SABIDURÍA, MUERTE Y POBREZA

Reflexión sapiencial sobre el seguimiento de Cristo


JOSÉ RAMÓN BUSTO
Prof. de Sagrada Escritura
Univ. Comillas. Madrid


1. Sabiduría «natural» ante la muerte
MU/SB-ANTE-LA: Un doble eje configuró durante siglos el 
pensamiento de Israel sobre la muerte. Para los israelitas, la muerte 
aparecía, ante todo, como un mal. El mal definitivo que tiñe de 
absurdo la existencia toda del hombre. Y, sin embargo, la muerte 
participa, al mismo tiempo, de la ambigüedad de todas las creaturas.
En los textos bíblicos la muerte designa el último y definitivo mal 
que aqueja al hombre, al tiempo que evoca el conjunto de males, 
dolores y limitaciones entre los que camina la vida del hombre. Muerte 
es lo contrario de la vida y, en ese sentido, todos los males que hieren 
la vida y dificultan la vida plena forman también parte del ámbito de la 
muerte. Evitar la muerte es, a fin de cuentas, imposible. Por eso, el 
hombre debe, al menos, retrasarla lo más posible. La vida es, por el 
contrario, el único bien. De ahí la insistente oración del salmista:
«Vuélvete, Señor, pon a salvo mi vida;
sálvame, por tu misericordia:
que en el reino de la muerte nadie te invoca
y en el abismo ¿quién te da gracias?» (Sal 6,5-ó).

La muerte aparece así como la gran herida abierta en la existencia 
humana, sobre todo si la muerte ocurre de una manera injustificada o 
acaece en la juventud, truncando una vida aún no realizada. Para 
Qohelet, estas formas de muerte (cualquier muerte, en el fondo) 
vuelven sin sentido la existencia:
«Para los vivos aún hay esperanza, pues 'vale más perro vivo que 
león muerto'. Los vivos saben... que han de morir; los muertos no 
saben nada, no reciben un salario cuando se olvida su nombre. Se 
acabaron sus amores, odios y pasiones, y jamás tomarán parte en lo 
que se hace bajo el sol» (Qo 9,46).

Y además, la muerte, al nivelar por igual a todos los hombres, tan 
distintos por su vida y por sus obras, no sólo convierte la existencia en 
algo sin sentido, sino que la hace injusta:
«Pero comprendí que una suerte común les toca a todos, y me dije: 
la suerte del necio será mi suerte, ¿para qué fui sabio?, ¿qué saqué 
en limpio?; y pensé para mí: también esto es vanidad» (Qo 2,1 5) .

¿Será la muerte lo último y definitivo que al hombre le cabe 
esperar? Qohelet no acierta a dar la respuesta, pero deja planteada 
la pregunta:
«Todos caminan al mismo lugar, todos vienen del polvo y todos 
vuelven al polvo. ¿Quién sabe si el aliento del hombre sube arriba y el 
aliento del animal baja a la tierra?» (Qo 3,20-21).

Por fin, también en la tradición sapiencial, aunque desde otra 
perspectiva, la muerte es vista en su ambigüedad. Ni siempre ni bajo 
todas las condiciones es la muerte un mal. Puede ser también una 
liberación. De ahí que la muerte del hombre anciano y en paz pueda 
verse también como bendición de Dios (cfr. Job 42,16-17). La muerte 
participa, pues, de la ambigüedad de toda la creación:
«¡Oh muerte, qué amargo es tu recuerdo 
para el que vive tranquilo con sus posesiones, 
para el hombre contento que prospera en todo 
y tiene salud para gozar de los placeres!

¡Oh muerte, qué dulce es tu sentencia 
para el hombre derrotado y sin fuerzas, 
para el hombre que tropieza y fracasa, 
que se queja y ha perdido la esperanza!» (Eclo 41,121.

2. Sabiduría "sobrenatural» ante la muerte
Israel fue guiado por Dios al conocimiento de la revelación en los 
acontecimientos históricos. Los hechos acrecidos en la historia fueron 
interpretados por los profetas de manera que el conocimiento de Dios 
y de su voluntad respecto al hombre se fue alcanzando gradualmente 
en la interrelación del hecho y la palabra profética. La palabra del 
profeta predecía y/o explicaba el acontecimiento, despojándolo así de 
su ambigüedad, mientras que el hecho legitimaba la palabra del 
profeta y lo lastraba con el peso de lo real.
El pueblo judío vivió en la última etapa de la formación de los textos 
veterotestamentarios un tipo de muerte especial: la muerte martirial. 
La persecución religiosa de Antioco IV Epífanes, que se nos narra en 
los libros de los Macabeos (167-164 a.C.), condujo a muchos fieles a 
la muerte. Una muerte que los mártires judíos aceptaron por fidelidad 
a la fe de sus padres.
Una muerte que podemos calificar, por eso, de buscada y elegida 
por ellos. Morirán sólo los judíos fieles a la Ley, que podían librarse 
de la última pena con relativa facilidad. Les habría bastado con 
sacrificar un poco de incienso a los dioses oficiales del Estado y 
habrían evitado la muerte. Y ni siquiera eso. Habría sido suficiente, 
incluso, fingirlo (cfr. 2 Mac 6,21). En aquellas circunstancias, elegir la 
muerte se convirtió en condición de posibilidad de la fidelidad a Dios y 
entrega a su voluntad (cfr.. 2 Mac 6,10-11).
A partir de ese momento la muerte dejó de ser para el israelita un 
mal a evitar, sin más. Aunque evitarla no habría sido difícil, hacerlo 
habría supuesto abdicar de la fidelidad a Dios. Por eso se pudo decir 
del anciano Eleazar que murió "dejando no sólo a los jóvenes, sino a 
toda la nación, un ejemplo memorable de heroísmo y de virtud" (2 Mac 
6,31).
MARTIRIO/RS: De ahí que la muerte ya no pueda ser la última 
palabra dirigida al hombre por el Dios fiel del A.T. Si la muerte fuera lo 
último que el hombre puede esperar, Dios sería infiel. Dios se habría 
dejado ganar en fidelidad por la fidelidad del mártir.
Y esto contradice abiertamente la experiencia histórica del pueblo 
elegido. Los beneficios de Dios a su pueblo siempre han estado por 
encima de los merecimientos de este: "Mis planes no son vuestros 
planes, vuestros caminos no son mis caminos -oráculo del Señor-; 
como el cielo está por encima de la tierra, mis caminos son más altos 
que los vuestros, mis planes más que vuestros planes" (Is 55,~-9).
La muerte aparece así, al final del período veterotestamentario, 
como una realidad equívoca. Hay muertes y muertes. Porque se 
puede morir de una manera o de otra, la muerte puede ser el acto 
supremo de virtud o, sencillamente, una desgracia. La muerte del 
mártir es la entrega de la vida donde se realiza de manera más 
excelsa la mejor fidelidad que el hombre puede mostrar a Dios. La 
muerte del mártir resulta así plena de sentido.
Y no sólo la muerte del mártir va a adquirir su sentido de la 
fidelidad del hombre a Dios, sino que desde entonces la muerte de 
cualquier hombre adquirirá también su valor de relación del hombre 
con Dios. No se explica la muerte del mártir a partir de la muerte 
habitual del hombre normal. Es, sencillamente, lo contrario: la muerte 
de cada hombre se juzga a partir de la muerte del mártir. No se trata 
de comparar la muerte de cada uno de los hermanos jóvenes del libro 
segundo de los Macabeos (cfr. 2 Mac 7) con la muerte de un anciano 
que la recibe pacíficamente al final de su vida realizada de forma que 
aparezca la muerte del anciano como algo natural, mientras que la 
muerte del joven se vea como una desgracia, una injusticia o una 
frustración. Al contrario, la muerte del anciano se compara con la 
muerte del mártir, y será la muerte del anciano la que se vea libre de 
ser considerada una frustración, en la medida -y sólo en la medida- 
en que haya realizado a lo largo de sus dilatados años de vida la 
entrega en fidelidad a Dios que únicamente el mártir realizó de forma 
excelsa.
El libro de la Sabiduría de Salomón juzgará unas y otras, todas las 
muertes, a partir de lo que su autor llama justicia o lo que es lo mismo, 
espíritu santo. Por eso, para el libro de la Sabiduría la muerte 
temprana, que a primera vista parecería frustrar la vida, sólo es 
comprendida de forma adecuada por el sabio:
«Vejez venerable no son los muchos días 
ni se mide por el número de años; 
canas del hombre son la prudencia, 
y edad avanzada, una vida sin tacha.
(El justo joven) agradó a Dios, y Dios lo amó; 
vivía entre pecadores, y Dios se lo llevó 
lo arrebató para que la malicia no pervirtiera su conciencia, 
para que la perfidia no sedujera su alma» (Sab 4,8-10).

Y desde aquí es desde donde la última sabiduría de Israel resitúa 
todas las realidades de la vida. Ya no sólo la muerte, sino también la 
vida misma cobra su valor o su sinsentido de aquello a lo que sirve. 
Es el mismo libro de la Sabiduría el que pone en boca del impío, o 
sea, de quien no organiza su vida de acuerdo con la justicia, cuál es 
su forma de actuar y de vivir:
La vida es corta y triste, 
y el trance final del hombre, irremediable; 
y no consta de nadie que haya regresado del abismo 
¡Venga!, a disfrutar de los bienes presentes 
a gozar de las cosas con ansia juvenil; 
a llenarnos del mejor vino y de perfumes, 
que no se nos escape la flor primaveral 
Atropellemos al justo que es pobre, 
no nos apiademos de la viuda 
ni respetemos las canas venerables del anciano; 
Que sea nuestra fuerza la norma del derecho» (Sab 2,1.~7.10-11).

3. Muerte y pobreza
MU/POBREZA: Los conceptos de muerte y pobreza no son radicalmente distintos. Como he indicado más arriba, en la tradición bíblica "muerte" es un concepto que evoca todo el mundo de limitaciones, dolores y pobrezas que afectan al hombre. Muerte es lo que no es vida y, por tanto, muerte es el dolor, la injusticia y el sufrimiento. El seguimiento de Jesús incluye seguirle no sólo en su "programa" de actuación, sino, sobre todo, cargar con su Cruz (Mt 16,24 y Lc 9,23) o, lo que es lo mismo, seguirle en su muerte y en su pobreza.
La comprensión de la pobreza en el N.T. tampoco es unívoca, sino 
que presenta unos contornos calcados de la concepción 
veterotestamentaria de la muerte que acabo de exponer.
No entiendo, en las líneas que siguen, el término "pobreza" sólo 
desde un punto de vista socioeconómico, ni tampoco como la virtud 
cristiana de la pobreza que constituye el núcleo del voto de pobreza 
en la vida religiosa, sino como ese conjunto de limitaciones, 
sufrimientos, dolores y pobrezas que afectan a la vida de los hombres. 
La pobreza socioeconómica y cultural es uno de ellos. Pero quiero 
indicar, ya desde ahora, que la virtud cristiana de la pobreza -y 
también las de castidad y obediencia- encuentra su raíz en lo que 
poco más adelante voy a llamar "la pobreza que se elige".
Me parece, pues, que los textos del N.T. nos permiten considerar la 
pobreza desde un triple punto de vista.

3.1. La pobreza que se supera
Como la muerte, el sufrimiento y la pobreza son, antes que 
cualquier otra cosa, males a evitar. Ello ocupa un puesto central en el 
mensaje de Jesús que es la buena noticia del Evangelio. Jesús 
anuncia el fin del dolor y de la pobreza: "Dichosos vosotros, los 
pobres, porque el Reino de Dios es vuestro" (Le ~,20). Así lo entiende 
también el evangelista Lucas cuando copia como expresión de la 
actuación programática de Jesús el texto de Is 61,1-2 en su capítulo 
cuarto. Cualquiera de ambos textos resume el anuncio de Jesús de 
que las esperanzas de Israel ]legan a su cumplimiento con El. Esos 
dones del Reino alcanzan a todos los hombres, especialmente a 
aquellos -paganos, pobres y pecadores- a los que las estructuras 
religiosas y sociopolíticas de Israel veían al margen de la bendición de 
Dios.
Hay, pues, una aproximación primera a la pobreza a partir de los 
textos evangélicos: la pobreza, como el dolor y la muerte, es un mal y 
no puede ser querida por Dios. Apuntarse al mensaje de Jesús, que 
da la buena noticia de que ha llegado el Reino de Dios, exige la 
conversión de los oyentes. Es evidente que trabajamos por aquellas 
causas en las que creemos. ¡Qué difícil se nos hace perder un solo 
segundo en algo con lo que no estamos de acuerdo!
Seguir a Jesús supone creer que la voluntad de Dios respecto de 
los marginados de este mundo es enriquecerlos con los bienes de su 
Reino. Estos bienes aparecen descritos con relativa frecuencia en el 
A.T., pero copio un texto de Ezequiel que explica la primera petición 
del Padre Nuestro: "Santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu 
reino". Según Ezequiel, lo que aquí se pide es lo siguiente:
«Santificaré mi nombre ilustre... Os recuperé por las naciones, os 
reuniré de todos los países y os llevaré a vuestra tierra. Os rociaré 
con un agua pura que os purificará... Os daré un corazón nuevo y os 
infundiré un espíritu nuevo; arrancaré de vuestra carne el corazón de 
piedra y os daré un corazón de carne. Os infundiré mi espíritu y haré 
que caminéis según mis preceptos y que pongáis por obra mis 
mandamientos. Habitaréis la tierra que di a vuestros padres; vosotros 
seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios. Os libraré de vuestras 
inmundicias, llamaré al grano y lo haré abundar y no os dejaré pasar 
hambre; haré que abunden los frutos de los árboles y las cosechas de 
los campos, para que no os insulten llamándoos 'muertos de hambre'» 
( Ez 36,23-30 ).

Cada vez que los cristianos rezamos la oración de Jesús, pedimos, 
ya desde la primera petición, el primer deseo de Jesús: la 
reconciliación con Dios, un corazón de carne para nuestras relaciones 
con El y con los hombres y la superación de nuestras pobrezas.

3.2. La pobreza que se elige
Decía antes que existe una comprensión sapiencial de la muerte, 
donde ésta ya no es el mal último y definitivo a evitar, porque la 
muerte cobra su sentido de la entrega y la fidelidad a Dios. Por 
ejemplo, el creyente no juzga la muerte de Mons. Oscar Romero 
desde lo que tiene de triunfo del mal sobre el bien, sino en lo que 
tiene de entrega y fidelidad que arrostra conscientemente la cruz 
engastada en la opción. Fue quizá providencial que dicha muerte 
ocurriera durante la celebración de la Eucaristía, ese memorial que 
los cristianos hacemos de la entrega de Jesús, tal como El la expresó 
y simbolizó, desde su consciencia, la noche antes de padecer.
De modo análogo ocurre en la concepción cristiana de la vida con 
el sufrimiento y la pobreza. La pobreza y el dolor no pueden juzgarse 
nunca por sí mismas, sino desde aquellas realidades a las que 
sirven.
La descripción del Reino de Dios que hace el A.T. puede 
resumirse, como hemos visto más arriba, en la reconciliación de Dios 
con el hombre, la humanización de las relaciones entre los hombres y 
la paz con la creación (cfr., entre otros textos, Is 11 y 61). Pero en la 
concepción cristiana del servicio al Reino, tan importante al menos 
como los valores que lo configuran es la forma de llevarlo adelante. 
La estrategia de Jesús no es indiferente para el cristiano. El discípulo 
de Jesús sigue al maestro no sólo en el programa del Reino, sino, 
sobre todo, en la forma de llevarlo adelante. Y ésta es la estrategia 
elegido por Jesús:
«El, a pesar de su condición divina, no se aferró a su categoría de 
Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomo la condición de 
esclavo, haciéndose uno de tantos. Así, presentándose como simple 
hombre, se abajo, obedeciendo hasta la muerte y muerte en cruz» 
(Flp 2,6-8)

Más aún, la posibilidad de llevar adelante el Reino desde el poder 
es presentada en los sinópticos (Mt 4,1-11; Lc 4,1-13), y también en 
Juan (ó,15), como tentación.
Esta forma de trabajar por el Reino no vale sólo para Jesús, sino 
que constituye también la forma de hacerlo y la estrategia para el 
discípulo (cfr. Mt 10,24; Lc 5,40; Jn 15,20; Mt 5, 10-11). 
Inmediatamente antes del himno de Filipenses (cfr. 2,5), Pablo nos ha 
invitado a tener la misma actitud que Jesús. Por eso el N.T. está 
plagado de invitaciones a elegir la pobreza (cf. Mt 19,21; Lc 19,8).
Es precisamente en esta búsqueda del seguimiento radical de 
Jesús, que supone caminar tras sus pasos no sólo hacia el mismo 
sitio, sino de la misma manera, donde se insertan algunos elementos 
importantes de la espiritualidad cristiana. Por ejemplo, el tercer grado 
de humildad de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio, que ocurre 
"quando... por imitar y parescer más actualmente a Christo nuestro 
Señor, quiero y elijo más pobreza con Christo pobre que riqueza, 
opprobios con Christo lleno dellos que honores, y desear más de ser 
estimado por vano y loco por Christo que primero fue tenido por tal, 
que por sabio ni prudente en este mundo" (EE 167). Es este texto una 
maravillosa expresión de esta pobreza que se elige y que, sea dicho 
de paso, San Ignacio coloca en el libro de los Ejercicios 
inmediatamente antes de las elecciones. Ahora bien, la pobreza y el 
sufrimiento sólo pueden elegirse si sirven, y en la medida que sirvan, 
al cumplimiento de la voluntad de Dios, como ocurrió en el caso de 
Jesús. Por eso San Ignacio indica que el ejercitante pida en la oración 
"que el Señor nuestro le quiera elegir en esta tercera y mayor y mejor 
humildad, para más le imitar y servir" y solamente "si igual o mayor 
servicio y alabanza fuere a la su divina majestad" (EE 168).
El seguimiento de Jesús en su programa de reconciliación del 
hombre con los hombres y con la creación es suscrito, creo yo, por 
todos nuestros contemporáneos, aun no creyentes, al lado de 
programas más o menos semejantes de otros grandes hombres de la 
historia. Pero hay un aspecto importante que convierte de verdad en 
cristiano el seguimiento de Jesús. Ese aspecto es seguir a Jesús 
también en la forma de comprometerse con el Reino: "Si hemos 
quedado incorporados a El por una muerte semejante a la suya, 
ciertamente también lo estaremos por una resurrección semejante" 
(Rm. 6,5). Ya finalizó Platón su Fedón diciendo que "son comunes las 
cosas de los que se aman" (279 c).

3.3. La pobreza que se acepta
Así pues, la vida cristiana lo es si se mantiene tendida en una 
bipolaridad entre el dolor que se cura y el sufrimiento que se arrostra, 
entre la pobreza que se supera y la pobreza que se elige.
Sin embargo, ¡qué pocas posibilidades reales de elección nos 
ofrece la vida! El tercer grado de humildad está bien como ejercicio 
espiritual (cfr EE 1), pero ¿podemos elegirlo alguna vez? Lo que 
ocurre es que, una vez elegido en la intimidad de la oración la 
estrategia de Jesús, su forma de hacer realidad el Reino, se nos 
recolocan todas las realidades de la vida. Cada creatura cobra su 
valor y su sentido del hecho de que sirva o no al Reino de Dios y de 
que lo haga de la misma manera que Cristo lo hizo.
Entonces, ¿qué pasa con el dolor y la pobreza que no son 
queridos ni elegidos y que, por otra parte, son los únicos que nos 
ofrece la vida real?
A Jesús nadie le quita la vida. Es El quien la entrega. Ahora bien, 
los ladrones crucificados junto a Jesús ni han logrado evitar la muerte 
ni tampoco, por supuesto, la han elegido. Ambos mueren la misma 
muerte, pero cada uno de ellos la hace distinta al vincularla o no a la 
muerte y al dolor de Cristo. "Hoy estarás conmigo en el paraíso" 
(/Lc/23/43) es la respuesta de Jesús, que acepta así la vinculación a 
su muerte del dolor no superado y no elegido del hombre que muere 
junto a El.
Una cuestión con frecuencia planteada se pregunta por los rasgos 
que diferencian las actuaciones del cristiano y del no creyente. En lo 
que llevamos dicho hay un elemento importante de diferenciación. La 
sabiduría del cristiano le permite elegir la pobreza y el dolor como la 
manera de superar esa pobreza y ese dolor siguiendo así, en el 
programa y en la estrategia, a Jesús de Nazaret. Pero, al mismo 
tiempo, la sabiduría del cristiano le permite vivir con sentido las 
pobrezas y los dolores que la testaruda y dura realidad le impide 
superar, o los que no quiere elegir porque no los entiende vinculados 
a la voluntad de Dios con respecto a él. Con cualquiera de estos 
dolores el cristiano "va completando en su carne mortal lo que falta a 
las penalidades de Cristo por el bien de su cuerpo que es la Iglesia" 
(cir. Col 1,24).

SAL TERRAE 1987/01. Págs. 7-16