LA MUERTE COMO PARTICIPACIÓN EN LA MUERTE DE CRISTO 

SCHMAUS

1. La muerte de Cristo J/MU:
a) Cristo transformó toda la vida y por tanto también la muerte, que 
pertenece a ella. En Cristo, el logos divino tomó sobre sí el destino 
humano. Por el hecho de que la persona del logos divino se apropió 
de la naturaleza humana hasta el punto de convertirse también en 
fundamento de su existencia, el Hijo de Dios asumió el destino mortal 
propio de la vida humana. De suyo el Hombre Jesucristo no estaba 
obligado como los demás a la muerte, porque no estaba como ellos en 
la serie de las generaciones, es decir, en la serie de los pecadores. El 
Hombre Jesucristo era en su más íntima sustancia personal 
absolutamente viviente, era incluso la vida misma, porque su persona 
era divina y era, por tanto, la vida personificada. Pero el yo divino de 
Cristo, al ser portador de todas las acciones de la naturaleza humana, 
se sometió a la ley de la muerte obligatoria para todo hombre. San 
Pablo razona este hecho diciendo que Cristo tomó sobre si los 
pecados de los hombres. Hasta no se horroriza de decir que Cristo se 
hizo pecado por todos nosotros, es decir, en lugar nuestro, en 
representación de nosotros y por nuestro bien (/1Co/05/21). Por eso 
permitió que ocurriera también en El la muerte que proviene del 
pecado. Se sometió incondicionalmente al juicio de muerte infligido 
sobre la humanidad pecadora, al mandato paternal de soportar el 
destino humano hasta las últimas consecuencias para transformarlo. 
La muerte no le llegó, por tanto, como una contrariedad o como una 
inevitable fatalidad. Su muerte fue más bien una acción, la acción de 
la entrega sin reservas. 

b) Si queremos explicarla más exactamente podemos entenderla 
desde Dios y desde el hombre. Vista desde Dios, la muerte de Cristo 
es un juicio como la muerte de cualquier otro, y, sin embargo, 
esencialmente distinta de la muerte de todos los demás. Cristo, que 
tomó sobre sí los pecados de todos, fue enviado a la muerte por el 
Padre, a una muerte en la que se hacía justicia sobre todos los 
pecados de la historia. El horror y la ignominia de su condenación 
fueron la expresión externa de la seriedad de su juicio que en su 
muerte hacía Dios mismo misteriosamente sobre El convertido en 
pecado por todos nosotros, y en El sobre la humanidad. En ella se 
revelaba Dios como el santo ante quien el hombre no puede subsistir. 
Sin embargo, Dios no es un Dios de tormento y de muerte, sino que 
es el amor, y todo lo que hace está por tanto sellado por el amor (1 Jn 
4, 7). El juicio que el Padre hace en la muerte de Cristo fue, por tanto, 
un juicio de amor. El amor que se manifiesta en ella es un amor al Hijo 
y al mundo. El amor al Hijo tendía a que el Padre le introdujera 
mediante la muerte en la gloria que había tenido junto a El antes de 
que el mundo existiera y de la que se había desposeído (Jn 17, 1-5; 
Phil. 2, 7). El amor al mundo se expresa en estas palabras: "Porque 
tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo, para que todo 
el que crea en El no perezca, sino que tenga la vida eterna" 
(/Jn/03/16:A-D/MU-J). El amor que Dios es se manifestó de modo que 
el Padre no entregó a la muerte a cualquiera, sino a su unigénito Hijo 
muy amado, para que en El se cumpliera y agotara toda justicia que el 
hombre había merecido. Por eso quien se une a El no será ya 
alcanzado por la justicia condenatoria. En la muerte del Hijo se hizo 
presente en el mundo el amor del Padre, o mejor el amor que es el 
Padre, de forma que quien se entrega a la esfera de influencia de 
este muerte -en la fe y en los sacramentos- entra a la vez con ellos en 
el campo de acción del amor salvador y plenificador (por ejemplo, 
/Rm/06/01-11). 
Vista desde el hombre, la muerte de Cristo es obediencia al Padre. 
Mientras que los primeros hombres quisieron construir en su 
autonomía antidivina y vida apartada de Dios, Cristo al morir se 
sometió a Dios Padre hasta la última posibilidad y le dejó que 
dispusiera de su vida del modo más radical. Con ello lo reconoció 
como Señor absoluto que tiene poder sobre la vida del hombre. A la 
vez lo afirmó como el santo ante quien el pecador no puede existir, 
sino que tiene que perecer. Así devolvió al Padre el honor que le 
habían quitado los hombres y que le era debido como a Señor santo. 
La muerte de Cristo fue, por tanto, adoración hecha carne, y por ser 
adoración, expiación y satisfacción. 
Su muerte, por ser obediencia al amor, fue a la vez una respuesta 
de amor. Fue obediencia amorosa y amor obediente. Cristo aceptó la 
llamada del amor del Padre y dejó que el Padre lo llevara a la gloria 
de Dios. El amor que él realizó en la muerte se dirige también a los 
hombres. Se entregó por muchos (Mc. 14, 24; Lc. 22, 19; Mt. 26, 28). 

Que la muerte fue vuelta a la gloria del Padre y entrega de su 
naturaleza humana al Padre, se manifiesta en la Resurrección. En ella 
el cuerpo revivido de nuevo se convirtió en expresión de la gloria de 
Dios presente en El y, por tanto, en cuerpo humano en el sentido más 
pleno. La muerte se revela así como poderoso transformador. Cristo 
alcanzó en su muerte el modo de existencia del kyrios, como se dice 
repetidamente en las Epístolas paulinas. Fue elevado a una forma de 
existencia que está más allá del dominio de la muerte. 

c) Resumiendo, podemos decir: en la muerte de Cristo, Dios se 
impuso perfectamente como Señor, como el Santo. como el Amor, en 
la medida que podría imponerse y revelarse en la creación. La 
imposición de Dios en la creación significa la imposición del divino 
poder de vida en ella. Para el hombre tiene, por consecuencia, la 
salvación, la transformación hacia una vida perfecta, libre del pecado 
y de la muerte. La Sagrada Escritura llama a este estado reino de 
Dios. En la muerte de Cristo se impuso el reino de Dios en la máxima 
forma posible en la creación. En ella fue creada en la creación la vida 
en su máxima intensidad. 
Como Cristo es el centro y a la vez la culminación de la creación, su 
muerte tuvo profundas consecuencias para los hombres e incluso 
para todo el mundo. Cristo murió como primogénito de la creación. 
Murió como representante de la humanidad e incluso del cosmos. La 
creación ofreció a Dios Padre, por medio de Cristo, su cabeza, amor y 
adoración incondicionales. Cristo alcanzó la vida corporal en la gloria 
de Dios como primogénito entre muchos hermanos (Sant. 1, 18; 1 Cor. 
5, 17). El poder de la muerte fue quebrantado por su muerte para 
toda la creación. En el futuro no reinará ya la muerte, aunque 
pertenezca todavía a la creación, sino la vida (I Cor. 15, 54-56). En 
todo el cosmos se infundieron las fuerzas de gloria y resurrección que 
partían y se extendían desde el cuerpo glorificado del Señor. Hasta su 
segunda vuelta son gérmenes escondidos. Sin embargo, pertenece a 
las convicciones fundamentales de la Sagrada Escritura que el actual 
mundo sometido a la caducidad experimentará un proceso de 
transformación en el que se asemejará al modo de existencia de 
Cristo (por ejemplo, /Rm/08/29; /2Co/03/18). 
La muerte y resurrección de Cristo causaron, por tanto, una nueva 
situación en el mundo. Ya no reina más la muerte, signo de la ira 
divina, sino la vida signo de la divina gracia. 
Karl ·Rahner-K (Zur Theologie des Todes, en: Synopsis. Studien 
aus Medizin und Naturwissenschaft, edit. A. Jores 3 (1949) 8-112), 
intenta explicar esta relación de la manera siguiente: 
"en la muerto logra el hombre, en cuanto persona espiritual, una 
relación abierta con la totalidad del mundo. El alma no se convierte al 
ocurrir la muerte en ultraterrena sin más, sino que se hace 
"pancósmica", aunque su relación con la creación no es, por 
supuesto, la misma que con su cuerpo. El alma que se abre al 
universo codetermina la totalidad del mundo, incluso en cuanto 
fundamento de la vida personal de los demás seres 
corpóreo-espirituales. En la muerte se funda como determinación 
duradera del mundo en cuanto totalidad la realidad personal total 
actuada en la vida y en el morir. El hombre deja tras sí el resultado de 
su vida como una duradera contribución al real y radical fundamento 
de unidad del mundo y la convierte así en situación previa de la 
existencia de los demás. Aplicando estas reflexiones a la muerte de 
Cristo, se puede decir: "La realidad que Cristo poseyó desde el 
principio y actuó a lo largo de su vida se reveló en su muerte para 
todos, fue fundada para la totalidad del mundo, de que viven los 
hombres como de previa situación existencial, se convirtió en 
existencial de todos los hombres. El hecho de que el mundo fuera 
purificado por la sangre de Cristo es verdadero en un sentido mucho 
más real de lo que a primera vista pudiéramos sospechar. Por el 
hecho de que Cristo llega a plenitud en su muerte, es decir, a la plena 
imposición de la gracia divina a su propia humanidad en la 
glorificación de su cuerpo, esta gracia se convierte a través de su 
humanidad, que al morir se abrió a todo el mundo, en principio interno 
del universo y, por tanto, en existencial de toda vida personal" (pág. 
110). 

MU/ETAPAS:
2. La muerte del cristiano como muerte en Cristo. 
MU/PARTICIPA-MU-X 
El primer llamado a esta transformación es el hombre. Es llamado a 
participar libre y responsablemente en el destino de Cristo, es decir, 
en su vida, muerte y gloria. En la participación de la vida, muerte y 
gloria de Cristo alcanza el hombre la salvación. La participación en la 
muerte y resurrección de Cristo es fundamentada en el bautismo. De 
ello da un claro testimonio el Apóstol San Pablo (/Rm/06/01-11). 
En el bautismo ocurre, por tanto, un morir. El bautizado padece una 
muerte. Muere al ser alcanzado por la muerte de Cristo. La muerte de 
Cristo ejerce un poder sobre él. Así se da un golpe de muerte contra 
su vida perecedera, puesta bajo la ley del pecado. También se puede 
decir que la muerte de Cristo se hace presente al imponerse en el 
hombre. Es una dynamis presente. A la vez se manifiesta también en 
el neófito la resurrección de Cristo. Este cae bajo el campo de acción 
de la muerte y de la resurrección de Cristo. En este sentido se puede 
decir que el bautizado está injertado en la resurrección y en la muerte 
de Cristo. 
Cuando San Pablo describe el modo de existencia del cristiano con 
la fórmula "Cristo en nosotros, nosotros en Cristo", con ello atestigua 
que el cristiano está en la esfera de acción de Cristo, que el yo del 
cristiano es dominado por el yo de Cristo. Este ser y vivir de Cristo en 
el cristiano significa, así entendido, la penetración del cristiano por el 
kyrios que pasó por la muerte, fue sellado por ella para siempre y 
ahora vive en la gloria. 
El golpe de muerte dado en el bautismo contra la vida perecedera 
es corroborado en cada sacramento. Pues todos los sacramentos 
viven de la cruz del Señor. Su muerte actúa en todos ellos desde 
distintos puntos de vista. Actúa con máxima fuerza en la Eucaristía, ya 
que en ella y sólo en ella es actualizado el suceso de la cruz como 
acontecer sacrificial. 
Lo que en los Sacramentos ocurre en el ámbito del misterio y, por 
tanto, en una profundidad misteriosamente escondida, sale hasta el 
dominio de la experiencia en los dolores y padecimientos de la vida 
(/2Co/04/07-18). Todos los sufrimientos y tormentos se convierten así 
en modos renovados de la participación en la muerte de Cristo 
fundada en el bautismo. 
Estas diversas formas de participar en la muerte de Cristo alcanzan 
su plenitud en la muerte corporal. Los Sacramentos y los dolores de la 
vida son, por tanto, precursores del morir. Lo comenzado en el 
bautismo, continuado en los demás sacramentos y empujado hasta el 
ámbito de la historia en los dolores de la vida es llevado a su última 
plenitud por la muerte corporal. Esta se manifiesta, por tanto, como la 
última y suprema posibilidad de participación en la muerte de Cristo, 
posibilidad continuamente anticipada y prenunciada por los 
Sacramentos y por los dolores de la vida. No es el punto final casual o 
naturalmente ocurrido de la vida caída en caducidad, sino el supremo 
desarrollo y maduración de lo que fue fundamentado en el bautismo. 
La muerte está, por tanto, siempre en el punto de mira de quien está 
unido con Cristo crucificado. Ella es la última posibilidad siempre 
presente de su vida. Todo el transcurso de la vida está caracterizado 
por ella. 
Quien se incorpora a Cristo por la fe participa en su modo celestial 
de existencia; para él la muerte pierde su aguijón. Cristo no dio ningún 
medio físico contra la muerte; la fe en Cristo no es un medio mágico 
para alargar la vida. La exención de la muerte como forma de vida, 
que Dios concedió al hombre en el Paraíso, no vuelve, pero gracias a 
Cristo la muerte adquiere sentido nuevo; se convierte en tránsito a 
una vida nueva e imperecedera. Por la fe y el bautismo el hombre es 
incorporado en la Muerte y Resurrección de Cristo y hecho, por tanto, 
partícipe del poder de su Muerte y de la gloria de su Resurrección; se 
asemejará a Cristo y estará unido a El, que vive como crucificado y 
resucitado. Las formas de vida terrenas y caducas reciben en el 
bautismo golpe de muerte y es infundida germinalmente al hombre la 
vida cristiforme. En la muerte corporal se manifiesta lo que ya desde el 
principio estaba en el hombre. MU/BAU: SO BAU/MU:La muerte 
corporal es la terminación y culminación de la muerte que el hombre 
muere en el bautismo, que es un "morir en el Señor" (Apoc. 14, 13; I 
Thess. 4, 16; I Cor. 15, 15), un morir que no es propiamente muerte, 
porque quien vive y cree en Cristo no morirá eternamente (Jn 11, 26; 
2 Tim. 2, 11; Rom. 6, 8). 
Dice Rahner en la pág. 110 del artículo citado: 
"Lo que llamamos fe, incorporación a Cristo, participación en su 
muerte, etc., no es sólo una conducta ética o un referirse intencional a 
Cristo, sino que es un abrirse a la gracia que perdura en el mundo por 
la muerte de Cristo y sólo por ella; a la gracia que vence a la muerte y 
al pecado; a la gracia que justamente por lo que tiene de muerte se 
convirtió en realidad, que sólo por la libre afirmación de la persona 
espiritual es aceptada y apropiada de forma que se convierte en su 
salvación y no en su juicio y justicia reales. Pero como el hombre en 
su propia muerte toma inevitablemente posición ante la totalidad de su 
realidad -previamente dada y propuesta a decisión-, su muerte en 
cuanto acción también es necesariamente postura ante la realidad de 
la gracia de Cristo, que fue derramada por todo el mundo al 
quebrarse en la muerte el vaso de su cuerpo." 
La muerte del cristiano, por ser un morir en Cristo, realiza el mismo 
sentido que la muerte de Cristo porque es participación en la muerte 
de Cristo, no en la plenitud y poder de ésta, sino sólo débil, aunque 
realmente. De ella podemos y tenemos que decir, por tanto, en 
sentido aminorado, pero cierto y análogo, todo lo que hemos dicho de 
la muerte de Cristo. Del mismo modo que hemos intentado entender la 
muerte de Cristo desde Dios y desde el hombre, podemos también 
tratar de entender la muerte del cristiano desde Dios y desde el 
hombre. 
En general, la muerte de Cristo revela que la muerte y todos los 
padecimientos del hombre no son fatalidades basadas en leyes 
mecánicas o biológicas, sino pruebas de Dios. En los dolores y 
tormentos de la enfermedad, en los accidentes y padecimientos de la 
vida, Dios prueba al hombre. Es su voluntad la que actúa en los 
sucesos de la vida humana ocurridos según leyes mecánicas y 
biológicas o causados por libres decisiones de los hombres. En ellos 
el hombre es llamado al destino de Cristo, el Primogénito. 
Cuando Dios pone la mano sobre el hombre en la muerte se 
cumple, como en la muerte de Cristo, un juicio del Santo e Intangible, 
del Señor sobre el pecador. Dios no revoca el juicio bajo el que puso 
a la historia humana desde el comienzo. No se deja convencer a lo 
largo de los siglos y milenios, como un padre bondadoso, para 
cambiar su juicio de justicia impuesto al hombre. El hombre tiene que 
responder a lo que él mismo ha provocado. Tiene que soportar el 
destino que ha invocado. Dios le trata como a un mayor de edad, 
como a un adulto que sabe lo que hace. Sin embargo, el hombre 
puede liberarse del juicio bajo el que padece como pecador, no de 
forma que le sea ahorrado el destino de muerte, sino realizando ésta 
con un sentido nuevo. Se concede al hombre que padezca la muerte 
en comunidad con Cristo. El juicio cumplido en la muerte se convierte 
para él en participación del juicio cumplido en la muerte de Cristo. 
Este juicio se extiende sobre los cristianos. El juicio a que el cristiano 
se somete en la muerte tiene, por tanto, el mismo carácter que el juicio 
a que se sometió el Señor mismo. Dios se manifiesta en él como 
Señor absoluto, como el Santo ante quien el hombre pecador tiene 
que perecer. La muerte es en la historia humana la inacabable 
revelación de la majestad y santidad de Dios y el 
desenmascaramiento del pecaminoso orgullo del hombre. Se levanta 
como un monumento de Dios en el mundo. 
La muerte cumple su tarea manifestando la finitud y limitación, la 
nadería de la existencia humana. En ella llega al fin la forma de 
existencia terrena tan familiar y querida para nosotros. No puede ser 
revocada por ningún poder de la tierra. El fin es irrevocable e 
ineludible. Por la muerte, el hombre sale para siempre de la historia y 
del círculo de la familia y de los amigos. La muerte está llena del dolor 
de la despedida, de una despedida definitiva, ya que al morir 
desaparecen para siempre las formas terrenas de existencia. Los 
separados por la muerte no pueden ya tratarse del modo que 
acostumbraban en la tierra. En ello está la amargura de la muerte. Es 
aumentada por el pecado. Pues éste da a la muerte su aguijón 
(/1Co/15/55). La muerte es una penitencia y expiación impuestas al 
hombre. En ella el hombre que quiso ser igual a Dios sufre una 
extrema humillación. El que quiso traspasar sus límites es 
irresistiblemente revocado a sus límites. Nada puede contra el que le 
señala los límites. San Pablo alude a este poder aniquilador de la 
muerte, a su carácter de penitencia y castigo cuando llama a la 
muerte el enemigo que puede mantener su poder hasta el final (I Cor. 
15, 26). Esta caracterización de la muerte está dicha completamente 
en serio. 
Sin embargo, la muerte tiene otro carácter para quien muere con 
Cristo, para aquel en quien se realiza la muerte de Cristo y no muere 
la desesperanzada muerte de Adán, sino la muerte de Cristo. Lo 
mismo que la sentencia del Padre sobre Cristo es una sentencia de 
amor, para quien participa en la muerte de Cristo la sentencia de Dios 
cumplida en su muerte es un juicio de amor. Con ello la muerte es 
liberada de su desesperanza. En la muerte llama Dios al hombre, a 
quien trata como a un adulto y hace sentir, por tanto, las 
consecuencias de su acción, desde los padecimientos a la plenitud y 
seguridad de vida que Cristo alcanzó en la Resurrección. En el NT la 
muerte es interpretada también como vuelta al Padre. En él se 
invierten las medidas que nosotros solemos usar en la vida corriente. 
Los que viven aquí son los peregrinos y viajeros que han levantado 
sus tiendas en tierra extraña para una estancia transitoria (2 Cor. 5, 
1); los que han pasado la muerte son los llegados a casa. 
PEREGRINO/MU: En la muerte llega Cristo como guía de la vida (Hebr. 2, 10), como mensajero del Padre, y lleva a los suyos a la gloria en que El mismo vive desde la Ascensión (lo. 14, 2; Hebr. 3, 6). La muerte sirve, por tanto, a la transformación para una nueva vida (I Cor. 7, 31; 5, 17; Apoc. 21 y 22). No es por tanto exclusivamente el fin irrevocable, sino también un comienzo nuevo. Es el fin de los modos de existencia perecederos, desmedrados y siempre en peligro y el comienzo de la forma de vida para siempre liberada de la caducidad y dotada de seguridad y plenitud. Entre la forma de vida terrena y la que comienza con la muerte hay sin duda una fundamental y profunda diferencia, pero hay también una estrecha relación. Al comienzo iniciado con la muerte no sigue ya ningún fin. 
MU/TRANSFORMACION:La muerte en Cristo es la transformación 
de una nueva vida. El hombre vive en continua transformación. En la 
muerte terminan los continuos cambios del hombre, porque la muerte 
da al hombre su figura definitiva. Hasta cierto punto, esa figura 
espiritual definitiva aparece también en el aspecto corporal. 
Aunque la muerte es el enemigo del hombre (/1Co/15/26), es a la 
vez su amigo; en Cristo se convierte en hermana. Aunque el hombre 
sea derrotado por ese enemigo, sale vencedor, porque en la derrota 
gana la plenitud de la vida. El enemigo está al servicio de la vida de 
aquel a quien hiere. San Pablo, que la llama enemigo sin ningún 
atenuante, puede decir a la vez: "Que para mí la vida es Cristo, y la 
muerte, ganancia. Y aunque el vivir en la carne es para mí fruto de 
apostolado, todavía no sé qué elegir. Por ambas partes me siento 
apretado, pues de un lado deseo morir para estar con Cristo, que es 
mucho mejor" (/Flp/01/21-23). Con la misma fe reza la Iglesia en el 
prefacio de difuntos: "Digno y justo es, en verdad, debido y saludable, 
que en todo tiempo y lugar te demos gracias, Señor Santo, Padre 
todopoderoso, Dios eterno, por Cristo nuestro Señor. En el cual brilló 
para nosotros la esperanza de feliz resurrección; para que, pues, nos 
contrista la inexorable necesidad de morir, nos consuele la promesa 
de la inmortalidad venidera. Porque para tus fieles, Señor, la vida no 
fenece, se transforma, y al deshacerse la casa de nuestra habitación 
terrenal se nos prepara en el cielo eterna morada." En muchos otros 
textos se llena también la liturgia de la alegría de la resurrección. 
A esta idea de la muerte corresponde el hecho de que la Iglesia 
antiguamente llamara bienaventurados a quienes lograban en la 
muerte el anhelo de su vida, llamara día natalicio para el cielo al día 
de la muerte y cantara el aleluya y vistiera de rojo incluso en las misas 
de difuntos. En las iglesias griegas unidas a Roma todavía se usan los 
ornamentos rojos. El aspecto sombrío de la muerte se destaca cuando 
a principios de la Edad Media empezó a verse la muerte más como 
juicio de los pecados, que como entrada al cielo (Dies irae, dies illa). 
La fe en Cristo, que murió su acerba muerte y venció a la muerte, 
abarca tanto el miedo a la muerte como la alegría de la venida de 
Cristo en la muerte. 
La concepción cristiana de la muerte se distingue de todas las 
demás; fuera de ella la muerte es mal interpretada; o es ensalzada 
como punto culminante de la vida o soportada como fin sin salida. En 
el primer caso puede ser interpretada naturalísticamente (y hasta con 
pasión dionisíaca) como incorporación a la vida total de la naturaleza 
(muerte como artificio de la naturaleza para tener más vida) o 
espiritualísticamente, como liberación de la persona de Ias ataduras e 
impedimentos. En este segundo caso a veces es lamentada como 
tragedia inevitable y a veces aceptada con obstinación 
pseudoheroica. 

LA MUERTE COMO FIN DEFINITIVO DE LA 
PEREGRINACIÓN TERRESTRE 
Dentro de la historia humana, que tiende, en cuanto totalidad hacia 
una meta, que es la segunda venida de Cristo, la vida de cada 
hombre se mueve hacia su fin, que es la entrada en el mundo celestial 
en que vive Cristo. Es lo que ocurre en la muerte. La muerte es el fin 
irrevocable de la vida de peregrinación y el principio de una vida 
cualitativamente distinta de la vida empírica. Llamamos status viae a la 
fase de vida anterior a la muerte, y status termini a la fase que sigue a 
la muerte. La vida no puede ser recorrida dos veces, es única e 
irrepetible. El símbolo de la vida individual es el mismo de la vida 
colectiva y total: la recta y no el círculo. La vida que empieza después 
de la muerte no es ni prolongación ni continuación de la vida de 
peregrinación, sino que es una vida misteriosa, análoga a la actual, 
más desemejante que semejante a ella. Incontenible, sin reposo y sin 
pausa corre hacia el fin ineludible de su forma terrena de existencia. 
En el Fausto, de Goethe (II 5, 5), se dice acertadamente: "El tiempo se 
hace el señor, el anciano yace en la arena, el reloj está parado, está 
parado. Calla como la media noche. La manecilla cae." El mismo 
hecho está a la base de la estrofa de Michael Franck (Koburg, 152): 
"¡Qué fugitivos y qué naderías son los días del hombre! Como una 
corriente empieza a correr y en el correr nada retiene, así fluye 
nuestro tiempo de aquí abajo." 
MU/SOLEDAD: Nadie puede experimentar anticipadamente su propia muerte con toda esta su implacabilidad en la que la forma de existencia terrena es destruida de una vez para siempre. Todos tienen que padecerla, pero lo que conocemos son, por decirlo así, las antesalas de la muerte. Sólo a título de prueba se puede percibir su seriedad en la muerte de los demás. ·Jaspers dice sobre esto: "La muerte de los hombres más próximos y amados con quienes yo estoy en comunicación es la más profunda ruptura en la vida presente. He quedado solo cuando dejando solo al que muere en el último momento no he podido seguirlo. Nada se puede hacer volver. Es el fin para siempre. Jamás se podrá uno dirigir al muerto. Todos mueren solos. La soledad ante la muerte parece perfecta, lo mismo para el que muere que para los que quedan. La manifestación de la convivencia mientras existe conciencia, este dolor de la separación, es la última expresión desvalida de la comunicación" (Philosophie ll: Existenzerhellung, 221). 
La ineludible importancia de la función de la muerte de dar fin 
definitivo consiste en que la muerte significa una decisión definitiva. 
No sólo es el fin en sentido terminal o cronológico, sino en el sentido 
de una fijación definitiva del destino humano. Más allá de la muerte no 
se pueden tomar resoluciones que cambien la forma de vida adquirida 
en la muerte. Después de la muerte ya no hay posibilidad de adquirir 
méritos o deméritos. Esto no significa el fin de la actividad humana. 
Sino que el hombre alcanza más allá de la muerte la posibilidad y 
capacidad del supremo amor o del supremo odio. Pero ni el uno ni el 
otro tendrán jamás carácter de mérito o demérito.

SCHMAUS
TEOLOGIA DOGMATICA VII
LOS NOVISIMOS
RIALP. MADRID 1961.Pág. 375-386
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