EL REGRESO DEL HIJO-PRODIGO 4

 

HENRI J. M. NOUWEN

 

CONVERTIRSE EN EL PADRE

 

«Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso.»

-Un paso solitario   Desde el principio estuve preparado para aceptar que tanto la figura del hijo menor como la del mayor serían aspectos fundamentales de mi viaje espiritual. Durante mucho tiempo, el padre fue «el otro», el que me recibiría, me perdonaría, me ofrecería una casa y me daría paz y alegría. El padre era el lugar al que volver, la meta de mi viaje, la última morada. Fue poco a poco, y en ocasiones muy dolorosamente, como caí en la cuenta de que mi viaje espiritual jamás estaría completo mientras el padre siguiera siendo un intruso.

Fue entonces cuando vi claro que ni mi formación teológica ni mi formación espiritual habían sido capaces de liberarme de la idea de un Dios Padre que seguía amenazándome y amedrentándome. Todo lo que había aprendido acerca del amor del Padre no me había permitido abandonar la idea de una autoridad que tenía poder sobre mí y que utilizaría ese poder según su voluntad. De alguna manera, el amor de Dios hacia mí estaba limitado por mi miedo hacia el poder de Dios, y lo más prudente era mantenerse a distancia, a pesar de que mi deseo de acercarme era inmenso. Sé que este sentimiento es compartido por muchas personas. He visto cómo el miedo a convertirse en víctima de la venganza y del castigo de Dios ha paralizado la vida intelectual y emocional de mucha gente, independientemente de la edad, religión o estilo de vida. El miedo a Dios es una de las grandes tragedias humanas.

El último paso en la vida espiritual está muy lejos de un sentimiento de miedo hacia el Padre y que es posible convertirse en Él. Mientras el Padre despierte miedo, continuará siendo un intruso y será imposible que ponga su morada en mi interior. Mi vocación última es la de ser como el Padre y vivir su divina compasión en mi vida cotidiana. Aunque sea el hijo menor y el hijo mayor, no estoy llamado a continuar siéndolo, sino a convertirme en el padre. Nadie ha sido padre o madre sin antes ser hijo o hija, pero cada hijo e hija debe elegir conscientemente dar un paso más y convertirse en padre o madre para otros. Es un paso muy duro y solitario de dar -especialmente en un período de la historia en que es tan difícil vivir bien la paternidad- pero a la vez es un paso esencial para el cumplimiento del viaje espiritual.  

Me sorprende pensar en el tiempo que me ha llevado hacer del padre el centro de mi atención. ¡Era tan fácil identificarse con los dos hijos! Su desobediencia es tan comprensible y tan humana que el identificarse con ellos surge de inmediato. Durante mucho tiempo me identifiqué tanto con el hijo menor, que ni se me ocurrió pensar que podía parecerme más al mayor. Pero tan pronto como mi amigo dijo: «me pregunto si no serás más bien como el hijo mayor,» me fue muy difícil pensar en otra cosa. Aparentemente, todos participamos en mayor o menor medida de todas las formas de miseria humana. Nadie está completamente libre de la codicia, o de la ira, o de la lujuria, o del resentimiento, o de la frivolidad, o de los celos. La debilidad humana puede surgir de mil formas, pero no hay ofensa, crimen o guerra que no encuentre su semilla en nuestros corazones.

¿Pero qué hay del padre? ¿Por qué prestamos tanta atención a los hijos cuando es el padre el centro, aquél con quien debo identificarme? ¿Por qué hablar tanto de ser como los hijos cuando la pregunta clave es: ¿Quieres ser como el padre? Uno se siente bien al poder decir: «Estos hijos son como yo» porque siente que se le comprende. Pero ¿cómo sienta decir: «El padre es como yo»? ¿Quiero ser no sólo como aquél que es perdonado, sino también como aquél que perdona; no sólo como aquél a quien se le da la bienvenida, sino también como aquél que la da; no sólo como aquél que recibe misericordia, sino también como aquél que la da?

¿No hay una presión tanto en la Iglesia como en la sociedad para que sigamos siendo como hijos dependientes? ¿No hizo la Iglesia en el pasado hincapié en la obediencia de un modo tal que resultaba muy difícil descubrir la paternidad espiritual? ¿Acaso nuestra sociedad consumista no nos anima a dejarnos llevar por la autogratificación infantil? ¿Quién nos ha retado a que nos liberemos de las dependencias inmaduras y que aceptemos la carga de ser adultos responsables? ¿Acaso no intentamos escaparnos de la dura tarea que supone la paternidad?   Tal vez, la afirmación más radical que hizo Jesús fue: «Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso.» (/Lc/06/36) Jesús describe la misericordia de Dios no sólo para mostrarme lo que Dios siente por mí, o para perdonarme los pecados y ofrecerme una vida nueva y mucha felicidad, sino para invitarme a ser como Dios y para que sea tan misericordioso con los demás como lo es Él conmigo. Si el único significado de la historia fuera que la gente peca pero que Dios perdona, yo podría muy fácilmente empezar a pensar en mis pecados como una buenísima ocasión para que Dios me muestre su perdón. En una interpretación así no habría un verdadero reto. Me resignaría a que soy débil y estaría esperando a que Dios cerrara finalmente sus ojos a mis pecados y me dejara entrar en casa, hubiera hecho lo que hubiera hecho. Pero este mensaje tan sentimental y romántico no es el mensaje de los Evangelios.

A lo que estoy llamado es a hacer verdad en mí que, tanto si soy el hijo menor como si soy el mayor, soy el hijo de mi Padre misericordioso. Soy un heredero. Nadie expresa esto tan claramente como Pablo cuando escribe: «Ese mismo Espíritu se une al nuestro para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y si somos hijos, también somos herederos de Dios y coherederos con Cristo, toda vez que, si ahora padecemos con él, seremos también glorificados con él.» (Rm/08/16-17) Así pues, como hijo y heredero me convierto en sucesor. Estoy destinado a entrar en el lugar del Padre y ofrecer a otros la misma compasión que Él me ofrece. El regreso al Padre es el reto para convertirse en el Padre.

Esta llamada a ser el Padre excluye cualquier interpretación «suave» de la historia. Sé lo mucho que deseo volver y estar a salvo, pero ¿realmente quiero ser hijo y heredero sabiendo todo lo que esto implica? Estar en la casa del Padre exige que haga mía la vida del Padre y me transforme en su imagen.

Hace poco, mirándome en el espejo, me chocó comprobar lo mucho que me parezco a mi padre. Mirando mis rasgos, de repente vi al hombre que veía cuando tenía veintisiete años: el hombre al que admiraba, criticaba, quería y temía. Había invertido mucha de mi energía en encontrar mi yo en el rostro de aquella persona, y muchas de las preguntas acerca de quién era y en quién me convertiría habían tomado forma siendo hijo de este hombre. Cuando me vi reflejado en el espejo, me di cuenta de que todas las diferencias de las que había sido consciente en mi vida eran muy pequeñas en comparación con las similitudes. Me di cuenta con sorpresa de que era heredero, sucesor, admirado, temido, alabado e incomprendido por otros, igual que mi padre lo era por mí.

-La paternidad misericordiosa  

Esta consideración me ayuda a comprender que ya no necesito echar mano de mi condición de hijo para mantenerme a distancia. Habiendo vivido mi condición de hijo en plenitud, ha llegado la hora de acabar con todas las barreras y descubrir que lo que realmente deseo es convertirme en el anciano que veo ante mí. No puedo ser siempre un niño. No puedo seguir poniendo a mi padre como excusa en mi vida. Tengo que atreverme a extender las manos en un gesto de alabanza y recibir a mis hijos con compasión, sin tener en cuenta los pensamientos o sentimientos que tengan hacia mí. Ahora necesito descubrir lo que realmente significa ser un Padre misericordioso porque éste es el fin último de mi vida espiritual, como queda expresado en la parábola.  

Primero, debo tener en cuenta el contexto en que Jesús contó la historia del «hombre que tenía dos hijos.» Lucas escribe: «Todos los publicanos y pecadores se acercaban a Jesús para oírlo. Los fariseos y los maestros de la ley murmuraban: Este anda con pecadores y come con ellos.» (Lc 15,1-2) Pusieron su legitimidad de maestro en cuestión, criticando su proximidad con los pecadores. Como respuesta, Jesús les cuenta las parábolas de la oveja perdida, la moneda extraviada y el hijo pródigo.

Jesús deja claro que el Dios del que habla, es un Dios de misericordia que da la bienvenida y acoge encantado a los pecadores arrepentidos. Así pues, tratar y comer con gente de mala reputación no contradice sus enseñanzas sobre Dios, sino que, al contrario, hace que sus enseñanzas puedan vivirse en la vida diaria. Si Dios perdona a los pecadores, entonces aquéllos que tienen fe deberán hacer lo mismo. Si Dios acoge a los pecadores en casa, entonces aquéllos que confían en Dios también deberán hacerlo. Si Dios es misericordioso, los que aman a Dios deberán ser misericordiosos. El Dios que Jesús anuncia y en cuyo nombre actúa, es el Dios de la misericordia, el Dios que se ofrece como ejemplo y modelo de comportamiento humano.

Pero hay más. Convertirse en el Padre celestial no es sólo un aspecto importante de las enseñanzas de Jesús; es el núcleo mismo de su mensaje. La radicalidad de las palabras de Jesús y la aparente imposibilidad de sus exigencias son obvias cuando son escuchadas como parte de una llamada general a convertirse y a ser verdaderos hijos e hijas de Dios.

En la medida en que sigamos perteneciendo a este mundo, seguiremos siendo víctimas de sus métodos competitivos y esperaremos ser recompensados por todo el bien que hacemos. Pero cuando pertenecemos a Dios, que nos ama sin condiciones, podemos vivir como El. La gran conversión a la que nos llama Jesús consiste en pasar de pertenecer al mundo a pertenecer a Dios.

Cuando, poco antes de morir, Jesús reza a su Padre por sus discípulos, dice: «[Padre,] Ellos no pertenecen al mundo, como tampoco pertenezco yo... Te pido que todos sean uno. Padre, lo mismo que tú estás en mí y yo en ti, que también ellos estén unidos a nosotros; de este modo, el mundo podrá creer que tú me has enviado." (Jn 17,16-21)

Una vez que estemos en la casa de Dios como hijos e hijas suyos, podremos ser como Él, amar como Él, ser buenos como Él, preocuparnos por los demás como Él. Jesús deja esto muy claro cuando explica que: «Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a quienes los aman. Si hacéis el bien a quien os lo hace a vosotros, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores hacen lo mismo. Y si prestáis a aquellos de quien esperáis recibir, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores se prestan entre ellos para recibir lo equivalente. Vosotros amad a vuestros enemigos, haced bien y prestad sin esperar nada a cambio; así vuestra recompensa será grande, y seréis hijos del Altísimo. Porque él es bueno para los ingratos y malos. Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso." (Lc 6,32-36)

A-H/NUCLEO-EV: Éste es el núcleo del mensaje del Evangelio. La forma a la que estamos llamados a amar los seres humanos, es la forma como Dios ama. Estamos llamados a amar al prójimo con el mismo amor generoso del padre. La misericordia con la que se nos ama no está basada en la competitividad. En esta misericordia no puede haber competiciones. Si vamos a ser recibidos no sólo por Dios sino como Dios, tenemos que llegar a ser como el Padre celestial y contemplar el mundo con sus ojos.

La persona de Jesús es más importante que el contexto de la parábola y que la parábola en sí. Jesús es el verdadero Hijo del Padre. Es nuestro modelo a seguir para llegar a ser como el Padre. En Él habita la plenitud de Dios. Todo el conocimiento de Dios reside en Él; toda la gloria de Dios permanece en Él; todo el poder de Dios le pertenece. Su unidad con el Padre es tan íntima y tan completa que ver a Jesús es ver al Padre. «Muéstranos al Padre,» le dice Felipe. Jesús le responde: «El que me ve a mí, ve al Padre.» (Jn 14,9)

Jesús nos enseña en qué consiste la verdadera condición de hijo. Es el hijo menor sin ser rebelde. Es el hijo mayor sin ser rencoroso. Es obediente al Padre en todo, pero no es su esclavo. Escucha todo lo que le dice el Padre, pero esto no le convierte en su criado. Hace todo lo que le dice el Padre que haga, pero es completamente libre. Lo da todo y lo recibe todo. Dice abiertamente: «Yo os aseguro que el Hijo no puede hacer nada de por su cuenta; él hace únicamente lo que ve hacer al Padre: lo que hace el Padre, eso hace también el Hijo. Pues el Padre ama al Hijo y le manifiesta todas sus obras; y le manifestará todavía cosas mayores, de modo que vosotros mismos quedaréis maravillados. Porque, así como el Padre resucita a los muertos, dándoles la vida, así también el Hijo da la vida a los que quiere. El Padre no juzga a nadie, sino que le ha dado al Hijo todo el poder de juzgar. Y quiere que todos den al Hijo el mismo honor que dan al Padre.» (Jn 5,19-23)

Esta es la condición divina de hijo, la condición a la que estoy llamado. El misterio de la redención consiste en que el Hijo de Dios se hizo carne para que todos los hijos perdidos pudieran llegar a ser hijos e hijas como lo es Jesús. Desde esta perspectiva, la historia del hijo pródigo adquiere una nueva dimensión. Jesús, el Amado del Padre, abandona la casa de su Padre para acabar con los pecados de los hijos caprichosos y devolverlos a casa. Pero hasta su marcha, permanece cerca del Padre, le obedece y ofrece curación a sus hermanos y hermanas resentidos. Así, por mí, Jesús se convierte en el hijo menor y en el hijo mayor para enseñarme cómo convertirme en el Padre. A través de Él, puedo volver a ser un verdadero hijo otra vez y, como verdadero hijo, puedo llegar a ser misericordioso como lo es nuestro Padre celestial.

A medida que pasan los años, voy viendo lo difícil, desafiante y a la vez satisfactorio que es crecer hacia esta paternidad espiritual. Una vez tuve la ilusión de que un día todos mis jefes se irían y yo podría al fin mandar. Pero ésta es la dinámica del mundo, donde el poder es lo más importante. Y resulta fácil comprobar que aquéllos que durante toda su vida han intentado deshacerse de sus jefes, cuando por fin logren ocupar su puesto no serán muy diferentes a como fueron sus predecesores. La paternidad espiritual no tiene nada que ver con el poder o el control. Es una paternidad de misericordia. Y para comprenderlo en profundidad, tengo que seguir mirando cómo abraza el padre a su hijo. Continuamente me encuentro luchando para conseguir poder a pesar de mis mejores intenciones. Cuando doy algún consejo, quiero saber si se ha seguido; cuando ofrezco mi ayuda, quiero que me den las gracias; cuando presto dinero, quiero que se utilice a mi manera; cuando hago algo bien, quiero que se me recuerde. Puede que no me hagan una estatua, o una placa conmemorativa, pero vivo preocupado porque no me olviden, por permanecer en el pensamiento y en los actos de los demás.

Sin embargo, el padre del hijo pródigo no vive preocupado por sí mismo. Su vida, llena de tantos sufrimientos, le ha hecho un hombre que no siente ningún deseo de controlar. Sus hijos son su única preocupación; quiere darse a ellos completamente, y por ellos renuncia a todo lo demás.

¿Soy yo capaz de dar sin pedir nada a cambio, amar sin poner condiciones a mi amor? Cuando considero mi necesidad de que se me reconozca y de que se me aprecie, me doy cuenta de que tengo que librar una dura batalla. Pero también estoy convencido de que cada vez que consigo vencer esta necesidad y actúo libremente, puedo confiar en que mi vida puede dar los frutos del Espíritu de Dios.

¿Hay algún camino para llegar a la paternidad espiritual? ¿O estoy condenado a seguir tan atrapado en mi necesidad de encontrar un lugar en el mundo que acabaré utilizando una y otra vez la autoridad del poder en vez de la autoridad de la misericordia? ¿Acaso el sentido de la competencia me ha invadido hasta el punto que veré a mis propios hijos como a rivales? Si realmente Jesús me llama para ser misericordioso como su Padre celestial es misericordioso, y si Jesús se ofrece a sí mismo como el camino para llevar una vida misericordiosa, entonces yo no puedo seguir actuando como si la competencia fuera la última palabra. Tengo que confiar en que soy capaz de convertirme en el padre que estoy llamado a ser.

-Dolor, perdón y generosidad

Descubro tres aspectos de la paternidad misericordiosa: el dolor, el perdón y la generosidad.

Puede parecer raro considerar el dolor como una forma de compasión, pero lo es. El dolor me hace reconocer los pecados del mundo -incluidos los míos-, me estremece el corazón y me hace derramar muchas lágrimas por ellos. No hay misericordia sin lágrimas. Si no son lágrimas que salen de los ojos, tienen que ser lágrimas que broten del corazón. Cuando me paro a pensar en la desobediencia de los hijos de Dios, en nuestra lujuria, nuestra codicia, nuestra violencia, nuestra ira, nuestro rencor, y cuando los miro a través de los ojos del corazón de Dios, no puedo más que llorar y gritar con dolor:

Mira, alma mía, cómo un ser humano intenta hacer daño a otro; mira cómo esos tratan de perjudicar a sus compañeros; mira a aquellos padres molestando a sus hijos; mira cómo el amo explota a sus trabajadores; mira a la mujer violada, al hombre maltratado, a los niños abandonados. Mira, alma mía, el mundo; los campos de concentración, las cárceles, los reformatorios, las clínicas, los hospitales y escucha los gritos de los pobres.

Este dolor es oración. Pero el dolor es la disciplina del corazón que ve el pecado del mundo, y es también el doloroso precio para alcanzar la libertad sin la cual el amor no puede surgir. Estoy empezando a ver que el dolor es una parte muy importante de la oración. El dolor es tan profundo no sólo porque el pecado del hombre sea tan grande, sino también -y sobre todo- porque el amor divino no conoce fronteras. Para llegar a ser como el Padre, cuya única autoridad es la compasión, tengo que derramar incontables lágrimas y así preparar mi corazón para recibir a cualquier persona, no importa cuál haya sido su trayectoria, y perdonarle desde ese corazón.

El segundo camino que conduce a la paternidad espiritual es el perdón. Es a través del perdón constante como llegamos a ser como el Padre. Perdonar de corazón es muy difícil. Casi imposible. Jesús dijo a sus discípulos: «Si tu hermano peca contra ti siete veces al día y otras siete viene a decirte: 'Me arrepiento', perdónalo.» (Lc 17,4)

Muchas veces digo, "te perdono," pero mi corazón sigue enfadado o resentido. Quiero seguir escuchando la historia que me demuestra que después de todo tengo razón; quiero seguir oyendo disculpas y excusas; quiero tener la satisfacción de recibir alguna alabanza a cambio -¡aunque sólo sea la alabanza por haber perdonado!

Y sin embargo, el perdón de Dios es incondicional; surge de un corazón que no reclama nada para sí, de un corazón que está completamente vacío de egoísmo. Es su divino perdón lo que tengo que practicar en mi vida diaria. Es una llamada a pasar por encima de todos mis argumentos que me dicen que el perdón es poco prudente, poco saludable y nada práctico. Me reta a pasar por encima de todas mis necesidades de gratitud y atención. Por último, me exige pasar por encima de esa parte de mi yo que se siente herida y agraviada y que desea mantener el control y poner algunas condiciones entre el que me ha pedido perdón y yo.

Este «pasar por encima» es la auténtica disciplina del perdón. Tal vez sea «trepar» más que «pasar». A menudo tengo que trepar el muro de argumentos y sentimientos negativos que he levantado entre aquél al que quiero y no me devuelve ese amor, y yo. Es un muro de miedo a ser utilizado o herido otra vez. Es un muro de orgullo y de deseo de controlar. Pero cada vez que trepo ese muro, entro en la casa donde habita el Padre, y allí abrazo a mi hermano con un amor auténtico y misericordioso.

El dolor me permite ver más allá de mi muro y darme cuenta del sufrimiento tan horroroso que resulta del extravío humano. Abre mi corazón a una auténtica solidaridad con los otros seres humanos. El perdón es la vía para saltar este muro y acoger a los otros en mi corazón sin esperar nada a cambio. Sólo cuando recuerdo que soy el hijo amado soy capaz de acoger a aquéllos que quieren volver a mí con la misma misericordia con la que el Padre me acoge a mí.

La tercera vía para llegar a ser como el Padre es la generosidad. En la parábola, el padre no sólo entrega a su hijo todo lo que le pide, sino que cuando vuelve lo cubre de regalos. Y a su hijo mayor le dice: «Todo lo mío es tuyo.» (Lc 15,31) No hay nada que el padre se guarde para sí. Se vacía de sí mismo y entrega todo a sus hijos.

Ofrece más de lo que se supone que un hombre al que se le ha ofendido puede dar; se da a sí mismo sin reservas. Los dos hijos lo son «todo» para él. Desea entregarles toda su vida. La manera como entrega al hijo menor la túnica, el anillo y las sandalias, y la forma como es recibido, así como la manera como anima al hijo mayor para que acepte ocupar su lugar en el corazón del padre y se siente a la mesa junto a su hermano menor, deja claro que todas las fronteras del comportamiento patriarcal se han roto. Éste no es el cuadro de un padre extraordinario. Es el retrato de Dios, cuya bondad, amor, perdón, cuidado, alegría y misericordia no conocen límites. Jesús presenta la generosidad de Dios usando todas las imágenes de su cultura, aunque transformándolas constantemente.

Para llegar a ser como el Padre, tengo que ser tan generoso como El. Así como el Padre se da a sus hijos por entero, así yo tengo que darme por entero a mis hermanos y hermanas. Jesús deja muy claro que el darse a sí mismo es la marca del verdadero discípulo. «Nadie tiene amor más grande que quien da la vida por sus amigos.» (/Jn/15/13)

Este darse es una disciplina porque no es algo que salga de manera espontánea. Como hijos de la oscuridad que caminan a través del miedo, del propio interés, de la codicia, y del poder, nuestros grandes motivadores son la supervivencia y el instinto de conservación. Pero como hijos de la luz que saben perfectamente que el amor ahuyenta todo miedo, es posible dejar a un lado todo lo que tenemos en contra de los otros.

Como hijos de la luz, nos preparamos para llegar a ser verdaderos mártires: personas que con sus vidas dan testimonio del amor sin límites de Dios. Darlo todo supone ganarlo todo. Jesús expresa esto con toda claridad cuando dice: «El que quiera salvar su vida la perderá, pero el que pierda su vida por mí y por la buena noticia la salvará.» (Mc 8,35)

Cada vez que avanzo un paso hacia la generosidad, sé que me muevo del miedo al amor. Pero al principio estos pasos son duros de dar porque hay demasiadas emociones y sentimientos que me retienen. ¿Por qué tendría que gastar mi energía, tiempo, dinero, e incluso atención, con alguien que me ha ofendido? ¿Por qué tendría que compartir mi vida con alguien que me ha faltado al respeto?

Porque... la verdad es que, en sentido espiritual, el que me ha ofendido pertenece a mi «familia», a mi «gen.» La palabra «generosidad» incluye el término «gen» que también lo encontramos en las palabras «género», «generación» y «generativo.» Este término, del latín genus y del griego genos, se refiere al hecho de pertenecer a una clase. Generosidad es un dar que viene del saberse parte de ese vínculo íntimo. La verdadera generosidad actúa desde el convencimiento -no desde el sentimiento- de que todos a los que se me pide que perdone son «parientes» y pertenecen a mi familia. Y cada vez que obre así, esta verdad se me hará más visible. La generosidad crea la familia que cree en ella.

Dolor, perdón y generosidad son, por tanto, las tres vías mediante las que la imagen de Padre puede crecer en mi interior. Son tres aspectos de la llamada del Padre a estar en casa. Como el Padre. Lo mismo que el Padre, ya no estoy llamado a volver a casa como el hijo menor ni como el mayor, sino a estar en casa para que sus hijos puedan volver y ser acogidos con alegría. Es muy duro estar simplemente en casa «esperando». Es muy duro estar simplemente en casa y esperar. Es un esperar con dolor por aquéllos que se han marchado y un esperar con la esperanza de poder ofrecer perdón y una nueva vida a los que vuelvan.

Como el Padre, tengo que creer que todos los deseos humanos pueden encontrarse en casa. Como el Padre, tengo que estar libre de la necesidad de vagar y alcanzar una infancia perdida. Como el Padre, debo saber que mi juventud se ha ido y que jugar a juegos de juventud no es más que un intento ridículo de ocultar la verdad de que soy viejo y estoy cercano a la muerte. Como el Padre, tengo que atreverme a llevar la responsabilidad de ser una persona espiritualmente adulta y atreverme a confiar en que la verdadera alegría y plenitud sólo pueden venir de dar la bienvenida a casa a aquéllos que están heridos, amándoles con un amor que no pida ni espere nada a cambio.

En esta paternidad espiritual hay un terrible vacío. No hay poder, ni éxito, ni fama, ni satisfacción fácil. Pero ese mismo vacío es el lugar de la verdadera libertad. Es el lugar donde «no hay nada que perder,» donde el amor no tiene ligaduras, y donde puede encontrarse la verdadera fuerza espiritual.

Cada vez que alcanzo dentro de mí ese vacío terrible y fértil, sé que puedo acoger a cualquiera sin condenarle y que puedo ofrecerle esperanza. Allí soy libre para recibir las cargas de los demás sin necesidad de evaluar, categorizar o analizar. Allí, en ese estado completamente libre de todo juicio, puedo engendrar una confianza liberadora.

Una vez, cuando visitaba a un amigo que se estaba muriendo, experimenté este vacío de forma inmediata. No sentí ningún deseo de hacerle preguntas sobre su pasado o de hacer especulaciones sobre el futuro. Simplemente estábamos juntos, sin miedo, sin ningún sentimiento de culpabilidad o de vergüenza, sin preocupaciones. En ese vacío, podía sentirse el amor incondicional de Dios, y podíamos decir lo que dijo el viejo Simeón cuando cogió al niño en brazos: «Ahora, Señor, según tu promesa puedes dejar que tu siervo muera en paz.» (Lc 2,29) Allí, en medio de un vacío terrible, había una confianza plena, una paz completa, una alegría total. La muerte ya no era una enemiga. Había vencido el amor.

Cada vez que alcanzo ese vacío sagrado de amor que no pide nada, el cielo y la tierra tiemblan y hay una gran «alegría entre los ángeles de Dios.» Es la alegría por los hijos e hijas que vuelven. Es la alegría de la paternidad espiritual.

Vivir esta paternidad espiritual requiere la disciplina radical de estar en casa. Como persona que se rechaza y que siempre está buscando afirmación y afecto, me resulta imposible amar sin pedir nada a cambio. Pero la disciplina consiste precisamente en dejar de querer hacerlo por mí mismo, como si de una proeza heroica se tratara. Para descubrir por mí mismo la paternidad espiritual y la autoridad misericordiosa que le pertenece, tengo que dejar que el hijo menor rebelde y el hijo mayor resentido salten a la plataforma para recibir el amor incondicional y misericordioso que me ofrece el Padre, y descubrir allí la llamada a «ser acogida» como mi Padre «es acogida.»

Entonces los dos hijos que están dentro de mí pueden transformarse poco a poco en el padre misericordioso. Esta transformación me lleva a que se cumpla el deseo más profundo de mi corazón intranquilo. Porque, ¿puede haber alegría más grande que tender mis brazos y dejar que mis manos toquen los hombros de mis hijos recién llegados, en un gesto de bendición?

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Poco a poco, la comunidad de El Arca se convirtió en mi casa. Jamás pensé que hombres y mujeres con enfermedades mentales fueran los que pusieran sus manos en mí en un gesto de bendición y que me ofrecieran un hogar. Durante mucho tiempo, había estado buscando seguridad entre los sabios e inteligentes, sin darme cuenta de que las cosas del reino se revelaban a los «sencillos» (Mt 11,25); que Dios eligió a «lo que el mundo considera necio para confundir a los sabios.» (1 Co 1,27) Pero cuando experimenté el cálido y sencillo recibimiento de aquéllos que no tienen nada de qué presumir, y experimenté el cariñoso abrazo de unas personas que no me preguntaron nada, comencé a descubrir que el verdadero regreso espiritual supone volver a los pobres de espíritu, que es a quienes pertenece el reino de los cielos. El abrazo del Padre se me hizo muy real en los abrazos de aquellos enfermos mentales.

Hay una relación que tiene sus raíces en el misterio de nuestra salvación. Es la relación entre la bendición dada por Dios y la bendición dada por los pobres. En El Arca comprobé que esas bendiciones en realidad son una.

Han pasado cinco años desde que decidí hacer de El Arca mi casa. Cuando pienso en estos años, me doy cuenta de que los enfermos mentales y las personas que les atienden me hicieron «vivir» esta parábola más completamente de lo que nunca hubiera pensado. Las cálidas bienvenidas que he recibido en muchas casas de El Arca y las muchas celebraciones que he compartido, me permitieron experimentar el regreso del hijo menor muy profundamente.

Bienvenida y celebración son, así, dos de las características más importantes de la vida «en el Arca.» Se muestran tantos signos de bienvenida, abrazos, besos, canciones y se celebran tantas comidas festivas que una persona de fuera puede pensar que El Arca es una celebración de regreso a casa que dura toda la vida.

También he vivido la historia del hijo mayor. No me costó mucho reconocer al hijo mayor dentro de mí. La vida en comunidad no hace que desaparezca la oscuridad. Al contrario. Es como si la luz que me atrajo a El Arca me hubiera hecho consciente de la oscuridad que había dentro de mí. Celos, ira, sentimiento de ser rechazado o abandonado, sentimiento de no pertenecer realmente a nada ni a nadie; todo esto surgió en el contexto de una comunidad que luchaba por conseguir el perdón, la reconciliación y la curación. La vida en comunidad me ha abierto a la verdadera batalla espiritual: la batalla de caminar hacia la luz precisamente cuando la oscuridad es tan real.

Cuando vivía sólo, era bastante fácil mantener al hijo mayor escondido. Pero el compartir mi vida con personas que no ocultan sus sentimientos, enseguida me puso frente a frente con el hijo mayor que estaba dentro de mí. Hay muy poco de romántico en la vida en comunidad. Más bien, provoca una necesidad constante de salir de la oscuridad y llegar al abrazo del padre.

Las personas con deficiencias mentales tienen poco que perder. Se muestran tal y como son. Expresan abiertamente su amor y su miedo, su amabilidad y su angustia, su generosidad y su egoísmo. Mostrándose tal y como son, echan abajo mis defensas tan sofisticadas y me doy cuenta de que debo ser con ellos tan abierto como lo son ellos conmigo. Su deficiencia desvela mi yo. Su angustia refleja mi yo. Sus vulnerabilidades me muestran mi yo. El Arca me abrió el camino para hacer que el hijo mayor que hay en mí entre en casa. Los mismos enfermos que me dieron la bienvenida y me invitaron a celebrarlo también me pusieron delante de mí mi yo todavía sin convertir y me hicieron consciente de que faltaba mucho para que mi viaje tocara a su fin.

Aunque estos descubrimientos me han impactado muy profundamente, el regalo más grande de El Arca es el reto de llegar a ser como el Padre. Al ser mayor que la mayoría de los miembros de la comunidad, parece lógico que piense en mí como en el padre. Por mi ordenación, ya tengo el título. Ahora tengo que vivir de acuerdo con ello.

Llegar a ser como el Padre en una comunidad formada por gente con enfermedades mentales y por sus asistentes exige mucho más que enfrentarse con las luchas del hijo menor y del hijo mayor.

Ahora estoy ante la dura y aparentemente imposible tarea de dejar marchar al hijo que hay en mí. Pablo lo dice claramente: «Cuando yo era niño, hablaba como niño, razonaba como niño; al hacerme hombre, he dejado las cosas de niño.» (1 Co 13,11) Es muy cómodo ser el caprichoso hijo menor o el rencoroso hijo mayor. Nuestra comunidad está llena de hijos caprichosos y rencorosos, y estar rodeado de iguales da un sentimiento de solidaridad. Así, cuanto más formo parte de la comunidad, más queda demostrado que esa solidaridad es sólo una estación en el camino hacia un destino mucho más solitario: la soledad del Padre, la soledad de Dios, la soledad última de la misericordia. A la comunidad no le hace falta otro hijo menor o mayor, sino un padre que viva con las manos abiertas, siempre deseoso de apoyarlas sobre los hombros de sus hijos recién llegados. Todo en mí se resiste a esa vocación. Sigo inclinándome por el hijo que hay en mí. No quiero estar medio ciego; quiero ver lo que ocurre a mi alrededor con toda claridad. No quiero esperar hasta que mis hijos vuelvan a casa; quiero estar con ellos en el país lejano o en casa con los criados. No quiero permanecer en silencio; estoy deseando escuchar toda la historia y tengo miles de preguntas que hacer.

No quiero tener las manos abiertas cuando hay tan pocos que desean que se les abrace, sobre todo cuando muchos consideran que son precisamente los padres la fuente de sus problemas. Y todavía, después de una larga vida como hijo, tengo la completa seguridad de que la verdadera vocación es la de llegar a ser un padre que sólo bendice en una compasión sin límites, sin preguntar nada, siempre dando y perdonando, sin esperar nunca nada. En una comunidad, todo esto se concreta en muchas cosas.

Quiero saber qué está pasando. Quiero estar enterado de los altibajos de las vidas de la gente. Quiero que se me recuerde, que se me invite, que se me informe. Pero el hecho es que pocos se dan cuenta de mi deseo y aquéllos que lo hacen no están seguros de cómo darle respuesta. Mi gente, enferma o no, no busca a otro igual que ellos, otro compañero de juego, ni siquiera busca a otro hermano. Busca un padre que pueda bendecir y perdonar, que no necesite de ellos de la forma como ellos le necesitan a él. Veo mi vocación de padre con toda claridad al mismo tiempo que me parece imposible seguir esa vocación. No quiero quedarme en casa mientras todos se marchan, llevados por sus deseos o por su ira. ¡Yo siento los mismos impulsos y quiero correr como los demás! ¿Pero quién estará en casa cuando vuelvan, cansados, exhaustos, inquietos, desilusionados, culpables o avergonzados? ¿Quién les convencerá de que después de todo lo dicho y hecho, hay un lugar seguro donde ir y donde ser abrazados? Si no soy yo, ¿quién será el que permanezca en casa? La alegría de la paternidad es muy diferente del placer del hijo caprichoso. Es una alegría que va más allá del rechazo y de la soledad; sí, más allá de la afirmación y de la comunidad. Es la alegría de una paternidad que toma su nombre del Padre celestial (Ef 3,14) y participa de su soledad divina.

No me sorprende que pocas personas reclamen para sí la paternidad. El dolor es tan evidente, las alegrías están tan escondidas. Pero no reclamándola, eludo mi responsabilidad de ser una persona espiritualmente adulta. Sí, traiciono mi vocación. ¡Nada menos que eso! ¿Cómo puedo elegir lo contrario a lo que necesito? Una voz me dice: «No tengas miedo. El Hijo te cogerá de la mano y te llevará hasta la paternidad.» Sé que puedo confiar en esa voz. Como siempre, el pobre, el débil, el marginado, el rechazado, el olvidado, el último... me necesitan como padre, y me enseñan a serlo. La verdadera paternidad consiste en compartir la pobreza del amor de Dios que no exige nada. Me da miedo entrar en esa pobreza, pero aquéllos que a través de sus enfermedades físicas o mentales ya han entrado serán mis maestros.

Mirando a la gente con la que vivo, veo el deseo inmenso de un padre en el que paternidad y maternidad sean uno. Todos ellos han sufrido la experiencia del rechazo o del abandono; a todos se les ha herido; todos se preguntan si merecen el amor incondicional de Dios, y todos buscan un lugar al que puedan volver y en el que puedan ser tocados con unas manos que les bendigan.

El padre es el hombre que ha transcendido los caminos de sus hijos. Su soledad y su ira podían haber estado allí, pero han sido transformadas por el sufrimiento y las lágrimas. Su soledad se ha convertido en una soledad infinita, su ira se ha convertido en una gratitud sin fronteras. Éste es en quien debo convertirme.

Lo veo tan claro como veo la inmensa belleza del vacío y de la misericordia del padre. ¿Seré capaz de dejar al hijo menor y al hijo mayor que crezcan y lleguen a la madurez del padre misericordioso? Cuando miro mis manos, sé que me han sido dadas para que las extienda a todo aquél que sufre, para que las apoye sobre los hombros de todo el que se acerque, y para ofrecer la bendición que surge del inmenso amor de Dios.  

 HENRI J. M. NOUWEN
EL REGRESO DEL HIJO PRODIGO
Meditaciones ante un cuadro de Rembrandt
MADRID-1994. PPC.Págs. 130-145