LA
ORACIÓN CRISTIANA:
ENCUENTRO DE DOS LIBERTADES
I
INTRODUCCIÓN
1. El deseo de
aprender a rezar de modo auténtico y profundo está vivo en
muchos cristianos de nuestro tiempo, a pesar de las no pocas dificultades que la
cultura
moderna pone a las conocidas exigencias de silencio, recogimiento y oración. El
interés que
han suscitado en estos años diversas formas de meditación ligadas a algunas
religiones
orientales y a sus peculiares modos de oración, aún entre los cristianos, es
un signo no
pequeño de esta necesidad de recogimiento espiritual y de profundo contacto con
el
misterio divino. Sin embargo, frente a este fenómeno, también se siente en
muchos sitios la
necesidad de unos criterios seguros de carácter doctrinal y pastoral que
permitan educar en
la oración, en cualquiera de sus manifestaciones, permaneciendo en la luz de la
verdad,
revelada en Jesús, que nos llega a través de la genuina tradición de la
Iglesia. La presente
Carta intenta responder a esta necesidad, para que la pluralidad de formas de
oración,
algunas de ellas nuevas, nunca haga perder de vista su precisa naturaleza,
personal y
comunitaria, en las diversas Iglesias particulares. Estas indicaciones se
dirigen en primer
lugar a los Obispos, a fin de que las hagan objeto de su solicitud pastoral en
las Iglesias que
les han sido confiadas y, de esta manera, se convoque a todo el pueblo de Dios
—sacerdotes. religiosos y laicos— para que, con renovado vigor, oren al
Padre mediante el
Espíritu de Cristo nuestro Señor.
2. El contacto
siempre más frecuente con otras religiones y con sus diferentes
estilos y métodos de oración ha llevado a que muchos fieles, en los últimos
decenios, se
interroguen sobre el valor que pueden tener para los cristianos formas de
meditación no
cristianas. La pregunta se refiere, sobre todo, a los métodos orientales (1).
Actualmente
algunos recurren a tales métodos por motivos terapéuticos: la inquietud
espiritual de una
vida sometida al ritmo sofocante de la sociedad tecnológicamente avanzada,
impulsa
también a un cierto
número de cristianos a buscar en ellos el camino de la calma interior y del
equilibrio
psíquico. Este aspecto psicológico no será considerado en la presente Carta,
que más bien
desea mostrar las implicaciones teológicas y espirituales de la cuestión.
Otros cristianos, en
la linea del movimiento de apertura e intercambio con religiones y culturas
diversas, piensan
que su misma oración puede ganar mucho con esos métodos. Al observar que no
pocos
métodos tradicionales de meditación, peculiares del cristianismo, en tiempos
recientes han
caído en desuso, éstos se preguntan: ¿no se podría enriquecer nuestro
patrimonio, a través
de una nueva educación en la oración, incorporando también elementos que
hasta ahora
eran extraños?
3. Para
responder a esta pregunta, es necesario, ante todo, considerar, aunque sea a
grandes rasgos, en qué consiste la naturaleza intima de la oración cristiana,
para ver luego
si puede ser enriquecida con métodos de meditación nacidos en el contexto de
religiones y
culturas diversas y cómo se puede hacer. Para iniciar esta consideración se
debe formular,
en primer lugar, una premisa imprescindible: la oración cristiana está siempre
determinada
por la estructura de la fe cristiana, en la que resplandece la verdad misma de
Dios y de la
criatura. Por eso se configura, propiamente hablando, como un diálogo personal,
intimo y
profundo, entre el hombre y Dios. La oración cristiana expresa, pues, la
comunión de las
criaturas redimidas con la vida intima de las Personas trinitarias. En esta
comunión, que se
funda en el bautismo y en la eucaristía, fuente y culmen de la vida de Iglesia,
se encuentra
contenida una actitud de conversión, un éxodo del yo del hombre hacia el Tú
de Dios. La
oración cristiana es siempre auténticamente personal, individual y al mismo
tiempo
comunitaria; rehuye técnicas impersonales o centradas en el yo, capaces de
producir
automatismos en los cuales, quien la realiza, queda prisionero de un
espiritualismo intimista,
incapaz de una apertura libre al Dios trascendente. En la Iglesia, la búsqueda
legitima de
nuevos métodos de meditación deberá siempre tener presente que el encuentro
de dos
libertades, la infinita de Dios con la finita del hombre, es esencial para una
oración
auténticamente cristiana.
II
LA ORACIÓN CRISTIANA A LA LUZ DE LA REVELACIÓN
4. La misma
Biblia enseña cómo debe rezar el hombre que recibe la revelación bíblica.
En el Antiguo Testamento se encuentra una maravillosa colección de oraciones,
mantenida
viva a lo largo de los siglos en la Iglesia de Jesucristo, que se ha convertido
en la base de
la oración oficial: el Libro de los Salmos o Salterio (2). Oraciones del tipo
de los Salmos
aparecen ya en textos más antiguos o resuenan en aquellos más recientes del
Antiguo
Testamento (3). Las oraciones del Libro de los Salmos narran sobre todo las
grandes obras
de Dios con el pueblo elegido. Israel medita, contempla y hace de nuevo
presentes las
maravillas de Dios, recordándolas a través de la oración.
En la revelación bíblica, Israel llega a reconocer y alabar a Dios presente en
toda la
creación y en el destino de cada hombre. Le invoca, por ejemplo, como
auxiliador en el
peligro y en la enfermedad, en la persecución y en la tribulación. Por
último. siempre a la luz
de sus obras salvíficas, le alaba en su divino poder y bondad, en su justicia y
misericordia,
en su infinita majestad.
5. En el Nuevo
Testamento, la fe reconoce en Jesucristo —gracias a sus palabras, a sus
obras, a su Pasión y Resurrección— la definitiva autorrevelación de Dios,
la Palabra
encarnada que revela las profundidades más intimas de su amor. El Espíritu
Santo hace
penetrar en estas profundidades de Dios: enviado en el corazón de los
creyentes, «todo lo
sondea, hasta las profundidades de Dios» (I Cor 2, 10). El Espíritu, según la
promesa de
Jesús a los discípulos, explicará todo lo que Cristo no podía decirles
todavía. Pero el
Espíritu «no hablará por su cuenta... sino que me dará gloria, porque
recibirá de lo mío y os
lo comunicará a vosotros» (Jn 16, 13 s.). Lo que Jesús llama aquí «suyo»
es, como explica
a continuación, también de Dios Padre, porque «todo lo que tiene el Padre es
mío. Por eso
he dicho: Recibirá de lo mío y os lo comunicará a vosotros» (Jn 16, 15).
Los autores del Nuevo Testamento, con pleno conocimiento, han hablado siempre de
la
revelación de Dios en Cristo dentro de una visión iluminada por el Espíritu
Santo. Los
Evangelios sinópticos narran las obras y las palabras de Jesucristo sobre la
base de una
comprensión más profunda, adquirida después de la Pascua, de lo que los
discípulos
habían visto y oído; todo el Evangelio de Juan está iluminado por la
contemplación de Aquel
que, desde el principio, es el Verbo de Dios hecho carne: Pablo, al que Jesús
se apareció
en el camino de Damasco en su majestad divina, intenta educar a los fieles para
que
«podáis comprender con todos los santos cuál es la anchura y la longitud, la
altura y la
profundidad (del Misterio de Cristo) y conocer el amor de Cristo, que excede a
todo
conocimiento, para que os vayáis llenando hasta la total Plenitud de Dios» (Ef
3, 18 s.).
Para Pablo el «Misterio de Dios es Cristo, en el cual están ocultos todos los
tesoros de la
sabiduría y de la ciencia» (Col 2. 3) y —precisa el Apóstol—: «Os digo
esto para que nadie
os seduzca con discursos capciosos» (v. 4).
6. Existe, por
tanto, una estrecha relación entre la revelación y la oración. La
Constitución dogmática Dei Verbum nos enseña que, mediante su revelación,
Dios
invisible, «movido de amor, habla a los hombres como amigos (cfr. Ex 33, l l;
Jn 15, 14-15),
trata con ellos (cfr. Bar 3. 38) para invitarlos y recibirlos en su compañía»
(4).
Esta revelación se ha realizado a través de palabras y de obras que remiten
siempre,
recíprocamente, las unas a las otras; desde el principio y de continuo todo
converge hacia
Cristo. plenitud de la revelación y de la gracia, y hacia el don del Espíritu
Santo. Este hace
al hombre capaz de recibir y contemplar las palabras y las obras de Dios, y de
darle gracias
y adorarle, en la asamblea de los fieles y en la intimidad del propio corazón
iluminado por la
gracia.
Por este motivo la Iglesia recomienda siempre la lectura de la Palabra de Dios
como
fuente de la oración cristiana; al mismo tiempo, exhorta a descubrir el sentido
profundo de la
Sagrada Escritura mediante la oración «para que se realice el diálogo de Dios
con el
hombre, pues "a Dios hablamos cuando oramos, a Dios escuchamos cuando
leemos sus
palabras''» (5).
7. De cuanto se
ha recordado derivan de inmediato algunas consecuencias. Si la oración
del cristiano debe inserirse en el movimiento trinitario de Dios, también su
contenido
esencial deberá necesariamente estar determinado por la doble dirección de ese
movimiento: en el Espíritu Santo, el Hijo viene al mundo para reconciliarlo con
el Padre, a
través de sus obras y de sus sufrimientos; por otro lado, en el mismo
movimiento y en el
mismo Espíritu, el Hijo encarnado vuelve al Padre, cumpliendo su voluntad
mediante la
Pasión y la Resurrección. El «Padre nuestro», la oración de Jesús, indica
claramente la
unidad de este movimiento: la voluntad del Padre debe realizarse en la tierra
como en el
cielo (las peticiones de pan, de perdón. de protección, explicitan las
dimensiones
fundamentales de la voluntad de Dios hacia nosotros) para que una nueva tierra
viva y
crezca en la Jerusalén celestial.
La oración de Jesús (6) ha sido entregada a la Iglesia («así debéis rezar
vosotros», Mt 6,
9); por esto, la oración cristiana, incluso hecha en soledad, tiene lugar
siempre dentro de
aquella «comunión de los santos» en la cual y con la cual se reza, tanto en
forma pública y
litúrgica como en forma privada. Por tanto, debe realizarse siempre en el
espíritu auténtico
de la Iglesia en oración y, como consecuencia, bajo su guía, que puede
concretarse a
veces en una dirección espiritual experimentada. El cristiano, también cuando
está solo y
ora en secreto, tiene la convicción de rezar siempre en unión con Cristo, en
el Espíritu
Santo, junto con todos los santos para el bien de la Iglesia (7).
III
MODOS ERRÓNEOS DE HACER ORACIÓN
8. Ya en los
primeros siglos se insinuaron en la Iglesia modos erróneos de hacer oración,
de los cuales se encuentran trazas en algunos textos del Nuevo Testamento (cfr.
I Jo 4, 3; 1
Tm 1, 3-7 y 4, 3-4). Poco después aparecen dos desviaciones fundamentales de
las que se
ocuparon los Padres de la Iglesia: la pseudognosis y el mesalianismo. De esa
primitiva
experiencia cristiana y de la actitud de los Padres se puede aprender mucho para
afrontar
la problemática contemporánea.
Contra la desviación de la pseudognosis (8), los Padres afirman que la materia
ha sido
creada por Dios y, como tal, no es mala. Además sostienen que la gracia, cuyo
principio es
siempre el Espíritu Santo, no es un bien propio del alma, sino que debe
implorarse a Dios
como don. Por esto, la iluminación o conocimiento superior del Espíritu —«gnosis»—
no
hace superflua la fe cristiana. Por último, para los Padres, el signo
auténtico de un
conocimiento superior, fruto de la oración, es siempre el amor cristiano.
9. Si la
perfección de la oración cristiana no puede valorarse por la sublimidad del
conocimiento gnóstico, tampoco puede serlo en relación con la experiencia de
lo divino,
como propone el mesalianismo (9). Los falsos carismáticos del siglo IV
identificaban la
gracia del Espíritu Santo con la experiencia psicológica de su presencia en el
alma. Contra
éstos, los Padres insistieron en que la unión del alma orante con Dios tiene
lugar en el
misterio; en particular, por medio de los sacramentos de la Iglesia. Esta unión
puede
realizarse también a través de experiencias de aflicción e incluso de
desolación.
Contrariamente a la opinión de los mesalianos, éstas no son necesariamente un
signo de
que el Espíritu ha abandonado el alma. Como siempre han reconocido los maestros
espirituales, pueden ser en cambio una participación auténtica del estado de
abandono de
Nuestro Señor en la Cruz, el cual permanece siempre como Modelo y Mediador de
la
oración (10).
10. Ambas
formas de error continúan siendo una tentación para el hombre pecador. Le
instigan a tratar de suprimir la distancia que separa la criatura del Creador,
como algo que
no deberla existir; a considerar el camino de Cristo sobre la tierra —por el
que El nos quiere
conducir al Padre— como una realidad superada; a degradar al nivel de la
psicología
natural —como «conocimiento superior» o «experiencia»— lo que debe ser
considerado
como pura gracia.
Estas formas erróneas, que resurgen esporádicamente a lo largo de la historia
al margen
de la oración de la Iglesia, parecen hoy impresionar nuevamente a muchos
cristianos, que
se entregan a ellas como remedio —psicológico o espiritual— y como rápido
procedimiento
para encontrar a Dios (11).
11. Pero estas
formas erróneas, donde quiera que surjan, pueden ser diagnosticadas de
modo muy sencillo. La meditación cristiana busca captar, en las obras
salvíficas de Dios, en
Cristo —Verbo Encarnado— y en el don de su Espíritu, la profundidad divina,
que allí se
revela siempre a través de la dimensión humano-terrena. Por el contrario, en
aquellos
métodos de meditación, incluso cuando se parte de palabras y hechos de Jesús,
se busca
prescindir lo más posible de lo que es terreno, sensible y conceptualmente
limitado, para
subir o sumergirse en la esfera de lo divino, que, en cuanto tal, no es ni
terrestre, ni
sensible, ni conceptualizable (12). Esta tendencia, presente ya en la tardía
religiosidad
griega —sobre todo en el «neoplatonismo»—, se vuelve a encontrar en la
base de la
inspiración religiosa de muchos pueblos, enseguida que reconocen el carácter
precario de
sus representaciones de lo divino y de sus tentativas de acercarse a él.
12. Con la
actual difusión de los métodos orientales de meditación en el mundo cristiano
y en las comunidades eclesiales, nos encontramos de frente a una aguda
renovación del
intento, no exento de riesgos y errores, de fundir la meditación cristiana con
la no cristiana.
Las propuestas en este sentido son numerosas y más o menos radicales: algunas
utilizan
métodos orientales con el único fin de conseguir la preparación psicofísica
para una
contemplación realmente cristiana; otras van más allá y buscan originar, con
diversas
técnicas, experiencias espirituales análogas a las que se mencionan en los
escritos de
ciertos místicos católicos (13); otras incluso no temen colocar aquel absoluto
sin imágenes
y conceptos, propio de la teoría budista (14), en el mismo plano de la majestad
de Dios,
revelada en Cristo, que se eleva por encima de la realidad finita. Para tal fin
se sirven de
una «teología negativa» que supera cualquier afirmación que tenga algún
contenido sobre
Dios, negando que las cosas del mundo puedan ser una señal que remita a la
infinitud de
Dios. Por esto, proponen abandonar no sólo la meditación de las obras
salvíficas que el
Dios de la Antigua y Nueva Alianza ha realizado en la historia, sino también la
misma idea
de Dios, Uno y Trino, que es Amor, en favor de una inmersión «en el abismo
indeterminado
de la divinidad» (15).
Estas propuestas u otras análogas de armonización entre meditación cristiana
y técnicas
orientales deberán ser continuamente cribadas con un cuidadoso discernimiento
de
contenidos y de método, para evitar la caída de un pernicioso sincretismo.
IV
EL CAMINO CRISTIANO DE LA UNIÓN CON DIOS
13. Para
encontrar el justo «camino» de la oración, el cristiano debe considerar lo
que se
ha dicho precedentemente a propósito de los rasgos relevantes del camino de
Cristo, cuyo
«alimento es hacer la voluntad del que (le) ha enviado y llevar a cabo su
obra» (Jn 4, 34).
Esta es la unión más estrecha e íntima —traducida continuamente en oración
profunda—
que Jesús vive con su Padre. La voluntad del Padre le envía a los hombres, a
los
pecadores; más aún, a los que le matarán. Y la forma de estar más
íntimamente unido al
Padre es obedecer a esa voluntad. Sin embargo, eso de ninguna manera impide que,
en el
camino terreno, se retire también a la soledad para orar, para unirse al Padre
y recibir de El
nuevo vigor para su misión en el mundo. Sobre el Tabor, donde su unión con el
Padre
aparece de manera manifiesta, se evoca su Pasión (cfr. Lc 9, 31) y allí ni
siquiera se
considera la posibilidad de permanecer en «tres tiendas» sobre el monte de la
Transfiguración. Toda oración contemplativa cristiana remite constantemente al
amor del
prójimo, a la acción y a la pasión, y, precisamente de esa manera, acerca
más a Dios.
14. Para
aproximarse a ese misterio de la unión con Dios. que los Padres griegos
llamaban divinización del hombre, y para comprender con precisión las
modalidades en que
se realiza, es preciso, ante todo, tener presente que el hombre es esencialmente
criatura
(16) y como tal permanece para siempre, de tal forma que nunca será posible una
absorción del yo humano en el Yo divino, ni siquiera en los más altos estados
de gracia.
Pero se debe reconocer que la persona humana es creada «a imagen y semejanza»
de
Dios, y el arquetipo de esta imagen es el Hijo de Dios, en el cual y para el
cual hemos sido
creados (cfr. Col 1, 16). Ahora bien, este arquetipo nos descubre el más grande
y bello
misterio cristiano: el Hijo es desde la eternidad «otro» respecto al Padre y,
sin embargo, en
el Espíritu Santo, es «de la misma naturaleza»: por consiguiente, el hecho de
que haya una
alteridad no es un mal, sino más bien el máximo de los bienes. Hay alteridad
en Dios
mismo, que es una sola naturaleza en Tres Personas, y hay alteridad entre Dios y
la
criatura, que son por naturaleza diferentes. Finalmente en la sagrada
eucaristía, como
también en los otros sacramentos —y análogamente en sus obras y palabras—
Cristo se
nos da a sí mismo y nos hace partícipes de su naturaleza divina (17), sin, por
otro lado,
suprimir nuestra naturaleza creada, de la que él mismo participa con su
encarnación.
15. Si se
consideran en conjunto estas verdades, se descubre, con gran sorpresa, que
en la realidad cristiana se cumplen, por encima de cualquier medida, todas las
aspiraciones
presentes en la oración de las otras religiones, sin que, como consecuencia, el
yo personal
y su condición de criatura se anulen y desaparezca en el mar del Absoluto.
«Dios es Amor»
(I Jn 4, 8): esta afirmación profundamente cristiana puede conciliar la unión
perfecta con la
alteridad entre amante y amado, el eterno intercambio con el eterno diálogo.
Dios mismo es
este eterno intercambio, y nosotros podemos verdaderamente convertirnos en
partícipes de
Cristo, como «hijos adoptivos», y gritar con el Hijo en el Espíritu Santo: «Abba,
Padre». En
este sentido, los Padres tienen toda la razón al hablar de divinización del
hombre que,
incorporado a Cristo Hijo de Dios por naturaleza, se hace, por su gracia,
partícipe de la
naturaleza divina, «hijo en el Hijo». El cristiano, al recibir al Espíritu
Santo, glorifica al Padre
y participa realmente de la vida trinitaria de Dios.
16. La mayor
parte de las grandes religiones que han buscado la unión con Dios en la
oración, han indicado también caminos para conseguirla. Como «la Iglesia
Católica nada
rechaza de lo que, en estas religiones, hay de verdadero y santo» (18), no se
deberían
despreciar sin previa consideración estas indicaciones, por el mero hecho de no
ser
cristianas. Se podrá al contrario tomar de ellas lo que tienen de útil, a
condición de no
perder nunca de vista la concepción cristiana de la oración, su lógica y sus
exigencias,
porque sólo dentro de esta totalidad esos fragmentos podrán ser reformados e
incluidos.
Entre éstos, se puede enumerar en primer lugar la humilde aceptación de un
maestro
experimentado en la vida de oración y que conozca sus normas; de esto se ha
tenido
siempre conciencia en la experiencia cristiana desde los tiempos antiguos, ya en
la época
de los Padres del desierto. Este maestro, experto en el «sentire cum ecclesia»,
debe no
sólo dirigir y llamar la atención sobre ciertos peligros, sino también, como
«padre
espiritual», introducir de manera viva, de corazón a corazón, en la vida de
oración, que es
don del Espíritu Santo.
17. El tardío
clasicismo no cristiano distinguía tres estados en la vida de perfección: las
vías de la purificación, de la iluminación y de la unión. Esta doctrina ha
servido de modelo
para muchas escuelas de espiritualidad cristiana. Este esquema, en sí mismo
válido,
necesita sin embargo algunas precisiones que permitan su correcta
interpretación cristiana,
evitando peligrosos malentendidos.
18. LBT/ABNEGACIÓN Purifica-ilumina-union
La búsqueda de
Dios mediante la oración debe ser precedida
y acompañada de la ascesis y de la purificación de los propios pecados y
errores, porque,
según la palabra de Jesús, solamente «los limpios de corazón verán a Dios»
(Mt 5, 8). El
Evangelio señala, sobre todo, una purificación moral de la falta de verdad y
de amor y,
sobre un plano más profundo, de todos los instintos egoístas que impiden al
hombre
reconocer y aceptar la voluntad de Dios en toda su integridad. En contra de lo
que
pensaban los estoicos y neoplatónicos, las pasiones no son, en si mismas,
negativas; es
negativa su tendencia egoísta y, por tanto, el cristiano debe liberarse de ella
para llegar a
aquel estado de libertad positiva que el clasicismo cristiano llama «apatheia»,
el Medioevo
«impassibilitas» y los Ejercicios Espirituales ignacianos «indiferencia»
(19).
Esto es imposible sin una radical abnegación, como se ve también en San Pablo
que usa
abiertamente la palabra «mortificación» (de las tendencias pecaminosas) (20).
Sólo esta
abnegación hace al hombre libre para realizar la voluntad de Dios y participar
en la libertad
del Espíritu Santo.
19. Por
consiguiente, la doctrina de aquellos maestros que recomiendan «vaciar» el
espíritu de toda representación sensible y de todo concepto, deberá ser
correctamente
interpretada, manteniendo, sin embargo, una actitud de amorosa atención a Dios,
de tal
forma que permanezca, en la persona que hace oración, un vacío susceptible de
llenarse
con la riqueza divina. El vacío que Dios necesita es la renuncia al propio
egoísmo, no
necesariamente la renuncia a las cosas creadas que nos ha dado y entre las
cuales nos ha
colocado. No hay duda de que en la oración hay que concentrarse enteramente en
Dios y
excluir lo más posible aquellas cosas de este mundo que nos encadenan a nuestro
egoísmo. En este punto San Agustín es un maestro insigne. Si quieres encontrar
a Dios,
dice, abandona el mundo exterior y entra en ti mismo. Sin embargo, prosigue, no
te quedes
allí, sino sube por encima de ti mismo, porque tú no eres Dios: El es más
profundo y grande
que tú. «Busco en mi alma su sustancia y no la encuentro; sin embargo, he
meditado en la
búsqueda de Dios y, empujado hacia El a través de las cosas creadas, he
intentado
conocer sus "perfecciones invisibles" (Rm 1, 20)» (21). «Quedarse en
sí mismo»: he aquí el
verdadero peligro. El gran Doctor de la Iglesia recomienda concentrarse en sí
mismo, pero
también trascender el yo que no es Dios, sino sólo una criatura. Dios es
«interior intimo
meo, et superior summo meo» (22). Efectivamente, Dios está en nosotros y con
nosotros,
pero nos trasciende en su misterio (23).
20. Desde el
punto de vista dogmático, es imposible llegar al amor perfecto de Dios si se
prescinde de su autodonación en el Hijo encarnado, crucificado y resucitado. En
El, bajo la
acción del Espíritu Santo, participamos, por pura gracia, de la vida
intradivina. Cuando
Jesús dice: «El que me ha visto a mi ha visto al Padre» (Jn 14, 9), no se
refiere
simplemente a la visión y al conocimiento exterior de su figura humana («la
carne no sirve
para nada», Jn 6, 63). Lo que entiende con ello es más bien un «ver» hecho
posible por la
gracia de la fe: ver a través de la manifestación sensible de Jesús lo que
éste, como Verbo
del Padre, quiere verdaderamente mostrarnos de Dios [«El Espíritu es el que da
la vida (...);
las palabras que os he dicho son espíritu y vida», ibid.]. En este «ver» no
se trata de la
abstracción puramente humana («ab-stractio») de la figura en la que Dios se
ha revelado,
sino de captar la realidad divina en la figura humana de Jesús, de captar su
dimensión
divina y eterna en su temporalidad. Como dice S. Ignacio en los Ejercicios
Espirituales,
deberíamos intentar captar «la infinita suavidad y dulzura de la divinidad»
(n. 124),
partiendo de la finita verdad revelada en la que habíamos comenzado. Mientras
nos eleva,
Dios es libre de «vaciarnos» de todo lo que nos ata en este mundo, de
atraernos
completamente a la vida trinitaria de su amor eterno. Sin embargo, este don
puede ser
concedido sólo «en Cristo a través del Espíritu Santo» y no por nuestras
propias fuerzas,
prescindiendo de su revelación.
21. En el
camino de la vida cristiana después de la purificación sigue la iluminación
mediante el amor que el Padre nos da en el Hijo y la unción que de El recibimos
en el
Espíritu Santo (cfr. 1 Jn 2, 20).
Desde la antigüedad cristiana se hace referencia a la «iluminación» recibida
en el
bautismo. Esta introduce a los fieles, iniciados en los divinos misterios, en el
conocimiento
de Cristo, mediante la fe que opera por medio de la caridad. Es más, algunos
escritores
eclesiásticos hablan explícitamente de la iluminación recibida en el bautismo
como
fundamento de aquel sublime conocimiento de Cristo Jesús (cfr. Flp 3, 8) que
viene de
definido como «theoria» o contemplación (24).
Los fieles, con la gracia del bautismo, están llamados a progresar en el
conocimiento y
en el testimonio de las verdades de la fe, cuando «comprenden internamente los
misterios
que viven» (25). Ninguna luz divina hace que las verdades de la fe queden
superadas. Por
el contrario, las eventuales gracias de iluminación que Dios pueda conceder
ayudan a
aclarar la dimensión más profunda de los misterios confesados y celebrados por
la Iglesia,
en espera de que el cristiano pueda contemplar a Dios en la gloria tal y como es
(cfr. I Jn 3,
2).
22. Finalmente,
el cristiano que hace oración puede llegar, si Dios lo quiere, a una
experiencia particular de unión. Los sacramentos, sobre todo el bautismo y la
eucaristía
(26), son el comienzo objetivo de la unión del cristiano con Dios. Sobre este
fundamento,
por una especial gracia del Espíritu, quien ora puede ser llamado a aquel
particular tipo de
unión con Dios que, en el ámbito cristiano, viene calificado como mística.
23. MÍSTICA/DON-TÉCNICA:
Ciertamente el cristiano tiene necesidad de determinados
tiempos de retiro en la soledad para recogerse y encontrar cerca de Dios, su
camino. Pero,
dado su carácter de criatura, y de criatura consciente de no estar seguro sino
por la gracia,
su modo de acercarse a Dios no se fundamenta en una técnica en el sentido
estricto de la
palabra. Esto iría en contra del espíritu de infancia exigido por el
Evangelio. La auténtica
mística cristiana nada tiene que ver con la técnica: es siempre un don de
Dios, cuyo
beneficiario se siente indigno (27).
24. Hay
determinadas gracias místicas —por ejemplo, las conferidas a los fundadores
de
instituciones eclesiales en favor de toda su fundación, así como a otros
santos—, que
caracterizan su peculiar experiencia de oración y no pueden, como tales ser
objeto de
imitación y aspiración para otros fieles, aunque pertenezcan a la misma
institución y estén
deseosos de una oración siempre más perfecta (28). Pueden existir diversos
niveles y
modalidades de participación en la experiencia de oración de un fundador, sin
que a todos
deba ser conferida con idénticas características. Por otra parte, la
experiencia de oración,
que ocupa un puesto privilegiado en todas las instituciones auténticamente
eclesiales
antiguas y modernas, constituye siempre, en último término, algo personal. Y
es a la
persona a quien Dios da su gracia en vista de la oración.
25. A
propósito de la mística, se debe distinguir entre los dones del Espíritu
Santo y los
carismas concedidos en modo totalmente libre por Dios. Los primeros son algo que
todo
cristiano puede reavivar en sí mismo a través de una vida solícita de fe, de
esperanza y de
caridad y, de esa manera, llegar a una cierta experiencia de Dios y de los
contenidos de la
fe, por medio de una seria ascesis. En cuanto a los carismas, S. Pablo dice que
existen
sobre todo en favor de la Iglesia, de los otros miembros del Cuerpo místico de
Cristo (cfr. I
Cor 12, 7). Al respecto hay que recordar, por una parte, que los carismas no se
pueden
identificar con los dones extraordinarios —«místicos»— (cfr. Rm 12,
3-21); por otra, que la
distinción entre «dones del Espíritu Santo» y «carismas» no es tan
estricta. Un carisma
fecundo para la Iglesia no puede ejercitarse, en el ámbito neotestamentario,
sin un
determinado grado de perfección personal; por otra parte, todo cristiano
«vivo» posee una
tarea peculiar —y en este sentido un «carisma»— «para la edificación del
Cuerpo de
Cristo» (cfr. Ef 4, 15-16) (29), en comunión con la Jerarquía, a la cual
«compete ante todo
no sofocar el Espíritu, sino probarlo todo y retener lo que es bueno» (LG n.
12).
Vl
MÉTODOS PSICOFÍSICOS-CORPÓREOS
26. La
experiencia humana demuestra que la posición y la actitud del cuerpo no dejan
de
tener influencia sobre el recogimiento y la disposición del espíritu. Esto
constituye un dato
al que han prestado atención algunos escritores espirituales del Oriente y del
Occidente
cristiano.
Sus reflexiones, aun presentando puntos en común con los métodos orientales no
cristianos de meditación, evitan aquellas exageraciones o visiones unilaterales
que, en
cambio, con frecuencia se proponen hoy en día a personas insuficientemente
preparadas.
Los autores espirituales han adoptado aquellos elementos que facilitan el
recogimiento
en la oración, reconociendo al mismo tiempo su valor relativo: son útiles si
se conforman y
se orientan a la finalidad de la oración cristiana (30). Por ejemplo, el ayuno
cristiano posee
ante todo el significado de un ejercicio de penitencia y de sacrificio, pero, ya
para los
Padres, estaba también orientado a hacer más disponible al hombre para el
encuentro con
Dios y al cristiano más capaz de dominio de si mismo y, simultáneamente, más
atento a los
hermanos necesitados.
En la oración el hombre entero debe entrar en relación con Dios y, por
consiguiente,
también su cuerpo debe adoptar la postura más propicia al recogimiento (31).
Tal posición
puede expresar simbólicamente la misma oración, variando según las culturas y
la
sensibilidad personal. En algunos lugares, los cristianos están adquiriendo hoy
una mayor
conciencia de cómo puede favorecer la oración una determinada actitud del
cuerpo.
27. La
meditación cristiana del Oriente (32) ha valorizado el simbolismo psicofísico,
que a
menudo falta en la oración del Occidente. Este simbolismo puede ir desde una
determinada
actitud corpórea hasta las funciones vitales fundamentales, como la
respiración o el latido
cardíaco. El ejercicio de la «oración a Jesús», por ejemplo, que se adapta
al ritmo
respiratorio natural, puede —al menos por un cierto tiempo— servir de ayuda
real para
muchos (33). Por otra parte, los mismos maestros orientales han constatado
también que
no todos son igualmente idóneos para hacer uso de este simbolismo, porque no
todas las
personas están en condiciones de pasar del signo material a la realidad
espiritual que se
busca. El simbolismo, comprendido en modo inadecuado e incorrecto, puede incluso
convertirse en un ídolo y. como consecuencia, en un impedimento para la
elevación del
espíritu a Dios. Vivir en el ámbito de la oración toda la realidad del propio
cuerpo como
símbolo es todavía más difícil: puede degenerar en un culto al mismo y hacer
que se
identifiquen subrepticiamente todas sus sensaciones con experiencias
espirituales.
28. Algunos
ejercicios físicos producen automáticamente sensaciones de
quietud o de distensión, sentimientos gratificantes y, quizá, hasta fenómenos
de luz y calor
similares a un bienestar espiritual. Confundirlos con auténticas consolaciones
del Espíritu
Santo sería un modo totalmente erróneo de concebir el camino espiritual.
Atribuirles
significados simbólicos típicos de la experiencia mística, cuando la actitud
moral del
interesado no se corresponde con ella, representaría una especie de
esquizofrenia mental
que puede conducir incluso a disturbios psíquicos y, en ocasiones, a
aberraciones morales.
Esto no impide
que auténticas prácticas de meditación provenientes del Oriente
cristiano y de las grandes religiones no cristianas, que ejercen un atractivo
sobre el hombre
de hoy —dividido y desorientado—, puedan constituir un medio adecuado para
ayudar, a la
persona que hace oración, a estar interiormente distendida delante de Dios,
incluso en
medio de las solicitaciones exteriores.
Sin embargo, es preciso recordar que la unión habitual con Dios, o esa actitud
de vigilancia interior y de invocación de la ayuda divina que en el Nuevo
Testamento viene
llamada la «oración continua» (34), no se interrumpe necesariamente ni
siquiera cuando
hay que dedicarse, según la voluntad de Dios, al trabajo y al cuidado del
prójimo. «Ya
comáis, ya bebáis o hagáis cualquier otra cosa», nos dice el Apóstol,
«hacedlo todo para
gloria de Dios» (I Cor 10. 31). Efectivamente, la oración auténtica, como
sostienen los
grandes maestros espirituales, suscita en los que la practican una ardiente
caridad que los
empuja a colaborar en la misión de la Iglesia y al servicio de sus hermanos
para mayor
gloria de Dios (35).
VII
«YO SOY EL CAMINO»
29. Todos los
fieles deberán buscar y podrán encontrar el propio camino, el
propio modo de hacer oración, en la variedad y riqueza de la oración
cristiana, enseñada
por la Iglesia; pero todos estos caminos personales confluyen, al final, en
aquel camino al
Padre, que Jesucristo ha dicho ser. En la búsqueda del propio camino, cada uno
se dejará,
pues, conducir no tanto por sus gustos personales cuanto por el Espíritu Santo,
que le guía,
a través de Cristo al Padre.
30. En todo
caso, para quien se empeña seriamente, vendrán tiempos en los
que le parecerá vagar en un desierto y, a pesar de todos sus esfuerzos, no
«sentir» nada
de Dios. Debe saber que estas pruebas no se le ahorran a ninguno que tome en
serio la
oración. Pero no debe identificar inmediatamente esta experiencia, común a
todos los
cristianos que rezan, con la «noche oscura» de tipo místico. De todas
maneras, en aquellos
períodos debe esforzarse firmemente por mantener la oración, que aunque podrá
darle la
impresión de una cierta «artificiosidad» se trata en realidad de algo
completamente diverso:
es precisamente entonces cuando la oración constituye una expresión de su
fidelidad a
Dios, en presencia del cual quiere permanecer incluso a pesar de no ser
recompensado por
ninguna consolación subjetiva.
En esos momentos aparentemente negativos se muestra lo que busca
realmente quien hace oración: si busca a Dios que, en su infinita libertad,
siempre lo supera,
o si se busca sólo a si mismo, sin lograr ir más allá de las propias
«experiencias», le
parezcan positivas —de unión con Dios—, o negativas —de «vacío»
místico.
El amor de Dios, único objeto de la contemplación cristiana, es una realidad
de
la cual uno no se puede «apropiar» con ningún método o técnica; es más,
debemos tener
siempre la mirada fija en Jesucristo, en quien el amor divino ha llegado por
nosotros a tal
punto sobre la Cruz, que también El ha asumido para sí la condición de
alejamiento del
Padre (cfr. Mc 15, 34). Debemos, pues, dejar decidir a Dios la manera con que
quiere
hacernos participes de su amor. Pero no podemos jamás, en modo alguno, intentar
ponernos al mismo nivel del objeto contemplado, el amor libre de Dios; tampoco
cuando, por
la misericordia de Dios Padre, mediante el Espíritu Santo enviado a nuestros
corazones, se
nos da gratuitamente en Cristo un reflejo sensible de este amor Divino y nos
sentimos como
atraídos por la verdad, la bondad y la belleza del Señor.
Cuanto más se le concede a una criatura acercarse a Dios, tanto más crece en
ella la reverencia delante del Dios tres veces Santo. Se comprende entonces la
palabra de
S. Agustín: «Tú puedes llamarme amigo, yo me reconozco siervo» (36). O bien
la palabra,
para nosotros aún más familiar, pronunciada por aquella que ha sido
gratificada con la más
alta intimidad con Dios: «Ha puesto los ojos en la humildad de su esclava» (Lc
1,48)
El Sumo
Pontífice Juan Pablo II, durante una Audiencia concedida al
infrascripto Prefecto, ha aprobado esta carta, acordada en reunión plenaria de
la
Congregación para la Doctrina de la Fe, y ha ordenado su publicación.
Roma, en la
sede de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el día 15 de
octubre de 1989, fiesta de Santa Teresa de Jesús.
JOSEPH Cardenal
RATZINGER
Prefecto
ALBERTO BOVONE
Arzobispo Tit. de Cesarea de Numidia
Secretario
....................
(1) Con la expresión «métodos orientales» se entienden métodos inspirados
en el
Hinduismo y el Budismo, como el «Zen», la «meditación transcendental» o el
«Yoga». Se trata, pues, de
métodos de meditación del Extremo Oriente no cristiano que, no pocas veces hoy
en día, son utilizados
también por algunos cristianos en su meditación. Las orientaciones de
principio y de método contenidas
en el presente documento, desean ser un punto de referencia no sólo para este
problema, sino también,
más en general, para las diversas formas de oración practicadas en las
realidades eclesiales,
particularmente en las Asociaciones, Movimientos y Grupos.
(2) Sobre el Libro de los Salmos en la oración de la Iglesia, cfr. Institutio
generalis de
Liturgia Horarum. no. 100-109.
(3) Cff. por ej.. Ex 15, Dt 32, 1 Sam 2, 2 Sam 22, textos proféticos. I Cor 16.
(4) Const. dogm. Dei Verbum n. 9. Este documento ofrece otras indicaciones
importantes
para una comprensión teológica y espiritual de la oración cristiana: véanse,
por ejemplo, los nn. 3, 5, 8 y
21.
(5) Const. dogm. Dei Verbum n 95.
(6) Sobre la oración de Jesús véase Institutio generalis de Liturgia Horarum.
no. 3-4.
(7) Cfr. Institutio generalis de Liturgia Horarum»., n. 9.
(8) La pseudognosis consideraba la materia como algo impuro, degradado. que
envolvía el
alma en una ignorancia de la que debía librarse por la oración; de esa manera,
el alma se elevaba al
verdadero conocimiento superior y, por tanto, a la pureza. Ciertamente, no todos
podían conseguirlo, sino
sólo los hombres verdaderamente espirituales; para los simples creyentes
bastaban la fe y la observancia
de los mandamientos de Cristo.
(9) Los mesalianos fueron ya denunciados por S. EFRÉN SIRIO (Hymni contra
Haereses
22. 4, ed. E. Beck. CSCO 169. 1957. p. 79) y después, entre otros, por EPIFANIO
DE SALAMINA (Panarion,.
también llamado Adversus Haereses: PG 41. 156-1200; PG 42, 9-832) y ANFILOQUO,
Obispo de Iconio
(Contra haereticos. G. Ficker. Amphilochiana I. Leipzig 1906. 21-77).
(10) Cfr.. por ej.. S. JUAN DE LA CRUZ. Subida del Monte Carmelo. II. cap. 7,
11.
Centrada
en Cristo
(11) En la Edad Media existían corrientes extremistas al margen de la Iglesia,
descritas, no
sin ironía, por uno de los grandes contemplativos cristianos, el flamenco Jan
Van Ruysbroek. Distingue
éste en la vida mística tres tipos de desviación (Die gheestelike Brulocht
228, 12-230, 17; 230, 18-232, 22;
232, 23-236, 6) y hace también una critica general referida a estas formas
(236, 7-237, 29). Más tarde,
técnicas semejantes han sido descritas y rechazadas por Sta. Teresa de Jesús.
Observa ésta
agudamente que «el mismo cuidado que se pone en no pensar en nada despertará
la inteligencia a
pensar mucho» y que dejar de lado el misterio de Cristo en la meditación
cristiana es siempre una
especie de «traición» (Véase: STA TERESA DE JESÚS, Vida 12, 5 y 22, 1-5).
(12) Mostrando a toda la Iglesia el ejemplo y la doctrina de Santa Teresa de
Jesús, que en
su tiempo debió rechazar la tentación de ciertos métodos que invitaban a
prescindir de la Humanidad de
Cristo en favor de un vago sumergirse en el abismo de la divinidad, el Papa Juan
Pablo II decía en una
homilía el 1-XI-1982 que el grito de Teresa de Jesús en favor de una oración
enteramente centrada en
Cristo «vale también en nuestros días contra algunas técnicas de oración
que no se inspiran en el
Evangelio y que prácticamente tienden a prescindir de Cristo, en favor de un
vacío mental que dentro del
cristianismo no tiene sentido. Toda técnica de oración es válida en cuanto se
inspira en Cristo y conduce a
Cristo, el Camino, la Verdad y la Vida» (cfr. Jn 14, 6). Véase: Homelia Abulae
habita in honorem Sanctae
Teresiae, AAS 75 (1983), 256-257.
(13) Véase, por ejemplo. «La nube de la ignorancia», obra espiritual de un
escritor anónimo
inglés del siglo xv.
(14) El concepto «nirvana» viene entendido en los textos religiosos del
budismo como un
estado de quietud que consiste en la anulación de toda realidad concreta por
ser transitoria y,
precisamente por eso, decepcionante y dolorosa.
(15) El Maestro Eckhart habla de una inmersión «en el abismo indeterminado de
la
divinidad» que es una «tiniebla en la cual la luz de la Trinidad nunca ha
resplandecido». Cfr. Sermo «Ave
gratia plena». al final (J. Quint. Deutsche Predigten und Traktate. Hanser
1955, p. 261).
(16) Cfr. Const. past. Gaudium et spes n. 19, 1: «La razón más alta de la
dignidad humana
consiste en la vocación del hombre a la unión con Dios. Desde su mismo
nacimiento, el hombre es
invitado al diálogo con Dios. Existe pura y simplemente por el amor de Dios,
que lo creó, y por el amor de
Dios que lo conserva. Y sólo puede decir que vive en la plenitud de la verdad
cuando reconoce libremente
ese amor y se confía por entero a su Creador».
(17) Como escribe Santo Tomás a propósito de la eucaristía: «... proprius
effectus huius
sacramenti est conversio hominis in Christum, ut dicat cum Apostolo: Vivo ego,
iam non ego: vivit vero in
me Christus (Gal 2. 20)» (In IV Sent.. d. 12 q. 2 a. 1).
(18) Decl. Nostra aetate. n. 2.
(19) S. IGNACIO DE LOYOLA, Ejercicios Espirituales n. 23 y passim.
(20) Cfr. Col 3. 5: Rm 6. 11 ss.: Gal 5. 24.
(21) S. AGUSTÍN, Enarrationes in Psalmos XLI, 8: PL 36, 469.
(22) S. AGUSTÍN, Confessiones 3, 6. 11: PL 32, 688. Cfr. De vera Religione
39.72: PL 34,
154.
(23) El sentido cristiano positivo del «vaciamiento» de las criaturas,
resplandece de forma
ejemplar en el Pobrecito de Asís. San Francisco, precisamente porque ha
renunciado a ellas por amor del
Señor, las ve llenas de su presencia y resplandecientes en su dignidad de
criaturas de Dios y entona la
secreta melodía de su ser en el Cántico de las criaturas (Cfr. C. Esser.
Opuscula sancti Patris Francisci
Assisiensis, Ed. Ad Claras aquas Grottaferrata [Roma] 1978, pp. 83-86 (en
castellano. puede encontrarse
en: San Francisco de Asís. Escritos completos y biografías primitivas, La
Editorial Católica [Madrid]. 1956.
p. 71). En el mismo sentido escribe en la «Carta a todos los fieles»: «Toda
criatura que hay en el cielo y en
la tierra, en el mar y los abismos (Ap 5. 13) rinda a Dios alabanzas, gloria,
honor y bendición, pues El es
nuestra virtud y fortaleza: El sólo es bueno (Lc 18, 19). El sólo altísimo,
omnipotente, admirable, glorioso:
sólo El santo, digno de ser alabado y bendecido por los siglos de los siglos.
Amén». (Ibid Opuscula...
124.)
San Buenaventura hace notar cómo Francisco percibía en cada criatura la huella
de Dios y derramaba
su alma en el gran himno del reconocimiento y la alabanza (cfr. Iegenda S.
Francisci, cap. 9, n. 1, en Opera
Omnia, ed. Quaracchi. 1898. vol. VlIl. p. 530: traducción al castellano en: San
Francisco..., p. 586).
(24) Véanse. por ejemplo S. JUSTINO, Apología I, 61. 12-13: PG 6, 420-421;
CLEMENTE DE
ALEJANDRIA, Paedagogus I. 6, 25-31: PG 8. 281-284: S. BASILIO DE CESAREA,
Homiliae diversae 13. I:
PG 31, 424-425: S. GREGORIO NACIANCENO, Orationes 40, 3, 1: PG 36, 361.
(25) Const. dogm. Dei Verbum, n. 8.
(26) La eucaristía, definida por la Constitución dogmática Lumen gentium
«Fuente y cumbre de toda la
vida cristiana» (LG n. 11), nos hace «participar realmente del Cuerpo del
Señor»: en ella «somos elevados
a la comunión con El» (LG 7).
(27) Cfr. STA. TERESA DE JESUS, Castillo Interior IV, 1, 2.
(28) Nadie que haga oración aspirará, sin una gracia especial, a una visión
global de la revelación de
Dios como S. Gregorio Magno reconoce en S. Benito o al impulso místico con el
que S. Francisco de Asís
contemplaba a Dios en todas sus criaturas, o a una visión también global, como
la que tuvo S. Ignacio en
el río Cardoner y de la cual afirma que, en el fondo, habría podido tomar para
él el puesto de la Sagrada
Escritura. La «noche oscura» descrita por S. Juan de la Cruz, es parte de su
personal carisma de oración:
no es preciso que todos los miembros de su orden la vivan de la misma forma,
como si fuera la única
manera de alcanzar la perfección en la oración a que están llamados por Dios.
(29) La llamada del cristiano a experiencias «místicas» puede incluir tanto
lo que Santo Tomás califica
como experiencia viva de Dios a través de los dones del Espíritu Santo, como
las formas inimitables —a
las que, por tanto, no se debe aspirar— de donación de la gracia (cfr. STO
TOMÁS DE AQUINO. Summa
Theologiae, I, ll. a. 1 c. como también a. 5 ad 1).
(30) Véanse, por ejemplo, los escritores antiguos que hablan de la actitud del
orante asumida por los
cristianos en oración: TERTULIANO. De oratione: XIV: PL 1. 1170; XVII: PL 1.
1174-1176; ORÍGENES, De
oratione XXXI. 2: PG 11, 550-553. Y refiriéndose al significado de tal gesto:
BERNABÉ Epistula XII, 2-4: PG
2, 760-761: S. JUSTINO. Dialogus, 90, 4-5: PG 6, 689-692; S. HIPÓLITO ROMANO,
Comentarium in Dan..
lIl. 24; GCS I, 168, 8-17; ORÍGENES, Homiliae in Ex., Xl, 4; PG 12, 377-378.
Sobre la posición del cuerpo,
véase también ORIGENE5, De Oratione XXXI, 3: PG 11. 553-555.
(31) Cfr. S. IGNACIO DE LOYOLA. Ejercicios Espirituales. n. 76.
(32) Como, por ejemplo, la de los anacoretas hesicastas. La «hesyquia» o
quietud, externa e interna,
es considerada por los anacoretas una condición de la oración: en su forma
oriental, está caracterizada
por la soledad y las técnicas de recogimiento.
(33) El ejercicio de la «oración a Jesús», que consiste en repetir una
fórmula densa de referencias
bíblicas de invocación y súplica (por ejemplo, «Señor Jesucristo, Hijo de
Dios, ten piedad de mí»), se
adapta al ritmo respiratorio natural. A este propósito, puede verse: S. IGNACIO
DE LOYOLA, Ejercicios
Espirituales n. 258.
(34) Cfr. I Ts 5. 17. Puede ver también 2 Ts 3. 8-12. De éstos y otros textos
urge la problemática: ¿cómo
conciliar la obligación de la oración continua con la del trabajo? Pueden
verse, entre otros. S. AGUSTIN,
Epistula 130.20: PL 33. 501-509 y S. JUAN CASIANO, De istitutis coenobiorum lIl,
1-3; SC 109, 92-93.
Puede leerse también la «Demostración sobre la oración» de AFRAHATE, el
primer Padre de la iglesia
siríaca, y en particular los números 14-15, dedicados a las llamadas «obras
de la oración» (cfr. la edición
de L. Parisot, Afraatis Sapientis Persae Demonstrationes, IV; PS 1. pp.
170-174).
(35) Cfr. STA. TERESA DE JESUS, Castillo interior VIl, 4, 6.
(36) S. AGUSTÍN, Enarrationes in Psalmos CXLII, 6: PL 37, 1849. Véase también
S. AGUSTÍN, Tract. in
loh. IV 9; PL 35, 1410: «Quando autem nec ad hoc dignum se dicit, vere plenus
Spiritu Sancto erat, qui sic
servus Dominum agnovit, et ex servo amicus fieri meruit».