TIEMPO ORDINARIO. SEGUNDA SEMANA

 

DOMINGO CICLO A

7. El Cordero de Dios.

- Figura y realidad de este título con el que el Bautista designa a Jesús al comienzo de su vida pública.

- La esperanza de ser perdonados. El examen, la contrición, y el propósito de enmienda.

- La Confesión frecuente, camino para la delicadeza de alma y para alcanzar la santidad.

 

I. Hemos contemplado a Jesús nacido en Belén, adorado por los pastores y por los Magos, "pero el Evangelio de este domingo nos lleva, una vez más, a las riberas del Jordán, donde, a los treinta años de su nacimiento, Juan el Bautista prepara a los hombres para su venida. Y cuando ve a Jesús que venía hacia él, dice: Éste es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo (Jn 1, 29) (...). Nos hemos habituado a las palabras Cordero de Dios, y, sin embargo, éstas son siempre palabras maravillosas, misteriosas, palabras poderosas" (1). ¡Qué resonancias tendrían en los oyentes que conocían el significado del cordero pascual, cuya sangre había sido derramada la noche en que los judíos fueron liberados de la esclavitud en Egipto! Además, todos los israelitas conocían bien las palabras de Isaías, que había comparado los sufrimientos del Siervo de Yahvé, el Mesías, con el sacrificio de un cordero (2). El cordero pascual que cada año se sacrificaba en el Templo era a la vez el recuerdo de la liberación y del pacto que Dios había estrechado con su pueblo. Todo ello era promesa y figura del verdadero Cordero, Cristo, Víctima en el sacrificio del Calvario en favor de toda la humanidad. Él es el verdadero Cordero que quitó el pecado del mundo, muriendo destruyó nuestra muerte y resucitando restauró la vida (3). Por su parte, San Pablo dirá a los primeros cristianos de Corinto que nuestro Cordero pascual, Cristo, ha sido inmolado (4), y les invita a una vida nueva, a una vida santa.

Esta expresión: "Cordero de Dios", ha sido muy meditada y comentada por los teólogos y autores espirituales; se trata de un título "de rico contenido teológico. Es uno de esos recursos del lenguaje humano que intenta expresar una realidad plurivalente y divina. O mejor dicho, una de esas expresiones acuñadas por Dios, para revelar algo muy importante de Sí mismo" (5).

Éste es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, anuncia San Juan Bautista; y este pecado del mundo es todo género de pecados: el de origen, que en Adán alcanzó también a sus descendientes, y los pecados personales de los hombres de todos los tiempos. En Él está nuestra esperanza de salvación. Él mismo es una fuerte llamada a la esperanza, porque Cristo ha venido para perdonar y curar las heridas del pecado. Cada día, antes de administrar la Sagrada Comunión a los fieles, los sacerdotes pronuncian estas palabras del Bautista, mientras muestran al mismo Jesús: Éste es el Cordero de Dios... La profecía de Isaías ya se cumplió en el Calvario y se vuelve a actualizar en cada Misa, como recordamos hoy en la oración sobre las ofrendas: cada vez que celebramos este memorial del sacrificio de Cristo, se realiza la obra de nuestra redención (6). La Iglesia quiere que agradezcamos al Señor su entrega hasta la muerte por nuestra salvación, y el haber querido ser alimento de nuestras almas (7).

Desde los primeros tiempos el arte cristiano ha representado a Jesucristo, Dios y Hombre, en la figura del Cordero Pascual. Recostado a veces sobre el Libro de la vida, la iconografía quiere recordar lo que nos enseña la fe: es el que quita el pecado del mundo, el que ha sido sacrificado y posee todo el poder y la sabiduría; ante Él se postran en adoración los veinticuatro ancianos -según la visión del Apocalipsis (8)-, preside la gran Cena de las bodas nupciales, recibe a la Esposa, purifica con su sangre a los bienaventurados..., y es el único que puede abrir el libro de los siete sellos: el Principio y el Fin, el Alfa y la Omega, el Redentor lleno de mansedumbre y el Juez omnipotente que ha de venir a retribuir a cada uno según sus obras (9).

"A perdonar ha venido Jesús. Es el Redentor, el Reconciliador. Y no perdona una vez sola; ni perdona a la abstracta humanidad, en su conjunto. Nos perdona a cada uno de nosotros, tantas cuantas veces, arrepentidos, nos acercamos a Él (...). Nos perdona y nos regenera: nos abre de nuevo las puertas de la gracia, para que podamos -esperanzadamente- proseguir nuestro caminar" (10). Agradezcamos al Señor tantas veces como ya nos ha perdonado. Pidámosle que nunca dejemos de acercarnos a esa fuente de la misericordia divina, que es la Confesión.

 

II. ¡El Cordero de Dios que quita el pecado del mundo! Jesús se convirtió en el Cordero inmaculado (11), ofrecido con docilidad y mansedumbre absolutas para reparar las faltas de los hombres, sus crímenes, sus traiciones; de ahí que resulte tan expresivo el título con que se le nombra, "porque -comenta Fray Luis de León- Cordero, refiriéndolo a Cristo, dice tres cosas: mansedumbre de condición, pureza e inocencia de vida, y satisfacción de sacrificio y ofrenda" (12).

Resulta muy notable la insistencia de Cristo en su constante llamada a los pecadores: Pues el Hijo del hombre ha venido a salvar lo que estaba perdido (13). Él lavó nuestros pecados en su sangre (14). La mayor parte de sus contemporáneos le conocen precisamente por esa actitud misericordiosa: los escribas y los fariseos murmuraban y decían: Éste recibe a los pecadores y come con ellos (15). Y se sorprenden porque perdona a la mujer adúltera con estas sencillas palabras: Vete y no peques más (16). Y nos da la misma enseñanza en la parábola del publicano y del fariseo: Señor, ten piedad de mí que soy un pecador (17), y en la parábola del hijo pródigo... La relación de sus enseñanzas y de sus encuentros misericordiosos con los pecadores resultaría interminable, gozosamente interminable. ¿Podremos nosotros perder la esperanza de alcanzar el perdón, cuando es Cristo quien perdona? ¿Podremos perder la esperanza de recibir las gracias necesarias para ser santos, cuando es Cristo quien nos las puede dar? Esto nos llena de paz y de alegría.

En el sacramento del perdón obtenemos además las gracias necesarias para luchar y vencer en esos defectos que quizá se hallan arraigados en el carácter y que son muchas veces la causa del desánimo y del desaliento. Para descubrir hoy si alcanzamos todas las gracias que el Señor nos tiene preparadas en este sacramento, examinemos cómo son estos tres aspectos: nuestro examen de conciencia, el dolor de los pecados y el propósito firme de la enmienda. "Se podría decir que son, respectivamente, actos propios de la fe -el conocimiento sobrenatural de nuestra conducta, según nuestras obligaciones-; del amor, que agradece los dones recibidos y llora por la propia falta de correspondencia; y de la esperanza, que aborda con ánimo renovado la lucha en el tiempo que Dios nos concede a cada uno, para que se santifique. Y así como de estas tres virtudes la mayor es el amor, así el dolor -la compunción, la contrición- es lo más importante en el examen de conciencia: si no concluye en dolor, quizá esto indica que nos domina la ceguera, o que el móvil de nuestra revisión no procede del amor a Dios. En cambio, cuando nuestras faltas nos llevan a ese dolor (...), el propósito brota inmediato, determinado, eficaz" (18).

Señor, ¡enséñame a arrepentirme, indícame el camino del amor! ¡Que mis flaquezas me lleven a amarte más y más! ¡Muéveme con tu gracia a la contrición cuando tropiece! <12>

 

III. "Jesucristo nos trae la llamada a la santidad y continuamente nos da las ayudas necesarias para la santificación. Continuamente nos da el poder de llegar a ser hijos de Dios, como proclama la liturgia de hoy en el canto del Aleluia . Esta fuerza de la santificación del hombre (...) es el don del Cordero de Dios" (19). Esta santidad se realiza en una purificación continua del fondo del alma, condición esencial para amar cada día más a Dios. Por eso, amar la Confesión frecuente es síntoma claro de delicadeza interior, de amor a Dios; y su desprecio o indiferencia -cuando aparecen con facilidad la excusa o el retraso-indica falta de finura de alma y, quizá, tibieza, tosquedad e insensibilidad para las mociones que el Espíritu Santo suscita en el corazón.

Es preciso que andemos ligeros y que dejemos a un lado lo que estorba, el lastre de nuestras faltas. Toda Confesión contrita nos ayuda a mirar adelante para recorrer con alegría el camino que todavía nos queda por andar, llenos de esperanza. Cada vez que recibimos este sacramento oímos, como Lázaro, aquellas palabras de Cristo: Desatadle y dejadle andar (20), porque las faltas, las flaquezas, los pecados veniales... atan y enredan al cristiano, y no le dejan seguir con presteza su camino. "Y así como el difunto salió aún atado, lo mismo el que va a confesarse todavía es reo. Para que quede libre de sus pecados dijo el Señor a los ministros: Desatadle y dejadle andar..." (21). El sacramento de la Penitencia rompe todas las ataduras con que el demonio intenta tenernos sujetos para que no vayamos deprisa hacia Cristo.

La Confesión frecuente de nuestros pecados está muy relacionada con la santidad, con el amor a Dios, pues allí el Señor nos afina y enseña a ser humildes. La tibieza, por el contrario, crece donde aparecen la dejadez y el abandono, las negligencias y los pecados veniales sin arrepentimiento sincero. En la Confesión contrita dejamos el alma clara y limpia. Y, como somos débiles, sólo una Confesión frecuente permitirá un estado permanente de limpieza y de amor; se convierte en el mejor remedio para alejar todo asomo de tibieza, de aburguesamiento, de desamor, en la vida interior.

"Precisamente, uno de los motivos principales para el alto precio de la Confesión frecuente es que, si se practica bien, es enteramente imposible un estado de tibieza. Esta convicción puede ser el fundamento de que la Santa Iglesia recomiende tan insistentemente (...) la Confesión frecuente o Confesión semanal" (22). Por esta razón debemos esforzarnos en cuidar su puntualidad y en acercarnos a ella cada vez con mejores disposiciones.

Cristo, Cordero inmaculado, ha venido a limpiarnos de nuestros pecados, no sólo de los graves, sino también de las impurezas y faltas de amor de la vida corriente. Examinemos hoy con qué amor nos acercamos al sacramento de la Penitencia, veamos si acudimos con la frecuencia que el Señor nos pide.

 

 

 

(1) JUAN PABLO II, Homilía 18-I-1981.- (2) Cfr. Is 53, 7.- (3) MISAL ROMANO, Prefacio Pascual I .- (4) 1 Cor 5, 7.- (5) A. GARCIA MORENO, "Jesucristo, Cordero de Dios", en Cristo, Hijo de Dios y Redentor del hombre, III Simposio Internacional de Teología, EUNSA, Pamplona 1982, p. 269.- (6) MISAL ROMANO, Domingo segundo del Tiempo ordinario, Oración sobre las ofrendas .- (7) Cfr. SAGRADA BIBLIA, Santos Evangelios, EUNSA, 2ª ed., Pamplona 1985, pp. 1154-1155.- (8) Cfr. Apoc. 19.- (9) A. GARCIA MORENO, loc. cit., pp. 292-293.- (10) G. REDONDO, Razón de la esperanza, EUNSA, Pamplona 1977, p. 80.- (11) Cfr. JUAN PABLO II, loc. cit.- (12) FRAY LUIS DE GRANADA, Los nombres de Cristo, en Obras Completas Castellanas, BAC, Madrid 1957, I, p. 806.- (13) Mt 18, 11.- (14) Apoc 1, 5.- (15) Mt 11, 19.- (16) Jn 8, 11.- (17) Lc 18, 13.- (18) A. DEL PORTILLO, Carta 8-XII-1976, n. 16.- (19) JUAN PABLO II, loc. cit. .- (20) Jn 11, 44.- (21) SAN AGUSTIN, Comentario al Evangelio de San Juan, 29, 24.- (22) B. BAUR, La confesión frecuente, Herder, Barcelona 1974, pp. 106-107.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. SEGUNDA SEMANA. DOMINGO CICLO B

8. Pureza y vida cristiana.

- La santa pureza, condición indispensable para amar a Dios y para el apostolado.

- Necesidad de una buena formación para vivir esta virtud. Diversos campos en los que crece la castidad.

- Medios para vencer.

 

I. Pasadas las fiestas de Navidad, en las que hemos considerado principalmente los misterios de la vida oculta del Señor, vamos a contemplar en este tiempo, de la mano de la liturgia, los años de su vida pública. Desde el comienzo de su misión vemos a Jesús buscando a sus discípulos y llamándolos a su servicio, como hizo Yahvé en épocas anteriores, según nos muestra la Primera lectura de la Misa, en la que se nos narra la vocación de Samuel (1). El Evangelio nos señala cómo el Señor se hace encontradizo con aquellos tres primeros discípulos, que serían más tarde fundamento de su Iglesia (2): Pedro, Juan y Santiago.

Seguir a Cristo, entonces y ahora, significa entregar el corazón, lo más íntimo y profundo de nuestro ser, y nuestra misma vida. Se entiende bien que para seguir al Señor sea necesario guardar la santa pureza y purificar el corazón. Nos lo dice San Pablo en la Segunda lectura (3): Huid de la fornicación... ¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios, y que no os pertenecéis? Habéis sido comprados mediante un gran precio. Glorificad, por tanto, a Dios en vuestro cuerpo. Nadie como la Iglesia ha enseñado jamás la dignidad del cuerpo. "La pureza es gloria del cuerpo humano ante Dios. Es la gloria de Dios en el cuerpo humano" (4).

La castidad, fuera o dentro del matrimonio, según el estado y la peculiar vocación recibida, es absolutamente necesaria para seguir a Cristo y exige, junto a la gracia de Dios, la lucha y el esfuerzo personal. Las heridas del pecado original (en la inteligencia, en la voluntad, en las pasiones y afectos) no desaparecieron con él cuando fuimos bautizados; por el contrario, introduce un principio de desorden en la naturaleza: el alma, en formas muy diversas, tiende a rebelarse contra Dios, y el cuerpo contra la sujeción al alma, los pecados personales remueven el mal fondo que dejó el pecado de origen y abren las heridas que causó en el alma.

La santa pureza, parte de la virtud de la templanza, nos inclina prontamente y con alegría a moderar el uso de la facultad generativa, según la luz de la razón ayudada por la fe (5). Lo contrario es la lujuria, que destruye la dignidad del hombre, debilita la voluntad hacia el bien y entorpece el entendimiento para conocer y amar a Dios, y también para las cosas humanas rectas. Frecuentemente, la impureza lleva consigo una fuerte carga de egoísmo, y sitúa a la persona en posiciones cercanas a la violencia y a la crueldad; si no se le pone remedio, hace perder el sentido de lo divino y trascendente, pues un corazón impuro no ve a Cristo que pasa y llama; queda ciego para lo que realmente importa.

Los actos de renuncia ("no mirar", "no hacer", "no desear", "no imaginar"), aunque sean imprescindibles, no lo son todo en la castidad; la esencia de la castidad es el amor: es delicadeza y ternura con Dios, y respeto hacia las personas, a quienes se ve como hijos de Dios. La impureza destruye el amor, también el humano, mientras que la castidad "mantiene la juventud del amor en cualquier estado de vida" (6).

La pureza es requisito indispensable para amar. Aunque no es la primera ni la más importante de las virtudes, ni la vida cristiana se puede reducir a ella, sin embargo, sin castidad no hay caridad, y es ésta la primera virtud y la que da su perfección y el fundamento a todas las demás (7).

Los primeros cristianos, a quienes San Pablo dice que han de glorificar a Dios en su cuerpo, estaban rodeados de un clima de corrupción, y muchos de ellos provenían de ese ambiente. No os engañéis -les decía el Apóstol-. Ni los impuros, ni los idólatras, ni los adúlteros... heredarán el reino de Dios. Y eso fuisteis alguno de vosotros... (8). A éstos les señala San Pablo que han de vivir con esmero esta virtud poco valorada, incluso despreciada en aquellos momentos y en aquella cultura. Cada uno de ellos ha de ser un ejemplo vivo de la fe en Cristo que llevan en el corazón y de la riqueza espiritual de la que son portadores. Lo mismo nosotros.

 

II. Debemos tener la convicción firme de que la santa pureza se puede vivir siempre, aunque sea muy fuerte la presión contraria, si se ponen los medios que nos da Dios para vencer y se evitan las ocasiones de peligro.

Para vivirla, es indispensable tener una buena formación, tratando esta materia con finura y sentido sobrenatural, pero con claridad y sin ambigüedades, en la dirección espiritual, para completar o rectificar de este modo las ideas poco exactas que se puedan tener. A veces, problemas mal calificados de escrúpulos están motivados porque no se terminó de hablar a fondo de ellos, y se resuelven cuando se refieren con claridad los hechos objetivos en la dirección espiritual y en la Confesión.

El cristiano que de verdad quiere seguir a Cristo ha de unir la pureza de alma a la pureza del cuerpo: tener ordenados los afectos, de tal manera que Dios ocupe en todo momento el centro del alma. Por eso, la lucha por vivir esta virtud y por crecer en ella se ha de extender también al campo de los afectos, a la "guarda del corazón", y a todas aquellas materias que indirectamente puedan facilitarla o dificultarla: mortificación de la vista, de la comodidad, de la imaginación, de los recuerdos.

Para luchar con eficacia en adquirir y perfeccionar esta virtud debemos, en primer lugar, estar hondamente convencidos de su valor, de su absoluta necesidad, y de los incontables frutos que produce en la vida interior y en el apostolado. Esta gracia es necesario pedírsela al Señor, porque no todos lo entienden (9). Otra condición que fundamenta la eficacia de esta lucha es la humildad : tiene auténtica conciencia de su propia debilidad quien se aparta decididamente de las ocasiones peligrosas; quien reconoce con contrición y sinceridad sus descuidos concretos; quien pide la ayuda necesaria; quien reconoce con agradecimiento el valor de su cuerpo y de su alma.

Quizá, según épocas o circunstancias, una persona deberá luchar con más intensidad en un campo, y a veces en otro bien diverso: la sensibilidad que, sin mortificación, podría estar más viva por no haberse evitado causas voluntarias más o menos remotas; lecturas que, aunque no sean claramente impuras, pueden dejar en el alma un clima de sensualidad; falta de cuidado en la guarda de la vista...

Otros campos relacionados con esta virtud de la santa pureza, y que es preciso cuidar y guardar, son: los sentidos internos (imaginación, memoria), que, aunque no se detuvieran directamente en pensamientos contra el noveno mandamiento, son con frecuencia ocasiones de tentaciones, y supone muy poca generosidad con el Señor no evitarlos; la guarda del corazón, que está hecho para amar, y al que debemos darle un amor limpio según la propia vocación, y en el que siempre debe estar Dios ocupando el primer lugar. No podemos ir con el corazón en la mano, como ofreciendo una mercancía (10). Relacionadas con la guarda del corazón están la vanidad, la tendencia a llamar la atención, a ser el centro; el afán desmedido de encontrar siempre respuestas afectivas por parte de los demás; las preferencias y predilecciones menos ordenadas...

 

III. Para seguir a Cristo con un corazón limpio y para ser apóstol en medio de las circunstancias que a cada uno le han tocado vivir es necesario ejercer una serie de virtudes humanas y otras sobrenaturales, apoyados en la gracia, que nunca nos faltará si ponemos lo que está de nuestra parte y la pedimos con humildad.

Entre las virtudes humanas que ayudan a vivir la santa pureza está la laboriosidad, el trabajo constante, intenso. Muchas veces los problemas de pureza son de ocio o de pereza. También son necesarias la valentía y la fortaleza para huir de la tentación, sin caer en la ingenuidad de pensar que aquello no hace daño, sin falsos pretextos de edad o de experiencia. La sinceridad plena, contando toda la verdad con claridad, estando prevenidos contra el "demonio mudo" (11), que tiende a engañarnos, quitando entidad al pecado o a la tentación, o agrandándolo para hacernos caer en la tentación de la "vergüenza de hablar". La sinceridad es completamente necesaria para vencer, pues sin ella el alma se queda sin una ayuda imprescindible.

Ningún medio sería suficiente si no acudiéramos al trato con el Señor en la oración y en la Sagrada Eucaristía. Allí encontramos siempre la ayuda necesaria, las fuerzas que hacen firme la propia flaqueza, el amor que llena el corazón, siempre insatisfecho con todo lo de este mundo porque fue creado para lo eterno. En el sacramento de la Penitencia purificamos nuestra conciencia, recibimos gracias específicas del sacramento para vencer en aquello, quizá pequeño, en lo que fuimos vencidos, y también la fortaleza que da siempre una verdadera dirección espiritual.

Si queremos entender el amor a Jesucristo, como lo entendieron los Apóstoles, los primeros cristianos y los santos de todos los tiempos, es necesario vivir esta virtud de la santa pureza; si no, nos pegamos a la tierra y no entendemos nada.

Acudimos a Santa María, Mater Pulchrae Dilectionis (12), Madre del Amor Hermoso, porque Ella crea en el alma del cristiano la delicadeza y la ternura filial donde puede crecer esta virtud. Y nos concederá la recia virtud de la pureza si acudimos con amor y confianza.

 

 

 

(1) Cfr. 1 Sam 3, 3-10; 19.- (2) Cfr. Jn 1, 35-42.- (3) Cfr. 1 Cor 6, 13-15; 17-20.- (4) JUAN PABLO II, Audiencia general 18-III-1981.- (5) Cfr. SANTO TOMAS, Suma Teológica, 2-2, q. 151, a. 2, ad 1.- (6) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 25.- (7) Cfr. J. L. SORIA, Amar y vivir la castidad, Palabra, Madrid 1976, p. 45.- (8) Cfr. 1 Cor 6, 9-10.- (9) Mt 19, 11.- (10) Cfr. J. ESCRIVA DE BALAGUER, Camino, n. 146.- (11) Cfr. ibídem, n. 236.- (12) Eclo 24, 24.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. SEGUNDA SEMANA. DOMINGO CICLO C

9. El primer milagro de Jesús.

- El milagro de Caná. La Virgen es llamada omnipotencia suplicante.

- La conversión del agua en vino. Nuestras tareas también se pueden convertir en gracia: hacerlas acabadamente.

- Generosidad de Jesús. Siempre nos da más de lo que pedimos.

 

I. En Caná tiene lugar una boda. Esta ciudad está a poca distancia de Nazaret, donde vive la Virgen. Por amistad o relaciones familiares se encuentra Ella presente en la pequeña fiesta. También Jesús ha sido invitado a la boda con sus primeros discípulos.

 

Era costumbre que las mujeres amigas de la familia preparasen todo lo necesario. Comenzó la fiesta y, por falta de previsión o por una inesperada afluencia de invitados, faltó el vino. La Virgen, que presta su ayuda, se da cuenta de que el vino escasea. Allí está Jesús, su Hijo y su Dios; acaba de inaugurarse públicamente la predicación y el ministerio del Mesías. Ella lo sabe mejor que ninguna otra persona. Y tiene lugar este diálogo lleno de ternura y sencillez entre la Madre y el Hijo, que nos presenta el Evangelio de la Misa de hoy (1): La Madre de Jesús le dijo: No tienen vino. Pide sin pedir, expone una necesidad: no tienen vino. Nos enseña a rogar.

Jesús le respondió: Mujer, ¿qué nos va a ti y a mí? Todavía no ha llegado mi hora.

Parece como si Jesús fuera a negarle a María lo que le pide: no ha llegado mi hora, le dice. Pero la Virgen, que conoce bien el corazón de su Hijo, actúa como si hubiera accedido a su petición inmediatamente: haced lo que Él os diga, dice a los sirvientes.

María es la Madre atentísima a todas nuestras necesidades, como no lo ha estado ni lo estará ninguna madre sobre la tierra. El milagro tendrá lugar porque la Virgen ha intercedido; sólo por esa petición.

"¿Por qué tendrán tanta eficacia los ruegos de María ante Dios? Las oraciones de los santos son oraciones de siervos, en tanto que las de María son oraciones de Madre, de donde procede su eficacia y carácter de autoridad; y como Jesús ama inmensamente a su Madre, no puede rogar sin ser atendida (...). Nadie pide a la Santísima Virgen que interceda ante su Hijo en favor de los consternados esposos. Con todo, el corazón de María, que no puede menos que compadecer a los desgraciados (...), la impulsó a encargarse por sí misma del oficio de intercesora y pedir al Hijo el milagro, a pesar de que nadie se lo pidiera (...). Si la Señora obró así sin que se lo pidieran, ¿qué hubiera sido si le rogaran?" (2). ¿Qué no hará cuando -¡tantas veces a lo largo del día!- le decimos "ruega por nosotros"? ¿Qué no conseguiremos si nos empeñamos en acudir a Ella una y otra vez?

Omnipotencia suplicante. Así ha llamado la piedad cristiana a nuestra Madre Santa María, porque su Hijo es Dios y nada puede negarle (3). Ella está siempre pendiente de nuestras necesidades espirituales y materiales; desea, incluso más que nosotros mismos, que no cesemos de implorar su intervención ante Dios en favor nuestro. Y nosotros, ¡tan necesitados y tan remisos en pedir!, ¡tan desconfiados y tan poco pacientes cuando lo que pedimos parece que tarda en llegar!

¿No tendríamos que acudir con más frecuencia a Nuestra Señora? ¿No deberíamos poner más confianza en la petición, sabiendo que Ella nos alcanzará lo que nos es más necesario? Si consiguió de su Hijo el vino, que no era absolutamente necesario, ¿no va a remediar tantas necesidades urgentes como tenemos? "Quiero, Señor, abandonar el cuidado de todo lo mío en tus manos generosas. Nuestra Madre -¡tu Madre!- a estas horas, como en Caná, ha hecho sonar en tus oídos: ¡no tienen!... Yo creo en Ti, espero en Ti, Te amo, Jesús: para mí, nada; para ellos" (4).

 

II. Dos veces llama San Juan Madre de Jesús a la Virgen. La siguiente ocasión será en el Calvario (5). Entre los dos acontecimientos -Caná y el Calvario- hay diversas analogías. Uno está situado al comienzo y el otro al final de la vida pública de Jesús, como para indicar que toda la obra del Señor está acompañada por la presencia de María. Ambos episodios señalan la especial solicitud de Santa María hacia los hombres; en Caná intercede cuando todavía no ha llegado la hora (6); en el Calvario ofrece al Padre la muerte redentora de su Hijo, y acepta la misión que Jesús le confiere de ser Madre de todos los creyentes (7).

"En Caná de Galilea se muestra sólo un aspecto concreto de la indigencia humana, aparentemente pequeño y de poca importancia: "No tienen vino. Pero esto tiene un valor simbólico. El ir al encuentro de las necesidades del hombre significa, al mismo tiempo, su introducción en el radio de acción de la misión mesiánica y del poder salvífico de Cristo. Por consiguiente, se da una mediación: María se pone entre su Hijo y los hombres en la realidad de sus privaciones, indigencias y sufrimientos. Se pone "en medio", o sea, hace de mediadora no como una persona extraña, sino en su papel de madre, consciente de que como tal puede -más bien "tiene el derecho de"- hacer presente al Hijo las necesidades de los hombres" (8).

 Dijo su Madre a los sirvientes: Haced lo que Él os diga. Y los sirvientes obedecieron con prontitud y eficacia: llenaron seis tinajas de piedra preparadas para las purificaciones, como les dijo el Señor. San Juan indica que las llenaron hasta arriba.

 Sacad ahora, les dice el Señor, y llevádselo al mayordomo. Y el vino es el mejor que cualquiera de los que han bebido los hombres.

Como el agua, también nuestras vidas eran insípidas y sin sentido, hasta que Jesús ha llegado a nosotros. Él transforma nuestro trabajo, nuestras alegrías y nuestras penas; hasta la muerte es distinta junto a Cristo. El Señor sólo espera que realicemos nuestros deberes usque ad summum, hasta arriba, acabadamente, para que Él realice el milagro. Si quienes trabajan en la Universidad, y en los hospitales, y en las tareas del hogar, y en las finanzas, y en las fábricas..., lo hicieran con perfección humana y con espíritu cristiano, mañana nos levantaríamos en un mundo distinto. El Señor convierte en vino riquísimo nuestras labores y trabajos, que de otra manera permanecen sobrenaturalmente estériles. El mundo sería entonces una fiesta de bodas, un lugar más habitable y digno del hombre, en el que la presencia de Jesús y de María imprimen un gozo especial.

Llenad de agua las tinajas, nos dice el Señor. No dejemos que la rutina, la impaciencia, la pereza, dejen a medio realizar nuestros deberes diarios. Lo nuestro es poca cosa; pero el Señor quiere disponer de ello. Pudo Jesús realizar igualmente el milagro con las tinajas vacías, pero quiso que los hombres cooperaran con su esfuerzo y con los medios a su alcance. Luego Él hizo el prodigio, por petición de su Madre.

¡Qué alegría la de aquellos servidores obedientes y eficaces cuando vieron el agua transformada en vino! Son testigos silenciosos del milagro, como los discípulos del Maestro, cuya fe en Jesús quedó confirmada. ¡Qué alegría la nuestra cuando, por la misericordia divina, contemplemos en el Cielo todos nuestros quehaceres convertidos en gloria!

 

III. Jesús no nos niega nada; y de modo particular nos concede lo que solicitemos a través de su Madre. Ella se encarga de enderezar nuestros ruegos si iban algo torcidos, como hacen las madres. Siempre nos concede más, mucho más de lo que pedimos, como ocurre en aquella boda de Caná de Galilea. Hubiera bastado un vino normal, incluso peor del que se había ya servido, y muy probablemente hubiera sido suficiente una cantidad mucho menor.

San Juan tiene especial interés en subrayar que se trataba de seis tinajas de piedra con capacidad de dos o tres metretas cada una, para poner de manifiesto la abundancia del don, como hará igualmente cuando narre el milagro de la multiplicación de los panes (9), pues una de las señales de la llegada del Mesías era la abundancia.

Los comentaristas calculan que el Señor convirtió en vino una cantidad que oscila entre 480 y 720 litros, según la capacidad de estas grandes vasijas judías (10). ¡Y del mejor vino! Así también en nuestra vida. El Señor nos da más de lo que merecemos y mejor.

También concurren aquí dos imágenes fundamentales, con las que había sido descrito el tiempo del Mesías: el banquete y los desposorios. Serás como corona fúlgida en la mano del Señor y diadema real en la palma de tu Dios, nos dice el profeta Isaías en una imagen bellísima, recogida en la Primera lectura de la Misa. Ya no te llamarán "abandonada", ni a tu tierra "devastada"; a ti te llamarán "mi favorita", y a tu tierra "desposada"; porque el Señor te prefiere a ti y tu tierra tendrá marido. Como un joven se casa con su novia, así te desposa el que te construyó; la alegría que encuentra el marido con su esposa, la encontrará tu Dios contigo (11). Es la alegría y la intimidad que Dios desea tener con todos nosotros.

Aquellos primeros discípulos, entre los que se encuentra San Juan, están asombrados. El milagro sirvió para que dieran un paso adelante en su fe primeriza. Jesús los confirmó en la fe, como hace con quienes le han seguido.

 Haced lo que Él os diga. Son las últimas palabras de Nuestra Señora en el Evangelio. No podían haber sido mejores.

 

 

 

(1) Cfr. Jn 2, 1-12.- (2) SAN ALFONSO Mª DE LIGORIO, Sermones abreviados, Sermón 48: De la confianza en la Madre de Dios .- (3) Cfr. JUAN PABLO II, Homilía en el Santuario de Pompeya, 21-X-1979, nn. 4-6.- (4) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Forja, n. 807.- (5) Cfr. Jn 19, 25.- (6) Cfr. Jn 2, 4.- (7) Cfr. CONC. VAT. II, Const. Lumen gentium, 58.- (8) JUAN PABLO II, Enc. Redemptoris Mater, 25-III-1987, 20.- (9) Jn 6, 12-13.- (10) SAGRADA BIBLIA, Santos Evangelios, EUNSA, Pamplona 1983, nota a Jn 2, 6.- (11) Is 62, 3-5.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. SEGUNDA SEMANA. LUNES

10. Santidad de la Iglesia.

- La Iglesia es santa y produce frutos de santidad.

- Santidad de la Iglesia y miembros pecadores.

- Ser buenos hijos de la Iglesia.

 

I. El Antiguo Testamento, de mil formas diferentes, anuncia y prefigura todo lo que tiene lugar en el Nuevo. Y éste es plenitud y cumplimiento de aquél. Cristo muestra el contraste entre el espíritu que Él trae y el del judaísmo de su época. Este espíritu nuevo no será como una pieza añadida a lo viejo, sino un principio pleno y definitivo que sustituye las realidades provisionales e imperfectas de la antigua Revelación. La novedad del mensaje de Cristo, su plenitud, como un vino nuevo, no cabe ya en los moldes de la Antigua Ley. Nadie echa vino nuevo en odres viejos... (1).

Quienes le escuchan entienden bien las imágenes que emplea el Señor para hablar del Reino de los Cielos. Nadie debe cometer el error de remendar un vestido viejo con un trozo de tela nueva, porque el paño nuevo encogerá al mojarse, desgarrando aún más el vestido viejo y pasado, con lo que se perderían los dos al mismo tiempo.

La Iglesia es el vestido nuevo, sin roturas; es la vasija nueva preparada para recibir el espíritu de Cristo, que llevará generosamente hasta los confines del mundo, y mientras existan hombres sobre la tierra, el mensaje y la fuerza salvífica de su Señor.

 

Con la Ascensión se cierra una etapa de la Revelación y comienza en Pentecostés el tiempo de la Iglesia (2), Cuerpo Místico de Cristo, que continúa la acción santificadora de Jesús, principalmente a través de los sacramentos, y nos consigue abundantes gracias por su intercesión, a través también de los sacramentos y de los ritos externos que Ella ha instituido: las bendiciones, el agua bendita...; su doctrina ilumina nuestra inteligencia, nos da a conocer al Señor, nos permite tratarlo y amarlo. Por eso, nuestra Madre la Iglesia jamás ha transigido con el error en la doctrina de fe, con la verdad parcial o deformada; se ha mantenido siempre vigilante para mantener la fe en toda su pureza, y la ha enseñado por el mundo entero. Gracias a su indefectible fidelidad, por la asistencia del Espíritu Santo, podemos nosotros conocer la doctrina que enseñó Jesucristo, y en su mismo sentido, sin cambio ni variación alguna. Desde los días de Pentecostés hasta hoy, se sigue escuchando la voz de Cristo.

Todo árbol bueno produce buenos frutos (3), y la Iglesia da frutos de santidad (4). Desde los primeros cristianos, que se llamaron entre sí santos, hasta nuestros días, han resplandecido los santos de toda edad, raza y condición. La santidad no está de ordinario en cosas llamativas, no hace ruido, es sobrenatural; pero trasciende enseguida, porque la caridad, que es la esencia de la santidad, tiene manifestaciones externas: en el modo de vivir todas las virtudes, en la forma de realizar el trabajo, en el afán apostólico... "Mirad cómo se aman", decían de los primeros cristianos (5); y los habitantes de Jerusalén los contemplaban con admiración y respeto, porque advertían los signos de la acción del Espíritu Santo en ellos (6).

Hoy, en este rato de oración y durante el día, podemos dar gracias al Señor por tantos bienes como hemos recibido a través de nuestra Madre la Iglesia. Son dones impagables. ¿Qué sería de nuestra vida sin esos medios de santificación que son los sacramentos? ¿Cómo podríamos conocer la Palabra de Jesús -¡palabras de vida eterna!- y sus enseñanzas si no hubieran sido guardadas con tanta fidelidad? <12>

 

II. Desde el mismo momento de su fundación, el Señor ha tenido en su Iglesia un pueblo santo, lleno de buenas obras (7). Puede afirmarse que en todos los tiempos "la Iglesia de Dios, sin dejar de ofrecer nunca a los hombres el sustento espiritual, engendra y forma nuevas generaciones de santos y de santas como Cristo" (8). Santidad en su Cabeza, Cristo, y santidad en muchos de sus miembros también. Santidad por la práctica ejemplar de las virtudes humanas y las sobrenaturales. Santidad heroica es la de aquellos que "son de carne, pero no viven según la carne. Habitan en la tierra, pero su patria es el Cielo... Aman a los otros y los otros los persiguen. Se les calumnia y ellos bendicen. Se les injuria y ellos honran a sus detractores... Su actitud (... ) es una manifestación del poder de Dios" (9). Son innumerables los fieles que han vivido su fe heroicamente: todos están en el Cielo, aunque la Iglesia haya canonizado sólo a unos pocos. Son también incontables, aquí en la tierra, las madres de familia que, llenas de fe, sacan adelante a su familia, con generosidad, sin pensar en ellas mismas; trabajadores de todas las profesiones que santifican su trabajo; estudiantes que realizan un apostolado eficaz y saben ir con alegría contra corriente; y tantos enfermos que ofrecen sus vidas en el hogar o en un hospital por sus hermanos en la fe, con gozo y paz...

Esta santidad radiante de la Iglesia queda velada en ocasiones por las miserias personales de los hombres que la componen. Aunque, por otra parte, esas mismas deslealtades y flaquezas contribuyen a manifestar, por contraste como las sombras de un cuadro realzan la luz y los colores, la presencia santificadora del Espíritu Santo, que la sostiene limpia en medio de tantas debilidades.

Nadie echa vino nuevo en odres viejos: el licor divino de las enseñanzas del Señor, de la vida que nos ha dispensado al traernos a su Iglesia, se ha de contener en nuestra alma, un recipiente que debe ser digno, pero que es defectible, que puede fallar. Con fe y con amor entendemos que la Iglesia sea santa y que sus miembros tengan defectos, sean pecadores. En Ella "están reunidos buenos y malos. Está formada por diversidad de hijos, porque a todos engendra en la fe; pero de tal modo que no a todos, por culpa de ellos, logra conducir a la libertad de la gracia mediante la renovación de sus vidas" (10). La misma Iglesia está constituida por hombres que alcanzaron ya su destino eterno -los santos del Cielo-, por otros que purgan en espera del premio definitivo, y también por los que aquí en la tierra han de luchar con sus defectos y malas inclinaciones para ser fieles a Cristo. No es razonable -y va contra la fe y contra la justicia- juzgar a la Iglesia por la conducta de algunos miembros suyos que no saben corresponder a la llamada de Dios; es una deformación grave e injusta, que olvida la entrega de Cristo, que amó a su Iglesia y se sacrificó por ella, para santificarla, limpiándola en el bautismo del agua, a fin de hacerla comparecer delante de Él llena de gloria, sin arruga ni cosa semejante, sino siendo santa e inmaculada (11). No olvidemos a Santa María, a San José, a tantos mártires y santos; tengamos siempre presente la santidad de la doctrina y del culto y de los sacramentos y de la moral de la Iglesia; consideremos frecuentemente las virtudes cristianas y las obras de misericordia, que adornan y adornarán siempre la vida de tantos cristianos... Esto nos moverá a portarnos siempre como buenos hijos de la Iglesia, a amarla más y más, a rezar por aquellos hermanos nuestros que más lo necesitan.

 

III. La Iglesia no deja de ser santa por las debilidades de sus hijos, que son siempre estrictamente personales, aunque estas faltas tengan mucha influencia en el resto de sus hermanos. Por eso, un buen hijo no tolera los insultos a su Madre, ni que le achaquen defectos que no tiene, que la critiquen y maltraten.

Por otra parte, incluso en aquellos tiempos en que el verdadero rostro ha estado velado por la infidelidad de muchos que deberían haber sido fieles y cuando sólo aparecen vidas de muy escasa piedad, en esos momentos -quizá ocultas a la mirada de las gentes- existen almas santas y heroicas. Aun en las épocas más oscurecidas por el materialismo, la sensualidad y el deseo de bienestar, hay hombres y mujeres fieles que en medio de sus quehaceres son la alegría de Dios en el mundo.

La Iglesia es Madre: su misión es la de "engendrar hijos, educarlos y regirlos, guiando con materno cuidado la vida de los individuos y los pueblos" (12). Ella -santa y madre de todos nosotros (13)- nos proporciona todos los medios para adquirir la santidad. Nadie puede llegar a ser buen hijo de Dios si no vive con amor y piedad estos medios de santificación, porque "no puede tener a Dios como Padre, quien no tiene a la Iglesia como Madre" (14). De aquí que no se concibe un gran amor a Dios sin un gran amor a la Iglesia.

Como el amor a Dios brota del amor que Él nos tiene -Él nos amó primero a nosotros (15)-, el amor a la Iglesia ha de nacer del agradecimiento por los medios que nos brinda para que alcancemos la santidad. Le debemos amor por el sacerdocio, por los sacramentos todos -y de modo muy particular por la Sagrada Eucaristía-, por la liturgia, por el tesoro de la fe que ha guardado fielmente a lo largo de los siglos... La miramos nosotros con ojos de fe y de amor, y la vemos santa, limpísima, sin arruga.

Si la Iglesia, por voluntad de Jesucristo, es Madre -una buena madre-, tengamos nosotros la actitud de unos buenos hijos. No permitamos que se la trate como si fuera una sociedad humana, olvidando el misterio profundo que en Ella se encierra; no queramos escuchar críticas contra sacerdotes, obispos... Y cuando veamos errores y defectos de quienes quizá tenían que ser más ejemplares, sepamos disculpar, resaltar otros aspectos positivos de esas personas, recemos por ellos... y, en su caso, ayudémosles con la corrección fraterna, si nos es posible. "Amor con amor se paga", un amor con obras, que sea notorio, por quienes habitualmente nos conocen y tratan.

Terminamos nuestra oración invocando a Santa María, Mater Ecclesiae, Madre de la Iglesia, para que nos enseñe a amarla cada día más.

 

 

 

(1) Mc 22.- (2) Cfr. CONC. VAT. II, Const. Lumen gentium, 4.- (3) Mt 7, 17.- (4) Cfr. CATECISMO ROMANO, I, 10, n. 15.- (5) TERTULIANO, Apologético, 39, 7.- (6) Cfr. Hech 2, 33.- (7) Tit 2, 14.- (8) PIO XI, Enc. Quas primas, 11-XII-1925, 4.- (9) Epístola a Diogneto, 5, 6, 16; 7, 9.- (10) SAN GREGORIO MAGNO, Homilía 38, 7.- (11) Ef 5, 25-27.- (12) JUAN XXIII, Enc. Mater et magistra, Introd.- (13) SAN CIRILO DE JERUSALÉN, Catequesis, 18, 26.- (14) SAN CIPRIANO, Sobre la unidad de la Iglesia Católica, 6.- (15) 1 Jn 4, 10.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. SEGUNDA SEMANA. MARTES

11. Dignidad de la persona.

- La grandeza y dignidad de la persona humana.

- Dignidad de la persona en el trabajo. Principios de doctrina social de la Iglesia.

- Una sociedad justa.

 

I. Iba Jesús atravesando un sembrado, y los discípulos desgranaban algunas espigas para comerlas. Era un día de sábado; los fariseos se dirigieron al Maestro para que les llamara la atención, pues -según su propia casuística- no era lícito realizar aquel pequeño trabajo en sábado. Jesús salió en defensa de sus discípulos y del propio descanso sabático, y para esto acude a la Sagrada Escritura: ¿Nunca habéis leído lo que hizo David cuando se vio necesitado, y tuvo hambre él y los que estaban con él? ¿Cómo entró en la Casa de Dios en tiempos de Abiatar, Sumo Sacerdote, y comió los panes de la proposición, que no es lícito comer más que a los sacerdotes, y los dio también a los que estaban con él? Y les decía: El sábado fue hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado. Y a continuación les da todavía una razón más alta: el Hijo del Hombre es señor hasta del sábado (1). Todo está ordenado en función de Cristo y de la persona; también el descanso del sábado.

Los panes de la proposición eran doce panes que se colocaban cada semana en la mesa del santuario, como homenaje de las doce tribus de Israel (2); los que se retiraban del altar quedaban reservados para los sacerdotes que atendían el culto.

La conducta de Abiatar anticipó la doctrina que Cristo enseña en este pasaje. Ya en el Antiguo Testamento, Dios había establecido un orden en los preceptos de la Ley de modo que los de menor rango ceden ante los principales. Así se explica que un precepto ceremonial, como era éste de los panes, cediese ante un precepto de ley natural (3). El precepto del sábado tampoco estaba por encima de las necesidades elementales de subsistencia.

El Concilio Vaticano II se inspira en este pasaje para subrayar el valor de la persona por encima del desarrollo económico y social (4). Después de Dios, el hombre es lo primero; si no fuera así sería un verdadero desorden, como vemos desgraciadamente que ocurre con frecuencia.

La Humanidad Santísima de Cristo arroja una luz que ilumina nuestro ser y nuestra vida, pues sólo en Cristo conocemos verdaderamente el valor inconmensurable de un hombre. "Cuando os preguntéis por el misterio de vosotros mismos -decía Juan Pablo II a numerosos jóvenes-, mirad a Cristo, que es quien da sentido a la vida" (5). Sólo Él; ningún otro puede dar sentido a la existencia, y por eso no cabe definir al hombre a partir de las realidades inferiores creadas, y menos por su producción laboral, por el resultado material de su esfuerzo. La grandeza de la persona humana se deriva de la realidad espiritual del alma, de la filiación divina, de su destino eterno, recibido de Dios. Y esto la sitúa por encima de toda la naturaleza creada. La dignidad, y el respeto inmenso que merece, le es otorgada en el momento de su concepción, y fundamenta el derecho a la inviolabilidad de la vida y la veneración a la maternidad.

El título que, en último término, funda la dignidad humana está en ser la única realidad de la creación visible a la que Dios ha amado en sí misma, creándola a su imagen y semejanza y elevándola al orden de la gracia. Pero además, el hombre adquirió un valor nuevo después que el Hijo de Dios, mediante su Encarnación, asumiera nuestra naturaleza y diera su vida por todos los hombres: propter nos homines et propter nostram salutem descendit de coelis. Et incarnatus est. Por eso, nos interesan todas las almas que nos rodean: no hay ninguna que quede fuera del Amor de Cristo, ninguna que alejemos de nuestro respeto y consideración. Miremos a nuestro alrededor, a las personas que diariamente vemos y saludamos, y veamos en la presencia del Señor si de hecho es así, si manifestamos a los demás ese aprecio y veneración.

 

II. La dignidad de la criatura humana -imagen de Dios- es el criterio adecuado para juzgar los verdaderos progresos de la sociedad, del trabajo, de la ciencia..., y no al revés (6). Y la dignidad del hombre se expresa en todo su quehacer personal y social: de modo particular, en el campo del trabajo, donde se realiza y cumple a la vez el mandato de su Creador, que lo sacó de la nada y lo puso en una tierra sin pecado ut operaretur, para que trabajara (7) y así le diera gloria. Por eso, la Iglesia defiende la dignidad de la persona que trabaja, y a la que se falta cuando se la estima sólo en lo que produce, cuando se considera el trabajo como mera mercancía, valorando más "la obra que el obrero", "el objeto más que el sujeto que la realiza" ( 8) -dice de modo expresivo Juan Pablo II-, cuando se le utiliza como elemento para la ganancia, estimándolo sólo en lo que produce.

No se trata de una cuestión de formas externas, de trato, pues incluso con unos modos humanos cordiales, puede atentarse contra la dignidad de los demás, si se les subordina a fines meramente utilitarios, como mecanismo, por ejemplo, para elevar la productividad o mantener la paz en la empresa: hemos de venerar en todo hombre la imagen de Dios.

Lejos estaríamos de una visión cristiana si en algo mantuviéramos una visión chata, pegada a la tierra: los indicadores más fieles de la justicia en las relaciones sociales no son el volumen de la riqueza creada ni su distribución..., es necesario examinar "si las estructuras, el funcionamiento, los ambientes de un sistema económico, son tales que comprometen la dignidad humana de cuantos en él despliegan su propia actividad..." (9). Hemos de tener presente que el criterio supremo en el uso de los bienes materiales debe ser "el de facilitar y promover el perfeccionamiento espiritual de los seres humanos, tanto en el orden natural como en el sobrenatural" (10), comenzando, como es lógico, por aquellos que los producen.

Por eso, la íntima conexión entre trabajo y propiedad pide, para su propia perfección, que quien lo realiza pueda considerar de alguna forma "que está trabajando en algo propio" (11).

La dignidad del trabajo viene expresada en un salario justo, base de toda justicia social; incluso en el caso en el que se trate de un contrato libre, pues, aunque el salario estipulado fuera conforme a la letra de la ley, esto no legitima cualquier retribución que se acuerde. Y si quien contrata (el director de una academia, el constructor, el patrono, el ama de casa...) quisiera aprovecharse de una situación en la que haya excedente de mano de obra, por ejemplo, para pagar unos salarios contrarios a la dignidad de las personas, ofendería a esas personas y a su Creador, pues éstas tienen un derecho natural irrenunciable a los medios suficientes para el propio mantenimiento y el de sus familias, que está por encima del derecho a la libre contratación (12). Otra "consecuencia lógica es que todos tenemos el deber de hacer bien nuestro trabajo... No podemos rehuir nuestro deber, ni conformarnos con trabajar medianamente" (13). La pereza y el trabajo mal hecho también atentan contra la justicia social.

 

III. Es preciso tener presente que la finalidad principal del desarrollo económico "no es un mero crecimiento de la producción, ni el lucro o el poder, sino el servicio del hombre integral, teniendo en cuenta sus necesidades de orden material y las exigencias de su vida intelectual, moral, espiritual y religiosa" (14). Esto no niega un campo de legítima autonomía para la ciencia económica: la autonomía que es propia del orden temporal, que llevará a estudiar las causas de los problemas económicos, sugerir soluciones técnicas y políticas, etc. Pero estas soluciones se deben someter siempre a un criterio superior, de orden moral, pues no son absolutamente independientes y autónomas; y no se ha de confiar en acciones puramente técnicas cuando nos encontramos con problemas que tienen su origen en un desorden moral.

Es largo el camino hasta llegar a una sociedad justa en la que la dignidad de la persona, hija de Dios, sea plenamente reconocida y respetada. Pero ese cometido es nuestro, de los cristianos, junto a todos los hombres de buena voluntad. Porque "no se ama la justicia, si no se ama verla cumplida con relación a los demás. Como tampoco es lícito encerrarse en una religiosidad cómoda, olvidando las necesidades de los otros. El que desea ser justo a los ojos de Dios se esfuerza también en hacer que la justicia se realice de hecho entre los hombres" (15). Debemos vivir, con todas sus consecuencias y en los campos más variados, el respeto a toda persona: defendiendo la vida ya concebida, porque allí hay un hijo de Dios con un derecho a vivir que Él le ha dado y que nadie le puede quitar; a los ancianos y más débiles, para quienes hemos de tener entrañas de misericordia, esa misericordia que el mundo parece perder. Como empleados u obreros, siendo buenos trabajadores y expertos profesionales, o como empresarios, conociendo muy bien la doctrina social de la Iglesia para llevarla a la práctica.

También hemos de reconocer esa dignidad de la persona en las relaciones normales de la vida: considerando a quienes tratamos -por encima de sus posibles defectos- como hijos de Dios, evitando hasta la más pequeña murmuración y todo aquello que pueda dañarles. "Acostúmbrate a encomendar a cada una de las personas que tratas a su Ángel Custodio, para que le ayude a ser buena y fiel, y alegre" (16). Entonces será más fácil el trato, y las relaciones ganarán en cordialidad, en paz y respeto mutuo.

El Hijo del Hombre es señor hasta del sábado. Todo debemos ordenarlo en función de Cristo -Sumo Bien- y de la persona humana, por cuya salvación Él se inmoló en el Calvario. Ningún bien terreno es superior al hombre.

 

 

 

(1) Mc 2, 23-28.- (2) Cfr. Lev 24, 5-9.- (3) Cfr. SAGRADA BIBLIA, Santos Evangelios, EUNSA, Pamplona 1983, in loc.- (4) Cfr. CONC. VAT. II, Const. Gaudium et spes, 26.- (5) JUAN PABLO II, Nueva York, En el Madison Square Garden, 3-X-1979.- (6) Cfr. IDEM, Discurso 15-VI-1982, 7.- (7) Gen 2, 15.- (8) JUAN PABLO II, Discurso 24-XI-1979.- (9) JUAN XXIII, Enc. Mater et Magistra, 15-V-1961, 83.- (10) Ibídem, 246.- (11) JUAN PABLO II, Enc. Laborem exercens, 15.- (12) Cfr. PABLO VI, Enc. Populorum progressio, 24-III-1967, 59.- (13) JUAN PABLO II, Discurso 7-XI-1982.- (14) CONC. VAT. II, loc. cit., 64.- (15) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 52.- (16) IDEM, Forja, n. 1012.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. SEGUNDA SEMANA. MIÉRCOLES

12. Vivir la Fe en lo ordinario.

- La fe es para vivirla, y debe informar los acontecimientos menudos del día.

- Fe y "visión sobrenatural".

- Fe y virtudes humanas.

 

I. Entró Jesús en una sinagoga, y allí encontró a un hombre que tenía una mano seca, paralizada. San Marcos nos dice que todos le espiaban para ver si curaba en sábado (1). El Señor no se esconde ni disimula; por el contrario, pidió a este hombre que se colocara en medio, para que todos lo pudieran ver bien. Y les dijo: ¿Es lícito en sábado hacer el bien o el mal, salvar una vida o perderla? Ellos permanecieron callados. Entonces, Jesús, indignado por su hipocresía, los miró airado y, a la vez, entristecido por la ceguera de sus corazones. Fue patente para todos esta mirada llena de indignación de Jesús ante la dureza de sus almas. Y le habló al hombre: extiende tu mano. La extendió, y su mano quedó curada. Aquel enfermo, en el centro de todos, se llenó de confianza en Jesús. Su fe se manifiesta en obedecer al Señor y en poner por obra aquello que, con sobrada experiencia, sabe que hasta ahora no puede realizar: extenderla mano. La confianza en el Señor, dejando a un lado su experiencia, hizo el milagro. Todo es posible con Jesús. Le fe nos permite lograr metas que siempre habíamos creído inalcanzables, resolver viejos problemas personales o de una tarea apostólica que parecían insolubles, echar fuera defectos que estaban arraigados.

La vida de este hombre tomaría un nuevo rumbo después del pequeño esfuerzo exigido por Cristo; es el que nos pide también en los asuntos más normales de la vida diaria. Hoy debemos considerar "cómo el cristiano, en su existencia ordinaria y corriente, en los detalles más sencillos, en las circunstancias normales de su jornada habitual, pone en ejercicio la fe, la esperanza y la caridad, porque allí reposa la esencia de la conducta de un alma que cuenta con el auxilio divino" (2). Y necesitamos esta ayuda del Señor para salir de nuestra incapacidad.

La fe es para vivirla, y debe informar las grandes y las pequeñas decisiones; y, a la vez, se manifiesta de ordinario en la manera de enfrentarse con los deberes de cada día. No basta asentir a las grandes verdades del Credo, tener una buena formación quizá; es necesario, además, vivirla, practicarla, ejercerla, debe generar una "vida de fe" que sea, a la vez, fruto y manifestación de lo que se cree. Dios nos pide servirle con la vida, con las obras, con todas las fuerzas del cuerpo y del alma. La fe es algo referido a la vida, a la vida de todos los días, y la existencia cristiana aparece como un despliegue de la fe, como un vivir con arreglo a lo que se cree (3), a lo que se conoce como querer de Dios para la propia vida. ¿Llevamos nosotros una "vida de fe"? ¿Influye en el comportamiento, en las decisiones que tomamos...? <12>

 

II. El ejercicio de la virtud de la fe en la vida cotidiana se traduce en lo que comúnmente se conoce como "visión sobrenatural", que consiste en ver las cosas, incluso las más corrientes, lo que parece intrascendente, en relación con el plan de Dios sobre cada criatura en orden a su salvación ya la de otros muchos; en acostumbrarse "a andar en los quehaceres cotidianos como mirando al Señor por el rabillo del ojo para ver si es aquélla, realmente, su voluntad, si es aquél el modo como desea que hagamos las cosas; es habituarse a descubrir a Dios a través de las criaturas, a adivinarle tras lo que el mundo llama azar o casualidad, a percibir su huella por doquier" (4).

La vida cristiana, la santidad, no es un revestimiento externo que recubre al cristiano, ignorando lo propiamente humano. De ahí que las virtudes sobrenaturales influyan en las virtudes humanas y hagan del cristiano un hombre honrado, ejemplar en su trabajo y en su familia, lleno de sentido del honor y de la justicia, que se distingue ante los demás hombres por un estilo de conducta en el que destacan la lealtad, la veracidad, la reciedumbre, la alegría...: cuanto hay de verdadero, de honorable, de justo, de íntegro, de amable y de encomiable, tenedlo en estima (5), recordaba San Pablo a los primeros cristianos de Filipo.

La vida de fe del cristiano le lleva, por tanto, a ser un hombre con virtudes humanas, porque hace realidad su fe en sus actuaciones corrientes. No sólo se sentirá movido a realizar un acto de fe al divisar los muros de una iglesia, sino que se dirigirá a su Señor para pedirle luz y ayuda ante un problema laboral o doméstico, a la hora de aceptar una contradicción, ante el dolor o la enfermedad, al ofrecer una alegría, al continuar por amor un trabajo que estaba a punto de abandonar por cansancio; en el apostolado, para pedir las luces de la gracia para esas personas que pretende acercar al sacramento de la Penitencia. Visión sobrenatural cuando no se ven frutos, quizá porque se está realizando la primera labor en aquella alma y "la reja que rotura y abre el surco, no ve la semilla ni el fruto"... (6). La fe está continuamente en ejercicio, y la esperanza, y la caridad. Ante problemas y obstáculos quizá ya viejos, el Señor nos dice: extiende tu mano... La fe no es una virtud para ejercerla sólo en unas cuantas ocasiones, en los momentos de las prácticas de piedad, sino en el deporte, en la oficina, en medio del tráfico. Mucho menos, como hacen algunos cristianos, que parecen tener reservada la fe para el domingo a la hora de cumplir con el precepto dominical.

 

Examinemos nosotros hoy con qué frecuencia hacemos realidad el ideal cristiano que informa y da un sentido nuevo a todo lo humano que realizamos, lo amplía y lo hace fecundo sobrenaturalmente. Examinemos también cómo vamos de "visión sobrenatural" ante los acontecimientos diarios.

 

III. La fe cristiana conduce a la reforma de la propia vida, exigiéndonos una continua rectificación de la conducta, una mejora en el modo de ser y de actuar. Entre otras consecuencias, la fe nos llevará a imitar a Jesucristo, que fue "perfecto Dios, y hombre perfecto" (7), a ser hombres y mujeres de temple, sin complejos, sin respetos humanos, veraces, honrados, justos en los juicios, en sus negocios, en la conversación... Las virtudes humanas son las propias del hombre en cuanto hombre, y por eso Jesucristo, perfecto hombre, las vivió en plenitud. Hasta sus propios enemigos estaban asombrados del vigor humano de su figura: Maestro -le dicen en cierta ocasión-, sabemos que eres veraz, y que no tienes respetos humanos, y que enseñas el camino de Dios con autoridad... (8). "Lo primero que llama la atención al estudiar la fisonomía humana de Jesús es su clarividencia viril en la acción, su lealtad impresionante, su áspera sinceridad, en una palabra, el carácter heroico de su personalidad. Esto era, en primer término, lo que atraía a sus discípulos" (9). Él nos dio ejemplo de una serie de cualidades humanas bien entrelazadas, que compete vivir a cualquier cristiano.

Considera tan importante la perfección de las virtudes humanas que apremia a sus discípulos: si no entendéis las cosas de la tierra, ¿cómo entenderéis las celestiales? (10). Si no se vive la reciedumbre humana ante una dificultad, el frío o el calor, ante una pequeña enfermedad, ¿dónde se podrá asentar la virtud cardinal de la fortaleza? ¿Cómo puede ser fuerte una persona que se queja continuamente? ¿Cómo llegará a ser responsable y prudente un estudiante que deja a un lado su estudio? O ¿cómo podrá vivir la caridad quien descuida la cordialidad, la afabilidad o los detalles de educación? Aunque la gracia de Dios puede transformar enteramente a una persona -y encontramos ejemplos en la Sagrada Escritura y en la vida de la Iglesia-, lo normal es que el Señor cuente con la colaboración de las virtudes humanas.

La vida cristiana se expresa a través del actuar humano, al que dignifica y eleva al plano sobrenatural. Por otra parte, lo humano sustenta y hace posibles las virtudes sobrenaturales. Quizá, a lo largo de nuestra vida, hayamos encontrado a "tantos que se dicen cristianos -porque han sido bautizados y reciben otros Sacramentos-, pero que se muestran desleales, mentirosos, insinceros, soberbios... Y caen de golpe. Parecen estrellas que brillan un momento en el cielo y, de pronto, se precipitan irremisiblemente" (11). Les fallaron los cimientos humanos y no pudieron mantenerse en pie. El ejercicio de la fe, de la esperanza, de la caridad y de las virtudes morales llevará al cristiano a ser ese ejemplo vivo que el mundo espera. Dios busca madres de familia fuertes que den testimonio a través de su maternidad y de su alegría, que sepan entablar amistad con sus hijos; y hombres de negocios justos; y médicos que no descuidan su formación profesional porque saben sacar unas horas para el estudio, que atienden al enfermo con comprensión, como él quisiera ser tratado en esas mismas circunstancias: con eficacia y amabilidad; y estudiantes con prestigio y que se preocupan de sus compañeros de Facultad; y campesinos, artesanos, obreros de las fábricas y de la construcción... Dios quiere hombres y mujeres cabales, que expresen en la realidad menuda de su vida el gran ideal que han encontrado.

En San José encontramos un modelo espléndido de varón justo, vir iustus (12), que vivió de fe en todas las circunstancias de su vida. Pidámosle que sepamos ser lo que Cristo espera de cada uno en el propio ambiente y circunstancias.

 

 

 

(1) Mc 3, 1-6.- (2) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 169.- (3) Cfr. P. RODRIGUEZ, Fe y vida de fe, EUNSA, Pamplona 1974, p. 172.- (4) F. SUAREZ, El sacerdote y su ministerio, Rialp, Madrid 1969, p. 194.- (5) Flp 4, 8.- (6) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Surco, n. 215.- (7) Symbolo Quicumque.- (8) Mt 22, 16.- (9) J. ADAM, Jesucristo, Herder, Barcelona 1953, p. 110.- (10) Jn 3, 5.- (11) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Amigos de Dios, 75.- (12) Mt 1, 19.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. SEGUNDA SEMANA. JUEVES

13. Una tarea urgente: dar doctrina.

- Necesidad apremiante de este apostolado.

- Formación en las verdades de la fe. Estudiar y enseñar el Catecismo. Transmitir las verdades que se reciben.

- La oración y la mortificación deben acompañar a todo apostolado. Sólo la gracia puede mover a la voluntad a asentir a las verdades de la fe. Con la ayuda del Señor superamos los obstáculos.

 

I. En numerosas ocasiones nos dice el Evangelio que las gentes se agolpaban junto al Señor para ser curadas (1). Hoy leemos en el Evangelio de la Misa (2) que seguía a Jesús una gran muchedumbre de Galilea y de Judea; también de Jerusalén, de Idumea, de más allá del Jordán, y de los alrededores de Tiro y de Sidón. Es tanta la gente que el Señor manda a sus discípulos que preparen una barca por causa de la muchedumbre; porque sanaba a tantos, que se le echaban encima para tocarle todos los que tenían enfermedades. Es gente necesitada la que acude a Cristo. Y les atiende, porque tiene un corazón compasivo y misericordioso. Durante los tres años de su vida pública curó a muchos, libró a endemoniados, resucitó a muertos... Pero no curó a todos los enfermos del mundo, ni suprimió todas las penalidades de esta vida, porque el dolor no es un mal absoluto -como lo es el pecado-, y puede tener un incomparable valor redentor, si se une a los sufrimientos de Cristo.

Jesús realizó milagros, que fueron remedio, en casos concretos, de dolores y de sufrimientos, pero eran ante todo un signo y una muestra de su misión divina, de la redención universal y eterna. Y los cristianos continuamos en el tiempo la misión de Cristo: Id, pues, y enseñad a todas las gentes, bautizándolos... y enseñándoles a guardar todo cuanto os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo (3). Antes de su Ascensión al Cielo nos dejó el tesoro de su doctrina, la única doctrina que salva, y la riqueza de los sacramentos, para que nos acerquemos a ellos en busca de la vida sobrenatural.

Las muchedumbres andan hoy tan necesitadas como entonces. También ahora las vemos como ovejas sin pastor, desorientadas, sin saber a dónde dirigir sus vidas. La humanidad, a pesar de todos los progresos de estos veinte siglos, sigue sufriendo dolores físicos y morales, pero sobre todo padece la gran falta de la doctrina de Cristo, custodiada sin error por el Magisterio de la Iglesia. Las palabras del Señor siguen siendo palabras de vida eterna que enseñan a huir del pecado, a santificar la vida ordinaria, las alegrías, las derrotas y la enfermedad..., y abre el camino de la salvación. Ésta es la gran necesidad del mundo. Y las muchedumbres, ¡tantas veces lo hemos comprobado!, "están deseando oír el mensaje de Dios, aunque externamente lo disimulen. Quizá algunos han olvidado la doctrina de Cristo; otros -sin culpa de su parte- no la aprendieron nunca, y piensan en la religión como en algo extraño. Pero, convenceos de una realidad siempre actual: llega siempre un momento en el que el alma no puede más, no le bastan las explicaciones habituales, no le satisfacen las mentiras de los falsos profetas. Y, aunque no lo admitan entonces, esas personas sienten hambre de saciar su inquietud con la enseñanza del Señor" (4). En nuestras manos está ese tesoro de doctrina para darla a tiempo y a destiempo (5), con ocasión y sin ella, a través de todos los medios a nuestro alcance. Y ésta es la tarea verdaderamente apremiante que tenemos los cristianos.

 

II. Para dar la doctrina de Jesucristo es necesario tenerla en el entendimiento y en el corazón: meditarla y amarla. Todos los cristianos, cada uno según los dones que ha recibido -talento, estudios, circunstancias...-, necesita poner los medios para adquirirla. En ocasiones, esta formación comenzará por conocer bien el Catecismo, que son esos libros "fieles a los contenidos esenciales de la Revelación y puestos al día en lo que se refiere al método, capaces de educar en una fe robusta a las generaciones cristianas de los tiempos nuevos" (6), de los que habla Juan Pablo II.

La vida de fe de un cristiano corriente lleva, en muchas ocasiones, a un flujo continuo de adquisición y transmisión de la fe: Tradidi quod accepi... Os entrego lo que recibí (7), decía San Pablo a los cristianos de Corinto. La fe de la Iglesia es fe viva, porque es continuamente recibida y entregada. De Cristo a los Apóstoles, de éstos a sus sucesores. Así, hasta hoy: resuena siempre idéntica a sí misma en el Magisterio vivo de la Iglesia (8). La doctrina de la fe es "recibida y entregada" por la madre de familia, por el estudiante, por el empresario, por la empleada de comercio... ¡Qué buenos altavoces tendría el Señor si nos decidiéramos todos los cristianos -cada uno en su sitio- a proclamar su doctrina salvadora, como hicieron nuestros hermanos en la fe! Id y enseñad..., nos dice a todos el mismo Cristo. Se trata de la difusión espontánea de la doctrina, de modo a veces informal, pero extraordinariamente eficaz, que realizaron los primeros cristianos: de familia a familia; entre compañeros del mismo trabajo, entre vecinos, entre los padres de un colegio; en los barrios, en los mercados, en las calles. El trabajo, la calle, el colegio profesional, la Universidad, la vida civil... se convierten entonces en el cauce de una catequesis discreta y amable, que penetra hasta lo más hondo de las costumbres de la sociedad y de la vida de los hombres. "Créeme, el apostolado, la catequesis, de ordinario, ha de ser capilar: uno a uno. Cada creyente con su compañero inmediato.

"A los hijos de Dios nos importan todas las almas, porque nos importa cada alma" (9). ¡Cómo conmoverán el corazón de Dios esas madres, sin tiempo muchas veces, que pacientemente explican las verdades del Catecismo a sus hijos... y quizá a los hijos de sus vecinas y amigas! ¡O el estudiante que se traslada al barrio, quizá lejano, para explicar las mismas verdades..., aunque tenga que esforzarse para preparar el examen que tiene a los pocos días y en el que ha de sacar buena calificación! Ahora, cuando en tantos lugares y con tantos medios se ataca la doctrina de la Iglesia, es necesario que los cristianos nos decidamos a poner todos los medios para adquirir un conocimiento hondo de la doctrina de Jesucristo y de las implicaciones de estas enseñanzas en la vida de los hombres y en la sociedad. Amar a Dios con obras significará en muchos casos dedicar el tiempo oportuno a esa formación: estudio, esmero en la lectura espiritual, estar atentos en las charlas de formación que oímos... Aprovechar también esos días de descanso, en los que se puede disponer de más tiempo. Amar a Dios con obras será apreciar esas verdades, que tienen su origen en el mismo Cristo, como un tesoro que hemos de amar y meditar con frecuencia. Nadie da lo que no tiene: y para dar doctrina hay primero que tenerla.

 

III. "Ante tanta ignorancia y tantos errores acerca de Cristo, de su Iglesia... de las verdades más elementales, los cristianos no podemos quedarnos pasivos, pues el Señor nos ha constituido sal de la tierra (Mt 5, 13) y luz del mundo (Mt 5, 14). Todo cristiano ha de participar en la tarea de formación cristiana. Ha de sentir la urgencia de evangelizar, que no es para mí motivo de gloria, sino que se me impone (1 Cor 9, 16) " (10). Nadie puede desentenderse de este urgente quehacer. "Tarea del cristiano: ahogar el mal en abundancia de bien. No se trata de campañas negativas, ni de ser anti nada. Al contrario: vivir de afirmación, llenos de optimismo, con juventud, alegría y paz; ver con comprensión a todos: a los que siguen a Cristo y a los que le abandonan o no le conocen.

"-Pero comprensión no significa abstención, ni indiferencia, sino actividad" (11), iniciativas, deseos de dar a conocer a todos el rostro amable del Señor.

Al advertir la extensión de esta tarea -difundir la doctrina de Jesucristo- hemos de empezar por pedirle al Señor que nos aumente la fe: facme tibi semper magis credere, haz que yo crea más y más en Ti, suplicamos en el Adoro te devote, ese himno eucarístico de Santo Tomás de Aquino. De este modo podremos decir, también con palabras de este himno: "creo todo lo que me ha dicho el Hijo de Dios; nada es más verdadero que esta Palabra de verdad". Con una fe robustecida, nos dispondremos a ser instrumentos en manos del Señor, que concede la luz a las mentes oscurecidas por la ignorancia y el error. Sólo la gracia de Dios puede mover la voluntad para asentir a las verdades de la fe. Por eso, cuando queremos atraer a alguno a la verdad cristiana, debemos acompañar ese apostolado con una oración humilde y constante; y, junto a la oración, la penitencia: una mortificación, quizá en detalles pequeños referentes al trabajo, a la vida familiar..., pero sobrenatural y concreta.

Ante las barreras que algunas veces encontramos en ambientes difíciles, y ante obstáculos que puedan parecer insuperables, nos llenará de optimismo recordar que la gracia del Señor puede remover los corazones más duros, que es mayor la ayuda sobrenatural cuanto mayores sean las dificultades que encontremos.

Señor, ¡enséñanos a darte a conocer! También hoy las muchedumbres andan perdidas y necesitadas de Ti, ignorantes y tantas veces sin luz y sin camino. Santa María, ¡ayúdanos a no desaprovechar ninguna ocasión en la que podamos dar a conocer a tu Hijo Jesucristo!, ¡guíanos para que sepamos ilusionar a otros muchos en esta noble tarea de difundir la Verdad!

 

 

 

(1) Cfr. Lc 6, 19; 8, 45, etc.- (2) Mc 3, 7-12.- (3) Mt 28, 19-20.- (4) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Amigos de Dios, 260.- (5) Cfr. 2 Tim 4, 2.- (6) JUAN PABLO II, Exhor. Apost. Catechesi tradendae, 16-X-1979, 50.- (7) Cfr. 1 Cor 11, 23.- (8) Cfr. P. RODRIGUEZ, Fe y vida de fe, p. 164.- (9) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Surco, n. 943.- (10) JUAN PABLO II, Discurso en Granada, 15-XI-1982.- (11) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Surco, n. 864.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. SEGUNDA SEMANA. VIERNES

14. Vocación a la santidad.

- Vocación de los Doce. Dios es el que llama, y el que da las gracias para perseverar.

- En el cumplimiento de su vocación, el hombre da gloria a Dios y encuentra la grandeza de su vida. A todos nos ha llamado Cristo para que le sigamos, le imitemos y le demos a conocer.

- Fieles a la personal llamada que hemos recibido de Dios.

 

I. Después de una noche en oración (1), Jesús eligió a los doce Apóstoles, para que estuvieran con Él y continuaran luego su misión en la tierra. Los Evangelistas dejaron consignados sus nombres, y hoy los recordamos en la lectura del Evangelio de la Misa (2). Llevan ya varios meses siguiendo al Maestro junto a otros discípulos por los caminos de Palestina, dispuestos a una entrega sin límites. Ahora son objeto de una predilección muy particular.

Con esta elección, el Señor pone los fundamentos de su Iglesia: estos doce hombres son como los doce Patriarcas del nuevo Pueblo de Dios, su Iglesia. Este nuevo Pueblo no se forma ya por una descendencia según la carne, como se había constituido Israel, sino por una descendencia espiritual. ¿Por qué llegaron estos hombres a gozar de un favor tan grande por parte de Dios? ¿Por qué ellos precisamente y no otros? No cabe preguntarse por qué fueron elegidos. Simplemente, los llamó el Señor; y en esta libérrima elección de Cristo -llamó a los que quiso- estriba su honor y la esencia de su vocación. No me habéis elegido vosotros a mí -les dirá más tarde-, sino que yo os elegí a vosotros (3). La elección es siempre cosa de Dios. Los Apóstoles no se habían distinguido por ser sabios, poderosos, importantes...; son hombres normales y corrientes que han respondido con fe y generosidad a la llamada de Jesús.

Cristo elige a los suyos, y este llamamiento es su único título. San Pablo, por ejemplo, para subrayar la autoridad con la que enseña y amonesta a los fieles, comienza con frecuencia sus Cartas de este modo: Pablo, siervo de Cristo Jesús, llamado al apostolado, elegido para predicar el Evangelio de Dios (4). Llamado y elegido no por los hombres ni por obra de los hombres, sino por Jesucristo y Dios Padre (5). Presente en todo su discurso está esta realidad: la elección divina.

Jesús llama con imperio y ternura, como Yahvé a sus profetas y enviados: Moisés, Samuel, Isaías... Nunca los llamados merecieron en modo alguno la vocación para la que fueron elegidos, ni por su buena conducta, ni por sus condiciones personales. San Pablo lo dirá explícitamente: Nos llamó con vocación santa, no en virtud de nuestras obras, sino en virtud de su designio (6). Es más, Dios suele llamar a su servicio y para sus obras a personas con virtudes y cualidades desproporcionadamente pequeñas para lo que realizarán con la ayuda divina. Considerad vuestro llamamiento, pues no hay entre vosotros muchos sabios según la carne (7). El Señor nos llama también a nosotros para que continuemos su obra redentora en el mundo, y no nos pueden sorprender y mucho menos desanimar nuestras flaquezas, ni la desproporción entre nuestras condiciones y la tarea que nos pone Dios por delante. Él da siempre el incremento; nos pide nuestra buena voluntad y la pequeña ayuda que pueden darle nuestras manos.

 

II. Llamó a los que quiso. La vocación es siempre, y en primer lugar, una elección divina, cualesquiera que fueran las circunstancias que acompañaron el momento en que se aceptó esa elección. Por eso, una vez recibida no se debe someter a revisión, no cabe discutirla con razonamientos humanos, que siempre son pobres y cortos. Dios da siempre las gracias necesarias para perseverar, pues, como enseña Santo Tomás, a quienes Dios elige para una misión los prepara y dispone de suerte que sean idóneos para desempeñar aquello para lo que fueron elegidos (8). En el cumplimiento de esta misión, el hombre descubre la grandeza de su vida, "porque la llamada divina y, en última instancia, la revelación que Dios hace del misterio de su ser es, simultáneamente, una palabra que desvela el sentido y el ser de la vida del hombre. Es en la audición y en la aceptación de la palabra divina como el hombre llega a comprenderse a sí mismo y a adquirir, por tanto, una coherencia en su ser (...). De ahí que el comportamiento más fuerte ante mí mismo, la más completa honradez y coherencia en mi propio ser acontecen en mi compromiso ante el Dios que llama" (9). La fidelidad a la vocación es fidelidad a Dios, a la misión que nos encarga, para lo que hemos sido creados: el modo concreto y personal de dar gloria a Dios.

Para aquellos Doce comenzó aquel día una vida nueva junto a Cristo. Uno de ellos, Judas, no fue fiel, a pesar de haber sido expresamente elegido. Los demás, al pasar de los años, recordarían aquel momento de su elección como el más trascendental de su vida. De estos hombres quiso servirse el Señor, a pesar de que ninguno de ellos, desde un punto de vista humano, tenía las condiciones requeridas para una tarea de tanta envergadura. Sin embargo, fueron dóciles y recibieron las gracias oportunas, y también cuidados divinos muy particulares. Por eso llevarían a cabo la misión encomendada por el Señor hasta los confines de la tierra. El Señor también llama hoy a sus apóstoles para que estén con Él (recepción de los sacramentos y vida de oración, trato íntimo y profundo con el Maestro, santidad personal) y enviarlos a predicar (apostolado en todos los ambientes). Y, aunque el Maestro hace algunos llamamientos específicos, la vida cristiana de todo fiel, hasta la más común y corriente, comporta una vocación singular: una invitación a seguir a Cristo con una vida nueva cuya clave Él posee: si alguno quiere venir en pos de mí... (10). Los primeros cristianos siempre consideraron su condición como fruto de una voluntad divina: los bautizados de Roma o de Corinto serán los santos por vocación (11).

A todos -de una forma u otra- nos ha llamado Cristo para que le sigamos de cerca, le imitemos y le demos a conocer, haciendo presente en el mundo la obra de la Redención hasta que Él venga: "todos los fieles de cualquier estado y condición de vida están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad, santidad que, aun en la sociedad terrena, promueve un modo más humano de vivir" (12). Esta plenitud de la vida cristiana pide la heroicidad de las virtudes, y se pondrá particularmente de manifiesto en circunstancias en las que el estilo de vida o los fines que muchos han propuesto en su vida están lejos del ideal cristiano. El Señor nos quiere santos, en el sentido estricto de esta palabra, en medio de nuestras ocupaciones, con una santidad alegre, atractiva, que arrastra a otros al encuentro con Cristo. Él nos da las fuerzas y las ayudas necesarias. Estos medios que el Señor concede a todos para seguirle y serle fieles, de los que será temerario prescindir, son especialmente necesarios cuando Dios llama a un celibato apostólico en medio de esas tareas seculares.

Que sepamos decirle muchas veces a Jesús que cuenta con nosotros, con nuestra buena voluntad de seguirle, allí donde nos encontramos; sin límite, ni condiciones.

 

III. El descubrimiento de la personal vocación es el momento más importante de toda la existencia. De la respuesta fiel a esta llamada depende la propia felicidad y la de otros muchos. Dios nos crea, nos prepara y nos llama en función de un designio divino. "Si hoy tantos cristianos viven a la deriva, con escasa profundidad y limitados por estrechos horizontes, se debe, sobre todo, a la falta de una clara conciencia de su peculiar razón de ser y de existir (...). Lo que eleva al hombre, lo que le da realmente una personalidad, es la conciencia de su vocación, la conciencia de su tarea concreta. Eso es lo que llena una vida y le da contenido" (13).

La primera decisión en el seguimiento de Cristo constituye el fundamento de otras muchas respuestas a lo largo de la vida. La fidelidad se hace día a día, ordinariamente en cosas que parecen de poca trascendencia, en los pequeños deberes de la jornada, rechazando todo aquello que pueda dañar lo que es la esencia de nuestro vivir.

No basta con mantener la vocación, es preciso renovarla, reafirmarla constantemente: cuando parece fácil, y en los momentos en que todo cuesta, cuando los ataques del mundo, del demonio o de la carne se manifiestan con todo su poder. Siempre tendremos las ayudas necesarias para ser fieles. Cuantas más dificultades, más gracias. Y con la lucha ascética bien determinada -con un examen particular bien concreto- el amor crece y se enrecia con el paso del tiempo, y la entrega, lejos de toda rutina, se hace más consciente, más madura. "No se trata de un crecimiento de orden cuantitativo, como el de un montón de trigo, sino cualitativo, como cuando el calor se hace más intenso, o como cuando la ciencia, sin llegar a conclusiones nuevas, se hace más penetrante, más profunda, más unificada, más cierta. Así, la caridad tiende a amar más perfectamente, de modo más puro, más estrechamente, a Dios por encima de todo, y al prójimo y a nosotros mismos, para que glorifiquemos a Dios en el tiempo y en la eternidad" (14). Ése es el crecimiento que el Señor nos pide.

Esforzarse para crecer en la santidad, en el amor a Cristo y a todos los hombres por Cristo es asegurar la fidelidad y, por tanto, la alegría, el amor, una vida llena de sentido.

San Pablo se servía de una comparación tomada de las carreras en el estadio para explicar que la lucha ascética del cristiano ha de ser alegre, verdadero deporte sobrenatural. Y al considerar el Apóstol que no ha llegado a la perfección, lucha por alcanzar lo prometido: una cosa intento: lanzarme hacia lo que tengo por delante, correr hacia la meta, para alcanzar el premio al que Dios nos llama desde lo alto (15). Desde que Cristo se metió en su vida en el camino de Damasco, se entregó con todas sus fuerzas a buscarle, a amarle y a servirle. Eso hicieron los Apóstoles desde aquel día en que Jesús pasó a su lado y los llamó. No desaparecieron en aquel instante sus defectos, pero día a día siguieron al Maestro en una amistad creciente, y fueron fieles. Eso hemos de hacer nosotros: corresponder diariamente a las gracias que recibimos, ser fieles cada jornada. Así llegaremos hasta la meta, donde Cristo nos espera.

 

 

 

(1) Cfr. Lc 6, 12.- (2) Mc 3, 13-19.- (3) Jn 15, 16.- (4) Gal 1, 1.- (5) 2 Tim 1, 9.- (6) Ibídem.- (7) 1 Cor 1, 26.- (8) Cfr. SANTO TOMAS, Suma Teológica, 3, q. 27, a. 4.- (9) P. RODRIGUEZ, Vocación, Trabajo, Contemplación, EUNSA, Pamplona 1986, p. 18.- (10) Mt 16, 24.- (11) Cfr. Rom 1, 1-7; 2 Cor 1, 1.- (12) CONC. VAT. II, Const. Lumen gentium, 40.- (13) F. SUAREZ, La Virgen Nuestra Señora, Rialp, 17ª ed., Madrid 1984, pp. 84-85.- (14) R. GARRIGOU LAGRANGE, La Madre del Salvador, Rialp, Madrid 1976, p. 106.- (15) Cfr. Flp 3, 13-14.

 

 

TIEMPO ORDINARIO. SEGUNDA SEMANA. SABADO

15. La alegría.

- Tiene su fundamento en la filiación divina.

- Cruz y alegría. Causas de la tristeza. Remedios.

- El apostolado de la alegría.

 

I. Cuando el mundo surgió de las manos de Dios, todo desbordaba bondad, y ésta tuvo su punto culminante con la creación del hombre (1). Pero con el pecado llegó al mundo el mal, y como hierba mala arraigó en la naturaleza humana. Unida siempre al bien, la alegría verdadera vino plenamente a la tierra aquel día en que Nuestra Señora dio su consentimiento y en su seno se encarnó el Hijo de Dios. En Ella ya reinaba un profundo gozo, porque había sido concebida sin el pecado de origen y su unión con Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo era plena. Con su respuesta amorosa a los designios divinos se convierte en causa, en todo el sentido de la palabra, de la nueva alegría del mundo, pues en Ella nos llegó Jesucristo, que es el júbilo pleno del Padre, de los ángeles y de los hombres: en quien Dios Padre tiene puestas todas sus complacencias (2). Y la misión de Santa María, entonces y ahora, es darnos a Jesús, su Hijo. Por eso llamamos a Nuestra Señora Causa de nuestra alegría.

Hace pocas semanas contemplábamos el anuncio del Ángel a los pastores: No temáis, pues vengo a anunciaros una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: hoy en la ciudad de David... (3). La alegría verdadera, la que perdura por encima de las contradicciones y del dolor, es la de quienes se encontraron con Dios en las circunstancias más diversas y supieron seguirle: es la alegría colmada del anciano Simeón al tener en sus brazos al Niño Jesús (4); o el inmenso gozo -gaudio magno valde (5)- de los Magos al encontrar de nuevo la estrella que les conducía hasta Jesús, María y José; y la de todos aquellos que un día inesperado descubrieron a Cristo: ¿Por qué no le habéis prendido?, preguntarán más tarde los fariseos a los servidores, que posiblemente se ganaron un arresto o un despido al desobedecer: Es que jamás hombre alguno -dijeron- habló nunca como este hombre (6); es la dicha de Pedro en el Tabor: Señor, bueno es quedarnos aquí (7); o el júbilo que recuperan, al reconocer a Jesús, dos discípulos que caminaban hacia Emaús con profundo desaliento... (8); y el alborozo de los Apóstoles cada vez que ven a Cristo Resucitado... (9). Y, entre todas, la alegría de María: Mi alma glorifica al Señor, y mi espíritu está transportado de alegría en Dios, salvador mío (10). Ella posee a Jesús plenamente, y su alegría es la mayor que puede contener un corazón humano.

La alegría es la consecuencia inmediata de cierta plenitud de vida. Y para la persona, esta plenitud consiste ante todo en la sabiduría y en el amor (11). Por su misericordia infinita, Dios nos ha hecho hijos suyos en Jesucristo y partícipes de su naturaleza, que es precisamente plenitud de Vida, Sabiduría infinita, Amor inmenso. No podemos alcanzar alegría mayor que la que se funda en ser hijos de Dios por la gracia, una alegría capaz de subsistir en la enfermedad y en el fracaso: Yo os daré una alegría -había prometido el Señor en la Ultima Cena- que nadie os podrá quitar (12). Cuanto más cerca estamos de Dios, mayor es la participación en su Amor y en su Vida; cuanto más crezcamos en la filiación divina, mayor y más tangible será nuestra alegría. ¿Es alegre, positivo, optimista, mi modo habitual de ser y de comportarme? ¿Pierdo fácilmente la alegría por una contradicción, por un contratiempo? ¿Me dejo llevar con frecuencia por los estados de ánimo?

 

II. ¡Qué distinta es esta felicidad de aquella que depende del bienestar material, de la salud ¡tan frágil!, de los estados de ánimo, ¡tan cambiantes!, de la ausencia de dificultades, del no padecer necesidad...! Somos hijos de Dios y nada nos debe turbar; ni la misma muerte.

San Pablo recordaba a los primeros cristianos de Filipos: Alegraos siempre en el Señor; os lo repito, alegraos (13). Y les señalaba enseguida la razón: El Señor está cerca. En medio del ambiente difícil, a veces duro y agresivo, en el que se movían, el Apóstol les indica la mejor medicina: estad alegres. Y es admirable este mandato del Apóstol, pues cuando él escribe esa Carta está encadenado en la cárcel. Y en otra ocasión, en circunstancias extraordinariamente difíciles, escribirá: abundo y sobreabundo de gozo en todas mis tribulaciones (14). Para la verdadera alegría nunca son definitivas ni determinantes las circunstancias que nos rodean, porque está fundamentada en la fidelidad a Dios, en el cumplimiento del deber, en abrazar la Cruz. "¿Cómo es posible estar alegres ante la enfermedad y en la enfermedad, ante la injusticia y sufriendo la injusticia? ¿No será esa alegría una falsa ilusión o una escapatoria irresponsable?: ¡no! La respuesta nos la da Cristo: ¡sólo Cristo! Sólo en Él se encuentra el verdadero sentido de la vida personal y la clave de la historia humana. Sólo en Él -en su doctrina, en su Cruz Redentora, cuya fuerza de salvación se hace presente en los Sacramentos de la Iglesia- encontraréis siempre la energía para mejorar el mundo, para hacerlo más digno del hombre, imagen de Dios, para hacerlo más alegre.

"Cristo en la Cruz: ésta es la única clave auténtica. En la Cruz, Él acepta el sufrimiento para hacernos felices; y nos enseña que, unidos a Él, también nosotros podemos dar un valor de salvación a nuestro sufrimiento, que así se transforma en gozo: en la alegría profunda del sacrificio por el bien de los demás y en la alegría de la penitencia de los pecados personales y los pecados del mundo.

"A la luz de la Cruz de Cristo, por tanto, no hay lugar para el temor al dolor, porque entendemos que en el dolor se manifiesta el amor: la verdad del amor, de nuestro amor a Dios y a todos los hombres" (15).

En el Antiguo Testamento ya había dicho el Señor por boca de Nehemías: No os entristezcáis, porque la alegría de Yahvé es vuestra fortaleza (16). En efecto, la alegría es uno de los más poderosos aliados que tenemos para alcanzar la victoria (17), un admirable remedio para todos los males. Este gran bien sólo lo perdemos por el alejamiento de Dios (el pecado, la tibieza, la desgana en el trato con Dios, el egoísmo de pensar en nosotros mismos), o cuando no aceptamos la Cruz, que nos llega de formas tan diversas: dolor, enfermedad, fracaso, contradicción, cambio de planes, humillaciones... La tristeza hace mucho daño en nosotros y a nuestro alrededor. Es una planta dañina que debemos arrancar en cuanto aparece: Anímate, pues, y alegra tu corazón, y echa lejos de ti la congoja; porque a muchos mató la tristeza. Y no hay utilidad alguna en ella (18).

En cualquier circunstancia que tienda a abatirnos podemos recuperar la alegría si sabemos abrir el corazón: hablar, airear el alma. Cuando acudimos a la oración o vamos con corazón contrito a la Confesión tomamos una actitud eficaz para encontrar el camino de la alegría, sobre todo cuando se perdió a causa del pecado o de descuidos culpables en el trato con el Señor. El olvido de sí mismo, el no andar excesivamente preocupados de las propias cosas, la humildad, en definitiva, es condición imprescindible para abrirnos a Dios como buenos hijos, fundamento de toda alegría verdadera. En la oración confiada -que es hablar con Dios- surgirá la aceptación de una contrariedad (quizá la causa oculta de ese estado triste), o la decisión de abrir el alma en la dirección espiritual -para decir aquello que nos preocupa-, o de ser generosos en eso que Dios nos pide y que quizá -por nuestras escasas luces- nos cuesta darle.

 

III. El apostolado que nos pide el Señor es, en buena parte, sobreabundancia de alegría sobrenatural y humana, trasmitir la alegría de estar cerca de Dios. Cuanto ésta "se derrama en los demás hombres, allí engendra esperanza, optimismo, impulsos de generosidad en la fatiga cotidiana, contagiando a toda la sociedad.

"Hijos míos -decía el Papa Juan Pablo II-, sólo si tenéis en vosotros esta gracia divina, que es alegría y paz, podréis construir algo válido para los hombres" (19).

Un campo importante, donde debemos sembrar mucha alegría, es en la familia. La nota dominante en el propio hogar ha de ser la sonrisa habitual -aunque estemos cansados, aunque tengamos asuntos que nos preocupen-, y entonces esta manera optimista, cordial, afable, de comportarnos es también "la piedra caída en el lago" (20), que provoca una onda más amplia, y ésta otra más: acaba creando un clima grato en el que es posible convivir y en el que, con naturalidad, se desarrolla un apostolado fecundo con los hijos, con los padres, con los hermanos... Por el contrario, un gesto adusto, intolerante, pesimista, reiterativo..., aleja a los demás de uno mismo y de Dios, crea nuevas tensiones y con facilidad se falta a la caridad. Dice Santo Tomás que nadie puede aguantar ni un solo día a una persona triste y desagradable; y, por tanto, todo hombre está obligado, por un cierto deber de honestidad, a convivir amablemente (con alegría) con los demás (21). Vencer los estados de ánimo, el cansancio, las preocupaciones personales, será siempre una mortificación muy grata al Señor.

Este espíritu alegre, optimista, sonriente, que tiene como fundamento hondo la filiación divina, hemos de extenderlo al trabajo, a los amigos, a los vecinos, a esas personas con las que quizá sólo vamos a tener un breve encuentro en la vida: al cliente que ya no veremos más, al enfermo que una vez sano ya no deseará ver al médico, a esa persona que nos ha preguntado la dirección de una calle... Se llevarán de nosotros un gesto cordial, y el haberles encomendado a su Ángel Custodio... Y muchos encontrarán en la alegría del cristiano el camino que conduce al Señor, que quizá de otra manera no hallarían.

"¡Cómo sería la mirada alegre de Jesús!: la misma que brillaría en los ojos de su Madre, que no puede contener su alegría -"Magnificat animamea Dominum!"- y su alma glorifica al Señor, desde que lo lleva dentro de sí y a su lado.

"¡Oh, Madre!: que sea la nuestra, como la tuya, la alegría de estar con Él y de tenerlo" (22). Junto a Ella hacemos hoy un "propósito sincero: hacer amable y fácil el camino a los demás, que bastantes amarguras trae consigo la vida" (23).

 

 

 

(1) Cfr. Prov 8, 30-31.- (2) Cfr. Mt 3, 17.- (3) Lc 2, 10.- (4) Cfr. Lc 2, 29-30.- (5) Cfr. Mt 2, 10.- (6) Jn 7, 46.- (7) Mc 9, 5.- (8) Cfr. Lc 24, 13-35.- (9) Cfr. Jn 16, 22.- (10) Lc 1, 46-47.- (11) Cfr. SANTO TOMAS, Suma Teológica, 2-2, q. 28, a. 4 ss.- (12) Jn 16, 22.- (13) Flp 4, 4.- (14) 2 Cor 7, 4.- (15) A. DEL PORTILLO, Homilía en la Misa para los participantes en el Jubileo de la juventud, 12-IV-1984.- (16) Neh 8, 10.- (17) Cfr. 1 Mac 3, 2 ss.- (18) Eclo 30, 24-25.- (19) JUAN PABLO II, Discurso 10-IV-1979.- (20) Cfr. J. ESCRIVA DE BALAGUER, Camino, n. 831.- (21) SANTO TOMAS, o. c., 2-2, q. 114, a. 2 ad 2.-(22) J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Surco, n. 95.-(23) Ibidem n. 63.