CARLO M. MARTINI

HABÉIS PERSEVERADO CONMIGO
EN MIS PRUEBAS
Meditaciones sobre Job.

 

 

Tres modos de luchar con Dios


En nuestro esfuerzo por comprender el enigma de Dios, mejor que
intentar conocer algo más su misterio, el misterio de ese Dios altísimo,
incognoscible, misericordioso y justo, soberano e impenetrable, tres
veces santo, deberíamos recordar que el Libro de Job es parte de la
Escritura, y por tanto su mensaje debe asimilarse a la totalidad del
mensaje bíblico.

Por eso quisiera proponeros continuar nuestra lectura extendiendo
la mirada hacia algunas páginas vétero y neotestamentarias según
tres direcciones determinadas. Con términos un tanto pretenciosos se
podrían llamar respectivamente dimensiones antropológica,
cristológica, trinitaria.

Hemos visto la lucha de Job contra el desorden de la mente; todo su
trabajo es una purificación de la multiplicidad de pensamientos, que
parecen razonables, justos, lógicos, pero que, al final, no se sostienen
por sí mismos. Su último acto es una rendición ante el misterio.

En esta lucha contra el desorden de la mente, Job lucha también
con Dios. Como Jacob, en aquella historia misteriosa, ejemplar para
todas las formas de lucha con Dios en la historia y en la espiritualidad,
también Job quiere ser bendito, justificado, declarado justo, quiere
obtener lo que desea.

El tema de la lucha con Dios es inagotable y quizás nosotros no lo
afrontemos suficientemente bien; sin embargo, es un gran tema de la
mística cristiana que nos interesa y en el que queremos profundizar.
Propongo, pues, la reflexión a nivel antropológico, en tres
episodios:

—el capitulo 10 de Job, "La arenga de la criatura contra el
Creador";
—el capitulo 2 de San Juan (vv. 1-12);
—el capitulo 25 de San Mateo (vv. 21-28), con el paralelo de
Marcos (7, 24-30).


La arenga de la creatura contra el Creador (Jb 10)

"Job parece introducir una especie de discurso imaginario que
pronunciaría ante una hipotética suprema corte de justicia en la que
también Dios está presente" (cfr. Ravasi, op. cit., p. 408). El discurso
se puede dividir en las siguientes partes:

—vv. 1-2, apertura de la arenga.

"Asco tiene mi alma de mi vida:
derramaré mis quejas sobre mí,
hablaré en la amargura de mi alma.
Diré a Dios: ¡No me condenes,
hazme saber por qué me enjuicias!"

Son palabras de introducción al momento de la lucha cerrada.

- vv. 3-7: la arenga comienza con cinco cuestiones planteadas al
adversario. Precedentemente habíamos leído las que Dios hará a Job,
pero aquí es Job quien abruma a Dios a base de preguntas retóricas,
con la intención de conquistarle.

"¿Acaso te está bien mostrarte duro,
menospreciar la obra de tus manos,
y el plan de los malvados avalar?
¿Tienes tú ojos de carne?
¿Como un hombre ve, ves tú?
¿Son tus días como los días de un hombre?
¿tus años como los días de un mortal?,
¡para que andas rebuscando mi falta,
inquiriendo mi pecado,
aunque sabes muy bien que yo no soy culpable,
y que nadie puede de tus manos librar!"

Se duda de la bondad de Dios: ¿por qué me tratas de forma que no
te conviene a ti, y no me tratas benignamente?

—vv. 8-12. Los interrogantes ceden el paso a una perorata
conmovedora, precisamente como en una arenga, cuando se invoca
la clemencia de la corte:

"Tus manos me han plasmado, me han formado,
¡y luego, en arrebato, me quieres destruir!
Recuerda que me hiciste como se amasa el barro,
y que al polvo me has de devolver.
¿No me vertiste como leche
y me cuajaste como la cuajada?
De piel y de carne me vestiste
y me tejiste de huesos y de nervios.
Luego con la vida me agraciaste
y tu solicitud cuidó mi aliento."

Aunque no haya ninguna referencia verbal específica, podemos
leer en las palabras de Job el misterio de la alianza: tú me has creado,
me has hecho tuyo, soy tuyo, no te olvides de tu creatura, quédate
junto a mí, no me abandones.

—vv, 13-17: después de la perorata vienen las acusaciones contra
Aquel que actúa como enemigo.

"Y algo más todavía guardabas en tu corazón,
sé lo que aún en tu mente quedaba" (v. 13).

La denuncia es gravísima y la Biblia de Jerusalén en nota, muestra
una cierta dificultad al explicar este versículo: "Por tanto, esta solicitud
de Dios encubría temibles exigencias. El hombre es responsable de
todos sus actos ante Dios. La queja de Job es expresión del tormento
del hombre caído, que se siente sujeto a una voluntad misteriosa en
lugar de abrirse libremente en su propia naturaleza."

Quizás esta nota va un poco demasiado lejos, pero en todo caso las
palabras de Job expresan algo misterioso del hombre frente a una
incerteza que quisiera acertar a determinar:

"El vigilarme cuando peco
y no perdonarme ni una falta.
Si soy culpable, ¡desgraciado de mí!
y si soy inocente, no levanto la cabeza,
¡yo saturado de vergüenza, borracho de aflicción!
Y si me levanto, como un león me das caza,
y repites tus proezas a mi costa.
Contra mí tu hostilidad renuevas,
redoblas tu saña contra mí,
sin tregua me asaltan tus tropas de relevo."

Así es que Dios es visto como una fiera salvaje que no deja en paz
a este pobre hombre.

—vv. 18-22: otra vez se pasa de la agresividad a la súplica, que
mueve la afectividad del misterio de Dios.

"¿Para qué me sacaste del seno?
Habría yo muerto sin que me viera ningún ojo;
sería como si no hubiera existido,
del vientre se me habría llevado hasta la tumba.
¿No son bien poco los días de mi existencia?
Apártate de mí para gozar de un poco de consuelo,
antes que me vaya, para ya no volver,
a la tierra de tinieblas y de sombra,
tierra de oscuridad y de desorden,
donde la misma claridad es como la calígine."

En este capítulo Job expresa su preocupación, su incertidumbre, su
dolor por no ser escuchado y, como le ocurriría a quien padece un
fuerte complejo de inferioridad, se exaspera, lucha para conseguir lo
que desea de Aquel que piensa que puede y debe dárselo, con la
rabia de quien no está seguro de sí mismo pero exige sus derechos.
Lucha con Dios, pero también, y mucho, consigo mismo, con la
desmesura de sus pensamientos, con el sentido de inferioridad que le
asalta, con la inseguridad que le corroe interiormente y de la que
quisiera librarse con amenazadoras palabras. Pero las personas que
más atacan verbalmente suelen ser las más débiles, las más frágiles;
son las que se empeñan contra el adversario, siempre con el miedo
de no conseguir lo que desean.


La lucha de María con Jesús (Jn 2)

Frente a este modo de luchar con Dios, veamos ahora el modo de
luchar de la madre de Jesús, en el episodio de las bodas de Caná.
María piensa que podría conseguir lo que desea, y sin embargo no
puede estar absolutamente segura de conseguirlo. Así es que se
empeña a fondo para alcanzar de su Hijo cuanto desea.

La lucha se expresa en términos muy sobrios, casi velados, pero no
deja de ser una lucha con Dios.

En un primer momento María expone la causa de los esposos,
haciéndose su abogado ante Jesús, con unas frases brevísimas y al
mismo tiempo muy enérgicas: "Y como faltara vino, le dice a Jesús su
madre: «No tienen vino»" (Jn 2,3).

Son unas palabras afligidas: ¿Cómo es posible que con tu
presencia y con la mía, no podamos ayudar a estas personas
evitándoles una humillación que quedará como una sombra durante
toda su vida, como un signo de desgracia en su matrimonio? Son
unas palabras espléndidas, que partiendo de la negación sitúan
frente a un hecho que debe repararse.

Sin embargo Jesús parece que deja a María completamente sola.
"Le responde: «¿Qué tengo yo contigo, mujer? Todavía no ha llegado
mi hora»" (v. 4). Sea el que sea el exacto significado de estas
palabras, lo cierto es que no son de acogida, de ánimo, sino de
distanciamiento.

María se queda sola, como Job, sin ayuda. Pero entonces lleva a
cabo un gesto heroico, de confianza, porque no sólo se compromete a
sí misma, sino a los otros. En efecto, llama a los sirvientes y les dice:
"Haced lo que él os diga" (v. 5). Con un gesto público, la madre fuerza
la adhesión de Jesús. Porque su sentimiento no es de inferioridad, de
miedo, de debilidad; no tiene por tanto necesidad de exasperación o
de engrandecerse, está segura. Con confianza se abandona a sí
misma y a los sirvientes al poder de Jesús que, ella no sabe cómo,
dará resultado.

Podemos anotar que su abandono continúa hasta el momento
decisivo, aunque el pasaje evangélico no lo nombre. Continúa
confiándose aunque el Hijo haya hecho un gesto aparentemente
contrario a la espera. Lo que se nos cuenta de las seis tinajas de
piedra, de dos o tres medidas cada una, que se llenan de agua,
parece, en efecto, muy distinto de cuanto uno podía imaginarse. Algo
así como si dijéramos: ¡Si no hay vino, qué se le va a hacer, nos
conformaremos bebiendo agua! Da la impresión de que Jesús no
tome en serio la petición de la madre. Pero todo lo que sucede
después, incluyendo la alegría del evangelista mientras proclama que
Jesús dio así comienzo a sus milagros en Cana de Galilea (cfr. v. 11),
se debe a María, que luchando, pidiendo con insistencia y poniéndose
en situación de exigencia, conserva la confianza propia de quien ya
ha superado la lucha por la obediencia de la mente.

Quizás nos encontremos, en nuestra lucha con Dios, entre Job y
María, y deberemos intentar acercarnos más bien a María, en la
medida en que sea posible en nuestro caminar espiritual, pasando a
través de aquella obediencia de la mente, que es la actitud
fundamental del creyente respecto a Dios.


La lucha de la mujer cananea (/Mt/15/21-28)

Un episodio bellísimo, estrechamente paralelo al pasaje juaneo de
las bodas de Caná, es el que nos presenta la lucha de la mujer
cananea con Jesús.

Una mujer que es consciente de no pertenecer al pueblo elegido,
por tanto sin derechos, y es sabedora de sus escasas posibilidades. Y
sin embargo se lanza con todas sus fuerzas para arrebatar a Jesús lo
que ella quiere.

"En esto, una mujer cananea, saliendo de aquellos términos, se
puso a gritar: «¡Ten piedad de mí, Señor, hijo de David! Mi hija está
malamente endemoniada»" (v. 22). Fijémonos en la fuerza de esta
súplica: en la llamada a la raíz tradicional, familiar de Jesús y a la
fuerza de las promesas mesiánicas que descansan en él -"Hijo de
David"-; pero también en la denominación "Señor", título que implica la
apertura hacia el misterio de la omnipotencia divina; en las palabras
que invitan a la compasión—"Piedad de mí"—y en la descripción del
sufrimiento que sufre la hija. Están todos los componentes de una
súplica afligida, eficaz.

También es preciosa la identificación de la madre con la hija: "Ten
piedad de mí", la que sufre es mi hija, pero yo sufro junto con ella, y
por eso soy yo la que te suplica piedad.

Sin embargo Jesús no la escucha, no le dirige la más mínima
palabra (cfr. v. 23).

La mujer cananea experimenta entonces un fuerte sentimiento de
soledad, de rechazo, y entra así en un estado de lucha para obtener
lo que desea. Para salir victoriosa de esta lucha intenta conmover, de
alguna forma, a los discípulos que al final "acercándose, le rogaron:
«Concédeselo, que viene gritando detrás de nosotros»", que nos
molesta, que no nos deja en paz.

"Respondió él" (segunda negativa): "No he sido enviado más que a
las ovejas perdidas de la casa de Israel" (v. 24). Una respuesta
aparentemente decisiva, desde el momento en que Jesús define los
límites de su misión.

En ese momento la mujer, si hubiese poseído la desobediencia de
la mente, que hemos visto en Job, se hubiera puesto a imprecar
contra los designios de Dios que no puede salir fuera de los
pequeños confines de un pueblo soberbio, replegado sobre sí mismo,
incapaz de mirar a los vecinos. Incluso hubiera llegado al insulto y a la
agresión.

Sin embargo, se postra ante el Señor diciendo: "¡Socórreme!" (v.
25). La lucha continúa, pero en clave de amor, de afecto, de
misericordia, porque la cananea está segura de la misericordia de
Jesús, más allá de cuanto las palabras le permitan pensar.
Con su intuición, parece que diga: Yo te conozco y sé que puedes y
quieres ayudarme, sé que te comportas así para probarme. Es una
mujer que experimenta la prueba y consigue alcanzar la purificación
de su fe. Así, la vive con humildad, con decisión, con calma.

Por tercera vez será rechazada, y ahora de una forma durísima: "No
está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos"(v. 26).
Palabras que suenan como un insulto de tipo nacionalista, palabras
que suscitarían una rebelión, una ira, una exasperación interior
increíble. La lucha entre Dios y el hombre ha llegado a su punto
culminante. El hecho es de una elevación mística profundísima y es
extraordinario ver cómo la mujer, en la obediencia absoluta de su
mente, antes que maldecir o desencadenar su ira contra Jesús,
consigue incluso unos momentos de humor, tan libre y confiada se
siente: "Sí, Señor, que también los perritos comen las migajas que
caen de la mesa de sus amos" (v. 27).

La respuesta es de una superioridad incomparable, indicativa de
una persona que cree verdaderamente en Jesús, en la misericordia
de Dios, en la fuerza universal de la alianza, más allá de las mismas
palabras escuchadas. Y así la mujer ganará la lucha.

Y Jesús quiere ser vencido. El misterio de la lucha con Dios está
precisamente en el hecho de que el ángel está contento por haber
sido vencido por Jacob (cfr. Gn 32,23ss.). Como dice una apología
rabínica: Dios está contento por haber sido superado y vencido por
sus hijos.

Explota la alegría de Jesús: "Mujer, grande es tu fe; que te suceda
como deseas" (v. 28). En verdad es grande porque ha comprendido el
corazón de Cristo más allá de todo lo que velaba el amor del Señor,
precisamente para suscitar esa fe heroica.

Es interesante hacer notar el paralelo de Marcos, quizás aún más
iluminador: "Por lo que has dicho, vete; el demonio ha salido de tu
hija" (Mc 7,29). Así de poderosa es la palabra de la mujer; y la alegría
de Jesús es que el milagro apenas es suyo, sino de la fuerza de la fe
humana. Él ha vencido porque ha conseguido levantar a la cananea a
una calidad de fe inaudita, en la línea de la de Abraham. La mujer ha
vencido porque ha hecho que Jesús se manifieste en su verdad
divina.

Me pregunto, quizás, qué hubiera sucedido si la cananea, frente al
comportamiento de Jesús, hubiera empezado a injuriarle.
Ciertamente el Señor no realiza milagros en quien le rechaza, aunque
creo que en este caso habría tenido que diferenciar las actitudes.

Si la mujer le hubiese injuriado como Job, es decir con fe y con
deseo de buscar a Jesús, pienso que él le habría salido al encuentro
igualmente. Pero habríamos perdido a la cananea. Si la Virgen se
hubiese molestado, Jesús le habría salido al encuentro aceptando la
verdad de su actitud. Pero María hubiera quedado un poco atrás
respecto a la profunda paz de la mente que había llegado a alcanzar.

Jesús actúa siempre con amor y con misericordia hacia quien se
muestra deseoso de acogerle.


Nuestra capacidad de luchar con Dios

Releyendo personalmente los tres episodios, debemos intentar,
ante todo, aceptarlos en contemplación afectiva.

¿Cuál es nuestra capacidad de luchar con Dios? ¿Pertenecemos a
aquellos que fácilmente se deprimen, se sienten olvidados,
abandonados, quizás sin decírnoslo a nosotros mismos pero con toda
claridad en el fondo de nuestra conciencia?

¿O quizás intentamos imitar el ejemplo de María y de la cananea,
que desafían a Dios y en la lucha de la existencia actúan con gran fe
y aceptan los momentos difíciles, aceptan incluso la oscuridad como el
momento álgido del grito, en el que Dios pone a prueba la fe, la
gratuidad del don, a fin de que se exprese una plenitud que constituye
el culmen de todo el camino humano a partir de Abraham?

Aquí podríamos ver una especie de síntesis de toda la historia de la
salvación: el hombre, creado por amor de Dios y llamado a la prueba,
no ha sabido aceptar el desafío de la fe, y el pecado fundamental es
precisamente el de no confiarse en él, no saberse apoyado en la guía
de su palabra. Porque Dios reconstituye la humanidad a través de la
vía de la fe, empezando por Abraham. Así la fe se purifica pasando
por todas las grandes personalidades del Antiguo Testamento, recibe
en Job una particular y enigmática figura ejemplar, y desemboca en la
fe de María, en la fe de los santos del Nuevo Testamento, hasta el
abandono de Jesús al Padre. Jesús es el hombre del abandono total,
pleno, completo, incluso en el momento en que parece que el Padre le
deja en la más negra soledad.

Todos los personajes—Abraham, Jacob, Job, María, la mujer
cananea—se reencuentran en la persona de Jesús, abandonado por
el Padre, abandonándose en el Padre, y constituyen una visión
unitaria de la salvación, a la que hemos sido llamados en nuestra
lucha cotidiana con el misterio de Dios.

* * *

Tres ejemplos de la obediencia de la mente

Teniendo siempre presente el Libro de Job, escojamos algunas
páginas de la Escritura que nos inducen a una reflexión de tipo
cristológico.

Ya hemos profundizado en la importancia de la obediencia de la
mente. Ahora ejemplificaremos el tema con tres casos concretos:

Abraham (Gn 22);
Job (Jb 40-42);
Jesús (Mc 14).

Como de costumbre, antes de la meditación nos inspiraremos en las
palabras de la Carta a los Hebreos, que puede considerarse como un
resumen de todo un curso de Ejercicios: "Por tanto, también nosotros,
teniendo en torno nuestro tan gran nube de testigos, sacudamos todo
lastre y el pecado que nos asedia, y corramos con fortaleza la prueba
que se nos propone, fijos los ojos en Jesús, el que inicia y consuma la
fe, el cual, en lugar del gozo que se le proponía, soportó la cruz sin
miedo a la ignominia, y está sentado a la diestra del trono de Dios.
Fijaos en aquel que soportó tal contradicción de parte de los
pecadores, para que no desfallezcáis faltos de ánimo" (Hb 12,1-3).

Jesús, autor y perfeccionador de la fe, es aquel que ha pasado la
gran prueba; tal prueba ha tenido su culmen en la ignominia de la cruz
a la que se ha sometido soportando una gran hostilidad por parte de
los pecadores. Y esto nos incita a correr con perseverancia en la
carrera que está ante nosotros, deponiendo cuanto haya de lastre y
el pecado que nos asedia, rodeados de una gran número de testigos,
que son todos los santos del Antiguo y del Nuevo Testamento, en
particular los recordados en la Carta a los Hebreos, entre los que se
encuentra Abraham (cfr. Hb 11).

"Concédenos, oh Jesús, tener ante todo la mirada fija en ti. Tú eres
aquel de quien nuestra fe procede, eres aquel que la ha llevado a la
perfección, aquel que ha corrido en la prueba antes que nosotros,
aquel que nos conduce, que no nos deja errar en el camino.
Haz que te contemplemos con afecto profundo y que podamos
encontrar la fuerza y la alegría en tu seguimiento, incluso en los
momentos más difíciles. "


La obediencia de Abraham

"Después de estas cosas sucedió que Dios tentó a Abraham y le
dijo: «¡Abraham, Abraham!»" (Gn 22,1). Estamos en el momento
culminante de la vida de Abraham, que durante toda la tradición
permanecerá como un momento supremo, misterioso, dramático, tanto
que incluso puede ser leído simbólicamente con referencia a Cristo en
la cruz y a la relación del Padre con el Hijo, el Padre "que no perdonó
ni a su propio Hijo" (cfr. Rm 8,32).

Dios pone a prueba a Abraham. Le llama por dos veces y le dice:
"«Toma a tu hijo, a tu único, al que amas, Isaac, vete al país de Moría
y ofrécele allí en holocausto en uno de los montes, el que yo te diga».
Levantóse, pues, Abraham de madrugada, aparejó su asno y tomó
consigo a dos mozos y a su hijo Isaac. Partió la leña del holocausto y
se puso en marcha hacia el lugar que le había dicho Dios" (vv. 2-3).
Nos sorprende la aridez de la historia, como si todo fuera normal: Dios
ordena, Abraham obedece y alzándose de buena mañana se pone en
camino.

Resulta fácil imaginar la lucha que se desencadenaría en la mente
de Abraham, qué pensamientos, objeciones y rebeliones le asaltarían,
con qué repugnacia actuaría mientras externamente mostraba gestos
sencillos, como si se tratara de una excursión al campo. Y nos
sorprende que el texto bíblico no comente el hecho, no aluda a la
lucha dramática interior de Abraham. De ella nos hablará la Carta a
los Hebreos: "Por la fe, Abraham, sometido a la prueba, presentó a
Isaac como ofrenda, y el que había recibido las promesas, ofrecía a
su unigénito, respecto del cual se le había dicho: Por Isaac tendrás
descendencia de tu nombre" (Hb 1,17-18). De forma sintética se
expresa toda la lucha interior que Abraham debe combatir:
¿Precisamente a mí este mandato? ¿A mí que soy heredero de la
promesa, que he sido halagado y fascinado con promesas de
descendencia esperada durante años y años? ¡Si al menos tuviese
más hijos! Pero, Isaac, precisamente el único, precisamente aquel de
quien se me ha dicho: "Por Isaac tendrás descendencia de tu
nombre."

Por una parte Abraham lucha y siente en sí mismo que se le
acumulan las objeciones, tan fáciles, tan razonables, tan
lógicas—como las de Job—, pero por otra parte, como dice la Carta a
los Hebreos: "Pensaba que poderoso era Dios aun para resucitar de
entre los muertos. Por eso lo recobró para que Isaac fuera también
figura" (v. 19).

Es un éxito de la obediencia de la mente porque se fía más allá de
toda confianza, espera contra toda esperanza, según las
acertadísimas palabras de Pablo.

Mientras camina en silencio, intenta reprimir y dominar la multitud de
pensamientos que le atormentan; el hijo, con simplicidad e
ingenuidad, le hace la pregunta que no se debía hacer y que hubiera
podido desencadenar exteriormente la tormenta interior que Abraham
estaba viviendo: "Dijo Isaac a su padre Abraham: «¡Padre!»

Respondió: «¿Qué hay, hijo?» —«Aquí está el fuego y la leña, pero
¿dónde está el cordero para el holocausto?» Dijo Abraham: «Dios
proveerá el cordero para el holocausto, hijo mío»" (Gn 22,7-8).
FE/ABANDONO: Esta es la obediencia de la mente: el abandono, más allá de toda evidencia, al Dios más grande que nosotros, que tiene en su mano todas las cosas, que todo lo sabe, todo lo puede y todo lo provee. De hecho el nombre de aquel lugar será "Yahveh provee", "de donde se dice hoy en día: «En el monte Yahveh provee»" (v. 14).

Es un primer ejemplo dramático de obediencia de la mente, es
decir de obsequio a un misterio del que no se comprenden las
razones, pero se advierte su fuerza dentro de nosotros.
Por esto Abraham es nuestro padre en la fe.


El final del camino de Job

Job, después de tanto hablar y disparatar, llega, al final del primer
discurso sobre Dios, a una expresión que corresponde a una madurez
de la obediencia, que ya ha sido alcanzada.

"Y Yahveh se dirigió a Job y le dijo:
«¿Cederá el adversario de Sadday?
¿El censor de Dios va a replicar aún?»

Y Job respondió a Yahveh:

«He hablado a la ligera: ¿qué voy a responder?
Me taparé la boca con mi mano.
Hablé una vez..., no he de repetir;
dos veces..., ya no insistiré»" (Ib 40,1-2).

Es una primera respuesta de Job y un reconocimiento de que el
mundo, el misterio de la historia y el misterio de cada uno de los
hombres son parte de un misterio más grande e incontrolable.
Después sigue el segundo discurso de Dios (40,6-41), que ha
hecho correr ríos de tinta por parte de los exegetas, siendo difícil
comprender qué elemento esencial añade al primero. ¿Qué sentido
tienen las descripciones, casi barrocas, de los dos grandes animales,
el hipopótamo y el Leviatán? ¿Por qué este interés descriptivo que
parece mermar el acmé dramático al que el Libro había llegado?
Los exegetas han intentado responder de formas diversas. A mí me
parece que quizás una de las respuestas más pertinentes sea que,
después de haber hablado de la naturaleza, se habla de la historia.
Se alude, con la imagen de las bestias, a las dos grandes potencias
que para Israel aparecen invencibles y capaces de destruir el
universo: Egipto—el hipopótamo que es la bestia de los ríos—y
Mesopotamia—el Leviatán, bestia mítica, ferocísima—. Pues bien,
Dios considera también esta realidad desde lo alto, casi como un
juego, porque las conoce desde su interior y, aunque sean crueles,
las tiene en su mano.

Sea el que sea el significado del pasaje, Dios vuelve con sus
respuestas, entrando en el discurso de Job, no directamente, sino
ampliando el horizonte hasta los límites de lo posible, incluso más allá,
forzando al hombre Job:

"Yahveh respondió a Job desde el seno de la tempestad y dijo:

«Ciñe tus lomos como un bravo:
voy a preguntarte y tú me instruirás»" (40,6-7).

Es la exaltación de Job, aunque sea un tanto irónicamente:

"`Y yo mismo te rendiré homenaje,
por la victoria que te da tu diestra!" (v. 14).

Algunos comentaristas han observado que Dios ha salido así del
dilema de Job, que consistía en saber si tenía razón o no. El Señor le
dice: Tú eres fuerte, y por eso te glorifico, pero yo también tengo
razón. La justicia de Dios es distinta de la nuestra; es posible una
glorificación de Dios y del mundo y del hombre, a través de designios
misteriosos. Este parece ser el sentido de las palabras.
Después de la alabanza a Job, Dios prosigue:

"Mira a Behemot, (el buey de las aguas).
Se alimenta de hierba como el buey.
Mira su fuerza en sus riñones,
en los músculos del vientre su vigor.
Atiesa su cola igual que un cedro,
los nervios de sus muslos se entrelazan.
Tubos de bronce son sus vértebras,
sus huesos, como barras de hierro" (cfr. 40, l 5- l 8).

Y más adelante:

"Y a Leviatán ¿le pescarás tú a anzuelo,
sujetarás con un cordel su lengua?
¿Harás pasar por su nariz un junco?
¿taladrarás con un gancho su quijada?
... ¿Quién le hizo frente y quedó salvo?
¡Ninguno bajo la capa de los cielos!
Mencionaré también sus miembros,
hablaré de su fuerza incomparable.
... No hay en la tierra semejante a él,
que ha sido hecho intrépido.
Mira a la cara a los más altos,
es rey de todos los hijos del orgullo" (cfr. 40,25-26; 41,3-4.25-26).

Al final de la larga descripción de las dos bestias, viene la respuesta
de Job:

"Y Job respondió a Yahveh:
Sé que eres todopoderoso:
ningún proyecto te es irrealizable.
Era yo el que empañaba el Consejo
con razones sin sentido.
Sí, he hablado sin inteligencia de maravillas
que me superan y que ignoro.
(Escucha, deja que yo hable:
voy a interrogarte y tú me instruirás.)
Yo te conocía sólo de oídas,
mas ahora te han visto mis ojos.
Por eso retracto mis palabras,
me arrepiento en el polvo y la ceniza" (42,1-ó).

Job comienza con unas palabras muy hermosas, que las repetirá
después el ángel a María, y Jesús a propósito del joven rico y de la
salvación de cuantos poseen riquezas: "Nada es imposible para Dios".
Los designios divinos son inescrutables, más allá de toda posible
evidencia física o moral. Dios es el Viviente, la regla última de amor de
todo el universo.

"Era yo el que empañaba el Consejo con razones sin sentido". San
Pablo, después de haber contemplado el misterio terrible de Israel,
intuye que debe encerrar un designio impenetrable y expresa la
misma certeza de Job (cfr. Rm 11).

Y Job ejecuta el acto final de obediencia de la mente y al mismo
tiempo de confesión: "Sí, he hablado sin inteligencia de maravillas que
me superan y que ignoro".

Es un juicio sobre lo que se ha dicho: sus palabras contenían una
parte de verdad, pero el conjunto del discurso tendía a explorar cosas
que no le competían, que escapan al hombre.

Sigue el versículo 5 que, a mi modo de ver, es el momento álgido de
todo el Libro, en particular por lo que se refiere a la enseñanza que
podemos extraer:

"Yo te conocía sólo de oídas,
mas ahora te han visto mis ojos".

Aquí está el sentido del largo trabajo de Job. Conocía a Dios desde
la catequesis, desde la teología, las disquisiciones o los libros. No se
trataba, entiéndase bien, de conocimientos falsos; pero sin embargo
no acertaba a unificar, a enfocar realmente el rostro de Dios; y Job se
perdía en el intento de aunar la multiplicad de los razonamientos.
Ahora sus ojos han sido iluminados y ha logrado intuir directamente
que de Dios no se habla: se le escucha y se le adora.

En esta disposición, que he llamado "afectiva" porque no pretende
descubrir todo con la fuerza de la inteligencia sino someterse al
misterio, se nos ha concedido la connaturalidad con este mismo
misterio, expresada por Jesús cuando dice: "Permaneced en mí y yo
en vosotros": entonces podremos afirmar que vemos a Dios con
nuestros propios ojos. Obviamente es necesario un raciocinio, son
necesarias la teología y las pastorales, pero más allá de todo eso
cuenta la última intuición. Este es el motivo de los motivos, más aún, el
motivo sin motivo, desde el momento en que en Dios está únicamente
su ser, su ser para nosotros, su ser para mí, todas las otras razones
deberán callar. En la sumisión al misterio conocemos verdaderamente
a Aquel de quien todo procede, a quien todo vuelve y que unifica
nuestra existencia.

Démonos cuenta de que Dios ha considerado los razonamientos de
Job mejor que los de sus amigos, que se han limitado a una expresión
teológica muy tímida, demasiado prudente, más ligada a la geometría
que a la profundidad teológica. Job se ha lanzado más adelante, ha
sido más valiente, ha tenido mayor ánimo, más pasión, y por tanto se
ha aproximado más al misterio trinitario, que es dedicación, entrega y
pasión, que es totalidad y don. Sin embargo, habiendo pretendido
hacerlo con palabras, aún se ha quedado muy lejos: "Por eso retracto
mis palabras, me arrepiento en el polvo y la ceniza" (v.ó).

Finalmente ha llegado a la obediencia de la mente que es el amor,
la humildad, la reverencia amorosa, la sumisión que resume toda la
espiritualidad de la alianza: confianza en mi aliado, abandono a él, no
necesidad de saberlo todo ni sobre él ni sobre mí, y,
consecuentemente, un conocimiento mucho más profundo del que se
puede alcanzar con la sutilidad de los razonamientos.


El ejemplo de Jesús en Getsemaní

El tercer ejemplo de obediencia de la mente es Jesús en
Getsemaní.

"Van a una propiedad, llamada Getsemaní, y dice a sus discípulos:
«Sentaos aquí, mientras yo hago oración». Toma consigo a Pedro,
Santiago y Juan, y comenzó a sentir pavor y angustia. Y les dice: «Mi
alma está triste hasta el punto de morir; quedaos aquí y velad». Y
adelantándose un poco, cayó en tierra y suplicaba que a ser posible
pasara de él aquella hora" (/Mc/14/32-35).

No sabemos si éste fue el único momento tan dramático de la
prueba de Jesús. Algún otro indicio de los evangelistas permite
suponer que no haya sido el único, porque San Juan habla de fuertes
tribulaciones, de situaciones peligrosas, incluso durante su vida
pública.

En Getsemaní tenemos una concretización típica del ser tentado de
Jesús, que la Carta a los Hebreos refiere en el conjunto de su
existencia terrena: "Pues no tenemos un Sumo Sacerdote que no
pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino probado en todo
igual que nosotros, excepto en el pecado." (Hb 4,15).

En todo, por tanto en el miedo, en el disgusto, el tedio, la
repugnacia, la desmotivación, que vemos aflorar en Getsemaní. Es la
prueba que hemos visto recordada en Hebreos 12.

¿Qué significan estos sentimientos de angustia que tienen su
culmen en la tristeza "hasta la muerte"?

No resulta fácil entrar lógicamente en el contexto. Quizás nos pueda
ayudar una oración afectiva que intente hacerse presente en la
conciencia de Jesús, contemplarlo sintiendo con él miedo y angustia.

Quizás podamos parangonar su miedo con el nuestro, sobre todo el
que sufrimos cuando meditamos en el Reino de Dios, y nos damos
cuenta de que no sabemos lo que debemos hacer, pero que intuimos
será difícil; también con nuestro miedo por los otros, por los peligros
espirituales gravísimos en que se encuentran; con nuestro miedo ante
los fracasos o retrocesos de la Iglesia de Dios; o ante situaciones
dramáticas de familias, de personas enfermas, de sufrimientos por
hijos drogadictos; o ante tragedias que la enfermedad psíquica
provoca en las familias, convirtiéndolas en un infierno.

Todo eso es, de alguna forma, participación en la angustia y en la
tristeza probadas por Jesús.

Y nosotros conocemos todos los sentimientos de inutilidad, de
disgusto, de huida, de abandono, que nos vienen de aquella angustia,
porque han sido ejemplificados en el Libro de Job.

En la Carta a los Hebreos se resume así la condición en la que vive
Jesús: "El cual, habiendo ofrecido en los días de su vida mortal
ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que podía
salvarle de la muerte... y aun siendo Hijo, con lo que padeció
experimentó la obediencia; y llegado a la perfección, se convirtió en
causa de salvación eterna para todos los que le obedecen" (5,7-9).

La insistencia es sobre el tema de la obediencia: él aprende la
obediencia de la mente y se convierte en causa de salvación para
todos los que aprenden a obedecerle a él.

¿Cómo reacciona Jesús en esta lucha por la obediencia de la
mente, cuya única salida, para muchos, es la huida, la retirada, el
abandono de todo?

Reacciona permaneciendo. Les pide a sus discípulos que se
queden, que no huyan, que no cambien la situación, sino que se
enfrenten a la lucha. Después, andando un poco más adelante, cae a
tierra y ora para que, si es posible, pase de él esa hora.

Es precioso que Jesús afronte directamente el mal a partir de su
propia debilidad: "que pase de él esa hora."

Su lucha es una lucha con el Padre, y él quiere a toda costa que
triunfe la voluntad del Padre. En efecto: "Y decía: «¡Abbá, Padre!;
todo es posible para ti; aparta de mí este cáliz; pero no sea lo que yo
quiero, sino lo que quieras tú»" (Mc 14,36).

Él sabe que quiere otra cosa, que quiere que se aleje de él aquel
cáliz, pero sus palabras son decisivas: "lo que tú quieras."

Es la última palabra de la fe, de la obediencia de la mente, palabra
que interpreta Abraham, Job, todos los santos de la vía de la fe en el
Antiguo Testamento.

Podemos quedarnos en contemplación afectiva de Jesús en
Getsemaní y pedirle: ¿Qué me dices? ¿Cómo vivo yo esta realidad?


Reflexiones conclusivas

Sugiero tres reflexiones como conclusión.

1. Si hay una lucha por la obediencia de la mente, el modelo es
Jesús en el huerto, Jesús orante; él es el modelo último que resume
todo el combate de Job en su violencia y en su victoria, el lugar
idóneo para releer el conjunto del Libro de Job y captar la finalidad en
el designio divino.

2. Quien reza para no caer en la tentación ha llegado ya a la mitad
de su victoria. En efecto, Jesús pide a sus discípulos: "Rezad para no
caer en tentación", obligándonos a repetir esta incesante petición en
la oración dominical, petición que no siempre comprendemos en toda
su importancia y que con frecuencia formulamos únicamente con los
labios. Con esa petición, sin embargo, se pide al Padre que acepte el
carácter de lucha y de prueba de tantas y tantas situaciones, que no
nos haga zambullirnos de cabeza sin comprender antes que se trata
de una prueba, sino que la afrontemos con la oración. Cuando uno se
da cuenta de que una cierta realidad, un suceso, es una prueba que
Dios nos pone, ya ha superado la mitad de la dificultad; cuando, sin
embargo, se la interpreta como destino horrible, como maldad de la
gente, de la sociedad, como ignorancia de los superiores o pereza de
quienes nos han sido confiados, resultará entonces bastante difícil
salir de ahí, y los discursos racionales y métodos programáticos sólo
en parte podrán resolver el problema.

Pero si acepto el aspecto de prueba, entonces surge el grito:
"'Señor, no permitas que caiga en la tentación! Hazme comprender
que estoy viviendo un momento importante en mi vida y que tú estás
conmigo para probar mi fe y mi amor."

3. La verdadera victoria está, como enseñan Abraham, Job y sobre
todo Jesús, en el abandono al misterio inagotable, creativo,
sorprendente de Dios, que tiene recursos más allá de cuanto
podamos pensar y comprender. Nunca debemos creer que nos
encontramos en un callejón sin salida, porque aunque tengamos esa
impresión, la Trinidad es siempre capaz de la creatividad necesaria
para una acogida; por tanto el muro de la existencia, el callejón ciego
en el que uno se siente, viene superado por un abandono que es el
acto supremo de libertad del hombre, el acto en el que el hombre se
hace mayor a sí mismo, es decir creatura hecha para el diálogo con
Dios, y que se salva en la confianza total a él como Padre lleno de
amor y de misericordia.

"Concédenos, oh Padre, conocerte de esa forma. Haz que nuestros
ojos te conozcan y te vean con aquella verdad que es la verdad del
kerygma, del evangelio, de la salvación definitiva."

* * *

 

LA IGLESIA QUE SUFRE

Homilía de la fiesta de San Bartolomé
Lecturas: /Ap/21/09-14; /1Co/04/09-15; /Jn/01/45-51

—El evangelio nos presenta a un hombre que nos recuerda a Job.
Natanael, un hombre recto, íntegro, simple, capaz de abrirse a la
verdad.

Habíamos leído: "Y Yahveh dijo a Satán: «¿No te has fijado en mi
siervo Job? ¡No hay nadie como él en la tierra; es un hombre cabal y
recto, que teme a Dios y se aparta del mal»" (Job 1,8).

Y Jesús exclama: "Ahí tenéis a un israelita de verdad, en quien no
hay engaño" (Jn 1,47).

Natanael es un hombre justo, y a pesar de ello deberá pasar su
prueba.

Toda su vida será una participación en el misterio de la pasión de
Jesús, hasta la prueba suprema del martirio, que hoy la Iglesia nos
hace meditar.

—El tema de la prueba de apóstol lo ha descrito Pablo
ampliamente: A nosotros, los apóstoles—los elegidos, los que han
creído, que han aceptado que la justicia de Dios se manifieste en sus
personas—Dios nos ha asignado "el último lugar, como condenados a
muerte, puestos a modo de espectáculo para el mundo, los ángeles y
los hombres". Son palabras realmente sorprendentes.

La expresión "espectáculo para el mundo" nos hace pensar en la
lucha impar que se desenvuelve en un anfiteatro entre los hombres y
las bestias feroces.

Y aún San Pablo elenca una serie de adjetivos negativos: "necios,
débiles, despreciados, hambrientos, sedientos, desnudos,
abofeteados, vagabundos, fatigados, insultados, perseguidos,
calumniados, basura del mundo, deshecho de todos" (1 Cor 4,9-13).

Nos viene a la mente, otra vez, Job, que bebe el cáliz hasta la última
gota.

El misterio de la prueba del justo se convierte, en el pasaje paulino,
en el misterio de la prueba del apóstol, con una apertura
neotestamentaria que en Job es implícita y aparecerá sólo en la
conclusión.

Aquí ya está presente en el mismo sufrimiento: el apóstol, que
participa de la condición del justo que sufre, expresa la plenitud de la
resurrección; "insultados, bendecimos; perseguidos, soportamos;
calumniados, confortamos."

Es el esplendor de la fuerza de la cruz.

—Todo esto nos conduce a la visión celeste de la primera lectura,
del Libro del Apocalipsis, que podemos leer como visión conclusiva de
la meditación de la Iglesia sobre el apóstol Bartolomé. No es casual
que las oraciones litúrgicas de esta Misa estén todas centradas en el
tema de la Iglesia.

La Iglesia, reflexionando sobre San Bartolomé, reflexiona sobre el
propio misterio en el marco del Apocalipsis, donde aparece
perseguida y sufriente, realizando en sí misma la figura de Job.

Es preciosa la descripción de la Jerusalén mesiánica, denominada
con bellísimos apelativos: "la Novia, la Esposa del Cordero" (Ap 21,9).

En la tradición oriental los dos términos equivalen, porque novia
quiere decir prometida definitivamente como esposa, ligada por un
contrato que dura toda la vida.

Se quiere indicar así la plenitud nupcial, la relación paritaria,
afectiva, indisoluble que Dios estrecha con su pueblo, la confianza
que el pueblo, la Iglesia tiene con Dios.

En el caso de Job a la confianza le resultaba difícil expresarse.

En María de Nazaret y en la cananea la confianza se expresa con
toda la riqueza y el amor posibles en un corazón humano: tú no
puedes olvidarme, no puedo no tener confianza en ti, tú no puedes no
ver la situación dolorosa en la que vivo, tu interés es grande porque
has puesto sobre mí tu mano.

Esta es la Iglesia que vive su certeza de novia y esposa del
Cordero, de aquel que tiene en su mano los destinos del universo y
que con su muerte ha salvado la historia y la ha redimido.

"Me trasladó en espíritu a un monte grande y alto y me mostró la
Ciudad Santa de Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios" (v.
10).

Con frecuencia me he preguntado por qué se ha descrito la Iglesia
de esta forma.

Nosotros nos imaginamos más bien lo contrario, nos imaginamos a
la Iglesia que sube hacia Dios a través de pruebas históricas que la
purifican. Y sin embargo la visión nos presenta, de forma inesperada,
a la Iglesia descendiendo del cielo.

¿Qué significa esta visión, un tanto paradójica, respecto a aquella
ascendente histórica que ordinariamente fomentamos?

Significa, me parece, que la Iglesia, siendo un pueblo peregrino
hacia su Señor, en su hacerse, en su camino hacia la plenitud, es
toda ella don de Dios, viene de lo alto, de la gracia, del amor, de la
misericordia, y en su ser como don, en su ser en Jesús, en el
Cordero, expresa la totalidad de la salvación, la propia catolicidad: en
ella está la apertura a toda la realidad, está el pueblo hebreo y la
humanidad entera.

Esta es la contemplación de la Iglesia que nosotros, los pastores,
debemos tener siempre ante nuestros ojos.

Nosotros, que vemos segmentos quizás imperfectos, quizás
irritantes, con frecuencia inadecuados, de la realización de la Iglesia,
nosotros, que estamos tentados por las frustraciones,
desmotivaciones y desesperanzas, debemos sin embargo
alimentarnos con esta contemplación.

Y alguna vez me ha sucedido, celebrando un pontifical o la
Eucaristía para una gran multitud, quedarme sorprendido por una
visión de este tipo: soy testigo de la obra maravillosa de Dios, que
desciende de lo alto.

Con los ojos podía ver gente distraída, adormilada, habladora, pero
con la mirada de la fe admiro estupefacto esta novia, esta esposa
que, gracias a la Eucaristía, desciende de la fuerza de Dios y se
constituye definitivamente.

El estupor por la visión de la Jerusalén que desciende desde lo alto,
nos ayuda en el camino cotidiano, es el alimento que continuamente
nos regenera respecto a las desilusiones contingentes que probamos
en las diversas experiencias individuales de nuestro ministerio.

"Concédenos, Señor, por intercesión de San Bartolomé, la certeza,
la claridad de esta visión de tu obra que inevitablemente desciende de
lo alto y que tú constituyes con absoluta determinación y perpetuidad
en nuestro mundo lleno de incertidumbre, de miedo, de temor, de
inconstancia.

Concédenos, sobre todo a través de esta contemplación mediata de
la Eucaristía, del cuerpo y de la sangre de tu Hijo, poder caminar
siempre y esperar viendo lo invisible ya presente, es decir la Iglesia de
Dios que desde lo alto desciende para alegrar la tierra con el anuncio
de la salvación definitiva."

 

 

EDICEP CB. Valencia 1990. Págs. 123-157