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LA SANTA IGLESIA CATÓLICA

 

1. LA IGLESIA SACRAMENTO DE SALVACIÓN

El Credo, que profesamos, nos dice que el Espíritu Santo, Espíritu de Cristo, actúa en la Iglesia y, por ella, en el mundo. La Iglesia es el sacramento, es decir, el signo y el instrumento de la acción del Espíritu Santo. Es más, la fe enraíza a la Iglesia en el misterio de Dios Uno y Trino. Así es como nos la presenta el Concilio Vaticano II, citando a San Ireneo: La Iglesia es el pueblo reunido en la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo1.

Ya desde el comienzo la fe confesó que se entra en la Iglesia por el bautismo «en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28,19).

El Espíritu Santo «que habló por los profetas», sigue actuando en la Iglesia, preparando la culminación del amor salvador del Padre, manifestado en su Hijo Jesucristo. La Iglesia, el bautismo, el perdón de los pecados, la resurrección de los muertos y la vida eterna son los frutos de esta acción del Espíritu, confesados y esperados en la profesión de fe de los cristianos. En expresión de San Ireneo «Donde está la Iglesia, ahí está el Espíritu de Dios; y donde está el Espíritu de Dios está la Iglesia y toda gracia»2. O como dice Tertuliano: «Ien las preguntas del bautismo, se añade necesariamente la mención de la Iglesia, porque donde están los Tres, ahí está también la Iglesia»3.

Erigido el Tabernáculo en el desierto, lo cubrió la Nube (Nu 9,15-16)... También fue erigido sobre la tierra aquel verdaderísimo Tabernáculo, es decir, la Iglesia, llena de la gloria de Cristo. No otra cosa significa la Nube que cubría el antiguo Tabernáculo. Cristo, en efecto, llenó con su gloria a la Iglesia, resplandeciendo como fuego sobre los que estaban en la noche y en tinieblas, cubriendo, al mismo tiempo, con la protección de su sombra y rociando con las consolaciones celestes del Espíritu a los iluminados, para quienes despuntó ya el día... Además, al partir la Nube también se ponía en marcha el Tabernáculo y, junto con él, los hijos de Israel. La Iglesia sigue por todas partes a Cristo, sin que la santa multitud de los creyentes se separe jamás de Quien los llamó a la salvación4.

Lo importante en la Iglesia es el Don de Dios que transforma al hombre en un ser nuevo, que él mismo no puede darse, injertándole en una nueva comunidad que él sólo puede recibir como don. El nuevo ser, fruto de la reconciliación con Dios por la sangre de Jesucristo, nacido del bautismo, incorpora al creyente en la comunidad de la Iglesia, que vive en la comunión con el Señor en la Eucaristía. Esta comunión con el Señor engendra la comunión entre todos los que «comen el mismo e idéntico pan», haciendo de ellos un «único cuerpo» (1 Cor 10, 17), un «único hombre nuevo» (Ef 2,15). Con gozo agradecido, dice Teodoro de Mopsuestia:

He sido bautizado para ser miembro del gran Cuerpo de la Iglesia, como dice San Pablo: «Hay un solo Cuerpo y un solo Espíritu, igual que fuisteis llamados a la única esperanza de vuestra vocación» (Ef 4,4). Cuando habla de Iglesia, no se refiere ciertamente al edificio construido por los hombres -aunque éste recibe también el nombre de iglesia, por la asamblea de los fieles que en él se celebra-, sino que designa Iglesia a toda la asamblea de los fieles... Por el bautismo, pues, espero ser uno de los hijos de la Iglesia o asamblea de los fieles, que han merecido el nombre de Cuerpo de Cristo y han recibido una santidad inefable. Los Padres llaman a esta Iglesia santa, por la santidad que recibe del Espíritu Santo; la designan católica, por comprender a cuantos en cualquier lugar y tiempo han creído; afirman así mismo que es una, porque sólo aquellos, que han creído en Cristo y recibirán los bienes futuros, constituyen la única Iglesia santa5.

Este único cuerpo es el cuerpo eclesial de Cristo. Nadie puede ser cristiano en solitario. Es imposible creer y abrirse al Evangelio por sí mismo. Es preciso que alguien nos anuncie el Evangelio y nos transmita (traditio) la fe. En la Iglesia se nos sella la fe en el bautismo y ésta fe es sostenida con el testimonio de los hermanos en la fe y con la Eucaristía.

La Iglesia y los sacramentos van siempre juntos, no pueden existir separadamente. Una Iglesia sin sacramentos sería una organización vacía. Y los sacramentos sin la Iglesia serían meros ritos sin sentido. En la Iglesia, el bautismo, la penitencia y la Eucaristía son como los pilares de su edificio, o mejor, su verdadera forma de existencia.

La Iglesia es, pues, sacramento de salvación. En la Iglesia está visible el misterio salvador de Dios, hecho presente en el mundo por Jesucristo y actualizado en el corazón de los fieles por el Espíritu Santo (Ef 3,3-12; Col 1,26-27). Ser visible es una dimensión esencial de la Iglesia; de otro modo no sería sacramento de la obra salvífica de Jesucristo. Ella, en su forma concreta y hasta defectuosa, es fruto y manifestación del misterio de salvación para el mundo.

 

2. SANTA

El Credo califica a la Iglesia como santa. La Iglesia es la escogida por Dios, predestinada a la heredad del Reino, gloriosa como Esposa y Cuerpo de Cristo glorificado, habitada por el Espíritu Santo, del que es Templo santo (Ef 2,21; 1 Cor 3,16-17; 2 Cor 6,16). Jesucristo, «el Santo de Dios» (Mc 1,24), se entregó por la Iglesia, para hacerla «santa e inmaculada» (Ef 5,27); sus miembros son «los santos» (He 9,13.32.41; Rom 2,27; 1 Cor 6,1...).

Los creyentes constituyen el Israel de Dios (Heb 3-4 y 12; 1 Pe 1,17). Jesús es su Pastor (Jn 10), como lo era Yavé para su pueblo escogido (Sal 23). Pero Jesús no sólo es pastor, El es también el Templo de Dios entre los hombres (Jn 2,19-22), en el que congrega a los elegidos, nacidos del «agua y del Espíritu» (Jn 3), que adoran a Dios «en espíritu y en verdad», pues poseen el «Don de Dios» (Jn 4) y se nutren del «pan de vida» (Jn 6). De este modo los fieles son transformados en «piedras vivas, que entran en la edificación de la casa de Dios, dotados de un sacerdocio santo» (1 Pe 2,5).

La Iglesia es santa. Es la nueva Eva, que nace del costado abierto del nuevo Adán dormido en la cruz, Cristo. De su costado traspasado brotan el agua y la sangre, el agua del bautismo que lava a los fieles, que renacen como hijos de Dios, y la sangre de la Eucaristía, en la que sellan su alianza eterna con Dios. Así la Iglesia es la novia ataviada para las bodas con el Cordero (Ap 21,9ss), «con sus vestidos lavados y blanqueados en la sangre del Cordero» (Ap 7,14), Esposa fiel, porque su Esposo, Cristo, le ha hecho el gran don de su Espíritu, que la santifica constantemente, la renueva y rejuvenece perpetuamente, adornándola con sus dones jerárquicos y carismáticos, coronándola con sus frutos abundantes (Ef 4,11-12; 1 Cor 12,4; Gál 5,22)6.

Por el relato de la creación de Eva, sacada del costado y de un hueso de Adán dormido, Cristo nos enseñó que Adán y Eva eran figura suya y de la Iglesia, pues por la comunión de su carne nos enseña que esta Iglesia ha sido santificada después del sueño de su muerte... Después del sueño de su pasión, el Adán celeste, en el despertar de su resurrección, reconoce en la Iglesia su hueso y su carne (Gén 2,23), no ya creados del lodo y vivificados por el soplo (Gén 2,7), sino alcanzando su perfección bajo el vuelo del Espíritu7.

Exultante canta San Agustín el nacimiento de la Iglesia como Esposa de Cristo:

¡Suba nuestro Esposo al leño de su tálamo, suba nuestro Esposo al lecho de su tálamo! ¡Duerma, muriendo, y se abra su costado, para que salga la Iglesia virgen, para que, como Eva fue creada del costado de Adán durmiente, así sea formada la Iglesia del costado de Cristo pendiente de la cruz! Herido su costado, «al instante salió sangre y agua» (Jn 19,34), es decir, dos sacramentos gemelos de la Iglesia. Agua con la que la Esposa fue purificada (Ef 5,26); la sangre, por la que recibió la dote. Duerme Adán, para ser creada Eva; muere Cristo, para ser creada la Iglesia. Eva fue creada del costado de Adán durmiente; muerto Cristo, la lanza le perforó el costado, a fin de que brotasen los sacramentos, por los que se forma la Iglesia...

La santa Iglesia somos nosotros, los fieles cristianos por la misericordia de Dios, esparcidos por toda la faz del mundo. Es la Iglesia católica, verdadera madre nuestra (Gál 4,26.19; 1 Tes 2,7-8) y Esposa verdadera del divino Esposo (2 Cor 11,2; Ef 5,24-32; Ap 21,2.9). ¡Honrémosla, es la Señora (2 Jn 1) de tan excelente Señor! Con ella usó su Esposo de singular benevolencia. La encontró siendo prostituta y la hizo virgen. Todos los hombres eran adúlteros de corazón (Ap 17,1-5; 18,3; 19,2; Os 2,4-9; 3,1; Ez 23,2-27; Mt 5,27s). Vino El e hizo virgen a su Iglesia, la cual es virgen por la fe... Alguien dirá: Si es virgen, ¿cómo es que da a luz hijos?; y si no da a luz, ¿para qué hemos dado nuestro nombre para encontrar en su seno un nuevo nacimiento? Respondo: Es virgen y madre a la vez, a imitación de María, Madre del Señor. ¿Acaso María no fue Madre permaneciendo Virgen? Lo mismo la Iglesia es madre y virgen. Y, pensándolo bien, ella es también madre de Cristo, pues quienes reciben el bautismo son miembros de Cristo (1 Cor 12,27). Dando a luz a los miembros de Cristo, la Iglesia es del todo semejante a María8.

La santidad de la Iglesia no alude primeramente a la santidad de las personas, sino al don divino que crea la santidad en los hombres pecadores que la forman. El Símbolo no llama a la Iglesia santa porque todos y cada uno de sus miembros sean santos, es decir, personas inmaculadas9. La santidad de la Iglesia consiste en el poder por el que Dios obra la santidad en ella dentro de la pecaminosidad humana. En Cristo, Dios, el único santo, se ha unido definitivamente a los hombres en «alianza eterna». Esta alianza, que es fidelidad eterna, es un don de Dios, una gracia que permanece a pesar de la infidelidad humana. Es expresión del amor de Dios que no se deja vencer por el hombre. Dios es Dios y no hombre (Os 11,9); es bueno y mantiene su fidelidad con el hombre, lo asume continuamente como pecador, lo perdona, lo transforma, lo santifica y lo ama.

El profeta Oseas esposó a una prostituta, profetizando que «la tierra se había prostituido al alejarse del Señor» (Os 1,2) y que, sin embargo, con tales hombres se habría complacido Dios en formar la Iglesia, que sería santificada gracias a la unión con su Hijo... En efecto, «cuando llegó la plenitud del tiempo» de la libertad (Gál 4,4), el mismo Logos «lavó las manchas de las hijas de Sión» (Is 4,4) al lavar con sus propias manos los pies de sus discípulos (Jn 13,5-12), a fin de que, como al principio fuimos todos esclavos en Adán y Eva, así al final de los tiempos, lavados de las manchas de la «muerte», lleguemos a la vida de Dios... En efecto, quien lavó los pies a sus discípulos santificó y condujo a la santificación a todo el Cuerpo10.

La prostituta Rahab (Jos 2,1-21; Sant 2.24-26; Heb 11,31), cuyo nombre significa «latitud», es la Iglesia de Cristo, reunida de entre los pecadores. Esta prostituta hizo subir a los exploradores al terrado: los elevó hasta los excelsos sacramentos de la fe. Pues ningún enviado por Jesús (Josué) se encuentra abajo y yace por tierra, sino «en el terrado»; y no sólo él, sino que la misma prostituta, que los recibió, recibió paga de profeta, siendo profeta al decir: «ya sé que Dios os ha dado esta tierra». La que antes era prostituta e impía ahora está llena del Espíritu Santo, confesando lo pasado, creyendo lo presente y profetizando lo futuro... Ella puso en su casa un «cordón escarlata», como signo por el que la ciudad pudiera salvarse de la muerte. Ningún otro signo recibió sino el «cordón escarlata», del color de la sangre. Sabía que nadie puede salvarse sino mediante la Sangre de Cristo. A la que antes era prostituta le fue dado también esta orden: «Todos los que se encuentren en tu casa se salvarán; pero quien salga de tu casa, «su sangre caiga sobre su cabeza». Por tanto, quien quiera salvarse venga a la Casa de la que antes fue prostituta, la Iglesia; venga a esta Casa en la que se encuentra el signo de la redención: la Sangre de Cristo (Mt 27,25; Lc 2,34)11.

Por este don, que nunca puede retirarse, la Iglesia es siempre la santificada por Dios, la Iglesia santa en la que indefectiblemente está presente entre los hombres la santidad del Señor. Los fieles del Señor son siempre la vasija de barro, que hace brillar la santidad del Señor: «para que se manifieste que este tesoro tan extraordinario viene de Dios y no de nosotros» (2 Cor 4,7).

La Iglesia es santa porque es de Dios y no del mundo (Jn 17,11.14-15). El Dios santo es fiel a la Iglesia y no la abandona a los poderes del mundo (Mt 16,18); a ella ha unido indisolublemente a su Hijo Jesucristo (Mt 28,20), gozando para siempre del don del Espíritu Santo (Jn 14,26; 16,7-9). Como santa, la Iglesia o sus miembros, los cristianos, son invitados a vivir lo que son: «sed santos»12. Pero la Iglesia santa comprende también a los pecadores; todos los días tiene que rogar a Dios: «perdónanos nuestras deudas» (Mt 6,12): «la Iglesia encierra en su propio seno a los pecadores y, siendo al mismo tiempo santa y necesitada de purificación, avanza continuamente por la senda de la penitencia y de la renovación» (LG, n. 8).

De aquí que también podemos referir a la Iglesia, cuerpo eclesial de Cristo, la palabra de Jesús: «¡Dichoso el que no se escandalice de mí!» (Mt 11,6p). La santidad de Cristo no era fuego que destruía a los indignos ni celo que arrancase la cizaña que crecía con el trigo. Por el contrario, su santidad se mostraba en el «comer con los pecadores», hasta hacerse «pecado», «maldición» por los pecadores (2 Cor 5,21; Gál 3,13). Atrajo a los pecadores a sí, los hizo partícipes de sus bienes y reveló así lo que era la «santidad de Dios»: en lugar de condenación, amor redentor.

Según la parábola del Salvador sobre la red, que «cuando está llena de peces es sacada a la orilla y los pescadores recogen los buenos en cestos y tiran los malos» (Mt 13,48), conviene que en la red de toda la Iglesia haya buenos y malos; pues, si ya todo ha sido purificado, ¿qué dejamos para el juicio de Dios? Y, según otra parábola, tanto el trigo como la paja se encuentran en la era hasta que el trigo sea recogido en el granero de Cristo, separada de él la paja por el «que tiene en su mano el bieldo, para limpiar su era, recogiendo el trigo en su granero y quemando la paja en el fuego inextinguible» (Lc 3,17p). La «era» es la congregación del pueblo cristiano13.

¿No es la Iglesia, -se pregunta J. Ratzinger-14, la continuación de este ingreso de Dios en la miseria humana? ¿No es la continuación de la participación en la misma mesa de Jesús con los pecadores? ¿No se manifiesta en la pecadora santidad de la Iglesia la verdadera santidad de Dios, frente a las expectaciones humanas de lo puro? ¿No se manifiesta en la Iglesia la verdadera santidad de Dios, es decir, el amor que no se mantiene en la distancia aristocrática de lo puro e inaccesible, sino que se mezcla con la porquería del mundo para eliminarla? ¿Puede ser la Iglesia algo distinto de este «cargar los unos con los pesos de los otros», que nace de que todos son sostenidos por Cristo?.

Lo propio de la Iglesia estriba en el consuelo de la Palabra y de los Sacramentos que conserva en días buenos y en los momentos de flaqueza. La Iglesia vive en los que en ella reciben el don de la fe que es para ellos vida, que se renueva en el perdón y en la Eucaristía, llevándoles así a pregustar la vida eterna. De este modo, la Iglesia es santa porque el Señor le da graciosamente el don de la santidad15.

La Iglesia, pues, es Iglesia de Dios, Pueblo de Dios, plantación y heredad de Dios, grey, edificio, templo, casa de Dios, familia de Dios; Iglesia de Jesucristo, Cuerpo de Cristo, Esposa de Cristo; Templo del Espíritu Santo... (LG, n. 6). Este ser de Dios hace de la Iglesia una comunidad de creyentes, comunión de los santos o santificados. Ekklesía es, como expresa su mismo nombre, la asamblea de Dios.

 

3. CATOLICA

Desde San Ignacio de Antioquía, la Iglesia es llamada católica16. Frente a las sectas de herejes y cismáticos, la Iglesia se manifiesta católica tanto en el tiempo: la misma siempre; como también en el espacio: la misma en todos los lugares. Ella ha sido enviada a todo el mundo para anunciar el Evangelio a toda criatura (Mc 16,15; Mt 28,19-20).

La Iglesia, esparcida por todo el mundo, recibió de los Apóstoles y discípulos el Símbolo de la fe, que custodia cuidadosamente en todas partes, como si habitase una sola casa, creyéndolo todos como si tuviesen «una sola alma y un solo corazón» (He 4,32), proclamándolo, enseñándolo y transmitiéndolo concordemente, como si fuese una sola boca. Las lenguas del mundo son diversas, pero única y la misma es la potencia de la Tradición. Pues, cada verdadera Iglesia, en todas las partes del mundo, tiene una única y misma fe17.

La congregación o Ekklesía del Pueblo de Dios está prefigurada desde el comienzo del mundo, con la creación del hombre en la comunión y referencia mutua de Adán y Eva, como Imagen visible de Dios en la tierra. Después del pecado, que destruye la comunión del hombre con Dios y de los hombres entre sí, Dios comienza la congregación de su pueblo con la vocación de Abraham como padre de un pueblo numeroso como las estrellas del cielo (Gén 12,2; 15,5-6), pues él ha sido elegido como bendición para todos los pueblos (Gén 12,3; 18,18; 22,18; Gál 3,8). La acción de Dios contra el caos del pecado entre los hombres se actualiza en la elección de Israel para ser pueblo y heredad de Dios en medio de las naciones (Ex 19,5-6; Dt 7,6). Por su elección gratuita, Israel es signo de la congregación final de todos los pueblos (Is 2,1-5; Miq 4,1-4). A la infidelidad de Israel, que rompe la alianza con sus prostituciones idolátricas (Os 1; Is 1,2-4; Jr 2...), Dios responde anunciando por los mismos profetas la elección de un nuevo pueblo para Sí (Jr 31,31-34).

Después de confesar la fe en la bienaventurada Trinidad, confiesa creer en la Santa Iglesia Católica, que es « la congregación de todos los santos». Pues desde el principio del mundo, tanto los patriarcas Abraham, Isaac y Jacob, tanto los profetas como los Apóstoles, los mártires y todos los justos que existieron, existen y existirán forman una Iglesia; pues, santificados por una fe y trato, han sido designados por un Espíritu para formar un Cuerpo, del que Cristo es la Cabeza18.

Este nuevo pueblo de Dios se edifica, como construcción de Dios (1 Cor 3,9), sobre la piedra rechazada por los constructores, pero convertida en piedra angular, Cristo Jesús (Mt 21,42p; He 4,11; 1 Pe 2,7). Sobre este fundamento levantan los apóstoles la Iglesia (1 Cor 3,11) y de El recibe firmeza y cohesión. Como edificación de Dios es llamada «casa de Dios» (1 Tim 3,15), en la que habita su «familia», habitación de Dios en el Espíritu (Ef 2,19-22), «tienda» de Dios con los hombres (Ap 21,3), «templo» santo del que los fieles son «piedras vivas» (1 Pe 2,5), siendo piedras fundamentales los Doce Apóstoles (Ap 21,12-14; Ef 2,20).

El verdadero fundamento de la Iglesia es la cruz y resurrección de Jesucristo, sello de Dios a la Nueva Alianza (Mc 14,24; 22,20; 1 Cor 11,25; Jn 19,34):

Tú también serás «hijo del trueno» (Mc 3,17), si eres hijo de la Iglesia. También a ti te dirá Cristo desde la cruz: «He ahí a tu madre«, y dirá a la Iglesia: «He ahí a tu hijos (Jn 19,26-27). ¡Sólo comenzarás a ser hijo de la Iglesia cuando confieses que Cristo triunfa desde la cruz! En efecto, todo el que se escandaliza de la cruz es un judío, y no un hijo de la Iglesia; y quien la ve como una locura es un pagano (1Cor 1,23). Sólo quien, reconociendo la voz de Cristo triunfante, la mira como una victoria, es un verdadero hijo de la Iglesia19.

Y finalmente, la Iglesia queda fundada indestructiblemente con el envío del Espíritu Santo en Pentecostés: la Iglesia, vivificada con el Espíritu Santo, es el pueblo de Dios unido, que congrega a todas las naciones, proclamándoles las maravillas de Dios (He 2). Del Cenáculo, impulsada por el Espíritu, la Iglesia se extiende por toda la tierra:

La Iglesia se llama Católica por su extensión en todo el mundo, abierta a todos los hombres: reyes y vasallos, ignorantes y sabios; ella sana y cura todo género de pecados y está adornada con toda clase de dones... Se la llama Iglesia (Ekklesía = convocación), pues convoca y congrega en la unidad a todos los hombres (Lv 8,3; Dt 4,10; Sal 34,18; 67,27). En la Iglesia resuena la alabanza de los santos al Señor (Sal 149,1), «cuyo nombre es glorificado entre las naciones desde donde sale el sol hasta su ocaso» (Mal 1,10-11)...

En esta santa Iglesia católica has renacido. Si viajas por naciones extranjeras, no preguntes simplemente dónde está el Kyriakón (el templo del Señor), pues también llaman así a sus cavernas las sectas de los impíos; ni preguntes solamente dónde está «la Iglesia»«, sino: dónde está la Iglesia católica. Este es el nombre propio de esta santa Iglesia y Madre nuestra, que es también Esposa de nuestro Señor Jesucristo, como está escrito: «como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella» (Ef 5,25). Esta es, a la vez, figura e imitación de la Jerusalén celestial, la libre y Madre de todos nosotros, la que primero era estéril y ahora es Madre de muchos hijos (Gál 4,26s; Ap 21,2-22,5)... Ella está en todo el orbe20.

La Iglesia es la comunidad de los creyentes que se reúne como asamblea, que escucha la Palabra y la celebra en la acción de gracias, experimentando la presencia salvadora de Dios en ella y, por ello, acepta agradecida ser enviada al mundo para dar testimonio del Evangelio a todos los hombres.

La Iglesia es, por tanto, la católica, la Iglesia una, que vive en la unidad de sus miembros, por encima de sus diferencias de edad, sexo, condición social e ideas. Es la Iglesia local, reunida en torno al Obispo (LG, n. 26) o en torno al presbítero (n. 28), que escucha la Palabra, celebra la Eucaristía, vive la unidad del amor en el Espíritu Santo y la comunión con los Pastores, que viven la comunión con Pedro, que mantiene la comunión y unidad con la Iglesia universal.

La comunión de las Iglesias locales con la Iglesia universal hace que cada una de ellas sea Iglesia católica, universal. Este es el servicio del obispo de Roma que «preside la comunión de todas las Iglesias extendidas por toda la tierra». La unidad de la fe que Pedro, como primer testigo de la resurrección (1Cor 15,5; Lc 24,34), está llamado «a confirmar» (Lc 22,32) para no «correr en vano» (Gál 1,18;2,2-10); la fidelidad a la Palabra y la comunión en la mesa común de la Eucaristía hacen de la Iglesia el signo de la presencia de Cristo como Salvador del mundo.

Las palabras del Señor a Pedro (Mt 16,18-19; Jn 21,47) muestran que Cristo edifica su Iglesia sobre uno solo, encomendándole que apaciente sus ovejas. Y aunque después de la resurrección confiere el mismo poder a todos los Apóstoles (Jn 20,21-23), sin embargo, para manifestar la unidad decidió que el origen de la unidad proviniese de uno solo. Cierto que los demás Apóstoles eran lo que era Pedro. Pero se otorga el primado a Pedro para manifestar que es una la Iglesia y la cátedra de Jesucristo... Esta unidad de la Iglesia es prefigurada por el Espíritu Santo, cuando dice: «Una sola es mi paloma, mi bella es la única de su madre, su preferida» (Cant 6,8). Quien no conserva esta unidad, ¿creerá guardar la fe? Quien resiste a la Iglesia, quien abandona la cátedra de Pedro, sobre la que está fundada la Iglesia, ¿puede confiar que está en la Iglesia?... ¡Una sola es la Madre, exuberantemente fecunda! De su seno nacemos, nos alimentamos de su leche, vivimos de su espíritu. La Esposa de Cristo sólo conoce una casa, guarda la inviolabilidad de un solo tálamo. Todo el que se separa de la Iglesia se une a una adúltera, se aleja de las promesas de la Iglesia y no logrará la herencia de Cristo. No puede tener a Dios por Padre, quien no tiene a la Iglesia como Madre. Si pudo salvarse alguno fuera del arca de Noé, lo podrá también quien esté fuera de la Iglesia... No se descose ni rompe la túnica del Señor Jesucristo, sino que la recibe integra y la posee intacta e indivisa quien se ha vestido de la prenda de Cristo (Jn 19,23-24). ¡No puede tener la túnica de Cristo quien rompe y divide la Iglesia de Cristo! (Jn 10,16; 1 Cor 1,10; Ef 4,2-3). Sólo los familiares que estaban dentro de la casa de Rahab se salvaron (Jos 2,18-19).¡No hay otra casa para los creyentes que la única Iglesia! No puede ser mártir quien no está dentro de la Iglesia... El arca única de Noé fue figura de la Iglesia (1 Pe 3,20-21)21...

La Iglesia, en cuanto católica, en cuanto una visiblemente, en la multiplicidad y diversidad de sus miembros, responde a la profesión de fe del Credo: la santa Iglesia católica. En un mundo dividido por todo, la Iglesia es el signo y el instrumento de la unidad que supera y une naciones, razas y diferencias sociales, culturales y generacionales. Como «Iglesia doméstica» vive y celebra la unión en Cristo en cada familia cristiana (LG, n. 11).

La unidad de la Iglesia católica es fruto del único Espíritu, que hace de ella el Cuerpo de Cristo. La unidad del Espíritu crea el vínculo entre los cristianos dispersos por el mundo:

Sed siempre humildes y amables, sed comprensivos, sobrellevaos mutuamente con amor, esforzándoos en mantener la unidad del Espíritu con el vinculo de la paz. Un solo cuerpo y un solo Espíritu, como una sola es la esperanza de la vocación a la que habéis sido llamados. Un Señor, una fe, un bautismo. Un Dios, Padre de todos, que lo transciende todo, lo penetra todo y lo invade todo. (Ef 4,2-6).

¡Que formen parte del Cuerpo de Cristo, si quieren vivir del Espíritu de Cristo! Hemos recibido el Espíritu Santo, si amamos a la Iglesia, si estamos unidos por la caridad, si nos alegramos del nombre y fe católica ¡Creámoslo, hermanos: se tiene el Espíritu Santo en la medida en que se ama a la Iglesia! ¡Nada debe temer tanto un cristiano como el ser separado del Cuerpo de Cristo! Pues, si lo fuese, ya no seria su miembro ni sería vivificado por su Espíritu: «quien no tiene el Espíritu de Cristo no le pertenece» (Rom 8,9)22.

Esta unidad hace que los creyentes en Cristo vivan unánimes en la enseñanza de los apóstoles, en la comunión, en la fracción y en las oraciones (He 2,42; 4,32-35). Así la Iglesia manifiesta a Jesucristo presente en ella para la salvación del mundo:

Como yo os he amado, así amaos los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis los unos a los otros. (Jn 13,34-35).

Que sean uno, como Tú, Padre, en mí y yo en ti; que ellos lo sean en nosotros para que el mundo crea que Tú me has enviado (Jn 17,21-23).

El camino de los que pertenecen a la Iglesia, -edificada sobre las «doce columnas« (Ef 2,20; Ap 21, 14) que la sostienen-,recorre todo el mundo, pues ella posee la sólida Tradición de los Apóstoles, permitiéndonos así ver que una sola es la fe de todos, pues todos creen en un solo Dios Padre, todos admiten la misma economía de la encarnación del Hijo de Dios y reconocen el mismo don del Espíritu, meditan los mismos preceptos, observan la misma forma de organización de la Iglesia, esperan la misma venida del Señor así como la salvación de todo el hombre, es decir, del alma y del cuerpo... Por todo el mundo se manifiesta una sola y misma vía de salvación, pues la Iglesia es «el candelero de las siete lámparas» (Ex 25,31.37; Ap 1,12-13.16.20; Filp 2,15), que lleva la luz de Cristo (Jn 8,12; 9,5; Mt 5,14-16)23.

 

4. APOSTOLICA

La Iglesia se confiesa apostólica, es decir, en continuidad con los Apóstoles y con las comunidades fundadas por ellos. Para ello goza de una triple garantía: una misma fe, símbolo de comunión, transmitida en una fiel y continua Tradición; una misma Escritura, fiel al Canon de las Escrituras, que expresan la revelación hecha por Jesucristo y predicada por sus Apóstoles; y una jerarquía de sucesión apostólica. Los Apóstoles confiaron las comunidades cristianas que fundaron a quienes hicieron depositarios de su doctrina. La cadena ininterrumpida de Obispos garantiza la continuidad apostólica.

La Iglesia recibió de los Apóstoles y de sus discípulos la fe, de modo que la Tradición de los Apóstoles, manifestada en todo el mundo, pueden verla en cada Iglesia quienes quieran ver la Verdad, siéndonos posible enumerar los obispos establecidos por los Apóstoles en las Iglesias y sus sucesores hasta nosotros24...

Como lo hicieron en Judea, los Apóstoles fundaron Iglesias en cada ciudad, de las cuales las demás Iglesias recibieron el esqueje de la fe y la semilla de la doctrina, y lo reciben aún para poder ser Iglesias. Por esto son consideradas también apostólicas, en cuanto son prole de las Iglesias apostólicas, de modo que todas estas Iglesias, tan numerosas, no son otra cosa que la única Iglesia primitiva fundada por los Apóstoles, de la que derivan, siendo así todas primitivas y todas apostólicas, en cuanto todas son aquella única Iglesia... Toda doctrina, pues, en sintonía con la de aquellas Iglesias, matrices y orígenes de la fe, debe ser considerada verdadera, por conservar lo que aquellas recibieron de los Apóstoles, éstos de Cristo y Cristo de Dios25.

Esta comunión apostólica, unida a Pedro, -que «preside en la caridad a todos los congregados»26-, goza de la promesa del Señor: «Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré la Iglesia y los poderes del infierno no prevalecerán contra ella» (Mt 16,18). No prevalecerán contra ella porque el Resucitado ha comprometido su palabra: «Yo estaré con vosotros todos los días hasta el del mundo» (Mt 28,20).

Simón Pedro proclama: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16-18). Esta fe es la base sobre la que descansa la Iglesia. En virtud de esa fe «las puertas del infierno no prevalecerán contra ella»; esta es la fe que tiene «las llaves del Reino de los cielos». Pedro es «bienaventurado» porque confesó a Cristo «Hijo de Dios vivo»: en esta verdad está la revelación del Padre; en esta verdad está la base de la Iglesia, en ella está la certeza de la eternidad; por esta verdad se confirma en el Cielo lo que ella decide en la tierra27.

Jesús, tras su bautismo, comienza el anuncio del Reino con la vocación de los primeros apóstoles, destinados a continuar su obra (Mc 1,16-20). Esta primera llamada la completa con la elección de los Doce (Mc 3,13-19), constituyéndolos apóstoles «para estar con El» y enviarles a anunciar la Buena Nueva del Reino, con poder de expulsar demonios (Mc 6,7-13): es la misma misión de Cristo, que «recorrió toda Galjlea predicando en sus sinagogas y expulsando los demonios» (Mc 1,39). Los Apóstoles continúan esa misión, pues «es preciso que el Evangelio sea predicado a todas las gentes» (Mc 13,10). El tiempo de la predicación del Evangelio es el tiempo de la Iglesia:

Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo (Mt 28,18-20; Mc 16,15-20; Lc 24,47-48; He 1,8).

Los Apóstoles han sido constituidos «testigos de Cristo en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta el confín de la tierra» (He 1,8; Ef 2,20; Ap 21,14). La historia de los Hechos de los Apóstoles narra el cumplimiento de esta palabra, el difundirse del Evangelio, concluyendo con la llegada a Roma del «Apóstol de las gentes». Con ello queda asegurada la irradiación del Evangelio a todo el mundo.

La Iglesia vive para la misión. No es fin para sí misma. Es un pueblo en camino, itinerante en sus enviados a anunciar el Evangelio hasta los extremos de la tierra. Vive en este mundo en la diáspora, en exilio, sin hogar permanente (Sant 1; 1 Pe 1,1; 2,11; Heb 3,7-4,11; 11,8-16.32-34). Así pasa por el mundo haciendo presente a Jesucristo Profeta, Sacerdote y Rey para los hombres.

La Buena Noticia es el anuncio del Reino, como realidad presente en Jesucristo, pero encaminada a su culminación futura en la Iglesia y mediante la Iglesia (Mt 5-7). Para este anuncio Jesús instruye a sus Apóstoles (Mt 9,35-10,42). En las parábolas del Reino (Mt 13) aparece ya la Iglesia en misión.

La Iglesia es el campo en el que se siembra la Palabra, como germen del Reino, pero en el que crece la cizaña con el trigo hasta el final; la Iglesia es igualmente la red que recoge toda clase de peces, en vistas al juicio que separará los buenos de los malos. En la pequeñez de la semilla escondida bajo tierra, como grano de mostaza, o de la levadura que desaparece en la masa, la Iglesia encierra un tesoro, como perla preciosa, que es capaz de hacer fermentar toda la masa o de cobijar a todos los hombres. Merece la pena venderlo todo por ella, por ser «discípulo del Reino». La vida de los discípulos es una novedad de solicitud, amor en la verdad, comunión con Dios y perdón mutuo (Mt 18). Esta vida, en Cristo, es la garantía de la bendición final: «Venid, benditos de mi Padre, recibid en herencia el Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo» (Mt 24-25).

En vísperas del tercer milenio, toda la Iglesia, confortada por la presencia de Cristo, camina en el tiempo hacia la consumación de los siglos y va al encuentro del Señor que llega. En este caminar procede recorriendo de nuevo el itinerario realizado por la Virgen María, su Madre y modelo. Con María y como María vive el misterio de Cristo, colaborando con gratitud en la obra de la salvación28.

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1. Lumen Gentium, n. 4. SAN IRENEO, Adv. Haereses III 24,1.

2. Ibidem.

3. TERTULIANO, De Baptismo 6; SAN CIPRIANO, Epístola 69,7.

4. SAN CIRILO DE ALEJANDRIA, De Adoratione in Spiritu et Veritate 5-10.

5. TEODORO DE MOPSUESTIA, Homilía X 15-19.

6. La Iglesia Esposa de Cristo: Jl 2,15-16; Jr 16,9; Sal 18,6-7; Ap 21,9-11; Jn 3,28-28; Jos 5,13-15; Ex 3,2-6; Jn 1,26-27; Lc 12,35-37; Ap 19,6-7; Cfr. SAN CIPRIANO, Testimonios 11,19.

7. SAN HILARIO, De Mysteriis I, 3-5.

8. SAN AGUSTIN, De Fide et Symbolo IX 21-X 21. Estos y otros muchos textos de San Agustín sobre la Iglesia Madre, Esposa y Virgen pueden verse en S. SABUGAL, o.c., p. 896-913.

9. Cfr. H.U. von BALTHASAR, Casta Meretrix: Sponsa Verbi, Madrid 1964.

10. SAN IRENEO, Adversus Haereses, IV 18,4; 20,12; 21,1.

11. ORIGENES, Homilía Jos. III 4-5.

12. Lev 11,44; 1Pe 1,16; 1Jn 3,3; Rom 6,6-14; 8,2-17...

13. ORIGENES, Homilía Ez. I,11.

14. J. RATZINGER, o.c., p. 300-307.

15. H. de LUBAC, Meditación sobre la Iglesia, Bilbao 1961.

16. SAN IGNACIO DE ANTIOQUIA, Cart. a los de Esmirna 8,2.

17. SAN IRENEO, Adversus Haereses I 10,1-3; IV 17,6.

18. NICETAS DE REMESIANA, Explanatio Symboli 10.

19. SAN AMBROSIO, Expositione Ev.sec. Lucam VII 5.

20. SAN CIRILO DE JERUSALEN, Catequesis XVIII 23-27.

21. SAN CIPRIANO, Sobre la unidad de la Iglesia, 4-25.

22. SAN AGUSTIN, In Joan Ev.Tract. 32,8;27,6; Epístola 185,42...

23. SAN IRENO, Adversus Haereses V, 1-2.. 

24. SAN IRENEO, Adversus Haereses, I 10,1; III 3,1-3; IV 26,2. 

25. TERTULIANO, De Praescriptione Haereticorum. 20,3-4; 21,3-4. 

26. SAN IGNACIO DE ANTIOQUIA, A los Romanos, 1,1.

27. SAN HILARIO, De Trinitate VI 36-38.

28. Redemptoris Missio, n. 92; Cfr. Redemptoris Mater, n.2.

EMILIANO JIMÉNEZ
EL CREDO, SÍMBOLO DE LA FE DE LA IGLESIA
Ediciones EGA, Bilbao 1992, págs. 157-170