LA ORACIÓN CRISTIANA:
ENCUENTRO DE DOS LIBERTADES

 

I
INTRODUCCIÓN

1. El deseo de aprender a rezar de modo auténtico y profundo está vivo en
muchos cristianos de nuestro tiempo, a pesar de las no pocas dificultades que la cultura
moderna pone a las conocidas exigencias de silencio, recogimiento y oración. El interés que
han suscitado en estos años diversas formas de meditación ligadas a algunas religiones
orientales y a sus peculiares modos de oración, aún entre los cristianos, es un signo no
pequeño de esta necesidad de recogimiento espiritual y de profundo contacto con el
misterio divino. Sin embargo, frente a este fenómeno, también se siente en muchos sitios la
necesidad de unos criterios seguros de carácter doctrinal y pastoral que permitan educar en
la oración, en cualquiera de sus manifestaciones, permaneciendo en la luz de la verdad,
revelada en Jesús, que nos llega a través de la genuina tradición de la Iglesia. La presente
Carta intenta responder a esta necesidad, para que la pluralidad de formas de oración,
algunas de ellas nuevas, nunca haga perder de vista su precisa naturaleza, personal y
comunitaria, en las diversas Iglesias particulares. Estas indicaciones se dirigen en primer
lugar a los Obispos, a fin de que las hagan objeto de su solicitud pastoral en las Iglesias que
les han sido confiadas y, de esta manera, se convoque a todo el pueblo de Dios
—sacerdotes. religiosos y laicos— para que, con renovado vigor, oren al Padre mediante el
Espíritu de Cristo nuestro Señor.

2. El contacto siempre más frecuente con otras religiones y con sus diferentes
estilos y métodos de oración ha llevado a que muchos fieles, en los últimos decenios, se
interroguen sobre el valor que pueden tener para los cristianos formas de meditación no
cristianas. La pregunta se refiere, sobre todo, a los métodos orientales (1). Actualmente
algunos recurren a tales métodos por motivos terapéuticos: la inquietud espiritual de una
vida sometida al ritmo sofocante de la sociedad tecnológicamente avanzada, impulsa
también a un cierto
número de cristianos a buscar en ellos el camino de la calma interior y del equilibrio
psíquico. Este aspecto psicológico no será considerado en la presente Carta, que más bien
desea mostrar las implicaciones teológicas y espirituales de la cuestión. Otros cristianos, en
la linea del movimiento de apertura e intercambio con religiones y culturas diversas, piensan
que su misma oración puede ganar mucho con esos métodos. Al observar que no pocos
métodos tradicionales de meditación, peculiares del cristianismo, en tiempos recientes han
caído en desuso, éstos se preguntan: ¿no se podría enriquecer nuestro patrimonio, a través
de una nueva educación en la oración, incorporando también elementos que hasta ahora
eran extraños?

3. Para responder a esta pregunta, es necesario, ante todo, considerar, aunque sea a
grandes rasgos, en qué consiste la naturaleza intima de la oración cristiana, para ver luego
si puede ser enriquecida con métodos de meditación nacidos en el contexto de religiones y
culturas diversas y cómo se puede hacer. Para iniciar esta consideración se debe formular,
en primer lugar, una premisa imprescindible: la oración cristiana está siempre determinada
por la estructura de la fe cristiana, en la que resplandece la verdad misma de Dios y de la
criatura. Por eso se configura, propiamente hablando, como un diálogo personal, intimo y
profundo, entre el hombre y Dios. La oración cristiana expresa, pues, la comunión de las
criaturas redimidas con la vida intima de las Personas trinitarias. En esta comunión, que se
funda en el bautismo y en la eucaristía, fuente y culmen de la vida de Iglesia, se encuentra
contenida una actitud de conversión, un éxodo del yo del hombre hacia el Tú de Dios. La
oración cristiana es siempre auténticamente personal, individual y al mismo tiempo
comunitaria; rehuye técnicas impersonales o centradas en el yo, capaces de producir
automatismos en los cuales, quien la realiza, queda prisionero de un espiritualismo intimista,
incapaz de una apertura libre al Dios trascendente. En la Iglesia, la búsqueda legitima de
nuevos métodos de meditación deberá siempre tener presente que el encuentro de dos
libertades, la infinita de Dios con la finita del hombre, es esencial para una oración
auténticamente cristiana.

II
LA ORACIÓN CRISTIANA A LA LUZ DE LA REVELACIÓN

4. La misma Biblia enseña cómo debe rezar el hombre que recibe la revelación bíblica.
En el Antiguo Testamento se encuentra una maravillosa colección de oraciones, mantenida
viva a lo largo de los siglos en la Iglesia de Jesucristo, que se ha convertido en la base de
la oración oficial: el Libro de los Salmos o Salterio (2). Oraciones del tipo de los Salmos
aparecen ya en textos más antiguos o resuenan en aquellos más recientes del Antiguo
Testamento (3). Las oraciones del Libro de los Salmos narran sobre todo las grandes obras
de Dios con el pueblo elegido. Israel medita, contempla y hace de nuevo presentes las
maravillas de Dios, recordándolas a través de la oración.
En la revelación bíblica, Israel llega a reconocer y alabar a Dios presente en toda la
creación y en el destino de cada hombre. Le invoca, por ejemplo, como auxiliador en el
peligro y en la enfermedad, en la persecución y en la tribulación. Por último. siempre a la luz
de sus obras salvíficas, le alaba en su divino poder y bondad, en su justicia y misericordia,
en su infinita majestad.

5. En el Nuevo Testamento, la fe reconoce en Jesucristo —gracias a sus palabras, a sus
obras, a su Pasión y Resurrección— la definitiva autorrevelación de Dios, la Palabra
encarnada que revela las profundidades más intimas de su amor. El Espíritu Santo hace
penetrar en estas profundidades de Dios: enviado en el corazón de los creyentes, «todo lo
sondea, hasta las profundidades de Dios» (I Cor 2, 10). El Espíritu, según la promesa de
Jesús a los discípulos, explicará todo lo que Cristo no podía decirles todavía. Pero el
Espíritu «no hablará por su cuenta... sino que me dará gloria, porque recibirá de lo mío y os
lo comunicará a vosotros» (Jn 16, 13 s.). Lo que Jesús llama aquí «suyo» es, como explica
a continuación, también de Dios Padre, porque «todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso
he dicho: Recibirá de lo mío y os lo comunicará a vosotros» (Jn 16, 15).
Los autores del Nuevo Testamento, con pleno conocimiento, han hablado siempre de la
revelación de Dios en Cristo dentro de una visión iluminada por el Espíritu Santo. Los
Evangelios sinópticos narran las obras y las palabras de Jesucristo sobre la base de una
comprensión más profunda, adquirida después de la Pascua, de lo que los discípulos
habían visto y oído; todo el Evangelio de Juan está iluminado por la contemplación de Aquel
que, desde el principio, es el Verbo de Dios hecho carne: Pablo, al que Jesús se apareció
en el camino de Damasco en su majestad divina, intenta educar a los fieles para que
«podáis comprender con todos los santos cuál es la anchura y la longitud, la altura y la
profundidad (del Misterio de Cristo) y conocer el amor de Cristo, que excede a todo
conocimiento, para que os vayáis llenando hasta la total Plenitud de Dios» (Ef 3, 18 s.).
Para Pablo el «Misterio de Dios es Cristo, en el cual están ocultos todos los tesoros de la
sabiduría y de la ciencia» (Col 2. 3) y —precisa el Apóstol—: «Os digo esto para que nadie
os seduzca con discursos capciosos» (v. 4).

6. Existe, por tanto, una estrecha relación entre la revelación y la oración. La
Constitución dogmática Dei Verbum nos enseña que, mediante su revelación, Dios
invisible, «movido de amor, habla a los hombres como amigos (cfr. Ex 33, l l; Jn 15, 14-15),
trata con ellos (cfr. Bar 3. 38) para invitarlos y recibirlos en su compañía» (4).
Esta revelación se ha realizado a través de palabras y de obras que remiten siempre,
recíprocamente, las unas a las otras; desde el principio y de continuo todo converge hacia
Cristo. plenitud de la revelación y de la gracia, y hacia el don del Espíritu Santo. Este hace
al hombre capaz de recibir y contemplar las palabras y las obras de Dios, y de darle gracias
y adorarle, en la asamblea de los fieles y en la intimidad del propio corazón iluminado por la
gracia.
Por este motivo la Iglesia recomienda siempre la lectura de la Palabra de Dios como
fuente de la oración cristiana; al mismo tiempo, exhorta a descubrir el sentido profundo de la
Sagrada Escritura mediante la oración «para que se realice el diálogo de Dios con el
hombre, pues "a Dios hablamos cuando oramos, a Dios escuchamos cuando leemos sus
palabras''» (5).

7. De cuanto se ha recordado derivan de inmediato algunas consecuencias. Si la oración
del cristiano debe inserirse en el movimiento trinitario de Dios, también su contenido
esencial deberá necesariamente estar determinado por la doble dirección de ese
movimiento: en el Espíritu Santo, el Hijo viene al mundo para reconciliarlo con el Padre, a
través de sus obras y de sus sufrimientos; por otro lado, en el mismo movimiento y en el
mismo Espíritu, el Hijo encarnado vuelve al Padre, cumpliendo su voluntad mediante la
Pasión y la Resurrección. El «Padre nuestro», la oración de Jesús, indica claramente la
unidad de este movimiento: la voluntad del Padre debe realizarse en la tierra como en el
cielo (las peticiones de pan, de perdón. de protección, explicitan las dimensiones
fundamentales de la voluntad de Dios hacia nosotros) para que una nueva tierra viva y
crezca en la Jerusalén celestial.
La oración de Jesús (6) ha sido entregada a la Iglesia («así debéis rezar vosotros», Mt 6,
9); por esto, la oración cristiana, incluso hecha en soledad, tiene lugar siempre dentro de
aquella «comunión de los santos» en la cual y con la cual se reza, tanto en forma pública y
litúrgica como en forma privada. Por tanto, debe realizarse siempre en el espíritu auténtico
de la Iglesia en oración y, como consecuencia, bajo su guía, que puede concretarse a
veces en una dirección espiritual experimentada. El cristiano, también cuando está solo y
ora en secreto, tiene la convicción de rezar siempre en unión con Cristo, en el Espíritu
Santo, junto con todos los santos para el bien de la Iglesia (7).


III
MODOS ERRÓNEOS DE HACER ORACIÓN

8. Ya en los primeros siglos se insinuaron en la Iglesia modos erróneos de hacer oración,
de los cuales se encuentran trazas en algunos textos del Nuevo Testamento (cfr. I Jo 4, 3; 1
Tm 1, 3-7 y 4, 3-4). Poco después aparecen dos desviaciones fundamentales de las que se
ocuparon los Padres de la Iglesia: la pseudognosis y el mesalianismo. De esa primitiva
experiencia cristiana y de la actitud de los Padres se puede aprender mucho para afrontar
la problemática contemporánea.
Contra la desviación de la pseudognosis (8), los Padres afirman que la materia ha sido
creada por Dios y, como tal, no es mala. Además sostienen que la gracia, cuyo principio es
siempre el Espíritu Santo, no es un bien propio del alma, sino que debe implorarse a Dios
como don. Por esto, la iluminación o conocimiento superior del Espíritu —«gnosis»— no
hace superflua la fe cristiana. Por último, para los Padres, el signo auténtico de un
conocimiento superior, fruto de la oración, es siempre el amor cristiano.

9. Si la perfección de la oración cristiana no puede valorarse por la sublimidad del
conocimiento gnóstico, tampoco puede serlo en relación con la experiencia de lo divino,
como propone el mesalianismo (9). Los falsos carismáticos del siglo IV identificaban la
gracia del Espíritu Santo con la experiencia psicológica de su presencia en el alma. Contra
éstos, los Padres insistieron en que la unión del alma orante con Dios tiene lugar en el
misterio; en particular, por medio de los sacramentos de la Iglesia. Esta unión puede
realizarse también a través de experiencias de aflicción e incluso de desolación.
Contrariamente a la opinión de los mesalianos, éstas no son necesariamente un signo de
que el Espíritu ha abandonado el alma. Como siempre han reconocido los maestros
espirituales, pueden ser en cambio una participación auténtica del estado de abandono de
Nuestro Señor en la Cruz, el cual permanece siempre como Modelo y Mediador de la
oración (10).

10. Ambas formas de error continúan siendo una tentación para el hombre pecador. Le
instigan a tratar de suprimir la distancia que separa la criatura del Creador, como algo que
no deberla existir; a considerar el camino de Cristo sobre la tierra —por el que El nos quiere
conducir al Padre— como una realidad superada; a degradar al nivel de la psicología
natural —como «conocimiento superior» o «experiencia»— lo que debe ser considerado
como pura gracia.
Estas formas erróneas, que resurgen esporádicamente a lo largo de la historia al margen
de la oración de la Iglesia, parecen hoy impresionar nuevamente a muchos cristianos, que
se entregan a ellas como remedio —psicológico o espiritual— y como rápido procedimiento
para encontrar a Dios (11).

11. Pero estas formas erróneas, donde quiera que surjan, pueden ser diagnosticadas de
modo muy sencillo. La meditación cristiana busca captar, en las obras salvíficas de Dios, en
Cristo —Verbo Encarnado— y en el don de su Espíritu, la profundidad divina, que allí se
revela siempre a través de la dimensión humano-terrena. Por el contrario, en aquellos
métodos de meditación, incluso cuando se parte de palabras y hechos de Jesús, se busca
prescindir lo más posible de lo que es terreno, sensible y conceptualmente limitado, para
subir o sumergirse en la esfera de lo divino, que, en cuanto tal, no es ni terrestre, ni
sensible, ni conceptualizable (12). Esta tendencia, presente ya en la tardía religiosidad
griega —sobre todo en el «neoplatonismo»—, se vuelve a encontrar en la base de la
inspiración religiosa de muchos pueblos, enseguida que reconocen el carácter precario de
sus representaciones de lo divino y de sus tentativas de acercarse a él.

12. Con la actual difusión de los métodos orientales de meditación en el mundo cristiano
y en las comunidades eclesiales, nos encontramos de frente a una aguda renovación del
intento, no exento de riesgos y errores, de fundir la meditación cristiana con la no cristiana.
Las propuestas en este sentido son numerosas y más o menos radicales: algunas utilizan
métodos orientales con el único fin de conseguir la preparación psicofísica para una
contemplación realmente cristiana; otras van más allá y buscan originar, con diversas
técnicas, experiencias espirituales análogas a las que se mencionan en los escritos de
ciertos místicos católicos (13); otras incluso no temen colocar aquel absoluto sin imágenes
y conceptos, propio de la teoría budista (14), en el mismo plano de la majestad de Dios,
revelada en Cristo, que se eleva por encima de la realidad finita. Para tal fin se sirven de
una «teología negativa» que supera cualquier afirmación que tenga algún contenido sobre
Dios, negando que las cosas del mundo puedan ser una señal que remita a la infinitud de
Dios. Por esto, proponen abandonar no sólo la meditación de las obras salvíficas que el
Dios de la Antigua y Nueva Alianza ha realizado en la historia, sino también la misma idea
de Dios, Uno y Trino, que es Amor, en favor de una inmersión «en el abismo indeterminado
de la divinidad» (15).
Estas propuestas u otras análogas de armonización entre meditación cristiana y técnicas
orientales deberán ser continuamente cribadas con un cuidadoso discernimiento de
contenidos y de método, para evitar la caída de un pernicioso sincretismo.

IV
EL CAMINO CRISTIANO DE LA UNIÓN CON DIOS

13. Para encontrar el justo «camino» de la oración, el cristiano debe considerar lo que se
ha dicho precedentemente a propósito de los rasgos relevantes del camino de Cristo, cuyo
«alimento es hacer la voluntad del que (le) ha enviado y llevar a cabo su obra» (Jn 4, 34).
Esta es la unión más estrecha e íntima —traducida continuamente en oración profunda—
que Jesús vive con su Padre. La voluntad del Padre le envía a los hombres, a los
pecadores; más aún, a los que le matarán. Y la forma de estar más íntimamente unido al
Padre es obedecer a esa voluntad. Sin embargo, eso de ninguna manera impide que, en el
camino terreno, se retire también a la soledad para orar, para unirse al Padre y recibir de El
nuevo vigor para su misión en el mundo. Sobre el Tabor, donde su unión con el Padre
aparece de manera manifiesta, se evoca su Pasión (cfr. Lc 9, 31) y allí ni siquiera se
considera la posibilidad de permanecer en «tres tiendas» sobre el monte de la
Transfiguración. Toda oración contemplativa cristiana remite constantemente al amor del
prójimo, a la acción y a la pasión, y, precisamente de esa manera, acerca más a Dios.

14. Para aproximarse a ese misterio de la unión con Dios. que los Padres griegos
llamaban divinización del hombre, y para comprender con precisión las modalidades en que
se realiza, es preciso, ante todo, tener presente que el hombre es esencialmente criatura
(16) y como tal permanece para siempre, de tal forma que nunca será posible una
absorción del yo humano en el Yo divino, ni siquiera en los más altos estados de gracia.
Pero se debe reconocer que la persona humana es creada «a imagen y semejanza» de
Dios, y el arquetipo de esta imagen es el Hijo de Dios, en el cual y para el cual hemos sido
creados (cfr. Col 1, 16). Ahora bien, este arquetipo nos descubre el más grande y bello
misterio cristiano: el Hijo es desde la eternidad «otro» respecto al Padre y, sin embargo, en
el Espíritu Santo, es «de la misma naturaleza»: por consiguiente, el hecho de que haya una
alteridad no es un mal, sino más bien el máximo de los bienes. Hay alteridad en Dios
mismo, que es una sola naturaleza en Tres Personas, y hay alteridad entre Dios y la
criatura, que son por naturaleza diferentes. Finalmente en la sagrada eucaristía, como
también en los otros sacramentos —y análogamente en sus obras y palabras— Cristo se
nos da a sí mismo y nos hace partícipes de su naturaleza divina (17), sin, por otro lado,
suprimir nuestra naturaleza creada, de la que él mismo participa con su encarnación.

15. Si se consideran en conjunto estas verdades, se descubre, con gran sorpresa, que
en la realidad cristiana se cumplen, por encima de cualquier medida, todas las aspiraciones
presentes en la oración de las otras religiones, sin que, como consecuencia, el yo personal
y su condición de criatura se anulen y desaparezca en el mar del Absoluto. «Dios es Amor»
(I Jn 4, 8): esta afirmación profundamente cristiana puede conciliar la unión perfecta con la
alteridad entre amante y amado, el eterno intercambio con el eterno diálogo. Dios mismo es
este eterno intercambio, y nosotros podemos verdaderamente convertirnos en partícipes de
Cristo, como «hijos adoptivos», y gritar con el Hijo en el Espíritu Santo: «Abba, Padre». En
este sentido, los Padres tienen toda la razón al hablar de divinización del hombre que,
incorporado a Cristo Hijo de Dios por naturaleza, se hace, por su gracia, partícipe de la
naturaleza divina, «hijo en el Hijo». El cristiano, al recibir al Espíritu Santo, glorifica al Padre
y participa realmente de la vida trinitaria de Dios.

V
CUESTIONES DE MÉTODO

16. La mayor parte de las grandes religiones que han buscado la unión con Dios en la
oración, han indicado también caminos para conseguirla. Como «la Iglesia Católica nada
rechaza de lo que, en estas religiones, hay de verdadero y santo» (18), no se deberían
despreciar sin previa consideración estas indicaciones, por el mero hecho de no ser
cristianas. Se podrá al contrario tomar de ellas lo que tienen de útil, a condición de no
perder nunca de vista la concepción cristiana de la oración, su lógica y sus exigencias,
porque sólo dentro de esta totalidad esos fragmentos podrán ser reformados e incluidos.
Entre éstos, se puede enumerar en primer lugar la humilde aceptación de un maestro
experimentado en la vida de oración y que conozca sus normas; de esto se ha tenido
siempre conciencia en la experiencia cristiana desde los tiempos antiguos, ya en la época
de los Padres del desierto. Este maestro, experto en el «sentire cum ecclesia», debe no
sólo dirigir y llamar la atención sobre ciertos peligros, sino también, como «padre
espiritual», introducir de manera viva, de corazón a corazón, en la vida de oración, que es
don del Espíritu Santo.

17. El tardío clasicismo no cristiano distinguía tres estados en la vida de perfección: las
vías de la purificación, de la iluminación y de la unión. Esta doctrina ha servido de modelo
para muchas escuelas de espiritualidad cristiana. Este esquema, en sí mismo válido,
necesita sin embargo algunas precisiones que permitan su correcta interpretación cristiana,
evitando peligrosos malentendidos.

18. LBT/ABNEGACIÓN   Purifica-ilumina-union

La búsqueda de Dios mediante la oración debe ser precedida
y acompañada de la ascesis y de la purificación de los propios pecados y errores, porque,
según la palabra de Jesús, solamente «los limpios de corazón verán a Dios» (Mt 5, 8). El
Evangelio señala, sobre todo, una purificación moral de la falta de verdad y de amor y,
sobre un plano más profundo, de todos los instintos egoístas que impiden al hombre
reconocer y aceptar la voluntad de Dios en toda su integridad. En contra de lo que
pensaban los estoicos y neoplatónicos, las pasiones no son, en si mismas, negativas; es
negativa su tendencia egoísta y, por tanto, el cristiano debe liberarse de ella para llegar a
aquel estado de libertad positiva que el clasicismo cristiano llama «apatheia», el Medioevo
«impassibilitas» y los Ejercicios Espirituales ignacianos «indiferencia» (19).
Esto es imposible sin una radical abnegación, como se ve también en San Pablo que usa
abiertamente la palabra «mortificación» (de las tendencias pecaminosas) (20). Sólo esta
abnegación hace al hombre libre para realizar la voluntad de Dios y participar en la libertad
del Espíritu Santo.

19. Por consiguiente, la doctrina de aquellos maestros que recomiendan «vaciar» el
espíritu de toda representación sensible y de todo concepto, deberá ser correctamente
interpretada, manteniendo, sin embargo, una actitud de amorosa atención a Dios, de tal
forma que permanezca, en la persona que hace oración, un vacío susceptible de llenarse
con la riqueza divina. El vacío que Dios necesita es la renuncia al propio egoísmo, no
necesariamente la renuncia a las cosas creadas que nos ha dado y entre las cuales nos ha
colocado. No hay duda de que en la oración hay que concentrarse enteramente en Dios y
excluir lo más posible aquellas cosas de este mundo que nos encadenan a nuestro
egoísmo. En este punto San Agustín es un maestro insigne. Si quieres encontrar a Dios,
dice, abandona el mundo exterior y entra en ti mismo. Sin embargo, prosigue, no te quedes
allí, sino sube por encima de ti mismo, porque tú no eres Dios: El es más profundo y grande
que tú. «Busco en mi alma su sustancia y no la encuentro; sin embargo, he meditado en la
búsqueda de Dios y, empujado hacia El a través de las cosas creadas, he intentado
conocer sus "perfecciones invisibles" (Rm 1, 20)» (21). «Quedarse en sí mismo»: he aquí el
verdadero peligro. El gran Doctor de la Iglesia recomienda concentrarse en sí mismo, pero
también trascender el yo que no es Dios, sino sólo una criatura. Dios es «interior intimo
meo, et superior summo meo» (22). Efectivamente, Dios está en nosotros y con nosotros,
pero nos trasciende en su misterio (23).

20. Desde el punto de vista dogmático, es imposible llegar al amor perfecto de Dios si se
prescinde de su autodonación en el Hijo encarnado, crucificado y resucitado. En El, bajo la
acción del Espíritu Santo, participamos, por pura gracia, de la vida intradivina. Cuando
Jesús dice: «El que me ha visto a mi ha visto al Padre» (Jn 14, 9), no se refiere
simplemente a la visión y al conocimiento exterior de su figura humana («la carne no sirve
para nada», Jn 6, 63). Lo que entiende con ello es más bien un «ver» hecho posible por la
gracia de la fe: ver a través de la manifestación sensible de Jesús lo que éste, como Verbo
del Padre, quiere verdaderamente mostrarnos de Dios [«El Espíritu es el que da la vida (...);
las palabras que os he dicho son espíritu y vida», ibid.]. En este «ver» no se trata de la
abstracción puramente humana («ab-stractio») de la figura en la que Dios se ha revelado,
sino de captar la realidad divina en la figura humana de Jesús, de captar su dimensión
divina y eterna en su temporalidad. Como dice S. Ignacio en los Ejercicios Espirituales,
deberíamos intentar captar «la infinita suavidad y dulzura de la divinidad» (n. 124),
partiendo de la finita verdad revelada en la que habíamos comenzado. Mientras nos eleva,
Dios es libre de «vaciarnos» de todo lo que nos ata en este mundo, de atraernos
completamente a la vida trinitaria de su amor eterno. Sin embargo, este don puede ser
concedido sólo «en Cristo a través del Espíritu Santo» y no por nuestras propias fuerzas,
prescindiendo de su revelación.

21. En el camino de la vida cristiana después de la purificación sigue la iluminación
mediante el amor que el Padre nos da en el Hijo y la unción que de El recibimos en el
Espíritu Santo (cfr. 1 Jn 2, 20).
Desde la antigüedad cristiana se hace referencia a la «iluminación» recibida en el
bautismo. Esta introduce a los fieles, iniciados en los divinos misterios, en el conocimiento
de Cristo, mediante la fe que opera por medio de la caridad. Es más, algunos escritores
eclesiásticos hablan explícitamente de la iluminación recibida en el bautismo como
fundamento de aquel sublime conocimiento de Cristo Jesús (cfr. Flp 3, 8) que viene de
definido como «theoria» o contemplación (24).
Los fieles, con la gracia del bautismo, están llamados a progresar en el conocimiento y
en el testimonio de las verdades de la fe, cuando «comprenden internamente los misterios
que viven» (25). Ninguna luz divina hace que las verdades de la fe queden superadas. Por
el contrario, las eventuales gracias de iluminación que Dios pueda conceder ayudan a
aclarar la dimensión más profunda de los misterios confesados y celebrados por la Iglesia,
en espera de que el cristiano pueda contemplar a Dios en la gloria tal y como es (cfr. I Jn 3,
2).

22. Finalmente, el cristiano que hace oración puede llegar, si Dios lo quiere, a una
experiencia particular de unión. Los sacramentos, sobre todo el bautismo y la eucaristía
(26), son el comienzo objetivo de la unión del cristiano con Dios. Sobre este fundamento,
por una especial gracia del Espíritu, quien ora puede ser llamado a aquel particular tipo de
unión con Dios que, en el ámbito cristiano, viene calificado como mística.

23. MÍSTICA/DON-TÉCNICA: Ciertamente el cristiano tiene necesidad de determinados
tiempos de retiro en la soledad para recogerse y encontrar cerca de Dios, su camino. Pero,
dado su carácter de criatura, y de criatura consciente de no estar seguro sino por la gracia,
su modo de acercarse a Dios no se fundamenta en una técnica en el sentido estricto de la
palabra. Esto iría en contra del espíritu de infancia exigido por el Evangelio. La auténtica
mística cristiana nada tiene que ver con la técnica: es siempre un don de Dios, cuyo
beneficiario se siente indigno (27).

24. Hay determinadas gracias místicas —por ejemplo, las conferidas a los fundadores de
instituciones eclesiales en favor de toda su fundación, así como a otros santos—, que
caracterizan su peculiar experiencia de oración y no pueden, como tales ser objeto de
imitación y aspiración para otros fieles, aunque pertenezcan a la misma institución y estén
deseosos de una oración siempre más perfecta (28). Pueden existir diversos niveles y
modalidades de participación en la experiencia de oración de un fundador, sin que a todos
deba ser conferida con idénticas características. Por otra parte, la experiencia de oración,
que ocupa un puesto privilegiado en todas las instituciones auténticamente eclesiales
antiguas y modernas, constituye siempre, en último término, algo personal. Y es a la
persona a quien Dios da su gracia en vista de la oración.

25. A propósito de la mística, se debe distinguir entre los dones del Espíritu Santo y los
carismas concedidos en modo totalmente libre por Dios. Los primeros son algo que todo
cristiano puede reavivar en sí mismo a través de una vida solícita de fe, de esperanza y de
caridad y, de esa manera, llegar a una cierta experiencia de Dios y de los contenidos de la
fe, por medio de una seria ascesis. En cuanto a los carismas, S. Pablo dice que existen
sobre todo en favor de la Iglesia, de los otros miembros del Cuerpo místico de Cristo (cfr. I
Cor 12, 7). Al respecto hay que recordar, por una parte, que los carismas no se pueden
identificar con los dones extraordinarios —«místicos»— (cfr. Rm 12, 3-21); por otra, que la
distinción entre «dones del Espíritu Santo» y «carismas» no es tan estricta. Un carisma
fecundo para la Iglesia no puede ejercitarse, en el ámbito neotestamentario, sin un
determinado grado de perfección personal; por otra parte, todo cristiano «vivo» posee una
tarea peculiar —y en este sentido un «carisma»— «para la edificación del Cuerpo de
Cristo» (cfr. Ef 4, 15-16) (29), en comunión con la Jerarquía, a la cual «compete ante todo
no sofocar el Espíritu, sino probarlo todo y retener lo que es bueno» (LG n. 12).

Vl
MÉTODOS PSICOFÍSICOS-CORPÓREOS

26. La experiencia humana demuestra que la posición y la actitud del cuerpo no dejan de
tener influencia sobre el recogimiento y la disposición del espíritu. Esto constituye un dato
al que han prestado atención algunos escritores espirituales del Oriente y del Occidente
cristiano.
Sus reflexiones, aun presentando puntos en común con los métodos orientales no
cristianos de meditación, evitan aquellas exageraciones o visiones unilaterales que, en
cambio, con frecuencia se proponen hoy en día a personas insuficientemente preparadas.
Los autores espirituales han adoptado aquellos elementos que facilitan el recogimiento
en la oración, reconociendo al mismo tiempo su valor relativo: son útiles si se conforman y
se orientan a la finalidad de la oración cristiana (30). Por ejemplo, el ayuno cristiano posee
ante todo el significado de un ejercicio de penitencia y de sacrificio, pero, ya para los
Padres, estaba también orientado a hacer más disponible al hombre para el encuentro con
Dios y al cristiano más capaz de dominio de si mismo y, simultáneamente, más atento a los
hermanos necesitados.
En la oración el hombre entero debe entrar en relación con Dios y, por consiguiente,
también su cuerpo debe adoptar la postura más propicia al recogimiento (31). Tal posición
puede expresar simbólicamente la misma oración, variando según las culturas y la
sensibilidad personal. En algunos lugares, los cristianos están adquiriendo hoy una mayor
conciencia de cómo puede favorecer la oración una determinada actitud del cuerpo.

27. La meditación cristiana del Oriente (32) ha valorizado el simbolismo psicofísico, que a
menudo falta en la oración del Occidente. Este simbolismo puede ir desde una determinada
actitud corpórea hasta las funciones vitales fundamentales, como la respiración o el latido
cardíaco. El ejercicio de la «oración a Jesús», por ejemplo, que se adapta al ritmo
respiratorio natural, puede —al menos por un cierto tiempo— servir de ayuda real para
muchos (33). Por otra parte, los mismos maestros orientales han constatado también que
no todos son igualmente idóneos para hacer uso de este simbolismo, porque no todas las
personas están en condiciones de pasar del signo material a la realidad espiritual que se
busca. El simbolismo, comprendido en modo inadecuado e incorrecto, puede incluso
convertirse en un ídolo y. como consecuencia, en un impedimento para la elevación del
espíritu a Dios. Vivir en el ámbito de la oración toda la realidad del propio cuerpo como
símbolo es todavía más difícil: puede degenerar en un culto al mismo y hacer que se
identifiquen subrepticiamente todas sus sensaciones con experiencias espirituales.

28. Algunos ejercicios físicos producen automáticamente sensaciones de
quietud o de distensión, sentimientos gratificantes y, quizá, hasta fenómenos de luz y calor
similares a un bienestar espiritual. Confundirlos con auténticas consolaciones del Espíritu
Santo sería un modo totalmente erróneo de concebir el camino espiritual. Atribuirles
significados simbólicos típicos de la experiencia mística, cuando la actitud moral del
interesado no se corresponde con ella, representaría una especie de esquizofrenia mental
que puede conducir incluso a disturbios psíquicos y, en ocasiones, a aberraciones morales.

Esto no impide que auténticas prácticas de meditación provenientes del Oriente
cristiano y de las grandes religiones no cristianas, que ejercen un atractivo sobre el hombre
de hoy —dividido y desorientado—, puedan constituir un medio adecuado para ayudar, a la
persona que hace oración, a estar interiormente distendida delante de Dios, incluso en
medio de las solicitaciones exteriores.
Sin embargo, es preciso recordar que la unión habitual con Dios, o esa actitud
de vigilancia interior y de invocación de la ayuda divina que en el Nuevo Testamento viene
llamada la «oración continua» (34), no se interrumpe necesariamente ni siquiera cuando
hay que dedicarse, según la voluntad de Dios, al trabajo y al cuidado del prójimo. «Ya
comáis, ya bebáis o hagáis cualquier otra cosa», nos dice el Apóstol, «hacedlo todo para
gloria de Dios» (I Cor 10. 31). Efectivamente, la oración auténtica, como sostienen los
grandes maestros espirituales, suscita en los que la practican una ardiente caridad que los
empuja a colaborar en la misión de la Iglesia y al servicio de sus hermanos para mayor
gloria de Dios (35).


VII
«YO SOY EL CAMINO»

29. Todos los fieles deberán buscar y podrán encontrar el propio camino, el
propio modo de hacer oración, en la variedad y riqueza de la oración cristiana, enseñada
por la Iglesia; pero todos estos caminos personales confluyen, al final, en aquel camino al
Padre, que Jesucristo ha dicho ser. En la búsqueda del propio camino, cada uno se dejará,
pues, conducir no tanto por sus gustos personales cuanto por el Espíritu Santo, que le guía,
a través de Cristo al Padre.

30. En todo caso, para quien se empeña seriamente, vendrán tiempos en los
que le parecerá vagar en un desierto y, a pesar de todos sus esfuerzos, no «sentir» nada
de Dios. Debe saber que estas pruebas no se le ahorran a ninguno que tome en serio la
oración. Pero no debe identificar inmediatamente esta experiencia, común a todos los
cristianos que rezan, con la «noche oscura» de tipo místico. De todas maneras, en aquellos
períodos debe esforzarse firmemente por mantener la oración, que aunque podrá darle la
impresión de una cierta «artificiosidad» se trata en realidad de algo completamente diverso:
es precisamente entonces cuando la oración constituye una expresión de su fidelidad a
Dios, en presencia del cual quiere permanecer incluso a pesar de no ser recompensado por
ninguna consolación subjetiva.
En esos momentos aparentemente negativos se muestra lo que busca
realmente quien hace oración: si busca a Dios que, en su infinita libertad, siempre lo supera,
o si se busca sólo a si mismo, sin lograr ir más allá de las propias «experiencias», le
parezcan positivas —de unión con Dios—, o negativas —de «vacío» místico.
El amor de Dios, único objeto de la contemplación cristiana, es una realidad de
la cual uno no se puede «apropiar» con ningún método o técnica; es más, debemos tener
siempre la mirada fija en Jesucristo, en quien el amor divino ha llegado por nosotros a tal
punto sobre la Cruz, que también El ha asumido para sí la condición de alejamiento del
Padre (cfr. Mc 15, 34). Debemos, pues, dejar decidir a Dios la manera con que quiere
hacernos participes de su amor. Pero no podemos jamás, en modo alguno, intentar
ponernos al mismo nivel del objeto contemplado, el amor libre de Dios; tampoco cuando, por
la misericordia de Dios Padre, mediante el Espíritu Santo enviado a nuestros corazones, se
nos da gratuitamente en Cristo un reflejo sensible de este amor Divino y nos sentimos como
atraídos por la verdad, la bondad y la belleza del Señor.
Cuanto más se le concede a una criatura acercarse a Dios, tanto más crece en
ella la reverencia delante del Dios tres veces Santo. Se comprende entonces la palabra de
S. Agustín: «Tú puedes llamarme amigo, yo me reconozco siervo» (36). O bien la palabra,
para nosotros aún más familiar, pronunciada por aquella que ha sido gratificada con la más
alta intimidad con Dios: «Ha puesto los ojos en la humildad de su esclava» (Lc 1,48)

El Sumo Pontífice Juan Pablo II, durante una Audiencia concedida al
infrascripto Prefecto, ha aprobado esta carta, acordada en reunión plenaria de la
Congregación para la Doctrina de la Fe, y ha ordenado su publicación.

Roma, en la sede de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el día 15 de
octubre de 1989, fiesta de Santa Teresa de Jesús.

JOSEPH Cardenal RATZINGER
Prefecto
ALBERTO BOVONE
Arzobispo Tit. de Cesarea de Numidia
Secretario

....................
(1) Con la expresión «métodos orientales» se entienden métodos inspirados en el
Hinduismo y el Budismo, como el «Zen», la «meditación transcendental» o el «Yoga». Se trata, pues, de
métodos de meditación del Extremo Oriente no cristiano que, no pocas veces hoy en día, son utilizados
también por algunos cristianos en su meditación. Las orientaciones de principio y de método contenidas
en el presente documento, desean ser un punto de referencia no sólo para este problema, sino también,
más en general, para las diversas formas de oración practicadas en las realidades eclesiales,
particularmente en las Asociaciones, Movimientos y Grupos.
(2) Sobre el Libro de los Salmos en la oración de la Iglesia, cfr. Institutio generalis de
Liturgia Horarum. no. 100-109.
(3) Cff. por ej.. Ex 15, Dt 32, 1 Sam 2, 2 Sam 22, textos proféticos. I Cor 16.
(4) Const. dogm. Dei Verbum n. 9. Este documento ofrece otras indicaciones importantes
para una comprensión teológica y espiritual de la oración cristiana: véanse, por ejemplo, los nn. 3, 5, 8 y
21.
(5) Const. dogm. Dei Verbum n 95.
(6) Sobre la oración de Jesús véase Institutio generalis de Liturgia Horarum. no. 3-4.
(7) Cfr. Institutio generalis de Liturgia Horarum»., n. 9.
(8) La pseudognosis consideraba la materia como algo impuro, degradado. que envolvía el
alma en una ignorancia de la que debía librarse por la oración; de esa manera, el alma se elevaba al
verdadero conocimiento superior y, por tanto, a la pureza. Ciertamente, no todos podían conseguirlo, sino
sólo los hombres verdaderamente espirituales; para los simples creyentes bastaban la fe y la observancia
de los mandamientos de Cristo.
(9) Los mesalianos fueron ya denunciados por S. EFRÉN SIRIO (Hymni contra Haereses
22. 4, ed. E. Beck. CSCO 169. 1957. p. 79) y después, entre otros, por EPIFANIO DE SALAMINA (Panarion,.
también llamado Adversus Haereses: PG 41. 156-1200; PG 42, 9-832) y ANFILOQUO, Obispo de Iconio
(Contra haereticos. G. Ficker. Amphilochiana I. Leipzig 1906. 21-77).
(10) Cfr.. por ej.. S. JUAN DE LA CRUZ. Subida del Monte Carmelo. II. cap. 7, 11.

Centrada en Cristo
(11) En la Edad Media existían corrientes extremistas al margen de la Iglesia, descritas, no
sin ironía, por uno de los grandes contemplativos cristianos, el flamenco Jan Van Ruysbroek. Distingue
éste en la vida mística tres tipos de desviación (Die gheestelike Brulocht 228, 12-230, 17; 230, 18-232, 22;
232, 23-236, 6) y hace también una critica general referida a estas formas (236, 7-237, 29). Más tarde,
técnicas semejantes han sido descritas y rechazadas por Sta. Teresa de Jesús. Observa ésta
agudamente que «el mismo cuidado que se pone en no pensar en nada despertará la inteligencia a
pensar mucho» y que dejar de lado el misterio de Cristo en la meditación cristiana es siempre una
especie de «traición» (Véase: STA TERESA DE JESÚS, Vida 12, 5 y 22, 1-5).
(12) Mostrando a toda la Iglesia el ejemplo y la doctrina de Santa Teresa de Jesús, que en
su tiempo debió rechazar la tentación de ciertos métodos que invitaban a prescindir de la Humanidad de
Cristo en favor de un vago sumergirse en el abismo de la divinidad, el Papa Juan Pablo II decía en una
homilía el 1-XI-1982 que el grito de Teresa de Jesús en favor de una oración enteramente centrada en
Cristo «vale también en nuestros días contra algunas técnicas de oración que no se inspiran en el
Evangelio y que prácticamente tienden a prescindir de Cristo, en favor de un vacío mental que dentro del
cristianismo no tiene sentido. Toda técnica de oración es válida en cuanto se inspira en Cristo y conduce a
Cristo, el Camino, la Verdad y la Vida» (cfr. Jn 14, 6). Véase: Homelia Abulae habita in honorem Sanctae
Teresiae, AAS 75 (1983), 256-257.
(13) Véase, por ejemplo. «La nube de la ignorancia», obra espiritual de un escritor anónimo
inglés del siglo xv.
(14) El concepto «nirvana» viene entendido en los textos religiosos del budismo como un
estado de quietud que consiste en la anulación de toda realidad concreta por ser transitoria y,
precisamente por eso, decepcionante y dolorosa.
(15) El Maestro Eckhart habla de una inmersión «en el abismo indeterminado de la
divinidad» que es una «tiniebla en la cual la luz de la Trinidad nunca ha resplandecido». Cfr. Sermo «Ave
gratia plena». al final (J. Quint. Deutsche Predigten und Traktate. Hanser 1955, p. 261).
(16) Cfr. Const. past. Gaudium et spes n. 19, 1: «La razón más alta de la dignidad humana
consiste en la vocación del hombre a la unión con Dios. Desde su mismo nacimiento, el hombre es
invitado al diálogo con Dios. Existe pura y simplemente por el amor de Dios, que lo creó, y por el amor de
Dios que lo conserva. Y sólo puede decir que vive en la plenitud de la verdad cuando reconoce libremente
ese amor y se confía por entero a su Creador».
(17) Como escribe Santo Tomás a propósito de la eucaristía: «... proprius effectus huius
sacramenti est conversio hominis in Christum, ut dicat cum Apostolo: Vivo ego, iam non ego: vivit vero in
me Christus (Gal 2. 20)» (In IV Sent.. d. 12 q. 2 a. 1).
(18) Decl. Nostra aetate. n. 2.
(19) S. IGNACIO DE LOYOLA, Ejercicios Espirituales n. 23 y passim.
(20) Cfr. Col 3. 5: Rm 6. 11 ss.: Gal 5. 24.
(21) S. AGUSTÍN, Enarrationes in Psalmos XLI, 8: PL 36, 469.
(22) S. AGUSTÍN, Confessiones 3, 6. 11: PL 32, 688. Cfr. De vera Religione 39.72: PL 34,
154.
(23) El sentido cristiano positivo del «vaciamiento» de las criaturas, resplandece de forma
ejemplar en el Pobrecito de Asís. San Francisco, precisamente porque ha renunciado a ellas por amor del
Señor, las ve llenas de su presencia y resplandecientes en su dignidad de criaturas de Dios y entona la
secreta melodía de su ser en el Cántico de las criaturas (Cfr. C. Esser. Opuscula sancti Patris Francisci
Assisiensis, Ed. Ad Claras aquas Grottaferrata [Roma] 1978, pp. 83-86 (en castellano. puede encontrarse
en: San Francisco de Asís. Escritos completos y biografías primitivas, La Editorial Católica [Madrid]. 1956.
p. 71). En el mismo sentido escribe en la «Carta a todos los fieles»: «Toda criatura que hay en el cielo y en
la tierra, en el mar y los abismos (Ap 5. 13) rinda a Dios alabanzas, gloria, honor y bendición, pues El es
nuestra virtud y fortaleza: El sólo es bueno (Lc 18, 19). El sólo altísimo, omnipotente, admirable, glorioso:
sólo El santo, digno de ser alabado y bendecido por los siglos de los siglos. Amén». (Ibid Opuscula...
124.)
San Buenaventura hace notar cómo Francisco percibía en cada criatura la huella de Dios y derramaba
su alma en el gran himno del reconocimiento y la alabanza (cfr. Iegenda S. Francisci, cap. 9, n. 1, en Opera
Omnia, ed. Quaracchi. 1898. vol. VlIl. p. 530: traducción al castellano en: San Francisco..., p. 586).
(24) Véanse. por ejemplo S. JUSTINO, Apología I, 61. 12-13: PG 6, 420-421; CLEMENTE DE
ALEJANDRIA, Paedagogus I. 6, 25-31: PG 8. 281-284: S. BASILIO DE CESAREA, Homiliae diversae 13. I:
PG 31, 424-425: S. GREGORIO NACIANCENO, Orationes 40, 3, 1: PG 36, 361.
(25) Const. dogm. Dei Verbum, n. 8.
(26) La eucaristía, definida por la Constitución dogmática Lumen gentium «Fuente y cumbre de toda la
vida cristiana» (LG n. 11), nos hace «participar realmente del Cuerpo del Señor»: en ella «somos elevados
a la comunión con El» (LG 7).
(27) Cfr. STA. TERESA DE JESUS, Castillo Interior IV, 1, 2.
(28) Nadie que haga oración aspirará, sin una gracia especial, a una visión global de la revelación de
Dios como S. Gregorio Magno reconoce en S. Benito o al impulso místico con el que S. Francisco de Asís
contemplaba a Dios en todas sus criaturas, o a una visión también global, como la que tuvo S. Ignacio en
el río Cardoner y de la cual afirma que, en el fondo, habría podido tomar para él el puesto de la Sagrada
Escritura. La «noche oscura» descrita por S. Juan de la Cruz, es parte de su personal carisma de oración:
no es preciso que todos los miembros de su orden la vivan de la misma forma, como si fuera la única
manera de alcanzar la perfección en la oración a que están llamados por Dios.
(29) La llamada del cristiano a experiencias «místicas» puede incluir tanto lo que Santo Tomás califica
como experiencia viva de Dios a través de los dones del Espíritu Santo, como las formas inimitables —a
las que, por tanto, no se debe aspirar— de donación de la gracia (cfr. STO TOMÁS DE AQUINO. Summa
Theologiae, I, ll. a. 1 c. como también a. 5 ad 1).
(30) Véanse, por ejemplo, los escritores antiguos que hablan de la actitud del orante asumida por los
cristianos en oración: TERTULIANO. De oratione: XIV: PL 1. 1170; XVII: PL 1. 1174-1176; ORÍGENES, De
oratione XXXI. 2: PG 11, 550-553. Y refiriéndose al significado de tal gesto: BERNABÉ Epistula XII, 2-4: PG
2, 760-761: S. JUSTINO. Dialogus, 90, 4-5: PG 6, 689-692; S. HIPÓLITO ROMANO, Comentarium in Dan..
lIl. 24; GCS I, 168, 8-17; ORÍGENES, Homiliae in Ex., Xl, 4; PG 12, 377-378. Sobre la posición del cuerpo,
véase también ORIGENE5, De Oratione XXXI, 3: PG 11. 553-555.
(31) Cfr. S. IGNACIO DE LOYOLA. Ejercicios Espirituales. n. 76.
(32) Como, por ejemplo, la de los anacoretas hesicastas. La «hesyquia» o quietud, externa e interna,
es considerada por los anacoretas una condición de la oración: en su forma oriental, está caracterizada
por la soledad y las técnicas de recogimiento.
(33) El ejercicio de la «oración a Jesús», que consiste en repetir una fórmula densa de referencias
bíblicas de invocación y súplica (por ejemplo, «Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí»), se
adapta al ritmo respiratorio natural. A este propósito, puede verse: S. IGNACIO DE LOYOLA, Ejercicios
Espirituales n. 258.
(34) Cfr. I Ts 5. 17. Puede ver también 2 Ts 3. 8-12. De éstos y otros textos urge la problemática: ¿cómo
conciliar la obligación de la oración continua con la del trabajo? Pueden verse, entre otros. S. AGUSTIN,
Epistula 130.20: PL 33. 501-509 y S. JUAN CASIANO, De istitutis coenobiorum lIl, 1-3; SC 109, 92-93.
Puede leerse también la «Demostración sobre la oración» de AFRAHATE, el primer Padre de la iglesia
siríaca, y en particular los números 14-15, dedicados a las llamadas «obras de la oración» (cfr. la edición
de L. Parisot, Afraatis Sapientis Persae Demonstrationes, IV; PS 1. pp. 170-174).
(35) Cfr. STA. TERESA DE JESUS, Castillo interior VIl, 4, 6.
(36) S. AGUSTÍN, Enarrationes in Psalmos CXLII, 6: PL 37, 1849. Véase también S. AGUSTÍN, Tract. in
loh. IV 9; PL 35, 1410: «Quando autem nec ad hoc dignum se dicit, vere plenus Spiritu Sancto erat, qui sic
servus Dominum agnovit, et ex servo amicus fieri meruit».