¿LIBERACIÓN «VERSUS» ORACIÓN?


JOSE Mª CASTILLO
Prof. de Teología
Facultad de Teología de Granada


Los clásicos de la espiritualidad cristiana nos han dicho una y mil 
veces que para dedicarse seriamente a la oración hacen falta unos 
condicionamientos de base, sin los cuales la oración se hace imposible 
en la práctica. Estos condicionamientos son, ante todo, un clima 
espiritual adecuado, es decir, ausencia de intereses mundanos y de 
preocupaciones temporales, paz y quietud en el espíritu, una vida 
ordenada y ausente de tensiones; y además, un espacio que invite al 
silencio y al recogimiento, un tiempo amplio y sin otras urgencias, un 
ambiente que estimule al alma para desentenderse de todo lo terreno y 
dedicarse en exclusiva a lo espiritual. De acuerdo con estos 
planteamientos se han construido los monasterios y los noviciados, los 
seminarios y las casas de espiritualidad. Todo un montaje de 
instalaciones adecuadas, que en el fondo respondían siempre a un 
mismo propósito: hacer posible una espiritualidad sólida en la que la 
oración 
ocupaba el puesto principal. 
No voy a discutir aquí la profunda sabiduría que se expresa en todo ese planteamiento. 
Es evidente que, en ambientes así, se hace más fácil el recogimiento del alma y el silencio 
interior, la paz del espíritu, la quietud, el reposo y, en definitiva, la contemplación. Pero sólo 
quiero hacer una pregunta: ¿y los pobres?; ¿qué hacemos-con los pobres?; ¿qué se puede 
decir de ellos? Porque es evidente que este tipo de personas no suelen vivir en ambientes 
que inviten a la contemplación, ni sus horarios resultan adecuados para la quietud interior y 
el reposo del alma, ni el clima humano en que viven lleva fácilmente a la ausencia de 
intereses temporales. Pero entonces, ¿es que la espiritualidad cristiana no es también para 
los pobres?; ¿no es, ante todo y sobre todo, para ellos?; ¿no son ellos los preferidos por 
Jesús y los que están más cerca del Reino de Dios? 
Sin duda alguna, en todo esto hay algo que no funciona, o sea, hay algo que no va como 
tendría que ir. Porque da la impresión de que hemos hecho de la espiritualidad una especie 
de artículo de lujo, algo a lo que sólo pueden tener acceso las gentes de un cierto status 
social y económico. Ahora bien, ¿es eso correcto?; ¿se puede decir, así sin más, que la 
espiritualidad más seria y más profunda no es para los pobres, porque ellos no tienen ni los 
espacios adecuados ni los horarios convenientes ni la quietud del espíritu que es necesaria 
para entregarse a la contemplación? 
Pero la dificultad que aquí se plantea es más profunda. Porque, cuando hablamos de la 
teología de la liberación, nos estamos refiriendo a un tipo de pensamiento que no sólo 
privilegia a los pobres y los constituye en el centro mismo de su proyecto, sino que además 
incita a la lucha de los pobres contra la opresión que padecen. De ahí que hablar de 
liberación es hablar de enfrentamiento de unos grupos y otros, con todo lo que eso lleva de 
pasión política, de conflictividad y de perturbación a todos los niveles. Ahora bien, 
¿podemos hablar seriamente de vida de oración en talos circunstancias?; ¿es ése el clima 
más adecuado para que germine una vida auténticamente contemplativa? Los teólogos de 
la liberación han repetido machaconamente que su proyecto lleva consigo y comporta una 
profunda experiencia de oración. Pero ¿no es eso mera palabrería cuando venimos a lo 
concreto de la vida y de las situaciones? 
Es evidente que aquí se puede y se debe dar la misma respuesta que antes: ¿vamos a 
negar la posibilidad de una profunda experiencia cristiana a personas que, además de ser 
pobres, luchan por su liberación? Entonces, ¿para quién vamos a reservar la oración?; 
¿para los que viven cómodamente instalados sin preocuparse por mejorar la sociedad en la 
que viven? 
En definitiva, estas preguntas ­y las que hice antes­ vienen a poner el dedo en la llaga. 
Como ha dicho muy bien V. Codina, la oración no puede constituir un producto exótico ni 
una técnica sofisticada para élites, de la que quedarían excluidos los pobres de la tierra. 
Sin duda alguna, en todo esto de la oración debe haber algo que está mal planteado. 
Porque efectivamente, hemos hecho de la oración un "producto exótico" y una "técnica 
sofisticada" a la que sólo tienen acceso determinados espíritus, los espíritus cultivados, que 
pueden disponer de tiempo abundante, de instalaciones adecuadas y de un clima espiritual 
ausente de tensiones. Ahora bien, es evidente que casi nada de esto está al alcance de los 
pobres, es decir, de aquellos que, según el Evangelio, son los preferidos de Jesús. 
Entonces, ¿por donde falla el planteamiento de la oración tal como nosotros la hemos 
organizado? 

Los posibles fallos en la oración 
No me refiero a las distracciones, a la sequedad de espíritu, a la falta de tiempo y de 
quietud interior. Por supuesto, esas cosas y otras parecidas pueden hacer que nuestra 
oración resulte deficiente. Pero el problema fundamental de la oración no está en nada de 
eso. Para decirlo en pocas palabras, a mí me parece que el problema fundamental de la 
oración está en que la persona orante puede quedar atrapada, sin darse cuenta, en el 
conjunto de mediaciones que constituyen la oración, sin llegar al término de esa oración, 
que es Dios en sí mismo. Cuando esto ocurre, la persona puede ser fidelísima a su tiempo 
de oración; y hasta puede salir de esa oración satisfecho en su interior. Pero la pura verdad 
es que no se ha relacionado con Dios, sino consigo mismo y con las "objetivaciones" de 
Dios que ha fabricado en su intimidad. 
¿Qué quiero decir con todo esto? El hombre, en su condición actual, no tiene acceso 
directo e inmediato a Dios. Nuestra comunicación con Dios sólo es posible a través de un 
conjunto de "mediaciones", ya que Dios trasciende todo lo humano, todo lo que se sitúa 
más acá del horizonte último del ser. Ahora bien, esas "mediaciones" se convierten con 
frecuencia en "objetivaciones" del Absoluto, de tal manera que, muchas veces, el hombre 
tiene la impresión de que se relaciona con Dios, cuando en realidad con lo único que se 
relaciona es con las "objetivaciones" y "dosificaciones" del Trascendente, que degenera en 
objeto, en cosa a nuestra disposición. Aquí está la clave del problema. El origen de este 
fenómeno radica en el proceso de objetivación propio de la conciencia humana. Más allá 
del campo puramente inmanente de la reflexión, existe un horizonte ulterior. Es el horizonte 
del Absoluto. Dios en sí mismo. Ahora bien, este horizonte, por una especie de "conversión 
diabólica", tiende sin cesar a convertirse en objeto (Paul Ricoeur). Y entonces lo que ocurre 
es que el hombre no se relaciona con Dios mismo, sino con la objetivación del 
Trascendente que el sujeto fabrica en su intimidad. Las "mediaciones", a través de las 
cuales el sujeto accede a Dios, son absolutamente inevitables, porque sin ellas no 
podemos acercarnos al Absoluto. Pero esas "mediaciones" pueden cumplir la función de 
"centinelas del horizonte último del ser", en cuyo caso nos remiten a un más allá, a Dios 
mismo; o, por el contrario, tales "mediaciones" se pueden constituir en auténticas 
"objetivaciones" de Dios mediante el proceso de conversión diabólica, que hace degenerar 
al Absoluto en "cosa" a nuestra disposición. 
ORA/MEDIACIONES: Para decir algo más concreto, yo creo que las "mediaciones" 
fundamentales en la oración son tres: primero, las ideas o sentimientos que barajamos 
durante la oración; segundo, el tiempo que dedicamos a ella, el "tiempo fuerte" de nuestro 
encuentro con Dios; tercero, el espacio retirado, quizá incluso sagrado, en el que nos 
entregamos a nuestra actividad orante. Hay muchas personas que, cuando conjugan esas 
tres cosas ­unas ideas, durante un tiempo, en un sitio determinado­, tienen la impresión 
viva de que se han encontrado con Dios. Pero ¿es eso así indefectiblemente? En principio, 
resulta evidente que Dios no se confunde ni con un saber ni con un tiempo ni con un 
espacio. Dios no es nada de eso. De ahí que bien puede ocurrir que la persona en cuestión 
se encuentre con su saber, con su tiempo y con su espacio, pero que no se encuentre con 
Dios. Es el caso de aquellas personas que son fidelísimas a su oración diaria, pero lo son 
de tal manera que esa oración no les hace tener un corazón más abierto y bondadoso, una 
sencillez más evangélica, una disponibilidad más incondicional. De sobra sabemos que hay 
gente que hace su oración con una constancia envidiable, pero a la hora de la verdad 
resulta que se trata de personas testarudas, insensibles ante el dolor ajeno y afincadas en 
sus propios planteamientos de una manera inconmovible. Yo creo que, en estos casos, hay 
razones muy serias para dudar de la validez de esa oración. 
DESEO/NECESIDAD: En el fondo, ¿qué es lo que ocurre en esos 
casos? A mi manera de ver, lo que ocurre es bien sencillo: falta una auténtica conversión 
de la necesidad al deseo. La necesidad es el movimiento que repliega al sujeto sobre sí 
mismo, sobre sus propias ideas, sus propios intereses, sus propios sistemas de 
interpretación. El deseo, por el contrario, es el movimiento que saca al sujeto de sí mismo y 
lo abre hacia los otros y hacia el gran Otro que es Dios. Ahora bien, hay personas que, en 
su vida de oración, no acaban nunca de salir del estadio de la necesidad: necesidad de 
sentirse seguras, de sentirse justificadas, de sentirse protegidas, etc., etc. Es evidente que 
talos personas, en su vida de oración, están atrapadas por el engaño y la alienación (falsa 
conciencia). Se trata de gente que no pasa del orden de las mediaciones y que, por eso, no 
llega al término de la oración, que es Dios. Porque quien llega a Dios de verdad, sale de sí 
mismo, es decir, pasa por un proceso de conversión que le hace superar la etapa de la 
necesidad y abrirse al deseo, en el sentido explicado. He ahí la fuerza misteriosa y 
profunda que tiene el auténtico encuentro con Dios. Encontrarse con Dios es abrirse, es 
salir de sí, es escuchar a los otros, es dejarse interpelar por el hambre y la miseria del 
mundo, por la situación desesperada de todos los crucificados de la tierra. Sólo entonces 
podemos decir que se hace oración como encuentro con el Señor. Lo demás es lujo 
espiritual, entretenimiento engañoso y, en definitiva, falsa conciencia. 

La experiencia de Dios 
Ha sido una constante, en la historia del cristianismo, la tendencia a 
contraponer la experiencia de Dios, por una parte, y la experiencia del mundo y de la vida, 
por otra. Si Dios está muy por encima de todo lo creado y, más aún, de todo lo mundano, se 
sigue lógicamente que, para acceder a Dios, el hombre debe alejarse del mundo, debe 
despegarse de todo lo terreno, para aspirar a lo celestial. Sobre este planteamiento de 
base se ha configurado la ascética cristiana, la vida de los monjes y religiosos en general y 
hasta la espiritualidad de los laicos. Y no cabe duda de que en todo ese planteamiento se 
ocultaba una intuición profundamente válida: el alejamiento del pecado y de todo lo que 
lleva al pecado. Pero, claro está, en esa manera de ver las cosas había un peligro: el 
peligro de alejarse no sólo del pecado, sino además de los hombres, de la creación, de la 
vida; en definitiva, alejarse de todo lo que Dios más quiere. Todos sabemos de sobra que 
este peligro ha sido algo más que un peligro; ha sido una realidad dolorosa y triste en 
muchos hombres de Iglesia. Por eso interesa sumamente resituar en qué consiste la 
verdadera experiencia de Dios. La cuestión capital, en este asunto, está en comprender 
que la experiencia de Dios guarda relación directa con la práctica de la justicia y el amor. 
Es decir, hay experiencia de Dios en la medida, y sólo en la medida, en que se practica la 
justicia y el amor hacia los demás. La enseñanza tanto del Antiguo como del Nuevo 
Testamento, en este sentido, es elocuente. Aquí basta recordar la profunda y misteriosa 
afirmación de Jeremías: 
«Pero hacia justicia y derecho; 
eso es bueno; 
defendía la causa del pobre y del indigente; 
eso es bueno; 
¿No consiste en eso e! conocerme? Dice Yahvé" (/Jr/22/15-16).

Ahí tenemos la definición explícita de lo que es conocer a Dios. Conocer a Dios es 
realizar la justicia de los pobres. Por eso se comprende la cantidad de textos del Antiguo 
Testamento en los que se une estrechamente la bondad y compasión de Dios (hesed) con 
la justicia y el derecho (Jer 9,23; Is 16,5; Miq 6,8; Os 2,21 s.; 6,6; 10,12; 12,7; Zac 7,9; Sal 
25,9 s.; 33,5; 36, 6 s.; 36,11; 40,11; 85,11; 88,12 s.; 89,15; 98,2 s.; 103, 17, 119, 62-64). No 
hay experiencia de Dios donde no hay práctica fiel de la justicia y del amor a los demás, 
sobre todo del amor a los que más lo necesitan, que son los pobres y marginados de este 
mundo. Es más, donde no se practica la justicia y donde no hay amor a los desgraciados, el 
culto, la religiosidad, las ofrendas y los sacrificios no sólo no sirven para experimentar a 
Dios, sino que además todo eso se convierte en una ofensa al Padre de todos los hombres. 
La documentación bíblica en este sentido es impresionante (Is 1,11-18; 58,6-9; 66,1-3; Jer 
7,4-11; Miq 6,6-8; Os 2,13-15; 4,11-19; 6,6; 8,5 s.; 10,8; 13,2; Mal 3,4-5; Prov 15, 8; 
21,3.27; Sal 40,7-8; 50,7-15; 51,18-19; Eclo 34,18-22). En la conciencia de las personas 
religiosas, la fidelidad a la práctica religiosa se puede convertir, y de hecho se convierte 
con demasiada frecuencia, en una impresionante forma de ceguera y en un falso 
tranquilizante
. Desde este punto de vista, la religión puede convertirse en un auténtico 
peligro: con relativa frecuencia ocurre que quienes rezan y practican la religión se creen, 
por eso mismo, que son personas honradas, se figuran que están cerca de Dios y no se 
inquietan demasiado por lo que ocurre en la sociedad, aunque haya gente que sufre más 
de la cuenta y aunque las condiciones socio-económicas sean alarmantemente injustas. 
Y no se piense que el Nuevo Testamento suaviza estos planteamientos. Todo lo 
contrario: según la teología del Nuevo Testamento, la experiencia de Dios es sencillamente 
imposible donde no hay amor efectivo a los pobres. En este sentido es elocuente la primera 
carta de Juan:
«Queridos, 
amémonos unos a otros, 
que el amor es de Dios, 
y todo el que ama es nacido de Dios 
y conoce a Dios; 
el que no ama no ha conocido a Dios, 
pues Dios es amor" (1 Jn 4,7-8). 

CON-D/JUSTICIA: La cosa, por lo tanto, está clara: el que ama al prójimo conoce a Dios, 
el que no ama al prójimo no conoce a Dios. Y aquí es fundamental recordar que existe un 
estricto paralelismo entre el amor y la justicia: «todo el que ama es nacido de Dios» (1 Jn 
4,7). «todo el que hace justicia es nacido de él» (1 Jn 2,29). No se trata, por consiguiente, 
de un amor descarnado, impersonal, el amor que se reduce a puro sentimiento y que, en 
definitiva, es estéril. Se trata del amor efectivo, concreto y práctico, que se describe en 1 Jn 
3,17-18. O dicho más claramente, se trata de amar en efectivo al que "padece necesidad". 
TEOLOGIA-LIBERACIÓN: Ahora bien, al hablar de esta manera estamos tocando el 
meollo y la clave de eso que llamamos "teología de la liberación". En efecto, la teología de 
la liberación no es simplemente una teología de la caridad, ni siquiera una teología sobre 
los pobres, sino una teología desde los pobres. Es decir, se trata de una teología cuyo 
punto de partida no es la doctrina del Magisterio eclesiástico. ni siquiera la doctrina de la 
Revelación, sino algo previo a todo eso: la situación concreta y real de los pobres de la 
tierra. Por eso los teólogos de la liberación, cuando elaboran su teología, no arrancan de 
las verdades de la fe para ver cómo desde ellas se iluminan y se resuelven los problemas 
de los pobres, sino que arrancan de la situación de los pobres para ver cómo podemos 
creer y vivir, desde esa situación tan hiriente, las verdades de la fe. En esto reside la gran 
innovación que ha representado esta teología, y también su carácter tan profundamente 
revolucionario. Porque es una teología que no arranca de las bibliotecas y de los 
despachos de los eruditos, sino que arranca de los suburbios de las grandes ciudades, de 
la dura situación de los campesinos, de la vida arrastrada de los indios, los negros y todos 
los crucificados de la tierra. Por eso esta teología ha desconcertado a mucha gente, ha 
inquietado a no pocos y hasta ha irritado a bastantes personas. Sobre todo, ha 
desconcertado, inquietado e irritado a los poderosos, a los magnates, a los instalados que 
disfrutan de su situación privilegiada a costa del sufrimiento y de la humillación de los 
desposeídos de este mundo. 
Ahora bien, ¿cómo se articula en esta teología la experiencia de 
Dios? La cosa en principio está muy clara: hay experiencia de Dios en la medida en que 
hay solidaridad con los pobres y amor evangélico para defender su causa. Y la razón es 
ésta: el volverse hacia Dios implica ciertamente un cambio, pero más exactamente una 
ruptura, porque se trata de acceder al Absolutamente Otro, al "Dios mayor". Ahora bien, 
¿cuál es el lugar histórico que ­ciertamente a una con la acción de la gracia­ permite y exige 
ese cambio radical? Como se ha dicho muy bien, ese lugar está allí donde históricamente 
se da la más radical realidad del "otro", que cuestiona la propia identidad y que fuerza a 
hacerse otro. Y ese lugar se encuentra en los pobres (Jon Sobrino). Es decir, en el 
encuentro con el pobre, en la solidaridad con él, es donde el hombre sale más radicalmente 
de sí mismo. Y es, por consiguiente, donde el hombre supera, con más facilidad y con más 
seguridad, el estadio de la necesidad, para acceder al deseo, a la apertura al otro y, a 
través del otro, al gran Otro, que es Dios. En definitiva, se trata de comprender algo que 
resulta extremadamente sencillo: el hombre encuentra a Dios en la medida en que sale de 
su propio amor, querer e interés (Ignacio de Loyola). Y es evidente que quien más 
radicalmente nos saca de todo eso es el pobre, en su condición de víctima de la historia y 
despojo de la humanidad. 

Liberación y oración 
ORA/LIBERACIÓN: Seria un error interpretar estas páginas como una 
llamada a abandonar la oración, para dedicarnos con más empeño a la lucha por la causa 
de los pobres. Precisamente se trata de todo lo contrario. Se trata de comprender que el 
lugar privilegiado para la oración es la liberación. Pero no sólo eso. Se trata, además, de 
comprender también que el proyecto de la liberación se hace prácticamente imposible si 
no va acompañado de una profunda experiencia de oración. He aquí la conclusión más 
importante a la que quería llegar. 
¿Por qué esta necesidad de la oración? Porque el proyecto de la liberación no es un 
proyecto simplemente humano, sino que es el gran proyecto de Dios sobre la humanidad. 
Ahora bien, si se trata de un proyecto de Dios, sólo quienes sintonizan profundamente con 
Dios pueden llevarlo a efecto en su verdadera significación. De sobra sabemos hasta qué 
punto se ha acusado a la teología de la liberación de politizar el Evangelio, en el sentido de 
utilizar la causa de los pobres como palanca para conquistar el poder. Es evidente que 
quien entiende de esa manera la teología de la liberación no se ha enterado de lo que es y 
de lo que representa esta teología. Si el punto de arranque y el centro mismo de tal teología 
es la causa de los pobres, para que lleguen a su liberación integral en Jesucristo, es 
evidente que lo que está en juego no es jamás la conquista del poder, sino siempre la 
liberación. De tal manera que incluso el poder se ha de poner al servicio de la liberación. 
Por eso se comprende la insistencia de los teólogos de la liberación en el tema de la 
oración. Porque sólo el que conscientemente vive una profunda experiencia de Dios puede 
vivir y llevar adelante el proyecto liberador sin desviarse ni a la derecha ni a la izquierda, es 
decir, sin caer en un espiritualismo desencarnado ni en una politización que adultere el 
mensaje de Jesús. No se cae en el espiritualismo desencarnado, porque se trata de la 
oración en el sentido explicado en estas páginas: la oración como experiencia que arranca 
de la experiencia de los pobres, de la solidaridad con ellos y del compromiso por su 
liberación. Pero, por otra parte, tampoco se cae en la politización del mensaje, porque la 
auténtica experiencia de Dios es lo que nos saca de nosotros mismos y nos convierte de la 
necesidad al deseo, es decir, nos arranca de nuestro afán de protagonismo y de nuestra 
eterna tentación por el poder, para hacernos siempre humildes servidores de los últimos de 
este mundo. 
¿liberación "versus" oración? La respuesta es clara: no hay auténtica oración si no 
arranca ­de una manera u otra­ del proyecto liberador. Y a la inversa, no hay liberación 
verdadera si no arranca de una profunda experiencia de auténtica oración. Como se ha 
dicho muy bien, luchar con los pobres, hacer cuerpo con sus anhelos, es comulgar con 
Cristo pobre y vivir en su seguimiento. Esta perspectiva implica ser contemplativo en la 
liberación -contemplativus in liberatione­ y supone una nueva forma de buscar la santidad y 
la unión mística con Dios (L. Boff). 

J. M. CASTILLO
SAL-TERRAE 1987/06. Págs. 447-456