CUARESMA. TERCERA SEMANA


DOMINGO

19. El sentido de la mortificación.

- Para seguir de verdad a Cristo es necesario llevar una vida mortificada y estar cerca de la Cruz. Quien rehuye el sacrificio, se aleja de la santidad.

- Con la mortificación nos elevamos hasta el Señor. Perder el miedo al sacrificio.

- Otros motivos de la mortificación.

 

I. Si todos los actos de la vida de Cristo son redentores, la salvación del género humano culmina en la Cruz, hacia la que Cristo encamina toda su vida en la tierra: Tengo que recibir un bautismo, y ¡cómo me siento urgido hasta que se cumpla! (1), dirá a sus discípulos camino de Jerusalén. Les revela las ansias incontenibles de dar su vida por nosotros, y nos da ejemplo de su amor a la Voluntad del Padre muriendo en la Cruz. Y es en la Cruz donde el alma alcanza la plenitud de la identificación con Cristo. Ese es el sentido más profundo que tienen los actos de mortificación y penitencia.

Para ser discípulo del Señor es preciso seguir su consejo: el que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame (2). No es posible seguir al Señor sin la Cruz. Las palabras de Jesús tienen vigencia en todos los tiempos, ya que fueron dirigidas a todos los hombres, pues el que no toma su cruz y me sigue -nos dice a cada uno- no puede ser mi discípulo (3). Tomar la cruz -la aceptación del dolor y de las contrariedades que Dios permite para nuestra purificación, el cumplimiento costoso de los propios deberes, la mortificación cristiana asumida voluntariamente- es condición indispensable para seguir al Maestro.

"¿Qué sería un Evangelio, un cristianismo sin Cruz, sin dolor, sin el sacrificio del dolor? -se preguntaba Pablo VI-. Sería un Evangelio, un Cristianismo sin Redención, sin Salvación, de la cual -debemos reconocerlo aquí con sinceridad despiadada- tenemos necesidad absoluta. El Señor nos ha salvado con la Cruz; con su muerte nos ha vuelto a dar la esperanza, el derecho a la Vida..." (4). Sería un cristianismo desvirtuado que no serviría para alcanzar el Cielo, pues "el mundo no puede salvarse sino con la Cruz de Cristo" (5).

Unida al Señor, la mortificación voluntaria y las mortificaciones pasivas adquieren su más hondo sentido. No son algo dirigido primariamente a la propia perfección, o una manera de sobrellevar con paciencia las contrariedades de esta vida, sino participación en el misterio de la Redención.

La mortificación puede parecer a algunos locura o necedad, residuo de otras épocas que no engarzan bien con los adelantos y el nivel cultural de nuestro tiempo. También puede ser signo de contradicción o piedra de escándalo para aquellos que viven olvidados de Dios. Pero todo esto no debe sorprender: ya San Pablo escribía que la Cruz era escándalo para los judíos, locura para los gentiles (6). Y en la medida en que los mismos cristianos pierden el sentido sobrenatural de sus vidas se resisten a entender que a Cristo sólo le podemos seguir a través de una vida de sacrificio, cerca de la Cruz. "Si no eres mortificado nunca serás alma de oración" (7). Y Santa Teresa señala: "Creer que (el Señor) admite a Su amistad a gente regalada y sin trabajos es disparate" (8).

Los mismos Apóstoles que siguen a Cristo cuando es aclamado por multitudes, aunque le amaban profundamente e incluso estaban dispuestos a dar su vida por Él, no le siguen hasta el Calvario, pues aún -por no haber recibido al Espíritu Santo- eran débiles. Existe un largo camino entre ir en pos de Cristo cuando este seguimiento no exige mucho, y el identificarse plenamente con Él, a través de las tribulaciones, pequeñas y grandes, de una vida mortificada.

El cristiano que va por la vida rehuyendo sistemáticamente el sacrificio, que se rebela ante el dolor, se aleja también de la santidad y de la felicidad, que está muy cerca de la Cruz, muy cerca de Cristo Redentor.

 

II. El Señor pide a cada cristiano que le siga de cerca, y para esto es necesario acompañarle hasta el Calvario. Nunca deberíamos olvidar estas palabras: el que no toma su cruz y me sigue no es digno de mí (9). Mucho antes de padecer en la Cruz, ya Jesús hablaba a sus seguidores de que habrían de cargar con ella.

Hay en la mortificación una paradoja, un misterio, que sólo puede comprenderse cuando hay amor: detrás de la aparente muerte está la Vida; y el que con egoísmo trata de conservar la vida para sí, la pierde: el que quiera salvar su vida la perderá: y el que la pierda por mí la hallará (10). Para dar frutos, amando a Dios, ayudando de una manera efectiva a los demás, es necesario el sacrificio. No hay cosecha sin sementera: si el grano de trigo no muere al caer en la tierra, queda infecundo; pero si muere, produce mucho fruto (11). Para ser sobrenaturalmente eficaces debe uno morir a sí mismo mediante la continua mortificación, olvidándose por completo de su comodidad y de su egoísmo. "-¿No quieres ser grano de trigo, morir por la mortificación, y dar espigas bien granadas? -¡Que Jesús bengida tu trigal!" (12).

Debemos perder el miedo al sacrificio, a la voluntaria mortificación, pues la Cruz la quiere para nosotros un Padre que nos ama y sabe bien lo que más nos conviene. Él quiere siempre lo mejor para nosotros: Venid a mí los que estáis fatigados y cargados, nos dice, que yo os aliviaré. Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas, pues mi yugo es suave, y mi carga, ligera (13). Junto a Cristo, las tribulaciones y penas no oprimen, no pesan, y por el contrario disponen al alma para la oración, para ver a Dios en los sucesos de la vida.

Con la mortificación nos elevamos hasta el Señor; sin ella quedamos a ras de tierra. Con el sacrificio voluntario, con el dolor ofrecido y llevado con paciencia y amor nos unimos firmemente al Señor. "Como si dijera: todos los que andáis atormentados, afligidos y cargados con la carga de vuestros cuidados y apetitos, salid de ellos, viniendo a mí, y yo os recrearé, y hallaréis para vuestras almas el descanso que os quitan vuestros apetitos" (14).

 

III. Para decidirnos a vivir con generosidad la mortificación, interesa comprender bien las razones que le dan sentido. A algunos les puede costar ser más mortificados porque no han entendido o descubierto ese sentido. Son varios los motivos que impulsan al cristiano hacia la mortificación. El primero es el que hemos considerado anteriormente: desear identificarse con el Señor y seguirle en su afán de redimir en la Cruz, ofreciéndose a Sí mismo en sacrificio al Padre. Nuestra mortificación tiene así los mismos fines de la Pasión de Cristo y de la Santa Misa, y se traduce en una unión cada vez más plena a la Voluntad del Padre.

Pero la mortificación es también medio para progresar en las virtudes. El sacerdote, en el diálogo que precede al Prefacio de la Misa, alza sus manos al cielo mientras dice: -Levantemos el corazón, y se oye al pueblo fiel: -¡Lo tenemos levantado hacia el Señor! Nuestro corazón debe estar permanentemente dirigido hacia Dios. El corazón del cristiano debe estar lleno de amor, con la esperanza siempre puesta en su Señor. Para eso es preciso que no esté atrapado y prisionero de las cosas de la tierra, que vaya quedando más purificado. Y esto no es posible sin la penitencia, sin la continua mortificación, que es "medio para ir adelante" (15). Sin ella, el alma queda sujeta por las mil cosas en que tienden a desparramarse los sentidos: apegamientos, impurezas, aburguesamiento, deseos de inmoderada comodidad...La mortificación nos libera de muchos lazos y nos capacita para amar.

La mortificación es medio indispensable para hacer apostolado, extendiendo el Reino de Cristo: "La acción nada vale sin la oración: la oración se avalora con el sacrificio" (16). Muy equivocados andaríamos si quisiéramos atraer a otros hacia Dios sin apoyar esa acción con una oración intensa, y si esa oración no fuese reforzada con la mortificación gustosamente ofrecida. Por eso se ha dicho, de mil modos diferentes, que la vida interior, manifestada especialmente en la oración y la mortificación, es el alma de todo apostolado (17).

No olvidemos, por último, que la mortificación sirve también como reparación por nuestras faltas pasadas, hayan sido pequeñas o grandes. De ahí que en muchas ocasiones le pidamos al Señor que nos ayude a enmendar la vida pasada: "emendationem vitae, spatium verae paenitentiae... tribuat nobis omnipotens et misericors Dominus" Que el Señor omnipotente y misericordioso nos conceda la enmienda de nuestra vida y un tiempo de verdadera penitencia (18). De este modo, por la mortificación, hasta las mismas faltas pasadas se convierten en fuente de nueva vida. "Entierra con la penitencia, en el hoyo profundo que abra tu humildad, tus negligencias, ofensas y pecados. -Así entierra el labrador, al pie del árbol que los produjo, frutos podridos, ramillas secas y hojas caducas. -Y lo que era estéril, mejor, lo que era perjudicial, contribuye eficazmente a una nueva fecundidad.

"Aprende a sacar, de las caídas, impulso: de la muerte, vida" (19).

Le pedimos al Señor que sepamos aprovechar nuestra vida, a partir de ahora, del mejor de los modos: "Cuando recuerdes tu vida pasada, pasada sin pena ni gloria, considera cuánto tiempo has perdido y cómo lo puedes recuperar: con penitencia y con mayor entrega" (20). Y, cuando algo nos cueste, vendrá a nuestra mente alguno de estos pensamientos que nos mueva a la mortificación generosa: "¿Motivos para la penitencia?: Desagravio, reparación, petición, hacimiento de gracias: medio para ir adelante...: por ti, por mí, por los demás, por tu familia, por tu país, por la Iglesia... Y mil motivos más" (21).

 

 

 

(1)Cfr. Lc 12, 50.- (2) Mt 16, 24.- (3) Lc 14, 27.- (4) PABLO VI, Alocución, 24-III-1967.- (5) SAN LEON MAGNO, Sermón 51 .- (6) 1 Cor 1, 23.- (7) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Camino, n. 172.- (8) SANTA TERESA, Camino de perfección, 18, 2.- (9) Mt 10, 38.- (10) Mt 16, 24 ss.- (11) Jn 12, 24-25.- (12) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Camino, n. 199.- (13) Mt 11, 28-30.- (14) SAN JUAN DE LA CRUZ, Subida al Monte Carmelo, I, 7, 4.- (15) Cfr. J. ESCRIVA DE BALAGUER, Camino, n. 232.- (16) J. ESCRIVA DE BALAGUER, loc. cit., n. 81.- (17) Cfr. J. B. CHAUTARD, El alma de todo apostolado, Ed. Palabra, 5ª ed. Madrid 1978.- (18) MISAL ROMANO, fórmula de intención de la Misa.- (19) J. ESCRIVA DE BALAGUER, loc. cit., n. 211.- (20) IDEM, Surco, n. 996.- (21) IDEM, Camino, n. 232.

 

 

CUARESMA. TERCERA SEMANA. LUNES

20. Docilidad y buenas disposiciones para encontrar a Jesús.

- Fe y correspondencia a la gracia. Purificar nuestra alma para ver a Jesús.

- La curación de Naamán. Docilidad y humildad.

- Docilidad en la dirección espiritual.

 

I. Mi alma se consume y anhela los atrios del Señor, mi corazón salta de gozo por el Dios vivo, leemos en la Antífona de entrada de la Misa (1). Y para penetrar en la morada de Dios es necesario tener un alma limpia y humilde; para ver a Jesús hacen falta buenas disposiciones. Nos lo muestra, una vez más, el Evangelio de la Misa.

El Señor, después de un tiempo de predicación por las aldeas y ciudades de Galilea, vuelve a Nazaret, donde se había criado. Allí todos le conocen: es el hijo de José y de María. El sábado asistió a la sinagoga, según era su costumbre (2). Jesús se levantó para la lectura del texto sagrado, y escogió un pasaje mesiánico del profeta Isaías. San Lucas recoge la extraordinaria expectación que había en el ambiente: enrollando el libro se lo devolvió al ministro, y se sentó; todos en la sinagoga tenían los ojos fijos en él. Habían oído maravillas del hijo de María y esperaban ver cosas más extraordinarias en Nazaret.

Sin embargo, aunque al principio todos daban testimonio a favor de Él, y se admiraban de las palabras de gracia que procedían de sus labios (3), no tienen fe. Jesús les explica que los planes de Dios no se fundan en razones de patria o de parentesco: no basta con haber convivido con Él. Es necesaria una fe grande.

Utiliza algunos ejemplos del Antiguo Testamento: Muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo, y ninguno de ellos fue curado, sino Naamán, el sirio. Se conceden las gracias del Cielo, sin limitaciones por parte de Dios, sin tener en cuenta la raza -Naamán no pertenecía al pueblo judío-, la edad o la posición social. Pero Jesús no encontró buenas disposiciones en los oyentes, en la tierra donde se había criado, y por esto no hizo allí ningún milagro. Aquellas gentes sólo vieron en Él al hijo de José, el que les hacía las mesas y les arreglaba las puertas. ¿No es éste el hijo de José?, se preguntaban (4). No supieron ver más allá. No descubrieron al Mesías que les visitaba.

Nosotros, para contemplar al Señor, también debemos purificar nuestra alma. "Ese Cristo, que tú ves, no es Jesús. -Será, en todo caso, la triste imagen que pueden formar tus ojos turbios...-Purifícate. Clarifica tu mirada con la humildad y la penitencia. Luego... no te faltarán las limpias luces del Amor. Y tendrás una visión perfecta. Tu imagen será realmente la suya: ¡Él!" (5).

La Cuaresma es buena ocasión para intensificar nuestro amor con obras de penitencia que disponen el alma a recibir las luces de Dios.

 

II. En la Primera lectura de la Misa se nos narra la curación de Naamán, general del ejército del rey de Siria (6), al que hace referencia el Señor en el Evangelio. Este enfermo de lepra oyó decir a una esclava hebrea que en Israel vivía un Profeta con poder para curarle de su mal. Y después de un largo viaje llegó Naamán con sus caballos y sus carros, y se paró ante Eliseo. Y el profeta le mandó un mensajero diciendo: ve, y lávate siete veces en el Jordán y tu carne recobrará la salud y quedarás limpio. Pero Naamán no entendió estos caminos de Dios, tan distintos de los que él había imaginado. Yo creía -dice- que saldría a mí, y puesto en pie invocaría el nombre de Yahvé, su Dios, y tocaría con su mano el lugar de la lepra y me curaría. Pues qué, ¿no son mejores el Abana y el Farfar, ríos de Damasco, que todas las aguas de Israel, para lavarme en ellas y limpiarme? El general sirio quería curarse y había recorrido un largo camino para esto, pero llevaba su propia solución sobre el modo de ser curado. Y cuando ya regresaba, dando como inútil el viaje, sus servidores le decían: aunque el profeta te hubiese mandado una cosa difícil debieras hacerla. Cuanto más habiéndote dicho lávate y serás limpio.

 Naamán reflexionó sobre las palabras de sus acompañantes y volvió con humildad a cumplir lo que le había dicho el Profeta Eliseo. Marchó, pues, y se lavó siete veces en el Jordán, conforme a las palabras del varón de Dios, y su carne se volvió como la de un niño, y quedó limpio. Recibió con humildad y docilidad un buen consejo que humanamente podía parecer inútil y quedó curado. Sus disposiciones interiores hicieron eficaz la oración de Eliseo.

También nosotros andamos con frecuencia enfermos del alma, con errores y defectos que no acabamos de arrancar. El Señor espera que seamos humildes y dóciles a las indicaciones y consejos de aquellas personas que Dios ha puesto para ayudarnos a buscar la santidad en medio de nuestro trabajo y en nuestra familia. No tengamos soluciones propias cuando el Señor nos indica otras, quizá contrarias a nuestros gustos y deseos. En lo que se refiere al alma, no somos buenos consejeros de nosotros mismos, ni buenos médicos. De ordinario, el Señor se vale de otras personas. "También a San Pablo le llamó Cristo por sí mismo y le habló. Mas, pudiendo revelarle en el acto el camino de la santidad, prefirió encaminarlo a Ananías y le ordenó que aprendiera de sus labios la verdad: levántate y entra en la ciudad, y se te dirá lo que has de hacer" (7). San Pablo se dejará guiar. Su fuerte personalidad, manifestada de tantos modos y en tantas ocasiones, le sirve ahora para ser dócil. Primero sus compañeros de viaje le llevaron a Damasco; luego Ananías le devolverá la vista y será ya un hombre útil para pelear las batallas del Señor.

En la dirección espiritual el alma se dispone para encontrar al Señor y reconocerle en lo ordinario.

 

III. La fe en los medios que el Señor nos da, obra milagros. En una ocasión el Señor pidió a un hombre que hiciera algo de lo que tenía sobrada experiencia que no podía realizar: extender una mano "seca", sin movimiento. Y la docilidad, muestra de una fe operativa, hizo posible el milagro: la extendió y quedó tan sana como la otra (8). A nosotros nos pedirán a veces cosas de las que nos sentimos incapaces, pero que serán posibles si dejamos que la gracia de Dios actúe en nosotros. Gracia que, con gran frecuencia, nos llegará como consecuencia de la docilidad en la dirección espiritual.

A nosotros nos pide el Señor no tener sólo un apoyo humano, que nos llevaría al pesimismo, sino una confianza sobrenatural. Nos pide ser sobrenaturalmente realistas, que es contar con Él, sabiendo que Jesucristo sigue actuando en nuestra vida.

Diez hombres encuentran su curación porque son dóciles. Jesucristo sólo les dice (9): -Id, mostraos a los sacerdotes. Y mientras iban, quedaron curados.

 En otra ocasión, el Señor se compadeció de un mendigo ciego de nacimiento (10) y, nos dice San Juan, Jesús escupió en tierra e hizo lodo con la saliva, y con este barro le untó sus ojos y le dijo: ve, lávate en la piscina de Siloé. El mendigo no lo dudó un instante. Fue, pues, y se lavó allí, y volvió con vista.

 "¡Qué ejemplo de fe segura nos ofrece este ciego! Una fe viva, operativa (...). ¿Qué poder encerraba el agua, para que al humedecer los ojos fueran curados? Hubiera sido más apropiado un misterioso colirio, una preciosa medicina preparada en el laboratorio de un sabio alquimista. Pero aquel hombre cree; pone por obra el mandato de Dios, y vuelve con los ojos llenos de claridad" (11).

La ceguera, los defectos, las flaquezas son males que tienen remedio. Nosotros no podemos nada, pero Jesucristo es omnipotente. El agua de aquella piscina siguió siendo agua; y el barro, barro. Pero el ciego recuperó la vista, y después, además una fe más viva en el Señor. Y así, tantas veces a lo largo del Evangelio, se nos muestra la fe de los que tratan a Jesús. Sin docilidad la dirección espiritual quedaría sin frutos. Y no podrá ser dócil quien se empeñe en ser tozudo, obstinado, incapaz de asimilar una idea distinta de la que ya tiene o de la que le dicta una experiencia negativa porque no contó con la ayuda de la gracia. El soberbio es incapaz de ser dócil, porque para aprender hay que estar convencido de que aún hay cosas que desconocemos y de que es necesario que alguien nos enseñe. Y para mejorar espiritualmente, debemos estar convencidos de que no somos todo lo buenos que Dios espera de nosotros.

En asuntos de la propia vida interior debemos estar prevenidos con una prudente desconfianza en el propio juicio, para poder aceptar otro criterio distinto u opuesto al nuestro. Y dejaremos que Dios nos haga y nos rehaga a través de acontecimientos e inspiraciones, a través de las luces recibidas en la dirección espiritual. Con la docilidad del barro en las manos del alfarero. Sin poner resistencias, con visión sobrenatural, oyendo a Cristo en aquella persona. Así nos dice la Sagrada Escritura: Bajé a casa del alfarero, y hallé que estaba trabajando sobre la rueda. Y la vasija de barro que estaba haciendo se deshizo entre sus manos; y al instante volvió a formar del mismo barro otra vasija de la forma que le plugo (...). Sabed que lo que es el barro en manos del alfarero eso sois vosotros en mis manos (12). Disponibilidad, docilidad, dejarnos hacer y rehacer por Dios cuantas veces sea necesario. Este puede ser el propósito de nuestra oración de hoy, que llevaremos a cabo con la ayuda de la Virgen.

 

 

 

(1) Antífona de entrada. Sal 83, 3.- (2) Lc 2, 16.- (3) Lc 4, 22.- (4) Ibídem.- (5) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Camino, n. 212.- (6) Cfr. 2 Rey 5, 1-15.- (7) CASIANO, Colaciones, 2.- (8) Cfr. Mt 12, 9 ss.- (9) Lc 17, 11-19.- (10) Jn 9, 1 ss.- (11) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Amigos de Dios, 193.- (12) Jer 18, 1-7.

 

 

CUARESMA. TERCERA SEMANA. MARTES

21. Perdonar y disculpar.

- Perdonar y olvidar las pequeñas ofensas que se producen a veces en la convivencia diaria.

- Nuestro perdón en comparación con lo que el Señor nos perdona.

- Disculpar y comprender. Aprender a ver lo bueno de los demás.

 

I. En el trato con los demás, en el trabajo, en las relaciones sociales, en la convivencia de todos los días, es prácticamente inevitable que se produzcan roces. Es también posible que alguien nos ofenda, que se porte con nosotros de manera poco noble, que nos perjudique. Y esto, quizá, de forma un tanto habitual. ¿Hasta siete veces he de perdonar? Es decir, ¿he de perdonar siempre? Esta es la cuestión que le propone Pedro al Señor en el Evangelio de la Misa de hoy (1). Es también nuestro tema de oración: ¿sabemos disculpar en todas las ocasiones?, ¿lo hacemos con prontitud? Conocemos la respuesta del Señor a Pedro, y a nosotros: No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete. Es decir, siempre. Pide el Señor a quienes le siguen, a ti y a mí, una postura de perdón y de disculpa ilimitados. A los suyos, el Señor les exige un corazón grande. Quiere que le imitemos. "La omnipotencia de Dios -dice Santo Tomás- se manifiesta, sobre todo, en el hecho de perdonar y usar de misericordia, porque la manera que Dios tiene de demostrar su poder supremo es perdonar libremente..." (2), y por eso a nosotros "nada nos asemeja tanto a Dios como estar siempre dispuestos a perdonar" (3). Es donde mostramos también nuestra mayor grandeza de alma.

"Lejos de nuestra conducta, por tanto, el recuerdo de las ofensas que nos hayan hecho, de las humillaciones que hayamos padecido -por injustas, inciviles y toscas que hayan sido-, porque es impropio de un hijo de Dios tener preparado un registro, para presentar una lista de agravios" (4). Aunque el prójimo no mejore, aunque recaiga una y otra vez en la misma ofensa o en aquello que me molesta, debo renunciar a todo rencor. Mi interior debe conservarse sano y limpio de toda enemistad.

Nuestro perdón ha de ser sincero, de corazón, como Dios nos perdona a nosotros: Perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores, decimos cada día en el Padrenuestro. Perdón rápido, sin dejar que el rencor o la separación corroan el corazón ni por un momento. Sin humillar a la otra parte, sin adoptar gestos teatrales ni dramatizar. La mayoría de las veces, en la convivencia ordinaria, ni siquiera será necesario decir "te perdono": bastará sonreír, devolver la conversación, tener un detalle amable; disculpar, en definitiva.

No es necesario que suframos grandes injurias para ejercitarnos en esta muestra de caridad. Bastan esas pequeñas cosas que suceden todos los días: riñas en el hogar por cuestiones sin importancia, malas contestaciones o gestos destemplados ocasionados muchas veces por el cansancio de las personas, que tienen lugar en el trabajo, en el tráfico de las grandes ciudades, en los transportes públicos...

Mal viviríamos nuestra vida cristiana si al menor roce se enfriara nuestra caridad y nos sintiéramos separados de los demás, o nos pusiéramos de mal humor. O si una injuria grave nos hiciera olvidar la presencia de Dios y nuestra alma perdiera la paz y la alegría. O si somos susceptibles. Hemos de hacer examen para ver cómo son nuestras reacciones ante las molestias que, a veces, la convivencia lleva consigo. Seguir al Señor de cerca es encontrar también en este punto, en las contrariedades pequeñas y en las ofensas graves, un camino de santidad.

 

II. Y si siete veces al día te ofende... siete veces le perdonarás (5). Siete veces, en muchas ocasiones. Incluso en el mismo día y sobre lo mismo. La caridad es paciente, no se irrita (6).

En algún caso, nos puede costar el perdón. En lo grande o en lo pequeño. El Señor lo sabe y nos anima a recurrir a Él, que nos explicará cómo este perdón sin límite, compatible con la defensa justa cuando sea necesaria, tiene su origen en la humildad. Cuando acudimos a Jesús, Él nos recuerda la parábola que narra el Evangelio de la Misa de hoy. Un rey quiso arreglar cuentas con sus siervos. Y le presentaron uno que le debía diez mil talentos (7). ¡Una enormidad! Unos sesenta millones de denarios (un denario era el jornal de un trabajador del campo).

Cuando una persona es sincera consigo misma y con Dios es no difícil que se reconozca como aquel siervo que no tenía con qué pagar. No solamente porque todo lo que es y tiene a Dios se lo debe, sino también porque han sido muchas las ofensas perdonadas. Sólo nos queda una salida: acudir a la misericordia de Dios, para que haga con nosotros lo que hizo con aquel criado: compadecido de aquel siervo, le dejó libre y le perdonó la deuda.

 Pero cuando este siervo encontró a uno de sus compañeros que le debía cien denarios, no supo perdonar ni esperar a que pudiera pagárselos, a pesar de que el compañero se lo pidió de todas las formas posibles. Entonces su señor lo mandó llamar y le dijo: Siervo malo, yo te he perdonado toda la deuda porque me lo has suplicado. ¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo la he tenido en ti? La humildad de reconocer nuestras muchas deudas para con Dios nos ayuda a perdonar y a disculpar a los demás. Si miramos lo que nos ha perdonado el Señor, nos damos cuenta de que aquello que debemos perdonara los demás -aun en los casos más graves- es poco: no llega a cien denarios. En comparación de los diez mil talentos nada es.

Nuestra postura ante los pequeños agravios ha de ser la de quitarles importancia (en realidad la mayoría de las veces no la tienen) y disculpar también con elegancia humana. Al perdonar y olvidar, somos nosotros quienes sacamos mayor ganancia. Nuestra vida se vuelve más alegre y serena, y no sufrimos por pequeñeces. "Verdaderamente la vida, de por sí estrecha e insegura, a veces se vuelve difícil. -Pero eso contribuirá a hacerte más sobrenatural, a que veas la mano de Dios; y así serás más humano y comprensivo con los que te rodean" (8).

"Hemos de comprender a todos, hemos de convivir con todos, hemos de disculpar a todos, hemos de perdonar a todos. No diremos que lo injusto es justo, que la ofensa a Dios no es ofensa a Dios, que lo malo es bueno. Pero, ante el mal, no contestaremos con otro mal, sino con la doctrina clara y con la acción buena: ahogando el mal en abundancia de bien (Cfr. Rom 12, 21)" (9). No cometeremos el error de aquel siervo mezquino que, habiéndosele perdonado a él tanto, no fue capaz de perdonar tan poco.

 

III. La caridad ensancha el corazón para que quepan en él todos los hombres, incluso aquellos que no nos comprenden o no corresponden a nuestro amor. Junto al Señor no nos sentiremos enemigos de nadie. Junto a Él aprenderemos a no juzgar las intenciones íntimas de las personas.

No percibimos de los demás sino unas pocas manifestaciones externas, que ocultan, en muchas ocasiones, los verdaderos motivos de su actuar. "Aunque vierais algo malo, no juzguéis al instante a vuestro prójimo -aconseja San Bernardo-, sino más bien excusadle en vuestro interior. Excusad la intención, si no podéis excusar la acción. Pensad que lo habrá hecho por ignorancia, o por sorpresa, o por debilidad. Si la cosa es tan clara que no podéis disimularla, aun entonces procurad creerlo así, y decid para vuestros adentros: la tentación habrá sido muy fuerte" (10).

¡Cuántos errores cometemos en los pequeños roces de la convivencia diaria! Muchos de ellos se deben a que nos dejamos llevar por juicios o sospechas temerarias. ¡Cuántas divisiones familiares se tornarían atenciones si viéramos que ese mal detalle, esa inoportunidad, se debe al cansancio de aquella persona después de un día largo y difícil! Además, "mientras interpretes con mala fe las intenciones ajenas, no tienes derecho a exigir comprensión para ti mismo" (11).

La comprensión nos inclina a vivir amablemente abiertos hacia los demás, a mirarlos con simpatía; alcanza las profundidades del corazón y sabe encontrar la parte de bondad que hay siempre en todas las personas.

Sólo es capaz de comprender quien es humilde. Si no, las faltas más pequeñas de los demás se ven aumentadas, y se tiende a disminuir y justificar las mayores faltas y errores propios. La soberbia es como esos espejos curvos que deforman la verdadera realidad de las cosas.

Quien es humilde es objetivo, y entonces puede vivir el respeto y la comprensión con los demás: surge fácil la disculpa para los defectos ajenos. Ante ellos, el humilde no se escandaliza. "No hay pecado -escribe San Agustín- ni crimen cometido por otro hombre que yo no sea capaz de cometer por razón de mi fragilidad, y si aún no lo he cometido es porque Dios, en su misericordia, no lo ha permitido y me ha preservado en el bien" (12). Además, "aprenderemos también a descubrir tantas virtudes en los que nos rodean -nos dan lecciones de trabajo, de abnegación, de alegría...-, y no nos detendremos demasiado en sus defectos; sólo cuando resulte imprescindible, para ayudarles con la corrección fraterna" (13).

La Virgen nos enseñará, si se lo pedimos, a saber disculpar -en Caná, la Virgen no critica que se haya acabado el vino, sino que ayuda a solucionar su falta-, y a luchar en nuestra vida personal en esas mismas virtudes que, en ocasiones, nos puede parecer que faltan en los demás. Entonces estaremos en excelentes condiciones de poder prestarles nuestra ayuda.

 

 

 

(1) Mt 18, 21-35.- (2) SANTO TOMAS, Suma Teológica, 1, q. 25, a. 3, ad 3.- (3) SAN JUAN CRISOSTOMO, Homilías sobre San Mateo, 30, 5.- (4) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Amigos de Dios, 309.- (5) Cfr. Lc 17, 4.- (6) I Cor 13, 7.- (7) Cfr. Mt 18, 24 ss.- (8) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Surco, n. 762.- (9) IDEM, Es Cristo que pasa, 182.- (10) SAN AGUSTIN, Sermón 40 sobre el Cantar de los Cantares.- (11) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Surco, n. 635.- (12) SAN AGUSTIN, Confesiones, 2, 7.- (13) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Amigos de Dios, 20.

 

 

CUARESMA. TERCERA SEMANA. MIÉRCOLES

22. Las virtudes y el crecimiento espiritual.

- Las virtudes y la santidad.

- Virtudes humanas y virtudes sobrenaturales. Su ejercicio en la vida ordinaria.

- El Señor da siempre su gracia para vivir la fe cristiana en toda su plenitud.

 

I. Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, Señor (1).

Jesús nos enseña con diversas imágenes que el camino que conduce a la Vida, a la santidad, consiste en el pleno desarrollo de la vida espiritual: el grano de mostaza, que crece hasta llegar a ser un gran arbusto, donde se posan las aves del cielo; el trigo, que llega a la madurez y produce espigas con abundantes granos... Ese crecimiento, no exento de dificultades y que en ocasiones puede parecer lento, es el desarrollo de las virtudes. La santificación de cada jornada comporta el ejercicio de muchas virtudes humanas y sobrenaturales: la fe, la esperanza, la caridad, la justicia, la fortaleza..., la laboriosidad, la lealtad, el optimismo...

Las virtudes exigen para su crecimiento repetición de actos, pues cada uno de ellos deja una disposición en el alma que facilita el siguiente. Por ejemplo, la persona que ya al levantarse vive el "minuto heroico", venciendo la pereza desde el primer momento de la jornada (2), tendrá más facilidad para ser diligente con otros deberes, pequeños o grandes, de la misma manera que el deportista mejora su forma física cuando se entrena, y adquiere mayor aptitud para repetir sus ejercicios. Las virtudes perfeccionan cada vez más al hombre, al mismo tiempo que le facilitan hacer buenas obras y el dar una pronta y adecuada respuesta al querer de Dios en cada momento. Sin las virtudes -esos hábitos buenos adquiridos por la repetición de actos y con la ayuda de la gracia- cada actuación buena se hace costosa y difícil, se queda sólo como acto aislado, y es más fácil caer en faltas y pecados, que nos alejan de Dios. La repetición de actos en una misma dirección deja su huella en el alma, en forma de hábitos, que predisponen al bien o al mal en las actuaciones futuras, según hayan sido buenos o malos. De quien actúa bien habitualmente, se puede esperar que ante una dificultad lo seguirá haciendo: ese hábito, esa virtud le sostiene. Por eso es tan importante que la penitencia borre las huellas de los pecados de la vida pasada: para que no la vuelvan a inclinar al mal; penitencia más intensa cuanto más graves hayan sido las caídas o más largo el tiempo en que se haya estado separado de Dios, pues la huella que habrán dejado será mayor.

El ejercicio de las virtudes nos indica en todo momento el sendero que conduce al Señor. Cuando un cristiano, con la ayuda de la gracia, se esfuerza no sólo por alejarse de las ocasiones de pecar y resistir con fortaleza las tentaciones, sino por alcanzar la santidad que Dios le pide, es cada vez más consciente de que la vida cristiana exige el desarrollo de las virtudes y también la purificación de los pecados y de las faltas de correspondencia a la gracia en la vida pasada. Especialmente en este tiempo de Cuaresma, la Iglesia nos invita precisamente a crecer en las virtudes: hábitos de obrar el bien.

 

II. La santidad es ejercicio de virtudes un día y otro, con constancia, en el ambiente y en las circunstancias en que vivimos. Las "virtudes humanas (...) son el fundamento de las sobrenaturales; y éstas proporcionan siempre un nuevo empuje para desenvolverse con hombría de bien. Pero, en cualquier caso, no basta el afán de poseer esas virtudes: es preciso aprender a practicarlas. Discite benefacere (Is 1, 17), aprended a hacer el bien. Hay que ejercitarse habitualmente en los actos correspondientes -hechos de sinceridad, de veracidad, de ecuanimidad, de serenidad, de paciencia-, porque obras son amores, y no cabe amar a Dios sólo de palabra, sino con obras y de verdad (1 Jn 3, 18)" (3).

Aunque la santificación es enteramente de Dios, en su bondad infinita, Él ha querido que sea necesaria la correspondencia humana, y ha puesto en nuestra naturaleza la capacidad de disponernos a la acción sobrenatural de la gracia. Mediante el cultivo de las virtudes humanas -la reciedumbre, la lealtad, la veracidad, la cordialidad, la afabilidad...- disponemos nuestra alma, de la mejor manera posible, a la acción del Espíritu Santo. Se entiende bien así que "no es posible creer en la santidad de quienes fallan en las virtudes humanas más elementales" (4).

Las virtudes del cristiano hay que ejercitarlas en la vida ordinaria, en todas las circunstancias: fáciles, difíciles o muy difíciles. "Hoy, como ayer, del cristiano se espera heroísmo. Heroísmo en grandes contiendas, si es preciso. Heroísmo -y será lo normal- en las pequeñas pendencias de cada jornada" (5). De la misma manera que la planta se alimenta de la tierra en la que está, así la vida sobrenatural del cristiano, sus virtudes, hunden sus raíces en el mundo concreto en donde está inmerso: trabajo, familia, alegrías y desgracias, buenas y malas noticias... Todo debe servir para amar a Dios y hacer apostolado. Unos acontecimientos fomentarán más las acciones de gracias, otros la filiación divina; determinadas circunstancias harán crecer la fortaleza y otras la confianza en Dios... Teniendo en cuenta que las virtudes forman un entramado: cuando se crece en una, se adelanta en todas las demás. Y "la caridad es la que da unidad a todas las virtudes que hacen al hombre perfecto" (6).

No podemos esperar situaciones ideales, circunstancias más propicias, para buscar la santidad y para hacer apostolado: "(...) cuando un cristiano desempeña con amor lo más intrascendente de las acciones diarias, aquello rebosa de la trascendencia de Dios (...). Dejaos, pues, de sueños, de falsos idealismos, de fantasías, de eso que suelo llamar mística ojalatera -¡ojalá no me hubiera casado, ojalá no tuviera esta profesión, ojalá tuviera más salud, ojalá fuera joven, ojalá fuera viejo!...-, y ateneos, en cambio, sobriamente, a la realidad más material e inmediata, que es donde está el Señor" (7).

El esperar situaciones y circunstancias que a nosotros nos parezcan buenas y propicias para ser santos, equivaldría a ir dejando pasar la vida vacía y perdida. Este rato de oración de hoy nos puede servir para preguntarnos junto al Señor: ¿es real mi deseo de identificarme cada vez más con Cristo?, ¿aprovecho verdaderamente las incidencias de cada día para ejercitarme en las virtudes humanas y, con la gracia de Dios, en las sobrenaturales?, ¿procuro amar más a Dios, haciendo mejor las mismas cosas, con una intención más recta?

 

III. El Señor no pide imposibles. Y de todos los cristianos espera que vivan en su integridad las virtudes cristianas, también si están en ambientes que parecen alejarse cada vez más de Dios. Él dará las gracias necesarias para ser fieles en esas situaciones difíciles. Es más, esa ejemplaridad que espera de todos será en muchas ocasiones el medio para hacer atrayente la doctrina de Cristo y reevangelizar de nuevo el mundo.

Muchos cristianos, al perder el sentido sobrenatural y, por tanto, la influencia real de la gracia en sus vidas, piensan que el ideal propuesto por Cristo necesita adaptaciones para poder ser vivido por hombres corrientes de este tiempo nuestro. Ceden ante compromisos morales en el trabajo, o en temas de moral matrimonial, o ante el ambiente de permisivismo y de sensualidad, ante un aburguesamiento más o menos generalizado, etcétera.

Con nuestra vida -que puede tener fallos, pero que no se conforma a ellos- debemos enseñar que las virtudes cristianas se pueden vivir en medio de todas las tareas nobles; y que ser compasivos con los defectos y errores ajenos no es rebajar las exigencias del Evangelio.

Para crecer en las virtudes humanas y en las sobrenaturales necesitaremos, junto a la gracia, el esfuerzo personal por desplegar la práctica de estas virtudes en la vida ordinaria, hasta conseguir auténticos hábitos, y no sólo apariencia de virtud: "La fachada es de energía y reciedumbre. -Pero ¡cuánta flojera y falta de voluntad por dentro! "-Fomenta la decisión de que tus virtudes no se transformen en disfraz, sino en hábitos que definan tu carácter" (8).

San Juan Crisóstomo nos anima a luchar en la vida interior como hacen "los párvulos en la escuela. Primero -dice el Santo- aprenden la forma de las letras; luego empiezan a distinguir las torcidas, y así, paso a paso, acaban por aprender a leer. Dividiendo la virtud en partes, aprendamos primero, por ejemplo, a no hablar mal; luego pasando a otra letra, a no envidiar a nadie, a no ser esclavos del cuerpo en ninguna situación, a no dejarnos llevar por la gula... Luego, pasando de ahí a las letras espirituales, estudiemos la continencia, la mortificación de los sentidos, la castidad, la justicia, el desprecio de la gloria vana; procuremos ser modestos, contritos de corazón. Enlazando unas virtudes con otras escribámoslas en nuestra alma. Y hemos de ejercitar esto en nuestra misma casa: con los amigos, con la mujer, con los hijos" (9).

Lo importante es que nos decidamos con firmeza y con amor a buscar las virtudes en nuestro quehacer ordinario. Cuanto más nos ejercitemos en estos actos buenos, más facilidad tendremos para realizar los siguientes, identificándonos así cada vez más con Cristo. Nuestra Señora, "modelo y escuela de todas las virtudes" (10), nos enseñará a llevar a cabo nuestro empeño si acudimos a Ella en petición de ayuda y consejo, y nos facilitará alcanzar los resultados que deseamos en nuestro examen particular de conciencia, que frecuentemente estará orientado hacia adquirir una virtud bien concreta y determinada.

 

 

 

(1) Antífona de la Comunión. Sal 15, 11.- (2) Cfr. J. ESCRIVA DE BALAGUER, Camino, n. 206.- (3) IDEM, Amigos de Dios, 91.- (4) A. DEL PORTILLO, Escritos sobre el sacerdocio, Madrid, Epalsa, 4ª ed., p. 28.- (5) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Es cristo que pasa, 82.- (6) SAN ALFONSO Mª DE LIGORIO, Práctica del amor a Jesucristo .- (7) Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer, 116.- (8) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Surco, n. 777.- (9) SAN JUAN CRISOSTOMO, Homilías sobre los Salmos, 11, 8.- (10) SAN AMBROSIO, Tratado sobre las vírgenes, 2.

 

 

CUARESMA. TERCERA SEMANA. JUEVES

23. Sinceridad y veracidad.

- El "demonio mudo". Necesidad de la sinceridad.

- Amor a la verdad. Sinceridad en primer lugar con nosotros mismos. Sinceridad con Dios. Sinceridad en la dirección espiritual y en la Confesión. Medios para adquirir esta virtud.

- Sinceridad y veracidad con los demás. La palabra del cristiano. La lealtad y la fidelidad, virtudes relacionadas con la veracidad. Otras consecuencias del amor a la verdad.

 

I. Nos dice el Evangelio de la Misa que estaba Jesús echando un demonio que era mudo, y apenas salió el demonio, habló el mudo, y la multitud se quedó admirada (1).

La enfermedad, un mal físico normalmente sin relación con el pecado, es un símbolo del estado en el que se encuentra el hombre pecador; espiritualmente es ciego, sordo, paralítico...Las curaciones que hace Jesús, además del hecho concreto e histórico de la curación, son también un símbolo: representan la curación espiritual que viene a realizar en los hombres. Muchos de los gestos de Jesús para con los enfermos son como una imagen de los sacramentos.

A propósito del pasaje del Evangelio que se lee en la Misa, comenta San Juan Crisóstomo que este hombre "no podía presentar por sí mismo su súplica, pues estaba mudo; y a los otros tampoco podía rogarles, pues el demonio había trabado su lengua, y juntamente con la lengua le tenía atada el alma" (2). Bien atado le tenía el diablo.

Cuando en la oración personal no hablamos al Señor de nuestras miserias y no le suplicamos que las cure, o cuando no exponemos esas miserias nuestras en la dirección espiritual, cuando callamos porque la soberbia ha cerrado nuestros labios, la enfermedad se convierte prácticamente en incurable. El no hablar del daño que sufre el alma suele ir acompañado del no escuchar; el alma se vuelve sorda a los requerimientos de Dios, se rechazan los argumentos y razones que podrían dar luz para retornar al buen camino. Por el contrario, nos será fácil abrir con sinceridad el corazón si procuramos vivir este consejo: "...no te asustes al notar el lastre del pobre cuerpo y de las humanas pasiones: sería tonto e ingenuamente pueril que te enterases ahora de que "eso" existe. Tu miseria no es obstáculo, sino acicate para que te unas más a Dios, para que le busques con constancia, porque Él nos purifica" (3).

Al repetir hoy, en el Salmo reponsorial de la Misa, Ojalá escuchéis hoy su voz: no endurezcáis vuestro corazón (4), formulemos el propósito de no resistirnos a la gracia, siendo siempre muy sinceros.

 

II. Para vivir una vida auténticamente humana, hemos de amar mucho la verdad, que es, en cierto modo, algo sagrado que requiere ser tratado con respeto y con amor. La verdad está a veces tan oscurecida por el pecado, las pasiones y el materialismo que, de no amarla, no sería posible reconocerla. ¡Es tan fácil aceptar la mentira cuando viene en ayuda de la pereza, de la vanidad, de la sensualidad, del falso prestigio...! A veces la causa de la insinceridad es la vanagloria, la soberbia, el temor a quedar mal. El Señor ama tanto esta virtud que declaró de Sí mismo: Yo soy la Verdad (5), mientras que el diablo es mentiroso y padre de la mentira (6), todo lo que promete es falsedad. Jesús pedirá al Padre para los suyos, para nosotros, que sean santificados en la verdad (7).

Mucho se habla hoy de ser sinceros, de ser auténticos o de palabras similares, y, sin embargo, los hombres tienden a ocultarse en el anonimato y, con frecuencia, a disfrazar los verdaderos móviles de sus actos ante sí mismos y ante los demás. También ante Dios intentan pasar en el anonimato, y rehuyen el encuentro personal con Él en la oración y en el examen de conciencia. Sin embargo, no podremos ser buenos cristianos si no hay sinceridad con nosotros mismos, con Dios y con los demás. A los hombres nos da miedo, a veces, la verdad porque es exigente y comprometida. Y en determinadas ocasiones puede llegar la tentación de emplear el disimulo, el pequeño engaño, la verdad a medias, la mentira misma; otras veces, podemos sentir la tentación de cambiar el nombre a los hechos o a las cosas para que no resulte estridente el decir la verdad tal como es.

La sinceridad es una virtud cristiana de primer orden. Y no podríamos ser buenos cristianos si no la viviéramos hasta sus últimas consecuencias. La sinceridad con nosotros mismos nos lleva a reconocer nuestras faltas, sin disimularlas, sin buscar falsas justificaciones; nos hace estar siempre alerta ante la tentación de "fabricarnos" la verdad, de pretender que sea verdad lo que nos conviene, como hacen aquellos que pretenden engañarse a sí mismos diciendo que "para ellos" no es pecado algo prohibido por la Ley de Dios. La subjetividad, las pasiones, la tibieza pueden contribuir a no ser sincero con uno mismo. La persona que no vive esta sinceridad radical deforma con facilidad su conciencia y llega a la ceguera interior para las cosas de Dios.

Otro modo frecuente de engañarse a sí mismo es no querer sacar las consecuencias de la verdad para no tener que enfrentarse con ellas, o no decir toda la verdad: "Nunca quieres "agotar la verdad". -Unas veces, por corrección. Otras -las más-, por no darte un mal rato. Algunas, por no darlo. Y, siempre, por cobardía.

"Así, con ese miedo a ahondar, jamás serás hombre de criterio" (8) Para ser sinceros, el primer medio que hemos de emplear es la oración: pedir al Señor que veamos los errores, los defectos del carácter..., que nos dé fortaleza para reconocerlos como tales, y valentía para pedir ayuda y luchar. En segundo lugar, el examen de conciencia diario, breve pero eficaz, para conocernos. Después, la dirección espiritual y la Confesión, abriendo de verdad el alma, diciendo toda la verdad, con deseos de que conozcan nuestra intimidad para que nos puedan ayudar en nuestro caminar hacia Dios. "No permitáis que en vuestra alma anide un foco de podredumbre, aunque sea muy pequeño. Hablad. Cuando el agua corre, es limpia; cuando se estanca, forma un charco lleno de porquería repugnante, y de agua potable para a ser un caldo de bichos" (9). Con frecuencia nos ayudará a ser sinceros el decir en primer lugar aquello que más nos cuesta.

Si rechazamos ese demonio mudo, con la ayuda de la gracia, comprobaremos que uno de los frutos inmediatos de la sinceridad es la alegría y la paz del alma. Por eso le pedimos a Dios esta virtud, para nosotros y para los demás.

 

III. Sinceros con Dios, con nosotros mismos y con los demás. Si no lo somos con Dios, no podemos amarle ni servirle; si no somos sinceros con nosotros mismos, no podemos tener una conciencia bien formada, que ame el bien y rechace el mal; si no lo somos con los demás, la convivencia se torna imposible, y no agradamos al Señor.

Quienes nos rodean han de sabernos personas veraces, que no mienten ni engañan jamás. Nuestra palabra de cristianos y de hombres y mujeres honrados ha de tener un gran valor delante de los demás: Sea pues, vuestro modo de hablar, sí, sí; no, no, que lo que pasa de esto, de mal principio procede (10). El Señor quiere realzar la palabra de la persona de bien que se siente comprometida por lo que dice. La verdad en nuestro actuar debe ser también un reflejo de nuestro trato con Dios.

El amor a la verdad nos llevará a rectificar, si nos hubiéramos equivocado. "Acostúmbrate a no mentir jamás a sabiendas, ni por excusarte, ni de otro modo alguno, y para eso ten presente que Dios es el Dios de la verdad. Si acaso faltas a ella por equivocación, enmiéndalo al instante, si puedes, con alguna explicación o reparación; hazlo así, que una verdadera excusa tiene más gracia y fuerza para disculpar que la mentira" (11).

Otra virtud relacionada con la veracidad y la sinceridad es la lealtad, que es la veracidad en la conducta: el mantenimiento de la palabra dada, de las promesas, de los pactos. Nuestros amigos y las personas con las que nos relacionamos han de conocernos como hombres y mujeres leales. La fidelidad es la lealtad a un compromiso estricto que se contrae con Dios o ante Él. A Jesús se le llama el que es fiel y veraz (12). Y constantemente la Sagrada Escritura habla de Dios como el que es fiel al pacto con su pueblo, el que cumple con fidelidad el plan de salvación que tiene prometido (13).

La infidelidad es siempre un engaño, mientras que la fidelidad es una virtud indispensable en la vida personal y en la vida social. Sobre ella descansan, por ejemplo, el matrimonio, el cumplimiento de los contratos, las actuaciones de los gobernantes...

El amor a la verdad nos llevará también a no formarnos juicios precipitados, basados en una información superficial, sobre personas o hechos. Es necesario tener un sano espíritu crítico ante noticias difundidas por la radio, la televisión, periódicos o revistas, que muchas veces son tendenciosas o simplemente incompletas. Con frecuencia, los hechos objetivos vienen envueltos en medio de opiniones o interpretaciones que pueden dar una visión deformada de la realidad. Especial cuidado hemos de tener con noticias referentes, directa o indirectamente, a la Iglesia. Por el mismo amor a la verdad, hemos de dejar a un lado los canales informativos sectarios que enturbian las aguas, y buscar una información objetiva, veraz y con criterio, a la vez que contribuimos a la recta información de los demás. Entonces se hará realidad la promesa de Jesús: La verdad os hará libres (14).

 

 

 

(1) Lc 11, 14; Mt 9, 32-33.- (2) SAN JUAN CRISOSTOMO, Homilías sobre los Evangelios, 32, 1.- (3) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Surco, n. 134.- (4) Sal 94.- (5) Jn 14, 6.- (6) Jn 8, 44.- (7) Cfr. Jn 17, 17 ss.- (8) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Camino, n. 33.- (9) IDEM, Amigos de Dios, 181.- (10) Mt 5,37.- (11) SAN FRANCISCO DE SALES, Introd. a la vida devota, III, 30.- (12) Apoc 19, 11.- (13) Cfr. Rom 3, 7.- (14) Jn 8, 32.

 

CUARESMA. TERCERA SEMANA. VIERNES

24. El amor de Dios.

- El amor infinito de Dios por cada hombre.

- El Señor nos ama siempre. También cuando le ofendemos, tiene misericordia de nosotros.

- Nuestra correspondencia. El primer mandamiento. Amor a Dios en las incidencias de cada día.

 

I. En toda la Sagrada Escritura se habla continuamente del amor de Dios por nosotros. Nos lo hace saber de muchas maneras. Nos asegura que, aunque una madre se olvidara del hijo de sus entrañas, Él jamás se olvidará de nosotros, pues nos lleva escritos en su mano para tenernos siempre a la vista (1).

La Primera lectura de la Misa, del libro del profeta Oseas, es uno de estos textos que muestran el triunfo emocionante del amor de Dios sobre las infidelidades y las conversiones hipócritas de su pueblo. Israel reconoce al fin que no le salvarán alianzas humanas, ni dioses fabricados por sus manos (2), ni holocaustos vacíos, sino el amor, expresado en la fidelidad a la Alianza. Se vislumbra entonces una felicidad sin límites. La misma conversión es obra del amor de Dios, pues todo nace de Él, que nos ama con largueza. Yo curaré sus extravíos -leemos-, los amaré sin que lo merezcan, mi cólera se apartará de ellos. Seré rocío para Israel, florecerá como azucena, arraigará como el álamo. Brotarán sus vástagos, como el olivo será su esplendor, su aroma como el Líbano. Volverán a descansar a su sombra: cultivarán el trigo, florecerán como la viña, será su fama como la del vino del Líbano (3).

Jamás podremos imaginar lo que Dios nos ama. Para salvarnos, cuando estábamos perdidos, envió a su Unigénito para que, dando su vida, nos redimiera del estado en que habíamos caído: tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo Unigénito, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga la vida eterna (4). Este mismo amor le mueve a dársenos por entero de un modo habitual, habitando en nuestra alma en gracia: Si alguno me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y en él haremos morada (5), y a comunicarse con nosotros en lo más íntimo de nuestro corazón, durante estos ratos de oración y en cualquier momento del día.

"Hasta te serviré, porque vine a servir y no a ser servido. Yo soy amigo, y miembro y cabeza, y hermano y hermana, y madre; todo lo soy, y sólo quiero contigo intimidad. Yo, pobre por ti, mendigo por ti, crucificado por ti, sepultado por ti; en el cielo intercedo por ti ante Dios Padre; y en la tierra soy legado suyo ante ti. Todo lo eres para Mí, hermano y coheredero, amigo y miembro. ¿Qué más quieres?" (6). ¿Qué más podemos desear? Cuando contemplamos al Señor en cada una de las escenas del Vía Crucis es fácil que desde el corazón se nos venga a los labios el decir: "¿Saber que me quieres tanto, Dios mío, y... no me he vuelto loco?" (7).

 

II. No tienes otros iguales, Señor: Grande eres y haces maravillas, tú eres el único Dios (8). Una de las mayores maravillas es el amor que nos tiene. Nos ama con amor personal e individual, a cada uno en particular. Jamás ha dejado de amarnos, de ayudarnos, de protegernos, de comunicarse con nosotros; ni siquiera en los momentos de mayor ingratitud por nuestra parte o cuando cometimos los pecados más graves. Quizá, en esas tristes circunstancias, ha sido cuando más atenciones hemos recibido de Dios, como nos muestra en las parábolas en las que quiso expresar de modo singular su misericordia: la oveja perdida es la única que es llevada a hombros, la fiesta del padre de familia es para el hijo que dilapidó la herencia pero que supo volver arrepentido, la dracma perdida es cuidadosamente buscada por su dueña hasta encontrarla... (9).

A lo largo de nuestra vida, la atención de Dios y su amor para cada uno de nosotros han sido constantes. Ha tenido presentes todas las circunstancias y sucesos por los que habíamos de pasar. Está junto a nosotros en cada situación y en todo momento: Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo (10), hasta el último instante de nuestra vida.

¡Tantas veces se ha hecho el encontradizo! En la alegría y en el dolor, a través de lo que al principio nos pareció una gran desgracia, en un amigo, en un compañero de trabajo, en el sacerdote que nos atendía... "Considerad conmigo esta maravilla del amor de Dios: el Señor que sale al encuentro, que espera, que se coloca a la vera del camino, para que no tengamos más remedio que verle. Y nos llama personalmente, hablándonos de nuestras cosas, que son también las suyas, moviendo nuestra conciencia a la compunción, abriéndola a la generosidad, imprimiendo en nuestras almas la ilusión de ser fieles, de podernos llamar sus discípulos" (11). Como muestra de amor nos dejó los sacramentos, "canales de la misericordia divina". Entre ellos, por recibirlos con más frecuencia, le agradecemos ahora de modo particular la Confesión, donde nos perdona los pecados, y la Sagrada Eucaristía, donde quiso quedarse como una muestra singularísima de amor por los hombres.

Por amor nos ha dado a su Madre por Madre nuestra. Como manifestación de este amor nos ha dado también un Ángel para que nos proteja, nos aconseje y nos preste infinidad de favores hasta que llegue el fin de nuestro paso por la tierra, donde Él nos espera para darnos el Cielo prometido, una felicidad sin límites y sin término. Allí tenemos preparado un lugar.

A Él le decimos, con una de las oraciones de la Misa de hoy: Señor, que la acción de tu Espíritu en nosotros penetre íntimamente nuestro ser, para que lleguemos un día a la plena posesión de lo que ahora recibimos en la Eucaristía (12). Y le damos gracias por tanto Amor, por tanta atención, que no merecemos. Y procuramos encendernos en deseos: Amor, con amor se paga. Poéticamente expresa esta idea Francisca Javiera del Valle: "Mil vidas si las tuviera daría por poseerte, y mil... y mil... más yo diera...por amarte si pudiera... con ese amor puro y fuerte con que Tú, siendo quien eres... nos amas continuamente" (13).

 

III. Nos dice el Evangelio de la Misa: Uno de los letrados se acercó a Jesús y le preguntó: ¿Qué mandamiento es el primero de todos? Respondió Jesús: El primero es: Escucha, Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor, y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser (14). Él espera de cada hombre una respuesta sin condiciones a su amor por nosotros.

Nuestro amor a Dios se muestra en las mil pequeñas incidencias de cada día: amamos a Dios a través del trabajo bien hecho, de la vida familiar, de las relaciones sociales, del descanso... Todo se puede convertir en obras de amor. "Mientras realizamos con la mayor perfección posible, dentro de nuestras equivocaciones y limitaciones, las tareas propias de nuestra condición y de nuestro oficio, el alma ansía escaparse. Se va hacia Dios, como el hierro atraído por la fuerza del imán. Se comienza a amar a Jesús, de forma más eficaz, con un dulce sobresalto" (15).

Cuando correspondemos al amor a Dios los obstáculos se vencen; y al contrario, sin amor hasta las más pequeñas dificultades parecen insuperables. Todo se hace llevadero si hay unión con el Señor. "Todas estas cosas, sin embargo, hállanlas difíciles los que no aman; los que aman, al revés, eso mismo les parece liviano. No hay padecimiento, por cruel y desaforado que sea, que no lo haga llevadero y casi nulo el amor" (16). La alegría mantenida aun en medio de las dificultades es la señal más clara de que el amor de Dios informa todas nuestras acciones, pues -como comenta San Agustín-"en aquello que se ama, o no se siente la dificultad o se ama la misma dificultad (...). Los trabajos de los que aman nunca son penosos" (17).

El amor a Dios ha de ser supremo y absoluto. Dentro de este amor caben todos los amores nobles y limpios de la tierra, según la peculiar vocación recibida, y cada uno en su orden. "No sería justo decir: "O Dios o el hombre". Deben amarse "Dios y el hombre"; a este último, nunca más que a Dios o contra Dios o igual que a Dios. En otras palabras: el amor a Dios es ciertamente prevalente, pero no exclusivo. La Biblia declara a Jacob santo y amado por Dios; lo muestra empleando siete años en conquistar a Raquel como mujer, y le parecen pocos años, aquellos años -tanto era su amor por ella-. Francisco de Sales comenta estas palabras: "Jacob -escribe- ama a Raquel con todas sus fuerzas y con todas sus fuerzas ama a Dios; pero no por ello ama a Raquel como a Dios, ni a Dios como a Raquel. Ama a Dios como su Dios sobre todas las cosas y más que a sí mismo; ama a Raquel como a su mujer sobre todas las otras mujeres y como a sí mismo. Ama a Dios con amor absoluto y soberanamente sumo, y a Raquel con su amor marital; un amor no es contrario al otro, porque el de Raquel no viola las supremas ventajas del amor de Dios"" (18).

El amor a Dios se manifiesta necesariamente en el amor a los demás. La señal externa de nuestra unión con Dios es el modo como vivimos la caridad con quienes están junto a nosotros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos... (19), nos dejó dicho el Señor: en la delicadeza en el trato, en el respeto mutuo, en el pensar del modo más favorable de los otros, en las pequeñas ayudas en el hogar o en el trabajo, en la corrección fraterna amable y oportuna, en la oración por el más necesitado...

Pidámosle hoy a la Virgen que nos enseñe a corresponder al amor de su Hijo, y que sepamos también amar con obras a sus hijos, nuestros hermanos.

 

 

 

(1) Is 49, 15-17. - (2) Cfr. Os 14, 4. - (3) Primera lectura. Os 14, 2-10. - (4) Jn 3, 16. - (5) Jn 14, 23. - (6) SAN JUAN CRISOSTOMO, Homilías sobre San Mateo, 76. - (7) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Camino, n. 425. - (8) Antífona de entrada. Sal 85, 8. 10. - (9) Cfr. Lc 15, 1 ss. - (10) Mt 28, 20. - (11) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 59. - (12) Oración después de la comunión. - (13) FRANCISCA JAVIERA DEL VALLE, Decenario al Espíritu Santo, Rialp, Madrid 1974, 4ª edic., p. 139. - (14) Mc 12, 28-30. - (15) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Amigos de Dios, 296. - (16) SAN AGUSTIN, Sermón 70. - (17) SAN AGUSTIN, De bono viduitatis, 21, 26. - (18) JUAN PABLO I, Audiencia General, 27-9-1978. - (19) Jn 13, 35.

 

 

CUARESMA. TERCERA SEMANA. SABADO

25. El fariseo y el publicano.

- Necesidad de la humildad. La soberbia lo pervierte todo.

- La hipocresía de los fariseos. Manifestaciones de la soberbia.

- Aprender del publicano de la parábola. Pedir la humildad.

 

I. Misericordia, Dios mío... Los sacrificios no te satisfacen, si te ofreciera un holocausto, no lo querrías. Mi sacrificio es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias (1). El Señor se conmueve y derrocha sus gracias ante un corazón humilde.

Nos presenta San Lucas en el Evangelio de la Misa de hoy (2) a dos hombres que subieron al Templo a orar: uno fariseo y publicano el otro. Los fariseos se consideraban a sí mismos como puros y perfectos cumplidores de la ley; los publicanos se encargaban de recaudar las contribuciones, y eran tenidos por hombres más amantes de sus negocios que de cumplir con la ley. Antes de narrar la parábola, el Evangelista se preocupa de señalar que Jesús se dirigía a ciertos hombres que presumían de ser justos y despreciaban a los demás. En seguida se pone de manifiesto en la parábola que el fariseo ha entrado al Templo sin humildad y sin amor. Él es el centro de sus propios pensamientos y el objeto de su aprecio: Oh Dios, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana, pago el diezmo de todo lo que poseo. En vez de alabar a Dios, ha comenzado, quizá de modo sutil, a alabarse así mismo. Todo lo que hacían eran cosas buenas: ayunar, pagar el diezmo...; la bondad de estas obras quedó destruida, sin embargo, por la soberbia: se atribuye a sí mismo el mérito, y desprecia a los demás. Faltan la humildad y la caridad, y sin ellas no hay ninguna virtud ni obra buena.

El fariseo está de pie. Ora, da gracias por lo que hace. Pero hay mucha autocomplacencia, está "satisfecho". Se compara con los demás y se considera superior, más justo, mejor cumplidor de la ley. La soberbia es el mayor obstáculo que el hombre pone a la gracia divina. Y es el vicio capital más peligroso: se insinúa y tiende a infiltrarse hasta en las buenas obras, haciéndoles perder su condición y su mérito sobrenatural; su raíz está en lo más profundo del hombre (en el amor propio desordenado), y nada hay tan difícil de desarraigar e incluso de llegar a reconocer con claridad.

""A mí mismo, con la admiración que me debo". -Esto escribió en la primera página de un libro. Y lo mismo podrían estampar muchos otros pobrecitos, en la última hoja de su vida.

"¡Qué pena, si tú y yo vivimos o terminamos así! -Vamos a hacer un examen serio" (3). Pedimos al Señor que tenga siempre compasión de nosotros y no nos deje caer en ese estado. Imploremos cada día la virtud de la humildad y hagamos hoy el propósito de estar atentos a las diversas y variadas expresiones en que se pone de manifiesto el pecado capital de la soberbia, y a rectificar la intención en nuestras obras cuantas veces sea necesario.

 

II. Algunos fariseos se convirtieron, y fueron amigos y fieles discípulos del Señor, pero muchos otros no supieron reconocer al Mesías, que pasaba por sus calles y plazas. La soberbia hizo que perdieran el norte de su existencia y que su vida religiosa, de la que tanto alardeaban, quedara hueca y vacía. Sus prácticas de piedad se consumían en formalismos y meras apariencias, realizadas de cara a la galería. Cuando ayunan, demudan su rostro para que los demás lo sepan (4); cuando oran, gustan de hacerlo de pie y con ostentación en las sinagogas o en medio de las plazas (5); cuando dan limosna, lo pregonan con trompetas (6).

El Señor recomendará a sus discípulos: No hagáis como los fariseos. Y les explica por qué no deben seguir su ejemplo: Todas sus obras las hacen para ser vistos por los hombres (7). Con palabra fuerte, para que reaccionen, les llama hipócritas, semejantes a sepulcros blanqueados: vistosos por fuera, repletos de podredumbre por dentro (8).

La vanagloria "fue la que los apartó de Dios; ella les hizo buscar otro teatro para sus luchas y los perdió. Porque, como se procura agradar a los espectadores que cada uno tiene, según son los espectadores, tales son los combates que se realizan" (9). Para ser humildes no podemos olvidar jamás que quien presencia nuestra vida y nuestras obras es el Señor, a quien hemos de procurar agradar en todo momento.

Los fariseos, por la soberbia, se volvieron duros, inflexibles y exigentes con sus semejantes, y débiles y comprensivos consigo mismos: Atan pesadas cargas a los demás y ellos ni siquiera ponen un dedo para moverlas (10). A nosotros el Señor nos dice: El mayor entre vosotros ha de ser vuestro servidor (11). Y el Espíritu Santo, por medio de San Pablo: llevad los unos las cargas de los otros y así cumpliréis la ley de Cristo (12). Una de las manifestaciones más claras de la humildad es el servir y ayudar a los demás, no ya en acciones aisladas sino de modo constante.

Quizá uno de los reproches más duros que les hace el Señor es éste: Vosotros no habéis entrado y a los que iban a entrar se lo habéis impedido (13). Han cerrado el camino a aquellos a quienes tenían que guiar. ¡Guías ciegos! (14) les llamará en otro lugar. La soberbia hace perder la luz sobrenatural para uno mismo y para los demás.

La soberbia tiene manifestaciones en todos los aspectos de la vida. "En las relaciones con el prójimo, el amor propio nos hace susceptibles, inflexibles, soberbios, impacientes, exagerados en la afirmación del propio yo y de los propios derechos, fríos, indiferentes, injustos en nuestros juicios y en nuestras palabras. Se deleita en hablar de las propias acciones, de las luces y experiencias interiores, de las dificultades, de los sufrimientos, aun sin necesidad de hacerlo. En las prácticas de piedad se complace en mirar a los demás, observarlos y juzgarlos; se inclina a compararse y a creerse mejor que ellos, a verles defectos solamente y negarles las buenas cualidades, a atribuirles deseos e intenciones poco nobles, llegando incluso a desearles el mal. El amor propio (...) hace que nos sintamos ofendidos cuando somos humillados, insultados o postergados, o no nos vemos considerados, estimados y obsequiados como esperábamos" (15).

Nosotros hemos de alejarnos del ejemplo y de la oración del fariseo y aprender del publicano: Dios mío, ten misericordia de mí, que soy un pecador. Es una jaculatoria para repetirla mucha veces, que fomenta en el alma el amor a la humildad, también a la hora de rezar.

 

III. El Señor está cerca de aquellos que tienen el corazón contrito, ya los humillados de espíritu los salvará (16). El publicano dirige a Dios una oración humilde, y confía, no en sus méritos, sino en la misericordia divina: quedándose lejos, ni siquiera se atrevía a levantar sus ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: Oh Dios, ten compasión de mí que soy un pecador. El Señor, que resiste a los soberbios pero a los humildes da su gracia (17), lo perdona y justifica. Os digo que éste bajó a su casa justificado, y aquél no. El publicano "se quedó lejos, y por eso Dios se acercó más fácilmente... Que esté lejos o que no lo esté, depende de ti. Ama y se acercará; ama y morará en ti" (18).

También podemos aprender de este publicano cómo ha de ser nuestra oración: humilde, atenta, confiada. Procurando que no sea un monólogo en el que nos damos vueltas a nosotros mismos, a las virtudes que creemos poseer.

En el fondo de toda la parábola late una idea que el Señor quiere inculcarnos: la necesidad de la humildad como fundamento de toda nuestra relación con Dios y con los demás. Es la primera piedra de este edificio en construcción que es nuestra vida interior. "No quieras ser como aquella veleta dorada del gran edificio: por mucho que brille y por alta que esté, no importa para la solidez de la obra.

"-Ojalá seas como un viejo sillar oculto en los cimientos, bajo tierra, donde nadie te vea: por ti no se derrumbará la casa" (19).

Cuando una persona se siente postergada, herida en detalles pequeñísimos, debe pensar que todavía no es humilde de verdad: es la ocasión de aceptar la propia pequeñez y ser menos soberbios: "no eres humilde cuando te humillas, sino cuando te humillan y lo llevas por Cristo" (20).

La ayuda de la Virgen Santísima es nuestra mejor garantía para ir adelante en esta virtud. "María es, al mismo tiempo, una Madre de misericordia y de ternura, a la que nadie ha recurrido en vano; abandónate lleno de confianza en el seno materno, pídele que te alcance esta virtud (de la humildad) que Ella tanto apreció; no tengas miedo de no ser atendido, María la pedirá para ti de ese Dios que ensalza a los humildes y reduce a la nada a los soberbios; y como María es omnipotente cerca de su Hijo, será con toda seguridad oída" (21). Después de considerar las enseñanzas del Señor, y de contemplar el ejemplo humilde de Santa María, podemos acabar nuestra oración con esta petición: "Señor, quita la soberbia de mi vida; quebranta mi amor propio, este querer afirmarme yo e imponerme a los demás. Haz que el fundamento de mi personalidad sea la identificación contigo" (22).

 

 

 

(1) Salmo responsorial .- (2) Lc 18, 9-14.- (3) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Surco, n. 719.- (4) Cfr. Mt 6, 16.- (5) Cfr. Mt 6, 5.- (6) Cfr. Mt 6, 2.- (7) Mt 23, 5.- (8) Cfr. Mt 23, 27.- (9) SAN JUAN CRISOSTOMO, Hom. sobre San Mateo, 72, 1.- (10) Lc 11, 46.- (11) Mt 23, 11.- (12) Gal 6, 2.- (13) Lc 11, 53.- (14) Mt 15, 14.- (15) B. BAUR, En la intimidad con Dios, p. 89.- (16) Sal 33.- (17) Sant 4, 6.- (18) SAN AGUSTIN, Sermón 9, 21.- (19) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Camino, n. 590.- (20) Ibídem, n. 594.- (21) J. PECCI -León XIII-, Práctica de la humildad, 56.- (22) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Es cristo que pasa, 31.