Antoni Carol i Hostench25/04/2002


Ya desde el Génesis, primer libro de la Sagrada Escritura, la mujer siempre ha dado que hablar y hoy quizá más que nunca: es un hecho incontestable su presencia más activa y relevante en la sociedad actual. Fenómeno, éste, que debe ser recibido con sonoro aplauso y optimista esperanza. El mayor protagonismo social de la feminidad puede ser (y debería serlo) una manifestación de madurez de la sociedad en la que vivimos. Un mundo 'machista' (como se suele decir) o, simplemente, sin presencia femenina, es un mundo devaluado, depauperado y, aunque haya quien no esté de acuerdo, en definitiva, es un mundo aburrido, sin color ni belleza. Juan Pablo II, dirigiéndose a las "mujeres del mundo entero", ha escrito que "por desgracia, somos herederos de una historia de enormes condicionamientos que, en todos los tiempos y en cada lugar, han hecho difícil el camino de la mujer, despreciada en su dignidad, olvidada en sus prerrogativas, marginada frecuentemente e incluso reducida a esclavitud. Esto le ha impedido ser profundamente ella misma y ha empobrecido la humanidad entera de auténticas riquezas espirituales" (Carta a las mujeres, 3).

Todo ello es algo que no podía dejar de repercutir en el terreno de la teología. Se quiera o no, la vida cultural y el quehacer teológico mantienen una continua y estrecha relación: la ciencia sagrada no es ajena a las nuevas sensibilidades, inquietudes, problemáticas, etc. propias del cambiante entorno cultural; por otro lado, el pensamiento de los hombres jamás podrá despojarse de la dimensión religiosa que, por naturaleza, lleva dentro de sí el ser humano. De este modo, no nos ha de sorprender que Juan Pablo II haya dedicado páginas bellísimas (cf. Carta Apostólica Mulieris dignitatem y Carta a las mujeres) a hablar de la mujer desde la teología, como tampoco nos ha de extrañar que hoy se suscite -con más viveza que nunca- la cuestión del sacerdocio ministerial de las mujeres.

Pero, como ya dijera Aristóteles, la solución de un problema comienza por entender los términos del problema. Por esto, antes de seguir adelante, conviene sentar qué significa ser sacerdote y qué es el sacerdocio. Trataremos de precisar estas cuestiones mediante una aproximación que será antropológica (porque hablaremos de la metafísica del ser humano) y -a la vez- teológica (porque la Revelación nos suministra datos relativos al ser del hombre que son, por un lado, de suma importancia y, por otro -a priori- sólo parcialmente asequibles a la luz natural de la razón).

¿Qué es el sacerdocio?. ¿Qué significa ser sacerdote?

La cuestión debatida del sacerdocio femenino nos lleva -como primera medida- a recordar qué es un sacerdote. Pues bien, el sacerdote es un mediador entre Dios y los hombres. En consecuencia, el Sacerdote por excelencia es el mismo Jesucristo, verdadero Dios y verdadero Hombre. En Él se unen misteriosamente las naturalezas humana y divina: nadie mejor que Jesús para hacer de puente entre Dios y nosotros. Pero Dios ha querido que todos sus hijos adoptivos participemos del sacerdocio de su Hijo Unigénito, lo cual es un honor para nosotros.

Dios se ha encarnado para ser (y hacer de) Sacerdote-Salvador: la identidad del Señor es plena y principalmente sacerdotal. De todo ello resulta que todos los cristianos -sin excepción- estamos llamados a ejercer el sacerdocio, la misión de mediación entre Dios y los hombres.

Para evitar confusiones, el sacerdocio del cual venimos hablando hasta aquí es el denominado sacerdocio común o, también, sacerdocio bautismal. Es una cualidad -el carácter bautismal- que recibimos cuando se nos administra el Bautismo, que nos incorpora a Cristo y a su misión sacerdotal y trae consecuencias importantes, como por ejemplo, la de que a todos los bautizados nos incumbe la tarea de extender el Reino de Dios mediante el apostolado. Desde este punto de vista, es obvio que a este sacerdocio común o bautismal estamos llamados por igual tanto las mujeres como los hombres.

Además, de entre los miembros del pueblo sacerdotal que formamos los bautizados, Dios ha querido entresacar algunos para hacerlos dispensadores de los sacramentos, también gracias a la incorporación de una nueva cualidad -el carácter del orden sacerdotal- que capacita al sujeto para un nuevo tipo de acciones: la confección de los sacramentos -en general- y de la Eucaristía -muy en particular-, actuando como instrumentos de Jesucristo. Con todo ello, nos estamos refiriendo ahora al sacerdocio ministerial (esencialmente diverso respecto del bautismal).

Como muy bien indica su nombre, ese otro sacerdocio es un ministerio al servicio del sacerdocio común de todos los bautizados. Por tanto, el ministerio sacerdotal se recibe 'para' (en concreto, para servir), y no se recibe 'por' (reconocimiento de méritos, cualidades personales, intereses propios,...).

Es el sacerdocio ministerial el que está reservado en la Iglesia Católica -por motivos que más adelante veremos- a los varones bautizados. Pero queda claro -de antemano- que una persona no es ni más ni menos, ni mejor ni peor cristiana por el hecho de haber recibido o no las órdenes sagradas. Nuestra condición de buenos hijos de Dios depende de que nuestra conducta sea coherente con las enseñanzas de Cristo, es decir, de nuestra fidelidad a los compromisos bautismales.

 

 

 

 

Serie de artículos sobre 'sacerdocio y maternidad' (2 de 6)

 Antoni Carol09/05/2002



Desde las últimas décadas, la mujer está gozando de un papel más activo en la vida social, política, económica y también -¿por qué no decirlo?- en la vida eclesial. Este fenómeno supone, sin duda, un avance social. Además, ofrece a la sociedad la posibilidad de alcanzar un grado de madurez hasta ahora insospechado: no es ninguna ventaja mantener la feminidad relegada en un segundo plano. Pero, de momento, se trata tan sólo una posibilidad que, aunque real, debe ser mejor aprovechada, porque hay mucho que hacer todavía en esta dirección. Juan Pablo II ha escrito: "¡Cuántas mujeres han sido y son todavía más tenidas en cuenta por su aspecto físico que por su competencia, profesionalidad, capacidad intelectual, riqueza de su sensibilidad y, en definitiva, por la dignidad misma de su ser! ¿Y qué decir también de los obstáculos que, en tantas partes del mundo, impiden aún a las mujeres su plena inserción en la vida social, política y económica? Baste pensar en cómo a menudo es penalizado, más que gratificado, el don de la maternidad, al que la Humanidad debe también su misma supervivencia. Ciertamente, aún queda mucho por hacer para que el ser mujer y madre no comporte una discriminación" (Carta a las mujeres, 3-4).

Que la sociedad alcance un grado mucho más alto de madurez depende de que la mujer, efectivamente, no sólo ocupe todo el protagonismo familiar, social, etc. que le corresponde, sino también de que lo haga como quien es: como auténtica mujer, aportando la creativa y original belleza de su feminidad, y evitando el ingenuo igualitarismo con el hombre. Al margen de la peculiar aportación de la verdadera feminidad, la Humanidad no puede llegar a la plenitud a la que está llamada por el mismo Creador. No es éste un asunto simplemente de sensibilidad social, sino que se trata de algo profundamente metafísico: "Feminidad y masculinidad son entre sí complementarias no sólo desde el punto de vista físico y psíquico, sino ontológico. Sólo gracias a la dualidad de lo 'masculino' y de lo 'femenino', lo 'humano' se realiza plenamente" (Carta a las mujeres, 7).

Todo esto no es así por casualidad, ni por capricho especulativo. El libro del Génesis señala clara y expresamente que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza y, en segundo lugar, que los creó varón y mujer (cf. Gen 1, 27). Es decir, esta diferenciación sexual en identidad de naturaleza espiritual, de alguna manera, está relacionada con la imagen divina que incorporamos. Recientemente, en el nuevo Catecismo de la Iglesia Católica, se ha escrito que "cada uno de los dos sexos es, con una dignidad igual, aunque de manera distinta, imagen del poder y de la ternura de Dios. La unión del hombre y de la mujer en el matrimonio es una manera de imitar en la carne la generosidad y la fecundidad del Creador" (nº 2335).

Pero vale la pena destacar que se trata de una complementariedad no sólo de la mujer respecto del varón, sino de una 'complementariedad recíproca': "La mujer es el complemento del hombre, como el hombre es el complemento de la mujer: mujer y hombre son entre sí complementarios. La feminidad realiza lo 'humano' tanto como la masculinidad, pero con una modulación diversa y complementaria" (Carta a las mujeres, 7).

Efectivamente, igual que Dios en su misma intimidad es una 'Unidad de Varios', el hombre, por su propia naturaleza, también está 'pensado' para formar otra 'unidad de varios', cuyo arquetipo en esta vida es precisamente el matrimonio ('unidad de dos'). Del mismo modo que no podría haber un Dios-Padre sin referencia a un Dios-Hijo y viceversa (y sin esta complementariedad no sería posible la Trinidad divina), tampoco tendría sentido un ser humano-varón sin referencia a un ser humano-mujer, y viceversa. Son polos que se reclaman mutuamente por definición, y la madurez familiar, social, etc. pasa por la complementación de ambos, cada parte aportando aquello que le es más propio.

Juan Pablo II ha expuesto esta doctrina en el conocido nº 7 de la Carta apostólica Mulieris dignitatem: "El hombre no puede existir 'solo' (cfr. Gen 2, 18); puede existir solamente como 'unidad de dos' y, por consiguiente, en relación con otra persona humana. Se trata de una relación recíproca, del hombre con la mujer y de la mujer con el hombre. Ser persona e imagen y semejanza de Dios comporta también existir en relación al otro 'yo' (...). El hombre y la mujer, creados como 'unidad de dos' en su común humanidad, están llamados a vivir una comunión de amor y, de este modo, reflejar en el mundo la comunión de amor que se da en Dios, por la que las tres Personas se aman en el íntimo misterio de la única vida divina".

La aplicación de este esquema no se reduce tan sólo al matrimonio, sino a la entera esfera social. En concreto, la sociedad humana no puede madurar como tal si no se alimenta de las virtudes que son como más características de la mujer y del modo de ser propio de la feminidad. En fin, una sociedad sin feminidad no deviene algo masculino, sino algo inhumano. Sin esta aportación femenina, las que podríamos concebir como virtudes más propias de la masculinidad quedan, por así decir, 'sin fecundar', incompletas, desaprovechadas. Masculinidad sin feminidad no es humanidad. De ahí que, si la mujer está más presente en la vida pero imitando servilmente al varón, estamos impidiendo los frutos que debieran venir a partir de su mayor protagonismo. Resta ante nosotros el reto de desarrollar la oportunidad que para la Humanidad ha de llegar -en palabras de Juan Pablo II- a través de la "'unidualidad relacional', que permite a cada uno sentir la relación interpersonal y recíproca como un don enriquecedor y responsabilizante" (Carta a las mujeres, 7).