EDUCAR PARA LA CONTEMPLACIÓN

DOLORES ALEIXANDRE

¿Qué contemplación?
Antes de ponernos a pensar en "educar para la contemplación", importa mucho aclarar a qué
contemplación nos referimos, porque la palabra es peligrosa. Es cierto que hay en ella una
invitación a mirar en profundidad y a admirar gozosamente la vida y el mundo; pero también
es cierto que, sea por sus resonancias platónicas o por nuestra propia tendencia a escapar
del esfuerzo y a pasar de largo ante las llamadas de lo concreto, el caso es que con
demasiada frecuencia asociamos la contemplación con algo puramente pasivo o estético o
la reducimos a una experiencia sectorial de nuestro vivir. El concepto corre el riesgo de
volverse esclerótica o de quedarse encerrado junto a palabras como "quietud",
"serenidad", "silencio", etc., y llegamos a considerarla como privilegio de unos pocos y a
reconocer nostálgicamente, que está muy bien para los que han sido llamados a esa vida
que llamamos "contemplativa", pero que se queda fuera del alcance de la nuestra, tan
ajetreada y cargada de problemas.
Y si no renunciamos totalmente a ella, tratamos de introducirla como con calzador en
nuestro ritmo diario o semanal: le reservamos espacios que unas veces son
verdaderamente experiencia contemplativa, y otras muchas resultan sencillamente el rato
de descanso que exige nuestra psicología o el rincón estético que reclaman nuestros
sentidos, hartos de ruido y de zumo de neón.
Algo de eso se nos mezcla, a veces, en esos días anuales de retiro en los que cargamos
nuestra mochila de experiencias monásticas y volvemos a la ciudad con la esperanza de
que ese conjunto de vivencias -gregoriano, naturaleza, pájaros y surtidores en el claustro-
sean la despensa de la que ir tirando a lo largo del año.
No estoy ridiculizando todo eso (admiro incondicionalmente la vida monástica y
agradezco siempre poder pasar cada año unos días en algún monasterio); solamente
pretendo ser lúcida y poner el nombre a cada cosa, sencillamente para no vivir en el
engaño. Eso, por sí solo, no es más que un aspecto de la contemplación, y a lo mejor es
necesario, pero, desde luego, parcial.
Resulta un poco la versión religiosa de esa fuga hacia adelante que se da en nuestras
grandes ciudades las vísperas de puente o los viernes por la tarde: unos salen huyendo
para sentarse a la sombra del pino de su parcela y otros nos vamos en busca de la sombra
del ciprés de Silos. Y es conveniente, justo y saludable, pero solamente si no nos
olvidamos de que lo que nos va a dar sombra cuando arrecie el calor no es el ciprés, sino el
Espíritu, porque lo suyo es ser precisamente eso: "in aestu temperies".
Así lo vivió Israel en su largo éxodo: experimentaron la presencia de Yahvé en aquella
nube que les protegía en su caminar por el desierto: "cuando la nube se paraba,
acampaban los hijos de Israel". (Núm. 9,17). Yahvé era para ellos un Dios nómada a quien
encontraban haciendo camino y que se mezclaba con su historia. Por eso, donde otros
veían sólo cosas, Israel veía signos: el agua, el fuego, la luz, la roca, la tormenta, el
alimento, estaban marcados con la huella de la presencia de aquel que actuaba en su vida,
que escuchaba su clamor y bajaba a liberarlos (Cf. Ex 3,7-8).
Más adelante, al entrar en la tierra y construir el templo, Israel sufre la gran tentación de
encerrar a Dios en un espacio y un tiempo sagrados a los que acude con el culto y de los
que sale tranquilizado hacia un mundo que ha quedado libre de la presencia inquietante de
Dios y de sus preguntas: "¿Dónde estás?" (Gen 3,9), "¿Dónde está tu hermano?" (Gen
4,9).
Los profetas clamarán contra esta conducta, cuya gravedad más honda consiste en la
sustitución del Dios vivo por un ídolo inerte que "tiene ojos y no ve, oídos y no oye" (Sal
115,5-7).
Las equivocaciones de Israel las entendemos fácilmente; lo que, en cambio, nos cuesta
es abrirnos a la posibilidad de oír después de ellas: "Tú eres ese hombre" (2 Sam 12,7) y
caer en la cuenta de que tenemos una tendencia alarmante a reproducir el mismo esquema
de aquel pueblo: nuestra vida toma fácilmente un tono de profanidad satisfecha, y Dios se
queda al margen de nuestras relaciones, de nuestros pequeños mercadillos y tráficos
diarios; y cuando eso nos cansa, emprendemos el retorno hacia el templo con inciensos y
novilunios, repitiendo incansablemente el ciclo.
Quizá es que nos faltan modelos de identificación. Tenemos demasiada fijación en la
figura de María, por oposición a la de su hermana Marta; y cuando pensamos en la veta
contemplativa de Jesús, la asociamos sólo con sus escapadas de noche al monte para orar
o con aquellos momentos en los que, en medio de la vida, levantaba los ojos al Padre para
darle gracias o para hablarle familiarmente.
En cambio, estamos menos acostumbrados a considerar como contemplativo su gesto
de echar del templo a los mercaderes o su costumbre de contar aquellos cuentos con final
inesperado que muchos no acababan de entender.
CONTEMPLA/QUE-ES: Y es que el ser contemplativo de Jesús consistía, sobre todo, en
saber ver la vida como la veía Dios y en descifrar su misterio desde la sabiduría que le
comunicaba Alguien mayor a quien llamaba Padre. Eso nos ensancha el concepto de
contemplación, nos rompe las tapias de la huerta conventual en que la habíamos encerrado
y nos la convierte en un parque público en el que todos estamos invitados a entrar.
Entonces empezamos a entender que ser contemplativo es entrar en contacto con la
realidad como lo hacia Jesús, y que eso tiene que ver no sólo con el mirar, sino también
con el escuchar, con el sentir, con el tocar, con el decir, con el callar...
Por eso llegan a convertirse en modelos de identificación el samaritano, que miró de una
manera tan auténticamente contemplativa al hombre caído en la cuneta que su corazón se
conmovió, sus pies se acercaron al herido y sus manos se pusieron a curarlo; o aquel
hombre entendido en perlas que supo reconocer entre sus manos la que de verdad valía y
vendió todo lo demás para comprarla.

Un universo de nuevas significaciones.
A lo largo de todo el evangelio asistimos a una paciente relación educativa de Jesús con
sus discípulos en la que trata de comunicarles su experiencia del Reino. Conmueve ver la
"pedagogía experimental" con la que tantea, ensaya, provoca, busca comparaciones y
ejemplos, echa mano de un sinfín de recursos para contagiarles su manera de ver la vida. Y
es que sabía que ellos y nosotros necesitamos de todo eso, como necesitan los niños los
hombros de su padre para ver desde ahí la cabalgata de Reyes o el paso de alguien
importante que desde abajo no consiguen divisar.
Si aceptamos mirar desde ahí, desde esa sabiduría nueva, lo que vemos no es un plus
de misticismo que se añade a la vida, sino la vida tal como es vista desde el Padre. Por
eso, ser contemplativo no es un lujo espiritual, sino la única manera posible de vivir en la
verdad. Lo contrario de la contemplación no es eso que en la ascética tradicional
llamábamos "activismo", sino algo mucho más grave: el engaño. Por eso, cuando Jesús
devolvía la vista a los ciegos, el evangelio de Juan habla de "signos", porque, más allá de la
curación física, lo que ocurría era que alguien salía de la oscuridad y de la mentira y
empezaba a ver la realidad desde la verdadera luz.
Bautizarse en Jesús es sumergirse en esa luz y entrar en un
universo de nuevas significaciones. La comunidad cristiana nos va iniciando poco a poco
en ese código secreto que nos permite contemplar la vida de otra manera. Lo que ocurre es
que, a veces, pasan los años, nos hacemos peritos, escribas o doctores en teología y hasta
en lenguas bíblicas y, a pesar de ello, la lengua de Jesús sigue siéndonos desconocida. Y,
en especial, seguimos resistiéndonos a usar como él los adverbios y los adjetivos:
PARADOJAS/EV
-Nosotros llamamos estar arriba a ese prestigio que nos da haber atrapado cualquier
tarima, escalafón, podio o taburete que nos haga sobresalir por encima de los demás. En
cambio, para Jesús, arriba está el publicano que no se atrevía a levantar los ojos del suelo
(Lc 18,3); o la cananea que se contentaba, como los perrillos, con las migajas que caían
debajo de la mesa de los señores (Mc 7,28); o Zaqueo, a quien todos miraban por encima
del hombro (Lc 19,3).
-Nosotros nos sentimos grandes cuando infundimos respeto por nuestros conocimientos,
nuestra categoría personal o nuestra cuenta corriente; pero Jesús parece reírse de ese tipo
de grandeza, como se ríen los niños de los gigantones de cartón de las fiestas callejeras. Y
se admira, en cambio, de la grandeza oculta de toda esa gente "inferior" y "subalterna" que
vive prestando servicio (cf. Mc 10,43) tan naturalmente como camareros que ignoran ser los
verdaderos invitados de honor de la fiesta.
-También con el más y el menos nos hacemos un lío, porque es difícil entender esas
peculiares matemáticas suyas según las cuales valían más los dos céntimos que echó en el
cepillo del templo aquella viuda pobre que las grandes cantidades que echaban otros de lo
que les sobraba (cf. Lc 21,14).
-Tampoco nos coinciden el cerca/lejos y el dentro/fuera: los fariseos (y fácilmente
nosotros) se sentían dentro de la ley y, por lo tanto, cerca de Dios; pero resulta que los
llamados al convite eran los que estaban fuera, perdidos por los caminos (cf. Mt 22,9) y el
que terminó gozando en el seno de Abraham fue Lázaro, el mendigo que había estado
siempre a la intemperie, a la puerta del rico (cf. Lc 16,19-31). También María Magdalena, el
centurión o la samaritana y todo aquel gentío que le seguía estaban fuera como ovejas sin
pastor, al margen de la salvación de Israel. Y son precisamente ésos, los últimos de
entonces y de ahora, los que para Jesús son los primeros.

Por eso nos quedamos con la versión "light" de la contemplación y preferimos que no
nos lleve más allá de aprender o enseñar a relajarse, crear ambientes apropiados y
encender velas delante de un icono. Por eso y todas las distintas pedagogías de oración,
aunque sean necesarias, sólo son cristianas cuando están integradas en lo otro, cuando
son los espacios en los que nuestra ceguera congénita se hace súplica de una luz que no
nos pertenece o acción de gracias exultante cuando, como a Jesús, se nos revela algo de
cómo es el mundo desde la mirada del Padre.

Tres verbos para conjugar. COMPLA/CONDICIONES-3:
Aprender a contemplar ha sido una meta deseada por generaciones enteras de
cristianos, y nuestras bibliotecas están llenas de diccionarios, libros y revistas que nos
hablan de ello. Sabemos lo importante que es la humildad, el recogimiento, el silencio
interior, la purificación del corazón y la atención a la presencia de Dios. A todo eso me
atrevo a añadir aquí tres verbos que aparecen entre líneas en el evangelio como
condiciones de posibilidad para la contemplación: sospechar, asombrarse y arriesgarse.

SOSPECHAR puede resultarnos un verbo incómodo y tener para nosotros un contenido
tirando a negativo. Sobre todo si somos nosotros mismos y nuestras actitudes el objeto de
la sospecha. Y, sin embargo, a Jesús, que siempre está animando y quitando miedos
("¿Por qué teméis?" [Mt 6,50]; "No andéis preocupados" [Lc 21,22]; "¡Animo, hijo!" [Mt 9,2]),
no parece preocuparle demasiado abrir los ojos de los suyos y espabilar su vigilancia para
que no se fabriquen una imagen falsa de sí mismos. No los trata como a "ciudadanos libres
de toda sospecha", y se ve que le parece bastante probable que ellos y nosotros vayamos
por ahí tocando la trompeta cada vez que hacemos algo bueno (cf. Mt 6,2); o que,
haciéndonos los distraídos, intentemos sentarnos en el mejor sitio del banquete (cf. Lc
14,7); o que sigamos empeñados en encontrar, por fin, esa aguja de ojo suficientemente
grande como para que se cuele por él el camello de nuestras posesiones (cf. Lc 18,25).
Aquello de que "Jesús no se fiaba de ellos porque los conocía... y sabía lo que hay en el
hombre" (Jn 2,25) podrá gustarnos más o menos, pero la afirmación no puede ser más
clara. Lo que ocurre es que esa desconfianza suya estaba unida a una apuesta
incondicional por cada uno de esos hombres y mujeres en su situación concreta, por más
cascada y apagada que estuviera. Por eso, a la vez que llamaba al reconocimiento abatido
de su propia debilidad, les transmitía la seguridad de ser aceptados y queridos
precisamente así, tal como eran.
Educar para la contemplación es ayudar, desde niños, a perder el miedo a reconocer los
propios fallos, a dejarse preguntar, a relativizar las propias opiniones, a dejar que otros
borren lo que hemos escrito o descosan nuestros pespuntes. Y a consentir también que
donde nosotros decimos "arriba, grande, más", Jesús corrija: "abajo, pequeño, menos". Sin
esta actitud de dejarse descentrar de la propia percepción, nuestra contemplación no irá
más allá del azogue del espejo en el que admiramos nuestro personaje.
CONOCIMIENTO-DE-SI: Y esto no es ascética moralista, sino camino único de posibilidad para
hacernos dóciles al Espíritu, que está siempre empujándonos fuera de nuestro patio, tan
estrecho, y queriendo sacarnos al espacio abierto donde hay viento y sol. El aprendiz de
contemplativo tendrá que irse acostumbrando a desdramatizar sus equivocaciones, sus
pequeños fracasos y ridículos, y aceptar no ser mucho más que un puñado de polvo, como
nos repetía antes machaconamente cada cuaresma. Y saber también que un poco de agua
y las pacientes manos del alfarero pueden convertir ese polvo en una vasija preciosa (pero
no cerrarse a la sospecha de que, según se mire, a veces casi se parece más a un botijo
de verbena...).

ASOMBRARSE es algo característico del discípulo: sólo puede
aprender el que tiene viva la receptividad y la capacidad de sorpresa, el que está dispuesto
a dejarse des-concertar y des-quiciar, es decir, a poner en entredicho los propios
conciertos y quicios. Hay que aceptar que aquel de quien se pensaba que había perdido el
juicio (Mc 3,21) nos rompa el equilibrio. Hay que consentirle que irrumpa en el casillero
polvoriento donde intentamos archivar su palabra entre sentencias de juiciosa prudencia y
de sensatas componendas.
El asombro nos vacuna contra el virus que hace inofensivo el evangelio y que nos lleva
a convertirlo en un conjunto de conocimientos bellos y pacíficos que se van acumulando en
la memoria mientras la vida se queda a salvo.
"La belleza del desierto consiste en que esconde un pozo en algún lugar" decía A. de
Saint-Exupéry; y el asombro es eso, andar por la vida como por un campo que oculta un
tesoro, o como por un camino en el que un desconocido puede juntarse con nosotros en
cualquier momento y darse a conocer al partir el pan.
Ojo al día en que no nos sorprenda que alguien haya dicho: "¡Qué suerte tienen los
perseguidos!" (Lc 6,22), o que la riqueza es, de por sí, injusta, y lo único decente que se
puede hacer con ella es hacerse amigos de aquellos que tienen asegurado el Reino (Lc
16,9). Si todo eso nos suena a sabido, mejor es que pidamos la excedencia como
educadores de la fe y nos dediquemos a llevar la contabilidad de la parroquia. Por lo menos
hasta que se nos cure la memoria de esos "sabores".
Si importa tanto cuidar la capacidad de asombro como a la niña de nuestros ojos, es
porque, gracias a ella, puede nuestra mirada parecerse a la de los niños. Y sólo entonces
podemos entrar en relación con los demás de esa manera desprotegida y descalza que
presiente siempre en los otros algo que está más allá de la imagen que nos hemos formado
de ellos.
Por eso, cuando la niña de los ojos se nos enturbia, tenemos que ponernos, como
Bartimeo, al borde del camino, dando voces para ser curados. Y la curación consiste en
que se nos caen de los ojos las escamas del aburrimiento y la costumbre y empezamos a
creernos, con sorpresa, que somos increíblemente queridos.

ARRIESGARSE a algo supone entrar en una relación especial con el tiempo: los minutos
que dura la carrera de caballos, los segundos que tarda en pararse la bolita de la ruleta, el
período más o menos largo que necesita para salir adelante o fracasar el proyecto en que
hemos invertido nuestro esfuerzo, son medidas de tiempo intenso. Un tiempo al que hemos
confiado algo que nos importa mucho.
FE/RIESGO: En esa relación especial juega un papel importante la categoría de
aplazamiento, y el riesgo consiste precisamente en eso, en apostar ya en el presente por
un futuro que tiene toda la fragilidad de lo que aún no existe, de lo que no es demostrable ni
manipulable. Las palabras de Jesús nos introducen en este extraño juego: por un lado, se
refieren a un ahora concreto e inmediato: "Vende lo que tienes" (Mc 10,21), "Dichosos los
no violentos" (Mt 5,4), "Tú eres Simón, hijo de Juan" (Mt 16,17), "Perdonad" (Le 6,37), y
suponen con toda naturalidad que aquellos a quienes van dirigidas se arriesgarán a
cumplirlas, sin más garantía que la que esa misma palabra les ofrece para el futuro:
"Tendrás un tesoro en el cielo"; "ellos poseerán la tierra"; "Tú te llamarás Pedro"; "seréis
perdonados".
Educar para la contemplación es ayudar a otros a familiarizarse con esta "ley de período
largo" del evangelio que cuenta con la lentitud con que la levadura va fermentando la masa
o con la incomodidad de esperar hasta la siega para arrancar la cizaña. Y con el riesgo que
supone ponerse a caminar sin bastón ni alforja, porque sólo al final se revela que ahí
estaba el secreto de la libertad.
El contemplativo acepta entrar en esa otra medida que Dios tiene del tiempo, y se deja
convencer de que no hay que andar agobiado por el mañana, de que lo que se siembra
crece por su propio impulso sin que uno ande levantándose a vigilarlo y que, en cambio, es
por la llegada siempre imprevista del Hijo del hombre por lo que hay que estar alerta.
Aprender ese ritmo de Dios supone gastar tiempo en eso,
aparentemente tan poco eficaz, que llamamos oración, porque sólo ahí aprendemos a
acomodar nuestro paso al suyo. Y es que desde que Adán se escondió porque tenía miedo
de su presencia, parece que anda Dios buscando a alguien que se arriesgue a caminar con
él por el jardín, al este del Edén. Y por si lo que nos asusta es el bochorno, suele esperar a
que refresque con el re lente de la tarde...
M/EJEMPLO-PARA-J: Todo esto de sospechar, asombrarse y arriesgarse, es Jesús
quien puede enseñarlo, pero es que él tuvo buena escuela: cuando empezó a hacerlo
llevaba treinta años viviendo junto a una mujer contemplativa, y también él supo guardar en
su corazón el eco y el talante de lo que cantaba su madre. Por eso, cuando dice cómo hay
que orar, pone de modelo a alguien que, como María, se ponía en el último lugar, y Dios
miró su humillación como había mirado la de ella. Y enseña, en cambio, a sospechar de la
falsa imagen de hombre intachable que tenía el fariseo.
Su exclamación más explícitamente contemplativa, "Te doy gracias, Padre, porque has
ocultado estas cosas a los entendidos y se las has revelado a la gente sencilla" (/Mt/11/25),
o la proclamación de las bienaventuranzas, resuenan ya en el asombro con que María
canta las maravillas que Dios ha hecho con ella, tan pequeña y que, precisamente por ser
mujer, representa el no-poder, el no-saber, el estar en el margen. Por eso la llamarán
dichosa todas las generaciones, y también porque ella es la gran creyente que se arriesgó
a descubrir, ya en la opacidad de una historia dominada por los poderosos, el germen de
algo nuevo que estaba a punto de estallar. María se decidió a poner su fe en Aquel que
levanta a los humildes e invita a los hambrientos a saciarse en su banquete y a creer que
los otros, los engreídos, los saciados, los de arriba ("¡ay de vosotros!", les dirá Jesús),
resultan ser los de abajo y los de fuera.
Nadie en Israel se había atrevido a ir tan lejos en la "revolución de los adverbios" como
esta mujer de Galilea. De Nazaret había empezado a salir algo bueno.

Cuando somos nosotros los educadores.
Para empezar, un "especial padres/madres": atención a ese rito
secular de ir a dar las buenas noches a los niños, a arroparlos y a rezar con ellos, porque
puede ser un momento importantísimo para educarlos en la contemplación. Comenzar por
repasar brevemente el día con ellos, ayudándolos a descubrir y agradecer todo lo bueno y
bonito que han vivido o visto a su alrededor. Este rastreo común en busca de todo lo que la
vida tiene de huella del Espíritu es una ocasión preciosa para educar en el agradecimiento,
la admiración y el asombro y para familiarizar a los niños con los valores (y los adverbios...)
del evangelio. Este encuentro con el Jesús que está en nuestra vida puede ser la versión
postconciliar del "Jesusito de mi vida...".
En segundo lugar (y sólo si se ha hecho lo primero), mirar si hay cosas por las que pedir
perdón, ayudarles a reconocer sus fallos (también los propios), intercambiar
reconciliaciones y pedir juntos el tratar de vivir mañana más de acuerdo con Jesús. Y un
aviso importante: de los "cuatro angelitos que tiene su cama", por lo menos tres tienen que
recordarle al niño sus valores y sus cosas buenas, y sólo a uno se le puede permitir hacerle
algún reproche, y eso para que se dé cuenta de la alegría que da sentirse perdonado.
Y nosotros ¿dónde educarnos para la contemplación? Pues depende de cómo ande
nuestra fe en aquello de que no hay que llamar a nadie "maestro ni director, porque el
Maestro es uno sólo" (Mt 23,8-10). Si nos lo creemos a medias, pues acudiendo más que
nada al director(a) espiritual o a cursillos, conferencias y libros.
Si nos lo vamos creyendo un poco más, a lo mejor también lo de arriba, pero además
buscando al Maestro allí donde dijo que estaba: en medio de la gente que se reúne en su
nombre. Por eso donde hay una comunidad, un grupo de oración, una reunión de
creyentes, hay posibilidad de aprender a ser contemplativo. Porque ahí podemos recibir y
darnos mutuamente el valor y la fuerza que necesitamos para mirar y afrontar la vida como
lo hacía Jesús y ayudarnos unos a otros a erguirnos y a mirar hacia arriba, como hizo él
con aquella mujer encorvada (Lc 13,10-17).
Esos espacios de encuentro, como también las instituciones educativas cristianas,
tendrían que ser como el gancho del que se puede colgar el candil que alumbra a toda la
casa y que permite contemplar, desde esa luz, todo lo que en nuestra sociedad es contrario
al proyecto del Reino. Pero, para eso, es urgente que esos espacios de encuentro y esas
instituciones emprendan la tarea de ser "fermento" y no "cemento", que sean "palabra
crítica" y no sólo "plataforma repetidoras y que se vayan haciendo capaces de acompañar
el compromiso efectivo por la transformación de esa realidad, que es la consecuencia de la
contemplación.
Pero, para hacer todo eso con otros, tenemos nosotros mismos que dejarnos quitar la
venda que impide a nuestros ojos contemplar al Dios vivo y entregarnos a su causa en el
mundo. Y eso sólo se consigue estando cerca de aquellos que son la mejor custodia de su
presencia real: los que entre nosotros están desposeídos y dejados al margen, porque es
en ellos donde se nos revela el rostro del Siervo. Y cuando él venga como Señor a enjugar
todas las lágrimas, se nos revelarán en plenitud los dos adverbios que esconden el secreto
más estremecedor de la vida: que nuestros ojos, ya aquí habían podido empezar a
contemplarlo cara a cara.

DOLORES ALEIXANDRE
SAL-TERRAE 1986/12. Págs. 879-889