LA CONTEMPLACIÓN EN EL CLAUSTRO

CRISTINA KAUFMANN
Carmelita Descalza.


«No quedar limitado por lo más grande, dejarse contener por lo más pequeño: 
esto es divino».
Introducción.
Al reflexionar sobre lo que yo podría decir de la vida contemplativa en el Claustro, 
me he acordado de esta frase de Holderlin. Lo más pequeño de una vida de 
"clausura", con todo lo que comporta de limitación en el espacio, en la cultura, en el 
conocimiento intelectual, en experiencias humanas de todo tipo, en eficacia 
inmediata y colaboración en la construcción de la sociedad, contiene toda la 
capacidad de la persona humana de lo infinito, de lo divino; y junto con esto, lo más 
grande de las realizaciones de una vida humana, en poder, ciencia y riqueza, en las 
aspiraciones más altas del espíritu humano, son fronteras que no pueden contener 
el último y esencial anhelo: el de ver a Dios, el del amor absoluto.
Temo que todo vaya muy desordenado. Es difícil hablar de la vida, porque la vida 
no se deja encerrar en conceptos, no para, no la podemos mirar a distancia. Así que 
me parece que hablaré como uno que, ahogándose en el agua, habla de las 
propiedades de la misma. Me resulta difícil establecer cierta distancia de lo que vivo, 
lo que es el núcleo de mi vida. Intentaré hacer participar de ello de la manera menos 
confusa posible.

1. ¿Cómo es la contemplación en el Claustro?
La contemplación en el Claustro, como en toda otra circunstancia vital, es una 
manera de vivir la vida humana. Es vivirla como respuesta a un amor, desde el 
deseo hacia la posesión, desde la fe hacia la visión. Dos acontecimientos 
destacados en mi vida me iban a enseñar, mucho antes de consentir a la llamada de 
Dios al Carmelo, que mi existencia sería una existencia predominantemente 
contemplativa. El primer acontecimiento me abrió al AMOR, el segundo al 
CONOCIMIENTO, aunque los dos se funden en el primero.
Tenía 12 años. La experiencia de la vida, hasta entonces, era la de una infancia corriente, 
con sus soledades y sus sufrimientos, con sus desconciertos y también con la seguridad de un 
ambiente normal, sin grandes dificultades. El encuentro con un maestro de 
entonces, el descubrimiento del corazón humano en su último misterio, en su añoranza de 
Dios, me lanzó al abismo de un deseo de amor total, absoluto. Abrió en mí la herida 
esencial del amor y la conciencia, clara como un rayo repentino, no modificada, aunque sí 
esclarecida y ensanchada después, de que sólo Dios podía ser mi amor, que El es la única 
medida que corresponde al corazón que busca al amor, que lo desea. Desde aquella 
experiencia, puntual en su aparición, todo se me ha vuelto transparente, ya nada está fuera 
del amor, ya no hay nada profano, nada que no esté dentro del misterio de amor, nada que 
no deje traslucir la luz del amor divino.
El segundo "acontecimiento" interior: cuando tenía 16 años, recuerdo que un día, yendo 
al colegio, en medio del bullicio de la calle de la gran ciudad, me sentí de repente iluminada 
o penetrada por una verdad, por un hecho, una certidumbre que ya jamás me ha dejado: 
"todos los pensamientos que yo pueda pensar en toda mi vida tienen y tendrán siempre por 
término a Dios". Me sorprendió entonces aquella constatación súbita, inesperada. La iba 
rumiando en lo sucesivo y me llevaba a otro convencimiento: que todo pensamiento 
empezaba también en Dios.
Estas dos experiencias ilustran o explican para mí lo que es la contemplación en el 
Claustro. Es una vida en la que el amor y el conocimiento, el deseo y el pensar, todas las 
energías más profundas de la persona, convergen en la actitud del que mira y se deja mirar 
por Dios, del que sale de Dios sin salir para volver a El en todo momento, del que está en 
continuo movimiento de dar y recibir; en una palabra: del que participa con todo su ser, libre 
y conscientemente, en la comunicación del amor, en la danza de la Trinidad. Creo que para 
la contemplación en el Claustro se necesita "la vocación", es decir, la firme e 
inquebrantable convicción de que Dios llama concreta y explícitamente, con signos 
inconfundibles, a esta manera de vida cristiana y a este modo de contemplación cristiana. 
Los signos varían en cada persona, pero deben existir para dar solidez a toda una vida en 
este marco concreto, que reduce al mínimo el espacio vital sin atentar contra la anchura y lo 
vasto del mundo interior. Esto sólo es posible vivirlo cuando realmente Dios ha ensanchado 
este mundo interior, dando una facultad peculiar, natural y sobrenaturalmente, para 
participar en esta propiedad divina de la que habla Holderlin en su frase arriba citada. Sin 
esta vocación concreta, lo "más pequeño" de la vida monástica ahoga, y "lo más grande" 
dispersa y diluye.
Recuerdo que un sacerdote nos dijo, hablando de Santa Teresa, que se necesitaba "un 
mundo interior rico de imágenes" para llenar la vida que la Santa de Ávila había inaugurado 
Esto como "equipaje" natural de esta vocación contemplativa.
No creo que se desconozca más la contemplación en el Claustro que la contemplación 
en sí, puesto que es la misma que en cualquier otra vida cristiana. Esencialmente, es la que 
todo cristiano debe vivir: la búsqueda de Dios, el estar con Jesús, el seguirle y anunciarle, 
el saberse enviado por su Espíritu, el permanecer en unión de amor con Jesús. Lo que se 
desconoce a menudo es la forma de vivir esta contemplación en una vida claustral.
Muchas veces hemos sido las monjas mismas las que hemos dificultado el conocimiento 
de nuestra vida por mantener formas y apariencias ininteligibles para la mentalidad de hoy. 
Otras han sido y son la superficialidad y la indiferencia las que han puesto barreras que 
impiden conocer y comprender la vida contemplativa claustral.

2. ¿Qué tipo de vida alienta?
La vida del Claustro, del Carmelo en concreto, es una vida en ORACIÓN, SOLEDAD y 
FRATERNIDAD, conjugadas en un sano equilibrio que ayuda a fomentar la contemplación, 
la "respiración" del alma en la presencia de Dios.

2. 1. Oración.
La oración, en sus diversas formas, revela esta manera de 
existir de la persona contemplativa. La liturgia nos introduce en el misterio de Dios, en la 
Salvación; nos anticipa la alabanza perenne del cielo; nos hace tocar ya con el dedo la 
felicidad del cielo, la bienaventuranza definitiva. La liturgia alimenta la contemplación 
haciendo presente la persona de Cristo, el amor hacia el que tiende todo nuestro ser; nos 
introduce "sensiblemente", en fe, a través de los signos sacramentales, en la fiesta de la 
Trinidad, y da a pregustar la posesión de Dios, eminentemente la liturgia eucarística.
En la oración silenciosa, la actitud contemplativa se hace sentir o se hace consciente en 
el silencio de la fe, en la escucha perseverante de este silencio de Dios, que es su Palabra 
y que es lo único que el alma desea, espera y escudriña. Lo que se sabe, las palabras 
humanas, de la teología o de otras fuentes de ciencia o sabiduría, son servidoras de esta 
única Palabra, y en la oración contemplativa suelen cesar, se quedan en el umbral, no 
entran en el santuario del alma, han hecho su función a su tiempo y dejan luego el espacio 
del corazón libre e iluminado, limpio y vacío, para recibir, acoger la Palabra. Jesús es la 
oración del contemplativo El es la única palabra que penetra los cielos, "la oración corta" de 
la que habla San Juan de la Cruz.
A menudo, la oración silenciosa y solitaria del contemplativo es lugar y espacio de 
pasión, de muerte y resurrección. La perseverancia en el vacío experimentado, el silencio 
insistente de la Palabra, el deseo de oír su respuesta a nuestra angustia, soledad o miedo, 
es una pasión, es una muerte que puede durar años y años, es el ambiente corriente y 
prolongado de la contemplación en el Claustro. La resurrección vivida en una concreta 
"visita" del Señor que hace experimentar el gozo y el anticipo de la unión con Dios, a la vez 
acrecienta el deseo, aviva la fe y el amor, pero no hace desaparecer la oscuridad habitual. 
Hace vivir la oración como una añoranza que aumenta cada vez que se ha gustado algo de 
la Presencia, de la Palabra. La oración no se limita a los tiempos explícitos de la liturgia y la 
oración particular. Llena todo el tiempo. Día y noche está meditando la ley del Señor quien 
se sabe llamado a la contemplación en el Claustro. La oración es aire que se respira; es la 
actividad que lo llena todo, que da sentido a todo; es la manera de ser y estar del que vive 
en el Claustro. Todas las ocupaciones de la vida no pueden llegar a apagar o enterrar esta 
luz siempre ardiente en el interior y siempre despierta, porque es Dios mismo quien la tiene 
en vela, es su Espíritu el que ora dentro de nosotros e irrumpe en la conciencia cuando 
quiere y como quiere, aunque no se esté en explícita actitud orante.

2.2. Soledad.
La contemplación hace al hombre solitario. Ella llena el alma, llena todas las facultades 
de la persona, sobre todo el amor, el entendimiento y la memoria. Ser contemplativo es 
saberse siempre en compañía del Amado, del Señor; es a la vez experimentar el creciente 
deseo de esta compañía, disfrutarla, profundizarla, dejarse llenar por ella. Y esto lleva 
consigo el deseo de la soledad. Hay una zona de los deseos, de las aspiraciones, de las 
energías del corazón, que sólo se abre en la soledad, ante Dios mismo; en la que incluso 
somos extraños a nosotros mismos, pero presentimos que en él somos totalmente 
conocidos y transparentes y, por tanto, amados en su misma luz y su misma verdad. Desde 
esta soledad, a la que nos conduce la contemplación del Único, escuchamos de lejos, pero 
con inmediatez, la soledad y el silencio de la creación; nos damos cuenta de su existir en el 
mismo misterio que nos envuelve y nos anima a nosotros. El marco pequeñísimo de la vida 
del claustro afina la sensibilidad por la presencia silenciosa y solitaria de todas las cosas. El 
cielo, los pájaros, las plantas, las piedras, la tierra, las flores, el mar, las nubes, la lluvia y el 
sol, los animales, el día y la noche, el frío y el calor, el viento y la tormenta, son presencias 
que simbolizan nuestra soledad, nuestro propio silencio, y a la vez les damos sentido en 
solidaridad con ellos ante el Creador.  La contemplación debería 
despertar en nosotros un respeto grande ante la creación, una veneración que no es 
ecologismo de moda, sino que tiene que ver con aquella transparencia que tienen todas las 
cosas para quien ha sido mirado por Dios y mira con los ojos de Dios.

2.3. Fraternidad.
La contemplación en el Claustro alienta en grado eminente la fraternidad, sin la cual la 
contemplación no seria una actividad cristiana. Fraternidad en Jesucristo, que es el 
contenido de la contemplación. Desde ella miramos el mundo y la historia Desde ella nos 
acercamos a ellos. Cristo, Dios, es el camino más corto entre los seres humanos. Esto se 
vive, se realiza, en la contemplación cristiana. El marco del Claustro no puede ser jamás un 
impedimento a esta fraternidad. No podemos estar en la presencia de Dios como cristianos 
si no estamos en ella con todos los hermanos y hermanas de todos los tiempos, sobre todo 
del nuestro No puede haber nada que interese o angustie o esperance a los hombres (en el 
terreno de la ciencia, de la cultura, del arte, de la convivencia) que nos sea indiferente. La 
contemplación es, en cierto sentido, ignorancia, porque sólo quiere saber una cosa: "Cristo, 
y éste Crucificado". Pero esto entendido como último contenido de todo otro saber, 
penetrando todo saber hasta llegar a ese núcleo que es Cristo Crucificado y Resucitado. 
Nada sirve como fin, pero todo puede ser camino, todo puede ser penetrado por la luz de la 
actitud contemplativa, luego amorosa, y respetuosa para encontrar en todo el misterio de 
Cristo presente y operante. Nuestra participación en la ciencia, en la cultura, en el arte, es 
nula si se la valora con criterios de eficacia y utilidad inmediata y materialista. La historia del 
Carmelo tiene sus páginas oscuras en las que se ha entendido al revés la postura de Santa 
Teresa frente a la cultura. Hoy creo que estamos en un momento decisivo para vivir, revivir 
desde la contemplación y redescubrir desde ella, la profunda fraternidad con todos los 
hombres y su destino y nuestra inserción en la cultura a nuestro modo modesto. Nos 
pueden ser ejemplo los monjes de la Edad Media, que sabían conjugar "el amor a las letras 
y el deseo de Dios" de una manera admirable. Se trataría de una cultura que se podría 
definir como la sabiduría de la persona humana de existir en el mundo en armonía con toda 
la creación, volviéndola transparente por una relación desapegada e informada por el 
constante diálogo con el Creador, el Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo. Así lo 
vivieron San Juan de la Cruz y Santa Teresa y así lo testifican sus vidas y sus obras.
Si afinamos la inteligencia y la cultivamos; si nos hacemos sensibles a las expresiones 
artísticas de los hombres, a la búsqueda de lo trascendente de tantos hermanos nuestros, 
esto no nos apartará de lo único necesario, sino, bien al contrario, nos avivará el deseo de 
Dios. La cultura no sacia, sino que estimula este deseo. Está orientada al amor de Dios, 
surge del desprendimiento total que purifica el corazón y le hace capaz de ver a Dios en la 
belleza, en la verdad escondida en la Creación. Cada pensamiento, cada estudio 
o.actividad artística, estará así al servicio de Dios para comunicar la Verdad y el Amor, 
pertenecerá al Espíritu, que es Comunicación. En esta cultura, lo que no se puede decir o 
expresar está siempre presente como trasfondo de lo que se expresa y se comunica.

«Todo poema 
marchita; 
solo 
enmudecido 
el orante 
sabe de estrellas 
los labios de sangre.»

«Ahora 
si alguien llegara 
y mi alma 
entre sus manos tomara 
y un mar 
en mi mirada se alumbrara 
volaría 
en el dorso de todos los azules 
mi palomica blanca 
hacia Ti 
invulnerada.»

Queda por decir lo más importante tal vez en este momento: la fraternidad con los 
pobres de este mundo. La contemplación en el Claustro debe tener una relación estrecha 
con los pobres. No basta la vida sencilla y austera en la que se desarrolla la vida 
contemplativa. No es suficiente el voto de pobreza, el compartir en casos concretos, la 
ausencia de lujo material, de comodidad y consumismo. Es una pregunta, la de la 
solidaridad nuestra con los pobres de la tierra, que no tiene respuesta para mí y que me 
deja siempre con una dolor y con un remordimiento en el alma. Lo primero que me urge es 
vivir mi pobreza radical ante Dios, conocida a través de la contemplación cada vez más 
profundamente, dejarme poseer por El y que El disponga de mí; y segundo, hacer 
efectivamente, materialmente, todo lo que esté en mi mano para vivir compartiendo todo 
con las hermanas en la comunidad y con todos a los que llega nuestro contacto. Vivir el 
desprendimiento radical de todo (que no es nada fácil, sobre todo en nuestro estilo de vida, 
en contra de lo que a veces precipitadamente se afirma) sólo es posible en la viva relación 
amorosa con Dios y en el seguimiento y comunión con Jesús pobre y crucificado. La 
solidaridad con los pobres de este mundo tiene que pasar por Cristo. Dejarnos identificar 
con El; por E1 nos acercaremos verdaderamente a los pobres y percibiremos la revelación 
que nos hacen de Dios. La contemplación en el Claustro es una escuela en la que se 
aprende a ser sin tener y a vivir sin aparentar, con la firme esperanza, que da luz y 
consuelo, de que Dios puede disponer de nosotros y lo hará por amor y en beneficio de 
todos de la mejor manera, inimaginable por nosotros.
La fraternidad universal se concreta en la convivencia de la 
comunidad, vida de trabajo y de gratuidad. También aquí la contemplación es el poso 
desde donde nace y se nutre toda relación fraterna. La cotidianeidad de la vida monástica, 
su simplicidad, su irrelevancia, es el ambiente necesario para verificar la autenticidad de la 
vocación contemplativa, de la vida de oración. El vivir y convivir se realiza desde la 
experiencia esencial de convivir con Dios. De ahí un respeto, una veneración, una gratitud 
peculiar al tratar con los hermanos, una capacidad de silencio reverente ante el misterio del 
otro, una generosidad ante la libertad del otro y admiración por la forma de estar presente 
Dios en el otro. Al mismo tiempo, es una ocasión de absoluta verdad en la propia vida. El 
estar con las hermanas en comunidad pone al descubierto la verdad propia, la que en la 
contemplación vamos conociendo poco a poco, pero que necesita que nos la encontremos 
como llegada desde fuera, desde el contacto con el hermano, la hermana. Santa Teresa 
nos lo dice con toda sencillez y claridad: "...porque poco me aprovecha estarme muy 
recogida a solas, haciendo actos con nuestro Señor, proponiendo y prometiendo de hacer 
maravillas por su servicio, si en saliendo de allí, que se ofrece la ocasión, lo hago todo al 
revés". (Moradas 7, cap. 4,7) y en otro sitio: "Cuanto más santas, más conversables". 
(Camino, cap. 41,7). Y se podría añadir: cuanto más contemplativas, más trabajadoras. El 
trabajo en la vida del Claustro es el lugar donde la monja conjuga el "ya y todavía no", el 
"ya" de la contemplación en la que anticipa la actividad de la vida bienaventurada, la visión 
en la posesión del amor total, y el "todavía no" de la condición terrena que necesita del 
sustento del cuerpo, de la edificación de la ciudad terrena, la participación en la creación 
por el trabajo.
Santa Teresa quería que el trabajo no absorbiera toda la atención de la monja, sino que 
fuera de tal naturaleza que dejara el espíritu libre para tenerlo atento a Dios. Hoy tal vez 
hay que añadir que no sea excesivo; es decir, que también en el Claustro hay que estar 
alertas ante el peligro de convertir el trabajo en algo agobiante, forzadas por la necesidad o 
bien por dejarnos apresar por el imperativo de la "productividad" que engendra y al mismo 
tiempo es hija del consumismo.
Todo esto son aspectos del amor fraterno en la comunidad, frutos de la contemplación. 
La fiesta lo es de un modo eminente, porque en ella contemplación y el amor fraterno se 
funden en el esplendor -por sencillo que fuese- del gozo de tocar en cierta manera, ya 
desde ahora, la armonía del amor indisoluble, divino-humano. Es donde los sentidos 
participan de la contemplación, donde los sentidos expresan lo inexpresable, lo inefable en 
pequeñas, modestas, pero auténticas creaciones artísticas, literarias, musicales, etc. No sé 
decir bien lo que es; es algo que sólo viviéndolo se entiende, que es un don que se recibe 
de Dios y que, al igual que la contemplación, nos pone directamente, dentro del clima de 
fraternidad, en contacto con El.
Las pequeñas fiestas caseras del Carmelo son manifestaciones de la contemplación 
vivida en la oscuridad de la fe y del amor fraterno, vivida en la fidelidad de cada día, 
revestidos por momentos del esplendor de la gloria definitiva del Amor. Esto suena tal vez 
muy idealista y poco real. Creo que es real en la medida que lo vivamos no como 
adquisición de nuestro esfuerzo e "industria", sino como don gratuito del Señor Jesús, que 
está en medio de nosotros, glorioso como Resucitado, y que nos hace participar, ya desde 
ahora, de esta gloria en fe y esperanza amorosa.
AMISTAD/V-COMUNITARIA: Dentro de la vida comunitaria, Dios nos puede hacer el 
regalo de la amistad. La contemplación y la amistad son dos dones divinos que tocan lo 
más profundo del ser humano, que convergen en lo más hondo, allí donde todo está abierto 
hacia el otro, donde nace la esperanza y el anhelo del Tú para poder ser plenamente yo. La 
contemplación es la amistad con Dios; la amistad entre los hombres, si es auténtica, es 
participación de la contemplación divina. Santa Teresa dice que en sus comunidades todas 
han de ser amigas, todas se han de amar (cf. Camino, 4,7). Desde la contemplación, desde 
la común mirada hacia el mismo Señor, desde la experiencia del Tú divino que nos ha 
llamado, nos acercamos a las hermanas, a su propio, único e irrepetible modo de ser amiga 
de Dios, y en El nos sentimos amigas. Pero, junto con esto, que debe ser entre todas las 
hermanas y a lo que nos podemos dirigir con nuestro esfuerzo y con el deseo, está este 
don inefable de encontrar, o de re-encontrar, al amigo justamente en lo más profundo de la 
propia experiencia de Dios, allí donde nadie puede poner la mano en nuestra alma y donde, 
sin embargo, reconocemos la presencia del hermano, de la hermana. La experiencia de una 
amistad que revela a la vez que nace de la absoluta proximidad de Dios en el alma, donde 
el AMOR absoluto invade todo nuestro ser en presencia y al unísono del ser del otro, 
igualmente invadido por este AMOR. Creo que la contemplación es el suelo privilegiado de 
estas amistades, porque es el suelo del único e indivisible amor. Dios es amistad.

"Desde que has vuelto 
mi soledad 
se viste de blanco, 
los cerrojos 
se convierten en himnos 
sobre las murallas 
de mi huerto

me buscaban fuera 
y yo estaba dentro 
en el fuego 
que es muralla 
que cobija 
lo que ignoro 
y contigo ha vuelto." 

3. ¿Qué servicio supone para la Iglesia y para el mundo hoy?
La vida contemplativa recuerda constantemente a la Iglesia lo único necesario hoy y 
siempre. Puede ser un lenguaje inteligible, inmediato, que hable de Dios cuando la palabra 
"Dios" parece que en algunos despierta desconcierto o malestar. Recuerda simplemente la 
vida de fe, esperanza y amor; la radical orientación del hombre hacia Dios siguiendo a 
Jesús, que vivía en ininterrumpido diálogo con el Padre, cuyo alimento era la voluntad del 
Padre, cuya soledad era solidaridad con el Padre y con los hermanos. La comunidad 
monástica presenta a la Iglesia su propia sangre, reunida en nombre del Señor Jesús, para 
anunciar la Buena Nueva a todos los hombres. Este anuncio se hace de un modo peculiar 
desde la oración, el silencio y la soledad, y por el anticipo, en el estilo de vida, de la 
realización de la salvación, la forma de vida escatológica ya desde ahora, aunque 
veladamente, pero visible para quien quiera ver. Recuerda a la Iglesia que toda tarea 
pastoral debe tener por meta la unión de las personas con Dios, la vida en El, la felicidad 
en El, la alabanza y la acción de gracias, la plenitud de todas las aspiraciones del alma 
humana.
El servicio que la vida contemplativa puede prestar hoy al mundo nuestro occidental es 
el de presentar una alternativa a la locura en la que vive y se desvive nuestra sociedad. 
Decir a los hermanos que es posible una vida humana plenamente lograda en un marco 
sencillo, austero, pero que responde a los deseos y anhelos más profundos del hombre; en 
definitiva, a la trascendencia que todos tenemos como último fondo dentro de nosotros. Ser 
comunidades que acojan a todo el que se acerca al monasterio, donde todos encuentren 
quien los escuche con amor, con atención, con cercanía respetuosa, y les haga presentir la 
ternura de Dios, el calor del fuego del amor divino y el refrigerio del divino consuelo, 
traducidos en una verdadera solidaridad que es posible en Cristo, que es creativa en los 
medios y las formas de expresarse y realizarse. Aquí queda todo un campo de acción por 
explorar, sobre todo para nosotras, las carmelitas. Con fidelidad al carisma de Santa 
Teresa, con obediencia al magisterio de la Iglesia y con la libertad que da el Espíritu de 
Jesús, debemos ser valientes en buscar formas nuevas y dejar las caducadas. Seguras ya 
desde ahora de que la meta es Cristo, su Reino, no puede haber error, aunque se asuma el 
riesgo que supone todo camino.

4. ¿Qué servicio supone para la causa del Señor?
La contemplación en el Claustro subraya la actividad de Jesús orando solo al Padre, 
durante la noche. Es la actividad que precede y acompaña a toda otra actividad de Jesús: 
el envío de los discípulos, la acogida de las multitudes, los signos y prodigios que obraba y, 
finalmente, la suprema actividad de su Pasión y muerte. Si Jesús culminó toda su acción en 
la Pasión; si en la total inactividad de la cruz redimió a los hombres y los reconcilió con el 
Padre; si obró entonces el prodigio máximo de toda su existencia, entonces la forma de vida 
claustral, pobre, obediente y casta, recibe de ahí su sentido, comparte con Jesús la Pasión, 
el ocultamiento en la cruz, su aparente fracaso e ineficacia, y participa en la victoria sobre 
la muerte en la resurrección. Desde ahí colabora en la causa del Señor, desde su simple 
existencia. Desde ahí también puede ser llamada por el Señor y debe estar atenta a esta 
llamada, para hacerse presente en las jóvenes iglesias, donde la vida contemplativa 
todavía no ha encontrado su expresión visible comunitaria, sacramento de la actitud 
contemplativa de toda la iglesia local (cf. Concilio Vaticano II, Ad Gentes, n. 18). El hecho 
de que Santa Teresa del Niño Jesús haya sido declarada patrona de las misiones subraya 
esta faceta misionera de la vida contemplativa, ya sea vivida en los sitios de vieja 
cristiandad, ya sea en el Tercer Mundo, y también (de modo peculiar hoy) en las 
sociedades descristianizadas del primer mundo.

Conclusión.
Todo lo escrito no es más que un pobre intento de transmitir algo de lo vivido y algo de 
lo deseado; la vida siempre queda detrás del deseo, y lo que dicen las palabras queda 
detrás de la vida. El deseo es toda la riqueza de la vida contemplativa; en él nos 
acercamos a Dios, preguntamos su posesión y dejamos atrás todo lo que no es El. El 
deseo es más que las realizaciones pequeñas y mezquinas muchas voces, es la luz que 
ilumina lo gris y lo oscuro de la cotidianeidad e incluso del pecado. Y este deseo se traduce 
en todas las actividades de la vida contemplativa, está presente en todo y le confiere un 
secreto y misterioso resplandor que hace de ella una aventura apasionante y una luz que 
brilla en la noche del exilio.

«Cuando Tú me hablas 
salen calladas 
naves cargadas 
del puerto 
nadie canta 
la despedida 
ignoran la carga:
tesoro de luz 
crecido en grutas albas 
de toda aurora 
siguen Tu brújula 
saben el Norte 
mientras en el puerto 
se afianza la muerte 
de mis días."

SAL TERRAE 1986/12. Págs. 859-870