a comprender y a buscar una vida más firme, una mejor formación. Y si alguno objetara que está inmune al influjo de esas diversiones, cuando sea oportuno le podremos recordar cómo, de modo imperceptible, se va creando en el alma una corteza que impide el trato con Dios y la delicadeza y respeto que exige todo amor humano verdadero. Cuando alguien dice que no le hace daño asistir a esos lugares o ver esos programas, quizá es señal precisamente de que él necesita más que otros abstenerse de ellos. Posiblemente tiene ya el alma endurecida y los ojos nublados para el bien.

Además de no asistir, de no contribuir ni con una sola moneda al mal, y poner de su parte, cada uno según sus posibilidades, los medios para evitarlo, los cristianos deben contribuir positivamente a que existan espectáculos y diversiones sanas y limpias que sirvan para descansar del trabajo, para relacionarse y conocerse, para cultivar amenamente el espíritu, etc.

San José, fiel a su vocación de custodio y protector de Jesús y de María, los amó con amor purísimo. Pidámosle hoy que sepamos nosotros, con fortaleza, poner los medios que sean necesarios para poder contemplar a Dios con una mirada clara y penetrante; que sepamos amar a las criaturas con hondura y limpieza, según la peculiar vocación recibida de Dios.

 

 

 

(1) Cfr. Mc 8, 22-26.- (2) Cfr. SAGRADA BIBLIA, Santos Evangelios, EUNSA, 2ª ed., Pamplona 1985, nota a Mc 8, 22-26.- (3) Mt 15, 14.- (4) Cfr. Mc 4, 12; Jn 9, 39.- (5) Mt 6, 22-23.- (6) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Carta 19-III-1934.- (7) Jn 17, 15.- (8) Cfr. Rom 13, 12-14.- (9) Cfr. SAN JUAN CRISOSTOMO, Homilías sobre el Evangelio de San Mateo, 6, 7.- (10) Cfr. TERTULIANO, Sobre los espectáculos, 24.- (11) Cfr. Heb 13, 8.- (12) Mt 5, 29.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. SEXTA SEMANA. JUEVES

49. La Misa, centro de la vida cristiana.

- Participación de los fieles en el sacrificio eucarístico.

- El "alma sacerdotal" del cristiano y la Santa Misa.

- Vivir la Misa a lo largo del día. Preparación.

 

I. Caminaba Jesús con sus discípulos hacia las aldeas de Cesarea de Filipo; en el camino preguntó a quienes le acompañaban: ¿Quién dicen los hombres que soy yo? (1). Y los Apóstoles, con toda sencillez, le cuentan lo que se hablaba de Él: unos decían que Juan el Bautista, otros que Elías y otros que uno de los Profetas. Corrían sobre Jesús las opiniones más variadas. Entonces Él se dirige a los suyos de una manera abierta y amable, y les dice: ¿Y vosotros quién decís que soy yo? No les pide una opinión más o menos favorable, sino la firmeza de la fe. Después de tanto tiempo con ellos han de saber quién es Él, sin titubeos, con seguridad. Pedro respondió enseguida: Tú eres el Cristo. También a nosotros tiene el Señor derecho a pedirnos una clara confesión de fe -con palabras y con obras- en medio de un mundo en el que parece cosa normal la confusión, la ignorancia y el error. Mantenemos nosotros con Jesús un estrecho vínculo, que nació en el Bautismo y que ha crecido día a día. En este sacramento se estableció una íntima y profunda unión con Cristo, porque en él recibimos su mismo Espíritu y fuimos elevados a la dignidad de hijos de Dios. Se trata de una comunión de vida mucho más profunda que la que pudiera darse entre dos seres humanos cualesquiera. Así como la mano unida al cuerpo está llena de la corriente de vida que fluye de todo el cuerpo, de modo semejante el cristiano está lleno de la vida de Cristo (2). Él mismo nos enseñó, con una bella imagen, la forma en que estamos unidos a Él: Yo soy la vid; vosotros los sarmientos... (3). Y es tan fuerte la unión a la que podemos llegar todos los cristianos, si luchamos por la santidad, que podremos llegar a decir: Vivo, pero no yo; es Cristo quien vive en mí (4). Esta cercanía con Jesucristo nos debe llenar de alegría, pues si somos parte viva del Cuerpo Místico de Cristo participamos en todo lo que Cristo realiza.

En cada Misa, Cristo se ofrece todo entero, también juntamente con la Iglesia, que es su Cuerpo Místico, formado por todos los bautizados. Por esta unión con Cristo a través de la Iglesia, los fieles ofrecen el sacrificio juntamente con Él, y con Él se ofrecen también a sí mismos: participan, por tanto, de la Misa como oferentes y como ofrendas. Sobre el altar, Jesucristo hace presentes a Dios Padre los padecimientos redentores y meritorios que soportó en la Cruz, y también los de sus hermanos. ¿Cabe mayor intimidad, mayor unión con Cristo? ¿Cabe mayor dignidad? La Santa Misa, bien vivida, puede cambiar la propia existencia. "Teniendo en nuestras almas los mismos sentimientos de Cristo en la Cruz, conseguiremos que nuestra vida entera sea una reparación incesante, una asidua petición y un permanente sacrificio para toda la humanidad, porque el Señor os dará un instinto sobrenatural para purificar todas las acciones, elevarlas al orden de la gracia y convertirlas en instrumento de apostolado" (5).

Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? En el sacrificio eucarístico conocemos bien a Cristo. Allí se hace firme nuestra fe, y nos fortalecemos para confesar abiertamente que Jesucristo es el Mesías, el Unigénito de Dios, que ha venido para la salvación de todos.

 

II. La Santa Misa es ofrecida por los sacerdotes y también por los fieles, pues "por el carácter que se imprimió en sus almas en el momento del Bautismo participan del sacerdocio mismo de Cristo" ( 6), aunque esta participación sea esencialmente diferente de la de quienes han recibido el sacramento del Orden (7).

Sólo por las palabras del sacerdote -en cuanto representa a Cristo-, en el momento de la Consagración se hace presente el mismo Cristo sobre el altar, pero todos los fieles participan en esa oblación que se hace a Dios Padre para bien de toda la Iglesia. Juntamente con el sacerdote ofrecen el sacrificio, uniéndose a sus intenciones de petición, de reparación, de adoración y de acción de gracias; más aún, se unen al mismo Cristo, Sacerdote eterno, y a toda la Iglesia (8).

En la Misa podemos ofrecer cada día todas las cosas creadas (9) y todas nuestras obras: el trabajo, el dolor, la vida familiar, la fatiga y el cansancio, las iniciativas apostólicas que queremos llevar a cabo en ese día... El Ofertorio es un momento muy adecuado para presentar nuestras ofrendas personales, que se unen entonces al sacrificio de Cristo. ¿Qué ponemos cada día en la patena del sacerdote?, ¿qué encuentra allí el Señor? Llevados por ese "alma sacerdotal", que nos mueve a identificarnos más con Cristo en medio de la vida corriente, no sólo ofreceremos las realidades de nuestra existencia, sino que nos ofreceremos a nosotros mismos, en lo más íntimo de nuestro ser.

Orad, hermanos, para que este sacrificio, mío y vuestro, sea agradable a Dios, Padre todopoderoso. El Señor reciba de tus manos este sacrificio, para alabanza y gloria de su Nombre, para nuestro bien y el de toda su santa Iglesia (10); debemos llenar de contenido, y de oración personal, ésta como otras oraciones que se repiten en cada Misa. Acudimos a la Misa para hacer nuestro su Sacrificio único, de infinito valor. Nos lo apropiamos y nos presentamos ante la Trinidad Beatísima revestidos de los incontables méritos de Jesucristo, aspirando con certeza al perdón, a una mayor gracia en el alma y a la vida eterna; adoramos con la adoración de Cristo, satisfacemos con los méritos de Jesús, pedimos con Su voz, siempre eficaz. Todo lo suyo se hace nuestro. Y todo lo nuestro se hace suyo: oración, trabajo, alegrías, pensamientos y deseos, que entonces adquieren una dimensión sobrenatural y eterna. Todo cuanto hacemos adquiere valor en la medida en que se ofrece con Cristo, Sacerdote y Víctima, sobre el altar. Cuando buscamos esta intimidad con el Señor, "en la propia vida se entrelaza lo humano con lo divino. Todos nuestros esfuerzos -aun los más insignificantes- adquieren un alcance eterno, porque van unidos al sacrificio de Jesús en la Cruz" (11).

Nuestra participación en la Misa culmina en la Sagrada Comunión, la más plena identificación con Cristo que jamás pudimos soñar. Nunca los Apóstoles, antes de la institución de la Sagrada Eucaristía, en los años en los que recorrieron Palestina con Jesús, pudieron gustar una intimidad con Él como la que tenemos nosotros después de comulgar. Pensemos ahora cómo es nuestra Misa, cómo son nuestras comuniones. Si procuramos prepararlas bien, si rechazamos con prontitud cualquier distracción voluntaria, si hacemos muchos actos de fe y de amor, si en nuestra alma se hace realidad, en frecuentes momentos, esa exclamación llena de fe de San Pedro: Tú eres el Cristo.

 

III. La Misa es el más importante y provechoso de nuestros encuentros personales con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, pues toda la Trinidad se encuentra presente en el sacrificio eucarístico, y es el mejor modo, y el más grato a Dios, de corresponder al amor divino. La Misa es "el centro y la raíz de la vida espiritual del cristiano" (12). De modo semejante a como los radios de un círculo convergen, todos, en su centro, así todas nuestras acciones, nuestras palabras y pensamientos han de centrarse en el Sacrificio del Altar. Allí adquiere valor redentor todo lo que hacemos. Por eso ayuda tanto a la vida cristiana el renovar el ofrecimiento de obras durante la Misa; ofrecemos todo lo que vamos haciendo en el transcurso de la jornada, uniéndolo con la intención a la Misa del día siguiente o a la que en aquel momento se está celebrando en el lugar más cercano, o en cualquier parte del mundo. Así, nuestro día, de un modo misterioso pero real, forma parte de la Misa: es, en cierto modo, una prolongación del Sacrificio del Altar; nuestra existencia y nuestro quehacer es como materia del sacrificio eucarístico, al que se orienta y en el que se ofrece. La Santa Misa centra y ordena así el día, con sus alegrías y pesares. Las mismas flaquezas se purifican en cuanto forman parte de una vida ofrecida a Dios.

El trabajo estará mejor realizado si pensamos que lo hemos puesto en la patena del sacerdote, o si en ese momento nos unimos internamente a otra Misa, en la que no podemos estar corporalmente. Y ocurrirá lo mismo con las demás realidades del día: los pequeños sacrificios de toda vida familiar, la fatiga y el dolor... A la vez, el mismo trabajo y todas las incidencias de la jornada son una excelente preparación para la Misa del día siguiente, preparación que procuraremos intensificar en esos momentos más cercanos a la celebración, echando a un lado toda rutina. "No os acostumbréis nunca a celebrar o a asistir al Santo Sacrificio: hacedlo, por el contrario, con tanta devoción como si se tratara de la única Misa de vuestra vida: sabiendo que allí está siempre presente Cristo, Dios y Hombre, Cabeza y Cuerpo, y, por tanto, junto a Nuestro Señor, toda su Iglesia" (13).

Para conseguir los frutos que el Señor nos quiere dar en cada Misa, debemos, además, cuidar la preparación del alma, la participación en los ritos litúrgicos, que ha de ser consciente, piadosa y activa (14). Para ello, debemos cuidar la puntualidad, que es la primera muestra de delicadeza para con Dios y para con los demás fieles, el arreglo personal, el modo de estar sentados o de rodillas..., como quien está ante su Amigo, pero también ante su Dios y su Señor, con la reverencia y el respeto debido, que es señal de fe y de amor. Y seguir los ritos de la acción litúrgica, haciendo propias las aclamaciones, los cantos, los silencios -oración callada-..., sin prisas, llenando de actos de fe y de amor toda la Misa, pero particularmente el momento de la Consagración, viviendo cada una de las partes (pidiendo de corazón perdón al rezar el acto penitencial, escuchando con atención las lecturas...).

Y si vivimos con piedad, con amor, el Santo Sacrificio, saldremos a la calle con una inmensa alegría, firmemente dispuestos a mostrar con obras la vibración de nuestra fe: ¡Tú eres el Cristo! Muy cercana a Jesús encontraremos a Santa María, que estuvo presente al pie de la Cruz y participó de un modo pleno y singular en la Redención. Ella nos enseñará los sentimientos y las disposiciones con que debemos vivir el sacrificio eucarístico, donde se ofrece su Hijo.

 

 

 

(1) Mc 8, 27-33.- (2) Cfr. M. SCHMAUS, Teología dogmática, vol. V, p. 42 ss.- (3) Jn 15, 15.- (4) Cfr. Gal 2, 20.- (5) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Carta 2-II-1945.- (6) PIO XII, Enc. Mediator Dei, 20-XI-1947, n. 23.- (7) Cfr. CONC. VAT. II, Const. Lumen gentium, 10.- (8) Cfr. PIO XII, loc. cit., n. 24.- (9) Cfr. PABLO VI, Instr. Eucharisticum mysterium, 6.- (10) MISAL ROMANO, Ordinario de la Misa.- (11) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Vía Crucis, Rialp, Madrid 1981, X, n. 5.- (12) IDEM, Es Cristo que pasa, 87; Cfr. CONC. VAT. II, Decr. Presbyterorum ordinis, 14.- (13) J. ESCRIVA DE BALAGUER Carta 28-III-1955.- (14) Cfr. CONC. VAT. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 48.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. SEXTA SEMANA. VIERNES

50. Humildad.

- Contar con Dios.

- El egoísmo y la soberbia.

- Para crecer en la humildad.

 

I. Leemos en el Génesis (1) cómo los hombres se habían empeñado en un colosal proyecto que debería ser, a la vez, un símbolo y el centro de unidad del género humano, mediante la construcción de la gran ciudad de Babel y de una formidable torre. Pero aquella obra no se llevó a término, y los hombres se encontraron más dispersos que antes, divididos entre sí, confundido su lenguaje, incapaces de ponerse de acuerdo... "¿Por qué falló aquel ambicioso proyecto? ¿Por qué se cansaron en vano los constructores? Porque los hombres habían puesto como señal y garantía de la deseada unidad solamente una obra de sus manos, olvidando la acción del Señor" (2). El Papa Juan Pablo II, al comentar este texto de la Sagrada Escritura, relaciona el pecado de estos hombres, "que quieren ser fuertes y poderosos sin Dios, o incluso contra Dios", con el de nuestros primeros padres, que tuvieron la pretensión engañosa de ser como Él (3); es la soberbia, que está en la raíz de todo pecado y que tiene manifestaciones tan diversas. En la narración de Babel, la exclusión de Dios no aparece como enfrentamiento con Dios, "sino como olvido e indiferencia ante Él; como si Dios no mereciese ningún interés por el ámbito del proyecto operativo y asociativo. Pero en ambos casos la relación con Dios es rota con violencia" (4).

Nosotros debemos recordar con frecuencia que Dios ha de ser en todo momento la referencia constante de nuestros deseos y proyectos, y que la tendencia a dejarse llevar por la soberbia perdura en el corazón de todo hombre, de toda mujer, hasta el momento mismo de su muerte. Esa soberbia nos incita a "ser como Dios", aunque sea en el pequeño ámbito de nuestros intereses, o a prescindir de Él, como si no fuera nuestro Creador y Salvador, del que dependemos en el ser y en el existir. Lo mismo que en la narración de los hechos de Babel, una de las primeras consecuencias de la soberbia es la desunión: en la misma familia, entre hermanos, amigos, colegas, vecinos...

El soberbio tiende a apoyarse exclusivamente -como los constructores de Babel- en sus propias fuerzas, y es incapaz de levantar su mirada por encima de sus cualidades y éxitos; por eso se queda siempre a ras de tierra. De hecho, el soberbio excluye a Dios de su vida, "como si no mereciese ningún interés": no le pide ayuda, no le da gracias; tampoco experimenta la necesidad de pedir apoyo y consejo en la dirección espiritual, a través de la cual llega en tantas ocasiones la fuerza y la luz de Dios. Se encuentra solo y débil, aunque él se crea fuerte y capaz de grandes obras; también por eso es imprudente y no evita las ocasiones en las que pone en peligro la salud del alma. Dios -enseña el Apóstol Santiago- da su gracia a los humildes y resiste a los soberbios (5). Muchas veces se ha dicho que la soberbia es el mayor enemigo de la santidad, por ser origen de gran número de pecados y porque priva de innumerables gracias y méritos delante del Señor (6); es, a la vez, el gran enemigo de la amistad, de la alegría, de la verdadera fortaleza...

No queramos prescindir del Señor en nuestros proyectos. "Él es el fundamento y nosotros el edificio; Él es el tallo de la cepa y nosotros las ramas (...). Él es la vida y nosotros vivimos por Él (...); es la luz y disipa nuestra oscuridad" (7). Nuestra vida no tiene sentido sin Cristo; no debe tener otro fundamento. Todo quedaría desunido y roto si no acudiéramos a Él en nuestras obras.

 

II. La humildad está en el fundamento de todas las virtudes y constituye el soporte de la vida cristiana. A esta virtud se opone la soberbia y su secuela inevitable de egoísmo. La persona egoísta hace de sí la medida de todas las cosas, hasta llegar a la actitud que San Agustín señala como el origen de toda desviación moral: "el amor propio hasta el desprecio de Dios" (8). El egoísta no sabe amar: busca siempre recibir, porque en el fondo sólo se quiere a sí mismo. No sabe ser generoso ni agradecido, y cuando da, lo hace calculando el posible beneficio que le reportará. No sabe dar sin esperar nada a cambio. En el fondo, el egoísta desprecia a los demás.

La soberbia es, en efecto, la raíz del egoísmo, que es una de sus primeras manifestaciones; en este vicio se encuentra el principio de toda maldad (9). El egoísta (mirar todo en cuanto me reporta algún beneficio) y la soberbia (la falsa valoración de las cualidades propias y el deseo desordenado de gloria) son vicios que se confunden frecuentemente, y en ellos se encuentra de alguna manera el desorden radical de donde arrancan todos los pecados, porque el origen de todo pecado es la soberbia (10), y el comienzo de la soberbia del hombre es apartarse de Dios (11).

Cuántas veces hemos experimentado en nuestra vida personal la realidad de aquella enseñanza de Santa Catalina de Siena: el alma no puede vivir sin amar y cuando no ama a Dios se ama desordenadamente a sí misma, y este amor desgraciado "oscurece y encoge la mirada de la inteligencia, que deja de ver claro y sólo se mueve en una falsa claridad. La luz con que la inteligencia ve en adelante las cosas es un engañoso brillo del bien, del falso placer al cual se inclina ahora el amor... De él no saca el alma otro fruto que soberbia e impaciencia" (12).

Con la gracia de Dios, hemos de vivir vigilantes, combatiendo la soberbia en sus variadas manifestaciones: la vanidad y la vanagloria (a veces muy señaladas en los pensamientos inútiles, en los que se es frecuentemente el centro, el héroe, el que triunfa en toda situación), el desprecio de los demás (manifestado en burlas, ironías, juicios negativos..., intervenciones intemperantes en la conversación, sintiéndose siempre en la necesidad de puntualizar o de poner el punto final). El soberbio suele ser desagradecido, y no habla sino de sí, de su persona y de sus cosas, que es en el fondo lo único que le interesa...

"Hemos de pedir al Señor que no nos deje caer en esta tentación. La soberbia es el peor de los pecados y el más ridículo. Si logra atenazar con sus múltiples alucinaciones, la persona atacada se viste de apariencia, se llena de vacío, se engríe como el sapo de la fábula, que hinchaba el buche, presumiendo, hasta que estalló. La soberbia es desagradable, también humanamente: el que se considera superior a todos y a todo, está continuamente contemplándose a sí mismo y despreciando a los demás, que le corresponden burlándose de su vana fatuidad" (13).

No permitas, Señor, que caiga en ese desgraciado estado, en el que no contemplo tu rostro amable ni veo tampoco tantas virtudes y buenas cualidades que poseen quienes me rodean.

 

III. Para levantar el elevado edificio de la vida cristiana debemos tener un gran deseo de ahondar en la virtud de la humildad: pidiéndosela al Señor, siendo sinceros ante nuestras equivocaciones, errores y pecados, ejercitándonos en actos concretos de desasimiento del propio yo... De ella nacen incontables frutos y está relacionada con todas las virtudes, pero de modo particular con la alegría, la fortaleza, la castidad, la sinceridad, la sencillez, la afabilidad y la magnanimidad; la persona humilde tiene una especial facilidad para la amistad y, por tanto, para el apostolado; sin humildad no es posible vivir la caridad.

Para ser más humildes debemos estar dispuestos a aceptar la humillación que suponen aquellos defectos que no logramos superar, las flaquezas diarias... Muchos días, quizá con más atención en determinadas temporadas, nos puede ayudar a la hora del examen alguna de estas preguntas: "¿supe ofrecer al Señor, como expiación, el mismo dolor, que siento, de haberle ofendido ¡tantas veces!?; ¿le ofrecí la vergüenza de mis interiores sonrojos y humillaciones, al considerar lo poco que adelanto en el camino de las virtudes?" (14). Y luego, las humillaciones de fuera, las que no esperábamos o las que nos parecen injustas, ¿las llevamos por Cristo? (15).

Si buscamos la roca firme para edificar que es la humildad de Nuestro Señor, cada día encontramos incontables ocasiones para ejercitarla: hablar sólo lo necesario -o mejor un poco menos- de nosotros mismos, ser agradecidos por los pequeños favores de quienes están a nuestro lado, considerando que nada merecemos, agradecer a Dios los innumerables beneficios que recibimos, querer hacer la vida más amable a quienes encontramos a lo largo de la jornada, rechazar los pensamientos inútiles de vanidad o de vanagloria, no perder las ocasiones de prestar pequeños servicios en la vida familiar, en el trabajo, en cualquier parte; dejarse ayudar, pedir consejo, ser muy

 sincero con uno mismo -pidiendo ayuda al Señor para no justificar los pecados y las faltas, aquellas cosas que nos humillan y de las que tenemos que pedir perdón, a veces, a los demás-, con Dios y en la dirección espiritual, donde también encontramos a Jesús...

Poniendo los ojos en Cristo, encontramos también el desasimiento necesario para rectificar, que es camino de humildad, en las muchas cosas en que podemos habernos equivocado (porque nos faltaban datos, o ha cambiado alguno de ellos, o no habíamos profundizado en el problema...).

Aprendamos esta virtud contemplando la vida de Santa María. Dios hizo en Ella cosas grandes ""quia respexit humilitatem ancillae suae" -porque vio la bajeza de su esclava...

"-¡Cada día me persuado más de que la humildad auténtica es la base sobrenatural de todas las virtudes! "Hablad con Nuestra Señora, para que Ella nos adiestre a caminar por esa senda" (16).

 

 

 

(1) Primera lectura,. Año I. Gen 11, 1-9.- (2) JUAN PABLO II, Exhor. Apost. Reconciliatio et Paenitentia, 2-XII-1984, 13.- (3) Cfr. Gen 3, 5.- (4) JUAN PABLO II, o. c., 14.- (5) Sant 4, 6.- (6) Cfr. R. GARRIGOU-LAGRANGE, Las tres edades de la vida interior, vol. I, pp. 445-446.- (7) SAN JUAN CRISOSTOMO, Homilía sobre la 1ª Epístola a los Corintios, 8.- (8) SAN AGUSTIN, Sobre la ciudad de Dios, 14, 28.- (9) SANTO TOMAS, Suma Teológica, 1-2, q. 77, a. 4 c.- (10) Eclo 10, 15.- (11) Ibídem, 10, 14.- (12) SANTA CATALINA DE SIENA, El Diálogo, 51.- (13) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Amigos de Dios, 100.- (14) IDEM, Forja, n. 153.- (15) Cfr. IDEM, Camino, n. 594.- (16) IDEM, Surco, n. 289.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. SEXTA SEMANA. SABADO

51. Los propósitos de la oración.

- Jesús nos habla en la oración.

- No desalentarnos si alguna vez parece que el Señor no nos oye... Él nos atiende siempre y llena el alma de frutos.

- Propósitos concretos y bien determinados.

 

I. Subió Jesús al Tabor con tres de sus discípulos más íntimos, Pedro, Santiago y Juan, que más tarde habrían de acompañarle en Getsemaní (1). Allí oyeron la voz inefable del Padre: Éste es mi hijo, el Amado, escuchadle. Y luego, mirando a su alrededor, ya no vieron a nadie, sino a Jesús con ellos.

 En Cristo tiene lugar la plenitud de la Revelación. En su palabra y en su vida se contiene todo lo que Dios ha querido decir a la humanidad y a cada hombre. En Jesús encontramos todo lo que debemos saber acerca de nuestra propia existencia, en Él entendemos el sentido de nuestro vivir diario. En Cristo se nos ha dicho todo; a nosotros nos toca escucharle y seguir el consejo de Santa María: Haced lo que Él os diga (2). Ésa es nuestra vida: oír lo que Jesús nos dice en la intimidad de la oración, en los consejos de la dirección espiritual y a través de los acontecimientos y sucesos que Él manda o permite, y llevar a cabo lo que Él quiere de nosotros. "Por esto -enseña San Juan de la Cruz-, el que ahora quisiese preguntar a Dios, o querer alguna visión o revelación, no sólo haría una necedad, sino haría agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer otra alguna cosa o novedad. Porque le podría responder Dios de esta manera, diciendo: "Si te tengo ya habladas todas las cosas en mi Palabra, que es mi Hijo, y no tengo otra, ¿qué te puedo yo ahora responder o revelar que sea más que eso? Pon los ojos sólo en Él, porque en Él te lo tengo dicho y revelado, y hallarás en Él aún más de lo que pides y deseas (...); oídle a Él, porque ya no tengo más fe que revelar, ni más cosas que manifestar"" (3).

A la oración hemos de ir a hablar con Dios, pero también a escuchar sus consejos, inspiraciones y deseos acerca del trabajo, de la familia, de los amigos, a quienes debemos acercar a Él. Porque en la oración hablamos a Dios y Él nos habla mediante esos impulsos que nos llevan a mejorar en el cumplimiento de los deberes diarios, a ser más audaces en el apostolado, y nos da luces para resolver -según su querer divino- las cuestiones que se presentan.

Nuestra Madre Santa María -a quien por ser hoy sábado podemos honrar con particular cariño a lo largo del día- nos enseña a escuchar a su Hijo, a considerar las cosas en nuestro corazón como Ella, según lo hace constar por dos veces el Evangelio (4). "Fue la ponderación de las cosas en el corazón lo que hizo que, a compás del tiempo, fuera creciendo la Virgen María en la comprensión del misterio, en santidad, en unión de Dios. Nuestra Señora, contrariamente a la impresión habitual que existe entre nosotros, no se lo encontró todo hecho en su camino hacia Dios, pues le fueron exigidos esfuerzos y fue sometida a pruebas que ningún nacido de mujer -excepto su Hijo- hubiera podido atravesar" (5). En la intimidad con Dios, conoció lo que quería de Ella; allí penetró más y más en el misterio de la Redención, y en la oración encontró sentido a los acontecimientos de su vida: la alegría inmensa e incomparable de su vocación, la misión de José, la pobreza de Belén, la llegada de los Magos, la zozobra de la huida precipitada a Egipto, la búsqueda dolorosa y el feliz encuentro de Jesús cuando éste tenía doce años, la normalidad de los días de Nazaret... La Virgen oraba y comprendía. Así nos ocurrirá a nosotros si aprendemos a tratar con intimidad a Jesús.

 

II. Éste es mi Hijo, el Amado, escuchadle... Muchas veces debemos oírle, y también preguntarle sobre aquello que no entendemos, que nos sorprende, o sobre las decisiones que hayamos de tomar. Le preguntaremos: Señor, en este asunto, ¿qué quieres que haga?, ¿qué te es más grato?, ¿cómo puedo vivir mejor mi trabajo?, ¿qué esperas de este amigo?, ¿cómo puedo ayudarle?... Y si sabemos estar atentos, oiremos esas palabras de Jesús que nos invitan a una mayor generosidad y nos alumbran para movernos según el querer de Dios. Verdaderamente, podemos decir a Jesús en nuestra oración de hoy: Tu palabra es para mis pies una lámpara, la luz de mi sendero (6), sin la cual andaría dando tropezones, sin rumbo y sin sentido. Guíame, Señor, en mis caminos y no me dejes en medio de tanta oscuridad.

A la oración sincera, con rectitud de intención, y sencilla, como habla un hijo con su padre, un amigo con su amigo, "están siempre atentos los oídos de Dios" (7). Él nos oye siempre, aunque en alguna ocasión tengamos la impresión de que no nos atiende. Como cuando Bartimeo gritaba a Jesús a la salida de Jericó y éste seguía adelante sin pararse ante los ruegos del ciego (8), o en aquella otra ocasión en la que los discípulos piden al Señor que atienda a la mujer sirofenicia que les sigue sin dejar de suplicar por su hija enferma (9). Jesús conocía muy bien el deseo de estas personas y la fe que, con aquella perseverancia en la oración, se hacía más firme y sincera. Él está atento a lo que decimos, interesado en nuestros asuntos, recibe las alabanzas, las acciones de gracias que le dirigimos, los actos de amor, las peticiones, y nos habla, nos abre caminos nuevos, nos sugiere propósitos... En ocasiones será la oración una conversación sin palabras, como ocurre a veces con amigos que se aprecian y se conocen de verdad. Pero, aun sin palabras, ¡se pueden decir tantas cosas!...

Con frecuencia nos ayudará considerar en la oración que somos los amigos más íntimos de Jesús, como los Apóstoles, que nos ha llamado a servirle desde nuestro lugar de trabajo, y con quien hemos de tratar muchos asuntos, como aquellos que le seguían. "El Señor, después de enviar a sus discípulos a predicar, a su vuelta, los reúne y les invita a que vayan con Él a un lugar solitario para descansar... ¡Qué cosas les preguntaría y les contaría Jesús ! Pues... el Evangelio sigue siendo actual" (10). Y también nosotros debemos prestar atención a Jesús que nos habla en la intimidad de la oración.

El Señor deja en el alma abundantes frutos, aunque a veces nos pasen inadvertidos; habla entonces de modo apenas perceptible, pero nos da siempre su luz y su ayuda, sin la cual no saldríamos adelante. Procuremos rechazar cualquier distracción voluntaria, veamos qué debemos cuidar para mejorar ese rato de conversación con el Señor (guarda de los sentidos, mortificación en lo habitual de cada día, poner más atención en la oración preparatoria, pedir más ayudas...) y seguir el ejemplo de los santos, que perseveraron en su oración a pesar de las dificultades. "Muy muchas veces -recuerda Santa Teresa-algunos años tenía más cuenta con desear se acabase la hora que tenía por mí de estar y escuchar cuando daba el reloj, que no en otras cosas buenas; y hartas veces no sé qué penitencia grave se me pusiera delante que no la acometiera de mejor gana que recogerme a tener oración" (11). No la dejemos nunca nosotros, aunque alguna vez nos resulte árida, seca y costosa.

"También aprovecha -señala San Pedro de Alcántara- considerar que tenemos el Ángel de la guarda a nuestro lado, y en la oración mejor que en otra parte, porque allí está él para ayudarnos y llevar nuestras oraciones al Cielo y defendernos del enemigo" (12).

Éste es mi Hijo, el Amado, escuchadle... Jesús nos habla en la oración. Y la Virgen, nuestra Madre, nos señala cómo hemos de proceder: Haced lo que Él os diga..., nos aconseja, como a los sirvientes de Caná. Porque hacer lo que Jesús nos va diciendo cada día en la oración personal y a través de la dirección espiritual es encontrar la llave que permite abrir las puertas del Reino de los Cielos, es situarse en la línea de esos deseos de Dios sobre la propia existencia. Y cuando somos dóciles a esas insinuaciones y consejos hallamos que nuestra vida se colma de frutos, como aquellos sirvientes de Caná, quienes, por su obediencia a las palabras de nuestra Madre Santa María, encontraron las tinajas de piedra llenas de espléndido vino.

Acudamos a Ella y pidámosle que nos enseñe a hablar con Jesús y a saber escucharle; renovemos el propósito firme de poner cada vez más empeño en la oración; examinemos si estamos atentos a lo que quiera decirnos en ese diálogo.

 

III. Haced lo que Él os diga... Las palabras de la Virgen son una invitación permanente para llevar a cabo los propósitos que cada día nos sugiere el Señor en nuestra oración personal.

Estos propósitos deben estar bien determinados para que sean eficaces, para que se plasmen en realidades o, al menos, en el empeño porque así sea: "planes concretos, no de sábado a sábado, sino de hoy a mañana, y de ahora a luego" (13).

Muchas veces se referirán a cosas pequeñas de mejora en el trabajo, en el trato con los demás, en procurar aumentar en ese día la presencia de Dios al ir por la calle o en medio de la familia...

Otras veces nos habla el Señor a través de los consejos recibidos en la dirección espiritual, que serán de ordinario el principal empeño por mejorar y tema frecuente de oración. Así cada día, cada semana, casi sin darnos cuenta, el querer divino irá señalando nuestros pasos como una brújula indica al caminante el sendero que lleva hasta la meta. El fin de nuestro viaje es Dios, a Él queremos encaminarnos con seguridad, sin titubeos, sin retrasos, con toda nuestra voluntad. Nuestra primera misión es aprender a escuchar, a conocer esa voz divina que se va manifestando en la vida. Los propósitos diarios y esos puntos de lucha bien determinados -el examen particular- nos llevarán de la mano hasta la santidad, si no dejamos de luchar con empeño.

Hoy podemos ir hasta el Señor a través de Nuestra Señora, quizá diciendo más jaculatorias, rezando mejor el Santo Rosario, deteniéndonos con más amor en la breve contemplación de cada misterio. "Cómo enamora la escena de la Anunciación. -María -¡cuántas veces lo hemos meditado! -está recogida en oración..., pone sus cinco sentidos y todas sus potencias al hablar con Dios. En la oración conoce la Voluntad divina; y con la oración la hace vida de su vida: ¡no olvides el ejemplo de la Virgen!" (14). A Ella le suplicamos hoy que nos dé un oído atento para escuchar la voz de su Hijo, que se nos manifiesta en momentos bien determinados. Éste es mi Hijo, el Amado, escuchadle. También a Ella le pedimos un mayor empeño por llevar a la práctica los propósitos de la oración y los consejos recibidos en la dirección espiritual.

 

 

 

(1) Mc 9, 1-2.- (2) Jn 2, 5.- (3) SAN JUAN DE LA CRUZ, Subida al Monte Carmelo, 2, 22, 5.- (4) Lc 2, 19; 2, 51.- (5) F. SUAREZ, La Virgen Nuestra Señora, pp. 198-199.- (6) Prov 30, 5.- (7) SAN PEDRO DE ALCANTARA, Tratado de la oración y meditación, 1, 4.- (8) Cfr. Mc 10, 46 ss.- (9) Cfr. Mt 15, 21 ss.- (10) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Surco, n. 470.- (11) SANTA TERESA, Vida, 8, 3.- (12) SAN PEDRO DE ALCANTARA, o. c., II, 4, aviso 5º.- (13) Cfr. J. ESCRIVA DE BALAGUER, o. c., n. 222.- (14) Ibídem, n. 481.