TIEMPO ORDINARIO. QUINTA SEMANA

 

DOMINGO CICLO A

34. Ser luz con el ejemplo.

- Los cristianos debemos ser sal y luz en medio del mundo. El ejemplo ha de ir por delante.

- Ejemplaridad en la vida familiar, profesional, etc.

- Ejemplares en la caridad y en la templanza. Para nada sirve la sal insípida.

 

I. En el Evangelio de la Misa de este domingo (1) nos habla el Señor de nuestra responsabilidad ante el mundo: Vosotros sois la sal de la tierra...Vosotros sois la luz del mundo. Y nos lo dice a cada uno, a quienes queremos ser sus discípulos.

La sal da sabor a los alimentos, los hace agradables, preserva de la corrupción y era un símbolo de la sabiduría divina. En el Antiguo Testamento se prescribía que todo lo que se ofreciera a Dios llevase la sal (2), significando la voluntad del oferente de que fuera agradable. La luz es la primera obra de Dios en la creación (3), y es símbolo del mismo Señor, del Cielo y de la Vida. Las tinieblas, por el contrario, significan la muerte, el infierno, el desorden y el mal.

Los discípulos de Cristo son la sal de la tierra: dan un sentido más alto a todos los valores humanos, evitan la corrupción, traen con sus palabras la sabiduría a los hombres. Son también luz del mundo, que orienta y señala el camino en medio de la oscuridad. Cuando viven según su fe, con su comportamiento irreprochable y sencillo, brillan como luceros en el mundo (4), en medio del trabajo y de sus quehaceres, en su vida corriente. En cambio, ¡cómo se nota cuando el cristiano no actúa en la familia, en la sociedad, en la vida pública de los pueblos! Cuando el cristiano no lleva la doctrina de Cristo allí donde se desarrolla su vida, los mismos valores humanos se vuelven insípidos, sin trascendencia alguna, y muchas veces se corrompen.

Cuando miramos a nuestro alrededor nos parece como si, en muchas ocasiones, los hombres hubieran perdido la sal y la luz de Cristo. "La vida civil se encuentra marcada por las consecuencias de las ideologías secularizadas, que van, desde la negación de Dios o la limitación de la libertad religiosa, a la preponderante importancia atribuida al éxito económico respecto a los valores humanos del trabajo y de la producción; desde el materialismo y el hedonismo, que atacan los valores de la familia prolífica y unida, los de la vida recién concebida y la tutela moral de la juventud, a un "nihilismo" que desarma la voluntad para afrontar problemas cruciales como los de los nuevos pobres, emigrantes, minorías étnicas y religiosas, recto uso de los medios de información, mientras arma las manos del terrorismo" (5). Hay muchos males que se derivan de "la defección de bautizados y creyentes de las razones profundas de su fe y del vigor doctrinal y moral de esa visión cristiana de la vida, que garantiza el equilibrio a personas y comunidades" (6). Se ha llegado a esta situación -en la que es preciso evangelizar de nuevo a Europa y al mundo (7)- por el cúmulo de omisiones de tantos cristianos que no han sido sal y luz, como el Señor les pedía.

Cristo nos dejó su doctrina y su vida para que los hombres encuentren sentido a su existencia y hallen la felicidad y la salvación. No puede ocultarse una ciudad situada en lo alto de un monte; ni se enciende una luz para ponerla debajo del celemín, sino sobre un candelero a fin de que alumbre a todos los de la casa, nos sigue diciendo el Señor en el Evangelio de la Misa. Alumbre así vuestra luz ante los hombres para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos. Y para eso es necesario, en primer lugar, el ejemplo de una vida recta, la limpieza de conducta, el ejercicio de las virtudes humanas y cristianas en la vida sencilla de todos los días. La luz, el buen ejemplo, ha de ir por delante.

 

II. Frente a esa marea de materialismo y de sensualidad que ahoga a los hombres, el Señor "quiere que de nuestras almas salga otra oleada -blanca y poderosa, como la diestra del Señor-, que anegue, con su pureza, la podredumbre de todo materialismo y neutralice la corrupción, que ha inundado el Orbe: a eso vienen -y a más- los hijos de Dios" (8), a llevar a Cristo a tantos que conviven con nosotros, a que Dios no sea un extraño en la sociedad.

Transformaremos de verdad el mundo -comenzando por ese mundo quizá pequeño en el que se lleva a cabo nuestra actividad y en el que se despiertan nuestras ilusiones- si la enseñanza comienza con el testimonio de la vida personal: si somos ejemplares, competentes y honrados en el trabajo profesional; en la familia, dedicando a los hijos, a los padres, el tiempo que necesitan; si nos ven alegres, también en medio de la contradicción y del dolor; si somos cordiales..., "creerán a nuestras obras más que a cualquier otro discurso" (9) y se sentirán atraídos a la vida que muestran nuestras acciones. El ejemplo prepara la tierra en la que fructificará la palabra. Sin nada que no sea propio de cristianos corrientes, podemos mostrar lo que significa seguir de verdad al Señor en el quehacer cotidiano, como hicieron los primeros cristianos. San Pablo lo urgía así a los fieles de os conjuro a que os portéis de una manera digna de la vocación a la que habéis sido llamados (10).

Nos han de conocer como hombres y mujeres leales, sencillos, veraces, alegres, trabajadores, optimistas; nos hemos de comportar como personas que cumplen con rectitud sus deberes y que saben actuar en todo momento como hijos de Dios, que no se dejan arrastrar por cualquier corriente. La vida del cristiano constituirá entonces una señal por la que conocerán el espíritu de Cristo. Por eso, debemos preguntarnos con frecuencia en nuestra oración personal si nuestros compañeros de trabajo, nuestros familiares y amigos, al presenciar nuestras acciones, se ven movidos a glorificar a Dios, porque ven en ellas la luz de Cristo: será un buen signo de que hay luz en nosotros y no oscuridad, amor a Dios y no tibieza. "Él -nos dice el Papa Juan Pablo II- tiene necesidad de vosotros... De algún modo le prestáis vuestro rostro, vuestro corazón, toda vuestra persona, convencidos, entregados al bien de los demás, servidores fieles del Evangelio. Entonces será Jesús mismo el que quede bien; pero si fueseis flojos y viles, oscureceríais su auténtica identidad y no le haríais honor" (11). No perdamos nunca de vista esta realidad: los demás han de ver a Cristo en nuestro sencillo y sereno comportamiento diario: en el trabajo, en el descanso, al recibir buenas o malas noticias, cuando hablamos o permanecemos en silencio... Y para esto es necesario seguir muy de cerca al Maestro.

 

III. En la Primera lectura (12), el Profeta Isaías enumera una serie de obras de misericordia, que darán al cristiano la posibilidad de manifestar la caridad de su corazón, y que consisten en amar a los demás como nos ama el Señor (13): compartir el pan y el techo, vestir al desnudo, desterrar los gestos amenazadores y las maledicencias. Entonces -canta el Salmo responsorial- romperá tu luz como la aurora (...), brillará tu luz en las tinieblas, tu oscuridad se volverá mediodía (14). La caridad ejercida a nuestro alrededor, en las circunstancias más diferentes, será un testimonio que atraerá a muchos a la fe de Cristo, pues Él mismo dijo: En esto conocerán que sois mis discípulos (15). Las mismas normas corrientes de la convivencia, que para muchas personas se quedan en algo exterior y sólo las practican porque hacen más fácil el trato social, para los cristianos deben ser fruto también de la caridad -de su unión con Dios, que llena de contenido sobrenatural esos gestos-, manifestación externa de aprecio y de interés. "Ahora adivino -escribe Santa Teresa de Lisieux- que la verdadera caridad consiste en soportar todos los defectos del prójimo, en no extrañar sus debilidades, en edificarse con sus menores virtudes; pero he aprendido especialmente que la caridad no debe quedar encerrada en el fondo del corazón, pues no se enciende una luz para ponerla debajo de un celemín, sino sobre un candelero a fin de que alumbre a todos los de la casa. Me parece que esta antorcha representa la caridad que debe iluminar y alegrar no sólo a aquellos que más quiero, sino a todos los que están en la casa" (16), a toda la familia, a cada uno de los que comparten nuestro trabajo... Caridad que se manifestará en muchos casos a través de las formas usuales de la educación y de la cortesía.

Otro aspecto importante, en el que los cristianos hemos de ser esa sal y luz de la que nos habla el Señor, es la templanza y la sobriedad. Nuestra época "se caracteriza por la búsqueda del bienestar material a cualquier coste, y por el correspondiente olvido -mejor sería decir miedo, auténtico pavor- de todo lo que pueda causar sufrimiento. Con esta perspectiva, palabras como Dios, pecado, cruz, mortificación, vida eterna..., resultan incomprensibles para gran cantidad de personas, que desconocen su significado y su contenido" (17). Por ello, es particularmente urgente dar testimonio generoso de templanza y de sobriedad, que manifiestan el señorío de los hijos de Dios, utilizando los bienes "según las necesidades y deberes, con la moderación del que los usa, y no del que los valora demasiado y se ve arrastrado por ellos" (18).

Le pedimos hoy a la Virgen que sepamos ser sal, que impide la corrupción de las personas y de la sociedad, y luz, que no sólo alumbra sino que calienta, con la vida y con la palabra; que estemos siempre encendidos en el amor, no apagados; que nuestra conducta refleje con claridad el rostro amable de Jesucristo. Con la confianza que Ella nos inspira, pidamos en la intimidad de nuestro corazón: Señor Dios nuestro, tú que hiciste de tantos santos una lámpara que a la vez ilumina y da calor en medio de los hombres, concédenos caminar con ese encendimiento de espíritu, como hijos de la luz (19).

 

 

 

(1) Mt 5, 13-16.- (2) Cfr. Lev 2, 13.- (3) Gen 1, 1-5.- (4) Cfr. Flp, 2, 15.- (5) JUAN PABLO II, Discurso 9-XI-1982.- (6) Ibídem.- (7) IDEM, Discurso 11-X-1985.- (8) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Forja, n. 23.- (9) SAN JUAN CRISOSTOMO, Homilías sobre San Mateo, 15, 9.- (10) Ef 4, 1.- (11) JUAN PABLO, II Homilía 29-V-1983.- (12) Is 58, 7-10.- (13) Cfr. Jn 15, 12.- (14) Cfr. Sal 3, 4-5- (15) Cfr. Jn 13, 35.- (16) SANTA TERESA DE LISIEUX, Historia de un alma, IX, 24.- (17) A. DEL PORTILLO, Carta 25-XII-1985, n. 4.- (18) SAN AGUSTIN, Sobre las costumbres de la Iglesia católica, 1, 21.- (19) Cfr. Oración colecta de San Bernardo Abad.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. QUINTA SEMANA. DOMINGO CICLO B

35. Difundir la verdad.

- Urgencia y responsabilidad de llevar la doctrina del Señor a todos los ambientes.

- El apostolado y el proselitismo nacen del convencimiento de poseer la verdad, la única verdad salvadora. Cuando se pierde ese convencimiento no se encuentra sentido a la difusión de la fe.

- Fidelidad a la doctrina que se ha de transmitir.

 

I. Como en tantas ocasiones, Jesús se levantó de madrugada y se retiró fuera de la ciudad, para orar. Allí le encontraron los Apóstoles, y le dijeron: Todo el mundo te busca. Y el Señor les respondió: Vámonos a otra parte, a las aldeas cercanas, para predicar también allí; que para eso he venido (1).

La misión de Cristo es la de evangelizar, llevar la Buena Nueva hasta el último rincón de la tierra, a través de los Apóstoles (2) y de los cristianos de todos los tiempos. Ésta es la misión de la Iglesia, que cumple así el mandato del Señor: Id y predicad a todas las gentes..., enseñándoles a cumplir todo cuanto os he mandado (3). Los Hechos de los Apóstoles narran muchos pormenores de aquella primera evangelización; el mismo día de Pentecostés, San Pedro predica la divinidad de Jesucristo, su Muerte redentora y su Resurrección gloriosa (4). San Pablo, citando al Profeta Isaías, exclama con entusiasmo: ¡Qué hermosos los pies de los que anuncian la Buena Nueva! (5). Y la Segunda lectura de la Misa nos habla de la responsabilidad de este anuncio gozoso de la verdad que salva: Porque si yo evangelizo, no es para mí motivo de gloria, porque es un deber que me incumbe. ¡Ay de mí si no evangelizara! (6).

Con estas mismas palabras de San Pablo, la Iglesia ha recordado con frecuencia a los fieles la llamada que el Señor les hace para llevar la doctrina de Cristo a todas partes, aprovechando cualquier ocasión (7).

San Juan Crisóstomo salía al paso de las posibles disculpas ante esta gratísima obligación: "Nada hay más frío que un cristiano que no se preocupe por la salvación de los demás (...). No digas: no puedo ayudarles, pues si eres cristiano de verdad es imposible que no lo puedas hacer. Las propiedades de las cosas naturales no se pueden negar: lo mismo sucede con esto que afirmamos, pues está en la naturaleza del cristiano obrar de esta forma (...). Es más fácil que el sol no luzca ni caliente que deje de dar luz un cristiano; más fácil que esto sería que la luz fuese tinieblas. No digas que es una cosa imposible; lo imposible es lo contrario (...). Si ordenamos bien nuestra conducta, todo lo demás seguirá como consecuencia natural. No puede ocultarse la luz de los cristianos, no puede ocultarse una lámpara que brilla tanto". (8) Preguntémonos si en nuestro ambiente, en el lugar donde vivimos y donde trabajamos, somos verdaderos transmisores de la fe, si acercamos a nuestros amigos a una mayor frecuencia de sacramentos. Examinemos si nos urge el apostolado como exigencia de nuestra vocación, si sentimos la misma responsabilidad de aquellos primeros, pues la necesidad no es hoy menor..., es un deber que me incumbe. ¡Ay de mí si no evangelizara!

 

II. El apostolado y el proselitismo que atraen a la fe o a una mayor entrega a Dios nacen del convencimiento de poseer la Verdad y el Amor, la verdad salvadora, el único amor que colma las ansias del corazón, siempre insatisfecho. Cuando se pierde esta certeza no se encuentra sentido a la difusión de la fe. Entonces, incluso en ambientes cristianos, se llega a pensar que no se puede influir para que los no cristianos --por ejemplo, ante las leyes en favor del divorcio y del aborto- apoyen una ley recta, según el querer divino. También pierde sentido el llevar la doctrina de Cristo a otras regiones donde todavía no ha llegado o no está hondamente arraigada la fe; en todo caso, la misión apostólica se convierte en una mera acción social en favor de la promoción de esos pueblos, olvidando el tesoro más rico que podrían darles: la fe en Jesucristo, la vida de la gracia... Son cristianos en los que la fe se ha debilitado y han olvidado, quizá, que la verdad es una, que hace más humanos a los hombres y a los pueblos, y abre el camino del Cielo.

Es importante que la fe lleve a plantearse acciones sociales, pero "el mundo no puede contentarse simplemente con reformadores sociales. Tiene necesidad de santos. La santidad no es un privilegio de pocos; es un don ofrecido a todos... Dudar de esto significa no acabar de entender las intenciones de Cristo" (9), omitir la esencia de su mensaje.

La fe es la verdad, e ilumina nuestra razón, la preserva de errores, y sana las heridas y la facilidad que nos dejó el pecado original para desviarnos del camino. De aquí proviene la seguridad del cristiano, no sólo en lo que se refiere estrictamente a la fe, sino a todas aquellas cuestiones que están conexas con ella: el origen del mundo y de la vida, la dignidad intocable de la persona humana, la importancia de la familia... La fe es luz que ilumina el caminar del hombre. Esto nos lleva -enseña Pablo VI- a tener "una actitud dogmática, sí, que quiere decir que está fundada no en ciencia propia, sino en la Palabra de Dios (...). Actitud que no nos ensoberbece, como poseedores afortunados y exclusivos de la verdad, sino que nos hace fuertes y valientes para defenderla, amorosos para difundirla. Nos lo recuerda San Agustín: sine superbia de veritate praesumite, sin soberbia estad orgullosos de la verdad" (10).

Es un inmenso don haber recibido la fe verdadera, pero a la vez una gran responsabilidad. La vibración apostólica del cristiano que es consciente del tesoro recibido no es fanatismo: es amor a la verdad, manifestación de fe viva, coherencia entre el pensamiento y la vida. Proselitismo, en el sentido noble y verdadero de la palabra, no es de ninguna manera atraer a las almas con engaños o violencia, sino el esfuerzo apostólico por dar a conocer a Cristo y su llamada a todo hombre, querer que las almas conozcan la riqueza que Dios ha revelado y se salven, que reciban la vocación a una entrega plena a Dios, si ésta es la voluntad divina. Este proselitismo es una de las tareas más nobles que el Señor nos ha encomendado.

 

III. En este empeño por difundir la fe, siempre con respeto y aprecio por las personas, no cabe transmitir medias verdades por temor a que la plenitud de la verdad y las exigencias de una auténtica vida cristiana puedan chocar con el pensamiento de moda y con el aburguesamiento de muchos. La verdad no tiene términos medios, y el amor sacrificado no admite rebajas ni puede ser objeto de compromisos. Condición de todo apostolado es la fidelidad a la doctrina, aunque ésta se presente difícil de cumplir en algunos casos, e incluso exija un comportamiento heroico, o al menos lleno de fortaleza. No se pueden omitir temas como la generosidad al poner los medios para tener una familia numerosa, exigencias de la justicia social, entrega plena a Dios cuando Él llama a seguirle... No se puede pretender agradar a todos disminuyendo, según conveniencias humanas, las exigencias del Evangelio: Hablamos -escribía San Pablo a los tesalonicenses-, no como quien busca agradar a los hombres, sino sólo a Dios (11). No es buen camino pretender hacer fácil el Evangelio, silenciando o rebajando los misterios que se han de creer y las normas de conducta que han de vivirse. Nadie ha predicado ni predicará el Evangelio con mayor credibilidad, energía y atractivo que Jesucristo, y hubo quienes no le siguieron fielmente. Tampoco podemos olvidar que, hoy como siempre, predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos, locura para los gentiles, pero poder de Dios para los llamados, ya judíos, ya griegos (12). Sin embargo, nos debemos esforzar siempre en adaptarnos a la capacidad y circunstancias de quien pretendemos llevar hasta el Señor, como Él nos enseña a lo largo del Evangelio, que hizo asequible a todos.

La fidelidad a Cristo nos lleva a transmitir fiel y eficazmente lo que hemos recibido. Ahora, igual que en tiempos de los primeros cristianos, cuando comenzaba la primera evangelización de Europa y del mundo, debemos anunciar a nuestros amigos y conocidos, a los colegas... la Buena Nueva de la misericordia divina, la alegría de seguir muy de cerca a Cristo en medio de nuestros quehaceres. Y ese anuncio comporta la necesidad de cambiar de vida, de hacer penitencia, de renunciar a sí mismos, de estar desprendidos de los bienes materiales, de ser castos, de buscar con humildad el perdón divino, de corresponder a lo que Él quiere de cada uno de nosotros desde la eternidad.

El afán de que muchos sigan a Cristo debe empujarnos a vivir mejor la caridad con todos, a poner más medios para acercarlos antes al Señor, que los espera: ¡la caridad de Cristo nos urge! (13). Éste fue el motor de la incansable actividad apostólica de San Pablo, y será también lo que nos impulse a nosotros; el amor al Señor nos llevará a sentir la urgencia apostólica y a no desaprovechar ninguna ocasión que se nos presente. Es más, en muchas circunstancias seremos nosotros quienes provocaremos esas oportunidades, que de otra forma nunca tendrían lugar.

Todo el mundo te busca... El mundo tiene hambre y sed de Dios. Por eso, junto a la caridad, la esperanza. Nuestros amigos y conocidos, incluso los más alejados, también tienen necesidad y deseos de Dios, aunque muchas veces no los manifiesten. Y, sobre todo, el Señor los busca a ellos.

Pidamos a la Santísima Virgen el afán apostólico y proselitista que tuvieron los Apóstoles y los primeros cristianos.

 

 

 

(1) Mc 1, 29-39.- (2) Mc 3, 14.- (3) Cfr. Mt 18, 19-20.- (4) Cfr. Hech 2, 38.- (5) Rom 10, 15; Is 52, 7.- (6) 1 Cor 9, 16.- (7) Cfr. CONC. VAT. II, Decr. Apostolicam actuositatem, 6.- (8) SAN JUAN CRISOSTOMO, Homilias sobre los Hechos de los Apóstoles, 20.- (9) JUAN PABLO II, Discurso a los educadores católicos 12-IX-1987.- (10) PABLO VI, Alocución 4-VIII-1965.- (11) 1 Tes 2, 3-4.- (12) 1 Cor 1, 23-24.- (13) 2 Cor 5, 14.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. QUINTA SEMANA. DOMINGO CICLO C

36. Mar adentro: Fe y obediencia en el apostolado.

- La fe y la obediencia son indispensables en el apostolado.

- A todos nos llama el Señor para seguirle de cerca y para ser apóstoles en medio del mundo. La eficacia apostólica depende de la unión con Cristo.

- Prontitud de los Apóstoles en seguir al Señor. También Él nos llama; nos dará las ayudas necesarias y purificará nuestra vida y nuestro corazón para que seamos buenos instrumentos.

 

I. Narra San Lucas (1) que estaba Jesús junto al lago de Genesaret, donde tuvieron lugar tantos prodigios y tantas gracias fueron derramadas por el Hijo de Dios. La multitud se apiñaba en torno a Jesús de tal manera que le faltaba espacio para predicar. Subió entonces a una barca y mandó que la separaran un poco para hablar a la muchedumbre que permanecía en la orilla.

La barca desde la que predica el Señor es la de Pedro, que ya conocía a Jesús y le había acompañado en alguno de sus viajes. Cristo intencionadamente se mete en su barca, se va introduciendo progresivamente en su vida y prepara su entrega definitiva como Apóstol. Como en cualquier vocación, como en cualquier alma en la que Dios decide meterse hondamente. Muchas gracias definitivas han tenido una larga historia, una profunda preparación por parte de Dios; preparación tan discreta y amorosa que, a veces, podemos confundirla con sucesos naturales, con acontecimientos normales (2).

Ha terminado la predicación; quizá Pedro se siente satisfecho de haber prestado su barca al Maestro. Podemos pensarlo así. Y entonces, cuando Jesús acaba de hablar a la multitud, le dice a Pedro que prepare los remos y que bogue mar adentro.

Aquel día no había sido bueno. Jesús los había encontrado lavando las redes, después de una noche de trabajo inútil. Debían de encontrarse cansados, pues el trabajo era duro. Las redes (de 400 a 500 metros), formadas por un sistema que constituía como una cortina de tres mallas de tres redes más pequeñas, han de arrojarse al fondo del lago; el trabajo requería por lo menos cuatro hombres para faenar con cada red.

Pedro dice al Señor que han estado trabajando toda la noche y que no han logrado nada. "La contestación parece razonable. Pescaban, ordinariamente, en esas horas; y, precisamente en aquella ocasión, la noche había sido infructuosa. ¿Cómo pescar de día? Pero Pedro tiene fe: no obstante, sobre tu palabra echaré la red (Lc 5, 5). Decide proceder como Cristo le ha sugerido; se compromete a trabajar fiado en la Palabra del Señor" (3). A pesar del cansancio, a pesar de que no es un hombre de mar el que da la orden de pescar, y a unos pescadores conocedores de la inoportunidad de la hora para esa tarea y de la ausencia de peces, echarán manos a las redes. Ahora por pura fe, por pura confianza en el Maestro; los elementos que hacían o no aconsejable la pesca han quedado atrás. El motivo de iniciar de nuevo el trabajo es la fe de Pedro en su Maestro. Simón confía y obedece sin más.

En el apostolado, la fe y la obediencia son indispensables. De nada sirven el esfuerzo, los medios humanos, las noches en vela, la misma mortificación si pudiera separarse de su sentido sobrenatural...; sin obediencia todo es inútil ante Dios. De nada serviría trabajar con tesón en una obra humana si no contáramos con el Señor. Hasta lo más valioso de nuestras obras quedaría sin fruto si prescindiéramos del deseo de cumplir la voluntad de Dios: "Dios no necesita de nuestro trabajo, sino de nuestra obediencia" (4), enseña con rotunda expresión San Juan Crisóstomo.

 

II. Pedro llevó a cabo lo que el Señor le había mandado, y recogieron tan gran cantidad de peces, que la red se rompía. El fruto de la tarea que se hace guiados por la fe es abundantísimo. Pocas veces -quizá ninguna- Pedro había pescado tanto como en aquella ocasión, cuando todos los indicios humanos señalaban la inutilidad de la empresa.

Este milagro encierra una enseñanza profunda: sólo cuando se conoce la propia inutilidad y se confía en el Señor, utilizando a la vez todos los medios humanos disponibles, el apostolado es eficaz y los frutos numerosos, pues "toda fecundidad en el apostolado depende de la unión vital con Cristo" (5).

Jesús contempla en aquellos peces una pesca más copiosa a través de los siglos. Cada discípulo suyo será un nuevo pescador que allegará almas al Reino de Dios. "Y en esa nueva pesca, tampoco fallará toda la eficacia divina: instrumentos de grandes prodigios son los apóstoles, a pesar de sus personales miserias" (6).

Pedro está asombrado ante el milagro. En un momento lo ha visto todo claro: la omnipotencia y sabiduría de Cristo, su llamada y su propia indignidad. Se echó a los pies de Jesús en cuanto atracaron, y le dijo: Apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador. Reconoce la dignidad suma de Cristo, y sus propias miserias, su incapacidad para llevar a cabo la misión que ya presiente; pero, a la vez, le ruega que le tome con Él para siempre: sus defectos y poca valía no le separan de su misión. Sabe ya que con Cristo lo puede todo. El Señor le quita entonces todo temor y le desvela con entera claridad el nuevo sentido de su vida; no temas, de hoy en adelante serán hombres los que has de pescar. Se vale Jesús de la imagen de su oficio, donde ha ido a buscarlo, para descubrirle su misión de Apóstol. "La experiencia de la santidad de Dios y de nuestra condición de pecadores no aleja al hombre de Dios, sino que lo acerca a Él. Es más, el hombre convertido se transforma en confesor y apóstol. Las intenciones de Dios le resultan cercanas y amables. Y su vida asume el sentido y valor más pleno" (7).

A todos nos llama el Señor para ser apóstoles en medio del mundo: delante de un ordenador o empuñando un arado, en la gran ciudad o en la pequeña villa, con cinco talentos o con tres; no quiere Jesús seguidores suyos de segunda categoría. A todos nos llama para que, con santidad de vida y ejemplaridad humana, seamos instrumentos suyos en un mundo que parece huir de Él. "Todos los fieles, cualesquiera que sean su estado y condición, están llamados por Dios, cada uno en su camino, a la perfección de la santidad, por la que el mismo Padre es perfecto" (8). Y a los laicos pertenece, "por propia vocación, buscar el reino de Dios, tratando y ordenando según Dios los asuntos temporales" (9). Llama el Señor a los cristianos y a la mayoría los deja en una ocupación profesional, para que allí le encuentren, realizando aquella tarea con perfección humana y, a la vez, con sentido sobrenatural: ofreciéndola a Dios, viviendo la caridad con todos, aprovechando las pequeñas mortificaciones que se presentan, buscando la presencia de Dios...

 

III. La llamada de Dios -y a todos nos llama- es en primer lugar iniciativa divina, pero exige correspondencia humana: No me habéis elegido vosotros a Mí; sino que Yo os elegí a vosotros (10). Y quizá nos encontremos con que no somos dignos de estar tan cerca de Cristo, o nos faltan condiciones para ser instrumentos de la gracia. Es la situación de cada hombre que halla, en lo más profundo de su alma, una fuerte e imperiosa llamada de Dios. Así, el Profeta Isaías -como nos presenta la Primera Lectura de la Misa (11)-, al experimentar la cercanía de la majestad de Dios, exclama: ¡Ay de mí, estoy perdido! Yo, hombre de labios impuros, que habito en medio de un pueblo de labios impuros, he visto con mis ojos al Rey y Señor de los Ejércitos. Pero Dios sabe de nuestra poquedad y, como purificó a Isaías y a tantos hombres y mujeres que ha llamado a su servicio, limpiará nuestros labios y nuestro corazón. Y voló hacia mí uno de los serafines, con un ascua en la mano... y la aplicó a mi boca y me dijo: Mira: esto ha tocado tus labios, ha desaparecido tu culpa, está perdonado tu pecado. A nosotros nos perdona en la Confesión, y nos purificamos principalmente a través de la penitencia.

Y ellos -sigue narrando el Evangelio-, sacando las barcas a tierra, dejadas todas las cosas, le siguieron. Después de haber contemplado a Cristo, no tenían ya mucho que pensar. Ordinariamente, las firmes decisiones que transforman una vida no son fruto de muchos cálculos. La vida de Pedro tendría desde entonces un formidable objetivo: amar a Cristo y ser pescador de hombres. Todo lo demás en su existencia sería medio e instrumento para ese fin. "También a nosotros, si luchamos diariamente por alcanzar la santidad cada uno en su propio estado dentro del mundo y en el ejercicio de la propia profesión, en nuestra vida ordinaria, me atrevo a asegurar que el Señor nos hará instrumentos capaces de obrar milagros y, si fuera preciso, de los más extraordinarios" (12).

El Señor se dirige también a cada uno para que nos sintamos urgidos a seguirle de cerca como discípulos fieles en medio de nuestras tareas, y a realizar en el propio ambiente una audaz labor apostólica, llena de fe en la palabra de Jesús: ""Duc in altum". -¡Mar adentro! -Rechaza el pesimismo que te hace cobarde. "Et laxate retia vestra in capturam" -y echa tus redes para pescar.

"¿No ves que puedes decir, como Pedro: "in nomine tuo, laxabo rete" -Jesús, en tu nombre, buscaré almas?" (13).

Contemplando la figura de Pedro, le podemos decir a Jesús nosotros también: Apártate de mí, Señor, que soy un pobre pecador. Y a la vez le rogamos que jamás nos separemos de Él, que nos ayude a meternos, hondamente, mar adentro, en su amistad, en la santidad, en un apostolado abierto, sin respetos humanos, lleno de fe, porque en nuestra oración personal sabemos oír la voz del Señor, que nos anima y nos urge a llevarle almas. "Y, sin que tú encuentres motivos, por tu pobre miseria, los que te rodean vendrán a ti, y con una conversación natural, sencilla -a la salida del trabajo, en una reunión de familia, en el autobús, en un paseo, en cualquier parte-charlaréis de inquietudes que están en el alma de todos, aunque a veces algunos no quieran darse cuenta: las irán entendiendo más, cuando comiencen a buscar de verdad a Dios.

"Pídele a María, Regina apostolorum, que te decidas a ser partícipe de esos deseos de siembra y de pesca, que laten en el Corazón de su Hijo. Te aseguro que, si empiezas, verás, como los pescadores de Galilea, repleta la barca. Y a Cristo en la orilla, que te espera. Porque la pesca es suya" (14).

 

 

 

(1) Lc 5, 1-11.- (2) Cfr. F. FERNANDEZ CARVAJAL, El Evangelio de San Lucas, Palabra, 2ª ed., Madrid 1981, pp. 81-85.- (3) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Amigos de Dios, 261.- (4) SAN JUAN CRISOSTOMO, Homilías sobre San Mateo, 56, 5.- (5) CONC. VAT. II, Decr. Apostolicam actuositatem, 4.- (6) J. ESCRIVA DE BALAGUER, loc. cit. - (7) JUAN PABLO II, Homilía 6-II-1983.- (8) CONC. VAT. II, Const. Lumen gentium, 11.- (9) Ibídem, 31.- (10) Jn 15, 16.- (11) Is 6, 1-8.- (12) J. ESCRIVA DE BALAGUER, o. c., 262.- (13) IDEM, Camino, n. 792.- (14) IDEM, Amigos de Dios, 273.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. QUINTA SEMANA. LUNES

37. Vivir en sociedad.

- Dimensión social del hombre.

- Caridad y solidaridad humana. Consecuencias en la vida de un cristiano.

- Contribución al bien común.

 

I. La primera página de la Sagrada Escritura nos describe con sencillez y grandiosidad la creación del mundo; y vio Dios que era bueno todo cuanto salía de sus manos (1). Después, coronando todo cuanto había hecho, creó al hombre, y lo hizo a su imagen y semejanza (2). Y la misma Escritura nos enseña que lo enriqueció de dones y privilegios sobrenaturales, destinándolo a una felicidad inefable y eterna. Nos revela también que de Adán y Eva proceden los demás hombres, y, aunque éstos se alejaron de su Creador, Dios no dejó de considerarlos como hijos y los destinó de nuevo a su amistad (3). La voluntad divina dispuso que la criatura humana participara en la conservación y propagación del género humano, que poblara la tierra y la sometiera, dominando sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y sobre los ganados y sobre todo cuanto vive y se mueve sobre la tierra (4).

El Señor quiso también que las relaciones entre los hombres no se limitaran a un trato de vecindad ocasional y pasajero, sino que constituyeran vínculos más fuertes y duraderos, que vinieran a ser los cimientos de la vida en sociedad. El hombre buscará ayuda para todo aquello que la necesidad y el decoro de la vida exigen, pues la Providencia divina ordenó su naturaleza de tal modo que naciera inclinado a asociarse y unirse a otros, en la sociedad doméstica y en la sociedad civil, que le proporciona lo necesario para la vida (5). El Concilio Vaticano II nos recuerda que "el hombre, por su íntima naturaleza, es un ser social, y no puede vivir ni desarrollar sus cualidades sin relacionarse con los demás" (6). "La sociedad es un medio natural que el hombre puede y debe usar para obtener su fin" (7): es el ámbito ordinario en el que Dios quiere que nos santifiquemos y le sirvamos.

Vivir en sociedad nos facilita los medios materiales y espirituales necesarios para desarrollar la vida humana y la sobrenatural. Esta convivencia es fuente de bienes, pero también de obligaciones en las diversas esferas en las que tiene lugar nuestra existencia: familia, sociedad civil, vecindad, trabajo... Estas obligaciones revisten un carácter moral por la relación del hombre a su último fin, Dios. Su observancia o su incumplimiento nos acerca o nos separa del Señor. Son materia del examen de conciencia.

Dios nos llama a la convivencia, a aportar con sencillez lo que esté en nuestras manos -poco o mucho- para el bien de todos. Examinemos hoy en este rato de oración si vivimos abiertos a los demás, pero particularmente a quienes el Señor ha puesto más cerca de nuestra existencia. Pensemos si estamos de ordinario disponibles, si cumplimos ejemplarmente los deberes familiares y sociales, si pedimos con frecuencia luz al Señor para saber lo que hemos de hacer en cualquier oportunidad y llevarlo a cabo con entereza, con valentía, con espíritu de sacrificio. Preguntémonos muchas veces: ¿qué puedo hacer por los demás?, ¿qué palabras puedo decirles que sean alivio y ayuda? "La vida pasa. Nos cruzamos con la gente en los variadísimos senderos o avenidas del vivir humano. Cuánto queda por hacer... ¿Y por decir? (...). Cierto que primero hay que hacer (cfr. Hech 1, 1); pero luego hay que decir: cada oído, cada corazón, cada mente, tienen su momento, su voz amiga que puede despertarles de su marasmo y de su tristeza.

"Si se ama a Dios, no puede dejar de sentirse el reproche de los días que pasan, de las gentes (a veces tan cercanas) que pasan... sin que nosotros sepamos hacer lo que hacía falta, decir lo que había que decir" (8). Pidamos mucho a Jesús, que nos ve y nos oye, no caminar nunca de espaldas e indiferentes a quienes están a nuestro lado por tantas diversas razones: de parentesco, amistad, trabajo, ciudadanía...

 

II. Esta solidaridad y dependencia mutua de unos hombres con otros, nacida por voluntad divina, fue sanada y fortalecida por Jesucristo al asumir la naturaleza humana en el momento de su Encarnación, y al redimir a todo el género humano en la Cruz. Éste es el nuevo título de unidad: haber sido constituidos hijos de Dios y hermanos de los hombres. Así debemos tratar a todo el que encontremos cada día en nuestro caminar. "Tal vez se trate de un hijo de Dios ignorante de su grandeza, acaso en rebeldía contra su Padre. Mas en todos, aun en el más deforme, rebelde o alejado de lo divino, hay un destello de la grandeza de Dios (...). Si sabemos mirar, estamos rodeados de reyes a quienes hemos de ayudar a descubrir las raíces ¡y las exigencias! de su señorío" (9).

 

Además, la noche antes de la Pasión nos dejó el Señor un mandamiento nuevo, para superar, si fuera necesario heroicamente, los agravios, el rencor..., y todo lo que es causa de separación. Éste es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros, como Yo os he amado (10), es decir, sin límites, y sin que nada sirva de excusa para la indiferencia. Así, nuestra vida está llena de poderosas razones para convivir en sociedad, la cual, al ser más cristiana por nuestras obras, se vuelve más humana. No somos los hombres como granos de arena, sueltos y desligados unos de otros, sino que, por el contrario, estamos relacionados mutuamente por vínculos naturales, y los cristianos, además, por vínculos sobrenaturales (11).

Parte importante de la moral son los deberes que hacen referencia al bien común de todos los hombres, de la patria en la que vivimos, de la empresa en que trabajamos, de la vecindad de la que formamos parte, de la familia que es objeto de nuestros desvelos, sea cual sea el puesto que en ella ocupemos. No es cristiano, ni humano, considerar estos deberes sólo en la medida en que personalmente nos son útiles o nos causan un perjuicio. Dios nos espera en el empeño, según nuestras posibilidades, por mejorar la sociedad y los hombres que la componen.

La dimensión apostólica y fraterna es, por querer divino, tan esencial al hombre que no puede concebirse una orientación a Dios que prescinda de los lazos que unen a cada persona con aquellos con quienes convive o se relaciona. No agradaríamos a Dios si, de algún modo, hay despego de quienes están a nuestro alrededor, si dejamos de ejercitar las virtudes cívicas y sociales. "Hay que reconocer a Cristo, que nos sale al encuentro, en nuestros hermanos los hombres. Ninguna vida humana es una vida aislada, sino que se entrelaza con otras vidas. Ninguna persona es un verso suelto, sino que formamos todos parte de un mismo poema divino, que Dios escribe con el concurso de nuestra libertad" (12).

Examinemos hoy, en la oración personal cómo estamos contribuyendo al bien común de todos, si somos ejemplares en aquello que se relaciona con los deberes sociales y cívicos (cumplimiento de las leyes de tráfico, tributos justos, participación en asociaciones, ejercicio del derecho al voto...), si tenemos en cuenta que necesitamos de los demás y los demás de nosotros, si nos sentimos corresponsables de la conducta moral de los otros, si procuramos superar sin rodeos aquello que puede ser causa de separación, o al menos que no es ayuda para la convivencia.

 

III. El desarrollo de la sociedad tiene lugar gracias a la contribución de sus miembros, cada uno de los cuales aporta lo que le es propio, aquellos dones que recibió del Señor y que incrementó con su inteligencia, la ayuda de la sociedad y la gracia de Dios. Estos bienes y dones nos fueron dados para el desarrollo de la propia personalidad y para lograr el fin último; pero también para servicio del prójimo. Es más, no podríamos alcanzar el fin personal si no es contribuyendo al bien de todos (13).

Por no estar el desarrollo de la sociedad al margen de los planes del Señor, el concurso personal de cada uno al bien común reviste el carácter de una ineludible obligación moral. "La vida social no es para el hombre sobrecarga accidental. Por ello, a través del trato con los demás, de la reciprocidad de servicios, del diálogo con los hermanos, la vida social engrandece al hombre en todas sus cualidades y le capacita para responder a su vocación" (14). Unas obligaciones son de estricta justicia en sus diversas formas; otras son exigencias de la caridad, que va más allá de dar a cada uno lo que estrictamente le corresponde. Unas y otras se cumplen cada vez que contribuimos al bien de todos, para que la sociedad en la que vivimos sea cada vez más humana y cristiana, por ejemplo, "ayudando y promoviendo a las instituciones, públicas y privadas, que sirven para mejorar las condiciones de vida del hombre" (15): fundaciones, obras de caridad y de formación, de cultura, publicaciones de santa doctrina, etc. Pues "hay quienes profesan amplias y generosas opiniones, pero en realidad viven siempre como si nunca tuvieran cuidado alguno de las necesidades sociales. No sólo esto; en varios países son muchos los que menosprecian las leyes y las normas sociales" (16), y viven entonces de espaldas a sus hermanos los hombres y de espaldas a Dios.

Pensemos junto al Señor en quienes nos rodean. ¿Contribuyo según mis posibilidades al fomento del bien común: dedicando tiempo a instituciones y obras en bien de la sociedad, colaborando económicamente, apoyando iniciativas en favor de los demás, particularmente de los más necesitados? ¿Cumplo fielmente las obligaciones que se derivan de vivir en sociedad: ruidos, limpieza...? ¿Cultivo las virtudes de convivencia -afabilidad, gratitud, optimismo, puntualidad, orden...- en mi ámbito familiar? ¿Me mueve habitualmente el afán de servir a los demás, aunque sea en cosas muy pequeñas? "¡Ojalá te acostumbres a ocuparte a diario de los demás, con tanta entrega, que te olvides de que existes!" (17); así habríamos encontrado una buena parte de la felicidad que se puede lograr en la tierra y habríamos ayudado a ser mucho más dichosos a otros, que son hijos de Dios y hermanos nuestros.

 

 

 

(1) Cfr. Primera lectura. Año I. Gen 1 ss.- (2) Cfr. Gen 1, 27.- (3) Cfr. Gen 12.- (4) Gen 1, 28.- (5) Cfr. LEON XIII, Enc. Immortale Dei, 1-XI-1885.- (6) CONC. VAT. II, Const. Gaudium et spes, 12.- (7) PIO XI, Enc. Divini Redemptoris, 19-III-1937.- (8) C. LOPEZ PARDO, Sobre la vida y la muerte, Rialp, Madrid 1973, p. 438.- (9) Ibídem, pp. 346-347.- (10) Jn 15, 12.- (11) Cfr. PIO XII, Enc. Summi pontificatus, 20-X-1939.- (12) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 111.- (13) Cfr. LEON XIII, Enc. Rerum novarum, 15-IX-1881.- (14) CONC. VAT. II, Const. Gaudium et spes, 25.- (15) Ibídem, 30.- (16) Ibídem.- (17) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Surco, n. 947.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. QUINTA SEMANA, MARTES

38. El cuarto Mandamiento.

- Bendiciones de Dios a quien cumpla este mandamiento. La promesa de una larga vida. El "dulcísimo precepto".

- Amor con obras a los padres. Qué significa  honrar a los padres.

- El amor a los hijos. Algunos deberes de los padres.

 

I. En el Evangelio de la Misa (1), Nuestro Señor declara el verdadero alcance del Cuarto Mandamiento del Decálogo frente a las explicaciones erróneas de la casuística de escribas y fariseos. El mismo Dios, por boca de Moisés, había dicho:  Honra a tu padre y a tu madre, y quien maldiga al padre o a la madre, será reo de muerte.

Es tan grato a Dios el cumplimiento de este mandamiento que lo adornó de incontables promesas de bendición:  El que honra a su padre expía sus pecados; y cuando rece será escuchado. Y como el que atesora es el que honra a su madre. El que respeta a su padre tendrá larga vida (2). Esta promesa de una larga vida a quien ame y honre a sus padres se repite una y otra vez.  Honra a tu padre y a tu madre; así prolongarás la vida en la tierra que el Señor, tu Dios, te va a dar (3). Y Santo Tomás de Aquino, al explicar este pasaje, enseña que la vida es larga cuando está llena, y esta plenitud no se mide por el tiempo, sino por las obras. Se vive una  vida llena cuando está repleta de virtudes y de frutos; entonces se ha vivido mucho, aunque muera joven el cuerpo (4). El Señor promete también la buena fama-a pesar de sufrir calumnias-, riquezas y una descendencia numerosa. En cuanto a la descendencia, sigue diciendo Santo Tomás de Aquino que no sólo existen "hijos de la carne": hay diversas razones por las cuales se originan otros modos de paternidad espiritual, que requieren su correspondiente respeto y aprecio (5).

A pesar de la claridad con que se expone este mandamiento en éstos y otros muchos pasajes del Antiguo Testamento, los doctores y los sacerdotes del templo habían tergiversado su sentido y cumplimiento (6). Enseñaban que si alguien decía a su padre o a su madre:  lo que de mi parte pudieras recibir o necesitar, sea "corban", que significa ofrenda (7), los padres no podían ya tomar nada de esos bienes aunque estuvieran muy necesitados, pues, como habían sido declarados  ofrenda para el altar, constituiría entonces un sacrilegio. Esta costumbre era frecuentemente un mero artificio legal para seguir gozando de sus bienes y quedar desligados de la obligación natural de ayudar a sus padres necesitados (8). El Señor, Mesías y Legislador, explica en su justo sentido el alcance del Cuarto Mandamiento, deshaciendo los profundos errores que había en aquella época sobre esta materia.

El Cuarto Mandamiento, que es también de derecho natural, requiere de todos los hombres, pero especialmente de aquellos que quieren ser buenos cristianos, la ayuda abnegada y llena de cariño a los padres, que se realiza cada día en mil pequeños detalles y se pone particularmente de relieve cuando los progenitores son ancianos o están más necesitados (9). Cuando hay verdadero amor a Dios, quien nunca nos pide cosas contradictorias, se encuentra el modo oportuno de vivir el amor a los padres, incluso en el caso de que esos hijos tengan que cumplir primero con otras obligaciones familiares, sociales o religiosas. Hay aquí un campo grande de responsabilidades filiales, que los hijos deben examinar con frecuencia delante de Dios, en su oración personal. Dios paga con la felicidad, ya en esta vida, a quien cumple con amor esos deberes para con sus padres, aunque alguna vez puedan resultar costosos. El Siervo de Dios Josemaría Escrivá de Balaguer solía llamar a este mandamiento el "dulcísimo precepto del Decálogo", porque es una de las más gratas obligaciones que el Señor nos ha dejado.

 

II. El cumplimiento amoroso del Cuarto Mandamiento tiene sus raíces más firmes en el sentido de nuestra filiación divina. El único que puede considerarse Padre en toda su plenitud es Dios,  de quien se deriva toda paternidad en el cielo y en la tierra (10). Nuestros padres, al engendrarnos, participaron de esa paternidad de Dios que se extiende a toda la creación. En ellos vemos como un reflejo del Creador, y al amarles y honrarles rectamente, en ellos estamos honrando y amando también al mismo Dios, como Padre.

En el tiempo litúrgico de la Navidad hemos contemplado a la Sagrada Familia -Jesús, María y José- como modelo y prototipo de amor y espíritu de servicio para todas las familias. Jesús nos ha dejado el ejemplo y la doctrina que debemos seguir para cumplir como Dios quiere el dulce precepto del Cuarto Mandamiento. Ante todo, Jesús reafirmó que el amor a Dios tiene unos derechos absolutos, y a él deben subordinarse todos los amores humanos: Quien ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; y quien ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí (11). Por eso, es contrario a la voluntad de Dios, y, en consecuencia, no es verdadero amor, el apegamiento desordenado a la propia familia, que se convierte en obstáculo para cumplir la voluntad de Dios: Y Jesús le dijo: deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el Reino de Dios (12).

Jesús nos dejó un ejemplo acabado de entrega plena a la voluntad de su Padre celestial  -¿no sabíais que es necesario que Yo esté en las cosas de mi Padre? (13), les dirá a María y a José cuando le encuentran en Jerusalén-, y al mismo tiempo es el perfecto Modelo de cómo hemos de cumplir este precepto y del aprecio que debemos tener por los vínculos familiares: vivió sujeto a la autoridad de sus padres (14), y aprendió de San José su oficio (15), ayudándole a sostener el hogar; realizó el primero de sus milagros a ruegos de su Madre (16); escogió entre sus parientes a tres de sus discípulos (17); y, antes de morir por nosotros en la Cruz, confió a Juan el cuidado de su Madre Santísima (18); sin contar los innumerables milagros que realiza movido por las lágrimas o las palabras de una madre (19) o de un padre (20): al Señor le llegan con especial acento las oraciones de los padres cuando rezan por sus hijos.

Son muchas las manifestaciones en las que se hace realidad el Cuarto Mandamiento, en las que mostramos nuestra honra y nuestro amor hacia nuestros padres. "Los honramos cuando pedimos rendidamente a Dios que todas las cosas les sucedan próspera y felizmente, que gocen de la estima y respeto de los demás y que alcancen gracia ante el mismo Dios y ante los Santos que están en el Cielo.

"Además, honramos a nuestros padres cuando los socorremos con lo necesario para su sustento y una vida digna, como se comprueba por el testimonio de Cristo, al reprobar la impiedad de los fariseos...Ese deber es más exigente cuando se encuentran enfermos de peligro. Entonces hay que poner todos los medios para que no omitan la confesión, ni los demás sacramentos que deben recibir los cristianos (...).

"Por último, una vez difuntos, se honra a los padres cuidando sus exequias, sepulturas y funerales, elevando por ellos sufragios y las misas de aniversarios, y ejecutando fielmente cuanto mandaron en su testamento". Así se expresa y resume el Catecismo Romano (21).

Si, por desgracia, los padres estuvieran lejos de la fe, el Señor nos dará gracia para realizar con ellos un apostolado lleno de aprecio y respeto, que consistirá, de ordinario, en oración y mortificación por ellos, y en el ejemplo de una conducta filial alegre, ejemplar, llena de cariño, junto con el empeño de buscar ocasiones para acercarles a quienes les puedan hablar de Dios con más autoridad, porque los hijos no pueden constituirse por iniciativa propia en maestros de sus padres.

 

III. El primer deber de los padres es amar a los hijos, con amor verdadero: interno, generoso, ordenado, con independencia de sus cualidades físicas, intelectuales o morales, y les sabrán querer con sus defectos. Deben amarlos en cuanto son sus hijos y porque lo son; y también porque son hijos de Dios. De ahí que sea deber fundamental de los padres amar y respetar la voluntad de Dios sobre sus hijos, más aún cuando reciben una vocación de entrega plena a Dios -incluso muchas veces la pedirán al Señor y la desearán para esos hijos-, porque "no es sacrificio entregar los hijos al servicio de Dios: es honor y alegría" (22). Este amor debe ser operativo, que se traduzca eficazmente en obras. El verdadero amor se manifestará en el empeño esforzado para que sus hijos sean trabajadores, austeros, educados en el sentido pleno de la palabra...y, sobre todo, buenos cristianos. Que arraiguen en ellos los fundamentos de las virtudes humanas: la reciedumbre, la sobriedad en el uso de los bienes, la responsabilidad, la generosidad, la laboriosidad, que aprendan a gastar sabiendo las necesidades que muchos padecen actualmente en el mundo...

El amor verdadero llevará a los padres a preocuparse por el colegio donde estudian sus hijos, a estar muy pendientes de la calidad de la enseñanza que reciben, y de modo particular de la enseñanza religiosa, pues de ella puede depender su misma salvación. El amor a los hijos les moverá a buscar un lugar adecuado para la época de vacaciones y el descanso -con frecuencia sacrificando otros gustos e intereses-, evitando aquellos ambientes que harían imposible, o al menos muy difícil, la práctica de una verdadera vida cristiana. Los padres no deben olvidar que son administradores de un inmenso tesoro de Dios y que, por ser cristianos, no constituyen una familia más -y así lo enseñarán con oportunidad a sus hijos-, sino que forman una familia en la que Cristo está presente, lo cual les da unas características completamente nuevas. Esta realidad viva impulsará a los padres a ser ejemplares en toda ocasión (vida de familia, deberes profesionales, sobriedad, orden...). Y los hijos encontrarán en ellos el camino que conduce a Dios. "En el rostro de toda madre se puede captar un reflejo de la dulzura, de la intuición, de la generosidad de María. Honrando a vuestra madre, honraréis también a la que, siendo Madre de Cristo, es igualmente Madre de cada uno de nosotros" (23).

Terminemos nuestra oración poniendo a nuestras familias bajo la protección de la Santísima Virgen y de los santos Ángeles Custodios.

 

 

 

(1)  Mc 7, 1-13.- (2)  Ecl 3, 4-5, 7.- (3)  Ex 20, 12.- (4) Cfr. SANTO TOMAS,  Sobre el doble precepto de la caridad, Marietti, n. 1245.- (5) Cfr.  ibídem, n. 1247.- (6) Cfr. SAGRADA BIBLIA,  Santos Evangelios, EUNSA, Pamplona 1985, pp. 299-300.- (7)  Mc 7, 11.- (8) Cfr. B. ORCHARD y otros,  Verbum Dei,  Herder, Barcelona 1963, vol. III, in loc.- (9) CONC. VAT. II, Const.  Gaudium et spes, 48.- (10)  Ef 3, 15.- (11)  Mt 10, 37; cfr. también Lc 9, 60; 14, 2.- (12)  Lc 9, 60.- (13)  Lc 2, 49.- (14)  Lc 2, 51.- (15) Cfr.  Mc 6, 3.- (16) Cfr.  Jn 2, 1-11.- (17) Cfr.  Mc 3, 17-18; 6, 3.- (18) Cfr.  Jn 19, 26-27.- (19) Cfr.  Lc 7, 11-17;  Mt 15, 22-28.- (20) Cfr. Mt 9, 18-26; 17, 14-20.- (21) CATECISMO ROMANO, III, 5, nn. 10-12.- (22) J. ESCRIVA DE BALAGUER,  Surco, n. 22.- (23) JUAN PABLO II,  Alocución 10-I-1979.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. QUINTA SEMANA. MIÉRCOLES

39. La dignidad del trabajo.

- El mandamiento divino del trabajo no es un castigo, sino una bendición; nos hace partícipes en el poder creador de Dios. El cansancio y la fatiga nos deben ayudar a ser corredentores con Cristo.

- Prestigio profesional. La pereza, el gran enemigo del trabajo.

- Virtudes del trabajo bien realizado.

 

I. Después de haber creado Dios la tierra y de haberla enriquecido con toda suerte de bienes, tomó al hombre y lo colocó en el jardín del Edén, para que lo guardara y lo cultivara (1), es decir, para que lo trabajase. El Señor, que había hecho al hombre a su imagen y semejanza (2), quiso también que participase en su poder creador, transformando la materia, descubriendo los tesoros que encerraba, y que plasmase la belleza en obras de sus manos. De ninguna manera fue el trabajo un castigo sino, por el contrario, "dignidad de vida y un deber impuesto por el Creador, ya que el hombre fue creado ut operaretur. El trabajo es un medio por el que el hombre se hace participante de la creación y, por tanto, no sólo es digno, sea el que sea, sino que es un instrumento para conseguir la perfección humana -terrena- y la perfección sobrenatural" (3).

Este mandato divino existía ya antes de que nuestros primeros padres pecasen. El pecado original añadió al trabajo la fatiga y el cansancio, pero el trabajo en sí mismo sigue siendo noble, digno, por ser participación en el poder creador de Dios, aunque "ahora va acompañado de penalidades y de sufrimientos, de infertilidad y cansancio. Sigue siendo un don divino y una tarea que ha de ser realizada bajo condiciones penosas, lo mismo que el mundo sigue siendo el mundo de Dios, pero un mundo en el cual ya no se percibe con claridad la voz divina" (4).

El trabajo es una bendición, un bien que corresponde a la dignidad del hombre y la aumenta (5). "La Iglesia halla en las primeras páginas del libro del Génesis la fuente de su convicción según la cual el trabajo constituye una dimensión fundamental de la existencia humana sobre la tierra" (6).

El trabajo adquirió con Cristo, en sus años de vida oculta en Nazaret y en los tres años de ministerio público, un valor redentor. Con la Redención, los aspectos penosos del trabajo asumieron un valor santificador para quien lo ejerce y para toda la humanidad. El sudor y la fatiga, ofrecidos con amor, se vuelven tesoros de santidad, pues el trabajo hecho por amor a Dios es la participación humana, no sólo en la obra de la Creación, sino también en la de la Redención. Toda labor comporta una parte de fatiga y de agobio que podemos ofrecer al Señor como expiación de las culpas humanas. Aceptar con humildad esa parte de esfuerzo, que incluso la mejor organización laboral no logra eliminar, significa colaborar en la purificación de nuestra inteligencia, nuestra voluntad y nuestros sentimientos (7). Examinemos hoy en la oración si nos quejamos con frecuencia en el trabajo: en la oficina, en el taller, en las tareas de la casa, en el estudio; veamos junto al Señor si ofrecemos la fatiga y el cansancio por fines noblemente ambiciosos; averigüemos si en estos aspectos menos agradables de todo trabajo encontramos la mortificación cristiana que nos purifica y que podemos ofrecer por otros.

 

II. El trabajo es un talento que recibe el hombre para hacerlo fructificar, y "es testimonio de la dignidad del hombre, de su dominio sobre la creación. Es ocasión de desarrollo de la propia personalidad. Es vínculo de unión con los demás seres, fuente de recursos para sostener a la propia familia; medio de contribuir a la mejora de la sociedad, en la que se vive, y al progreso de toda la Humanidad" (8). Para el cristiano, además, el trabajo bien acabado es ocasión de un encuentro personal con Jesucristo, y medio para que todas las realidades de este mundo estén informadas por el espíritu del Evangelio.

Para que "el hombre se haga más hombre" (9) con el trabajo, para que sea medio y ocasión de amar a Cristo y de darle a conocer, son necesarias una serie de condiciones humanas: la diligencia en su cumplimiento, la constancia, la puntualidad..., el prestigio y la competencia profesional. Por el contrario, el escaso interés en lo que se realiza, la incompetencia, el absentismo laboral... son incompatibles con el sentido auténticamente cristiano de la vida. El trabajador negligente o desinteresado, en cualquier puesto que ocupe en la sociedad, ofende en primer lugar la propia dignidad de su persona y la de aquellos a quienes se destinan los frutos de esa tarea mal realizada. Ofende a la sociedad en la que vive, pues de algún modo repercute en ella todo el mal y todo el bien de los individuos. El trabajo mal hecho, el realizado con desidia, con retraso y chapuzas, no sólo es una falta o un pecado contra la virtud de la justicia, sino también contra la caridad, por el mal ejemplo y por las consecuencias que de esta actitud se derivan.

El gran enemigo del trabajo es la pereza, que se manifiesta de muchas maneras. No sólo es perezoso el que deja pasar el tiempo sin hacer nada, sino también el que realiza muchas cosas pero rehúsa llevar a cabo su obligación concreta: escoge sus ocupaciones según el capricho del momento, las realiza sin energía, y las pequeñas dificultades son suficientes para que cambie de tarea. El perezoso suele ser amigo de "comienzos", pero su repugnancia ante el sacrificio que supone un trabajo continuo y profundo le impide poner las "últimas piedras", acabar bien lo que comenzó.

Quienes queremos imitar a Cristo debemos esforzarnos por adquirir una adecuada preparación profesional, que luego continuamos en los años de ejercicio de nuestra profesión u oficio. La madre de familia que se dedica a sus hijos debe saber llevar una casa, ser buena administradora de los recursos y de los bienes domésticos; tener la casa agradable, arreglada con gusto más que con lujo, para que toda la familia se encuentre bien; conocer el carácter de sus hijos y de su marido y saber, cuando llegue el caso, cómo plantearles aquellas cuestiones difíciles en las que pueden mejorar; ha de ser fuerte y, a la vez dulce y sencilla. Deberá sacar adelante esa tarea con mentalidad profesional, ateniéndose a un horario fijo, no perdiendo el tiempo en conversaciones interminables, evitando encender la televisión a horas intempestivas... El estudiante, si quiere ser buen cristiano, ha de ser buen estudiante: asistiendo a clase, llevando las asignaturas al día, teniendo en orden los apuntes, aprendiendo a distribuir el tiempo que dedica a cada materia. Igualmente competentes han de ser el arquitecto, la secretaria, la modista, el empresario... "El cristiano que falta a sus obligaciones temporales -enseña el Concilio Vaticano II-, falta a sus deberes con el prójimo, falta, sobre todo, a sus obligaciones para con Dios y pone en peligro su eterna salvación" (10); ha equivocado el camino en una materia esencial y se encuentra imposibilitado, si no cambia, para encontrar al Señor.

Miremos a Jesús mientras realiza su trabajo en el taller de José y preguntémonos hoy si se nos conoce en nuestro ambiente por el trabajo bien hecho que realizamos.

 

III. El prestigio profesional se gana día a día, en un trabajo silencioso, cuidado hasta el detalle, hecho a conciencia, en la presencia de Dios, sin dar demasiada importancia a que sea visto o no por los hombres. Este prestigio en la propia profesión u oficio, en el estudio los estudiantes, tiene repercusiones inmediatas en los colegas y amigos: nuestra palabra que trata de acercarles a Dios tendrá peso y autoridad, y el ejemplo de trabajo competente les ayudará a mejorar en sus tareas profesionales. Se convierte la profesión en pedestal de Cristo, donde se le ve incluso de lejos.

Junto al prestigio profesional, el Señor nos pide otras virtudes: el espíritu de servicio amable y sacrificado, la sencillez y la humildad para enseñar sin darse importancia, la serenidad -para que la actividad intensa no se convierta en activismo-, el dejar la tarea y sus preocupaciones a un lado cuando ha llegado el momento de hacer un rato de oración o atender a la familia y escuchar a la mujer, al marido, a los hijos, a los padres, a los amigos...

El trabajo no debe llenar el día de tal manera que ocupe este tiempo dedicado a Dios, a la familia, a los amigos... Sería un síntoma claro de que ya no nos estamos santificando, sino que nos estamos buscando en él a nosotros mismos. Sería otra forma de corrupción de ese "don divino". Esta deformación es quizá más peligrosa en nuestro tiempo, por las mismas exigencias desenfocadas en las que están fundamentados muchos trabajos. Nosotros, cristianos corrientes y sencillos en medio del mundo, no podemos olvidar nunca que debemos encontrar a Cristo cada día en medio y a través de nuestros quehaceres, cualesquiera que éstos sean.

Acudamos a San José para que nos enseñe las virtudes fundamentales que debemos vivir en el ejercicio de nuestra profesión. "José sacaba de apuros a muchos, sin duda, con un trabajo bien acabado. Era su labor profesional una ocupación orientada hacia el servicio, para hacer agradable la vida a las demás familias de la aldea, y acompañada de una sonrisa, de una palabra amable, de un comentario dicho como de pasada, pero que devuelve la fe y la alegría a quien está a punto de perderlas" (11). Cerca de José encontraremos a María.

 

 

 

(1) Primera lectura. Año I. Gen 2, 15.- (2) Cfr. Gen 1, 27.- (3) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Carta 31-V-1954.- (4) M. SCHMAUS, Teología Dogmática, Rialp, Madrid 1959, vol. II, p. 411.- (5) Cfr. JUAN PABLO II, Enc. Laborem exercens, I, 9.- (6) Ibídem, 4.- (7) Cfr. CARD. WYSZYNSKY, El espíritu del trabajo, Rialp, Madrid 1958, p. 95.- (8) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 47.- (9) Cfr. JUAN PABLO II, loc. cit.- (10) CONC. VAT. II, Const. Gaudium et spes, 43.- (11) J. ESCRIVA DE BALAGUER, loc. cit., 51.

 

TIEMPO ORDINARIO. QUINTA SEMANA. JUEVES

40. Oración humilde y perseverante.

- La curación de la hija de la mujer cananea. Condiciones de la verdadera oración.

- Confianza de hijos y perseverancia en nuestras peticiones.

- En la oración debemos pedir gracias sobrenaturales, y también bienes y ayudas materiales en la medida en que sean útiles a la salvación propia o del prójimo. Pedir para los demás. Ayuda del Ángel Custodio. El Rosario, "arma poderosa".

 

I. Nos dice San Marcos en el Evangelio de la Misa que llegó Jesús con sus discípulos a la región de Tiro y de Sidón (1). Allí se acercó a ellos una mujer gentil, sirofenicia de origen, perteneciente a la primitiva población de Palestina. Se echó a sus pies y le pidió la curación de su hija, que estaba poseída por el demonio. Jesús no decía nada, y los discípulos, cansados de la insistencia de la mujer, le pedían que la despachara (2). El Señor trata de explicar a la mujer que el Mesías ha de darse a conocer en primer lugar a los judíos, a los hijos. Y, con una expresión difícil de comprender sin ver sus gestos amables, le dijo: Deja que primero se sacien los hijos, porque no está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perrillos. La mujer no se sintió herida ni humillada, sino que insiste más, con profunda humildad: Señor, también los perrillos comen debajo de la mesa las migajas de los hijos. Ante tantas virtudes, Jesús, conmovido, no retrasó más el milagro que se le pedía, y la despidió así: Por esto que has dicho, vete, el demonio ha salido de tu hija. Dios, que resiste a los soberbios, da su gracia a los humildes (3); aquella mujer alcanzó lo que quería y se ganó el corazón del Maestro.

Es el ejemplo acabado para todos aquellos que se cansan de rezar porque creen que no son escuchados. En su oración se hallan resumidas las condiciones de toda petición: fe, humildad, perseverancia y confianza. El intenso amor que muestra hacia su hija poseída por el demonio debió de agradar mucho a Cristo. Quizá los Apóstoles se acordaron de esta mujer cuando oyeron más tarde la parábola de la viuda inoportuna (4), que también consiguió lo que quería por su tozudez, por su insistencia.

Enseña Santo Tomás que la verdadera oración es infaliblemente eficaz, porque Dios, que nunca se vuelve atrás, ha decretado que así sea (5). Y para que no dejáramos de pedir, el Señor nos mostró con ejemplos sencillos y claros, para que lo entendiéramos bien, que siempre y en todo lugar nuestras oraciones hechas con rectitud llegan hasta Él y las atiende: si entre vosotros un hijo pide pan a su padre, ¿acaso le dará una piedra?; o si pide un pez, ¿le dará en lugar de un pez una serpiente?... ¡Cuánto más vuestro Padre, que está en los cielos...! (6). "Jamás Dios ha negado ni denegará nada a los que piden sus gracias debidamente. La oración es el gran recurso que nos queda para salir del pecado, para perseverar en la gracia, para mover el corazón de Dios y atraer sobre nosotros toda suerte de bendiciones del cielo, ya para el alma, o por lo que se refiere a nuestras necesidades temporales" (7).

Cuando pidamos algún don, hemos de pensar que somos hijos de Dios, y Él está infinitamente más atento hacia nosotros que el mejor padre de la tierra hacia su hijo más necesitado.

 

II. Dios ha previsto desde la eternidad todas las ayudas que precisamos y también los auxilios, las gracias que nos moverían a pedir, pues Él nos trata como a hijos libres y pide nuestra colaboración. Tanta necesidad tenemos de pedir para conseguir la ayuda de Dios, para obrar el bien, para perseverar, como precisa es la siembra para cosechar después el trigo (8). Sin la siembra no hay espigas; sin petición no tendremos las gracias que debemos recibir. Y a medida que intensificamos la petición identificamos nuestra voluntad con la de Dios, que es Quien verdaderamente conoce nuestra penuria y escasez. Él nos hace esperar en ocasiones para disponernos mejor, para que deseemos esas gracias con más hondura y fervor; otras veces rectifica nuestra petición y nos concede lo que realmente necesitamos; finalmente, en otros momentos no nos concede lo que pedimos porque, sin darnos cuenta quizá, estamos pidiendo un mal que nuestra voluntad ha revestido con la apariencia de bien. Una madre no da a su hijo un afilado cuchillo que brilla y atrae y que la pequeña criatura desea con pasión. Y nosotros somos como hijos pequeños delante de Dios. Cuando pedimos algo que sería un mal, aunque tenga apariencia de bien, Dios hace como las buenas madres con sus hijos menores: nos da otras gracias que sí serán para nuestro provecho, aunque, por nuestras pocas luces, las deseemos menos. Nuestra oración ha de ser, pues, confiada, como quien pide a su padre, y serena, porque Dios sabe bien las necesidades que padecemos, mucho mejor que nosotros mismos.

La confianza nos mueve a pedir con constancia, con perseverancia, sin cejar, insistiendo una y otra vez, con la seguridad de que recibiremos mucho más y mejor de lo que hemos pedido. Debemos insistir como el amigo importuno a quien le faltaba pan y como la viuda indefensa que clamaba noche y día ante el juez inicuo. Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá. Porque todo aquel que pide recibe, y quien busca halla, y al que llama se le abrirá (9). La misma perseverancia en la petición aumenta la confianza y la amistad con Dios. "Y esta amistad que produce el ruego abre camino para una súplica más confiada aún (...), como si, introducidos en la intimidad divina por el primer ruego, pudiésemos implorar con mucha más confianza la siguiente vez. Por eso, en la petición dirigida a Dios, la constancia, la insistencia, nunca es inoportuna. Al contrario, agrada a Dios" (10). Esta mujer cananea es un ejemplo, que debemos imitar, de constancia, aunque aparentemente el Señor no la escuchaba.

Al hablar de la eficacia de la oración, Jesús no hace restricciones: todo el que pide recibe, porque Dios es nuestro Padre. San Agustín enseña que nuestra oración no es escuchada a veces porque no somos buenos, porque nos falta limpieza en el corazón o rectitud en la intención, o bien porque pedimos mal, sin fe, sin perseverancia, sin humildad; o porque pedimos cosas malas, es decir, lo que no nos conviene, lo que puede hacernos daño o torcer nuestro caminar (11). Es decir: la oración no es eficaz cuando no es verdadera oración. "Haz oración. ¿En qué negocio humano te pueden dar más seguridades de éxito?" (12): En verdad os digo que cuanto pidiereis al Padre en mi nombre, si tenéis fe, os lo concederá (13).

 

III. Líbranos, Señor, de todos los males y concédenos la paz en nuestros días, para que, ayudados por tu misericordia, vivamos siempre libres de pecado y protegidos de toda perturbación... (14), reza el sacerdote en voz alta durante la Santa Misa. En la oración de petición podemos solicitar cosas para nosotros y para los demás; en primer lugar, los bienes y las gracias necesarias para el alma. Por muchas y urgentes que sean las limitaciones y privaciones materiales, tenemos siempre más necesidad de los bienes sobrenaturales: la gracia para servir a Dios y ser fieles, la santidad personal, ayudas para vencer en la lucha contra los propios defectos, para confesarnos bien, para prepararnos a la Sagrada Comunión... Pedimos los bienes temporales en la medida en que son útiles para la salvación y en la medida en que están subordinados a los primeros.

El Señor mismo nos enseñó a rogar: el pan nuestro de cada día dánosle hoy...; el primer milagro que hizo Jesús, por el que se manifestó a sus discípulos (15), fue de carácter material. María aparece en Caná, donde, "manifestando al Hijo con delicada súplica una necesidad temporal, obtiene también un efecto de gracia: que Jesús, realizando el primero de sus "signos", confirme a los discípulos en la fe en Él" (16). Por la unidad de vida, todos los bienes de carácter material redundan, de algún modo, en la gloria de Dios. Aquel milagro de Caná, realizado por intercesión de María, nos anima y nos mueve a pedir también gracias de carácter temporal, que nos son necesarias o convenientes en la vida corriente: ayudas para salir adelante en un apuro económico, la curación de una enfermedad, superar un examen difícil para el que hemos estudiado... "Uno pide en la oración le conceda mujer para esposa según su deseo, otro pide una casa de campo, otro un vestido y otro pide se le den alimentos. Efectivamente, cuando hay necesidad de estas cosas debemos pedírselas a Dios Todopoderoso; pero debemos tener siempre presente en nuestra memoria el mandato de nuestro Redentor: Buscad primero el reino de Dios y su justicia y las demás cosas se os darán por añadidura (Mt 6, 33)" (17). No dediquemos lo mejor de nuestra oración a pedir sólo las "añadiduras".

Al Señor le es muy grato que le solicitemos gracias y ayudas para los demás, y que encarguemos a otras personas que recen por nosotros y por nuestro apostolado: ""Reza por mí", le pedí como hago siempre. Y me contestó asombrado: "¿pero es que le pasa algo?" "Hube de aclararle que a todos nos sucede o nos ocurre algo en cualquier instante; y le añadí que, cuando falta la oración, "pasan y pesan más cosas"" (18). Y la oración las evita y alivia.

Nuestra oración debe estar llena de abandono en Dios y de profundo sentido sobrenatural, pues -decía Juan Pablo II- se trata de cumplir la obra de Dios, y no la nuestra. Se trata de cumplirla según su inspiración y no según nuestros propios sentimientos (19). La Virgen Nuestra Señora enderezará todas las peticiones que no sean del todo rectas, para obtener siempre lo mejor. En el Santo Rosario tenemos un "arma poderosa" (20) para alcanzar de Dios tantas ayudas como diariamente necesitamos, nosotros y aquellas personas por las que rogamos.

Te pedimos, Señor, que nosotros tus siervos gocemos siempre de salud de alma y cuerpo, y, por la intercesión de Santa María, la Virgen, líbranos de las tristezas de este mundo y concédenos las alegrías del cielo (21).

 

 

 

(1) Mc 7, 24-30.- (2) Mt 15, 23.- (3) 1 Pdr 5, 5.- (4) Lc 18, 3 ss.- (5) Cfr. SANTO TOMAS, Suma Teológica, 2-2, q. 83, a. 2.- (6) Cfr. Lc 11, 11-13.- (7) SANTO CURA DE ARS, Sermón para el Quinto Domingo después de Pascua. - (8) Cfr. R. GARRIGOU-LAGRANGE, Las tres edades de la vida interior, vol. I, p. 500.- (9) Lc 11, 9-10.- (10) SANTO TOMAS, Compendio de Teología, II, 2.- (11) Cfr. SAN AGUSTIN, Sobre el sermón del Señor en el Monte, II, 27, 73.- (12) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Camino, n. 96.- (13) Jn 16, 23.- (14) MISAL ROMANO, Ordinario de la Misa. - (15) Cfr. Jn 2, 11.- (16) PABLO VI, Exhor. Apost. Marialis cultus, 2-II-1974, 18.- (17) SAN GREGORIO MAGNO, Homilía 27 sobre los Evangelios. - (18) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Surco, n. 479.- (19) Cfr. JUAN PABLO II, A obispos franceses en visita "ad limina", 21-II-1987.- (20) Cfr. J. ESCRIVA DE BALAGUER, Camino, n. 558.- (21) MISAL ROMANO, Misa votiva de la Virgen. Oración colecta.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. QUINTA SEMANA. VIERNES

41. Todo lo hizo bien.

- Jesús, nuestro Modelo, realizó su trabajo en Nazaret con perfección humana.

- Laboriosidad, competencia profesional.

- Terminar con perfección el trabajo. Las cosas pequeñas en el quehacer profesional.

 

I. Con frecuencia los Evangelios recogen los sentimientos y las palabras de admiración que provocó el Señor en sus años aquí en la tierra: las gentes estaban maravilladas, todos estaban admirados por los prodigios que hacía... Y "entre las muchas alabanzas que dijeron de Jesús los que contemplaron su vida, hay una que en cierto modo comprende todas. Me refiero a aquella exclamación, cuajada de acentos de asombro y de entusiasmo, que espontáneamente repetía la multitud al presenciar atónita sus milagros: bene omnia fecit (Mc 7, 37), todo lo ha hecho admirablemente bien: los grandes prodigios, y las cosas menudas, cotidianas, que a nadie deslumbraron, pero que Cristo realizó con la plenitud de quien es perfectus Deus, perfectus homo (Símbolo Quicumque), perfecto Dios y hombre perfecto" (1).

El Evangelio de la Misa (2) nos invita a considerar este pasaje en el que quienes seguían al Señor no pueden dejar de exclamar: Todo lo ha hecho bien. Cristo se nos presenta como Modelo para nuestra vida corriente, y nos puede servir para examinar si de nosotros se podría decir que tratamos de hacer bien todas las cosas, las grandes y las que parecen sin importancia, porque queremos imitar a Cristo. La mayor parte de la existencia humana de Jesús fue una vida corriente de trabajo en un pueblo hasta entonces desconocido. Y allí, en Nazaret, también el Señor lo hizo todo acabadamente, con perfección humana. En Nazaret se diría de Jesús que era un buen carpintero, el mejor que habían conocido.

Una buena parte de la vida de cada hombre y de cada mujer se encuentra configurada por la realidad del trabajo, y difícilmente encontraremos a una persona responsable que -por propia voluntad- esté sin ocupación o empleo. Muchos se sienten movidos a trabajar por fines humanos nobles: mantener a la familia, labrarse un mejor futuro...; también hay quienes se dedican a una tarea por el afán de poner en práctica y desarrollar una particular habilidad o afición, o por contribuir al bien de la sociedad, porque sienten la responsabilidad de hacer algo por los demás. Otros muchos trabajan por fines menos nobles: riqueza, ambición, poder, afirmar la propia valía, obtener lo necesario para dar satisfacción a sus pasiones. Conocemos a gentes competentes, que trabajan muchas horas a conciencia por fines exclusivamente humanos. El Señor quiere que quienes le siguen en medio del mundo sean personas que trabajan bien, con prestigio, competentes en su profesión o en su oficio, sin chapuzas; gentes muy distintas, que se mueven por fines humanos nobles y porque el trabajo -sea el que sea- es el medio donde debemos ejercitar las virtudes humanas y las sobrenaturales..., pues "sabemos que, con la oblación de su trabajo a Dios, los hombres se asocian a la propia obra redentora de Jesucristo, quien dio al trabajo una dignidad sobre eminente laborando con sus propias manos en Nazaret" (3).

Nosotros le decimos al Señor que queremos realizar ejemplarmente nuestros quehaceres -de modo particular nuestro trabajo- porque deseamos vivamente que sean una ofrenda diaria que llegue hasta Él, y porque estamos decididos a imitarle en aquellos años de vida oculta en Nazaret.

 

II. Cuando Jesús busca a quienes han de seguirle, lo hace entre hombres acostumbrados al trabajo. Maestro, toda la noche hemos estado trabajando... (4), le dicen aquellos que serían sus primeros discípulos. Toda la noche, en un trabajo duro, porque les es necesario para vivir, porque son pescadores. San Pablo nos ha dejado su propio ejemplo y el de los que le acompañaban: nos afanamos con nuestras propias manos (5). Y a los primeros cristianos de Tesalónica, les escribe: ni comimos el pan de balde a costa de otro, sino con trabajo y fatiga, trabajando noche y día, para no ser gravosos a ninguno de vosotros (6). No se dedicaba San Pablo al trabajo por simple recreo y distracción -comenta San Juan Crisóstomo-, sino que realizaba un esfuerzo tal que podía subvenir a sus necesidades y a las de los otros. Un hombre que imperaba a los demonios, que era maestro de todo el universo, a quien se le confiaron los habitantes de pueblos, naciones y ciudades, a quienes cuidaba con toda solicitud; ese hombre trabajaba día y noche. Nosotros -sigue el santo-, que no tenemos una mínima parte de sus preocupaciones, ¿qué excusas tendremos? (7). No tenemos excusas para no trabajar con intensidad, con perfección, sin chapuzas.

Para trabajar bien, primero es necesario trabajar con laboriosidad, aprovechando bien las horas, pues es difícil, quizá imposible, que quien no aproveche bien el tiempo pueda acostumbrarse al sacrificio y que mantenga despierto su espíritu, que pueda vivir las virtudes humanas más elementales. Una vida sin trabajo se corrompe, y con frecuencia corrompe lo que hay alrededor. "El hierro que yace ocioso, consumido por la herrumbre, se torna blando e inútil; pero si se lo emplea en el trabajo, es mucho más útil y hermoso y apenas si le va en zaga a la misma plata. La tierra que se deja baldía no produce nada sano, sino malas hierbas, cardos y espinas y plantas infructuosas; mas la que se cultiva, se llena de suaves frutos. Y, para decirlo en una palabra, todo ser se corrompe por la ociosidad y se mejora por la actividad que le es propia" (8). Y eso sirve igualmente para la madre de familia que debe dedicar muchas horas a su hogar y a la educación de sus hijos, para el que trabaja por cuenta propia, o para el estudiante, el jefe de la empresa y el obrero que ocupa el último lugar en una cadena de producción.

El Señor nos pide una trabajo humano bien realizado, en el que se pone intensidad, orden, ciencia, competencia, afán de perfección; una tarea que no tiene rincones sin terminar, sin tacha ni errores. Trabajo serio, que no sólo parezca bueno, sino que lo sea realmente. No importa que sea manual o intelectual, de ejecución o de organización, que lo presencien otras personas de más responsabilidad o ninguna. El cristiano añade algo nuevo al trabajo: además de lo anterior, lo hace por Dios, a quien cada día lo presenta como una ofrenda que permanecerá en la eternidad; pero el modo -responsable, competente, intenso...- es el normal de todo trabajo honrado. Una tarea realizada de esta manera dignifica al que la realiza y da gloria a su Creador; se hacen rendir los dones naturales y se convierte en una continua alabanza a Dios.

Porque queremos seguir de cerca a Cristo y tratamos de imitarle, hemos de añadir a nuestros quehaceres una mayor perfección, porque en todo momento tenemos presente al Maestro, que todo lo hizo bien. Examinemos hoy en la oración la calidad humana de nuestras tareas, del estudio, y veamos junto al Señor aquellas facetas en las que pueden mejorar: intensidad, puntualidad, acabar bien lo que comenzamos con ilusión, orden, cuidado de los instrumentos de trabajo...

 

III. El cristiano descubre en el trabajo nuevas riquezas, "pues todos los caminos de la tierra pueden ser ocasión de un encuentro con Cristo" (9), como solía decir de muchos modos diferentes Mons. Escrivá de Balaguer, quien predicó toda su vida que "la santidad no es cosa de privilegiados" (10). Rememoraba un hecho de experiencia que le había servido para enseñar de modo gráfico a quienes se acercaban a su apostolado cómo ha de ser el trabajo hecho de cara a Dios: "Recuerdo también la temporada de mi estancia en Burgos (...). A veces, nuestras caminatas llegaban al monasterio de Las Huelgas, y en otras ocasiones nos escapábamos a la Catedral.

"Me gustaba subir a una torre, para que contemplaran de cerca la crestería, un auténtico encaje de piedra, fruto de una labor paciente, costosa. En esas charlas les hacía notar que aquella maravilla no se veía desde abajo. Y, para materializar lo que con repetida frecuencia les había explicado, les comentaba: ¡esto es el trabajo de Dios, la obra de Dios!: acabar la tarea personal con perfección, con belleza, con el primor de estas delicadas blondas de piedra. Comprendían, ante esa realidad que entraba por los ojos, que todo eso era oración, un diálogo hermoso con el Señor. Los que gastaron sus energías en esa tarea, sabían perfectamente que desde las calles de la ciudad nadie apreciaría su esfuerzo: era sólo para Dios. ¿Entiendes ahora cómo puede acercar al Señor la vocación profesional? Haz tú lo mismo que aquellos canteros, y tu trabajo será también operatio Dei, una labor humana con entrañas y perfiles divinos" (16), aunque nadie lo vea, aunque ninguna persona lo valore. Dios sí lo ve y lo aprecia; esto es suficiente para poner empeño en acabar las tareas con perfección, con amor.

Acabar bien lo que realizamos significa en muchos casos estar pendientes de lo pequeño. Eso exige esfuerzo y sacrificio, y al ofrecerlo se convierte en algo grato a Dios. El estar en los detalles por amor a Dios no empequeñece el alma, sino que la agranda porque se perfecciona la obra que realizamos y, ofreciéndola por intenciones concretas, nos abrimos a las necesidades de toda la Iglesia; así, nuestra tarea adquiere una dimensión sobrenatural que antes no tenía. En el quehacer profesional -lo mismo que en los otros aspectos de una vida corriente: la vida familiar y social, el descanso...- se nos ofrece siempre esa doble oportunidad: el descuido y la chapuza, que empobrecen el alma, o la pequeña obra de arte ofrecida al Señor, expresión de un alma con vida interior.

Quizá quiera el Señor hacernos ver, en este rato de oración, detalles que exigen un cambio de orientación o de ritmo en nuestro modo de trabajo. ¿Vivo el orden, que lleva a abordar las tareas según su verdadera importancia, y no guiado por el capricho o la comodidad? ¿Retraso sin motivo, sólo por la falta de intensidad o de puntualidad, la terminación de mi trabajo? ¿Interrumpo por cualquier excusa la tarea que tengo entre manos, haciendo quizá perder el tiempo también a los demás? Con la ayuda de la Virgen María, terminemos este rato de meditación con un propósito concreto, que nos moverá a realizar nuestro quehacer con más perfección, y que nos facilitará acordarnos con más frecuencia del Señor: "Ahí, desde ese lugar de trabajo, haz que tu corazón se escape al Señor, junto al Sagrario, para decirle, sin hacer cosas raras: Jesús mío, te amo" (12).

 

 

 

(1) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Amigos de Dios, 56.- (2) Mc 7, 31-37.- (3) CONC. VAT. II, Const. Gaudium et spes, 67.- (4) Lc 5, 5.- (5) 1 Cor 4, 12.- (6) 1 Tes 3, 8.- (7) Cfr. SAN JUAN CRISOSTOMO, Homilía sobre Priscila y Aquila. - (8) Ibídem.- (9) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Carta 24-III-1930.- (10) IDEM, Carta 19-III-1954.- (11) IDEM, Amigos de Dios, 65.- (12) Cfr. IDEM, Forja, n. 747.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. QUINTA SEMANA. SABADO

42. Madre de misericordia.

- María participa en grado eminente de la misericordia divina.

- Salud de los enfermos, Refugio de los pecadores.

- Consuelo de los afligidos, Auxilio de los cristianos.

 

I. Una gran multitud seguía a Jesús, y van tan pendientes de su doctrina que se han ido alejando de las ciudades y aldeas, sin tener nada que comer. El Señor llamó entonces a sus discípulos, y les dijo: Siento profunda compasión por la muchedumbre, porque ya hace tres días que permanecen junto a mí y no tienen qué comer; y si los despido en ayunas a sus casas desfallecerán en el camino, pues algunos han venido de lejos (1). La compasión misericordiosa es, una vez más, lo que lleva a Jesús a realizar el extraordinario milagro de la multiplicación de los panes y de los peces.

Nosotros debemos recurrir frecuentemente a la misericordia divina, porque en su compasión por nosotros está nuestra salvación y seguridad, y también debemos aprender a ser misericordiosos con los demás: éste es el camino para atraer con más prontitud el favor de Dios. Nuestra Madre Santa María nos alcanza continuamente la compasión de su Hijo y nos enseña el modo de comportarnos ante las necesidades de los hombres: Dios te salve, Reina y Madre de Misericordia..., le hemos dicho tantas veces. Quizá como muchos cristianos, un día a la semana como hoy sábado, acudimos a ella de modo particular, cantándole o rezándole esa antiquísima oración. María "es la que conoce más a fondo el misterio de la misericordia divina. Sabe su precio y sabe cuán alto es. En este sentido la llamamos Madre de misericordia: Virgen de la Misericordia o Madre de la divina Misericordia; en cada uno de estos títulos se encierra un profundo significado teológico, porque expresan la preparación particular de su alma, de toda su personalidad, sabiendo ver primeramente a través de los complicados acontecimientos de Israel, y de todo hombre y de la humanidad entera después, aquella misericordia de la que nos hacemos partícipes por todas las generaciones (Lc 1, 50), según el eterno designio de la Santísima Trinidad" (2).

Enseña San Agustín que la misericordia nace del corazón y se apiada de la miseria ajena, corporal o espiritual, de tal manera que le duele y entristece como si fuera propia, llevando a poner -si es posible- los remedios oportunos para intentar sanarla (3). Se derrama sobre otros y toma los defectos y miserias ajenos como propios e intenta librarles de ellos. Por esto, dice la Sagrada Escritura que Dios es rico en misericordia (4); y "es más glorioso para Él sacar bien del mal que crear algo nuevo de la nada; es más grande convertir a un pecador dándole la vida de la gracia, que crear de la nada todo el universo físico, el cielo y la tierra" (5).

En Jesucristo, Dios hecho hombre, encontramos plenamente la expresión de esta misericordia divina, manifestada de muchas maneras a lo largo de la historia de la salvación. Se entregó en la Cruz, en acto supremo de Amor misericordioso, y ahora la ejerce desde el Cielo y en el Sagrario, donde nos espera, para que vayamos a exponerle las necesidades propias y las ajenas. No es tal nuestro Pontífice, que sea incapaz de compadecerse de nuestras miserias (...). Lleguémonos, pues, confiadamente, al trono de la gracia, a fin de alcanzar misericordia y hallar la gracia para ser socorridos al tiempo oportuno (6). ¡Qué frutos de santidad produce en el alma la meditación frecuente de esa divina invitación! María participa en grado eminente de esta perfección divina, y en Ella la misericordia se une a la piedad de madre; Ella nos conduce siempre trono de la gracia. El título de Madre de la Misericordia, ganado con su fiat en Nazaret y en el Calvario, es uno de los mayores y más bellos nombres de María. Es nuestro consuelo y nuestra seguridad: "Con su amor materno se cuida de los hermanos de su Hijo, que todavía peregrinan y se hallan en peligros y ansiedad hasta que sean conducidos a la patria bienaventurada. Por este motivo, la Santísima Virgen es invocada en la Iglesia con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora" (7). Ni un solo día ha dejado de ayudarnos, de protegernos, de interceder por nuestras necesidades.

 

II. El título de Madre de Misericordia se ha expresado tradicionalmente a través de estas advocaciones: Salud de los enfermos, Refugio de los pecadores, Consuelo de los afligidos, Auxilio de los cristianos. "Esta gradación de las letanías es bellísima. Muestra cómo María ejerce su misericordia sobre aquellos que sufren en el cuerpo para curar su alma, y cómo seguidamente les consuela en sus aflicciones y les hace fuertes en medio de todas las dificultades que tienen que sobrellevar" (8).

Santa María nos espera como Salud de los enfermos, porque obtiene la curación del cuerpo, sobre todo cuando está ordenada a la del alma. Otras veces, nos concede algo más importante que la salud corporal: la gracia de entender que el dolor, el mal físico, es instrumento de Dios. Él espera que -al aceptarlo con amor- lo convirtamos en un gran bien, que nos purifique y nos permita obtener innumerables dones para toda la Iglesia. A través de la enfermedad, llevada con paciencia y visión sobrenatural, conseguimos una buena parte del tesoro que vamos a encontrar en el Cielo y abundantes frutos apostólicos: decisiones de entrega a Dios y la salvación de personas que, sin aquellas gracias, no hubieran encontrado la puerta del Cielo. La Virgen nos remedia también de las heridas que el pecado original dejó en el alma y que han agravado los pecados personales: la concupiscencia desordenada, la debilidad para realizar el bien. Fortalece a los que vacilan, levanta a los caídos, ayuda a disipar las tinieblas de la ignorancia y la oscuridad del error.

La Virgen misericordiosa se nos muestra como Refugio de los pecadores. En ella encontramos amparo seguro. Nadie después de su Hijo ha detestado más el pecado que Santa María, pero, lejos de rechazar a los pecadores, los acoge, los mueve al arrepentimiento: ¡en cuántas Confesiones ha intervenido Ella con un auxilio particular! Incluso a quienes están más alejados les envía gracias de luz y de arrepentimiento, y si no se resistiesen serían conducidos de gracia en gracia hasta alcanzar la conversión. "¿Quién podrá investigar, pues, ¡oh Virgen bendita!, la longitud y latitud, la sublimidad y profundidad de tu misericordia? Porque su longitud alcanza hasta su última hora a los que la invocan. Su latitud llena el orbe para que toda la tierra se llene de su misericordia" (9). A ella acudimos hoy, y le pedimos que tenga piedad de nuestra vida. Le decimos que somos pecadores, pero que queremos amar cada vez más a su Hijo Jesucristo; que tenga compasión de nuestras flaquezas y que nos ayude a superarlas. Ella es Refugio de los pecadores y, por tanto, nuestro resguardo, el puerto seguro donde fondeamos después de las olas y de los vientos contrarios, donde reparamos los posibles daños causados por la tentación y nuestra debilidad. Su misericordia es nuestro amparo y nuestra paz: Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores...

 

III. La Virgen, Nuestra Madre, fue durante toda su vida consuelo de aquellos que andaban afligidos por un peso demasiado grande para llevarlo ellos solos: dio ánimos a San José aquella noche en Belén, cuando después de explicar en una puerta y otra la necesidad de alojamiento, no encontró ninguna casa abierta. Le bastó una sonrisa de María para recuperar fuerzas y acondicionar lo que encontró: un establo a las afueras del pueblo. Y le ayudó a salir adelante en la fuga a Egipto, y a establecerse en aquel país... Y a José, a pesar de ser un hombre lleno de fortaleza, se le hizo más fácil el cumplimiento de la voluntad de Dios con el consuelo de María. Y las vecinas de Nazaret encontraban siempre apoyo y compresión en unas palabras de la Virgen... Los Apóstoles hallaron amparo en María cuando todo se les volvió negro y sin sentido después que Cristo expiró en la cruz. Cuando volvieron de sepultar el Cuerpo de Jesús y las gentes de Jerusalén se preparaban para celebrar en familia la fiesta de la Pascua, los Apóstoles, que no habían estado presentes, andaban perdidos, y casi sin darse cuenta se encontraron en casa de María.

Desde entonces no ha dejado un momento de dar consuelo a quien se siente oprimido por el peso de la tristeza, de la soledad, de un gran dolor. "Ha cobijado a muchos cristianos en las persecuciones, liberado a muchos poseídos y almas tentadas, salvado de la angustia a muchos náufragos; ha asistido y fortalecido a muchos agonizantes recordándoles los méritos infinitos de su Hijo" (10). Si alguna vez nos pesan las cosas, la vida, la enfermedad, el empeño en la tarea apostólica, el esfuerzo por sacar la familia adelante, los obstáculos que se juntan y amontonan, acudamos a Ella, en la que siempre encontraremos consuelo, aliento y fuerza para cumplir en todo la voluntad amable de su Hijo. Le repetiremos despacio: Dios te salve, Reina y Madre de Misericordia, vida, dulzura, esperanza nuestra... En ella aprenderemos a consolar y alentar, a ejercer la misericordia con quienes veamos que necesitan esa ayuda grande o pequeña -una palabra de estímulo, de condolencia...- que tan grata es al Señor.

La Virgen es auxilio de los cristianos, porque se favorece principalmente a quienes se ama, y nadie amó más a quienes formamos parte de la familia de su Hijo. En Ella encontramos todas las gracias para vencer en las tentaciones, en el apostolado, en el trabajo... En el Rosario encontramos un "arma poderosa" (11) para superar tantos obstáculos con los que nos vamos a encontrar. Muchos son los cristianos en el mundo que, siguiendo la enseñanza ininterrumpida de los Romanos Pontífices, han introducido en su vida de piedad la costumbre de rezarlo a diario: en sus familias, en las iglesias, por la calle o en los medios de transporte.

"En mí se encuentra toda gracia de doctrina y de verdad, toda esperanza de vida y de virtud (Eclo 24, 25). ¡Con cuánta sabiduría la Iglesia ha puesto esas palabras en boca de nuestra Madre para que los cristianos no las olvidemos! Ella es la seguridad, el Amor que nunca abandona, el refugio constantemente abierto, la mano que acaricia y consuela siempre" (12).

 

 

 

(1) Mc 8, 1-10.- (2) JUAN PABLO II, Enc. Dives in misericordia, 30-XI-1980, 8.- (3) Cfr. SAN AGUSTIN, Sobre la Ciudad de Dios, 9.- (4) Ef 2, 4.- (5) SANTO TOMAS, Suma Teológica, 1-2, q. 113, a. 9.- (6) Hebr 4, 15-16.- (7) CONC. VAT. II, Const. Lumen gentium, 62.- (8) R. GARRIGOU-LAGRANGE, La Madre del Salvador, p. 305.- (9) SAN BERNARDO, Homilía en la Asunción de la B. Virgen María, 4, 8-9.- (10) R. GARRIGOU-LAGRANgE, o. c., p. 311.- (11) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Santo Rosario, Introducción.- (12) IDEM, Amigos de Dios, 279.