A LA IGLESIA QUE AMO 9

 

En la cercanía de Cristo


Acercarse a Cristo: Proyecto y tarea

Necesitamos acercarnos a Cristo para entendernos a nosotros
mismos, para saber mirarnos y saber mirar a los demás. Urge al
hombre «entrar en El con todo su ser, debe apropiarse y asimilar toda
la realidad de la Encarnación y de la Redención para encontrarse a sí
mismo. Si se actúa en él este hondo proceso, entonces da frutos no
sólo de adoración a Dios, sino también de profunda maravilla de sí
mismo» («Redemptor Hominis», n.o 10).

Dejemos que Cristo se acerque a nuestra vida

Cristo deja al hombre en total libertad, de tal modo que, si el
hombre no quiere, no le obliga. Pero el Señor se da a conocer y se
manifiesta para que los hombres tengan oportunidad de acercarse a
El:

«Sucedió que cuando todo el pueblo estaba bautizándose,
bautizado también Jesús y puesto en oración, se abrió el cielo, y bajó
sobre El el Espíritu Santo en forma corporal, como una paloma; y vino
una voz del cielo: Tú eres mi hijo; yo hoy te he engendrado» (Lc
3,21-22).

En medio de todo el pueblo, Jesús se manifiesta como Hijo de Dios.
No tiene inconveniente en identificarse en lo que es: el hijo amado del
Padre. Esta identificación no tiene nada que ver con querer someter a
los hombres, pues han escuchado quién es y ellos serán los que
decidan seguir sus huellas.

Es importante saber quién es Cristo. Así, todo el que se acerca a El
sabrá a qué atenerse. Saber quién es también da seguridad para el
camino. Saber uno lo que es orienta en la vida. Si sabes lo que eres,
sabes que podrás hacer ciertas cosas y otras no, porque unas cosas
responderán a tu ser, a lo que eres, y otras serán contrarias.

Dejar que Cristo se acerque a nuestra vida es fundamental: en su
cercanía oímos para nosotros «soy el hijo amado del Padre», que
tiene un significado profundo: soy el amado de Dios y seréis amados
si os identificáis con el Hijo, es decir, si sois hijos en el Hijo. Esta
cercanía de Cristo la tenemos que sentir en su propia humanidad: se
hace hombre para acercarse a los hombres, para identificarse con
nosotros, para que Dios se acerque plenamente al hombre. En Cristo
observamos y contemplamos la cercanía de Dios al hombre, su
identificación con él, en todo menos en el pecado. Cristo oye, siente,
ve, ama, observa, se comunica, dialoga, anda por los caminos, llama,
está abierto plenamente al Padre. Esta apertura da hondura a su
humanidad. El quiere hacernos ver que la apertura a Dios da
profundidad a la vida.

La cercanía de Cristo nos hace descubrir que la primera tarea de
un hombre es identificarse, saber quién es, definirse. Esto lo tenemos
que hacer los hombres a través de nuestra vida junto a alguien que
sepa realizarlo y ése es precisamente Cristo. El lo hizo desde el
principio, o mejor, se oyó la voz de Dios que hablaba y manifestaba
que aquél era su hijo. Cristo vivió como tal Hijo. A su lado el hombre
conoce quién es.

Descubramos a un hombre que deja que Cristo se acerque a su
vida:

«Después de esto, salió y vio a un publicano llamado Levi, sentado
en el despacho de impuestos, y le dijo: Sígueme. El, dejándolo todo,
se levantó y le siguió» (/Lc/05/27-28).

Es un hombre que está en su despacho, tiene su vida montada,
muestra un estilo, realiza unas tareas, vive de una manera.
SGTO/CONDICIONES: Leví deja que Cristo se acerque, se
encuentra a gusto con el Señor. Este hombre es representativo de
tantos otros que hay en el mundo, de nosotros mismos que en muchos
momentos tenemos también montado nuestro «mostrador». ¿Cuántas
veces se acercó Cristo a nuestra vida? ¿Dejamos que se acercase?
¿Cómo lo hicimos? Lo mismo que a Leví, también a nosotros nos dice
el Señor: «Sígueme». La respuesta de Leví fue inmediata; cuando un
hombre se siente a gusto con otro no abandona esta compañía, se
siente feliz. Leví había descubierto la felicidad junto a Cristo; había
estado muchos años sentado al mostrador y se creía que aquello era
fundamental; ahora en la cercanía de Jesucristo observa que lo
fundamental está en otros lugares y en otras instancias.

Nosotros nos hemos pasado tiempo sentados; pero dejándonos
querer por el Señor y oyendo su voz que nos dice «Sígueme»,
descubrimos y despertamos al verdadero valor de la vida. La
respuesta de Leví fue inmediata: lo dejó todo. Para entusiasmarse con
el Señor hay que dejarlo todo, no valen posturas a medias. A veces
queremos estar con el Señor y tener nuestro propio mostrador y esto
no sirve. Hay que dejarlo todo e ir tras El. Cuando más contentos y
felices nos hemos encontrado en la vida, ha sido cuando hemos
dejado todo y hemos entrado en su compañía.

Seguir al Señor supone dejarle entrar en nuestra vida

Cristo tiene una forma de pensar, de ser y de actuar que debe
entrar en nuestra vida y configurarla. Para ello, tenemos que dejar
que entre. Cuando el Señor entra en nuestra vida, nos vemos como
Jesús, venidos de Dios. Este fue el gran descubrimiento de
Nicodemo:

«Rabbí, sabemos que has venido de Dios como maestro, porque
nadie puede realizar las señales que tú realizas, si Dios no está con
él» (Jn 3,2).

En Jesús de Nazaret, ven a Dios, porque ven señales que
solamente Dios puede realizar. Los que queremos seguir a Cristo,
tenemos que nacer de lo alto:

«En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de lo alto no puede
ver el Reino de Dios» (Jn 3,3).

Tenemos que nacer de Dios y esto se puede hacer en cualquier
momento, no hay edades. Solamente es necesario dejar que Cristo se
acerque a nuestra vida, que entre de lleno, que la configure, que
cambie nuestro modo de pensar, de ser, de actuar. Un modo que no
nos hace ser menos hombres, sino todo lo contrario y que no nos
hace salir de la realidad, sino entrar de lleno en ella.

Para vernos nacidos de Dios, es importante lo que dice Teresa de
Jesús: «Ahora vengamos al desasimiento que hemos de tener, porque
en esto está el todo, si va con perfección. Aquí digo está el todo,
porque abrazándonos con sólo el Criador y no se nos dando nada por
todo lo criado, Su Majestad infunde de manera las virtudes, que
trabajando nosotros poco a poco lo que es en nosotros, no tendremos
mucho más que pelear; que el Señor toma la mano contra los
demonios y contra todo el mundo en nuestra defensa» (Camino de
perfección, 8, 1). Esto es lo que descubrimos en nuestra cercanía a
Jesucristo en las tentaciones. Vemos a un Dios plenamente hombre
que asume con toda la radicalidad la humanidad. De tal modo que
padece las tentaciones que cualquier hombre padece. Pero es tal su
radicalidad frente al Padre, su apertura a El, su desasimiento de todo,
que vemos las contestaciones que da en las diversas tentaciones que
aparecen en el Evangelio (cfr. Lc 4,1-13). Está plenamente en Dios.
Esto es lo que necesitamos también nosotros. Es lo que descubrimos
en Pablo de Tarso cuando dice:

«Pues yo, hermanos, cuando fui a vosotros, no fui con el prestigio
de la palabra o de la sabiduría a anunciaros el misterio de Dios, pues
no quise saber entre vosotros sino a Jesucristo, y éste crucificado. Y
me presenté ante vosotros débil, tímido y tembloroso. Y mi palabra y
mi predicación no tuvieron nada de los persuasivos discursos de la
sabiduría, sino que fueron una demostración del Espíritu y del poder
para que vuestra fe se fundase, no en sabiduría de hombres, sino en
el poder de Dios» (I Cor 2,1-5).

La gran conversión que todos necesitamos realizar es llenarnos de
Jesucristo, de sus modos, de sus estilos, de sus formas, de sus
maneras. Con esta sabiduría tenemos que caminar, debemos actuar y
llamar a todos los hombres.

Se trata de meter de tal modo a Jesucristo en nuestra vida que
consigamos un cambio total, una transformación desde dentro, desde
lo profundo, desde la realidad más honda de nuestro ser. «La prueba
de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el
Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abba, Padre!» (Gal 4,6). Sentir y vivir
con el testimonio de nuestras acciones que somos hijos de Dios, es la
prueba más evidente de lo que venimos diciendo. Vivir sintiendo el
cariño de Dios, sabiendo y experimentando que el Padre nos quiere,
cuida de nosotros, nos ama y nos da la mano es la mayor seguridad
que puede tener un hombre. Pero para vivir esto debemos tener el
Espíritu de Cristo. Todos hemos experimentado alguna vez en la vida,
que la confianza que alguien deposita en nosotros nos es fundamental
para caminar. Necesitamos de esa confianza que nos da aliento y
seguridad en el camino. Este aliento y confianza se nos da en plenitud
cuando depositamos nuestra vida en Dios y tenemos el Espíritu de
Cristo.

El que tiene el Espíritu de Cristo, vive como hijo de la luz: «Vivid
como hijos de la luz; pues el fruto de la luz consiste en toda bondad,
justicia y verdad» (Ef 5,8b-9). El hombre que sigue a Cristo desde
dentro, es bondadoso, quiere a los hombres, no piensa mal de ellos,
es cercano, ve bondad en el mundo, es capaz de ver las huellas de
Dios entre sus hermanos y en toda la creación, aunque en muchos
momentos existan oscuridades o nublados. Es un hombre que es
capaz de ser misericordioso con todas las consecuencias: «la
misericordia se manifiesta en su aspecto verdadero y propio cuando
revalida, promueve y extrae el bien de todas formas de mal existentes
en el mundo y en el hombre» («Dives in misericordia», nº. 6). El
hombre que vive así tiene la bondad de Cristo. Es también un hombre
justo, con la justicia de Dios. Si bien la justicia es una virtud auténtica
del hombre, en Dios la justicia es plena Sin embargo, el amor
condiciona la justicia, la justicia es servidora del amor. La superioridad
del amor con respecto a la justicia se manifiesta precisamente en la
misericordia o a través de la misericordia. Esto está tan claro en los
salmos que el término justicia significa muchas veces la salvación
llevada a cabo por el Señor y su misericordia. Esta es la justicia que
tiene que vivir el hombre. El hombre tiene también que vivir la verdad y
en la verdad que es el mismo Cristo. Esa verdad es una persona, es el
Señor. Por ello, cuanto más el hombre se acerca a Jesucristo, más se
acerca a la verdad, y la gran tarea del hombre es acercarse a la
verdad.

Seguir al Señor supone
tener los mismos sentimientos que El tuvo

En un mundo donde no se perdona, donde vivimos en múltiples
ocasiones no por amor, sino por temor, urge vivir los sentimientos de
Cristo.

«Pero yo os digo a los que me escucháis: amad a vuestros
enemigos, haced bien a los que os odian, bendecid a los que os
maldigan, rogad por los que os difamen. Al que te hiera en una mejilla
preséntale también la otra; y al que te quite el manto no le niegues
también la túnica. A todo el que te pida, da, y al que tome lo tuyo no
se lo reclames. Y lo que queráis que os hagan los hombres, hacédselo
vosotros igualmente» (Lc 6,27-31).

A los que no piensan como yo, a los que sé que se manifiestan
ante los demás como enemigos míos, como constructores de otras
visiones de la vida o simplemente como destructores de lo que digo o
hago los tengo que amar sin poner condiciones. Todos tenemos
experiencia de lo fácil que resulta hacer el bien a quien es nuestro
amigo, sabemos que nos va a aplaudir o simplemente respeta
nuestras opiniones, opciones y acciones. Pero cuando conocemos
positivamente que alguien nos odia, que está en contra nuestra,
cuando experimentamos que se opone siempre a todo lo que decimos,
pensamos y hacemos, entonces cuesta amar. Jesucristo nos pide
hacerlo en esos momentos de la vida; es entonces cuando debemos
demostrar que tenemos los mismos sentimientos que tiene El. Es aquí
donde tiene que venir la conversión a nuestra vida. Pensamos que
esto solamente lo pueden hacer los santos y sin embargo todo
hombre que tenga a Cristo en su vida, en lo más hondo de su
existencia, hará posible estos sentimientos de Cristo entre los demás.
El mundo de hoy, para seguir caminando y hacerse más humano,
necesita de estos sentimientos. El cristiano, el discípulo del Señor,
debe descubrir la urgencia de tales exigencias para su vida.

El amor al que me odia debe llegar hasta encontrar muchos
momentos para pedir al Padre por él, ponerlo en manos del Padre y
dedicarle tiempo en presencia de Dios. En el fondo es hacer realidad
aquella situación vivida por Cristo en el momento de la muerte cuando
dice: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen»
(/Lc/23/34a). Pide por los que se han manifestado como enemigos de
su vida, los pone en manos de Dios. Esto es lo que tiene que hacer
cualquier creyente.

En el fondo, se nos invita a vivir la actitud que el Padre vive con
cada hombre y que Jesucristo nos ha manifestado. El Padre quiere y
acepta a todo hombre, incluso a aquel que se niega a creer en El. A
ése también le cuida, le ama, e incluso se acerca mucho más a él,
«pierde tiempo» junto a él. Nunca deja de dar. No pone condiciones.
Esta entrega se nos manifiesta en Cristo de una manera absoluta. Se
entrega hasta la muerte. Dio a todo el que le pidió. Los judíos estaban
acostumbrados a dar solamente a los de sus creencias, a los de su
pueblo, pero Cristo rompe con esto y da a todos los hombres, sean o
no de su pueblo. Cuando uno no pone condiciones para dar y da todo
a quien sea, lo hace porque es una persona, porque es un hombre;
entonces se manifiesta la «imagen de Dios».

Tener esos sentimientos es una exigencia del nuevo nacimiento
que Pablo de Tarso manifiesta y vive así:

«Os digo, pues, esto y os conjuro en el Señor, que no viváis ya
como viven los gentiles según la vaciedad de su mente, sumergido su
pensamiento en las tinieblas y excluidos de la vida de Dios por la
ignorancia que hay en ellos, por la dureza de su cabeza, los cuales,
habiendo perdido el sentido moral, se entregaron al libertinaje, hasta
practicar con desenfreno toda clase de impurezas. Pero no es éste el
Cristo que vosotros habéis aprendido, si es que habéis oído hablar de
él y en él habéis sido enseñados conforme a la verdad de Jesús a
despojaros, en cuanto a vuestra vida anterior, del hombre viejo que
corrompe siguiendo las seducciones de las concupiscencias, a
renovar el espíritu de vuestra mente, y a revestiros del hombre nuevo,
creado según Dios en la justicia y santidad de verdad» (Ef 4,t7-24).

El hombre nuevo es el que, al modo de Cristo, se hace entrañable,
perdona en toda ocasión, vive del amor y no puede dar una respuesta
distinta al amor. Muchas veces hemos mirado a Cristo en la cruz. Pero
no sé si nos hemos dado cuenta de la respuesta de Cristo en la cruz a
los que se acercaban a El, le miraban y le hablaban, desde diversas
perspectivas y actitudes. Todos los que se acercaban, pedían a Cristo
que actuase a su modo, con su estilo, con las fuerzas que ellos
actuaban. La respuesta es contundente: Solamente puede responder
con amor. El que es amor, no puede dar una respuesta distinta a la
del amor. Los hombres le pedían otras respuestas, pero El calla en la
cruz porque no lo van a entender. Los hombres no acaban de
entender que se puede vivir solamente de la fuerza del amor; esto es
haber nacido a esa vida nueva.

Cuando incorporamos la vida nueva y, por tanto, esta fuerza que
nace y que es de Dios como el amor, tenemos los sentimientos de
Cristo y comenzamos a entender aquellas palabras del Señor «Sed
compasivos como vuestro Padre es compasivo» (Lc 6,36).

Seguir al Señor supone
hacer las mismas acciones que El realizó

Cristo siempre está junto a los hombres. Manifiesta quién es con su
vida y lo hace junto con los demás. «En este sentido, la vida entera de
Cristo fue una continua esperanza: su silencio, sus milagros, sus
gestos, su oración, su amor al hombre, su predilección por los
pequeños y los pobres, la aceptación del sacrificio total en la cruz por
la salvación del mundo, su resurrección son la actuación de su
palabra y el cumplimiento de la revelación » («Catechesi tradendae»,
nº. 9). Las acciones de Jesucristo son siempre grandes. El da
respuestas concretas a la vida. Como en Lc 7,11-17, en que resucita
el hijo de la madre viuda. En este pasaje evangélico Jesús va contra la
muerte, contra todo lo que quita la vida. Y contra toda clase de
sufrimiento, porque en este caso, la madre estaba sufriendo.

En el mundo en el que vivimos hay muchos lugares de muerte y es
preciso salir a dar vida. Hay que hacerlo con el mismo estilo del Señor,
con su misma manera de actuar. A veces tenemos la tentación de dar
rodeos y vueltas a las cosas, de no dar soluciones concretas. La
actuación de Jesucristo es clara: da vida a quien no la tiene y por
quien está padeciendo las consecuencias de la muerte a su alrededor.
Nuestro mundo está lleno de luchas, unas con armas y otras
psicológicas, y tiene signos de muerte. Hay hombres que lloran como
aquella mujer del evangelio porque ven que a su alrededor no hay
vida o se va perdiendo. Por eso urge la respuesta de los cristianos;
solamente la podremos dar si tenemos la vida del Señor, que nos lleve
a actuar como El mismo lo hizo. Tenemos necesidad de decir con
Pablo:

«Pero lo que era para mi ganancia, lo he juzgado una pérdida a
causa de Cristo. Y más aún: juzgo que todo es pérdida ante la
sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien
perdí todas las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo, y
ser hallado en El, no con la justicia mía, la que viene de la ley, sino la
que viene por la fe de Cristo, la justicia que viene de Dios, apoyada en
la fe, y conocerle a El, el poder de su resurrección y la comunión en
sus padecimientos hasta hacerme semejante a El en su muerte,
tratando de llegar a la resurrección de entre los muertos» (Flp 3,7-11).


Este conocimiento de Cristo nos lleva a actuar ante las personas
concretas. Hay una diferencia cuando damos soluciones generales a
un nivel teórico, a cuando tenemos que dar soluciones en concreto,
ante una persona. A Cristo siempre le vemos ante personas
concretas: da vida y posibilita la vida a estas personas, quita las
causas de sus sufrimientos. Para el Señor, cada persona era un
reflejo del Padre y tenía que sentir en su existencia el reflejo de Dios;
sentirse querida, respetada, amada en lo que era y desde donde
estaba; tenía que sentirse única, irrepetible, original. Así son las
actuaciones de Jesucristo con los demás. Da vida y quita el
sufrimiento, porque los hombres perciben en El la sombra de Dios. En
el mismo texto evangélico al que nos venimos refiriendo aparece esta
sombra de Dios en todos los que vieron el gesto y la actuación del
Señor

«El temor se apoderó de todos y glorificaban a Dios diciendo: Un
gran profeta se ha levantado entre nosotros, y Dios ha visitado a su
pueblo» (Lc 7,16).

Para el cristiano esto es un reto, ya que tenemos que ser capaces
de hacer percibir la visita de Dios a los hombres, tal y como Jesucristo
lo hizo. Y esto lo descubrimos con la máxima intensidad en la cruz.
Sería importante que nos detuviésemos junto a la cruz del Señor, para
ver que seguir a Jesucristo supone tener las mismas actuaciones que
El tuvo. La máxima de todas, donde se revela lo que era el Señor y su
modo de hacer es en la cruz. «La cruz es la inclinación más profunda
de la divinidad hacia el hombre y todo lo que el hombre—de modo
especial en los momentos difíciles y dolorosos—llama su infeliz
destino. La cruz es como un toque del amor eterno sobre las heridas
más dolorosas de la existencia terrena del hombre, el cumplimiento,
hasta el final, del programa mesiánico que Cristo formuló una vez en la
sinagoga de Nazaret y repitió más tarde a los enviados de Juan
Bautista. Según las palabras ya escritas en la profecía de Isaías, tal
programa consistía en la revelación del amor misericordioso a los
pobres, los prisioneros, los ciegos, los oprimidos y los pecadores»
(«Dives in misericordia», nº. 8). Descubrimos a un Dios dando la mano
al hombre, inclinándose plenamente a cada hombre. Descubro a Dios
inclinándose hasta mi en estos momentos de la historia, dándome la
mano, diciéndome «sígueme». Sígueme para hacer las obras que yo
hago, para ser mis ojos, para ser mi pensamiento para los demás. La
invitación es preciosa y la respuesta ha de ser inmediata, ya que no
se trata de seguir al Señor para cualquier cosa, sino para dar vida al
mundo, teniendo y viviendo sus propias acciones.

Seguir al Señor supone aceptar plenamente lo que El hizo
para seguir presente y actuando entre los hombres: la Iglesia

Los que acogemos a Jesucristo y participamos de su amor, nos
hemos reunido en el nombre de Jesús para buscar juntos el reino,
para construirlo y vivirlo. Nos presentamos en medio de los hombres
como una comunidad que tiene que evangelizar. Así se vio Pedro
junto a todos los que con él creemos en el Señor:

«Pero vosotros sois linaje elegido, sacerdocio real, nación santa,
pueblo adquirido, para anunciar las alabanzas de Aquel que os ha
llamado de las tinieblas a su admirable luz» (1 Pe 2,9)

Somos propiedad del Señor. El nos ha elegido para ser su pueblo,
su nación. El nos elige para hablar en medio de los hombres. Las
palabras del Señor: «También a otras ciudades tengo que anunciar la
Buena Nueva del Reino de Dios, porque a esto he sido enviado» (Lc
4,43), las tenemos que aplicar a la Iglesia. «Evangelizar constituye, en
efecto, la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más
profunda» («Evangelii nuntiandi», nº. 14). La Iglesia existe para
evangelizar, para ser dadora de la Buena Noticia a los hombres, para
entregar a Jesucristo. De ahí su exigencia de vida. Tenemos que
aceptar a la Iglesia para lo que la hizo el Señor, y tal y como El la hizo.
«Enviada y evangelizada, la Iglesia misma envía a los
evangelizadores. Ella pone en su boca la Palabra que salva, les
explica el mensaje del que ella misma es depositaria, les da el
mandato que ella misma ha recibido y les envía a predicar. A predicar
no a sí mismos o sus ideas personales, sino un evangelio del que ni
ellos ni ella son dueños y propietarios absolutos para disponer de él a
su gusto, sino ministros para transmitirlo con suma fidelidad»
(«Evangelii nuntiandi», nº. 15).

Los que formamos parte de la Iglesia y tenemos que hablar del
Señor, deberíamos preguntarnos si no tenemos que convertirnos y
dejar que sea la Iglesia quien hable por nosotros de Jesucristo, tal y
como ella quiera y no tal y como nosotros deseamos, según el
momento que vivamos o la lectura última que hayamos realizado.
Nunca entenderemos a la Iglesia separada de Jesucristo. Cuando la
separamos de Jesucristo, pierde su razón de ser y nosotros mismos
perdemos también las dimensiones fundamentales de nuestro
quehacer. A la Iglesia hay que verla y gustarla junto a Jesucristo, hay
que amarla desde Jesucristo. No podemos hacer dicotomías: no es
posible amar a Cristo sin amar a la Iglesia. Quien dice que ama a
Cristo y no ama a la Iglesia, según Pablo, tampoco ama a Jesucristo.
Pues el mejor testimonio que nos da San Pablo de Cristo es aquel en
el que nos dice: «Amó a la Iglesia y se entregó por ella» (Ef 5,25). Lo
que hizo el maestro tenemos que hacer los discípulos. Amar a la
Iglesia es vivir el amor tal y como nos lo describe el Evangelio. No vale
decir que se ama teniendo unas actitudes de desenfado, violencia y
crítica destructiva o improductiva. Decir que amamos a la Iglesia es
decir que amamos con aquel amor que San Pablo nos describe tan
extraordinariamente:

«La caridad es paciente, es servicial; la caridad no es envidiosa, no
es jactanciosa, no se engríe, es decorosa; no busca su interés; no se
irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra
con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo
soporta» ( I Cor 13,4-7).

¿Cómo nace la Iglesia? Su nacimiento le vemos en la misma acción
evangelizadora de Jesús y de los Doce (cfr. «Evangelii nuntiandi», nº.
15). No nace porque se les hubiere ocurrido a unos cuantos ni para
perpetuar el recuerdo de unos tiempos pasados como si se tratara de
hacer una asociación de antiguos discípulos. Nace de la misma acción
de Jesucristo, de la misma acción de Dios. El Señor ha querido dejar
un enviado en su nombre y éste es la Iglesia que permanece en medio
de los hombres como un signo de la presencia de Dios entre ellos.
Signo opaco y luminoso, al mismo tiempo, de una nueva presencia de
Jesucristo, de su partida y de su permanencia. Esta es la Iglesia de
Jesús. Esto soy yo con los hermanos, lo que provoca unas exigencias
fundamentales. Para que la Iglesia tenga pleno sentido, tiene que
convertirse en testimonio de ese Jesucristo que anuncia, y debe
provocar la admiración y la conversión. Por eso, la Iglesia debe
convertirse ella misma en predicación y anuncio de la Buena Noticia.
Es fácil mirar a la Iglesia desde fuera y pedir a los demás que lo sean.
Pero si yo me siento Iglesia del Señor, me lo pediré a mí mismo,
porque soy yo, junto a los demás, el testimonio de ese amor de Dios
entre los hombres, de esa presencia nueva de Jesús entre ellos.
Cuando me siento y vivo así mi ser creyente, pido muy poco a los
demás y comienzo a pedirme mucho a mí mismo. Empiezo a ser
compresivo con los demás porque me comprendo a mí mismo;
entonces exijo muy poco a los demás, porque veo que Jesús no les
exigió nada. Tener esta experiencia eclesial es fundamental para crear
un equilibrio y una armonía en la comunidad concreta donde realizo,
como Iglesia del Señor, la predicación y el anuncio de Jesucristo.

CARLOS OSORO
A LA IGLESIA QUE AMO
NARCEA. MADRID 1989. Págs. 143-155