TIEMPO ORDINARIO. CUARTA SEMANA

 

DOMINGO CICLO A

25. El camino de las Bienaventuranzas.

- Las bienaventuranzas, camino de santidad y de felicidad.

- Nuestra felicidad viene de Dios.

- No perderemos la alegría si buscamos en todo al Señor.

 

I. Una inmensa multitud venida de todas partes rodea al Señor. De Él esperan su doctrina salvadora, que dará sentido a sus vidas. Viendo Jesús este gentío subió a un monte, donde, habiéndose sentado, se le acercaron sus discípulos, y abriendo su boca les enseñaba (1).

Y es ésta la ocasión que aprovecha el Señor para dar una imagen profunda del verdadero discípulo: Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra. Bienaventurados los que lloran... No resulta difícil imaginar la impresión -quizá de desconcierto y, en algunos de los oyentes, incluso de decepción- que estas palabras del Señor debieron de causar en quienes le escuchaban. Jesús acababa de formular el espíritu nuevo que había venido a traer a la tierra; un espíritu que constituía un cambio completo de las usuales valoraciones humanas, como la de los fariseos, que veían en la felicidad terrena la bendición y premio de Dios y, en la infelicidad y desgracia, el castigo (2). En general, "el hombre antiguo, aun en el pueblo de Israel, había buscado la riqueza, el gozo, la estimación, el poder, considerando todo esto como la fuente de toda felicidad. Jesús propone otro camino distinto. Exalta y beatifica la pobreza, la dulzura, la misericordia, la pureza y la humildad" (3).

Al volver a meditar ahora, en nuestra oración, estas palabras del Señor, vemos que aún hoy día se insinúa en las personas el desconcierto ante ese contraste: la tribulación que lleva consigo el camino de las Bienaventuranzas y la felicidad que Jesús promete. "El pensamiento fundamental que Jesús quería inculcar en sus oyentes era éste: sólo el servir a Dios hace al hombre feliz. En medio de la pobreza, del dolor, del abandono, el verdadero siervo de Dios puede decir con San Pablo: Sobreabundo de gozo en todas mis tribulaciones. Y, por el contrario, un hombre puede ser infinitamente desgraciado aunque nade en la opulencia y viva en posesión de todos los goces de la tierra" (4). No en vano aparecen en el Evangelio de San Lucas, después de las Bienaventuranzas, aquellas exclamaciones del Señor: ¡Ay de vosotros, los ricos, porque ya habéis recibido vuestra consolación! ¡Ay de vosotros, los que os saciáis ahora (...). ¡Ay de vosotros, todos lo que sois aplaudidos por los hombres, porque así hicieron sus padres con los falsos profetas! (5).

Quienes escuchaban al Señor entendieron bien que aquellas Bienaventuranzas no enumeraban distintas clases de personas, no prometían la salvación a determinados grupos de la sociedad, sino que señalaban inequívocamente las disposiciones religiosas y la conducta moral que Jesús exige a todo el que quiera seguirle. "Es decir, los pobres de espíritu, los mansos, los que lloran (...) no indican personas distintas entre sí, sino que son como diversas exigencias de santidad dirigidas a quien quiere ser discípulo de Cristo" (6).

El conjunto de todas las Bienaventuranzas señala el mismo ideal: la santidad. Hoy, al escuchar de nuevo, en toda su radicalidad, las palabras del Señor, reavivamos el afán de santidad como eje de toda nuestra vida. Porque "Jesucristo Señor Nuestro predicó la buena nueva para todos, sin distinción alguna. Un solo puchero y un solo alimento: mi comida es hacer la voluntad del que me ha enviado, y dar cumplimiento a su obra (Jn 4, 34). A cada uno llama a la santidad, de cada uno pide amor: jóvenes y ancianos, solteros y casados, sanos y enfermos, cultos e ignorantes, trabajen donde trabajen, estén donde estén" (7). Cualesquiera que sean las circunstancias que atraviese nuestra vida, hemos de sabernos invitados a vivir la plenitud de la vida cristiana. No puede haber excusas, no podemos decirle al Señor: espera a que se solucione este problema, a que me reponga de esta enfermedad, a que deje de ser calumniado o de ser perseguido..., y entonces comenzaré de verdad a buscar la santidad. Sería un triste engaño no aprovechar esas circunstancias duras para unirnos más al Señor.

 

II. No desagrada a Dios que pongamos los medios oportunos para evitar el dolor, la enfermedad, la pobreza, la injusticia..., pero las Bienaventuranzas nos enseñan que el verdadero éxito de nuestra vida está en amar y cumplir la voluntad de Dios sobre nosotros. Nos muestran, a la vez, el único camino capaz de llevar al hombre a vivir con la plena dignidad humana que conviene a su condición de persona. En una época en que tantas cosas empujan hacia el envilecimiento y la degradación personal, las Bienaventuranzas son una invitación a la rectitud y a la dignidad de vida (8). Por el contrario, intentar a toda costa -como si se tratara de un mal absoluto- sacudir el peso del dolor, de la tribulación, o buscar el éxito humano como un fin en sí mismo, son caminos que el Señor no puede bendecir y que no conducen a la felicidad.

"Bienaventurado" significa "feliz", "dichoso", y en cada una de las Bienaventuranzas "comienza Jesús prometiendo y señalando los medios de conseguirla. ¿Por qué comenzará Nuestro Señor hablando de la felicidad? Porque en todos los hombres existe una tendencia irresistible a ser felices; éste es el fin que todos sus actos se proponen; pero muchas veces buscan la felicidad donde no se encuentra, donde no hallarán sino miseria" (9).

El Señor nos señala aquí los caminos para ser felices sin límites y sin fin en la vida eterna, y también para serlo en esta vida, viviendo con plena dignidad, como conviene a la condición de persona. Son caminos bien diferentes a los que, con frecuencia, suele escoger el hombre.

 Buscad al Señor los humildes que cumplís sus mandamientos (...). Dejaré en medio de ti un pueblo pobre y humilde, que confiará en el nombre del Señor, se nos dice en la Primera lectura de la Misa (10).

La pobreza de espíritu, el hambre de justicia, la misericordia, la limpieza de corazón y el soportar ser rechazados por causa del Evangelio manifiestan una misma actitud del alma: al abandono en Dios. Y ésta es la actitud que nos impulsa a confiar en Dios de un modo absoluto e incondicional. Es la postura de quien no se contenta con los bienes y consuelos de las cosas de este mundo, y tiene puesta su esperanza última más allá de estos bienes, que resultan pobres y pequeños para una capacidad tan grande como es la del corazón humano.

 Bienaventurados los pobres de espíritu... Y en el Magnificat de la Virgen escuchamos: Colmó de bienes a los hambrientos, y a los ricos los despidió sin nada (11). ¡Cuántos se transforman en hombres vacíos, porque se sienten satisfechos con lo que ya tienen! El Señor nos invita a no contentarnos con la felicidad que nos pueden dar unos bienes pasajeros, y nos anima a desear aquellos que Él tiene preparados para nosotros.

 

III. Dice Jesús a quienes le siguen -en aquel tiempo y ahora- que no será obstáculo para ser felices el que los hombres os insulten, y os persigan, y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo (12). Así como ninguna cosa de la tierra puede dar la felicidad que todo hombre busca, tampoco nada, si estamos unidos a Dios, puede quitárnosla. Nuestra felicidad y nuestra plenitud viene de Dios. "¡Oh vosotros que sentís más pesadamente el peso de la cruz! Vosotros que sois pobres y desamparados, los que lloráis, los que estáis perseguidos por la justicia, vosotros sobre los que se calla, vosotros los desconocidos del dolor, tened ánimo; sois los preferidos del reino de Dios, el reino de la esperanza, de la bondad y de la vida; sois los hermanos de Cristo paciente, y con Él, si queréis, salváis el mundo" (13).

Pidamos al Señor que transforme nuestras almas, que realice un cambio radical en nuestros criterios sobre la felicidad y la desgracia. Somos necesariamente felices si estamos abiertos a los caminos de Dios en nuestras vidas, y si aceptamos la buena nueva del Evangelio.

Y esto, también en el caso de que otras gentes parezcan conseguir todos los bienes que se pueden alcanzar en esta corta vida. No se debe tener al rico por dichoso sólo por sus riquezas -dice San Basilio-; ni al poderoso por su autoridad y dignidad; ni al fuerte por la salud de su cuerpo; ni al sabio por su gran elocuencia. Todas estas cosas son instrumentos de la virtud para los que las usan rectamente; pero ellas, en sí mismas, no contienen la felicidad (14). Sabemos que, muchas veces, estos mismos bienes se convierten en males y en desgracia para la persona que los posee y para los demás, cuando no están ordenados según el querer de Dios. Sin el Señor, el corazón se sentirá siempre insatisfecho y desgraciado.

Cuando para encontrar esa felicidad los hombres ensayamos otros caminos que no son los de la voluntad de Dios, que no son los que nos ha trazado el Maestro, al final sólo se encuentra soledad y tristeza. La experiencia de todos lo que no quisieron entender a Dios que les hablaba de distintas maneras, ha sido siempre la misma: han comprobado que fuera de Dios no hay felicidad estable y duradera. Lejos del Señor sólo se recogen frutos amargos y, de una forma u otra, se acaba como el hijo pródigo fuera de la casa paterna: comiendo bellotas y apacentando puercos (15).

Son dichosos quienes buscan a Cristo, quienes piden y fomentan el deseo de santidad. En Cristo están ya presentes todos los bienes que constituyen la verdadera felicidad. ""Laetetur cor quaerentium Dominum" -Alégrese el corazón de los que buscan al Señor.

 

"-Luz, para que investigues en los motivos de tu tristeza" (16).

Cuando falta la alegría, ¿no estará la causa en que, en esos momentos, no buscamos de verdad al Señor en el trabajo, en quienes nos rodean, en las contradicciones? ¿No será que no estamos todavía desprendidos del todo? ¡Que se alegren los corazones que buscan al Señor!

 

 

 

(1) Mt 5, 1-2. (2) Cfr. SAGRADA BIBLIA, Santos Evangelios, EUNSA, 2.ª ed., Pamplona 1985, nota a Mt 5, 2. (3) FRAY JUSTO PÉREZ DE URBEL, Vida de Cristo, Rialp, Madrid 1987, p. 212. (4) Ibídem, p. 214. (5) Lc 6, 24-26. (6) SAGRADA BIBLIA, Santos Evangelios, cit., nota a Mt 5, 2. (7) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Amigos de Dios, 294. (8) Cfr. J. ORLANDIS, 8 Bienaventuranzas, EUNSA, Pamplona 1982, p. 30. (9) R. GARRIGOU-LAGRANGE, Las tres edades de la vida interior, vol. I, p. 188. (10) Sof 2, 3; 3, 12-13. (11) Lc 1, 53. (12) Mt 5, 11-12. (13) CONC. VAT. II, Mensaje ala Humanidad. A los pobres, a los enfermos, a todos los que sufren, 6. (14) Cfr. SAN BASILIO, Homilía sobre la envidia, en Cómo leer la literatura pagana, Rialp, Madrid 1964, p. 81. (15) Cfr. Lc 15, 11 ss. (16) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Camino, n. 666.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. CUARTA SEMANA. DOMINGO CICLO B

26. La esclavitud del pecado.

- Cristo ha venido a librarnos del demonio y del pecado.

- La malicia del pecado.

- El carácter liberador de la Confesión. La lucha para evitar los pecados veniales.

 

I. El Evangelio de la Misa de este domingo (1) nos habla de la curación de un endemoniado. La victoria sobre el espíritu inmundo -eso significa Belial o Belcebú, nombre que se asigna en la Escritura al demonio (2)- es una señal más de la llegada del Mesías, que viene a liberar a los hombres de su más temible esclavitud: la del demonio y el pecado.

Este hombre atormentado de Cafarnaún decía a gritos: ¿Qué hay entre nosotros y tú, Jesús Nazareno? ¿Has venido a perdernos? ¡Sé quién eres tú, el Santo de Dios! Y Jesús le mandó con imperio: Calla, y sal de él. Y se quedaron todos estupefactos. No se excluye -enseña Juan Pablo II- que en ciertos casos el espíritu maligno llegue incluso a ejercitar su influjo no sólo sobre las cosas materiales, sino también sobre el cuerpo del hombre, por lo que se habla de "posesiones diabólicas" (3). No resulta siempre fácil discernir lo que hay de preternatural en estos casos, ni la Iglesia condesciende o secunda fácilmente la tendencia a atribuir muchos hechos o intervenciones directas al demonio; pero en principio no se puede negar que, en su afán de dañar y conducir al mal, Satanás pueda llegar a esta extrema expresión de su superioridad (4). La posesión diabólica aparece en el Evangelio acompañada ordinariamente de manifestaciones patológicas: epilepsia, mudez, sordera... Los posesos pierden frecuentemente el dominio sobre sí mismos, sobre sus gestos y palabras; en ocasiones son instrumentos del demonio. Por eso, estos milagros que realiza el Señor manifiestan la llegada del reino de Dios y la expulsión del diablo fuera de los dominios del reino: Ahora el príncipe de este mundo va a ser arrojado fuera (5). Cuando vuelven los setenta y dos discípulos, llenos de alegría por los resultados de su misión apostólica, le dicen a Jesús: Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre. Y el Maestro les contesta: Veía yo a Satanás caer del cielo como un rayo (6). Desde la llegada de Cristo el demonio se bate en retirada, aunque es mucho su poder y "su presencia se hace más fuerte a medida que el hombre y la sociedad se alejan de Dios" (7); mediante el pecado mortal muchos hombres quedan sujetos a la esclavitud del demonio (8), se alejan del reino de Dios para penetrar en el reino de las tinieblas, del mal; en un grado u otro, se convierten en instrumento del mal en el mundo, y quedan sometidos a la peor de las esclavitudes. En verdad os digo: todo el que comete pecado, esclavo es del pecado (9). Y el dominio del diablo puede adoptar otras formas de apariencia más normal, menos llamativa.

Debemos permanecer vigilantes, para discernir y rechazar las insidias del tentador, que no se concede pausa en su afán de dañarnos, ya que, tras el pecado original, hemos quedado sujetos a las pasiones y expuestos al asalto de la concupiscencia y del demonio: fuimos vendidos como esclavos al pecado (10). "Toda la vida humana, individual y colectiva, se presenta como lucha -lucha dramática- entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas. Es más: el hombre se siente incapaz de someter con eficacia por sí solo los ataques del mal, hasta el punto de sentirse como aherrojado entre cadenas" (11). Por eso, hemos de dar todo su sentido a la última de la peticiones que Cristo nos enseñó en el Padrenuestro: líbranos del mal, manteniendo a raya la concupiscencia y combatiendo, con la ayuda de Dios, la influencia del demonio, siempre al acecho, que inclina al pecado.

Además del hecho histórico concreto que nos muestra el Evangelio, con la luz de la fe podemos ver en este poseso a todo pecador que quiere convertirse a Dios, librándose de Satanás y del pecado, pues Jesús no ha venido a liberarnos "de los pueblos dominadores, sino del demonio; no de la cautividad del cuerpo, sino de la malicia del alma" (12).

"Líbranos, oh Señor, del Mal, del Maligno; no nos dejes caer en la tentación. Haz, por tu infinita misericordia, que no cedamos ante la infidelidad a la cual nos seduce aquel que ha sido infiel desde el comienzo" (13).

 

II. La experiencia de la ofensa a Dios es una realidad. Y con facilidad el cristiano descubre esa huella profunda de mal y ve un mundo esclavizado por el pecado (14). La Iglesia nos enseña que existen pecados mortales por naturaleza -que causan la muerte espiritual, la pérdida de la vida sobrenatural-, mientras otros son veniales, los cuales, aunque no se oponen radicalmente a Dios, obstaculizan el ejercicio de las virtudes sobrenaturales y disponen para caer en pecados graves.

San Pablo nos recuerda que fuimos rescatados a un precio muy alto (15) y nos exhorta con firmeza a no volver de nuevo a la esclavitud; hemos de ser sinceros con nosotros mismos, para evitar reincidir, avivando en nuestras almas el afán de santidad. "El primer requisito para desterrar ese mal (...), es procurar conducirse con la disposición clara, habitual y actual, de aversión al pecado. Reciamente, con sinceridad, hemos de sentir -en el corazón y en la cabeza- horror al pecado grave. Y también ha de ser nuestra la actitud, hondamente arraigada, de abominar del pecado venial deliberado, de esas claudicaciones que no nos privan de la gracia divina, pero debilitan los cauces por los que nos llega" (16).

El pecado mortal es la peor desgracia que le puede suceder a un cristiano. Cuanto éste se mueve por el amor, todo sirve a la gloria de Dios y para servicio de sus hermanos los hombres, y las mismas realidades terrenas son santificadas: el hogar, la profesión, el deporte, la política... Por el contrario, cuando se deja seducir por el demonio, su pecado introduce en el mundo un principio de desorden radical, que lo aleja de su Creador y es causa de todos los horrores que en él se encuentran. Pidamos al Señor esa pureza de conciencia que nos lleve a no cohonestar, a no acostumbrarnos, a abominar de toda ofensa a Dios; hemos de hacer nuestro aquel lamento -de fuerte sentido de desagravio- del profeta Jeremías: Pasmaos, cielos, de esto y horrorizaos sobremanera, dice Yahvé. Un doble crimen ha cometido mi pueblo: dejarme a mí, fuente de agua viva, para excavarse cisternas agrietadas incapaces de retener el agua (17). Aquí reside la maldad del pecado: en que los hombres, habiendo conocido a Dios, no lo glorificaron como a Dios, sino que se envanecieron con sus razonamientos y quedó su insensato corazón lleno de tinieblas..., dando culto y sirviendo a las criaturas en lugar de adorar al Creador (18).

El pecado, un solo pecado, ejerce, de una forma a veces oculta y otras visible y palpable, una misteriosa influencia sobre la familia, los amigos, la Iglesia y sobre la entera humanidad. Si un sarmiento enferma, todo el organismo se resiente; si un sarmiento queda estéril, la vid no produce ya el fruto que de ella se esperaba; es más, otros sarmientos pueden también enfermar y morir.

Renovemos hoy el firme propósito de alejarnos de todo aquello (espectáculos, lecturas inconvenientes, ambientes donde desentona la presencia de un hombre, de una mujer que sigue a Cristo...) que pueda ser ocasión de ofender a Dios. Amemos mucho el sacramento de la Penitencia y enseñemos a amarlo con una profunda catequesis sobre este sacramento, y meditemos con frecuencia la Pasión del Señor para entender más la malicia del pecado. Pidamos al Señor que sea una realidad en nuestras vidas esa sentencia popular llena de sentido: "antes morir que pecar".

 

III. Si nos percatamos -nunca penetraremos bastante en la realidad del mysterium iniquitatis que es el pecado- de la malicia de la ofensa a Dios, nunca plantearemos la lucha en la frontera de lo grave y lo leve, pues el pecado mayor está en "despreciar la pelea en esas escaramuzas, que calan poco a poco en el alma, hasta volverla blanda, quebradiza e indiferente, insensible a las voces de Dios" (19). Los pecados veniales realizan este funesto efecto en las almas que no luchan con firmeza para evitarlos, y constituyen un excelente aliado del demonio, empeñado en dañar. Sin matar la vida de la gracia, la debilitan, hacen más difícil el ejercicio de las virtudes y apenas se oyen las insinuaciones del Espíritu Santo y, si no se reacciona con energía, disponen para faltas y pecados graves. "¡Qué pena me das mientras no sientas dolor de tus pecados veniales! -Porque, hasta entonces, no habrás comenzado a tener verdadera vida interior" (20). Pidamos al Señor su luz, su amor, su fuego que nos purifique, para no empequeñecer nunca la grandeza de nuestra vocación, para no quedar atrapados en la mediocridad espiritual a la que lleva la lucha lánguida, floja, ante las faltas veniales.

Para luchar contra los pecados veniales el cristiano ha de darles la importancia que tienen: son los causantes de la mediocridad espiritual, de la tibieza, y lo que hace realmente dificultoso el camino de la vida interior. Los santos han recomendado siempre la Confesión frecuente, sincera y contrita como medio eficaz contra estas faltas y pecados, y camino seguro para ir adelante. "Ten siempre verdadero dolor de los pecados que confiesas, por leves que sean -aconsejaba San Francisco de Sales- y haz firme propósito de la enmienda para en adelante. Muchos hay que pierden grandes bienes y mucho aprovechamiento espiritual porque, confesándose de los pecados veniales como por costumbre y cumplimiento, sin pensar enmendarse, permanecen toda la vida cargados de ellos" (21).

Ojalá escuchéis hoy su voz: no endurezcáis vuestros corazones (22), nos exhorta el Salmo responsorial de la Misa. Pidamos al Espíritu Santo que nos ayude a tener un corazón cada vez más limpio y más fuerte, capaz de rechazar todo lazo que oprima y de abrirse a Dios, como Él espera de cada cristiano.

 

 

 

(1) Mc 1, 21-28.- (2) Cfr. JUAN PABLO II, Audiencia general, 13-VIII-1986.- (3) Cfr. Mc 5, 2-9.- (4) Cfr. JUAN PABLO II, loc. cit.- (5) Jn 12, 31.- (6) Lc 10, 17-18.- (7) JUAN PABLO II, loc. cit.- (8) Cfr. CONC. DE TRENTO, Sesión XIV, cap. 1.- (9) Jn 8, 34.- (10) Cfr. Rom 8, 14.- (11) CONC. VAT. II, Const. Gaudium et spes, 13.- (12) SAN AGUSTIN, Sermón 48.- (13) JUAN PABLO II, loc. cit.- (14) CONC. VAT. II, loc. cit., 2.- (15) Cfr. 1 Cor 7, 23.- (16) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Amigos de Dios, 243.- (17) Jer 2, 12-13.- (18) Rom 1, 21-25.- (19) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 77.- (20) IDEM, Camino, n. 330.- (21) SAN FRANCISCO DE SALES, Introducción a la vida devota, II, 19.- (22) Salmo responsorial. Sal 94, 1-2; 6-7; 8-9.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. CUARTA SEMANA. DOMINGO CICLO C

27. La virtud de la Caridad.

- La esencia de la caridad.

- Cualidades de esta virtud.

- La caridad perdura eternamente. Aquí en la tierra es ya primicia y comienzo del Cielo.

 

I. La Segunda lectura de la Misa nos recuerda el llamado himno de la caridad, una de las páginas más bellas de las Cartas de San Pablo (1). El Espíritu Santo, por medio del Apóstol, nos habla hoy de unas relaciones entre los hombres completamente desconocidas para el mundo pagano, pues tienen un fundamento del todo nuevo: el amor a Cristo. Todo lo que hicisteis por uno de mis hermanos pequeños, por mí lo hicisteis (2). Con la ayuda de la gracia, el cristiano descubre en su prójimo a Dios: sabe que todos somos hijos del mismo Padre y hermanos de Jesucristo. La virtud sobrenatural de la caridad nos acerca profundamente al prójimo; no es un mero humanitarismo. "Nuestro amor no se confunde con una postura sentimental, tampoco con la simple camaradería, ni con el poco claro afán de ayudar a los otros para demostrarnos a nosotros mismos que somos superiores. Es convivir con el prójimo, venerar (...) la imagen de Dios que hay en cada hombre, procurando que también él la contemple, para que sepa dirigirse a Cristo" (3).

Nuestro Señor dio contenido nuevo e incomparablemente más alto al amor al prójimo, señalándolo como el Mandamiento Nuevo y distintivo de los cristianos (4). Es el amor divino -como yo os he amado- la medida del amor que debemos tener a los demás; es, por tanto, un amor sobrenatural, que Dios mismo pone en nuestros corazones. Es a la vez un amor hondamente humano, enriquecido y fortalecido por la gracia.

La caridad se distingue de la sociabilidad natural, de la fraternidad que nace del vínculo de la sangre, de la misma compasión de la miseria ajena... Sin embargo, la virtud teologal de la caridad no excluye estos amores legítimos de la tierra, sino que los asume y sobrenaturaliza, los purifica y los hace más profundos y firmes. La caridad del cristiano se expresa ordinariamente en las virtudes de la convivencia humana, en las muestras de educación y cortesía, que así quedan elevadas a un orden superior y definitivo.

Sin ella la vida se queda vacía... La elocuencia más sublime, y todas las buenas obras si pudieran darse, serían como sonido de campana o de címbalo, que apenas dura unos instantes y se apaga. Sin la caridad -nos lo dice el Apóstol-, de poco sirven los dones más apreciados: si no tengo caridad, nada soy. Muchos doctores y escribas sabían más de Dios, inmensamente más, que la mayoría de quienes acompañaban a Jesús -gente que ignora la ley (5)-, pero su ciencia quedó sin fruto. No entendieron lo fundamental: la presencia del Mesías en medio de ellos, y su mensaje de comprensión, de respeto y de amor.

La falta de caridad embota la inteligencia para el conocimiento de Dios, y también de la dignidad del hombre; el amor agudiza las potencias, las afina y despierta. Solamente la caridad -amor a Dios, y al prójimo por Dios- nos prepara y dispone para entender al Señor y lo que a Él se refiere, en la medida en que una criatura finita puede hacerlo. El que no ama no conoce a Dios -enseña San Juan-, porque Dios es amor (6). También la virtud de la esperanza queda estéril sin la caridad, "pues es imposible alcanzar aquello que no se ama" (7); y todas las obras son baldías sin la caridad, aun las más costosas y las que comportan sacrificios: si repartiere todos los bienes y entregara mi cuerpo al fuego, pero no tuviere caridad, de nada me aprovecha. La caridad por nada puede ser sustituida.

Hoy podríamos preguntarnos en nuestra oración cómo vivimos esta virtud cada día: si tenemos detalles de servicio con quienes convivimos, si procuramos ser amables, si pedimos disculpas cuando no lo somos, si damos paz y alegría a nuestro alrededor, si ayudamos a los demás en su caminar hacia el Señor o si, por el contrario, nos mostramos indiferentes; si ponemos en práctica las obras de misericordia, con la visita a los pobres y enfermos, para vivir la solidaridad cristiana con los que sufren; si atendemos a los ancianos, si nos preocupamos por los marginados. En una palabra, si nuestro trato habitual con el Señor se manifiesta en obras de comprensión y de servicio a quienes están cerca de nuestro vivir diario.

 

II. San Pablo nos señala las cualidades que adornan la caridad. Nos dice, en primer lugar, que la caridad es paciente con los demás. Para hacer el bien se ha de saber primero soportar el mal, renunciando de antemano al enfado, al malhumor, al espíritu desabrido.

La paciencia denota una gran fortaleza. La caridad necesitará frecuentemente de la paciencia para llevar con serenidad los posibles defectos, las suspicacias, el mal genio de quienes tratamos. Esta virtud nos llevará a dar a esos detalles la importancia que realmente tienen, sin agrandarlos; a esperar el momento oportuno, si es necesario corregir; a dar una buena contestación, que logrará en muchas ocasiones que nuestras palabras lleguen beneficiosamente al corazón de esas personas. La paciencia es una gran virtud para la convivencia. A través de ella imitamos a Dios, paciente con tantos errores nuestros y siempre lento a la ira (8); imitamos a Jesús, que, conociendo bien la malicia de los fariseos, "condescendió con ellos para ganarlos, como los buenos médicos, que prodigan mejores remedios a los enfermos más graves" (9).

La caridad es benigna, es decir, está dispuesta a hacer el bien a todos. La benignidad sólo cabe en un corazón grande y generoso; lo mejor de nosotros debe ser para los demás.

La caridad a no es envidiosa, pues mientras la envidia se entristece del bien ajeno, la caridad se alegra de ese mismo bien. De la envidia nacen multitud de pecados contra la caridad: la murmuración, la detracción, el gozo en lo adverso y la aflicción en lo próspero del prójimo. Con mucha frecuencia, la envidia es la causa de que se resquebraje la amistad entre amigos y la fraternidad entre hermanos; es como un cáncer que corroe la convivencia y la paz. Santo Tomás la llama "madre del odio".

La caridad no obra con soberbia, ni es jactanciosa. Muchas de las tentaciones contra la caridad se resumen en actitudes de soberbia hacia el prójimo, pues sólo en la medida en que nos olvidamos de nosotros mismos podemos atender y preocuparnos de los demás. Sin humildad no puede existir ninguna otra virtud, y de modo singular no puede haber amor. En muchas faltas de caridad han existido previamente otras de vanidad y orgullo, de egoísmo, de deseos de sobresalir. También de otras muchas maneras se manifiesta la soberbia, que impide la caridad. "El horizonte del orgulloso es terriblemente limitado: se agota en él mismo. El orgulloso no logra mirar más allá de su persona, de sus cualidades, de sus virtudes, de su talento. El suyo es un horizonte sin Dios. Y en este panorama tan mezquino ni siquiera aparecen los demás: no hay sitio para ellos" (10).

La caridad no es ambiciosa, no busca lo suyo. La caridad no pide nada para uno mismo: da sin calcular retribución alguna. Sabe que ama a Jesús en los demás, y esto le basta. No sólo no es ambiciosa, con un deseo desmesurado de ganancia, sino que ni siquiera busca lo suyo: busca a Jesús.

La caridad no toma en cuenta el mal, no guarda listas de agravios personales, todo lo excusa. No sólo pedimos ayuda al Señor para excusar la posible paja en el ojo ajeno, si se diera, sino que nos debe pesar la viga en el propio, las muchas infidelidades a nuestro Dios. La caridad todo lo cree, todo lo espera, todo lo sufre. Todo, sin exceptuar nada.

Es mucho lo que podemos dar: fe, alegría, un pequeño elogio, cariño... Nunca esperemos nada a cambio. No nos molestemos si no somos correspondidos: la caridad no busca lo suyo, lo que humanamente considerado parecería que se nos debe. No busquemos nada y habremos encontrado a Jesús.

 

III. La caridad no termina jamás. Las profecías desaparecerán, las lenguas cesarán, la ciencia quedará anulada (...). Ahora permanecen la fe, la esperanza, la caridad: las tres virtudes. Pero de ellas la más grande es la caridad (11).

Estas tres virtudes teologales son las más importantes de la vida cristiana porque tienen a Dios como objeto y fin. La fe y la esperanza no permanecen en el Cielo: la fe es sustituida por la visión beatífica; la esperanza, por la posesión de Dios. La caridad, en cambio, perdura eternamente; a quién la tierra es ya un comienzo del Cielo, y la vida eterna consistirá en un acto ininterrumpido de caridad (12).

Esforzaos por alcanzar la caridad (13), nos apremia San Pablo. Es el mayor don y el principal mandamiento del Señor. Será el distintivo por el que conocerán que somos discípulos de Cristo (14); es una virtud que, para bien o para mal, estamos poniendo a prueba en todo momento. Porque a todas horas podemos socorrer una necesidad, tener una palabra amable, evitar una murmuración, dar una palabra de aliento, ceder el paso, interceder ante el Señor por alguien especialmente necesitado, dar un buen consejo, sonreír, ayudar a crear un clima más amable en nuestra familia o en el lugar de trabajo, disculpar, formular un juicio más benévolo, etc. Podemos hacer el bien u omitirlo; también, hacer positivamente daño a los demás, no sólo por omisión. Y la caridad nos urge continuamente a ser activos en el amor con obras de servicio, con oración, y también con la penitencia.

Cuando crecemos en la caridad, todas las virtudes se enriquecen y se hacen más fuertes. Y ninguna de ellas es verdadera virtud si no está penetrada por la caridad: "tanto tienes de virtud cuanto tienes de amor, y no más" (15).

Si acudimos frecuentemente a la Virgen, Ella nos enseñará a querer y a tratar a los demás, pues es Maestra de caridad. "La inmensa caridad de María por la humanidad hace que se cumpla, también en Ella, la afirmación de Cristo: nadie tiene amor más grande que el que da su vida por sus amigos (Jn 15, 13)" (16). Nuestra Madre Santa María también se entregó por nosotros.

 

 

 

(1) 1 Cor 12, 31-13, 13.- (2) Mt 25, 40.- (3) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Amigos de Dios, 230.- (4) Cfr. Jn 13, 34.- (5) Jn 7, 49.- (6) 1 Jn 4, 8.- (7) SAN AGUSTIN, Tratado sobre la fe, la esperanza y la caridad, 117.- (8) Cfr. Sal 145, 8.- (9) SAN CIRILO, en Catena Aurea, vol. VI, p. 46.- (10) S. CANALS, Ascética meditada, p. 87.- (11) 1 Cor 13, 8-13.- (12) Cfr. SANTO TOMAS, Suma Teológica, 1-2, q. 114, a. 4.- (13) 1 Cor 14, 1.- (14) Cfr. Jn 13, 35.- (15) F. DE OSUNA, Abecedario espiritual, 16, 4.- (16) J. ESCRIVA DE BALAGUER, o. c., 287.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. CUARTA SEMANA. LUNES

28. Desprendimiento y vida cristiana.

- La presencia de Jesús en nuestra vida puede significar, alguna vez, perder algo temporal. Jesús vale más.

- Todas las cosas deben ser medios que nos acerquen a Cristo.

- Desprendimiento. Algunos detalles.

 

I. Nos dice San Marcos en el Evangelio de la Misa (1) que llegó Jesús a la región de los gerasenos, una tierra de gentiles, al otro lado del lago de Genesaret. Allí, nada más dejar la barca, le salió al encuentro un endemoniado que, postrado ante Él, gritaba: ¿Qué tienes que ver conmigo, Jesús, hijo de Dios Altísimo? Te pido por Dios que no me atormentes. Porque Jesús le estaba diciendo: Espíritu inmundo, sal de este hombre. Jesús le preguntó por su nombre, y él respondió: Me llamo Legión, porque somos muchos. Y le rogaba con insistencia que no los expulsara de aquella región. Cerca del lugar donde ellos se encontraban pacía una gran piara de cerdos.

La aparición del Mesías lleva consigo la derrota del reino de Satanás, que por eso muestra su resistencia de modo tan acentuado en numerosos pasajes del Evangelio. Como en los demás milagros, cuando Jesús expulsa a los demonios pone de relieve su poder redentor. El Señor se presenta siempre en la vida de los hombres librándolos de los males que les oprimen: Pasó haciendo el bien y sanando a todos los que habían caído bajo el poder del diablo (2), dirá San Pedro en el discurso ante Cornelio y su familia, resumiendo ésta y otras muchas expulsiones de demonios que hizo el Señor.

Aquí los demonios hablan por boca de este hombre y se quejan de que Jesús haya venido a destruir su reino en la tierra. Y le piden quedarse en aquel lugar. Por eso quieren entrar en los cerdos. Era también, quizá, una manera de perjudicar y de vengarse de aquellas gentes, y de alborotarlas contra Jesús. El Señor accede, con todo, a la petición de los demonios. Entonces, la piara corrió con ímpetu por la pendiente hacia el mar y pereció en el agua. Los porqueros huyeron y dieron la noticia en la ciudad y en el campo. Y la gente fue a ver lo que había pasado.

San Marcos nos indica expresamente que eran alrededor de dos mil los cerdos que se ahogaron. Debió de significar una gran pérdida para aquellos gentiles. Quizá sea el rescate pedido a este pueblo por librar a uno de los suyos del poder del demonio: han perdido unos cerdos, pero han recuperado a un hombre. Y este endemoniado, este hombre "rebelde y dividido, con dominio miserable de una multitud de espíritus impuros, ¿no ofrece por ventura algún parecido con un tipo humano que no es ajeno a nuestro tiempo? En todo caso, el alto costo pagado por la libertad de aquel hombre, la hecatombe de la piara de los dos mil cerdos ahogados en las aguas del mar de Galilea, tal vez sea el índice del elevado precio que tiene el recate del hombre pagano contemporáneo. Un costo valorable también en riquezas que se pierden; un rescate cuyo precio es la pobreza del que generosamente intenta redimirle. La pobreza real de los cristianos quizá sea el valor que Dios haya fijado por el rescate del hombre de hoy. Y vale la pena pagarlo (...); un solo hombre vale mucho más que dos mil cerdos" (3), vale más que todo el mundo creado con sus riquezas y sus maravillas.

Sin embargo, sobre estas gentes pesa más el daño temporal que la liberación del endemoniado. En el cambio de un hombre por unos cerdos se inclinan por éstos, por los cerdos. Ellos, al ver lo que había pasado, rogaron a Jesús que se marchara de su país. Cosa que el Señor hizo enseguida.

La presencia de Jesús en nuestras vidas puede significar, alguna vez, perder la ocasión de un buen negocio, porque no era del todo limpio, o por no poder competir con los mismos medios ilícitos de nuestros colegas..., o, sencillamente, porque quiere que ganemos su corazón con nuestra pobreza. Y siempre nos pedirá el Señor, para permanecer junto a Él, un desprendimiento efectivo de los bienes, una pobreza cristiana real, que señale con claridad la primacía de lo espiritual sobre lo material, y del fin último -la salvación, la nuestra y la del prójimo- sobre los fines temporales del bienestar humano.

 

II. Le pidieron a Jesús que se alejara de su región. No incurramos nosotros jamás en la aberración de decir a Jesús que se aleje de nuestra vida, porque por manifestarnos como cristianos perdamos en alguna circunstancia un cargo público, un puesto de trabajo, o debamos sufrir un perjuicio material de cualquier clase. Al contrario, hemos de decirle muchas veces al Señor, con las palabras que el sacerdote pronuncia en secreto antes de la Comunión en la Santa Misa: fac me tuis semper inhaerere mandatis, et ate numquam separari permittas: haz que cumpla siempre tus mandatos y no permitas que me separe nunca de Ti. Es preferible estar con Cristo sin nada, que estar sin Él y tener todos los tesoros del mundo juntos. "Bien sabe la Iglesia que sólo Dios, al que ella sirve, responde a las aspiraciones más profundas del corazón humano, el cual nunca se sacia plenamente con sólo los elementos humanos" (4).

Todas las cosas de la tierra son medios para acercarnos a Dios. Si no sirven para eso, no sirven ya para nada. Más vale Jesús que cualquier negocio, más que la vida misma. "Si destierras de ti a Jesús y lo pierdes, ¿a dónde irás?, ¿a quién buscarás por amigo? Sin amigo no puedes vivir mucho; y si no fuere Jesús tu especialísimo amigo, estarás triste y desconsolado" (5). Perderás mucho en esta vida, y todo en la otra.

Los primeros cristianos, y muchos hombres y mujeres a lo largo de los siglos, han preferido el martirio antes que perder a Cristo. "Durante las persecuciones de los primeros siglos, las penas habituales eran la muerte, la deportación y el exilio.

"Hoy, a la prisión, a los campos de concentración o de trabajos forzados, a la expulsión de la propia patria, se han unidos otras penas menos llamativas pero más sutiles; no es ya una muerte sangrienta, sino una especie de muerte civil; no sólo la segregación en una prisión o en un campo, sino la restricción permanente de la libertad personal o la discriminación social(...)" (6). ¿Seremos nosotros capaces de perder, si fuera necesario, la honra o la fortuna, a cambio de permanecer con Dios? Seguir a Jesús no es compatible con todo. Hay que elegir, y renunciara todo lo que sea un impedimento para estar con Él. Para eso, debemos tener muy enraizada en el alma una clara disposición de horror al pecado, pidiendo al Señor y a su Madre que aparten de nosotros todo lo que nos separe de Él: "Madre, líbranos a tus hijos -a cada una, a cada uno- de toda mancha, de todo lo que nos aparte de Dios, aunque tengamos que sufrir, aunque nos cueste la vida" (7). ¿Para qué queremos el mundo entero si perdiéramos a Jesús?

 

III. "Y que entre los moradores de aquella región había gentes necias -comenta San Juan Crisóstomo- bien claro se ve por el desenlace de todo este episodio. Porque cuando debían haberse postrado en adoración y admirar su poder, le mandaron recado suplicándole que se marchara de sus términos" (8). Jesús fue a visitarles y no supieron comprender quién estaba allí, a pesar de los prodigios que había hecho. Ésta fue la mayor necedad de estas gentes: no reconocer a Jesús.

El Señor pasa cerca de nuestra vida todos los días. Si tenemos el corazón apegado a las cosas materiales no le reconoceremos; y hay muchas formas, algunas muy sutiles, de decirle que se vaya de nuestros dominios, de nuestra vida, ya que nadie puede servir a dos señores, porque o tendrá aversión al uno y amor al otro, o prestará su adhesión al primero y menospreciará al segundo: no podéis servir a Dios y a las riquezas (9).

Conocemos por propia experiencia el peligro que corremos de servir a los bienes terrenos, en sus múltiples manifestaciones de deseo desordenado de mayores bienes, aburguesamiento, comodidad, lujo, caprichos, gastos innecesarios, etc. ; y vemos también lo que ocurre a nuestro alrededor: "Muchos hombres parecen guiarse por la economía, de tal manera que casi toda su vida personal y social está como teñida de cierto espíritu materialista" (10). Piensan que su felicidad está en los bienes materiales y se llenan de ansiedad por conseguirlos.

Nosotros debemos estar desprendidos de todo cuanto tenemos. De este modo, sabremos utilizar todos los bienes de la tierra según lo dispuesto por Dios, y tendremos el corazón en Él y en los bienes que nunca se agotan. El desasimiento hace de la vida un sabroso camino de austeridad y eficacia. El cristiano ha de examinar con frecuencia si se mantiene vigilante para no caer en la comodidad, o en un aburguesamiento que no se compagina de ninguna forma con ser discípulo de Cristo; si procura no crearse necesidades superfluas; si las cosas de la tierra le acercan o le separan de Dios. Siempre podemos y debemos ser parcos en las necesidades personales, frenando los gastos superfluos, no cediendo a los caprichos, venciendo la tendencia a crearse falsas necesidades, siendo generosos en la limosna.

También podemos considerar hoy en nuestra oración si estamos dispuestos a tirar lejos de nosotros lo que nos estorbe para acercarnos a Cristo, como hizo Bartimeo, aquel ciego que pedía limosna en las afueras de Jericó (11).

El Señor vale infinitamente más que todos los bienes creados. No ocurrirá en nuestra vida como en la de aquellos gerasenos: toda la ciudad salió al encuentro de Jesús y, al verle, le rogaron que se alejara de su región (12). Nosotros, por el contrario, digámosle, con las palabras de la oración de San Buenaventura para después de la Comunión: que Tú seas siempre (...) mi herencia, mi posesión, mi tesoro, en el cual esté siempre fija y firme e inconmoviblemente arraigada mi alma y mi corazón (13). Señor, ¿a dónde iría yo sin Ti?

 

 

 

(1) Mc 5, 1-20.- (2) Hech 10, 38.- (3) J. ORLANDIS, La vocación cristiana del hombre de hoy, Rialp, 2ª ed., Madrid 1964, p. 186.- (4) CONC. VAT. II, Const. Gaudium et spes, 41.- (5) T. KEMPIS, Imitación de Cristo, II, 8, 3.- (6) JUAN PABLO II, Meditación-plegaria, Lourdes, 14-VIII-1983.- (7) A. DEL PORTILLO, Carta 31-V-1987, n. 5.- (8) SAN JUAN CRISOSTOMO, Homilías sobre San Mateo, 28, 3.- (9) Mt 6, 24.- (10) CONC. VAT. II, loc. cit., 63.- (11) Cfr. Mc 10, 50.- (12) Mt 8, 34.- (13) MISAL ROMANO, Oración para la acción de gracias de la Comunión.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. CUARTA SEMANA. MARTES

29. Comuniones Espirituales.

- La fe de una mujer enferma: si logro tocar su vestido, quedaré curada. Nosotros nos encontramos con Cristo en la Sagrada Eucaristía.

- Las comuniones espirituales. Deseos de recibir a Cristo.

- La Comunión sacramental. Preparación y acción de gracias.

 

I. Señor, escucha mi oración, que mi grito llegue hasta ti: no me escondas tu rostro el día de la desgracia. Inclina tu oído hacia mí; cuando te invoco, escúchame enseguida (1).

El Evangelio de la Misa (2) relata los milagros que Jesús realizó en aquella ocasión, cuando volvió de nuevo a la otra orilla del lago, probablemente a Cafarnaún. San Lucas nos dice que todos estaban esperándole (3). Están contentos de tener de nuevo a Jesús con ellos; y enseguida tomó el camino de la ciudad, seguido de sus discípulos y de la multitud que le rodea por todas partes.

Entre tantos que se apiñan en torno a Cristo, una mujer vacilante se acerca unas veces a Él, otras queda rezagada, mientras no cesa de repetirse: Si logro tocar su vestido quedaré curada. Doce años lleva enferma, y había puesto todos los remedios humanos a su alcance: Muchos médicos la habían sometido a toda clase de tratamientos y se había gastado en eso toda su fortuna. Pero aquel día comprendió que Jesús era su único remedio: no sólo el de una enfermedad que la hacía impura ante la ley, sino el remedio de toda su vida. Alargó la mano y logró tocar el borde del manto del Señor. En ese momento Jesús se paró, y ella se sintió curada.

¿Quién ha tocado mi vestido?, pregunta Jesús, dirigiéndose a los que le rodean. Yo sé que una fuerza ha salido de mí (4). Y en el mismo instante, la mujer vio que caían sobre ella aquellos ojos que llegaban hasta lo más profundo del corazón, y asustada y temblorosa y llena de júbilo, todo a la vez, se echó a sus pies.

También nosotros necesitamos cada día el contacto con Cristo, porque es mucha nuestra debilidad y muchas nuestras enfermedades. Y al recibirle en la Comunión sacramental se realiza este encuentro con Él, oculto en las especies sacramentales. Y son tantos los bienes que recibimos en cada Comunión que el Señor nos mira y nos puede decir: Yo sé que una fuerza ha salido de mí: un torrente de gracias que nos inunda de alegría, nos da la firmeza necesaria para seguir adelante, y causa el asombro de los ángeles.

Cuando nos acercamos a Cristo sabemos bien que nos encontramos ante un misterio inefable, y que ni siquiera en nuestras Comuniones más fervorosas somos dignos de recibirle como se merece. La Sagrada Eucaristía es la fuente escondida de donde llegan al alma indecibles bienes que se prolongan más allá de nuestra existencia aquí en la tierra...: Jesús viene a remediar nuestra necesidad, acude prontamente a nuestra súplica.

La amistad creciente con Cristo nos impulsa a desear que llegue el momento de la Comunión, para unirnos íntimamente con Él. Le buscamos con la diligencia de esta mujer enferma, con todos los medios a nuestro alcance (los humanos y los sobrenaturales, como el acudir a nuestro Ángel Custodio). Si alguna vez, por razón de viajes, exámenes, trabajo, etcétera, se nos hiciera más dificultoso acudir a recibirlo, pondremos más empeño, más ingenio, más amor; le buscamos entonces con la decisión con la que acudió María Magdalena al sepulcro, al amanecer del tercer día, sin importarle los soldados que lo custodian, ni la piedra que impide el paso...

Santa Catalina de Siena explica con un ejemplo la importancia de desear vivamente la Comunión. Supongamos -dice- que varias personas poseen una vela de diverso peso y tamaño. La primera lleva una vela de una onza; la segunda de dos onzas; la tercera, de tres; ésta, de una libra (16 onzas). Cada una enciende su vela. Y sucede que la que tiene la de una onza tiene menos capacidad de alumbrar que la de una libra. Así acontece a los que se acercan a la Comunión. Cada uno lleva un cirio, es decir, los santos deseos con que recibe este sacramento (5). Estos santos deseos, condición de una fervorosa Comunión, se manifiestan en primer lugar en el empeño por apartar todo pecado venial deliberado y toda falta consciente de amor a Dios.

 

II. Todas las condiciones para recibir siempre con fruto la Comunión sacramental se pueden resumir en una sola: tener hambre de la Santa Eucaristía (6). Este hambre y esta sed de Cristo por nada pueden ser sustituidas.

Este vivo deseo de comulgar, señal de fe y de amor, nos conducirá a realizar muchas comuniones espirituales antes de recibirle sacramentalmente y durante el día, en medio de la calle o del trabajo, en cualquier ocupación. "La comunión espiritual consiste en un deseo ardiente de recibir a Jesús Sacramentado y en un abrazo amoroso como si ya lo hubiésemos recibido" (7). Prolonga en cierto modo los frutos de la anterior Comunión eucarística, prepara la siguiente y nos ayuda a desagraviar por las veces en las que quizá no nos preparamos con la delicadeza y el amor que el Señor esperaba, y también por todos aquellos que comulgan con pecados graves y por cuantos, de una manera u otra, han olvidado que Cristo se ha quedado en este Santo Sacramento.

"La comunión espiritual se puede hacer sin que nadie nos vea, sin que sea preciso estar en ayunas, y se puede llevar a cabo a cualquier hora; porque consiste en un acto de amor; basta decir de todo corazón: (...) Creo, mi Jesús, que estáis en el Santísimo Sacramento; os amo y deseo mucho recibiros, venid a mi corazón; yo os abrazo; no os ausentéis de mí" (8). O aquella otra que muchos cristianos aprendieron quizá al prepararse para recibir por vez primera a Jesús en su corazón: Yo quisiera, Señor, recibiros con aquella pureza, humildad y devoción con que os recibió vuestra Santísima Madre, con el espíritu y fervor de los santos (9).

De modo particular, debemos ejercitarnos en las comuniones espirituales en aquel tiempo que antecede a la Misa y a la Comunión: por la noche, cuando llega la hora del descanso; por la mañana, al despertarnos, mientras nos preparamos para comenzar la jornada. De este modo, si ponemos empeño y si pedimos ayuda a nuestro Ángel Custodio, la Eucaristía presidirá nuestra existencia y será "el centro y la cima" (10) al que se dirigen todos nuestros actos.

Acudamos en el día de hoy a nuestro Ángel Custodio para que nos recuerde frecuentemente la presencia cercana de Cristo en los sagrarios de la ciudad o del pueblo donde vivimos o donde nos encontramos, y que nos consiga gracias abundantes para que cada día sean mayores nuestros deseos de recibir a Jesús, y mayor nuestro amor, de modo particular en esos minutos en los que permanece sacramentalmente en nuestro corazón.

 

III. Por nuestra parte, debemos esforzarnos en acercarnos a Cristo con la fe de aquella mujer, con su humildad, con aquellos deseos grandes de querer sanar de los males que nos aquejan. "¿Quiénes somos, para estar tan cerca de Él? Como a aquella pobre mujer entre la muchedumbre, nos ha ofrecido una ocasión. Y no para tocar un poquito de su vestido, o un momento el extremo de su manto, la orla. Lo tenemos a Él. Se nos entrega totalmente, con su Cuerpo, con su Sangre, con su Alma y con su Divinidad. Lo comemos cada día, hablamos íntimamente con Él, como se habla con el padre, como se habla con el Amor" (11). Es una realidad, como lo es nuestra existencia y el mundo y las personas que cada día encontramos mientras caminamos. Bajo las especies sacramentales se contiene verdadera, real y sustancialmente el Cuerpo glorioso de Cristo con su alma y su divinidad, el mismo que nació de Santa María, el que permaneció durante cuarenta días con sus discípulos después de la Resurrección, el que después de su Ascensión al Cielo vela nuestro caminar terreno.

La Comunión no es un premio a la virtud, sino alimento para los débiles y necesitados; para nosotros. Y nuestra Madre la Iglesia nos exhorta a comulgar con frecuencia, diariamente a quien le es posible, y nos insiste a la vez en que pongamos todo el empeño en apartar la rutina, la tibieza, el desamor, en que purifiquemos el alma de los pecados veniales mediante los actos de contrición y la Confesión frecuente y, sobre todo, en que no comulguemos jamás con sombra alguna de pecado grave, sin habernos acercado antes al sacramento del perdón (12). Ante las faltas leves, el Señor nos pide lo que está a nuestro alcance: el arrepentimiento y el deseo de evitarlas. Además de disponer convenientemente el alma con actos de fe, de esperanza y de amor, es necesario disponer también el cuerpo: no haber tomado ningún alimento desde una hora antes y acercarse con la debida reverencia, correctamente vestido, etcétera. Es la naturalidad del cristiano que manifiesta el respeto adecuado a quien más se le debe, y consecuencia de la fe del que sabe a qué Banquete ha sido invitado. "Es necesario que todo nuestro porte exterior dé, a los que nos ven, la sensación de que nos preparamos para algo grande" (13).

El amor a Jesús presente en la Sagrada Eucaristía se manifestará en el modo de dar gracias después de la Comunión; el amor es ingenioso y sabe encontrar modos propios para expresar la gratitud. Y esto aunque el alma se encuentre en la aridez más completa. La aridez no es tibieza, sino amor en el que está ausente el sentimiento, pero que impulsa a poner más esfuerzo y a pedir ayuda a los intercesores del Cielo, como el propio Ángel Custodio, que nos prestará en ésta, como en otras ocasiones, grandes servicios.

Incluso las mismas distracciones deben ayudarnos a un mayor fervor a la hora de dar gracias al Señor por el bien incomparable de habernos visitado. Todo debe aprovecharnos para que en esos minutos en que tenemos al mismo Dios nos encontremos en las mejores disposiciones posibles dentro de nuestras muchas limitaciones.

La Virgen, Nuestra Señora, nos ayudará a preparar nuestra alma con aquella pureza, humildad y devoción con que Ella le recibió después del anuncio del Ángel.

 

 

 

(1) Sal 101.- (2) Mc 5, 21-43.- (3) Cfr. Lc 8, 41-56.- (4) Cfr. Lc 8, 46.- (5) SANTA CATALINA DE SIENA, El Dialogo, p. 385.- (6) Cfr. R. GARRIGOU-LAGRANGE, Las tres edades de la vida interior, vol. I, p. 484.- (7) SAN ALFONSO Mª DE LIGORIO, Visitas al Stmo. Sacramento, Rialp, Madrid 1965, p. 40.- (8) Ibídem, p. 41.- (9) Cfr. A. VAZQUEZ DE PRADA, El Fundador del Opus Dei, Rialp, Madrid 1983, pp. 52-53.- (10) Cfr. CONC. VAT. II, Decr. Ad gentes, 9.- (11) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Amigos de Dios, 199.- (12) Cfr. 1 Cor 11, 27-28; PABLO VI, Instr. Eucaristicum Mysterium, 37.- (13) SANTO CURA DE ARS, Sermón sobre la Comunión.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. CUARTA SEMANA. MIÉRCOLES

30. Trabajar bien.

- Vida de trabajo de Jesús en Nazaret. La santificación del trabajo.

- El trabajo nos hace partícipes de la obra creadora de Dios. Jesús y el mundo del trabajo.

- Sentido redentor del trabajo. Acudir a San José para que nos enseñe a trabajar con competencia y a corredimir con nuestras tareas.

 

I. Después de un tiempo, Jesús volvió a Nazaret, su ciudad, con sus discípulos (1). Allí le esperaba su Madre con inmensa alegría. Quizá fue la primera vez que aquellos primeros seguidores del Maestro conocieron el lugar donde se había desarrollado la vida de Jesús; y en casa de María repondrían fuerzas. La Virgen tendría particulares atenciones con ellos; les serviría como nadie hasta entonces lo había hecho.

En Nazaret todos conocen a Jesús. Le conocen por su oficio y por la familia a la que pertenece, como a todo el mundo: es el artesano, el hijo de María. Como ocurre a tantos en la vida, el Señor siguió el oficio de quien hizo de padre suyo aquí en la tierra. Por eso también le llaman el hijo del artesano (2); tuvo la profesión de José, que ya habría muerto, quizá hacía años. Su familia, que custodiaba el mayor de los tesoros, el Verbo de Dios hecho hombre, fue una más entre las del vecindario, querida y apreciada por todos. "El mismo Verbo encarnado quiso hacerse partícipe de esta humana solidaridad. Tomó parte en las bodas de Caná, se invitó a casa de Zaqueo, comió con publicanos y pecadores. Reveló el amor del Padre y la excelsa vocación del hombre, echando mano de las realidades más vulgares de la vida social y sirviéndose del lenguaje y de las imágenes de la existencia más corriente. Santificó las relaciones humanas, sobre todo las relaciones familiares, de las que brotan las relaciones sociales, siendo voluntariamente un súbdito más de las leyes de su patria. Llevó una vida idéntica ala de cualquier obrero de su tiempo y región" (3).

Jesús debió de estar varios días en casa de su Madre, y visitar a otros parientes conocidos... Y llegado el sábado se puso a enseñar en la sinagoga. Las gentes de Nazaret quedaron sorprendidas. Uno que les ha construido muebles y aperos de labranza, que se los ha arreglado cuando se estropeaban, les habla con suma autoridad y sabiduría, como nadie lo había hecho hasta entonces. Sólo ven en Él lo humano, lo que habían observado durante treinta años: la normalidad más completa. Les cuesta trabajo descubrir al Mesías detrás de esa "normalidad".

También la ocupación de la Virgen fue la de cualquier ama de casa de su tiempo, con su forma peculiar de hablar, propia de las mujeres galileas, con el modo de vestir sencillo y común de aquella región. Todo igual a las demás mujeres..., menos, claro está, su amor a Dios, que jamás podrá ser igualado.

El taller de José, que luego heredaría Jesús, era como los otros existentes en aquellos tiempos en Palestina. Quizá era el único de Nazaret. Olía a madera y a limpio. José cobraba lo habitual; quizá daba más facilidades a quien estaba con apuros económicos, pero cobraba lo justo. Los trabajos que se realizaban en aquel pequeño taller eran los propios de ese oficio, en el que se hacía un poco de todo: construir una viga, fabricar un armario sencillo, arreglar una mesa desajustada, pasarle la garlopa a una puerta que no encajaba bien... No se fabricaban allí cruces de madera, como nos presentan algunos grabados piadosos: ¿quién les iba a encargar un objeto semejante? Tampoco importaban del cielo las maderas, sino de los bosques vecinos.

Los habitantes de Nazaret se escandalizaron de Él. La Virgen, no. Ella sabe bien que su hijo es el Hijo de Dios. Le mira con inmenso amor y con una admiración sin límites. Ella le comprende bien.

La meditación de este pasaje, en el que indirectamente queda reflejada la vida anterior de Jesús de Nazaret, nos ayuda a examinar si nuestra vida corriente, llena de trabajo y de normalidad, es camino de santidad, como lo fue la de la Sagrada Familia. Así será si procuramos llevarla a cabo con perfección humana, con honradez y, a la vez, con fe y sentido sobrenatural. No debemos olvidar que, permaneciendo en nuestro lugar, con nuestros quehaceres aquí en la tierra nos ganamos el Cielo y ayudamos a toda la Iglesia y a la humanidad entera.

 

II. El Señor manifestó conocer muy bien el mundo del trabajo. En su predicación utiliza frecuentemente imágenes, parábolas, comparaciones de la vida de trabajo que Él vivió o vivieron sus paisanos.

Quienes le oyen entienden bien el lenguaje que emplea. Jesús hizo su trabajo en Nazaret con perfección humana, acabándolo en sus detalles, con competencia profesional. Por eso ahora, cuando vuelve a su ciudad, es conocido precisamente como el artesano, por su oficio. A nosotros nos enseña hoy el valor de la vida corriente, del trabajo y de las tareas que debemos desempeñar cada día (4).

Si nuestras disposiciones son realmente sinceras, Dios nos concederá siempre la luz sobrenatural para imitar el ejemplo del Señor, buscando en la ocupación profesional no sólo el cumplir, sino el sobreabundar en la abnegación y el sacrificio, en un empeño gustoso, con amor. Nuestro examen personal ante el Señor y nuestra conversación con Él versará frecuentemente sobre esas tareas que nos ocupan: debemos llegar al fondo, con valentía. Hemos de realizar el trabajo a conciencia, haciendo rendir el tiempo, sin dejarnos dominar por la pereza; mantener la ilusión por mejorar día a día en la preparación profesional; cuidar los detalles en la tarea cotidiana; abrazar con amor la Cruz, la fatiga de la labor de cada día.

El trabajo, cualquier trabajo noble hecho a conciencia, nos hace partícipes de la Creación y corredentores con Cristo. "Esta verdad -enseña Juan Pablo II-, según la cual el hombre, a través del trabajo, participa en la obra de Dios mismo, su Creador, ha sido particularmente puesta de relieve por Jesucristo, aquel Jesús ante el que muchos de sus primeros oyentes en Nazaret permanecían estupefactos y decían: ¿De dónde sabe estas cosas? ¿Y qué sabiduría es la que se le ha dado?... ¿No es éste el artesano?" (5).

Los años de Jesús en Nazaret son el libro abierto donde aprendemos a santificar lo de cada día. La misma ausencia forzosa de trabajo, la enfermedad... es una situación querida o permitida por Dios para ejercitar las virtudes sobrenaturales y las humanas (6). Todo cuanto hacéis de palabra o de obra, todo sea en el nombre del Señor, dando gracias a Dios (7).

 

III. La extrañeza de los vecinos de Nazaret -¿no es éste el artesano...?- es para nosotros una luminosa enseñanza: nos revela que la mayor parte de la vida del Redentor fue de trabajo, como la de los demás hombres. Y esta tarea realizada día a día fue instrumento de redención, como todas las acciones de Cristo. Siendo una tarea humana sencilla (la propia de un carpintero que en un pueblo pequeño debía hacer otras muchas labores) se convierte en acciones de valor infinito y redentor por estar realizadas por la Segunda Persona de la Trinidad Beatísima hecha hombre.

El cristiano, al ser otro Cristo por el Bautismo, ha de convertir sus quehaceres humanos rectos en tarea de corredención. Nuestro trabajo, unido al de Jesús, aunque según el juicio de los hombres sea pequeño y parezca de poca importancia, adquiere un valor inconmensurable.

El mismo cansancio que todo trabajo lleva consigo, consecuencia del pecado original, adquiere un nuevo sentido. Lo que aparecía como castigo es redimido por Cristo y se convierte en mortificación gratísima a Dios, que sirve para purificar nuestros propios pecados y para corredimir con el Señor a la entera Humanidad. Aquí radica la diferencia profunda entre el trabajo humanamente bien realizado por un pagano y el de un cristiano que, además de estar bien acabado, es ofrecido en unión con Cristo.

La unión con el Señor, buscada en el trabajo diario, reforzará en nosotros el propósito de hacer todo solamente por la gloria de Dios y el bien de las almas. Nuestro prestigio, noblemente acrecentado, atraerá a nuestro lado a los mejores colegas y será abundante la ayuda del Cielo para empujar a otras muchas personas por el camino de una intensa vida cristiana. De ese modo irán a la par en nuestra vida la santificación del trabajo y el afán apostólico en nuestra labor profesional, índice claro de que trabajamos realmente con rectitud de intención.

San José enseñó a Jesús su oficio. Lo hizo poco a poco, según crecía aquel Niño que el mismo Dios le había encomendado. Un día le explicó cómo se manejaba la garlopa; otro, la sierra, la gubia, el formón... Jesús supo pronto distinguir las clases de maderas y las que debían utilizarse en cada caso; aprendió a fabricar la cola para ensamblar las juntas, el modo de encajar una cuña para ajustar dos piezas... Jesús seguía las indicaciones de José sobre el modo de cuidar los instrumentos, aprendió de él a recogerlas virutas después de la jornada, a dejar las herramientas ordenadas en su sitio.

Acudamos hoy a San José para pedirle que nos enseñe a trabajar bien y a amar nuestro quehacer. José es Maestro excepcional del trabajo bien realizado, pues enseñó su oficio al Hijo de Dios; de él aprenderemos, si acudimos a su patrocinio mientras trabajamos. Y si amamos nuestros quehaceres, los realizaremos bien, con competencia profesional, y entonces podremos convertirlos en tarea redentora, al ofrecerlos a Dios.

 

 

 

(1) Mc 6, 1-6.- (2) Cfr. Mt 13, 55.- (3) CONC. VAT. II, Const. Gaudium et spes, 32.- (4) Cfr. J. L. ILLANES, La santificación del trabajo, p. 29.- (5) JUAN PABLO II, Enc. Laborem Exercens, 14-IX-1981.- (6) Cfr. PABLO VI, Discurso a la Asociación de Juristas Católicos, 15-XII-1963.- (7) Col 3, 17.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. CUARTA SEMANA. JUEVES

31. Los enfermos, predilectos del Señor.

- Imitar a Cristo en el amor y atención a los enfermos.

- La Unción de los enfermos.

- Valor corredentor del dolor y de la enfermedad. Aprender a santificarlo.

 

I. El Evangelio de la Misa (1) nos habla de la misión de los Doce por las aldeas y parajes de Palestina. Predicaron la necesidad de hacer penitencia para entrar en el Reino de Dios y expulsaban los demonios y ungían con óleo a muchos enfermos y los curaban. El aceite se utilizaba frecuentemente para curar las heridas (2), y el Señor determinó que fuera la materia del sacramento de la Unción de los enfermos. En las breves palabras del Evangelio de San Marcos la Iglesia ha visto insinuado este sacramento (3), que fue instituido por el Señor, y más tarde promulgado y recomendado a los fieles por el Apóstol Santiago (4). Es una muestra más del desvelo de Cristo y de su Iglesia por los cristianos más necesitados.

Nuestro Señor mostró siempre su infinita compasión por los enfermos. Él mismo se reveló a los discípulos enviados por el Bautista llamando su atención sobre lo que estaban viendo y oyendo: los ciegos recobran la vista y los cojos andan; los muertos resucitan y los pobres son evangelizados (5). En la parábola del banquete de bodas, los criados recibieron esta orden: salid a los caminos... y traed a los pobres, a los lisiados, a los ciegos, a los cojos... (6). Son innumerables los pasajes en los que Jesús se movió a compasión al contemplar el dolor y la enfermedad, y sanó a muchos como signo de la curación espiritual que obraba en las almas.

El Señor ha querido que sus discípulos le imitemos en una compasión eficaz hacia quienes sufren en la enfermedad y en todo dolor. "La Iglesia abraza a todos los afligidos por la debilidad humana; más aún, reconoce en los pobres y en los que sufren la imagen de su Fundador, pobre y paciente, se esfuerza en aliviar sus necesidades y pretende servir en ellos a Cristo" (7). En los enfermos vemos al mismo Señor, que nos dice: lo que hicisteis por uno de éstos, por mí lo hicisteis (8) "El que ama al prójimo debe hacer tanto bien a su cuerpo como a su alma -escribe San Agustín-, y esto no consiste sólo en acudir al médico, sino también en cuidar el alimento, la bebida, el vestido, la habitación y proteger el cuerpo contra todo lo que le puede resultar molesto... Son misericordiosos los que ponen delicadeza y humanidad al proporcionar lo necesario para resistir males y dolores" (9).

Entre las atenciones que podemos tener con los enfermos está: acompañarles, visitarles con la frecuencia oportuna, procurar que la enfermedad no les intranquilice, facilitarles el descanso y cumplimiento de todas las prescripciones del médico, hacerles grato el tiempo que estemos con ellos, sin que nunca se sientan solos, y ayudarles a que ofrezcan y santifiquen el dolor, procurar que reciban los sacramentos. No olvidemos que son el "tesoro de la Iglesia", que pueden mucho delante de Dios y que el Señor les mira con particular predilección.

 

II. Debemos preocuparnos por la salud física de quienes están enfermos, y también de su alma. Procuraremos ayudarles con los medios humanos a nuestro alcance y, sobre todo, haciéndoles ver que ese dolor, si lo unen a los padecimientos de Cristo, se convierte en un bien de valor incalculable: ayuda eficaz a toda la Iglesia, purificación de sus faltas pasadas, y una oportunidad que Dios les da para adelantar mucho en su santidad personal, porque Cristo bendice en ocasiones con la Cruz.

El sacramento de la Unción de enfermos es uno de los cuidados que la Iglesia se reserva para sus hijos enfermos. Este sacramento fue instituido para ayudar a los hombres a alcanzar el Cielo, pero no puede administrarse a los sanos, ni tampoco a quien no padezca grave enfermedad, aunque se halle en peligro su vida, porque fue instituido a manera de medicina espiritual, y las medicinas no se dan a sanos, sino a los enfermos (10). La Iglesia tampoco desea que se espere hasta los momentos finales para recibirlo, sino cuando ya comienzan a estar en peligro de muerte por enfermedad o vejez (11); sin embargo, puede reiterarse si el enfermo se recupera después de la Unción o si, durante la misma enfermedad, el peligro o la gravedad se acentúa (12); igualmente, se puede administrar a quien va a sufrir una intervención quirúrgica, con tal que sea una enfermedad grave la razón para esa intervención (13).

Este sacramento es un gran don de Jesucristo, y trae consigo abundantísimos bienes; por tanto, hemos de desearlo y pedirlo cuando nos encontremos en enfermedad grave. Por ser un bien tan grande, la fe nos llevará a que lo reciban con alegría aquellas personas con quienes nos une algún lazo de parentesco o de amistad, y todos aquellos a los que podemos llegar en nuestro apostolado. Es un deber de caridad y, en muchos casos, de justicia.

El bien mayor de este sacramento es librar al cristiano del decaimiento y debilidad que contrajo con los pecados (14). De esta manera se fortalece y se devuelve al alma la juventud y el vigor que perdió a causa de sus faltas y flaquezas.

El Papa Pablo VI, citando al Concilio de Trento, explicaba y resumía los efectos de este sacramento: da "la gracia del Espíritu Santo, cuya unción quita los pecados, si alguno queda aún por quitar, y los vestigios de pecado; también alivia y fortalece el alma de la persona enferma, despertando en ella una gran confianza en la misericordia divina; sostenido de esta suerte, puede fácilmente soportar las pruebas y penalidades de la enfermedad, resistir fácilmente las tentaciones del demonio que está al acecho (Gen 3, 15), y a veces recupera la salud corporal, si resulta conveniente para la salud del alma" (15). Este sacramento infunde una gran paz y alegría al alma del enfermo consciente, le mueve a unirse a Cristo en la Cruz, corredimiendo con Él, y "prolonga el interés que el mismo Señor mostró por el bienestar corporal y espiritual del enfermo, como testifican los Evangelios, y que Él deseaba que mostraran también sus discípulos" (16).

Examinemos hoy en nuestra oración si en cada enfermo sabemos vera Cristo doliente, si le cuidamos con cariño y respeto, si tenemos atenciones delicadas y prestamos esas pequeñas ayudas que tanto se agradecen. Sobre todo, veamos junto al Señor si le ayudamos con oportunidad a unirse más a Cristo, a corredimir con Él.

 

III. Cuando el Señor nos haga gustar su Cruz a través del dolor y de la enfermedad, debemos considerarnos como hijos predilectos. Puede enviarnos el dolor físico u otros sufrimientos: humillaciones, fracasos, injurias, contradicciones en la propia familia... No debemos olvidar entonces que la obra redentora de Cristo se continúa a través de nosotros. Por muy poca cosa que podamos ser, nos convertimos en corredentores con Él, y el dolor -que era inútil y dañoso- se convierte en alegría y en un tesoro. Y podremos decir con San Pablo: Ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia (17). El Apóstol recuerda la lección del Maestro: por esto sigue sus pisadas (18), toma su cruz (19) y continúa la labor de dar a conocer la doctrina de Cristo a todos los hombres.

Afirma el Papa Juan Pablo II que el dolor "no sólo es útil a los demás, sino que realiza incluso un servicio insustituible. En el Cuerpo de Cristo (...) el sufrimiento, penetrado por el espíritu del sacrificio de Cristo, es el mediador insustituible y autor de los bienes indispensables para la salvación del mundo. El sufrimiento, más que cualquier otra cosa, es el que abre el camino a la gracia que transforma las almas. El sufrimiento, más que todo lo demás, hace presente en la historia de la humanidad la fuerza de la Redención" (20).

Para aprovechar esta riqueza de gracias que, de una forma u otra, nos llegará, se requiere "una preparación remota, hecha cada día con un santo desapego de uno mismo, para que nos dispongamos a sobrellevar con garbo -si el Señor lo permite- la enfermedad o la desventura. Servios ya de las ocasiones normales, de alguna privación, del dolor en sus pequeñas manifestaciones habituales, de la mortificación, y poned en ejercicio las virtudes cristianas" (21).

El dolor, que ha separado a muchos de Dios porque no lo han visto a la luz de la fe, debe unirnos más a Él. Y debemos enseñar a los enfermos su valor redentor. Entonces llevarán con paz la enfermedad y las contradicciones que el Señor permita, y las amarán, porque habrán aprendido que también el dolor viene de un Padre que sólo quiere el bien para sus hijos.

Acudimos a nuestra Madre Santa María. Ella, "que en el Calvario, estando de pie valerosamente junto a la Cruz del Hijo (cfr. Jn 19, 25), participó de su pasión, sabe convencer siempre a nuevas almas para unir sus propios sufrimientos al sacrificio de Cristo, en un "ofertorio" que, sobrepasando el tiempo y el espacio, abraza a toda la humanidad y la salva" (22). Pidámosle que el dolor y las penas -inevitables en esta vida- nos ayuden a unirnos más a su Hijo, y que sepamos entenderlos, cuando lleguen, como una bendición para nosotros mismos y para toda la Iglesia.

 

 

 

(1) Mc 6, 7-13.- (2) Cfr. Is, 6; Lc 10, 34.- (3) Cfr. CONC. DE TRENTO, Ses. XIV, Doctrina de sacramento extremae unctionis, cap. 1.- (4) Cfr. Sant 5, 14 ss.- (5) Cfr. Mt 11, 5.- (6) Cfr. Lc 14, 21.- (7) Cfr. CONC. VAT. II, Const. Lumen gentium, 8.- (8) Cfr. Mt 25, 40.- (9) SAN AGUSTIN, Sobre las costumbres de la Iglesia católica, 1, 28, 56.- (10) Cfr. CATECISMO ROMANO, II, 6, n. 9.- (11) CONC. VAT. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 73.- (12) Cfr. RITUAL DE LA UNCION, Praenotanda, n. 8.- (13) Cfr. Ibídem, n. 10.- (14) CATECISMO ROMANO, II, 6, n. 14.- (15) PABLO VI, Const. Apost. Sacram Unctionem infirmorum, 30-XI-1972.- (16) RITUAL DE LA UNCION, Praenotanda, n. 5.- (17) Col 1, 24.- (18) Cfr. 1 Pdr 2, 21.- (19) Cfr. Mt 10, 38.- (20) JUAN PABLO II, Carta Apost. Salvifici doloris, 11-II-1984, 27.- (21) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Amigos de Dios, 124.- (22) JUAN PABLO II, Homilía 11-XI-1980.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. CUARTA SEMANA. VIERNES

32. Fortaleza en la vida ordinaria.

- El ejemplo de los mártires. Nuestro testimonio de cristianos corrientes. La virtud de la fortaleza.

- Fortaleza para seguir a Cristo, para ser fieles en lo pequeño, para vivir el desprendimiento efectivo de los bienes, para ser pacientes.

- Heroísmo en la vida sencilla y normal del cristiano. Ejemplaridad.

 

I. El Evangelio de la Misa de hoy nos relata el martirio de Juan el Bautista (1), que fue fiel, hasta dar la vida, a la misión recibida de Dios. Si en los momentos difíciles hubiera callado o se hubiera mantenido al margen de los acontecimientos, no habría muerto degollado en la cárcel de Herodes. Pero Juan no era como caña que se mueve con cualquier viento. Fue coherente hasta el final con su vocación y con los principios que daban sentido a su existencia.

La sangre que derramó Juan, junto a la de los mártires de todos los tiempos, se uniría a la Sangre redentora de Cristo para darnos un ejemplo de amor y de firmeza en la fe, de valentía y de fecundidad. El martirio es la mayor expresión de la virtud de la fortaleza y el testimonio supremo de una verdad que se confiesa hasta dar la vida por ella. El ejemplo del mártir "nos trae a la memoria que a la fe se debe un testimonio (...) personal, preciso, y -si llega el caso- costoso, intrépido; y nos recuerda, en fin, que el mártir de Cristo no es un héroe extraño, sino que es para nosotros, es nuestro" (2): nos enseña que todo cristiano debe estar dispuesto a entregar su propia vida, si fuera necesario, en testimonio de su fe.

Los mártires no son sólo un ejemplo incomparable del pasado; nuestra época actual es también tiempo de mártires, de persecución, incluso sangrienta. "Las persecuciones por la fe son hoy muchas veces semejantes a las que el martirologio de la Iglesia ha registrado ya durante los siglos pasados. Ellas asumen formas diversas de discriminación de los creyentes, y de toda la comunidad de la Iglesia (...).

"Hoy hay centenares y centenares de miles de testigos de la fe, muy frecuentemente desconocidos u olvidados por la opinión pública, cuya atención está absorbida por otros hechos; frecuentemente sólo Dios los conoce. Ellos soportan privaciones diarias, en las más diversas regiones de cada uno de los continentes.

"Se trata de creyentes obligados a reunirse clandestinamente porque su comunidad religiosa no está ya autorizada. Se trata de obispos, de sacerdotes, de religiosos a los que les está prohibido ejercer el santo ministerio en sus iglesias o en sus reuniones públicas (...).

"Se trata de jóvenes generosos, a los que se impide entrar en un seminario o en un lugar de formación religiosa para realizar allí su propia vocación (...). Se trata de padres a los que se niega la posibilidad de asegurar a sus hijos una educación inspirada en la propia fe.

"Se trata de hombres y mujeres, trabajadores manuales, intelectuales y de todas las profesiones, los cuales, por el simple hecho de profesar su fe, afrontan el riesgo de verse privados de un porvenir brillante para sus carreras o sus estudios" (3). Sin embargo, el Señor no pide a la mayor parte de los cristianos que derramen su sangre en testimonio de la fe que confiesan. Pero reclama de todos una firmeza heroica para proclamar la verdad con la vida y la palabra en ambientes quizá difíciles y hostiles a las enseñanzas de Cristo, y para vivir con plenitud las virtudes cristianas en medio del mundo, en las circunstancias en las que nos ha colocado la vida: es la senda que deberán recorrer la mayoría de los cristianos, que han de santificarse siendo heroicos en los deberes y circunstancias de cada día. El cristiano de hoy tiene necesidad de modo particular de la virtud de la fortaleza, que, además de ser humanamente tan atractiva, resulta imprescindible dada la mentalidad materialista de muchos, la comodidad, el horror a todo lo que suponga mortificación, renuncia o sacrificio...: todo acto de virtud incluye un acto de valentía, de fortaleza; sin ella no se puede ser fiel a Dios.

Enseña Santo Tomás (4) que esta virtud se manifiesta en dos tipos de actos: acometer el bien sin detenerse ante las dificultades y peligros que pueda comportar, y resistir los males y dificultades de modo que no nos lleven a la tristeza. En el primer caso encuentran su campo propio de actuación la valentía y la audacia; en el segundo, la paciencia y la perseverancia. Todos los días se nos presentan muchas ocasiones para vivir estas virtudes: para superar los estados de ánimo, para evitar las quejas inútiles, para perseverar en el trabajo cuando comienza el cansancio, para sonreír cuando nos encontramos con menos facilidad de hacerlo, para corregir lo que sea necesario, para comenzar cada labor en su momento, para ser constante en el apostolado con nuestros familiares y amigos...

 

II. Poner la meta de nuestra vida en seguir de cerca a Jesucristo y en progresar siempre en ese seguimiento ya requiere fortaleza, porque nunca fue empresa cómoda seguir a Cristo. Es tarea alegre, inmensamente alegre, pero sacrificada. Y después de la primera decisión está la de cada tiempo, la de cada día. Fuerte ha de ser el cristiano para emprender el camino de la santidad y para reemprenderlo en cada una de sus etapas, para perseverar sin amilanarse a pesar de todos los obstáculos, internos y externos, que se presentan.

Tenemos necesidad de la fortaleza para ser fieles en lo pequeño de cada día, que es, en definitiva, lo que nos acerca o nos separa del Señor. Esta actitud de firmeza se manifiesta en el trabajo, en la vida familiar, ante el dolor y la enfermedad, ante los posibles desánimos que quitarían la paz si no hubiera una lucha decidida por superarlos, apoyados siempre en la consideración de que Dios es nuestro Padre y permanece junto a cada uno de sus hijos.

Necesitamos la virtud de la fortaleza para evitar el descamino, para dejar a un lado las baratijas de la tierra y no permitir que el corazón se apegue a ellas en una época en la que muchos las tienen como el fin de su vida y olvidan que su corazón lo creó Dios de manera que sólo Él puede saciar su ansia de felicidad. Muchos cristianos parecen haber olvidado que Cristo es verdaderamente el tesoro escondido, la perla preciosa (5), por cuya posesión vale la pena no llenar el corazón de bienes pequeños y relativos, pues "el que conoce las riquezas de Cristo Señor nuestro, por ellas desprecia todas las cosas; para éste son basuras las haciendas, las riquezas y los honores. Porque nada hay que pueda compararse con aquel tesoro supremo, ni que pueda ponerse en su presencia" (6). Para estar efectivamente desprendidos de los bienes que debemos utilizar, para no convertirlos en fines, debemos ser fuertes.

Esta virtud nos lleva a ser pacientes ante los acontecimientos y noticias desagradables y ante los obstáculos que cada día se presentan, a saber esperar el momento oportuno para hacer una corrección. No es propio de un cristiano que vive en la presencia de su Padre Dios el andar con un gesto agrio, malhumorado o triste ante una espera que se prolonga, ante planes imprevistos que ha de cambiar a última hora, o frente a los pequeños (o grandes) fracasos que lleva consigo toda vida normal. La paciencia nos lleva también a ser comprensivos con los demás, cuando parece que no mejoran o no ponen todo el interés en corregirse, y a tratarlos siempre con caridad, con aprecio humano y sentido sobrenatural. Quien tiene a su cargo la formación de otras personas (padres, maestros, superiores...) necesita particularmente de la paciencia, porque "gobernar, muchas veces, consiste en "ir tirando" de la gente, con paciencia y cariño" (7). A todos nos puede ayudar este consejo para hacer hoy examen en nuestra oración personal: "Has de conducirte cada día, al tratar a quienes te rodean, con mucha comprensión, con mucho cariño, junto -claro está- con toda la energía necesaria: si no, la comprensión y el cariño se convierten en complicidad y en egoísmo" (8). La caridad nunca es debilidad, y la fortaleza no debe tomar una actitud desabrida, áspera y malhumorada.

 

III. Son pocos, efectivamente, en comparación a todos los fieles que componen la Iglesia, los hombres a los que pide el Señor un testimonio de la fe derramando su sangre, dando su vida en el martirio mártir significa testigo), pero sí nos pide a todos la entrega de la vida, poco a poco, con heroísmo escondido, en el cumplimiento fiel del deber: en el trabajo, en la familia, en la lucha por ser siempre coherentes con la fe cristiana, con un ejemplo que arrastra y estimula. Por esto, no basta con que vivamos interiormente la doctrina de Cristo: falsa sería aquella que careciera de manifestaciones externas. Por pasividad, por afán de no comprometerse, no pueden dar a entender los cristianos que no estiman su fe como lo más importante de su vida o no consideran las enseñanzas de la Iglesia como un elemento vital de su conducta. "El Señor necesita almas recias y audaces, que no pacten con la mediocridad y penetren con paso seguro en todos los ambientes" (9). En ocasiones, pueden existir graves razones de caridad para confortar con el testimonio de nuestra fe a los que andan vacilantes: una confesión decidida como la del Bautista, sin complejos, que arrastre y remueva.

El honor de Dios está por encima de las conveniencias personales. No podemos permanecer pasivos cuando se quiere poner al Señor entre paréntesis en la vida pública o cuando hombres sectarios pretenden arrinconarlo en el fondo de las conciencias. Tampoco podemos estar callados cuando hay tantas personas a nuestro lado que esperan un testimonio coherente con la fe que profesamos. Ese testimonio consistirá unas veces en la ejemplaridad en el trabajo profesional, en la caridad y la comprensión con todos, en la alegría que revela la paz que nace del trato con Dios...; otras, en el silencio ante una injusta acusación, o en la defensa serena pero firme del Romano Pontífice o de la jerarquía de la Iglesia, en la refutación de una doctrina errónea o confusa... Siempre con serenidad y sin intemperancias, que no hacen bien y no son propias de un cristiano, pero con firmeza.

La fortaleza de Juan y su vida coherente es para nosotros un ejemplo a imitar. Si lo seguimos en los acontecimientos diarios, corrientes y sencillos, muchos de nuestros amigos verán el temple de nuestra vida y se moverán por ese testimonio sereno, de la misma manera que muchos se convertían al contemplar el martirio -el testimonio de fe- de los primeros cristianos.

 

 

 

(1) Mc 6, 14-29.- (2) PABLO VI, Alocución 3-XI-1965.- (3) JUAN PABLO II, Meditación-plegaria, Lourdes, 14-VIII-1983.- (4) SANTO TOMAS, Suma Teológica, 2-2, q. 123, a. 6.- (5) Cfr. Mt 13, 44-46.- (6) CATECISMO ROMANO, IV, 11, n. 15.- (7) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Surco, n. 405.- (8) Ibídem, n. 803.- (9) Ibídem, n. 416.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. CUARTA SEMANA, SÁBADO

33. Santificar el descanso.

- Cansancio de Jesús. Contemplar su Santa Humanidad.

- Nuestro cansancio no es en vano. Aprender a santificarlo.

- Deber de descansar. Hacerlo para servir mejor a Dios y a los demás.

 

I. Los Apóstoles volvieron a reunirse con Jesús, y le contaron todo lo que habían hecho y enseñado. Él les dijo: Venid vosotros solos a un sitio tranquilo a descansar un poco (1). Son palabras del Evangelio de la Misa, que nos muestran la solicitud de Jesús por los suyos. Los Apóstoles, después de una intensa misión apostólica, sienten el natural cansancio y el desgaste de las fuerzas. El Señor se da cuenta enseguida y cuida de ellos: Se fueron en una barca a un sitio tranquilo y apartado.

En otras ocasiones es Jesús quien se encuentra verdaderamente cansado del camino (2) y se sienta junto a un pozo porque no puede dar un paso más. Él sintió algo tan propio de la naturaleza humana como es la fatiga. La experimentó en su trabajo, como nosotros cada día, en los treinta años de vida oculta. En muchas ocasiones, terminaba la jornada extenuado. Los Evangelistas nos narran cómo, durante una tempestad en el lago, el Señor se durmió en un extremo de la barca: había pasado todo el día predicando (3); era tan intenso su cansancio que no se despertó a pesar de las olas. No simuló el Señor que estaba dormido para probar a sus discípulos; estaba realmente rendido de fatiga.

En estos momentos de desgaste físico real, Jesucristo está también redimiendo a la humanidad, y su debilidad debe ayudarnos a sobrellevar la nuestra y corredimir con Él. ¡Qué gran consuelo contemplar al Señor agotado! ¡Qué cerca de nosotros está Jesús en esos momentos!

En el cumplimiento de nuestros deberes, al empeñarnos generosamente en la tarea profesional, al gastar sin regateos muchas energías en iniciativas de apostolado y servicio a los demás, es natural que aparezca el cansancio como un compañero casi inseparable. Lejos de quejarnos ante esta realidad común a todos, hemos de aprender a descansar cerca de Dios y ejercitarnos de continuo en esa actitud: "¡Oh, Jesús! -Descanso en Ti" (4), podemos decir muchas veces en nuestro interior, buscando en Él nuestro apoyo.

El Señor entiende bien nuestra fatiga porque Él pasó por esas situaciones similares a las nuestras. Nosotros debemos aprender a recuperarnos junto a Él: Venid a mí -nos dice- todos los que andáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré (5). Nos aligeramos de nuestra carga cuando unimos nuestro cansancio al de Cristo, ofreciéndolo por la redención de las almas. Nos aliviará cuidar especialmente de la caridad amable con quienes nos rodean, también si en esos momentos nos cuesta un poco más. Y nunca debemos olvidar que el descanso es, a la vez, una situación que hemos de santificar. Esos momentos de distracción no deben ser parcelas aisladas en nuestra vida, ni ocasión de permitir alguna compensación egoísta, de buscarse a sí mismo. El Amor no tiene vacaciones.

 

 

II. Jesús se vale también de los momentos en que toma nuevas fuerzas para remover las almas. Mientras descansa junto al pozo de Jacob, una mujer se acercó dispuesta a llenar su cántaro de agua. Ésa será la oportunidad que aprovechará el Señor para mover a esta mujer samaritana a un cambio radical de vida (6).

También nosotros sabemos que ni siquiera nuestros momentos de fatiga deben pasar en vano. "Sólo después de la muerte sabremos a cuántos pecadores les hemos ayudado a salvarse con el ofrecimiento de nuestro cansancio. Sólo entonces comprenderemos que nuestra inactividad forzosa y nuestros sufrimientos pueden ser más útiles al prójimo que nuestros servicios efectivos" (7). No dejemos nunca de ofrecer esos períodos de postración o de inutilidad por el agotamiento o la enfermedad. Ni en esas circunstancias dejemos tampoco de ayudar a los demás.

El cansancio nos enseña a ser humildes y a vivir mejor la caridad. Advertimos entonces que no lo podemos todo y que necesitamos de los demás; el dejarse ayudar favorece en gran manera la humildad. A la vez, como todos nos encontramos más o menos fatigados, comprendemos mejor el consejo de San Pablo de llevar los unos las cargas de los otros (8), entendemos que cualquier ayuda a quienes vemos algo agobiados es siempre una gran manifestación de caridad.

La fatiga es beneficiosa para alentar el desprendimiento de las muchas cosas que nos gustaría hacer y a las que no llegamos por la limitación de nuestras fuerzas. También nos ayuda a crecer en la virtud de la fortaleza y la correspondiente virtud humana de la reciedumbre, pues es un hecho que no siempre nos encontraremos en la plenitud de fuerzas y de salud para trabajar, estudiar, llevar a cabo una gestión dificultosa, etcétera, que sin embargo hemos de hacer. Una parte no pequeña de estas virtudes consiste en acostumbrarnos a trabajar cansados o, al menos, sin encontrarnos físicamente tan bien como nos gustaría estar para desempeñar esas tareas. Si lo hacemos por el Señor, Él las bendice de una manera particular.

El cristiano considera la vida como un bien inmenso, que no le pertenece y que ha de cuidar; hemos de vivir los años que Dios quiera, habiendo dejado realizada la tarea que se nos ha encomendado. Y, en consecuencia, por Dios y por los demás, debemos vivir las normas de prudencia en el cuidado de la propia salud y de la de aquellos que de alguna manera dependen de nosotros. Entre estas normas están "los oportunos descansos para distracción del ánimo y para consolidar la salud del espíritu y del cuerpo" (9).

 

Sujetarse a un horario, dedicar el tiempo conveniente al sueño, dar un paseo periódicamente o hacer una excursión sencilla, son medios que conviene poner, viviendo el orden en nuestra actividad: quizá actuar de otro modo -si una obligación inaplazable no lo impide- revelaría atolondramiento y pereza, más daniña en cuanto que con esa actitud estaríamos poniéndonos voluntariamente en ocasión de que se desmejore la vida interior, cayendo en el activismo, siendo más propensos a perder la serenidad, etc. Una persona mínimamente ordenada encuentra habitualmente el modo de vivir un prudente descanso, en medio de una actividad exigente y abnegada.

 

III. Aprendamos a descansar. Y si podemos evitar el agotamiento, no debemos dejar de hacerlo. El Señor quiere que cuidemos de la salud, que sepamos recuperar fuerzas; es parte del quinto mandamiento. El descanso es necesario para restaurar las energías perdidas y para que el trabajo sea más eficaz. Y, sobre todo, para servir mejor a Dios y a los demás.

"Pensad que Dios ama apasionadamente a sus criaturas, y ¿cómo trabajará el burro si no se le da de comer, ni dispone de un tiempo para restaurar las fuerzas, o si se quebranta su vigor con excesivos palos? Tu cuerpo es como un borrico -un borrico fue el trono de Dios en Jerusalén-que te lleva a lomos por las veredas divinas de la tierra: hay que dominarlo para que no se aparte de las sendas de Dios, y animarle para que su trote sea todo lo alegre y brioso que cabe esperar de un jumento" (10).

Cuando se está postrado se tiene menos facilidad para hacer las cosas bien, como Dios quiere que las hagamos, y también pueden ser más frecuentes las faltas de caridad, al menos de omisión. San Jerónimo señala con buen humor: "Me enseña la experiencia que cuando el burro va cansado se apoya en todas las esquinas".

Se ha dicho que "el descanso no es no hacer nada: es distraernos en actividades que exigen menos esfuerzo" (11); es enriquecimiento interior, ocasión frecuente de un mayor apostolado, de fomentar la amistad, etc. No se confunde el descanso con la pereza.

Nuestra Madre la Iglesia se ha preocupado siempre de la salud física de sus hijos. El Papa Juan Pablo II, comentando el pasaje del Evangelio que nos narra la estancia y el descanso de Jesús en casa de Marta y de María, señalaba que el descanso significa dejar las ocupaciones cotidianas, despegarse de las normales fatigas del día, de la semana y del año. Es importante que no sea "andar en vacío", que no sea solamente un vacío. A veces convendrá -decía el Pontífice- ir al encuentro con la naturaleza, con las montañas, con el mar y con el arbolado. Y por supuesto, siempre será necesario que el descanso se llene de un contenido nuevo, el que da el encuentro con Dios: abrir la vista interior del alma a su presencia en el mundo, abrir el oído interior a su Palabra de verdad (12).

Entendemos bien que no pocas personas dedican períodos de descanso laboral a pasatiempos y actividades que no facilitan, y que incluso entorpecen en ocasiones, ese encuentro con Cristo. Lejos de dejarnos arrastrar por un ambiente más o menos extendido, la elección del lugar de vacaciones, el programa de un viaje, la actividad de un fin de semana que tengamos oportunidad de dedicar al descanso debe estar orientada por esta perspectiva: para el descanso nos sirve la misma norma que para el trabajo: amar a Dios y al prójimo. Convendrá evitar estar pendiente de uno mismo, y buscar la unión con el Señor; siempre es tiempo de preocuparse por los demás, de atenderlos, de ayudarles, de interesarnos por sus aficiones. Siempre es tiempo de amar. El Amor no admite espacios en blanco. Jesús descansó por motivos de obediencia a la ley de Moisés, de exigencias familiares, de amistad o de fatiga..., como cualquier persona. Nunca lo hizo por haberse cansado de servir a los demás. Jamás se aisló y se mostró inasequible, como quien dijese: "¡Ahora me toca a mí". Nunca hemos de movernos por miras egoístas; tampoco a la hora de parar y recuperar fuerzas. En esos momentos también estamos junto a Dios; no es un tiempo pagano, ajeno a la vida interior.

El Señor nos deja en el Evangelio de la Misa una muestra muy particular de amor: preocuparse por la fatiga y la salud de quienes viven a nuestro lado. Y, junto al pozo de Sicar, extenuado, nos dio un formidable ejemplo: no dejó pasar la oportunidad de hacer apostolado, de convertir a la mujer samaritana. Y esto, a pesar de que no había trato entre judíos y samaritanos. Cuando hay amor, ni el agotamiento es excusa para no hacer apostolado.

 

 

 

(1) Mc 6, 30-31.- (2) Cfr.  Jn 4, 6.- (3) Cfr.  Mc 4, 38.- (4) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Camino,n. 732.- (5) Mt 11, 28.- (6) Cfr.  Jn 4, 8 ss.- (7) G. CHEVROT, El pozo de Sicar, p. 25.- (8) Gal6, 2.- (9) CONC. VAT. II, Const.  Gaudium et spes, 61.- (10) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Amigos de Dios, 137.- (11) IDEM, Camino, n. 357.- (12) Cfr. JUAN PABLO II, Angelus 20-VII-1980.