A LA IGLESIA QUE AMO 10

 

La contemplación en el camino


Un texto del concilio Vaticano II dice: «El género humano se halla
en un periodo nuevo de su historia, caracterizado por cambios
profundos y acelerados, que progresivamente se extienden al
universo entero. Los provoca el hombre con su inteligencia y actividad
creadora; pero recaen luego sobre el hombre, sobre sus juicios y
deseos individuales y colectivos, sobre sus modos de pensar y sobre
su comportamiento para con las realidades y los hombres con quienes
convive. Tan es esto así, que se puede ya hablar de una verdadera
metamorfosis social y cultural, que redunda sobre la vida religiosa»
(«Gaudium et Spes», n.o 4). En un mundo así urge la luz de Dios y,
por ello, se precisan los hombres que la proyecten sobre todos los
acontecimientos.

Se trata de ver a Dios en nuestro campo, en nuestro mundo. De
ahí, la necesidad de la contemplación en el camino que tenemos los
hombres. No es algo más que necesita nuestro mundo, sino algo
esencial. Si Dios está fuera de nuestra historia, de los
acontecimientos, de la vida concreta, del discurrir diario y cotidianos el
hombre se situará ante él, ante los demás y ante los acontecimientos
de una manera y con un estilo muy peculiar. Si proyecta su vida desde
la luz que Dios le va dando y su quehacer desde la fuerza que Dios
instaura en él, todas las cosas cambian radicalmente.

Para hablar de la contemplación en el camino es muy importante
seguir el mismo itinerario de Jesucristo; ver al Señor en el camino
proyectando la luz de Dios sobre los hombres. Se trata de verlo en
actitud contemplativa en su quehacer diario, en su trabajo de entregar
la salvación a todos los hombres. Esa salvación que, de un modo u
otro, buscan los hombres y que nosotros, discípulos del Señor,
tenemos la misión de entregarles.

Este itinerario de contemplación lo he querido encontrar en el texto
evangélico que nos narra el encuentro del Señor con la samaritana

«Llega a una ciudad de Samaria llamada Sicar, cerca de la
heredad que Jacob dio a su hijo José. Allí estaba el pozo de Jacob.
Jesús, como se había fatigado del camino, estaba sentado junto al
pozo. Era alrededor de la hora sexta. Llega una mujer de Samaria a
sacar agua. Jesús le dice: Dame de beber. Pues sus discípulos se
habían ido a la ciudad a comprar comida. Le dice la mujer samaritana
¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy una mujer
samaritana? (porque los judíos no se trataban con los samaritanos).
Jesús le respondió: Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te
dice: Dame de beber, tú le habrías pedido a él, y él te habría dado
agua... Le dice la mujer. Señor, dame de esa agua, para que no tenga
más sed y no tenga que venir aquí a sacarla» (Jn 4,5-42 ).

Llega a una ciudad de Samaría llamada Sicar

Me gusta ver al Señor entre los hombres, porque así lo veo
identificado conmigo y comprendo que la presencia cristiana, la
proyección de la luz de Dios, la tenemos que realizar en la vida; con
los hombres concretos con los que vivimos. Para nosotros, la ciudad
de Sicar es el mundo concreto y las realidades concretas entre las
cuales nos debemos mover.

A veces los cristianos tenemos la tentación de buscar otras
realidades distintas a las que vivimos, pero resulta que no son
realidades, sino construcciones paralelas a la vida que hacemos para
justificar nuestra incapacidad para dar luz de Dios a lo que
continuamente estamos viviendo. Por nuestra incapacidad, nos
creamos otras cosas, no para proyectar la luz de Dios que no
tenemos, sino nuestras luces sobre unas realidades que nosotros
manejamos a nuestro antojo.

Cristo va a Sicar. No se hace otra realidad. Camina por donde tiene
que ir. Para ir de Judea a Galilea, debe pasar por Sicar, por tierra de
samaritanos. Y en esa ciudad proyecta la luz de Dios que El mismo
tiene. Como si allí se hiciera realidad la palabra del profeta Ezequiel:
«Yo mismo abriré vuestros sepulcros, y os haré salir de vuestros
sepulcros, pueblo mío, y os traeré a la tierra de Israel» (Ez 37,12b).
Porque lo que hace la luz de Dios es sacarnos de nuestros sepulcros
y proyectar vida donde hay sombra.

Lo mismo en Sicar que donde estamos cada uno de nosotros, hay
cada día más personas «que se plantean o acometen con nueva
penetración las cuestiones más fundamentales ¿Qué es el hombre?
¿Cuál es el sentido del dolor, del mal, de la muerte, que a pesar de
tantos progresos subsisten todavía? ¿Qué valor tienen las victorias
logradas a tan caro precio? ¿Qué puede dar el hombre a la sociedad?
¿Qué puede esperar de ella? ¿Qué hay después de esta vida
temporal?» («Gaudium et Spes», nº. 10 ). A estas cuestiones y a otras
más sencillas tiene que llegar la luz del Señor, y no lo podrá hacer si
no hay hombres que se planteen estas cuestiones proyectando luz
sobre ellas. Cuando a Cristo se le acercó una persona de aquella
ciudad con problemas de existencia, lo que hizo fue proyectar sobre
ella la luz misma de Dios y aquella persona vio la vida de un modo
nuevo, diferente. Se situó ante él mismo y junto a los demás con
disposiciones nuevas.

En la ciudad de Sicar que atravesamos cada uno de nosotros, hay
personas; interesa saber qué proyectamos sobre ellas. «La Biblia nos
enseña que el hombre ha sido creado a imagen de Dios, con
capacidad para conocer y amar a su creador, y que por Dios ha sido
constituido señor de la entera creación visible para gobernarla y
usarla glorificando a Dios» («Gaudium et Spes», nº. 12). Con este
hombre nos encontramos. Alguno no se ha dado cuenta de que es la
imagen de Dios. Y precisamente sobre éste tiene que caer la luz del
Señor. El Señor ha querido elegir a un pueblo, para que proyecte esta
luz sobre todas las realidades. Y que sea esa luz la que dé hondura y
profundidad a todas las cosas. A este pueblo pertenecemos.
Importa, por tanto, que nos dejemos penetrar por esa luz. Es
importante que haya hombres que decidan dejarse traspasar por esa
luz de Dios y presten sus vidas para ser proyectores para los demás.
Ahí está la necesidad de la contemplación en el camino. Ahí está el
realismo de este himno que en los laudes de los lunes de la primera
semana rezamos:

«Mis ojos, mis pobres ojos
que acaban de despertar
los hiciste para ver,
no sólo para llorar.

Haz que sepa adivinar
entre las sombras la luz,
que nunca me ciegue el mal
ni olvide que existes tú.

Que, cuando llegue el dolor,
que yo sé que llegará,
no se me enturbie el amor,
ni se me nuble la paz.

Sostén ahora mi fe,
pues, cuando llegue a tu hogar,
con mis ojos te veré
y mi llanto cesará.»

Como se había fatigado del camino,
se había sentado junto al pozo

El camino, la estancia en la ciudad, fatiga y es necesario
descansar, recuperarse. Para ello, es preciso ir junto al pozo, es decir,
a algún lugar donde recuperemos la vida. El pozo es signo de vida,
pues en él hay agua. Allí es donde se sienta Jesús: junto al pozo.

Como el cansancio llega a la vida del hombre, si el creyente tiene que
proyectar sobre los otros una luz con novedad, debe sentarse junto al
pozo, con quien puede recuperarle y darle ese frescor nuevo que
alcanza a todo el hombre y le hace proyectarse en los demás. Jesús,
que era Dios, no necesitaba sentarse para proyectar luz. El mismo era
luz, pero ha querido enseñarnos a vivir de esa luz y darla.

Hoy hay muchos hombres fatigados, cansados, agobiados.
Necesitan sentarse y que otros estén a su lado para enseñarles a
sentarse. No todos los lugares donde se sientan los hombres, cuando
están cansados, son válidos para eliminar el cansancio. Esto lo vemos
en el mismo Jesucristo: se sentó junto al pozo, no en otro lugar; se
sentó a descansar donde podía beber, donde había vida o, por lo
menos, había posibilidad de que la hubiese.

Nuestras comunidades cristianas tienen que ser esos lugares
donde los hombres encuentren el frescor de la vida, la abundancia
para caminar sin fatigarse. Nuestras vidas tienen que encontrar esa
recuperación del cansancio en la historia concreta donde vivimos. No
se trata de hacernos unos lugares paralelos o aparte, sino de
descansar en el mismo camino, tal y como lo hizo Jesucristo. En el
camino de Judea a Galilea, se para en Sicar y allí mismo encuentra el
pozo. Nosotros a veces para encontrarnos con Dios, buscamos otras
instancias que creemos hallar fuera de esta historia y de nuestro
mundo concreto.

Es posible el encuentro con Dios en la vida aunque hace falta vivir
la existencia contemplativa. Ser hombres que en medio de las
sombras y penumbras que circundan nuestra vida y la de los demás,
encontramos ese rayo de luz que proyecta Dios sobre nuestra sombra
o penumbra.

Tenemos que encontrarnos con Dios en el camino. Jesucristo se
dirige al Padre desde el mismo camino de la vida. No busca otros
lugares para ponerse en comunicación con El o para leer la vida y lo
que le pasa fuera de ese camino. El camino del Señor es un camino
de contemplación que nos invita a recorrer como El lo hizo: caminando
y fatigándose, pero proyectando la luz de Dios, descansando de la
fatiga y recuperando con más profundidad esa luz del Señor. Todo
ello vivido en la historia y junto a los hombres.

En el descanso de la fatiga es donde tenemos más capacidad para
hacer realidad aquello que nos dice el salmo 95:

«Cantad al Señor un cántico nuevo,
cantad al Señor toda la tierra;
cantad al Señor, bendecid su nombre,
proclamad día tras día su victoria» (Sal 95,1-2)

En este descanso nos encontramos más plenamente con Dios y
nos hacemos más conscientes de la tarea que tenemos entre manos
como discípulos del Señor. El encuentro con el Señor nos hace
descubrir el canto nuevo que tenemos que realizar con nuestras
vidas. La novedad está en linea de proyectar cuanta más luz de Dios
sea posible desde nuestras vidas sobre lo que nos rodea, ya que
entonces estamos haciendo ese canto nuevo y animando a otros a
que realicen con nosotros el canto.

Llega una mujer de Samaría a sacar agua

Esta mujer es representativa de cualquier persona de nuestro
mundo. Todos los hombres que vienen a este mundo tienen
necesidad de vida. El agua representa la vida; esta mujer va a
buscarla aunque no es consciente de la necesidad que tiene de ella.
En esa historia concreta de una mujer que va a hacer una cosa tan
simple y sencilla como es coger agua de un pozo, Dios proyecta su
luz, para que vea más profundamente, y presienta lo que es una vida
vivida contemplativamente.

La relación con Dios no puede aparecer como algo que nos saca
de este mundo, que nos margina de las situaciones reales de las
personas. La contemplación cristiana nos hace entrar más adentro de
lo que podríamos por nuestras propias fuerzas, ya que entramos a lo
más profundo, penetramos en la vida y en la historia con la fuerza de
Dios. Cuando entra la luz de Dios en la vida, nos pasa como a los
israelitas que vivieron la deportación y la salida de sus tierras, pero
supieron esperar en Dios y leer su estancia fuera de Israel y hacia
Israel desde Dios. Recordemos el salmo 125:

«Cuando el Señor cambió la suerte de Sión,
nos parecía soñar,
la boca se nos llenaba de risas,
la lengua de cantares.

Hasta los gentiles decían:
El Señor ha estado grande con ellos,
El Señor ha estado grande con nosotros,
y estamos alegres.

Que el Señor cambie nuestra suerte,
como los torrentes del Negueb.
Los que sembraban con lágrimas
cosechan entre cantares.

Al ir, iba llorando,
llevando la semilla;
al volver, vuelve cantando,
trayendo sus gavillas».

En la samaritana que va a sacar agua veo a los hombres que
desean obtener algo que les dé vida, que quieren tener vida No sería
muy difícil que cada uno de nosotros enumerásemos a muchos
conocidos que quieren sacar agua, que desean algo de vida, de luz.
¿Por qué no la encontrarán? ¿No debiera ser éste un interrogante
para nosotros? El Señor nos dijo que El «era el camino, la verdad y la
vida». El Señor quiere que todos los discípulos vivamos la comunión
con El; es decir, la identificación. Si a nuestro alrededor hay hombres
que buscan y no encuentran, que quieren ver y no ven, y nosotros no
somos capaces de darles luz, es señal de que la luz que tenemos es
nuestra, procede de nosotros y, por eso, no ilumina. Es importante
que en el camino nos interroguemos y descubramos la necesidad de
entregarnos a la luz, para dar luz; la urgencia de vivir toda nuestra
existencia desde esta luz, conscientes de que la luz de Dios es la
única que nos hace capaces de conocer las entrañas más hondas de
la vida, los interrogantes más profundos que pueda plantearse el
hombre.

Lo mismo que uno va a buscar agua para quitar la sed fisica—sin
agua nos moriríamos—, exactamente igual pasa con la contemplación,
que es ese vivir sintiendo el cariño y el amor de Dios. Es leer todas las
cosas desde quien es origen y meta de todo. A quien le falta esto, le
falta lo más importante de la vida; le vendrá la turbación en cualquier
instante. Porque la turbación llega siempre, pero la resistencia en la
turbación es distinta cuando se vive en clave de Dios, que cuando se
está al margen de El. Cuando se vive a su luz nos sucede algo
parecido a lo que nos dice este himno de la hora intermedia del
viernes de la tercera semana:

«Ando por mi camino, pasajero,
y a veces creo que voy sin compañía,
hasta que siento el paso que me guía,
al compás de andar, de otro viajero.

No lo veo, pero está. Si voy ligero,
él apresura el paso; se diría
que quiere ir a mi lado todo el día,
invisible y seguro el compañero.

Al llegar a terreno solitario,
él me presta valor para que siga,
y, si descanso, junto a mi reposa.

Y, cuando hay que subir monte (Calvario
lo llama él), siento en su mano amiga
que me ayuda, una llaga dolorosa.»

En el fondo el Señor transforma nuestra vida. La contemplación de
su presencia en la vida, de su paso por la vida, por la historia, cambia
y da un color nuevo a todo.

Jesús le dice: Dame de beber

El, que tiene verdadera bebida, pide que se le dé de beber con un
gesto que nos interroga. El agua que puede dar la samaritana nos
quita la sed verdadera del hombre. Por eso Jesucristo le pide agua.
Quiere hacerla caer en la cuenta de que su agua es mala y no apaga
la sed. Es tremendo este interrogante de Cristo. Pero es el mismo que
nos plantean a nosotros muchos de los que se acercan a nuestras
vidas. En el fondo y en la forma, nos están diciendo también, dame de
beber, dame algo que llene mi vida vacía. Y nosotros somos
incapaces de colmar esas vidas porque quizá no estamos llenos de
quien es la vida. Para poder dar la vida es necesario conocer esa
vida, tenerla, desbordarse en ella.

«Dame la sabiduría asistente de tu trono
y no me excluyas del número de tus siervos,
porque siervo tuyo soy, hijo de tu sierva,
hombre débil y de pocos años,
demasiado pequeño para conocer el juicio y las leyes.

Pues, aunque uno sea perfecto
entre los hijos de los hombres
sin la sabiduría que procede de ti,
será estimado en nada» (Sb 9,4-6).

Sin esa sabiduría no sabemos dar respuestas auténticas que
llenen su vida, que sean hondas, que nazcan no de nosotros, sino de
ese encuentro que realizamos en las entrañas de la vida con Dios.
Nuestro mundo necesita respuestas nacidas desde estas entrañas.
Las respuestas fáciles ya hace tiempo que se dijeron. Las respuestas
que desecan la vida y la historia y la dejan sin significado, están ahí.
Son necesarias otras respuestas. Son precisos hombres y mujeres
que se empeñen en entrar en el mundo como Dios mismo entró con
todas las consecuencias:

«El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser
igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando la condición
del siervo, haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su
porte como hombre» (Flp 2,6-7).

Dios se hizo hombre. La naturaleza humana se levanta y se
transforma cuando entra Dios en ella. Así sucede con todo: todo se
levanta y adquiere nueva forma, cuando entra la luz del Señor. Y tiene
que entrar a través de nosotros. Este «dame de beber» significa que
tenemos que descubrir en nuestra propia existencia, si somos
capaces de entrar en las entrañas del otro, en los acontecimientos
quitando la sed, dando luz plena. Si somos capaces, es que tenemos
a Dios y vivimos de El, estamos en El. Que es lo mismo que decir que
vivimos en contemplación. Si no somos capaces de quitar la sed, de
dar luz a lo malo para hacer que sea bueno, de sacar en toda
situación de mal un bien, nuestra contemplación no procede de Dios,
sino que nos estamos deteniendo en contemplar otras cosas y otras
situaciones que enturbian nuestra vida y no la capacitan para quitar la
sed. Es necesario que nuestra vida entera sepa decir, con toda la
fuerza de que sea capaz, lo que tan maravillosamente describe el
salmista:

«Aclama al Señor, tierra entera,
servid al Señor con alegría,
entrad en su presencia con vítores.

Sabed que el Señor es Dios:
que él nos hizo y somos suyos,
su pueblo y ovejas de su rebaño.

Entrad por sus puertas con acción de gracias,
por sus atrios con himnos,
dándole gracias y bendiciendo su nombre:

El Señor es bueno,
su misericordia es eterna,
su fidelidad por todas las edades» (Sal 99).

Vivir desde estas actitudes radicales sabiendo que somos de otro,
que tenemos un dueño, que todo lo que somos y tenemos procede de
El, nos capacita para vivir contemplativamente, es decir, dejándonos
mirar por Dios y actuando bajo esa mirada, saliendo de nosotros para
estar en El. El «hágase tu voluntad», el «fiat» es la actitud
fundamental para llegar a la contemplación. Es lo mismo que decir
aquí me tienes, Señor.

El «dame de beber», en el fondo, significa vaciarse, darlo todo,
para que Jesús pueda entrar. Significa que entrego todo lo que soy y
tengo a quien hace ser y puede darnos la capacidad para que los
demás sean de verdad. Solamente cuando hago este vaciamiento
tengo capacidad para ver y hacer ver todo así:

«Grandes y maravillosas son tus obras, Señor, Dios omnipotente,
justos y verdaderos tus caminos, ¡oh Rey de los siglos! (Ap 15,3).

¿Cómo tú siendo judío
me pides de beber a mí que soy samaritana?

Cuando queremos construir la vida desde lo nuestro, tenemos
incapacidad para ser universales. Desde lo nuestro dividimos a los
hombres. Nos pasa como a esta mujer, que no podía entender que un
judío la pidiese de beber a ella que era samaritana. Lo nuestro divide,
rompe, esclaviza, nos hace crear grupos a veces enfrentados. Sin
embargo, lo que es de Dios universaliza el corazón, une a los
hombres, los identifica como hermanos. El que vive de la fuerza de
Dios y de su luz, el que ha entrado en la contemplación de Dios y vive
junto a los demás desde esa visión y novedad que Dios da a la vida,
es capaz de hacer realidad aquel texto que Pablo escribe con tanto
interés a los corintios:

«Aunque hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, si
no tengo amor, soy como bronce que suena o címbalo que retiñe.
Aunque tuviera el don de profecía y conociera todos los misterios y
toda la ciencia; aunque tuviera plenitud de fe como para trasladar
montañas, si no tengo amor, nada soy. Aunque repartiera todos mis
bienes, y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo amor, nada me
aprovecha. El amor es paciente, no se engríe; es decoroso; no busca
su interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la
injusticia; se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo
lo espera. Todo lo soporta. El amor no acaba nunca» (1 Cor 13,1-9).

Quien vive así, es que ha aprendido del Amor lo que significa vivir
en el mundo desde ese Amor, leer la historia y hacerla codo a codo
con los otros. No se le ocurre decir ¿cómo tú siendo judío me pides de
beber a mí? Sino que, al contrario, da de beber, aunque no exista
petición.

Nuestro mundo es un mundo dividido que vive una materialización
de la vida cada día mayor, que continuamente está dejando más
vacíos existenciales a los hombres que vivimos en él. Un mundo que
aparece roto, con enfrentamientos graves por ideologías, culturas y
razas. Un mundo así necesita de la experiencia del Dios que une y
quita los miedos porque da amor, que nos hace descubrir que lo
importante es el hombre y que todo está al servicio de ese hombre. Un
mundo así necesita hombres que unan sus vidas plenamente al
Señor, que es la luz que puede ayudar eficazmente a todo hombre.
«Esta unión de Cristo con el hombre nuevo, llamado a participar en la
vida de Dios, creado nuevamente en Cristo, en la plenitud de la gracia
y verdad. La unión de Cristo con el hombre es la fuerza y la fuente de
la fuerza, según la incisiva expresión de San Juan en el prólogo de su
Evangelio: Dios, dióles poder de llegar a ser hijos... Esta «suerte
divina» se hace camino, por encima de todos los enigmas, incógnitas,
tortuosidades, curvas de la suerte humana en el mundo temporal »
(«Redemptor Hominis», nº. 18).

En este mundo todos estamos empeñados en dar de nuestra agua,
pero no llega a todos; es urgente que hagamos vida aquella expresión
de Santa Teresa de Jesús:

«Nada te turbe,
nada te espante,
todo se pasa,
Dios no se muda;
la paciencia
todo lo alcanza,
quien a Dios tiene
nada le falta,
sólo Dios basta».

Sólo Dios basta; con El vienen todas las demás cosas: que el
hombre a quien Dios basta, quite la sed de quien se acerca, no
porque dé él su agua, sino porque está dando la que procede de
Dios. Viene la serenidad y la paz a la vida personal y a la de todos los
que viven junto a nosotros. Viene la capacidad para entregar la vida a
los demás sin mirar a quién. Se entrega la vida a todos, porque todos
son hijos de Dios.

Si conocieras el don de Dios

Muchos hombres viven en la oscuridad sin conocer el don de Dios
ni descubrir la capacidad que Dios da a la vida de todo hombre que
consiente en su cercanía. A veces resulta muy difícil transmitirlo, quizá
porque todavía no tenemos ese don adquirido y conocido plenamente
o quizá porque es un don al que estamos tan poco acostumbrados
que resulta difícil transmitirlo.

Lo que sí es verdad es que el hombre que le conoce y pone todo
su corazón en él, hace realidad aquel texto del Evangelio de San
Mateo que nos dice así:

«No os amontonéis tesoros en la tierra, donde hay polilla y
herrumbre que corroen, y ladrones que socavan y roban. Amontonaos
más bien tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que
corroan, ni ladrones que socaven y roben. Porque donde está tu
tesoro, allí estará también tu corazón» (Mt 6,19-21).

Amontona todo aquello que te lleve a vivir y a comunicar ese tesoro
que es Dios para todos los hombres. Ese tesoro que no se acaba, y
capacita al hombre para tener que dar algo a los demás.

Porque es verdad que uno de los problemas más grandes que hoy
tiene la humanidad es precisamente no tener que dar a los hombres
algo importante, que atraiga su atención.

Conocer el don de Dios significa vivir desde El. Para nosotros la
postura existencial en la que estamos, es sentirnos y vivir como hijos
de Dios, es decir, como hombres que sentimos el cariño de Dios en
nosotros, que vislumbramos con la claridad que nos da plantearnos la
vida desde Dios, que todo lo que pasa y sucede en nosotros, a
nuestro alrededor y en el mundo entero, tiene que ser leído desde
Dios mismo. Cuando se lee el mundo y los acontecimientos desde el
cariño de Dios a cada hombre, aunque parezca que no nos lo tiene
por las circunstancias o por las medidas que utilizamos para ver ese
cariño, se ve la grandeza de vivir desde ese conocimiento del don de
Dios.

La samaritana conocía muchas cosas, pero le faltaba lo
fundamental, conocer el don de Dios, que sólo se conoce sabiendo de
uno mismo. Centrado en uno mismo no se encuentra el don de Dios.
Esto es lo que le pasaba a la samaritana; quería beber de su agua y,
por ello, no veía el don de Dios. A nosotros también nos pasa lo
mismo: mientras estamos en nuestra agua, bebiendo de nuestro pozo,
somos incapaces de conocer el don de Dios. Cuando bebemos del
agua que nos da Dios, nos enriquecemos y enriquecemos a los
demás.

Este don de Dios se encuentra en el camino. No hay que salir de
este mundo o de la historia concreta que vive cada uno para
encontrarlo. Sí es necesario dejarse dar la mano por el Señor.
Dejarse ver en todo lo que somos y tenemos por el Señor. En el
momento en que la samaritana se dejó ver, se reconoció. Por primera
vez se sintió amada de verdad, querida y reconocida en lo que era:
por eso marcha al pueblo a comunicar lo que ha pasado. Se encontró
con Dios y vio quién era y lo que era. Comprendió quiénes eran los
demás. Ya no se le ocurre decir: ¿Cómo tú siendo judío me pides de
beber a mi que soy samaritana? Ha encontrado el don de Dios, se ha
encontrado con Dios mismo:

«El nos eligió en la persona de Cristo, antes de crear el mundo,
para que fuésemos santos e irreprochables ante El por el amor» (Ef
1,4).

Señor, dame de esa agua, para que no tenga más sed

Tenemos sed y vemos a nuestro alrededor muchos hombres que
tienen también sed. En esta situación descubrimos la necesidad de
ser contemplativos en el camino, que es lo mismo que decir amigos de
Dios en la historia, que queremos comunicar a este Dios y sus
proyectos y tareas y su luz a todo el que llega a nosotros. Estamos
como los israelitas cuando la deportación.

«Junto a los canales de Babilonia
nos sentábamos a llorar con nostalgia de Sión;
en los sauces de sus orillas
colgábamos nuestras citaras.

Allí los que nos deportaron
nos invitaban a cantar;
nuestros opresores, a divertirnos:
Cantadnos un cantar de Sión.

¡Cómo cantar un cántico del Señor
en tierra extranjera!
Si me olvido de ti, Jerusalén,
que se me paralice la mano derecha;

que se me pegue la lengua al paladar
si no me acuerdo de ti,
si no pongo a Jerusalén
en la cumbre de mis alegrías» (Sal 136,1-6).

En esta actitud existencial necesitamos del agua que quita la sed.
Cuando los israelitas estaban en esta tristeza, necesitaban de la
presencia de Dios; siguieron confiando en el Señor, pero necesitaban
de su agua; por ello, constantemente estaban recordando a la ciudad
de Dios, en la que habían estado y a la que tenían que volver, porque
la fuerza de Dios era más grande que la de sus opresores.
Necesitamos contemplativos en el camino, hombres que hagan
ver a los demás: a los que están cansados y aburridos, a los que no
encuentran sentido a sus vidas, a los que el amor al prójimo les trae
sin cuidado, a los que la libertad la entienden a su modo y son
capaces de quitar la libertad a los demás, a los que les cuesta dar de
sí mismos. Que hagan ver con toda claridad y que hagan leer y vivir
esta actitud radical:

«Te doy gracias, Señor, de todo corazón;
delante de los ángeles tañeré para ti,
me postraré hacia tu santuario,
daré gracias a tu nombre:
por tu misericordia y tu lealtad,
porque tu promesa supera tu fama;
cuando te invoqué, me escuchaste,
acreciste el valor en mi alma» (Sal 137,1-3).

La samaritana se encontró plenamente realizada en aquel
encuentro con el Señor y no necesitó salir de la vida normal para
realizar el encuentro. Lo hizo donde todos los días iba a buscar agua.
Pero lo hizo dejándose dar de beber. Hasta ahora era ella la que
quitaba la sed o por lo menos, lo intentaba con aquel agua. Ahora ha
descubierto que quien la quita es el Señor, por eso le pide agua:
«Señor, dame de ese agua». Cuando la prueba, no se evade de los
demás, sino, al contrario, marcha en búsqueda de los otros para
comunicarles que vengan a verlo, que es el que quita la sed de
verdad.

Esta actitud de ponernos a disposición de Dios, de situarnos junto
a El con necesidad de quitar la sed, parece que es urgente en todos
nosotros; es la que más necesitan los hombres. Por eso, la actitud
contemplativa o, mejor, la existencia vivida desde Dios junto a los
demás sería lo más acuciante que tenemos que realizar y la
aportación más graciosa que los discípulos de Cristo podríamos hacer
a este mundo. Ello no significa evasión de los problemas del momento
o falta de encarnación; mas bien es todo lo contrario, es entrar de
lleno en los problemas y en las urgencias, ya que estamos con la
fuerza de quien puede todo y de quien ha organizado todo. Su luz nos
hace ver la luz. Su amor nos hace ver su amor y vivir desde él.

CARLOS OSORO
A LA IGLESIA QUE AMO
NARCEA. MADRID 1989. Págs. 156-171