PASCUA. SEXTA SEMANA


DOMINGO

82. La esperanza del Cielo.

- Hemos sido creados para el Cielo. Fomentar la esperanza.

- Lo que Dios ha revelado sobre la vida eterna.

- La resurrección de los cuerpos. El pensamiento del Cielo nos debe llevar a una lucha decidida y alegre por alcanzarlo.

 

I. En estos cuarenta días que median entre la Pascua y la Ascensión del Señor, la Iglesia nos invita a tener los ojos puestos en el Cielo, nuestra Patria definitiva, a la que el Señor nos llama. Esta invitación se hace más apremiante cuando se acerca el día en que Jesús sube a la derecha del Padre.

El Señor había prometido a sus discípulos que después de un poco de tiempo estaría con ellos para siempre. Todavía un poco y el mundo ya no me verá, pero vosotros me veréis... (1) El Señor ha cumplido su promesa en estos días en que permanece junto a los suyos, pero esta presencia no se terminará cuando suba con su Cuerpo glorioso al Padre, pues con su Pasión y Muerte nos ha preparado un lugar en la casa del Padre, donde hay muchas moradas (2). De nuevo vendré -les dice- y os llevaré junto a mí para que donde yo estoy estéis también vosotros (3).

Los Apóstoles, que habían quedado entristecidos por la predicción de las negaciones de Pedro, son confortados con la esperanza del Cielo. La vuelta a la que hace referencia Jesús incluye su segunda venida al fin del mundo (4) y el encuentro con cada alma cuando se separe del cuerpo. Nuestra muerte será eso: el encuentro con Cristo, a quien hemos procurado servir a lo largo de nuestra vida. Él nos llevará a la plenitud de la gloria, al encuentro con su Padre celestial, que es también Padre nuestro. Allí, en el Cielo, donde tenemos preparado un lugar, nos espera Jesucristo, a quien tenemos presente y hablamos en nuestra oración, con el que hemos dialogado tantas veces.

Del trato habitual con Jesucristo nace el deseo de encontrarnos con Él. La fe lima muchas asperezas de la muerte. El amor al Señor cambia por completo el sentido de ese momento final que llegará para todos. "Los que se quieren, procuran verse. Los enamorados sólo tienen ojos para su amor. ¿No es lógico que sea así? El corazón humano siente esos imperativos. Mentiría si negase que me mueve tanto el afán de contemplar la faz de Jesucristo. Vultum tuum, Domine, requiram, buscaré, Señor, tu rostro" (5).

El pensamiento del Cielo nos ayudará a vivir el desprendimiento de los bienes materiales y a superar circunstancias difíciles. Es muy agradable a Dios que fomentemos esta esperanza teologal, que está unida a la fe y al amor, y en muchas ocasiones tendremos especial necesidad de ella. "A la hora de la tentación piensa en el Amor que en el cielo te aguarda: fomenta la virtud de la esperanza, que no es falta de generosidad" (6). También en los momentos en que el dolor y la tribulación arrecien, cuando cueste la fidelidad o la perseverancia en el trabajo o en el apostolado. ¡El premio es muy grande! Y está a la vuelta de la esquina, dentro de no mucho tiempo.

La meditación sobre el Cielo, hacia donde nos encaminamos, debe espolearnos para ser más generosos en nuestra lucha diaria, "porque la esperanza del premio conforta el alma para realizar las buenas obras" (7).

El pensamiento de ese definitivo encuentro de amor, al que somos llamados, nos ayudará a estar vigilantes en las cosas grandes y en las pequeñas, haciéndolas acabadamente, como si fueran las últimas antes de irnos al Padre.

 

II. No existen palabras para expresar, ni de lejos, lo que será nuestra vida en el Cielo que Dios ha prometido a sus hijos. Sabemos, como recientemente se ha recordado, que "estaremos con Cristo y veremos a Dios (cfr. 1 Jn 3, 2); promesa y misterio admirables en los que consiste esencialmente nuestra esperanza. Si la imaginación no puede llegar allí, el corazón llega instintiva y profundamente" (8).

Será una realidad dichosísima lo que ahora entrevemos por la revelación y que apenas podemos imaginar en nuestro ser actual. En el Antiguo Testamento se describe la felicidad del Cielo evocando la tierra prometida después de tan largo y duro caminar por el desierto. Allí, en la nueva y definitiva patria, se encuentran todos los bienes (9), allí se terminarán las fatigas de tan largo y difícil peregrinaje.

El Señor nos habló de muchas maneras de la incomparable felicidad de quienes en este mundo amen con obras a Dios. La eterna bienaventuranza es una de las verdades que con más insistencia predicó nuestro Señor: La voluntad de mi Padre, que me ha enviado -declara-, es que yo no pierda a ninguno de los que me ha dado, sino que los resucite a todos en el último día. Por tanto, la voluntad de mi Padre... es que todo aquel que ve al Hijo, y cree en Él, tenga vida eterna, y yo le resucitaré en el último día (10). Oh Padre, dirá en la Ultima Cena, yo deseo ardientemente que aquellos que Tú mes has dado estén conmigo allí donde yo estoy, para que contemplen mi gloria, que Tú me has dado, porque Tú me amaste antes de la creación del mundo (11).

La bienaventuranza eterna es comparada a un banquete que Dios prepara para todos los hombres, en el que quedarán saciadas todas las ansias de felicidad que lleva en el corazón el ser humano (12).

Los Apóstoles nos hablan frecuentemente de esa felicidad que esperamos. San Pablo enseña que ahora vemos a Dios como en un espejo y bajo imágenes oscuras; pero entonces le veremos cara a cara (13), y que la alegría y la felicidad allí son indescriptibles (14).

La felicidad de la vida eterna consistirá ante todo en la visión directa e inmediata de Dios. Esta visión no es sólo un perfectísimo conocimiento intelectual, sino también comunión de vida con Dios, Uno y Trino. Ver a Dios es encontrarse con Él, ser felices en Él. De la contemplación amorosa de las Tres divinas Personas se seguirá en nosotros un gozo ilimitado. Todas las exigencias de felicidad y de amor de nuestro pobre corazón quedarán colmadas, sin término y sin fin. "Vamos a pensar lo que será el Cielo. Ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó a hombre por pensamiento cuáles cosas tiene Dios preparadas para los que le aman. ¿Os imagináis qué será llegar allí, y encontrarnos con Dios, y ver aquella hermosura, aquel amor que se vuelca en nuestros corazones, que sacia sin saciar? Yo me pregunto muchas veces al día: ¿qué será cuando toda la belleza, toda la bondad, toda la maravilla infinita de Dios se vuelque en este pobre vaso de barro que soy yo, que somos todos nosotros? Y entonces me explico bien aquello del Apóstol: ni ojo vio, ni oído oyó... Vale la pena, hijos míos, vale la pena" (15).

 

III. Además del inmenso gozo de contemplar a Dios, de ver y de estar con Jesucristo glorificado, existe una bienaventuranza accidental, por la que gozaremos de los bienes creados que responden a nuestras aspiraciones. La compañía de las personas justas que más hemos querido en este mundo: familia, amigos; y también la gloria de nuestros cuerpos resucitados, porque nuestro cuerpo resucitado será numérica y específicamente idéntico al terreno: es preciso -indica San Pablo- que "este" ser corruptible se revista de incorruptibilidad, y que "este" ser mortal se revista de inmortalidad (16). "Este", el nuestro, no otro semejante o muy parecido. "Importa mucho -afirma el Catecismo Romano- estar persuadidos de que este mismo cuerpo, y sin duda el mismo cuerpo que ha sido propio de cada uno, aunque se haya corrompido y reducido a polvo, sin embargo de eso ha de resucitar" (17). Y San Agustín afirma con toda claridad: "Resucitará esta carne, la misma que muere y es sepultada (...). La carne que ahora enferma y padece dolores, esa misma ha de resucitar" (18). Nuestra personalidad seguirá siendo la misma, y tendremos el propio cuerpo, pero revestido de gloria y esplendor, si hemos sido fieles. Nuestro cuerpo tendrá las cualidades propias de los cuerpos gloriosos: agilidad y sutileza -es decir, no estar sometidos a las limitaciones del espacio y del tiempo-, la impasibilidad -no habrá ya muerte, ni llanto ni gemido, ni habrá más dolor...; ni tendrán ya más hambre, ni más sed..., enjugará Dios toda lágrima de sus ojos (19)-, la claridad, la belleza.

"Creo en la resurrección de la carne", confesamos en el Símbolo Apostólico. Nuestros cuerpos en el Cielo tendrán características diferentes de las actuales, pero seguirán siendo cuerpos y ocuparán un lugar (20), como ahora el Cuerpo glorioso de Cristo y el de la Virgen. No sabemos cómo ni dónde está ni cómo se forma ese lugar. La tierra de ahora se habrá transfigurado: vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra habrán desaparecido... he aquí que hago todas las cosas nuevas (21). Muchos Padres y Doctores de la Iglesia, y también muchos santos, piensan que la renovación de todo lo creado se desprende de la misma revelación.

El recuerdo del Cielo, próxima ya la fiesta de la Ascensión del Señor, nos debe llevar a una lucha decidida y alegre por quitar los obstáculos que se interpongan entre nosotros y Cristo, nos impulsa a buscar sobre todo los bienes que perduran y a no desear a toda costa los consuelos que acaban.

Pensar en el Cielo da una gran serenidad. Nada aquí es irreparable, nada es definitivo, todos los errores pueden ser reparados. El único fracaso definitivo sería no acertar con la puerta que lleva a la Vida. Allí nos espera también la Santísima Virgen.

 

 

 

(1) Jn 14, 19-20.- (2) Cfr. Jn 14, 2.- (3) Jn 14, 3.- (4) Cfr. 1 Cor 4, 5; 11, 26; 1 Jn 2, 28.- (5) J. ESCRIVA DE BALAGUER, en Hoja informativa, n. 1, de su proceso de beatificación, p. 5.- (6) IDEM, Camino, n. 139.- (7) SAN CIRILO DE JERUSALÉN, Catequesis, 348, 18, 1.- (8) S. C. PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Carta sobre algunas cuestiones referentes a la escatología, 17-V-1979.- (9) Cfr. Ex 3, 17.- (10) Jn 3, 40.- (11) Jn 17, 24.- (12) Cfr. Lc 13, 29; 14, 15.- (13) 1 Cor 13, 12.- (14) 1 Cor 2, 9.- (15) J. ESCRIVA DE BALAGUER, en Hoja informativa, n. 1, de su proceso de beatificación, p. 5.- (16) 1 Cor 15, 53.- (17) Catecismo Romano, parte I, cap. XI, nn. 7-9; Cfr. S. C. PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Declaración acerca de la traducción del artículo "carnis resurrectionem" del Símbolo Apostólico, 14-XII-1983.- (18) SAN AGUSTIN, Sermón 264, 6 .- (19) Cfr. Apoc 21, 3 ss.- (20) Cfr. M. SCHMAUS, Teología dogmática, vol. VII: Los Novísimos, Rialp, Madrid 1961, p. 514.- (21) Cfr. Apoc 21, 1 ss.

 

 

PASCUA. SEXTA SEMANA. LUNES

83. Los Dones del Espíritu Santo.

- Las virtudes sobrenaturales y los dones del Espíritu Santo.

- Los siete dones. Su influencia en la vida cristiana.

- Decenario al Espíritu Santo.

 

I. Vivimos rodeados de regalos de Dios. Todo lo bueno que tenemos, las cualidades del alma y del cuerpo..., todo son dones del Señor para que nos ayuden a ser felices en esta vida y alcancemos con ellos el Cielo. Pero fue sobre todo en el momento de nuestro Bautismo cuando nuestro Padre Dios nos llenó de bienes incontables. Borró la mancha del pecado original en nuestra alma. Nos enriqueció con la gracia santificante, por la que nos hacía partícipes de su misma vida divina y nos constituía en hijos suyos. Nos hizo miembros de su Iglesia.

Junto con la gracia, Dios adornó nuestra alma con las virtudes sobrenaturales y los dones del Espíritu Santo. Las virtudes nos dan el poder, la capacidad de actuar de una manera sobrenatural, de juzgar el mundo y los acontecimientos desde un punto de vista más alto, desde la fe, y de portarnos como verdaderos hijos de Dios. Nos dan la posibilidad de conocer íntimamente a Dios, de amarle como Él se ama, y de realizar obras meritorias para la vida eterna. Bajo el influjo de estas virtudes nuestro trabajo, aunque humanamente parezca de escaso relieve, se convierte en un tesoro de méritos para el Cielo.

Las virtudes sobrenaturales nos dan la capacidad, de manera semejante a como las piernas nos permiten caminar y los ojos contemplar el mundo que nos rodea. Con todo, no basta tener piernas para emprender un viaje, ni ojos para contemplar un cuadro. Es necesaria la cooperación de nuestra libertad, nuestro querer y nuestro esfuerzo para ponernos en camino en el caso del viaje, y poner la atención necesaria para captar la belleza de un cuadro.

Los dones del Espíritu Santo son un nuevo regalo que Dios otorga al alma para que pueda realizar de modo más perfecto y como sin esfuerzo las obras buenas en las que se manifiesta el amor a Dios, la santidad (1): presencia de Dios, caridad, ofrecimiento del trabajo, pequeñas mortificaciones a lo largo del día.

El alma es investida "de un aumento de fuerza, se hace apta para obedecer con mayor facilidad y prontitud a la llamada y a los impulsos del Espíritu. Es tanta la eficacia de estos dones, que conducen al hombre a las más altas cimas de la santidad; y tanta su excelencia, que perseveran intactos, aunque más perfectos, en el reino celestial. Merced a ellos, el Espíritu Santo nos mueve a desear y nos empuja a conseguir las bienaventuranzas evangélicas, que son como flores abiertas en la primavera, como indicio y presagio de la eterna bienaventuranza" (2).

Los dones del Espíritu Santo van conformando nuestra vida según las maneras y modos propios de un hijo de Dios, nos dan una finura y sensibilidad mayor para oír y poner en práctica las mociones e inspiraciones del Paráclito, que así va gobernando con prontitud y facilidad nuestra vida, que entonces se guía por el querer de Dios, y no por nuestros gustos y caprichos.

Hoy le pedimos al Espíritu Santo que doblegue en nosotros lo que es rígido, particularmente la rigidez de la soberbia; que caliente en nosotros lo que es frío, la tibieza en el trato con Dios; que enderece lo extraviado (3), porque son muchos los apegamientos terrenos, el peso de los pecados pasados, la flaqueza de la voluntad, la ignorancia de lo que en tantas ocasiones sería más grato a Dios... De aquí provienen los fracasos y debilidades, los cansancios y derrotas. Por eso, le pedimos en nuestra oración que arranque de nuestra alma "el peso muerto, resto de todas las impurezas, que le hace pegarse al suelo (...); para que suba hasta la Majestad de Dios, a fundirse en la llamarada viva de Amor, que es Él" (4).

 

II. Cuando venga el Paráclito, que os enviaré desde el Padre, el Espíritu de la Verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí (5). El Evangelio de la Misa recoge este nuevo anuncio del Señor, y la liturgia de la Iglesia nos invita de muchas maneras a preparar nuestras almas a la acción del Espíritu Santo.

La lucha decidida contra todo pecado venial deliberado nos dispone para recibir la luz y la protección del Paráclito a través de sus dones. La claridad que recibimos en la inteligencia nos hace conocer y comprender las cosas divinas; la ayuda que alcanza nuestra voluntad nos permite aprovechar con eficacia las oportunidades de realizar el bien que se nos presentan cada día y rechazar las tentaciones de todo aquello que nos alejaría de Dios.

El don de inteligencia nos descubre con mayor claridad las riquezas de la fe; el don de ciencia nos lleva a juzgar con rectitud de las cosas creadas y a mantener nuestro corazón en Dios y en lo creado en la medida en que nos lleve a Él; el don de sabiduría nos hace comprender la maravilla insondable de Dios y nos impulsa a buscarle sobre todas las cosas y en medio de nuestro trabajo y de nuestras obligaciones; el don de consejo nos señala los caminos de la santidad, el querer de Dios en nuestra vida diaria, nos anima a seguir la solución que más concuerda con la gloria de Dios y el bien de los demás; el don de piedad nos mueve a tratar a Dios con la confianza con la que un hijo trata a su Padre; el don de fortaleza nos alienta continuamente y nos ayuda a superar las dificultades que sin duda encontramos en nuestro caminar hacia Dios; el don de temor nos induce a huir de las ocasiones de pecar, a no ceder a la tentación, a evitar todo mal que pueda contristar al Espíritu Santo (6), a temer radicalmente separarnos de Aquel a quien amamos y constituye nuestra razón de ser y de vivir.

En estos días en que nos preparamos para celebrar el envío solemne del Espíritu Santo sobre la Iglesia, representada por los Apóstoles reunidos en el Cenáculo, junto a Santa María, Madre de Dios, pedimos insistentemente que seamos dóciles a la acción del Paráclito en nuestra alma y que no cese su acción y sus inspiraciones sobre los hombres de esta época nuestra, "particularmente sedienta del Espíritu Santo" (7) y tan necesitada de su protección y de su ayuda. Le decimos: Ven, Espíritu Santo, y envía desde el cielo un rayo de tu luz.

Ven, padre de los pobres; ven dador de las gracias; ven, lumbre de los corazones (...). Concede a tus fieles, que en Ti confían, tus siete sagrados dones. Dales el mérito de la virtud, dales el puerto de la salvación, dales el eterno gozo (8).

 

III. Para aumentar la devoción al Espíritu Santo, empecemos por practicar las virtudes humanas y cristianas, en el trabajo y en la convivencia diaria. Si el cristiano "lucha por adquirir estas virtudes, su alma se dispone a recibir eficazmente la gracia del Espíritu Santo (...). La Tercera Persona de la Trinidad Beatísima -dulce huésped del alma (Secuencia Veni, Sancte Spiritus)- regala sus dones: don de sabiduría, de entendimiento, de consejo, de fortaleza, de ciencia, de piedad, de temor de Dios (Cfr. Is 11, 2)" (9).

El Espíritu Santo desea -como nunca podremos nosotros llegar a quererlo- darnos sus dones en tal abundancia que formen un río impetuoso en nuestra vida sobrenatural y que produzcan en nosotros sus admirables frutos. Sólo espera que quitemos los posibles obstáculos de nuestra alma, que le pidamos a Él mismo más deseos de purificación, que le digamos desde lo más hondo: Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles, y enciende en ellos el fuego de tu Amor. No desea otra cosa que llenarnos de su gracia y de sus dones. Si vosotros -decía el Señor-, siendo malos, sabéis dar buenos regalos a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que le piden? (10).

A lo largo de estos días en los que preparamos la fiesta de Pentecostés debemos rogar con humildad al Padre de las luces (11) que envíe a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, el cual nos hace exclamar: Abba! ¡Padre! (12). Debemos pedir a Cristo que, desde el seno del Padre, mande al que es Consolador óptimo, dulce Huésped del alma, dulce refrigerio (13).

En el Decenario que comenzaremos después de la solemnidad de la Ascensión, queremos disponernos para ser más dóciles a las gracias que continuamente nos otorga el Paráclito. Pidámosle cada uno de sus dones para ser buenos instrumentos suyos en la familia, en nuestras ocupaciones, en la sociedad. "Camino seguro de humildad es meditar cómo, aun careciendo de talento, de renombre y de fortuna, podemos ser instrumentos eficaces, si acudimos al Espíritu Santo para que nos dispense sus dones.

"Los Apóstoles, a pesar de haber sido instruidos por Jesús durante tres años, huyeron despavoridos ante los enemigos de Cristo. Sin embargo, después de Pentecostés, se dejaron azotar y encarcelar, y acabaron dando la vida en testimonio de su fe" (14).

Nuestra fidelidad a las inspiraciones y gracias que recibimos del Espíritu Santo se concretará, en muchas ocasiones, a la docilidad en la dirección espiritual, con un esfuerzo diario para sacar adelante las metas y sugerencias que nos señalan.

Acercarse a la Virgen, Esposa de Dios Espíritu Santo, es un modo seguro de disponer nuestra alma a los nuevos dones que el Paráclito quiera darnos.

 

 

 

(1) Cfr. SANTO TOMAS, Suma Teológica, 1-2, q. 68, a. 1.- (2) LEON XIII, Enc. Divinum illud munus, 9-V-1897, 12.- (3) Cfr. Secuencia del Domingo de Pentecostés.- (4) Cfr. J. ESCRIVA DE BALAGUER, Camino, n. 886.- (5) Jn 15, 26.- (6) Ef 4, 30.- (7) JUAN PABLO II, Enc. Redemptor hominis, 4-III-1979.- (8) Secuencia de la Misa de Pentecostés .- (9) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Amigos de Dios, 92.- (10) Lc 11, 13.- (11) Sant 1, 17.- (12) Gal 4, 6.- (13) Secuencia de la Misa de Pentecostés. - (14) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Surco, n. 283.

 

 

PASCUA. SEXTA SEMANA. MARTES

84. Mayo, el mes de María.

- La devoción a la Virgen atrae la misericordia divina. Amor de todo el pueblo cristiano.

- El mes de mayo.

- Las romerías. Sentido penitencial y apostólico.

 

I. "Mes de sol y de flores (...), mes de María, coronando el tiempo pascual. Desde el Adviento nuestro pensamiento había seguido a Jesús; ahora que se ha hecho en nuestra alma la gran paz que sigue a la Resurrección, ¿cómo no volvernos hacia aquella que nos lo ha dado? "Ha aparecido sobre la tierra para preparar su venida; ha vivido a su sombra, hasta el punto de que no la vemos intervenir en el Evangelio más que como Madre de Jesús, siguiéndole, velando por Él, y cuando Jesús nos deja, Ella desaparece suavemente.

"Ella desaparece, pero queda en la memoria de los pueblos, porque le debemos a Jesús..." (1).

Como en otras ocasiones, Jesús se encuentra hablando de los misterios del reino de Dios. Las gentes le rodean, le miran y guardan un profundo silencio. De pronto, inesperadamente, una mujer grita con toda su alma: ¡Bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te criaron¡ (2).

La profecía contenida en el Magníficat comienza a cumplirse: ...me llamarán bienaventurada todas las generaciones (3), había manifestado la Virgen, movida por el Espíritu Santo. Y en esta ocasión, una mujer, con la frescura del pueblo, ha comenzado lo que no terminará hasta el final del mundo. Aquellas palabras de Santa María en los comienzos de su vocación tendrían su más acabado cumplimiento a través de los siglos: poetas, intelectuales, reyes y guerreros, artesanos, madres de familia, hombres y mujeres, de edad madura y niños que apenas han aprendido a hablar; en el campo, en la ciudad, en la cima de los montes, en las fábricas y en los caminos; en situaciones de dolor y de alegría, en momentos trascendentales (¡cuántos millones de cristianos han entregado su alma a Dios mirando una imagen de la Virgen, o recitando con sus labios o sólo en su pensamiento el dulce nombre de María!), o sencillamente al doblar una esquina en la que apenas se distingue una imagen de la Señora; en tantas y en tan diversas situaciones, millares de voces, en lenguas diversísimas, han cantado las alabanzas a la Madre de Dios. Es un clamor ininterrumpido en toda la tierra, que atrae cada día la misericordia de Dios sobre el mundo, y que no se explica sino por un expreso querer divino. "Desde los tiempos más antiguos -recuerda el Concilio Vaticano II- la Bienaventurada Virgen María es honrada con el título de Madre de Dios, a cuyo amparo acuden los fieles, en todos sus peligros y necesidades, con sus oraciones" (4).

Todo el pueblo cristiano ha sabido siempre llegar a Dios a través de su Madre. Con una experiencia constante de sus gracias y favores la ha llamado Omnipotencia suplicante, y ha encontrado en Ella el atajo -"senda por donde se abrevia el camino"- para llegar a Dios. El amor ha inventado numerosas formas para tratarla y honrarla. La Iglesia ha fomentado y bendecido constantemente esta devoción a Santa María como camino seguro para llegar hasta el Señor, "porque María es siempre camino que conduce a Cristo. Todo encuentro con Ella no puede menos que terminar en un encuentro con Cristo mismo. ¿Y qué otra cosa significa el continuo recurso a María sino buscar entre sus brazos, en Ella, por Ella y con Ella a Cristo, Nuestro Salvador, a quien los hombres -en los desalientos y peligros de aquí abajo- tienen el deber y experimentan la necesidad de dirigirse como a puerto de salvación y fuente trascendente de la vida?" (5).

 

II. En este mes de mayo muchos buenos cristianos tienen singulares manifestaciones de piedad a la Virgen Santa María, que alegran todos los días del mes. Siguen de cerca aquella recomendación del Concilio Vaticano II: "ofrezcan todos los fieles súplicas insistentes a la Madre de Dios y Madre de los hombres, para que Ella, que estuvo presente con sus oraciones en las primicias de la Iglesia, también ahora, ensalzada en el cielo sobre todos los santos y los ángeles, interceda ante su Hijo" (6). Y en otro lugar: "tengan muy en consideración las prácticas y los ejercicios de piedad hacia Ella recomendados por el Magisterio a lo largo de los siglos" (7).

Preguntémonos hoy en nuestra oración qué propósitos tenemos y cómo los estamos llevando a cabo para tratar a Nuestra Madre Santa María a lo largo de este mes en que tradicionalmente los cristianos honran más especialmente a la Virgen.

La dedicación a la Virgen en el mes de mayo nació del amor, que siempre buscó nuevas maneras de expresarse, y de la reacción contra las costumbres paganas que existían en muchos lugares en el "mes de las flores". Entre las Cantigas de Santa María del Rey sabio existe una que comienza con las palabras: "¡Bienvenido mayo!...". En ella, Alfonso X exalta ya el retorno de mayo porque nos invita a rogar con más honor a María, para que nos libre del mal y nos colme de bienes.

En nuestros días, los cristianos, que queremos estar siempre muy cerca de Ella, le ofrecemos especiales obsequios durante el mes: romerías, visitas a alguna iglesia a Ella dedicada, pequeños sacrificios en su honor, ofrecimiento del estudio o del trabajo bien acabado, el rezo más atento del Santo Rosario... "De una manera espontánea, natural, surge en nosotros el deseo de tratar a la Madre de Dios, que es también Madre nuestra. De tratarla como se trata a una persona viva: porque sobre Ella no ha triunfado la muerte, sino que está en cuerpo y alma junto a Dios Padre, junto a su Hijo, junto al Espíritu Santo (...).

"¿Cómo se comportan un hijo o una hija normales con su madre? De mil maneras, pero siempre con cariño y con confianza. Con un cariño que discurrirá en cada caso por cauces determinados, nacidos de la vida misma, que no son nunca algo frío, sino costumbres entrañables de hogar, pequeños detalles diarios, que el hijo necesita tener con su madre y que la madre echa de menos si el hijo alguna vez los olvida: un beso o una caricia al salir o al volver a casa, un pequeño obsequio, unas palabras expresivas.

"En nuestras relaciones con Nuestra Madre del Cielo hay también esas normas de piedad filial, que son el cauce de nuestro comportamiento habitual con Ella. Muchos cristianos hacen propia la costumbre antigua del escapulario; o han adquirido el hábito de saludar -no hace falta la palabra, el pensamiento basta- las imágenes de María que hay en todo hogar cristiano o que adornan las calles de tantas ciudades; o viven esa oración maravillosa que es el Santo Rosario, en el que el alma no se cansa de decir siempre las mismas cosas, como no se cansan los enamorados cuando se quieren, y en el que se aprende a revivir los momentos centrales de la vida del Señor; o acostumbran dedicar a la Señora un día de la semana (el sábado) (...), ofreciéndole alguna pequeña delicadeza y meditando más especialmente en su maternidad" (8).

 

III. Una manifestación tradicional de amor a nuestra Madre es la romería a un santuario o ermita de la Virgen, con carácter penitencial -expresado quizá en un pequeño sacrificio: ir andando desde un lugar oportuno, vivir algunos detalles de sobriedad que cuesten sacrificio...- y con sentido apostólico, procurando acercar más a Dios a aquellas personas que nos acompañan, y rezando con particular piedad el Santo Rosario.

La romería puede ser un momento muy oportuno para hacer un apostolado fecundo con nuestros amigos. En esos santuarios y ermitas, miles de personas han encontrado gracias ordinarias y extraordinarias de la Madre de Dios: unos han comenzado una vida nueva, después de realizar una buena Confesión de sus pecados, quizá después de muchos años; otros han vislumbrado la llamada del Señor a una entrega más plena al servicio de Dios y de las almas; otros han encontrado ayuda para salir adelante de dificultades graves del alma o del cuerpo... Nadie se marchó nunca de esos lugares con las manos vacías. Pablo VI señalaba cómo la Providencia, "por caminos frecuentemente admirables, ha distinguido a los santuarios marianos con un sello particular" (9).

A estos lugares, pequeños o grandes, donde hay una especial presencia de la Virgen acuden personas para dar gracias, para alabar a María, para pedir (¡cuántas veces Santa María habrá escuchado allí peticiones urgentes y esperanzadas!) y también para recomenzar de nuevo después de haber vivido quizá lejos de Dios. Porque, como dice Juan Pablo II, la herencia de fe mariana de tantas generaciones no es en esos lugares marianos mero recuerdo de un pasado, sino punto de partida hacia Dios. "Las oraciones y sacrificios ofrecidos, el latir vital de un pueblo, que expresa ante María sus seculares gozos, tristezas y esperanzas, son piedras nuevas que elevan la dimensión sagrada de una fe mariana. Porque en esa continuidad religiosa, la virtud engendra nueva virtud. La gracia atrae gracia" (10).

Estas metas de peregrinación, que se remontan a los primeros siglos, son hoy incontables y están esparcidas por toda la tierra. Han sido fruto de la piedad y del amor de los cristianos hacia su Madre a través de los siglos. Preparemos nosotros en la oración nuestra romería, con sentido apostólico, con carácter penitencial (que facilita la oración y la eleva con más prontitud a Dios) y con una gran devoción mariana, expresada en el rezo lleno de piedad del Santo Rosario. No olvidemos que nosotros estamos cumpliendo ahora aquella profecía que un día hiciera nuestra Señora: Me llamarán bienaventurada todas las generaciones... No olvidemos en este mes tener, cada día, singulares muestras de amor con Nuestra Señora.

 

 

 

(1) J. LECLERQ, Siguiendo el año litúrgico, Rialp, Madrid 1957, pp. 215-216.- (2) Lc 11, 27.- (3) Lc, 1, 48.- (4) CONC. VAT. II, Const. Lumen gentium, 66.- (5) PABLO VI, Enc. Mense maio, 29-IV-1965.- (6) CONC. VAT. II, Const. Lumen gentium, 69.- (7) Ibídem, 67.- (8) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 142.- (9) PABLO VI, Carta a los Rectores de los santuarios marianos, 1-V-1971.- (10) JUAN PABLO II, Homilía en Zaragoza, 6-XI-1982.

 

 

PASCUA. SEXTA SEMANA. MIÉRCOLES

85. Los frutos en el apostolado.

- Anunciar íntegra la doctrina de Jesucristo. El ejemplo de San Pablo y de los primeros cristianos.

- Sembrar siempre; los frutos los da Dios. Constancia en el apostolado.

- El puesto singular de la mujer en la evangelización de la familia.

 

I. La lectura de la Misa nos muestra el espíritu apostólico de San Pablo en medio de un mundo pagano. En Atenas, en el Areópago, el Apóstol predica la esencia de la fe cristiana teniendo en cuenta la mentalidad y la ignorancia de los oyentes, pero sin omitir las verdades fundamentales. Conocía bien que la doctrina que predicaba chocaría fuertemente en los oídos de los atenienses, pero no la adapta, deformándola, para hacerla más "comprensible". De hecho, al oír resurrección de los muertos, unos lo tomaban a broma y otros dijeron, mientras le abandonaban: De esto te oiremos hablar en otra ocasión (1).

San Pablo se marchó de allí y se dirigió a Corinto. Mucho tiempo después todavía tenía en su alma el suceso del Areópago, "ante unos atenienses que eran amigos de los nuevos sermones, pero que no hacían caso de ellos ni se preocupaban de su contenido: sólo les interesaba tener algo nuevo de qué hablar" (2). A nosotros nos recuerda hoy este pasaje que el cristiano ha de enseñar la doctrina de Cristo, la única que salva, y no la más popular, la que podría tener más "éxito" en sentido humano, la que podría estar en consonancia con la moda del momento o con los gustos de los tiempos o de los pueblos.

Los Apóstoles predicaron la integridad del Evangelio, y así lo ha hecho también la Iglesia a través de los siglos. "Todas las verdades y todos los preceptos de Cristo, incluso los más exigentes, sin callar o desvirtuar nada, fueron las cosas enseñadas por San Pablo. Habló de la humildad, de la abnegación, de la castidad, del desprendimiento de las cosas terrenas, de la obediencia... Y no temió dejar bien claro que es necesario elegir entre el servicio de Dios y el servicio de Belial, porque no es posible servir a los dos. Que todos, después de la muerte, habrán de someterse a un juicio tremendo. Que nadie puede mercadear con Dios. Que sólo se puede esperar la vida eterna si se observan las leyes divinas. Que si se incumplen estas leyes haciendo concesiones a los placeres, no se puede esperar más que el fuego eterno... Jamás el Predicador de la verdad pensó que tenía que omitir estos temas porque podían parecer demasiado duros a quienes le escuchaban, dada la corrupción de aquellos tiempos" (3). Igual nosotros.

Quien anuncia a Cristo tendrá que acostumbrarse a ser impopular en ocasiones, a no tener "éxito" en sentido humano, a ir contra corriente, sin ocultar los aspectos de la doctrina de Cristo que resultan más exigentes: sentido de la mortificación, honradez y honestidad en los negocios y en el desarrollo de la actividad profesional, generosidad en el número de hijos, castidad y pureza en el matrimonio y fuera de él, valor de la virginidad y del celibato por amor a Cristo... Porque no tenemos otras recetas para curar a este mundo enfermo: "¿Desde cuándo un médico da medicinas inútiles a sus pacientes, porque tiene miedo de prescribir las que son útiles?" (4).

En un mundo que se presenta en muchos aspectos alejado de Dios y del pensamiento cristiano, "se impone a todos los cristianos la dulcísima obligación de trabajar para que el mensaje divino de la revelación sea conocido y aceptado por todos los hombres de cualquier lugar de la tierra" (5). La primera obligación será, de ordinario, orientar nuestro apostolado hacia las personas que Dios ha puesto a nuestro lado, a los que están más cerca, a los que tratamos con frecuencia. Y siempre con oportunidad, haciendo amable y atrayente la doctrina del Señor. Porque tampoco se atrae a los demás a la fe siendo intemperantes o intempestivos, sino con afecto, con bondad, con paciencia.

 

II. El Señor, de forma muchas veces insospechada, hace fructificar nuestra oración y nuestros esfuerzos: Mis elegidos no trabajarán en vano (6), nos ha prometido. Y en la Antífona de comunión leemos hoy las consoladoras palabras del Señor: Soy yo quien os he elegido del mundo y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure (7).

La misión apostólica unas veces es siembra, sin frutos visibles, y otras recolección, quizá de lo que otros sembraron con su palabra, con su dolor oculto desde la cama de un hospital, o desde un trabajo escondido y sin brillo. En ambos casos, el Señor quiere que se alegren juntamente el sembrador y el segador (8).

Si los frutos tardaran en llegar o nos asaltara la tentación de juzgar el valor de nuestros esfuerzos por sus resultados inmediatos, no debemos olvidar que en ocasiones no veremos las espigas granadas; otros las recolectarán. Nos pide el Señor que sembremos sin descanso y que experimentemos la alegría del labrador, seguro de que ya brotará algún día la semilla que arrojó al surco. Así evitaremos el desánimo, síntoma muchas veces de falta de rectitud de intención, de no estar trabajando para el Señor, sino para afirmar nuestro yo. Lo que nosotros no podamos acabar, otros lo terminarán.

No pretendamos tampoco arrancar el fruto antes de que esté maduro. "No estropeemos la flor abriéndola con nuestros dedos. La flor se abrirá y el fruto madurará en la estación y en la hora que sólo Dios sabe. A nosotros nos toca sembrar, regar... y esperar" (9). La constancia y la paciencia son virtudes esenciales para toda tarea apostólica; ambas son manifestaciones de la virtud de la fortaleza.

El hombre paciente se parece al sembrador, que cuenta con el ritmo propio de la naturaleza y sabe realizar cada faena en el tiempo oportuno: el arado, la siembra, el riego, el abonado, la escarda, la recolección: una serie de tareas previas, antes de ver la harina dispuesta para el pan que alimentará a toda la familia. El impaciente querría comer sin sembrar. Si abandonáramos la lucha por la propia santidad y la de los demás porque no viéramos resultados, estaríamos manifestando una visión demasiado humana de nuestro quehacer apostólico, que contrasta abiertamente con la figura paciente de Jesús. Él sabe esperar días, semanas, meses y años antes de la conversión del pecador. Las almas necesitan un tiempo que nosotros no sabemos calcular. Hagamos bien la siembra y luego seamos pacientes; pidamos fortaleza para ser constantes.

 

III. De la predicación de San Pedro durante su estancia en Atenas surgió la primera comunidad cristiana en aquella ciudad: Algunos se le juntaron, entre ellos Dionisio el Areopagita, una mujer llamada Dámaris y algunos más (10). Fueron la primera semilla plantada por el Espíritu Santo, de la que surgirían luego muchos hombres y mujeres fieles a Cristo.

La mujer convertida aparece consignada con su nombre: Dámaris. Es una de las numerosas mujeres que aparecen en el libro de los Hechos de los Apóstoles, como manifestación clara de que la predicación del Evangelio era universal. Los Apóstoles siguieron en todo el ejemplo del Señor, quien, a pesar de los prejuicios de la época, dirigió a mujeres y a hombres por igual el anuncio del Reino (11).

San Lucas también nos ha dejado escrito que la evangelización de Europa se inició por una madre de familia, Lidia, quien comenzó enseguida su tarea apostólica por su propia familia, consiguiendo que recibieran el Bautismo todos los de su casa (12). También entre los samaritanos fue una mujer la primera que recibió el mensaje de Cristo, y la primera que lo difundió entre los de su ciudad (13).

El Evangelio nos muestra cómo las mujeres siguen y sirven al Señor, cómo están al pie de la Cruz y son las primeras junto al sepulcro vacío. No encontramos en ellas el menor signo de hipocresía en el trato con el Señor, ni injurias o deserciones.

San Pablo tuvo una profunda visión del papel que la mujer cristiana había de desempeñar como madre, esposa y hermana en la propagación del cristianismo. Se refleja en el tratamiento que les concede en su predicación y en sus cartas. Algunas de ellas son especialmente señaladas con agradecimiento por la ayuda sacrificada que le prestaron en su tarea evangelizadora.

En todas las épocas, también en la nuestra, la mujer desempeña un papel extraordinario en el apostolado y en la custodia de la fe. "La mujer está llamada a llevar a la familia, a la sociedad civil, a la Iglesia, algo característico, que le es propio y que sólo ella puede dar: su delicada ternura, su generosidad incansable, su amor por lo concreto, su agudeza de ingenio, su capacidad de intuición, su piedad profunda y sencilla, su tenacidad..." (14). La Iglesia espera de la mujer un compromiso y un testimonio en favor de todo aquello que constituye la verdadera dignidad de la persona humana y su felicidad más profunda.

Cuando estas cualidades, con las que Dios ha dotado a la personalidad de la mujer, son desarrolladas y actualizadas, "su vida y su trabajo serán realmente constructivos y fecundos, llenos de sentido, lo mismo si pasa el día dedicada a su marido y a sus hijos que si, habiendo renunciado al matrimonio por alguna razón noble, se ha entregado de lleno a otras tareas. Cada una en su propio camino, siendo fiel a la vocación humana y divina, puede realizar y realiza de hecho la plenitud de la personalidad femenina. No olvidemos que Santa María, Madre de Dios y Madre de los hombres, es no sólo modelo, sino también prueba del valor trascendente que puede alcanzar una vida en apariencia sin relieve" (15). A Ella le pedimos por los frutos de esa labor de la mujer en la familia, en la sociedad, en la Iglesia, y que haya siempre abundantes vocaciones de entrega a Dios.

 

 

 

(1) Hech 17, 32.- (2) SAN JUAN CRISOSTOMO, Homilías sobre los Hechos de los Apóstoles, 39.- (3) BENEDICTO XV, Enc. Humanum genus .- (4) Ibídem .- (5) CONC. VAT. II, Decr. Apostolicam actuositatem, 2.- (6) Is 65, 23.- (7) Jn 15, 16-19.- (8) Cfr. Jn 4, 36.- (9) G. CHEVROT, El pozo de Sicar, Rialp, Madrid 1981, p. 4.- (10) Hech 17, 34.- (11) Cfr. SAGRADA BIBLIA, Hechos de los Apóstoles, EUNSA, Pamplona 1984, p. 285.- (12) Cfr. Hech 16, 14.- (13) Cfr. Jn 4, 1 ss.- (14) Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, 87.- (15) Ibídem.

 

 

PASCUA. SEXTA SEMANA. VIERNES. DECENARIO AL ESPIRITU SANTO

87. El Don de Entendimiento.

- Mediante este don llegamos a tener un conocimiento más profundo de los misterios de la fe. Es necesario para la plenitud de la vida cristiana.

- Se concede a todos los cristianos, pero su desarrollo exige vivir en gracia y empeñarse en la santidad personal.

- Necesidad de purificar el alma. El don de entendimiento y la vida contemplativa.

 

I. Cada página de la Sagrada Escritura es una muestra de la solicitud con que Dios se inclina hacia nosotros para guiarnos hacia la santidad. El Señor se muestra en el Antiguo Testamento como la verdadera luz de Israel, sin la cual el pueblo se descamina y tropieza en la oscuridad. Los grandes personajes del Antiguo Testamento se vuelven una y otra vez hacia Yahvé para que les conduzca en las horas difíciles. Dame a conocer tus caminos (1), pide Moisés para guiar al pueblo hasta la Tierra prometida. Sin la enseñanza divina, se siente perdido. Y el rey David pide: Dame entendimiento para que guarde tu Ley y la cumpla de todo corazón (2).

Jesús promete el Espíritu de verdad, que tendrá la misión de iluminara la Iglesia entera (3). Con el envío del Paráclito "completa la revelación, la culmina y la confirma con testimonio divino" (4). Los mismos Apóstoles comprenderán más tarde el sentido de las palabras del Señor, que antes de Pentecostés se les presentaban oscuras. "Él es el alma de esta Iglesia -enseña Pablo VI-. Él es quien explica a los fieles el sentido profundo de las enseñanzas de Jesús y su misterio" (5).

El Paráclito nos conduce desde las primeras claridades de la fe a una "inteligencia más profunda de la revelación" (6). Mediante el don de entendimiento o inteligencia al fiel cristiano le es dado un conocimiento más profundo de los misterios revelados. El Espíritu Santo ilumina la inteligencia con una luz poderosísima y le da a conocer con una claridad desconocida hasta entonces el sentido profundo de los misterios de la fe. "Conocemos ese misterio desde hace mucho tiempo; esa palabra la hemos oído y hasta la hemos meditado muchas veces; pero, en un momento dado, sacude nuestro espíritu de una manera nueva; parece como si nunca hasta entonces lo hubiésemos comprendido de verdad" (7). Bajo este influjo, el alma tiene una mayor certeza de lo que cree, todo es más claro, y bajo esta luz que le hace conocer más hondamente las verdades sobrenaturales experimenta un gozo indescriptible, anticipo de la visión beatífica.

Gracias a este don -enseña Santo Tomás de Aquino-, "Dios es entrevisto aquí abajo" (8) por la mirada purificada de quienes son dóciles a las mociones del Paráclito, aunque los misterios de la fe sigan envueltos en cierta oscuridad.

Para llegar a este conocimiento no bastan las luces ordinarias de la fe; es necesaria una especial efusión del Espíritu Santo, que recibimos en la medida de la correspondencia a la gracia, de la purificación del corazón y de los deseos de santidad. El don de entendimiento permite que el alma, con facilidad, participe de esa mirada de Dios que todo lo penetra, empuja a reverenciar la grandeza de Dios, a rendirle afecto filial, a juzgar adecuadamente de las cosas creadas... "Poco a poco, a medida que el amor va creciendo en el alma, la inteligencia del hombre resplandece más y más con la propia claridad de Dios" (9), y nos da una gran familiaridad con los misterios escondidos de Dios.

En este día del Decenario al Espíritu Santo podríamos preguntarnos sobre el deseo de purificar nuestra alma, y si este deseo tiene, entre otras manifestaciones, el aprovechar muy bien las gracias de cada Confesión. Si acudimos a ella con la puntualidad que hayamos previsto, si preparamos con toda sinceridad el examen de conciencia, si pedimos al Paráclito ayuda para fomentar la contrición y un gran deseo de alejarnos de todo pecado y faltas deliberadas.

 

II. El Espíritu Santo, mediante el don de entendimiento, hace penetrar al alma, de muchas maneras, en las profundidades de los misterios revelados. De una forma sobrenatural, y por tanto gratuita, enseña en lo íntimo del corazón lo que encierran las verdades más profundas de la fe. "Como uno que sin haber aprendido ni trabajado nada para saber leer ni tampoco hubiese estudiado nada -explica Santa Teresa-, hallase que ya sabía toda la ciencia, sin saber cómo ni de dónde le había venido, pues nunca había trabajado ni para aprender el alfabeto. Esta comparación última enseña algo de este don celestial, porque el alma ve en un momento el misterio de la Santísima Trinidad y otras cosas muy elevadas con tal claridad, que no hay teólogo con quien no se atreviese a discutir estas verdades tan grandes" (10).

El don de entendimiento lleva a captar el sentido más hondo de la Sagrada Escritura, la vida de la gracia, la presencia de Cristo en cada sacramento y, de una manera real y sustancial, en la Sagrada Eucaristía. Este don nos da como un instinto divino para aquello que de sobrenatural hay en el mundo. Ante la mirada del creyente iluminada por el Espíritu brota así todo un universo nuevo. Los misterios de la Santísima Trinidad, de la Encarnación, de la Redención, de la Iglesia se convierten en realidades extraordinariamente vivas y actuales que orientan toda la vida del cristiano, influyendo decisivamente en el trabajo, en la familia, en los amigos... Su influjo hace la oración más sencilla y profunda.

Quienes son dóciles a las inspiraciones del Espíritu Santo, purifican su alma, mantienen la fe despierta, descubren a Dios a través de todas las cosas creadas y de los sucesos de la vida ordinaria. El que vive en la tibieza no percibe ya estas llamadas de la gracia, tiene embotada su alma para lo divino, y ha perdido el sentido de la fe, de sus exigencias y delicadezas.

El don de entendimiento lleva a contemplar a Dios en medio de las tareas ordinarias, en los acontecimientos, agradables o dolorosos, de la vida de cada uno. El camino para llegar a la plenitud de este don es la oración personal, en la que contemplamos las verdades de la fe, y la lucha, alegre y amorosa, por mantener la presencia de Dios durante el día fomentando los actos de contrición cuando nos hemos separado del Señor. No se trata de una ayuda sobrenatural extraordinaria que se concede exclusivamente a personas muy excepcionales, sino a todos aquellos que quieren ser fieles al Señor allí donde se encuentran, santificando sus alegrías y dolores, su trabajo y su descanso.

 

III. Para ir adelante en este camino de santidad es necesario fomentar el recogimiento interior (evitar andar con los sentidos despiertos, estar dispersos en las cosas, sin presencia de Dios...), la mortificación de los sentidos internos (la imaginación, los recuerdos y pensamientos inútiles...) y de los externos, esforzarse diariamente en la presencia de Dios, tomando ocasión de los sucesos y percances de cada día.

Es preciso purificar el corazón, pues sólo los limpios de corazón tienen capacidad para ver a Dios (11). La impureza, el apegamiento a los bienes de la tierra, el conceder al cuerpo todos sus caprichos embotan el alma para las cosas de Dios. El hombre no espiritual no percibe las cosas del Espíritu de Dios, pues son necedad para él y no puede conocerlas, porque sólo se pueden enjuiciar según el Espíritu (12). El hombre espiritual es el cristiano que lleva al Espíritu Santo en su alma en gracia, y tiene la mente y el pensamiento puestos en Cristo. Su vida limpia, sobria y mortificada es la mejor preparación para ser digna morada del Espíritu, que habitará en él con todos sus dones.

Cuando el Espíritu Santo encuentra un alma bien dispuesta, se va adueñando de ella, y la lleva por caminos de oración cada vez más profunda, hasta que "las palabras resultan pobres... y se deja paso a la intimidad divina, en un mirar a Dios sin descanso y sin cansancio. Vivimos entonces como cautivos, como prisioneros. Mientras realizamos con la mayor perfección posible, dentro de nuestras equivocaciones y limitaciones, las tareas propias de nuestra condición y de nuestro oficio, el alma ansía escaparse. Se va hacia Dios, como el hierro atraído por la fuerza del imán. Se comienza a amar a Jesús, de forma más eficaz, con un dulce sobresalto" (13).

Mons. Escrivá de Balaguer describía el sendero de las almas, en las ocupaciones más normales de la vida y cualquiera que fuera su cultura, profesión, estado, etcétera, hasta llegar a la oración contemplativa. Para muchos, el camino parte de la consideración frecuente de la Humanidad Santísima del Señor, a quien se llega a través de la Virgen -pasando necesariamente por la Cruz-, y acaba en la Trinidad Santísima. "El corazón necesita, entonces, distinguir y adorar a cada una de las Personas divinas. De algún modo, es un descubrimiento, el que realiza el alma en la vida sobrenatural, como los de una criaturica que va abriendo los ojos a la existencia. Y se entretiene amorosamente con el Padre y con el Hijo y con el Espíritu Santo; y se somete fácilmente a la actividad del Paráclito vivificador, que se nos entrega sin merecerlo: ¡los dones y las virtudes sobrenaturales!" (14).

Al terminar nuestra oración acudimos a la Virgen, que tuvo la plenitud de la fe y de los dones del Espíritu Santo, y le pedimos que nos enseñe a tratar y a amar al Paráclito en nuestra alma siempre, pero de modo particular en este Decenario, y que no nos quedemos a mitad del camino en ese sendero que conduce a la santidad, a la que hemos sido llamados.

 

(1) Ex 33, 13.- (2) Sal 119, 34.- (3) Cfr. Jn 16, 13.- (4) CONC. VAT. II, Const. Dei Verbum, 4.- (5) PABLO VI, Exhor. Apost. Evangelii nuntiandi, 8-XII-1975, 75.- (6) CONC. VAT. II, Const. Dei Verbum, 5.- (7) A. RIAUD, La acción del Espíritu Santo en las almas, Palabra, 4ª ed., Madrid 1985, p. 72.- (8) SANTO TOMAS, 1-2, q. 69, a. 2.- (9) M. M. PHILIPON, Los dones del Espíritu Santo, Palabra, Madrid 1983, p. 194.- (10) SANTA TERESA, Vida, 27, 8-9.- (11) Cfr. Mt 5, 8.- (12) 1 Cor 2, 14.- (13) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Amigos de Dios, 296.- (14) Ibídem, 306.

 

 

PASCUA. SEXTA SEMANA. SABADO. DECENARIO AL ESPIRITU SANTO

88. El Don de Ciencia.

- Nos hace comprender lo que son las cosas creadas, según el designio de Dios sobre la creación y la elevación al orden sobrenatural.

- El don de ciencia y la santificación de las realidades temporales.

- El verdadero valor y sentido de este mundo. Desprendimiento y humildad necesarios para disponernos a recibir este don.

 

I. "Las criaturas son como un rastro del paso de Dios. Por esta huella se rastreará su grandeza, poder y sabiduría y todos sus atributos" (1). Son como un espejo en el que se refleja el esplendor de su belleza, de su bondad, de su poder...: los cielos pregonan la gloria de Dios y le anuncia el firmamento, que es la obra de sus manos (2).

Sin embargo, en muchas ocasiones, a causa del pecado original y de los pecados personales, los hombres no saben interpretar esa huella de Dios en el mundo, no alcanzan a conocer al que es la fuente de todos los bienes: por la consideración de las obras no supieron descubrir a su divino Artífice. Seducidos por la hermosura de las cosas creadas, las tuvieron por dioses. Que aprendan a conocer -sigue diciendo la Sagrada Escritura- cuánto mejor es el Señor de todo lo creado, pues es el autor de la belleza quien hizo todas estas cosas (3).

El don de ciencia facilita al hombre comprender las cosas creadas como señales que llevan a Dios, y lo que significa la elevación al orden sobrenatural. El Espíritu Santo, a través del mundo de la naturaleza y del de la gracia, nos hace percibir y contemplar la infinita sabiduría, la omnipotencia, la bondad, la naturaleza íntima de Dios. "Es un don contemplativo cuya mirada penetra, como la del don de inteligencia y del de sabiduría, en el misterio mismo de Dios" (4).

Mediante este don, el cristiano percibe y entiende con toda claridad "que la creación entera, el movimiento de la tierra y el de los astros, las acciones rectas de las criaturas y cuanto hay de positivo en el sucederse de la historia, todo, en una palabra, ha venido de Dios y a Dios se ordena" (5). Es una sobrenatural disposición por la que el alma participa de la misma ciencia de Dios, descubre las relaciones que existen entre todo lo creado y su Creador y en qué medida y sentido sirven al fin último del hombre.

Manifestación del don de ciencia es el Canto de los tres jóvenes, recogido en el Libro de Daniel, que muchos cristianos rezan en la acción de gracias después de la Santa Misa. Se pide a todas las cosas creadas que bendigan y den gloria al Creador: Benedicite, omnia opera Domini, Domino... Obras todas del Señor, bendecid al Señor; y alabadle y ensalzadle por todos los siglos. Ángeles del Señor, bendecid al Señor. Cielos... Aguas todas que estáis sobre los cielos... Sol y luna... Estrellas del cielo... Lluvia y rocío... Vientos todos... Frío y calor... Rocíos y escarchas... Noches y días... Luz y tinieblas... Montes y collados... Plantas todas... Fuentes... Mares y ríos... Ballenas y peces... Aves... Bestias y ganados... Sacerdotes del Señor... Espíritus y almas de los justos... Santos y humildes de corazón... Cantadle y dadle gracias porque es eterna su misericordia (6).

Este canto admirable de toda la creación, de lo animado y de lo que carece de vida, da gloria a su Creador. Es "una de las más puras y ardientes expresiones del don de ciencia: que los cielos y toda la creación canten la gloria de Dios" (7). En muchas ocasiones también nos ayudará a nosotros a dar gracias al Señor después de participar en la obra que más gloria da a Dios: la Santa Misa.

 

II. Mediante el don de ciencia, el cristiano dócil al Espíritu Santo sabe discernir con perfecta claridad lo que le lleva a Dios y lo que le se para de Él. Y esto en las artes, en el ambiente, en las modas, en las ideologías... Verdaderamente puede decir: El Señor conduce al justo por caminos rectos y le comunica la ciencia de los santos (8). El Paráclito advierte también cuándo las cosas buenas y rectas en sí mismas pueden convertirse en malas para el hombre porque le separan de su fin sobrenatural: por un deseo desordenado de posesión, por apegamiento del corazón a estos bienes materiales de tal manera que no lo dejan libre para Dios, etcétera.

El cristiano que se ha de santificar en medio del mundo tiene una particular necesidad de este don para ordenar a Dios las actividades temporales, convirtiéndolas en medio de santidad y apostolado. Mediante el don de ciencia, la madre de familia comprende más profundamente cómo su quehacer doméstico es camino que le lleva a Dios si lo hace con rectitud de intención y deseos de agradar a Dios, de la misma manera que el estudiante entiende que su estudio es el medio ordinario que posee para amar a Dios, hacer apostolado y servir a la sociedad; para el arquitecto son sus planos y proyectos; para la enfermera, el cuidado de los enfermos, etcétera. Se comprende entonces por qué debemos amar el mundo y las realidades temporales, y cómo "hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir" (9). Así -siguen siendo palabras de Mons. Escrivá de Balaguer- "cuando un cristiano desempeña con amor lo más intrascendente de las acciones diarias, aquello rebosa de la trascendencia de Dios. Por eso os he repetido, con un repetido martilleo, que la vocación cristiana consiste en hacer endecasílabos de la prosa de cada día" (10). Ese verso heroico para Dios lo componemos los hombres con las menudencias de la tarea diaria, de los problemas y alegrías que encontramos a nuestro paso.

Amamos las cosas de la tierra, pero las valoramos según su justo valor, el que tienen para Dios. Así daremos una importancia capital a ser templos del Espíritu Santo, porque "si Dios habita en nuestra alma, todo lo demás, por importante que parezca, es accidental, transitorio; en cambio, nosotros, en Dios, somos lo permanente" (11). Por encima de los bienes materiales, y de la misma vida, consideramos la fe como el tesoro más grande que hemos recibido, y estaríamos dispuestos a dejarlo todo antes de perderla. Con la luz de este don conocemos, por ejemplo, el valor de la oración y de la mortificación y la influencia decisiva que tienen en nuestra vida, lo que nos empujará a no abandonarlas en ninguna circunstancia.

 

III. A la luz del don de ciencia, el cristiano reconoce el poco valor de lo temporal si no es camino para lo eterno, la brevedad de la vida humana sobre la tierra, la escasa felicidad que puede dar este mundo comparada con la que Dios ha prometido a quienes le aman, la inutilidad de tanto esfuerzo si no se realiza cara al Señor... Al recordar la vida pasada, en la que quizá Dios no fue lo primero, el alma siente una profunda contrición por tanto mal y por tanta ocasión perdida, y nace en ella el deseo de recuperar el tiempo malbaratado siendo más fiel al Señor.

Todo lo de este mundo -al que amamos y en el que debemos santificarnos- aparece a la luz de este don con el sello de la caducidad, mientras que señala con toda nitidez el fin sobrenatural del hombre, al que debemos subordinar todas las realidades terrenas.

Esta visión del mundo, de los acontecimientos y de las personas desde la fe, puede quedar oscurecida, incluso cegada, por lo que San Juan llama la concupiscencia de los ojos (12). Parece entonces como si la mente rechazara la verdadera luz, y ya no se sabe ordenar a Dios las realidades terrenas, que se toman como fin. El deseo desordenado de bienes materiales, el cifrar la felicidad en lo de aquí abajo entorpece o anula la acción de este don. El alma cae entonces en una especie de ceguera en la que ya es incapaz de reconocer y de saborear los bienes verdaderos, los que no perecen, y la esperanza sobrenatural se transforma en el deseo, cada vez mayor, de bienestar material, huyendo de cuanto signifique mortificación y sacrificio.

La visión puramente humana de la realidad acaba por desembocar en la ignorancia de las verdades de Dios, o bien éstas aparecen como algo teórico, sin sentido práctico para la vida corriente, sin capacidad para informar la existencia normal. Los pecados contra este don dejan sin luz, y así se explica esa gran ignorancia de Dios que padece el mundo. En ocasiones, se trata de verdadera incapacidad para entender o asimilar lo sobrenatural, porque se han vuelto completamente los ojos del alma a bienes parciales y engañosos y se han cerrado a los verdaderos.

Para disponernos a recibir este don necesitamos pedir al Espíritu Santo que nos ayude a vivir la libertad y el desasimiento ante los bienes materiales y a ser más humildes, para poder ser enseñados sobre el verdadero valor de las cosas. Junto a estas disposiciones, fomentaremos la presencia de Dios, que ayuda a ver al Señor en medio de nuestros trabajos, y haremos el propósito decidido de considerar en la oración los sucesos que van decidiendo nuestra vida y las mismas realidades de todos los días: la familia, los compañeros que están codo a codo en el mismo trabajo, aquello que más nos preocupa... La oración siempre es un faro poderoso que ilumina la verdadera realidad de las cosas y de los acontecimientos.

Para obtener este don, para hacernos capaces de poseerlo en mayor plenitud, acudimos a la Virgen, Nuestra Señora. Ella es Madre del Amor Hermoso, y del temor, y de la ciencia, y de la santa esperanza (13).

"Madre de la ciencia es María, porque con Ella se aprende la lección que más importa: que nada vale la pena, si no estamos junto al Señor; que de nada sirven todas las maravillas de la tierra, todas las ambiciones colmadas, si en nuestro pecho no arde la llama de amor vivo, la luz de la santa esperanza que es un anticipo del amor interminable en nuestra definitiva Patria" (14).

 

 

 

(1) SAN JUAN DE LA CRUZ, Cántico espiritual, 5, 3.- (2) Sal 19, 1-2.- (3) Sab 13, 1-5.- (4) M. M. PHILIPON, Los dones del Espíritu Santo, Palabra, Madrid 1983, p. 200.- (5) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 130.- (6) Cfr. Dan 3, 52-90.- (7) M. M. PHILIPON, o. c. , p. 203.- (8) Sab 10, 10.- (9) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Homilía Amar al mundo apasionadamente, 8-X-1967.- (10) Ibídem .- (11) IDEM, Amigos de Dios, 92.- (12) 1 Jn 2, 16.- (13) Eclo 24, 24.- (14) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Amigos de Dios, 278.