HABLAR CON DIOS

PASCUA

Francisco Fernández Carvajal

 

PASCUA. DOMINGO DE RESURRECCION

47. Resucitó de entre los muertos.

- La Resurrección del Señor, fundamento de nuestra fe. Jesucristo vive: ésta es la gran alegría de todos los cristianos.

- La luz de Cristo. La Resurrección, una fuerte llamada al apostolado.

- Apariciones de Jesús: el encuentro con su Madre, a quien se aparece en primer lugar. Vivir este tiempo litúrgico muy cerca de la Virgen.

 

I. En verdad ha resucitado el Señor, aleluya. A él la gloria y el poder por toda la eternidad (1).

"Al caer la tarde del sábado, María Magdalena y María, madre de Santiago, y Salomé compraron aromas para ir a embalsamar el cuerpo muerto de Jesús. -Muy de mañana, al otro día, llegan al sepulcro, salido ya el sol. (Mc 16, 12) Y entrando, se quedan consternadas porque no hallan el cuerpo del Señor. -Un mancebo, cubierto de vestidura blanca, les dice: No temáis: sé que buscáis a Jesús Nazareno: non est hic, surrexit enim sicut dixit, -no está aquí, porque ha resucitado, según predijo. (Mt 28, 5).

"¡Ha resucitado! -Jesús ha resucitado. No está en el sepulcro. -La Vida pudo más que la muerte" (2).

La Resurrección gloriosa del Señor es la clave para interpretar toda su vida, y el fundamento de nuestra fe. Sin esa victoria sobre la muerte, dice San Pablo, toda predicación sería inútil y nuestra fe vacía de contenido (3). Además, en la Resurrección de Cristo se apoya nuestra futura resurrección. Porque Dios, rico en misericordia, movido del gran amor con que nos amó, aunque estábamos muertos por el pecado, nos dio vida juntamente con Cristo... y nos resucitó con Él (4). La Pascua es la fiesta de nuestra redención y, por tanto, fiesta de acción de gracias y de alegría.

La Resurrección del Señor es una realidad central de la fe católica, y como tal fue predicada desde los comienzos del Cristianismo. La importancia de este milagro es tan grande, que los Apóstoles son, ante todo, testigos de la Resurrección de Jesús (5). Anuncian que Cristo vive, y éste es el núcleo de toda su predicación. Esto es lo que, después de veinte siglos, nosotros anunciamos al mundo: ¡Cristo vive! La Resurrección es el argumento supremo de la divinidad de Nuestro Señor.

Después de resucitar por su propia virtud, Jesús glorioso fue visto por los discípulos, que pudieron cerciorarse de que era Él mismo: pudieron hablar con Él, le vieron comer, comprobaron las huellas de los clavos y de la lanza... Los Apóstoles declaran que se manifestó con numerosas pruebas (6), y muchos de estos hombres murieron testificando esta verdad.

Jesucristo vive. Y esto nos colma de alegría el corazón. "Ésta es la gran verdad que llena de contenido nuestra fe. Jesús, que murió en la cruz, ha resucitado, ha triunfado de la muerte, del poder de las tinieblas, del dolor y de la angustia (...): en Él, lo encontramos todo; fuera de Él, nuestra vida queda vacía" (8).

"Se apareció a su Madre Santísima. -Se apareció a María de Magdala, que está loca de amor. -Y a Pedro y a los demás Apóstoles. -Y a ti y a mí, que somos sus discípulos y más locos que la Magdalena: ¡que cosas le hemos dicho!

"Que nunca muramos por el pecado, que sea eterna nuestra resurrección espiritual. -Y (...) has besado tú las llagas de sus pies..., y yo más atrevido -por más niño- he puesto mis labios sobre su costado abierto" (8).

 

II. Dice bellamente San León Magno (9) que Jesús se apresuró a resucitar cuanto antes porque tenía prisa en consolar a su Madre y a los discípulos: estuvo en el sepulcro el tiempo estrictamente necesario para cumplirlos tres días profetizados. Resucitó al tercer día, pero lo antes que pudo, al amanecer, cuando aún estaba oscuro (10), anticipando el amanecer con su propia luz.

El mundo había quedado a oscuras. Sólo la Virgen María era un faro en medio de tantas tinieblas. La Resurrección es la gran luz para todo el mundo: Yo soy la luz (11), había dicho Jesús, luz para el mundo, para cada época de la historia, para cada sociedad, para cada hombre.

Ayer noche, mientras participábamos -si nos fue posible- en la liturgia de la Vigilia pascual, vimos cómo al principio reinaba en el templo una oscuridad total, imagen de las tinieblas en las que se debate la humanidad sin Cristo, sin la revelación de Dios. En un instante el celebrante proclamó la conmovedora y feliz noticia: La luz de Cristo, que resucita glorioso, disipe las tinieblas del corazón y del espíritu (12). Y de la luz del cirio pascual, que simboliza a Cristo, todos los fieles recibieron la luz: el templo quedó iluminado con la luz del cirio pascual y de todos los fieles. Es la luz que la Iglesia derrama sobre toda la tierra sumida en tinieblas.

La Resurrección de Cristo es una fuerte llamada al apostolado: ser luz y llevar la luz a otros. Para eso hemos de estar unidos a Cristo. "Instaurare omnia in Christo, da como lema San Pablo a los cristianos de Efeso (Ef 1, 10), informar el mundo entero con el espíritu de Jesús, colocar a Cristo en la entraña de todas las cosas. Si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum (Jn 12, 32), cuando sea levantado en alto sobre la tierra, todo lo atraeré hacia mí. Cristo con su Encarnación, con su vida de trabajo en Nazareth, con su predicación y milagros por las tierras de Judea y de Galilea, con su muerte en la Cruz, con su Resurrección, es el centro de la creación, Primogénito y Señor de toda criatura.

"Nuestra misión de cristianos es proclamar esa Realeza de Cristo, anunciarla con nuestra palabra y con nuestras obras. Quiere el Señor a los suyos en todas las encrucijadas de la tierra. A algunos los llama al desierto, a desentenderse de los avatares de la sociedad de los hombres, para hacer que esos mismos hombres recuerden a los demás, con su testimonio, que existe Dios. A otros, les encomienda el ministerio sacerdotal. A la gran mayoría, los quiere en medio del mundo, en las ocupaciones terrenas. Por lo tanto, deben estos cristianos llevar a Cristo a todos los ámbitos donde se desarrollan las tareas humanas: a la fábrica, al laboratorio, al trabajo de la tierra, al taller del artesano, a las calles de las grandes ciudades y a los senderos de montaña" (13).

 

III. La Virgen, que estuvo acompañada por las santas mujeres en las horas tremendas de la crucifixión de su Hijo, no acompañó a éstas en el piadoso intento de terminar de embalsamar el Cuerpo muerto de Jesús. María Magdalena y las demás mujeres que le habían seguido desde Galilea han olvidado las palabras del Señor acerca de su Resurrección al tercer día. La Virgen Santísima sabe que resucitará. En un clima de oración, que nosotros no podemos describir, Ella espera a su Hijo glorificado.

"Los evangelios no nos hablan de una aparición de Jesús resucitado a María. De todos modos, como Ella estuvo de manera especialmente cercana a la cruz del Hijo, hubo de tener también una experiencia privilegiada de su resurrección" (14). Una tradición antiquísima de la Iglesia nos transmite que Jesús se apareció en primer lugar y a sola a su Madre. En primer término, porque Ella es la primera y principal corredentora del género humano, en perfecta unión con su Hijo. A solas, puesto que esta aparición tenía una razón de ser muy diferente de las demás apariciones a las mujeres y a los discípulos. A éstos había que reconfortarlos y ganarlos definitivamente para la fe. La Virgen, que ya había sido constituida Madre del género humano reconciliado con Dios, no dejó en ningún momento de estar en perfecta unión con la Trinidad Beatísima. Toda la esperanza en la Resurrección de Jesús que quedaba sobre la tierra se había cobijado en su corazón.

No sabemos de qué manera tuvo lugar la aparición de Jesús a su Madre. A María Magdalena se le apareció de forma que ella no le reconoció en un primer momento. A los dos discípulos de Emaús se les unió como un hombre que iba de viaje. A los apóstoles reunidos en el Cenáculo se les apareció con las puertas cerradas... A su Madre, en una intimidad que podemos imaginar, se le mostró en tal forma que Ella conociera, en todo caso, su estado glorioso y que ya no continuaría la misma vida de antes sobre la tierra (15). La Virgen, después de tanto dolor, se llenó de una inmensa alegría. "No sale tan hermoso el lucero de la mañana -dice fray Luis de Granada-, como resplandeció en los ojos de la Madre aquella cara llena de gracias y aquel espejo sin mancilla de la gloria divina. Ve el cuerpo del Hijo resucitado y glorioso, despedidas ya todas las fealdades pasadas, vuelta la gracia de aquellos ojos divinos y resucitada y acrecentada su primera hermosura. Las aberturas de las llagas, que eran para la Madre como cuchillos de dolor, verlas hechas fuentes de amor, al que vio penar entre ladrones, verle acompañado de ángeles y santos, al que la encomendaba desde la cruz al discípulo ve cómo ahora extiende sus amorosos brazos y le da dulce paz en el rostro, al que tuvo muerto en sus brazos, verle ahora resucitado ante sus ojos. Tiénele, no le deja, abrázale y pídele que no se le vaya, entonces, enmudecida de dolor, no sabía qué decir, ahora, enmudecida de alegría, no puede hablar" (16). Nosotros nos unimos a esta inmensa alegría.

Se cuenta que Santo Tomás de Aquino, cada año en esta fiesta, aconsejaba a sus oyentes que no dejaran de felicitar a la Virgen por la Resurrección de su Hijo (17). Es lo que hacemos nosotros, comenzando hoy a rezar el Regina Coeli, que ocupará el lugar del Angelus durante el tiempo Pascual: Alégrate, Reina del cielo, ¡aleluya!, porque Aquel a quien mereciste llevar dentro de ti ha resucitado, según predijo... Y le pedimos que nosotros resucitemos en íntima unión con Jesucristo. Hagamos el propósito de vivir este tiempo pascual muy cerca de Santa María.

 

[Pascua]

 

(1) Antífona de entrada de la Misa. Cfr. Lc 24, 34, Cfr. Apoc 1, 6.- (2) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Santo Rosario, primer misterio glorioso.- (3) Cfr. 1 Cor 15, 14-17.- (4) Ef 2, 4-6.- (5) Cfr. Hech 1, 22, 2, 32, 3, 15, etc.- (6) Hech 1, 3.- (7) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 102.- (8) IDEM, Santo Rosario, primer misterio glorioso.- (9) SAN LEON MAGNO, Sermón 71, 2.- (10) Jn 20, 1.- (11) Jn 8, 12.- (12) MISAL ROMANO, Vigilia pascual. - (13) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 105.- (14) JUAN PABLO II, Discurso en el santuario de Nª Sª de la Alborada, Guayaquil, 31-I-1985.- (15) Cfr. F. M. WILLAM, Vida de María, Herder, Barcelona 1974, p. 330.- (16) FRAY LUIS DE GRANADA, Libro de la oración y meditación, Palabra, 2ª ed., Madrid 1979, 26, 4, 16.- (17) Cfr. Fr. J. F. P., Vida y misericordia de la Santísima Virgen, según los textos de Santo Tomás de Aquino, Segovia 1935, pp. 181-182.

 

 

PASCUA. OCTAVA DE PASCUA. LUNES

48. La alegría de la Resurrección.

- La alegría verdadera tiene su origen en Cristo.

- La tristeza nace del descamino y del alejamiento de Dios. Ser personas optimistas, serenas, alegres, también en medio de la tribulación.

- Dar paz y alegría a los demás.

 

I. El Señor ha resucitado de entre los muertos, como lo había dicho, alegrémonos y regocijémonos todos, porque reina para siempre. ¡Aleluya! (1).

Nunca falta la alegría en el transcurso del año litúrgico, porque todo él está relacionado, de un modo u otro, con la solemnidad pascual, pero es en estos días cuando este gozo se pone especialmente de manifiesto. En la Muerte y Resurrección de Cristo hemos sido rescatados del pecado, del poder del demonio y de la muerte eterna. La Pascua nos recuerda nuestro nacimiento sobrenatural en el Bautismo, donde fuimos constituidos hijos de Dios, y es figura y prenda de nuestra propia resurrección. Dios -nos dice San Pablo- nos ha dado vida por Cristo y nos ha resucitado con Él (2). Cristo, que es el primogénito de los hombres, se ha convertido en ejemplo y principio de nuestra futura glorificación.

Nuestra Madre la Iglesia nos introduce en estos días en la alegría pascual a través de los textos de la liturgia: lecturas, salmos, antífonas...; en ellos pide sobre todo que esta alegría sea anticipo y prenda de nuestra felicidad eterna en el Cielo. Desde muy antiguo se suprimen en este tiempo los ayunos y otras mortificaciones corporales, como símbolo externo de esta alegría del alma y del cuerpo. "Los cincuenta días del tiempo pascual -dice San Agustín- excluyen los ayunos, pues se trata de una anticipación del banquete que nos espera allí arriba" (3). Pero de nada serviría esta invitación de la liturgia si en nuestra vida no se produce un verdadero encuentro con el Señor, si no vivimos con una mayor plenitud el sentido de nuestra filiación divina.

Los Evangelistas nos han dejado constancia, en cada una de las apariciones, de cómo los Apóstoles se alegraron viendo al Señor. Su alegría surge de haber visto a Cristo, de saber que vive, de haber estado con Él.

La alegría verdadera no depende del bienestar material, de no padecer necesidad, de la ausencia de dificultades, de la salud... La alegría profunda tiene su origen en Cristo, en el amor que Dios nos tiene y en nuestra correspondencia a ese amor. Se cumple -ahora también- aquella promesa del Señor: Y Yo os daré una alegría que nadie os podrá quitar (4). Nadie: ni el dolor, ni la calumnia, ni el desamparo..., ni las propias flaquezas, si volvemos con prontitud al Señor. Esta es la única condición: no separarse de Dios, no dejar que las cosas nos separen de Él; sabernos en todo momento hijos suyos.

 

II. Nos dice el Evangelio de la Misa: las mujeres se marcharon a toda prisa del sepulcro; impresionadas y llenas de alegría, corrieron a anunciarlo a los discípulos. De pronto, Jesús les salió al encuentro y les dijo: Alegraos. Ellas se acercaron, se postraron ante él y le abrazaron los pies (5).

La liturgia del tiempo pascual nos repite con mil textos diferentes estas mismas palabras: Alegraos, no perdáis jamás la paz y la alegría; servid al Señor con alegría (6), pues no existe otra forma de servirle. "Estás pasando unos días de alborozo, henchida el alma de sol y de color. Y, cosa extraña, ¡los motivos de tu gozo son los mismos que otras veces te desanimaban!

"Es lo de siempre: todo depende del punto de mira. "Laetetur cor quaerentium Dominum!" -cuando se busca al Señor, el corazón rebosa siempre de alegría" (7).

En la Ultima Cena, el Señor no había ocultado a los Apóstoles las contradicciones que les esperaban; sin embargo, les prometió que la tristeza se tornaría en gozo: Así pues, también vosotros ahora os entristecéis, pero os volveré a ver y se alegrará vuestro corazón, y nadie os quitará vuestro gozo (8). Aquellas palabras, que entonces les podrían resultar incomprensibles, se cumplen ahora acabadamente. Y poco tiempo después, los que hasta ahora han estado acobardados, saldrán del Sanedrín dichosos de haber padecido algo por su Señor (9). En el amor a Dios, que es nuestro Padre, y a los demás, y en el consiguiente olvido de nosotros mismos, está el origen de esta alegría profunda del cristiano (10). Y ésta es lo normal para quien sigue a Cristo. El pesimismo y la tristeza deberán ser siempre algo extraño al cristiano. Algo que, si se diera, necesitaría de un remedio urgente.

El alejamiento de Dios, el descamino, es lo único que podría turbarnos y quitarnos ese don tan apreciado. Por tanto, luchemos por buscar al Señor en medio del trabajo y de todos nuestros quehaceres, mortifiquemos nuestros caprichos y egoísmos en las ocasiones que se presentan cada día. Este esfuerzo nos mantiene alerta para las cosas de Dios y para todo aquello que puede hacer la vida más amable a los demás. Esa lucha interior da al alma una peculiar juventud de espíritu. No cabe mayor juventud que la del que se sabe hijo de Dios y procura actuar en consecuencia.

Si alguna vez tuviéramos la desgracia de apartarnos de Dios, nos acordaríamos del hijo pródigo, y con la ayuda del Señor volveríamos de nuevo a Dios con el corazón arrepentido. En el Cielo habría ese día una gran fiesta, y también en nuestra alma. Esto es lo que ocurre todos los días en pequeñas cosas. Así, con muchos actos de contrición, el alma está habitualmente con paz y serenidad.

Debemos fomentar siempre la alegría y el optimismo y rechazar la tristeza, que es estéril y deja el alma a merced de muchas tentaciones. Cuando se está alegre, se es estímulo para los demás; la tristeza, en cambio, oscurece el ambiente y hace daño.

 

III. Estar alegres es una forma de dar gracias a Dios por los innumerables dones que nos hace; la alegría es "el primer tributo que le debemos, la manera más sencilla y sincera de demostrar que tenemos conciencia de los dones de la naturaleza y de la gracia y que los agradecemos" (11). Nuestro Padre Dios está contento con nosotros cuando nos ve felices y alegres con el gozo y la dicha verdaderos.

Con nuestra alegría hacemos mucho bien a nuestro alrededor, pues esa alegría lleva a los demás a Dios. Dar alegría será con frecuencia la mejor muestra de caridad para quienes están a nuestro lado. Fijémonos en los primeros cristianos. Su vida atraía por la paz y la alegría con que realizaban las pequeñas tareas de la vida ordinaria. "Familias que vivieron de Cristo y que dieron a conocer a Cristo. Pequeñas comunidades cristianas, que fueron como centros de irradiación del mensaje evangélico. Hogares iguales a los otros hogares de aquellos tiempos, pero animados de un espíritu nuevo, que contagiaba a quienes los conocían y los trataban. Esos fueron los primeros cristianos, y eso hemos de ser los cristianos de hoy: sembradores de paz y alegría, de la paz y de la alegría que Jesús nos ha traído" (12). Muchas personas pueden encontrar a Dios en nuestro optimismo, en la sonrisa habitual, en una actitud cordial. Esta muestra de caridad con los demás -la de esforzarnos por alejar en todo momento el mal humor y la tristeza y remover su causa- ha de manifestarse particularmente con los más cercanos. En concreto, Dios quiere que el hogar en el que vivimos sea un hogar alegre. Nunca un lugar oscuro y triste, lleno de tensiones por la incomprensión y el egoísmo.

Una casa cristiana debe ser alegre, porque la vida sobrenatural lleva a vivir esas virtudes (generosidad, cordialidad, espíritu de servicio...), a las que tan íntimamente está unida esta alegría. Un hogar cristiano da a conocer a Cristo de modo atrayente entre las familias y en la sociedad.

Debemos procurar también llevar esta alegría serena y amable a nuestro lugar de trabajo, a la calle, a las relaciones sociales. El mundo está triste e inquieto y tiene necesidad, ante todo, del gaudium cum pace (13), de la paz y de la alegría que el Señor nos ha dejado. ¡Cuántos han encontrado el camino que lleva a Dios en la conducta cordial y sonriente de un buen cristiano! La alegría es una enorme ayuda en el apostolado, porque nos lleva a presentar el mensaje de Cristo de una forma amable y positiva, como hicieron los Apóstoles después de la Resurrección. Jesucristo debía manifestar siempre su infinita alegría interior. La necesitamos también para nosotros mismos, para crecer en la propia vida interior. Santo Tomás dice expresamente que "todo el que quiere progresar en la vida espiritual necesita tener alegría" (14). La tristeza nos deja sin fuerzas; es como el barro pegado a las botas del caminante que, además de mancharlo, le impide caminar.

Esta alegría interior es también el estado de ánimo necesario para el perfecto cumplimiento de nuestras obligaciones. Y "cuanto más elevadas sean éstas, tanto más habrá de elevarse nuestra alegría" (15). Cuanto mayor sea nuestra responsabilidad (sacerdotes, padres, superiores, maestros...), mayor también nuestra obligación de tener paz y alegría para darla a los demás, mayor la urgencia de recuperarla si se hubiera enturbiado.

Pensemos en la alegría de la Santísima Virgen. Ella está "abierta sin reservas a la alegría de la Resurrección (...). Ella recapitula todas las alegrías, vive la perfecta alegría prometida a la Iglesia: Mater plena sanctae laetitiae, y, con toda razón, sus hijos en la tierra, volviendo los ojos hacia la madre de la esperanza y madre de la gracia, la invocan como causa de su alegría: Causa nostrae laetitiae " (16).

 

[Pascua]

 

(1) Antífona de entrada en la Misa.- (2) Ef 2, 6.- (3) SAN AGUSTIN, Sermón 252.- (4) Jn 16, 22.- (5) Mt 28, 8-9.- (6) Sal 99, 2.- (7) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Surco, n. 72.- (8) Jn 16, 22.- (9) Hech 5, 40.- (10) Cfr. Santos Evangelios, EUNSA, Pamplona 1983, pp. 1125-1126.- (11) P. A. REGGIO, Espíritu sobrenatural y buen humor, Rialp, Madrid 1966, p. 12.- (12) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 30.- (13) MISAL ROMANO, Preparación de la Santa Misa, Formula intentionis.- (14) SANTO TOMAS, Comentario a la Carta a los Filipenses, 4, 1.- (15) P. A. REGGIO, o. c., p. 24.- (16) PABLO VI, Exhor. Apost. Gaudete in Domino, 9-V-1975, IV. Pasión, I, 4.- (9) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Camino,

 

 

PASCUA. OCTAVA DE PASCUA. MARTES

49. Jesucristo vive para siempre.

- El señor se aparece a María Magdalena. Jesús en nuestra vida.

- Presencia de Cristo entre nosotros.

- Buscar a Cristo y tratarle. El ejemplo de María Magdalena nos enseña que quien busca con sinceridad al Señor acaba encontrándolo.

 

I. María de Magdala ha vuelto al sepulcro. Conmueven el cariño y la devoción de esta mujer por Jesús aun después de muerto. Ella había sido fiel en los momentos durísimos del Calvario, y el amor de la que estuvo poseída por siete demonios (1) sigue siendo muy grande. La gracia había arraigado y fructificado en su corazón después de haber sido librada de tantos males.

María se queda fuera del sepulcro llorando. Unos ángeles, que ella no reconoce como tales, le preguntan por qué llora. Se han llevado a mi Señor, les dice, y no sé dónde lo han puesto (2). Es lo único que le importa en el mundo. A nosotros también es lo único que nos interesa por encima de cualquier otra cosa.

Dicho esto -nos sigue narrando el Evangelio de la Misa-, se volvió hacia atrás y vio a Jesús de pie, pero no sabía que era Jesús. María no ha dejado de llorar la ausencia del Señor. Y sus lágrimas no le dejan verlo cuando lo tiene tan cerca. Le dijo Jesús: Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas? Vemos a Cristo resucitado sonriente, amable y acogedor. Ella, pensando que era el hortelano, le dijo: Señor, si te lo has llevado tú, dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré. Bastó una sola palabra de Cristo para que sus ojos y su corazón se aclarasen. Jesús le dijo: ¡María! La palabra tiene esa inflexión única que Jesús da a cada nombre -también al nuestro- y que lleva aparejada una vocación, una amistad muy singular. Jesús nos llama por nuestros nombres, y su entonación es inconfundible.

La voz de Jesús no ha cambiado. Cristo resucitado conserva los rasgos humanos de Jesús pasible: la cadencia de su voz, el modo de partir el pan, los agujeros de los clavos en las manos y en los pies.

María se volvió, vio a Jesús, se arrojó a sus pies, y exclamó en arameo: ¡Rabbuni!, que quiere decir Maestro. Sus lágrimas, ahora incontenibles como río desbordado, son de alegría y de felicidad. San Juan ha querido dejarnos la palabra hebraica original -Rabbuni- con que tantas veces le llamaron. Es una palabra familiar, intocable. No es Jesús un "maestro", entre tantos, sino el Maestro, el único capaz de enseñar el sentido de la vida, el único que tiene palabras de vida eterna.

María fue a los Apóstoles a cumplir el encargo que le dio Jesús, y les dijo: ¡He visto al Señor! En sus palabras se transparenta una inmensa alegría. ¡Qué distinta su vida ahora que sabe que Cristo ha resucitado, de cuando sólo buscaba honrar el Cuerpo muerto de Jesús! ¡Qué distinta también nuestra existencia cuando procuramos comportarnos según esta consoladora realidad: Jesucristo sigue entre nosotros! El mismo a quien aquella mañana María de Magdala confundió con el hortelano del lugar. "Cristo vive: Cristo no es una figura que pasó, que existió en un tiempo y que se fue, dejándonos un recuerdo y un ejemplo maravillosos (...).

"Su Resurrección nos revela que Dios no abandona a los suyos. ¿Puede la mujer olvidarse del fruto de su vientre, no compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ella se olvidare, yo no me olvidaré de ti (Is 49, 1415), había prometido. Y ha cumplido su promesa. Dios sigue teniendo sus delicias entre los hijos de los hombres (Cfr. Prov 8, 31)" (3).

Jesús nos llama muchas veces por nuestro nombre, con su acento inconfundible. Está muy cerca de cada uno. Que las circunstancias externas -quizá las lágrimas, como a María Magdalena, por el dolor, el fracaso, la decepción, las penas, el desconsuelo- no nos impidan ver a Jesús que nos llama. Que sepamos purificar todo aquello que pueda hacer turbia nuestra mirada.

 

II. Cristo Jesús, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, que se hizo hombre en el seno virginal de María, está en el Cielo con aquel mismo Cuerpo que asumió en la Encarnación, que murió en la Cruz y resucitó al tercer día. También nosotros, como María Magdalena, contemplaremos un día la Humanidad Santísima del Señor, y mientras tanto hemos de fomentar el deseo de verle: Oigo en mi corazón: "Buscad mi rostro". Tu rostro buscaré, Señor (4). En el Cielo veremos a Jesús como es, sin imágenes oscuras; será el encuentro con quien nos conoce y a quien conocemos porque ya le hemos tratado en muchas ocasiones.

Además de estar en el Cielo, Cristo está realmente presente en la Sagrada Eucaristía. "La única e indivisible existencia de Cristo, el Señor glorioso en los cielos, no se multiplica, pero por el Sacramento se hace presente en varios lugares del orbe de la tierra, donde se realiza el sacrificio eucarístico. La misma existencia, después de celebrado el sacrificio, permanece presente en el Santísimo Sacramento, el cual, en el tabernáculo del altar, es como el corazón vivo de nuestros templos. Por lo cual estamos obligados, por obligación ciertamente suavísima, a honrar y a adorar en la Hostia Santa que nuestros ojos ven, al mismo Verbo encarnado que ellos no pueden ver, y que, sin embargo, se ha hecho presente delante de nosotros sin haber dejado los cielos" (5). "La presencia de Jesús vivo en la Hostia Santa es la garantía, la raíz y la consumación de su presencia en el mundo" (6).

Cristo vive, y está también presente con su virtud en los sacramentos; está en su Palabra, cuando en la Iglesia se lee la Sagrada Escritura; está presente cuando la Iglesia ora y se reúne en su nombre (7). Vive en el cristiano de una manera íntima, profunda e inefable. Cumplió la promesa que hizo a los Apóstoles cuando se despedía de ellos en la Ultima Cena: Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y en él haremos morada (8). Dios habita en nuestra alma en gracia y ahí debemos buscarle, ahí debemos escucharle, pues nos habla, y le entenderemos, si tenemos el oído atento y el corazón limpio. A esa presencia se refiere San Pablo cuando afirma que cada uno de nosotros es templo del Espíritu Santo (9).

San Agustín, al considerar la cercanía inefable de Dios en el alma, exclamaba: "¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé!; he aquí que tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba (...). Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo. Me tenían lejos de Ti las cosas que, si no estuviesen en Ti, no serían. Tú me llamaste claramente y rompiste mi sordera; brillaste, resplandeciste y curaste mi ceguedad" (10).

En el alma en gracia, el Señor está más cerca que cualquier persona que esté a nuestro lado, más cerca que el hijo o el hermano que tenéis en vuestros brazos o lleváis de la mano; está más presente que el propio corazón. No dejemos de tratarle.

 

III. Cristo vive, y de diversos modos está entre nosotros y aun dentro de nosotros. Por eso debemos salir a su encuentro, esforzarnos por tener más conciencia de esa presencia inefable para que, teniéndole más presente, le tratemos más, y su amor crezca en nosotros. "Hay que tratar a Cristo, en la Palabra y en el Pan, en la Eucaristía y en la Oración. Y tratarlo como se trata a un amigo, a un ser real y vivo como Cristo lo es, porque ha resucitado. Cristo, leemos en la epístola a los Hebreos, como siempre permanece, posee eternamente el sacerdocio. De aquí que puede perpetuamente salvar a los que por medio suyo se presentan a Dios, puesto que está siempre vivo para interceder por nosotros (Heb 7, 2425).

 "Cristo, Cristo resucitado, es el compañero, el Amigo. Un compañero que se deja ver sólo entre sombras, pero cuya realidad llena toda nuestra vida, y que nos hace desear su compañía definitiva" (11). Si contemplamos a Cristo resucitado, si nos esforzamos en mirarlo con mirada limpia, comprenderemos hondamente que también ahora es posible seguirle de cerca, vivir junto a Él nuestra vida, que entonces se engrandece y adquiere un sentido nuevo.

Con el tiempo, entre Jesús y nosotros se irá estableciendo una relación personal -una fe amorosa- que puede ser hoy, al cabo de veinte siglos, tan auténtica y cierta como la de aquellos que le contemplaron resucitado y glorioso con las señales de la Pasión en su Cuerpo. Notaremos que, cada vez con más naturalidad, vamos refiriendo al Señor todas las cosas de nuestra existencia, y que no podríamos vivir sin Él. Encontrar al Señor nos supondrá en ocasiones una paciente y laboriosa búsqueda, comenzar y recomenzar cada día, quizá con la impresión de que estamos en la vida interior como al principio. Sin embargo, si luchamos, siempre estaremos más cerca de Jesús. Pero es preciso no dejar jamás que penetre el desaliento en nuestra alma por posibles retrocesos, muchas veces aparentes.

El ejemplo de María Magdalena, que persevera en la fidelidad al Señor en momentos difíciles, nos enseña que quien busca con sinceridad y constancia a Jesucristo acaba encontrándolo. En cualquier circunstancia de nuestra vida le hallaremos mucho más fácilmente si iniciamos nuestra búsqueda de la mano de la Virgen, nuestra Madre, a quien le decimos en la Salve: muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre.

 

[Pascua]

 

(1) Cfr. Lc 8, 2.- (2) Jn 20, 13.- (3) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 102.- (4) Sal 26, 8.- (5) PABLO VI, Credo del pueblo de Dios.- (6) J. ESCRIVA BALAGUER, loc. cit.- (7) Cfr. CONC. VAT. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 7.- (8) Jn 14, 23.- (9) Cfr. 2 Cor 6, 16-17.- (10) SAN AGUSTIN, Confesiones, 10, 27-38.- (11) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 116. n. 302.- (10) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Surco, n. 993.- (11) Cfr. R. A. KNOX, Ejercicios para seglares, Rialp, Madrid 1956, pp. 137 ss.- (12) SAN LEON MAGNO, Sermón 15 sobre la Pasión.- (13) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 101.- (14) M. MONTENEGRO, Vía Crucis, Palabra, 3ª ed., Madrid 1976, XI.- (15) J. ESCRIVA DE BALAGUER, loc. cit.- (16) Is 53, 5.- (17) SAN ALFONSO Mª DE LIGORIO, o. c., I, 4.- (18) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Surco, n. 993.- (19) SANTO TOMAS, Suma Teológica, 3, q. 46 a. 5.

 

 

PASCUA. OCTAVA DE PASCUA. MIÉRCOLES

50. Dejarse ayudar.

- En el camino de Emaús. Jesús vive y está a nuestro lado.

- Cristo nunca abandona a los suyos; no le abandonemos nosotros. La virtud de la fidelidad. Ser fieles en lo pequeño.

- La virtud de la fidelidad debe informar todas las manifestaciones de la vida del cristiano.

 

I. El Evangelio de la Misa de hoy nos presenta otra aparición de Jesús el mismo día de Pascua por la tarde.

Dos discípulos se dirigen a su aldea, Emaús, perdida la virtud de la esperanza porque Cristo, en quien habían puesto todo el sentido de su vida, ha muerto. El Señor, como si también Él fuese de camino, les da alcance y se une a ellos sin ser reconocido (1). La conversación tiene un tono entrecortado, como cuando se habla mientras se camina. Hablan entre sí de lo que les preocupa: lo ocurrido en Jerusalén la tarde del viernes, la muerte de Jesús de Nazaret. La crucifixión del Señor había supuesto una grave prueba para las esperanzas de todos aquellos que se consideraban sus discípulos y que, en un grado o en otro, habían depositado en Él su confianza. Todo se había desarrollado con gran rapidez, y aún no se han recobrado de lo que habían visto sus ojos.

Estos que regresan a su aldea, después de haber celebrado la fiesta de la Pascua en Jerusalén, muestran su inmensa tristeza, su desesperanza y desconcierto a través de la conversación: Nosotros esperábamos que había de redimir a Israel, dicen. Ahora hablan de Jesús como de una realidad pasada: Lo de Jesús el Nazareno, que fue un profeta poderoso... Fijaos en este contraste. Ellos dicen: (...) "¡Qué fue!"... ¡Y lo tienen al lado, está caminando con ellos, está en su compañía indagando la razón, las raíces íntimas de su tristeza!

"Que fue...", dicen ellos. Nosotros, si hiciéramos un sincero examen, un detenido examen de nuestra tristeza, de nuestros desalientos, de nuestro estar de vuelta de la vida, encontraríamos una clara vinculación con ese pasaje evangélico. Comprobaríamos que espontáneamente decimos: "Jesús fue...", "Jesús dijo...", porque olvidamos que, como en el camino de Emaús, Jesús está vivo a nuestro lado ahora mismo. Este redescubrimiento aviva la fe, resucita la esperanza, es hallazgo que nos señala a Cristo como gozo presente: Jesús es, Jesús prefiere; Jesús dice; Jesús manda, ahora, ahora mismo" (2). Jesús vive.

Conocían estos hombres la promesa de Cristo acerca de su Resurrección al tercer día. Habían oído por la mañana el mensaje de las mujeres que han visto el sepulcro vacío y a los ángeles. Habían tenido suficiente claridad para alimentar su fe y su esperanza; sin embargo, hablan de Cristo como de algo pasado, como de una ocasión perdida. Son la imagen viva del desaliento. Su inteligencia está a oscuras y su corazón embotado.

Cristo mismo -a quien al principio no reconocen, pero cuya compañía y conversación aceptan- les interpreta aquellos acontecimientos a la luz de las Escrituras. Con paciencia, les devuelve la fe y la esperanza. Y aquellos dos recuperan también la alegría y el amor: ¿No es verdad -dicen más tarde- que sentíamos abrasarse nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras? (3) Es posible que nosotros también nos encontremos alguna vez con el desaliento y la falta de esperanza ante defectos que no acabamos de desarraigar, ante dificultades en el apostolado o en el trabajo que nos parecen insuperables... En esas ocasiones, si nos dejamos ayudar, Jesús no permitirá que nos alejemos de Él. Quizá sea en la dirección espiritual donde, al abrir el alma con sinceridad, veamos de nuevo al Señor. Con Él vienen siempre la alegría y los deseos de recomenzar cuanto antes: Y se levantaron a toda prisa y regresaron a Jerusalén... Pero es necesario dejarse ayudar, estar dispuestos a ser dóciles a los consejos que recibimos.

 

II. La esperanza es la virtud del caminante que, como nosotros, todavía no ha llegado a la meta, pero sabe que siempre tendrá los medios para ser fiel al Señor y perseverar en la propia vocación recibida, en el cumplimiento de los propios deberes. Pero hemos de estar atentos a Cristo, que se acerca a nosotros en medio de nuestras ocupaciones, y "agarrarnos a esa mano fuerte que Dios nos tiende sin cesar, con el fin de que no perdamos el punto de mira sobrenatural; también cuando las pasiones se levantan y nos acometen para aherrojarnos en el reducto mezquino de nuestro yo, o cuando -con vanidad pueril- nos sentimos el centro del universo. Yo vivo persuadido de que, sin mirar hacia arriba, sin Jesús, jamás lograré nada; y sé que mi fortaleza, para vencerme y para vencer, nace de repetir aquel grito: todo lo puedo en Aquel que me conforta (Flp 4, 13), que recoge la promesa segura de Dios de no abandonar a sus hijos, si sus hijos no le abandonan" (4).

El Señor nos habla con frecuencia de fidelidad a lo largo del Evangelio: nos pone como ejemplo al siervo fiel y prudente, al criado bueno y leal en lo pequeño, al administrador fiel, etcétera. La idea de la fidelidad penetra tan hondo dentro del cristiano que el título de fieles bastará para designara los discípulos de Cristo (5).

A la perseverancia se opone la inconstancia, que inclina a desistir fácilmente de la práctica del bien o del camino emprendido, al surgir las dificultades y tentaciones. Entre los obstáculos más frecuentes que se oponen a la perseverancia fiel está, en primer lugar, la soberbia, que oscurece el fundamento mismo de la fidelidad y debilita la voluntad para luchar contra las dificultades y tentaciones. Sin humildad, la perseverancia se torna endeble y quebradiza. Otras veces, lo que dificulte la lealtad a los compromisos contraídos, será el propio ambiente, la conducta de personas que tendrían que ser ejemplares y no lo son y, por eso mismo, parece querer dar a entender que el ser fiel no es un valor fundamental de la persona.

En otras ocasiones, los obstáculos pueden tener su origen en el descuido de la lucha en lo pequeño. El mismo Señor nos ha dicho: Quien es fiel en lo pequeño, también lo es en lo grande (6). El cristiano que cuida hasta los pequeños deberes de su trabajo profesional (puntualidad, orden...); el que lucha por mantener la presencia de Dios durante la jornada; el que guarda con naturalidad los sentidos; el marido leal con su esposa en los pequeños incidentes de la vida diaria; el estudiante que prepara sus clases cada día..., ésos están en camino de ser fieles cuando sus compromisos requieran un auténtico heroísmo.

La fidelidad hasta el final de la vida exige la fidelidad en lo pequeño de cada jornada, y saber recomenzar de nuevo cuando por fragilidad hubo algún descamino. Perseverar en la propia vocación es responder a las llamadas que Dios hace a lo largo de una vida, aunque no falten obstáculos y dificultades y, a veces, incidentes aislados de cobardía o derrota. El llamamiento de Cristo exige una respuesta firme y continuada y, a la vez, penetrar más profundamente en el sentido de la Cruz y en la grandeza y en las exigencias del propio camino.

 

III. Esta virtud de la fidelidad debe informar todas las manifestaciones de la vida del cristiano: relaciones con Dios, con la Iglesia, con el prójimo, en el trabajo, en sus deberes de estado y consigo mismo. Es más, el hombre vive la fidelidad en todas sus formas cuando es fiel a su vocación, y es de su fidelidad al Señor de donde se deduce, y a la que se reduce, la fidelidad a todos sus compromisos verdaderos. Fracasar, pues, en la vocación que Dios ha querido para nosotros es fracasar en todo. Al faltar la fidelidad al Señor, todo queda desunido y roto. Aunque luego Él, en su misericordia, puede recomponerlo todo, si el hombre, humildemente, se lo pide.

Dios mismo sostiene constantemente nuestra fidelidad, y cuenta siempre con la flaqueza humana, los defectos y las equivocaciones. Está dispuesto a darnos las gracias necesarias, como a aquellos dos de Emaús, para salir adelante en todo momento, si hay sinceridad de vida y deseos de lucha. Y ante el aparente fracaso de muchas tentativas (si lo hubiera), debemos recordar que Dios, más que el "éxito", lo que mira con ojos amorosos es el esfuerzo continuado en la lucha.

De este modo, perseverando con la ayuda de Dios en lo poco de cada día, lograremos oír al final de nuestra vida, con gozosísima dicha, aquellas palabras del Señor: Muy bien, siervo bueno y fiel; has sido fiel en lo poco, te constituiré sobre lo mucho; entra en el gozo de tu Señor (7).

Es muy posible que nosotros también nos encontremos con personas que han perdido el sentido sobrenatural de su vida, y tendremos que llevarlas -en nombre del Señor- a la luz y a la esperanza. Porque es mucha la tibieza en el mundo, mucha la oscuridad, y la misión apostólica del cristiano es continuación de la de Jesús, concretada en aquellas personas entre las que transcurre su vida.

Al terminar nuestra oración también le decimos nosotros a Jesús: Quédate con nosotros, porque se hace de noche. Quédate con nosotros, Señor, porque sin Ti todo es oscuridad y nuestra vida carece de sentido. Sin Ti, andamos desorientados y perdidos. Y contigo todo tiene un sentido nuevo: hasta la misma muerte es otra realidad radicalmente diferente. Mane nobiscum, quoniam advesperascit et inclinatus est iam dies. Quédate, Señor, con nosotros..., recuérdanos siempre las cosas esenciales de nuestra existencia..., ayúdanos a ser fieles y a saber escuchar con atención el consejo sabio de aquellas personas en las que Tú te haces presente en nuestro continuo caminar hacia Ti. ""Quédate con nosotros, porque ha oscurecido...". Fue eficaz la oración de Cleofás y su compañero.

"-¡Qué pena, si tú y yo no supiéramos "detener" a Jesús que pasa!, ¡qué dolor, si no le pedimos que se quede!" (8).

 

[Pascua]

 

(1) Lc 24, 13-35.- (2) A. G. <4> DORRONSORO, Dios y la gente, Rialp, Madrid 1973, p. 103.- (3) Lc 24, 32.- (4) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Amigos de Dios, 213.- (5) Cfr. Hech 10, 45; 2 Cor 6, 15; Ef 1, 1.- (6) Lc 16, 10.- (7) Mt 25, 21-23.- (8) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Surco, n. 671.

 

 

PASCUA. OCTAVA DE PASCUA. JUEVES

51. Al encuentro del Señor.

- Aparición a los Once. Jesús conforta a los Apóstoles. Presencia de Jesucristo en nuestros sagrarios.

- La Visita al Santísimo, continuación de la acción de gracias de la Comunión y preparación de la siguiente. El Señor nos espera a cada uno.

- Frutos de este acto de piedad.

 

I. Después de haberse aparecido a María Magdalena, a las demás mujeres, a Pedro y a los discípulos de Emaús, Jesús se aparece a los Once, según nos narra el Evangelio de la Misa (1). Él les dijo: ¿Por qué os alarmáis?, ¿por qué surgen dudas en vuestro interior? Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona. Palpadme y daos cuenta de que un fantasma no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo. Les mostró luego las manos y los pies y comió con ellos. Los Apóstoles tendrán para siempre la seguridad de que su fe en el Resucitado no es efecto de la credulidad, del entusiasmo o de la sugestión, sino de hechos comprobados repetidamente por ellos mismos. Jesús, en sus apariciones, se adapta con admirable condescencia al estado de ánimo y a las situaciones diferentes de aquellos a quienes se manifiesta. No trata a todos de la misma manera; pero por caminos diversos conduce a todos a la certeza de su Resurrección, que es la piedra angular sobre la que descansa la fe cristiana. Quiere el Señor dar todas las garantías a quienes constituyen aquella Iglesia naciente para que, a través de los siglos, nuestra fe se apoye sobre un sólido fundamento: ¡El Señor en verdad ha resucitado! ¡Jesús vive! La paz sea con vosotros, dijo el Señor al presentarse a sus discípulos llenos de miedo. Enseguida, vieron sus llagas y se llenaron de gozo y de admiración. Ese ha de ser también nuestro refugio. Allí encontraremos siempre la paz del alma y las fuerzas necesarias para seguirle todos los días de nuestra vida. "Acudiremos como las palomas que, al decir de la Escritura (Cfr. Cant 2, 14), se cobijan en los agujeros de las rocas a la hora de la tempestad. Nos ocultamos en ese refugio, para hallar la intimidad de Cristo: y veremos que su modo de conversar es apacible y su rostro hermoso (Cfr. Cant 2, 14), porque los que conocen que su voz es suave y grata, son los que recibieron la gracia del Evangelio, que les hace decir: Tú tienes palabras de vida eterna (S. Gregorio Niseno, In Canticum Canticorum homiliae, V)" (2).

A Jesús le tenemos muy cerca. En las naciones cristianas, donde existen tantos sagrarios, apenas nos separamos de Cristo unos kilómetros. Qué difícil es no ver los muros o el campanario de una iglesia, cuando nos encontramos en medio de una populosa ciudad, o viajamos por una carretera, o desde el tren... ¡Allí está Cristo! ¡Es el Señor! (3), gritan nuestra fe y nuestro amor. Porque el Señor se encuentra allí con una presencia real y sustancial. Es el mismo que se apareció a sus discípulos y se mostró solícito con todos.

Jesús se quedó en la Sagrada Eucaristía. En este memorable sacramento se contiene verdadera, real y sustancialmente el Cuerpo y la Sangre, juntamente con el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor y, por consiguiente, Cristo entero. Esta presencia de Cristo en la Sagrada Eucaristía es real y permanente, porque, acabada la Santa Misa, queda el Señor en cada una de las formas y partículas consagradas no consumidas (4). Es el mismo que nació, murió y resucitó en Palestina, el mismo que está a la diestra de Dios Padre.

En el Sagrario nos encontramos con Él, que nos ve y nos conoce. Podemos hablarle como hacían los Apóstoles, y contarle lo que nos ilusiona y nos preocupa. Allí encontramos siempre la paz verdadera, la que perdura por encima del dolor y de cualquier obstáculo.

 

II. La piedad eucarística, dice Juan Pablo II, "ha de centrarse ante todo en la celebración de la Cena del Señor, que perpetúa su amor inmolado en la cruz. Pero tiene una lógica prolongación (...), en la adoración a Cristo en este divino sacramento, en la visita al Santísimo, en la oración ante el sagrario, además de los otros ejercicios de devoción, personales y colectivos, privados y públicos, que habéis practicado durante siglos (...). Jesús nos espera en este Sacramento del Amor. No escatimemos tiempo para ir a encontrarlo en la adoración, en la contemplación llena de fe y abierta a reparar las graves faltas y delitos del mundo" (5).

Jesús está allí, en el sagrario cercano. Quizá a pocos kilómetros, o quizá a pocos metros. ¿Cómo no vamos a ir a verle, a amarle, a contarle nuestras cosas, pedirle? ¡Qué falta de coherencia, si no lo hiciéramos con fe! ¡Qué bien entendemos esta costumbre secular de las "cotidianas visitas a los divinos sagrarios"! (6). Allí el Maestro nos espera desde hace veinte siglos (7), y podremos estar junto a Él como María, la hermana de Lázaro -la que escogió la mejor parte (8)-, en su casa de Betania. "Os diré -son palabras de Mons. Escrivá de Balaguer- que para mí el Sagrario ha sido siempre Betania, el lugar tranquilo y apacible donde está Cristo, donde podemos contarle nuestras preocupaciones, nuestros sufrimientos, nuestras ilusiones y nuestras alegrías, con la misma sencillez y naturalidad con que le hablaban aquellos amigos suyos, Marta, María y Lázaro. Por eso, al recorrer las calles de alguna ciudad o de algún pueblo, me da alegría descubrir, aunque sea de lejos, la silueta de una iglesia: es un nuevo Sagrario, una ocasión más de dejar que el alma se escape para estar con el deseo junto al Señor Sacramentado" (9).

Jesús espera nuestra visita. Es, en cierto modo, la devolución de la que Él nos ha hecho en la Comunión y "es prueba de gratitud, signo de amor y deber de adoración a Cristo Señor, allí presente" (10). Es continuación de la acción de gracias de la Comunión anterior, y preparación para la siguiente.

Cuando nos encontremos delante del sagrario bien podremos decir con toda verdad y realidad: Dios está aquí. Y ante este misterio de fe no cabe otra actitud que la de adoración: Adoro te devote... Te adoro con devoción, Deidad oculta; de respeto y asombro; y, a la vez, de confianza sin límites. "Permaneciendo ante Cristo, el Señor, los fieles disfrutan de su trato íntimo, le abren su corazón pidiendo por sí mismos y por los suyos y ruegan por la paz y la salvación del mundo. Ofreciendo con Cristo toda su vida al Padre en el Espíritu Santo, sacan de este trato admirable un aumento de su fe, su esperanza y su caridad. Así fomentan las disposiciones debidas que les permiten celebrar con la devoción conveniente el memorial del Señor y recibir frecuentemente el pan que nos ha dado el Padre" (11).

 

III. "Comenzaste con tu visita diaria...-No me extraña que me digas: empiezo a querer con locura la luz del Sagrario" (12). La Visita al Santísimo es un acto de piedad que lleva pocos minutos, y, sin embargo, ¡cuántas gracias, cuánta fortaleza y paz nos da el Señor! Allí mejora nuestra presencia de Dios a lo largo del día, y sacamos fuerzas para llevar con garbo las contrariedades de la jornada; allí se enciende el afán de trabajar mejor, y nos llevamos una buena provisión de paz y alegría para la vida de familia... El Señor, que es buen pagador, agradece siempre el que hayamos ido a visitarle. "Es tan agradecido, que un alzar de ojos con acordarnos de Él no deja sin premio" (13).

En la Visita al Santísimo vamos a hacer compañía a Jesús Sacramentado durante unos minutos. Quizá ese día no han sido muchos quienes le han visitado, aunque Él los esperaba. Por eso le alegra mucho más el vernos allí. Rezaremos alguna oración acostumbrada junto a la Comunión espiritual, le pediremos ayudas -espirituales y materiales-, le contaremos lo que nos preocupa y lo que nos alegra, le diremos que, a pesar de nuestras miserias, puede contar con nosotros para evangelizar de nuevo el mundo, le diremos, quizá, que queremos acercarle un amigo... "¿Qué haremos, preguntáis algunas veces, en la presencia de Dios Sacramentado? Amarle, alabarle, agradecerle y pedirle. ¿Qué hace un sediento en vista de una fuente cristalina?" (14).

Cuando dejemos el templo, después de esos momentos de oración, habrá crecido en nosotros la paz, la decisión de ayudar a los demás, y un vivo deseo de comulgar, pues la intimidad con Jesús no se realizará completamente más que en la Comunión. Nos habrá servido, en fin, para aumentarla presencia de Dios en medio del trabajo y de nuestras ocupaciones diarias. Nos será fácil mantener con Él un trato de amistad y de confianza a lo largo del día.

Los primeros cristianos, desde el momento en que tuvieron iglesias y reserva del Santísimo Sacramento, ya vivían esta piadosa costumbre. Así comenta San Juan Crisóstomo estas breves palabras del Evangelio: "Y entró Jesús en el templo. Esto era lo propio de un buen hijo: pasar enseguida a la casa de su padre, para tributarle allí el honor debido. Como tú, que debes imitar a Jesucristo, cuando entres en una ciudad debes, lo primero, ir a la iglesia" (15).

Una vez en la iglesia, podremos localizar fácilmente el sagrario -que es adonde se debe dirigir en primer lugar nuestra atención-, pues deberá estar situado en un lugar "verdaderamente destacado" y "apto para la oración privada". Y en él, la presencia de la Santísima Eucaristía estará indicada por la pequeña lámpara que, como signo de honor al Señor, arderá de continuo junto al tabernáculo (16).

Al terminar nuestra oración le pedimos a nuestra Madre Santa María que nos enseñe a tratar a Jesús realmente presente en el sagrario como Ella le trató en aquellos años de su vida en Nazaret.

 

[Pascua]

 

(1) Cfr. Lc. 24, 35-48.- (2) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Amigos de Dios, 302.- (3) Cfr. Jn 21, 7.- (4) Cfr. CONCILIO DE TRENTO, Can. 4 sobre la Eucaristía, Dz 886.- (5) JUAN PABLO II, Alocución, 31-X-1982.- (6) PIO XII, Enc. Mediator Dei, 20-XI-1947.- (7) Cfr. J. ESCRIVA DE BALAGUER, Camino, n. 537.- (8) Cfr. Lc 10, 42.- (9) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 154.- (10) PABLO VI, Enc. Mysterium fidei, 3-IX-1965.- (11) Cfr. Instrucción sobre el Misterio Eucarístico, 50.- (12) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Surco, n. 688.- (13) SANTA TERESA, Camino de perfección, 23, 3.- (14) SAN ALFONSO Mª DE LIGORIO, Visitas al Stmo. Sacramento, 1.- (15) SAN JUAN CRISOSTOMO, en Catena Aurea, vol. III, p. 14.- (16) Cfr. Instrucción sobre el Misterio Eucarístico, 53 y 57. Cfr. Código de Derecho Canónico, can. 938 y 940.

 

 

PASCUA. OCTAVA DE PASCUA. VIERNES

52. Constancia en el apostolado.

- La pesca milagrosa. Junto al Señor, los frutos son siempre abundantes. Distinguir al Señor en medio de los acontecimientos de la vida.

- El apostolado supone un trabajo paciente.

- Contar con el tiempo. Poner más medios humanos y sobrenaturales cuanta más resistencia ofrezca un alma.

 

I. Jesucristo... es la piedra angular: ningún otro puede salvar; bajo el cielo no se nos ha dado otro nombre que pueda salvarnos (1).

Los Apóstoles han marchado de Jerusalén a Galilea, como les había indicado el Señor (2). Están junto al lago: en el mismo lugar o en otro semejante donde un día los encontró Jesús y los invitó a seguirle. Ahora han vuelto a su antigua profesión, la que tenían cuando el Señor los llamó. Jesús los halla de nuevo en su tarea. Acaeció así: estaban juntos Simón Pedro y Tomás, llamado Dídimo, Natanael, que era de Caná de Galilea, los hijos de Zebedeo y otros dos de sus discípulos (3). Son siete en total. Es la hora del crepúsculo. Otras barcas han salido ya para la pesca. Entonces, les dijo Simón Pedro: Voy a pescar. Le contestaron: Vamos también nosotros contigo. Salieron, pues, y subieron a la barca, pero aquella noche no pescaron nada.

 Al alba, se presentó Jesús en la orilla. Jesús resucitado va en busca de los suyos para fortalecerlos en la fe y en su amistad, y para seguir explicándoles la gran misión que les espera. Los discípulos no se dieron cuenta de que era Jesús, no acaban de reconocerle. Están a unos doscientos codos, a unos cien metros. A esa distancia, entre dos luces, no distinguen bien los rasgos de un hombre, pero pueden oírle cuando levanta la voz. ¿Tenéis algo que comer?, les pregunta el Señor. Le contestaron: No. Él les dijo: Echad la red a la derecha de la barca, y encontraréis. Y Pedro obedece: La echaron y ya no podían sacarla por la gran cantidad de peces. Juan confirma la certeza interior de Pedro. Inclinándose hacia él, le dijo: ¡Es el Señor! Pedro, que se ha estado conteniendo hasta este momento, salta como impulsado por un resorte. No espera a que las barcas lleguen a la orilla. Al oír Simón Pedro que era el Señor, se ciñó la túnica y se echó al mar. Los otros discípulos vinieron en la barca, pues no estaban lejos de tierra, sino a doscientos codos, arrastrando la red con los peces. El amor de Juan distinguió inmediatamente al Señor en la orilla: ¡Es el Señor! "El amor, el amor lo ve de lejos. El amor es el primero que capta esas delicadezas. Aquel Apóstol adolescente, con el firme cariño que siente hacia Jesús, porque quería a Cristo con toda la pureza y toda la ternura de un corazón que no ha estado corrompido nunca, exclamó: ¡es el Señor!" (4).

Por la noche -por su cuenta-, en ausencia de Cristo habían trabajado inútilmente. Han perdido el tiempo. Por la mañana, con la luz, cuando Jesús está presente, cuando ilumina con su Palabra, cuando orienta la faena, las redes llegan repletas a la orilla.

En cada día nuestro ocurre lo mismo. En ausencia de Cristo, el día es noche; el trabajo, estéril: una noche más, una noche vacía, un día más en la vida. Nuestros esfuerzos no bastan, necesitamos a Dios para que den fruto. Junto a Cristo, cuando le tenemos presente, los días se enriquecen. El dolor, la enfermedad, se convierten en un tesoro que permanece más allá de la muerte; la convivencia con quienes nos rodean se torna junto a Jesús un mundo de posibilidades de hacer el bien: pormenores de atención, aliento, cordialidad, petición por los demás...

El drama de un cristiano comienza cuando no ve a Cristo en su vida; cuando por la tibieza, el pecado o la soberbia se nubla su horizonte; cuando se hacen las cosas como si no estuviera Jesús junto a nosotros, como si no hubiera resucitado.

Debemos pedirle mucho a la Virgen que sepamos distinguir al Señor en medio de los acontecimientos de la vida; que podamos decir muchas veces: ¡Es el Señor! Y esto, en el dolor y en la alegría, en cualquier circunstancia. Junto a Cristo, cerca siempre de Él, seremos apóstoles, en medio del mundo, en todos los ambientes y situaciones (5).

 

II. Cuando descendieron a tierra vieron unas brasas preparadas, un pez puesto encima y pan. Jesús les dijo: Traed algunos de los peces que habéis pescado ahora. Subió Simón Pedro y sacó a tierra la red llena de ciento cincuenta y tres peces grandes. Y aunque eran tantos no se rompió la red. Los Santos Padres han comentado con frecuencia este episodio diciendo que la barca representa a la Iglesia, cuya unidad está simbolizada por la red que no se rompe; el mar es el mundo; Pedro, en la barca, simboliza la suprema autoridad de la Iglesia; el número de peces significa los llamados (6). Nosotros, como los Apóstoles, somos los pescadores que han de llevar a las gentes a los pies de Cristo, porque las almas son de Dios (7).

"¿Por qué contó el Señor tantos pescadores entre sus Apóstoles? (...) ¿Qué cualidad vio en ellos Nuestro Señor? Creo que había una cosa que apreció particularmente en quienes habían de ser sus Apóstoles: una paciencia inquebrantable (...). Han trabajado toda la noche y no han pescado nada; muchas horas de espera, en las que la luz gris de la aurora les traería su premio, y no lo ha habido (...).

"¡Cuánto ha esperado la Iglesia de Cristo a través de los siglos (...) extendiendo pacientemente su invitación y dejando que la gracia hiciera su obra! (...) ¿Qué importa si en un sitio o en otro ha trabajado duramente y recogido muy poco para su Maestro? Sobre su palabra, pese a todo, volverá a echar la red, hasta que su gracia, cuyos límites no guardan proporción con el esfuerzo humano, le traiga de nuevo una nueva pesca" (8). No sabemos cómo ni cuándo, pero todo esfuerzo apostólico da su fruto, aunque en muchas ocasiones nosotros no lo veamos. El Señor nos pide a los cristianos la paciente espera de los pescadores. Ser constantes en el apostolado personal con los amigos y conocidos. No abandonarlos jamás, no dejar a nadie por imposible.

La paciencia es parte principal de la fortaleza y nos lleva a saber esperar cuando así lo requiera la situación, a poner más medios humanos y sobrenaturales, a recomenzar muchas veces, a contar con nuestros defectos y con los de las personas que queremos llevar a Dios. "La fe es un requisito imprescindible en el apostolado, que muchas veces se manifiesta en la constancia para hablar de Dios, aunque tarden en venir los frutos.

"Si perseveramos, si insistimos bien convencidos de que el Señor lo quiere, también a tu alrededor, por todas partes, se apreciarán señales de una revolución cristiana: unos se entregarán, otros se tomarán en serio su vida interior, y otros -los más flojos- quedarán al menos alertados" (9).

 

III. Jesús llamó a los Apóstoles conociendo sus defectos. Los quiere como son. A Pedro le dirá, después de haber comido con ellos aquella mañana: Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?... Apacienta mis corderos... Apacienta mis ovejas (10). Cuenta con ellos para fundar su Iglesia; les da el poder de realizar en su nombre el Sacrificio del altar, el poder de perdonar los pecados, les hace depositarios de su doctrina y de sus enseñanzas... Confía en ellos y los forma con paciencia; cuenta con el tiempo para hacerlos idóneos para la misión que han de desempeñar.

El Señor también ha previsto los momentos y el modo de santificar a cada uno, respetando su personal correspondencia. A nosotros nos toca ser buenos canales por los que llega la gracia del Señor, facilitar la acción del Espíritu Santo en nuestros amigos, parientes, conocidos, colegas... Si el Señor no se cansa de dar su ayuda a todos, ¿cómo nos vamos a desalentar nosotros, que somos simples instrumentos? Si la mano del carpintero sigue firme sobre la madera, ¿cómo va a ser reacia la garlopa en realizar su trabajo? No es corta la senda que conduce al Cielo. Y Dios no suele conceder gracias que consigan inmediatamente y de forma definitiva la santidad. Nuestros amigos, de ordinario, se acercarán poco a poco hasta el Señor. Encontraremos resistencias, consecuencia muchas veces del pecado original, que ha dejado sus secuelas en el alma, y también de los pecados personales. A nosotros nos corresponde facilitar la acción de Dios con nuestra oración, la mortificación, el quererles de verdad, el ejemplo, la palabra oportuna, la amistad sincera, la comprensión, el pasar por alto sus defectos... Si nuestros amigos tardan en responder a la gracia, nosotros debemos prodigar las muestras de amistad y de afecto, hacer más sólido el soporte humano sobre el que se apoya el apostolado. Afianzar el trato humano con esa persona, que parece no querer comprometerse en aquello que pueda acercarle a Cristo, es señal por nuestra parte de amistad verdadera y de rectitud de intención, de que nos mueve verdaderamente el deseo de que Dios tenga muchos amigos en la tierra, y el bien de nuestros amigos.

El Evangelio nos muestra cómo el Señor era Amigo de sus discípulos, dedicándoles todo el tiempo necesario: les pregunta si tienen algo que comer, para iniciar el diálogo, les prepara luego una pequeña comida a la orilla del lago, se marcha con Pedro mientras Juan les sigue, le dice que continúa confiando en él. No nos debe extrañar que unos amigos así tratados por el Amigo, den luego la vida hasta el martirio, por Él y por la salvación del mundo. Pidamos a Santa María que nos ayude a imitar a Jesús, de modo que en la amistad no seamos "un elemento pasivo tan sólo. Tienes que convertirte en verdadero amigo de tus amigos: "ayudarles". Primero, con el ejemplo de tu conducta. Y luego, con tu consejo y con el ascendiente queda la intimidad." (11)

 

[Pascua]

 

(1) Primera lectura. Hech 4, 12.- (2) Cfr. Mt 28, 7.- (3) Jn 21, 2 y ss.- (4) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Amigos de Dios, 266.- (5) Cfr. F. FERNANDEZ CARVAJAL, La tibieza, Palabra, 6ª ed., Madrid 1986, pp. 157 y ss.- (6) Cfr. SAN AGUSTIN, Comentario sobre San Juan, in loc.- (7) Cfr. J. ESCRIVA DE BALAGUER, Amigos de Dios, 267.- (8) R. A. KNOX, Sermón predicado en la festividad de San Pedro y San Pablo, 29-VI-1947.- (9) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Surco, n. 207.- (10) Jn 21, 15-17.- (11) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Surco, n. 731.

 

PASCUA. OCTAVA DE PASCUA. SABADO

53. Id al mundo entero...

- El Señor nos envía al mundo para dar a conocer su doctrina.

- Como los Apóstoles, encontraremos obstáculos. Ir contra corriente. La reevangelización de Europa y del mundo. Santidad personal.

- "Tratar a las almas una a una". Optimismo sobrenatural.

 

I. La Resurrección del Señor es una llamada al apostolado hasta el fin de los tiempos. Cada una de las apariciones concluye con un mandato apostólico. A María Magdalena le dice Jesús: ... ve a mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre (1); a las demás mujeres: Id y decid a mis hermanos que vayan a Galilea y que allí me verán (2). Los mismos discípulos de Emaús sienten la necesidad, aquella misma noche, de comunicar a los demás que Cristo vive (3). En el Evangelio de la Misa de hoy, San Marcos recoge el gran mandato apostólico, que seguirá vigente siempre: Por último se apareció a los Once, cuando estaban a la mesa (...). Y les dijo: Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda la creación (4).

Desde entonces, los Apóstoles comienzan a dar testimonio de lo que han visto y oído, y a predicar en el nombre de Jesús la penitencia para la remisión de los pecados a todas las naciones, comenzando por Jerusalén (5). Lo que predican y atestiguan no son especulaciones, sino hechos salvíficos de los que ellos han sido testigos. Cuando por la muerte de Judas es necesario completar el número de doce Apóstoles, se exige como condición que sea testigo de la Resurrección (6).

En aquellos Once está representada toda la Iglesia. En ellos, todos los cristianos de todos los tiempos recibimos el gozoso mandato de comunicar a quienes encontramos en nuestro caminar que Cristo vive, que en Él ha sido vencido el pecado y la muerte, que nos llama a compartir una vida divina, que todos nuestros males tienen solución... El mismo Cristo nos ha dado este derecho y este deber. "La vocación cristiana es, por su misma naturaleza, vocación también al apostolado" (7), y "todos los fieles, desde el Papa al último bautizado, participan de la misma vocación, de la misma fe, del mismo Espíritu, de la misma gracia (...). Todos participan activa y corresponsablemente (...) en la única misión de Cristo y de la Iglesia" (8).

Nadie nos debe impedir el ejercicio de este derecho, el cumplimiento de este deber. La primera lectura de la Misa nos relata la reacción de los Apóstoles cuando los sumos sacerdotes y los letrados les prohíben absolutamente predicar y enseñar en el nombre de Jesús. Pedro y Juan replicaron: ¿Puede aprobar Dios que os obedezcamos a vosotros en vez de a él? Juzgadlo vosotros. Nosotros no podemos menos de contar lo que hemos visto y oído (9).

Tampoco nosotros podemos callar. Es mucha la ignorancia a nuestro alrededor, es mucho el error, son incontables los que andan por la vida perdidos y desconcertados porque no conocen a Cristo. La fe y la doctrina que hemos recibido debemos comunicarla a muchos a través del trato diario. ""No se enciende la luz para ponerla debajo de un celemín, sino sobre un candelero, a fin de que alumbre a todos los de la casa; brille así vuestra luz ante los hombres, de manera que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos".

"Y, al final de su paso por la tierra, manda: "euntes docete" -id y enseñad. Quiere que su luz brille en la conducta y en las palabras de sus discípulos, en las tuyas también" (10).

 

II. En cuanto los Apóstoles comenzaron, con valentía y audacia, a enseñar la verdad sobre Cristo, empezaron también los obstáculos, y más tarde la persecución y el martirio. Pero al poco tiempo la fe en Cristo traspasará Palestina, alcanzando Asia Menor, Grecia e Italia, llegando a hombres de toda cultura, posición social y raza.

También nosotros debemos contar con las incomprensiones, señal cierta de predilección divina y de que seguimos los pasos del Señor, pues no es el discípulo más que el Maestro (11). Las recibiremos con alegría, como permitidas por Dios; las acogeremos como ocasiones para actualizar la fe, la esperanza y el amor; nos ayudarán a incrementar la oración y la mortificación, con la confianza de que la oración y el sacrificio siempre producen frutos (12), pues los elegidos del Señor no trabajarán en vano (13). Y trataremos siempre bien a los demás, con comprensión, ahogando el mal en abundancia de bien (14).

No nos debe extrañar que en muchas ocasiones hayamos de ir contra corriente en un mundo que parece alejarse cada vez más de Dios, que tiene como fin del bienestar material, y que desconoce o relega a segundo plano los valores espirituales; un mundo que algunos quieren organizar completamente de espaldas a su Creador. A la profunda y desordenada atracción que los bienes materiales ejercen sobre quienes han perdido todo trato con Dios, se suma el mal ejemplo de algunos cristianos que, "con el descuido de la educación religiosa, o con la exposición inadecuada de la doctrina, o incluso con los defectos de su vida religiosa, moral y social, han velado más bien que revelado el genuino rostro de Dios y de la religión" (15).

El campo apostólico en el que habían de sembrar los Apóstoles y los primeros cristianos era un terreno duro, con abrojos, cardos y espinos. Sin embargo, la semilla que esparcieron fructificó abundantemente. En unas tierras el ciento, en otras el sesenta, en otras el treinta por uno. Basta que haya un mínimo de correspondencia para que el fruto llegue, porque es de Dios la semilla, y Él quien hace crecer la vida divina en las almas (16). A nosotros nos toca el trabajo apostólico de prepararlas: en primer lugar, con la oración, la mortificación y las obras de misericordia, que atraen siempre el favor divino; con la amistad, la comprensión, la ejemplaridad.

El Señor nos espera en la familia, en la Universidad, en la fábrica, en las asociaciones más diversas, dispuestos a recristianizar de nuevo el mundo: Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda la creación, nos sigue diciendo el Señor. Es la nuestra una época en la que Cristo necesita hombres y mujeres que sepan estar junto a la Cruz, fuertes, audaces, sencillos, trabajadores, sin respetos humanos a la hora de hacer el bien, alegres, que tengan como fundamento de sus vidas la oración, un trato lleno de amistad con Jesucristo.

El Señor cuenta con nuestros propósitos de ser mejores, de luchar más contra los defectos y contra todo aquello, por pequeño que sea, que nos separa de Él; cuenta con un apostolado intenso entre aquellas personas con las que nos relacionamos más a menudo. Debemos pensar hoy en nuestra oración si a nuestro alrededor, como ocurría entre los primeros cristianos, hay una porción de gente que se está acercando más firmemente a Dios. Debemos preguntarnos si nuestra vida influye para bien entre aquellos que frecuentan nuestro trato por razón de amistad, de trabajo, de parentesco, etcétera.

 

III. Del misterio pascual de Cristo nace la Iglesia y ésta se presenta a los hombres de su tiempo con una apariencia pequeña, como la levadura, pero con una fuerza divina capaz de transformar el mundo, haciéndolo más humano y más cercano a su Creador. Muchos hombres de buena voluntad han respondido hoy a las frecuentes llamadas del sucesor de Pedro para dar luz a tantas conciencias que andan en la oscuridad en tierras en las que en otro tiempo se amaba a Cristo.

Como hicieron los primeros cristianos, "lo verdaderamente importante es tratar a las almas una a una, para acercarlas a Dios" (17). Por eso, nosotros mismos debemos estar muy cerca del Señor, unidos a Él como el sarmiento a la vid (18). Sin santidad personal no es posible el apostolado, la levadura viva se convierte en masa inerte. Seríamos absorbidos por el ambiente pagano que con frecuencia encontramos en quienes quizá en otro tiempo fueron buenos cristianos.

La Primera lectura de la Misa nos dice que los sumos sacerdotes, los ancianos y los letrados estaban sorprendidos viendo el aplomo de Pedro y Juan, sabiendo que eran hombres sin letras ni instrucción, y descubrieron que habían sido compañeros de Jesús (19). A los Apóstoles se les ve seguros, sin complejos, con el optimismo que da el ser amigos de Cristo. Esa amistad que crece día a día en la oración, en el trato con Él.

El cristiano, si está unido al Señor, será siempre optimista, "con un optimismo sobrenatural que hunde sus raíces en la fe, que se alimenta de la esperanza y a quien pone alas el amor (...).

"Fe: evitad el derrotismo y las lamentaciones estériles sobre la situación religiosa de vuestros países, y poneos a trabajar con empeño, moviendo (...) a otras muchas personas. Esperanza: Dios no pierde batallas (J. Escrivá de Balaguer, passim) (...). Si los obstáculos son grandes, también es más abundante la gracia divina: será Él quien los remueva, sirviéndose de cada uno como de una palanca. Caridad: trabajad con mucha rectitud, por amor a Dios y a las almas. Tened cariño y paciencia con el prójimo, buscad nuevos modos, iniciativas nuevas: el amor aguza el ingenio. Aprovechad todos los cauces (...) para esta tarea de edificar una sociedad más cristiana y más humana" (20).

Santa María, Reina de los Apóstoles, nos encenderá en la fe, en la esperanza y en el amor de su Hijo para que colaboremos eficazmente, en nuestro propio ambiente y desde él, a recristianizar el mundo de hoy, tal como el Papa nos pide. En nuestros oídos siguen resonando las palabras del Señor: Id a todo el mundo... Entonces sólo eran Once hombres, ahora somos muchos más... Pidamos la fe y el amor de aquellos.

 

[Pascua]

 

(1) Jn 20, 17.- (2) Mt 28, 10.- (3) Cfr. Lc 24, 35.- (4) Mc 14, 15-16.- (5) Cfr. Lc 24, 44-47.- (6) Cfr. Hech 1, 21-22.- (7) CONC. VAT. II, Decr. Apostolicam actuositatem, 2.- (8) A. DEL PORTILLO, Fieles y laicos en la Iglesia, EUNSA, 1ª ed., Pamplona 1969, p. 38.- (9) Hech 4, 20.- (10) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Surco, n. 930.- (11) Mt 10, 24.- (12) Cfr. J. ESCRIVA DE BALAGUER, Camino, nn. 694-697.- (13) Is 65, 23.- (14) Cfr. Rom 12, 21.- (15) CONC. VAT. II, Const. Guadium et spes, 19.- (16) Cfr. 1 Cor 3, 6.- (17) A. DEL PORTILLO, Carta pastoral, 25-XII-1985, n. 9.- (18) Cfr. Jn 15, 5.- (19) Hech 4, 13.- (20) A. DEL PORTILLO, Ibídem, n. 10.