A LA IGLESIA QUE AMO 2

 

Desde mi Iglesia local

 

«Bendito sea el Dios Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo; por cuanto nos ha elegido en él antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor, eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad para alabanza de la gloria de su gracia con la que nos agració en el Amado» (Ef 1,3-6).

Con este grito tenemos que agradecer a Dios que se fijase en los moradores de nuestras tierras y enviase hombres de otras partes muy diversas, que supieron transmitirnos la fe que tenían en Jesucristo muerto y resucitado. Por ellos en nuestro suelo comenzaron a surgir comunidades de discípulos del Señor, hombres que quisieron que su único dueño fuese el Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo. Es verdad, El nos había elegido desde siempre para ser santos. En nuestras tierras se cumplieron aquellas palabras del Apóstol:

«En él también vosotros, tras haber oído la Palabra de la verdad, el Evangelio de vuestra salvación, y creído también en él, fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa» (Ef 1,13).

Así fue creciendo el número de discípulos del Señor, de tal modo que llegó un momento en que todos los hombres que habitaban este suelo, en grados muy diversos, conocían a Jesucristo y se sentían miembros de su Pueblo.

Esta es la Iglesia que amamos; nos referimos a la Iglesia local y a la universal, a la comunidad local y a la universal. La Iglesia, nuestra Iglesia en la que hemos nacido y crecido, en la que estamos, es esencial y decisivamente una ekklesía, un pueblo de Dios, un cuerpo de Cristo, una creación del Espíritu. Todo el mensaje del Nuevo Testamento lo atestigua. Los textos clásicos sobre la unidad de la Iglesia nos son suficientemente conocidos:

1 Cor 1, 10-30: admonición contra las banderías y exhortación a la unidad sobre el fundamento único, es decir, Cristo; 1 Cor 12: unidad del Espíritu en la variedad de los dones o carismas, un cuerpo con muchos miembros; Gal 3,28: todos, sin distinción de raza, de posición social y de sexo son uno en Cristo; Act 2,42: la perseverancia en la doctrina de los Apóstoles, en la comunión, en la fracción de pan y en las oraciones; Act 4,32: la muchedumbre de los creyentes, un solo corazón y una sola alma; Jn 10,16: un solo pastor y un solo rebaño; Jn 17,20-26: todos una sola cosa como el Padre y el Hijo.

Voy a citar literalmente Ef 4,1-6, como síntesis muy objetiva de todo lo que, según el Nuevo Testamento, funda la unidad de la Iglesia:

«Os exhorto, pues, yo, preso por el Señor, a que viváis de una manera digna de la vocación con que habéis sido llamados, con toda humildad, mansedumbre y paciencia, soportándoos unos a otros por amor, poniendo empeño en conservar la unidad del Espíritu con el vinculo de la paz. Un solo cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a la que habéis sido llamados. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos».

Precisamente porque ha habido hombres que en nuestro suelo han querido vivir de una forma digna de la vocación a que habían llamados, hemos conocido a Jesucristo. Nuestra Iglesia local y todas las Iglesias locales que existen por el mundo conocido, no son partes o secciones cuya totalidad diese como resultado la Iglesia universal, sino que son, más bien, presencias válidas, íntegras de la única Iglesia de Cristo ya que en lo particular se representa lo universal, quedando a salvo lo uno y lo otro y excluyendo todo peligro de absorción de lo primero por lo segundo. La Iglesia que está en Corinto como la que está en N es la Iglesia de Dios y ésta en cuanto universal, se realiza plenamente en aquellas.

Esta es la Iglesia que amamos y por la cual damos la vida:

- una Iglesia que es comunión de personas en el nombre del Señor Jesús, en virtud de la acción libre y bondadosa de Dios -elección y convocación divinas- en orden a testimoniar ante el mundo, con su respuesta, la presencia de Dios en la humanidad. En esta tarea estamos metidos como parte integrante de la Iglesia que camina por estas tierras y entre estos hombres. Porque caminando de esta manera, otros hombres anteriores a nosotros nos hicieron conocer al Señor y nos entusiasmaron con El. Nosotros sentimos en nuestra carne la necesidad de realizar la misma tarea, de testimoniar aquí y ahora la presencia de Dios entre los hombres;

- una Iglesia, que en cuanto comunidad de creyentes en Cristo, seres humanos en definitiva, y en cuanto congregación de Dios, en lo que respecta a su origen y finalidad, encierra en si misma una dialéctica de tensión escatológica, en la que se percibe tanto su grandeza como su debilidad. Todos los que pertenecemos a ella, sabemos de esta tensión;

- una Iglesia que encuentra su sentido en el hecho de ser ekklesía de Dios. Toda la Iglesia es de Dios; los hombres la formamos, la componemos, la integramos pero no la fundamos; los hombres no originamos la Iglesia, nuestra fe no crea la comunidad; más bien, hemos sido llamados a la fe, a la pertenencia eclesial. Por eso, la Iglesia nunca se valora por el número de sus componentes o por la cualidad de la reunión, sino por ser realidad de Dios. Desde esta perspectiva hemos de valorarnos como Iglesia del Señor, porque somos realidad de Dios.

Como realidad de Dios se sintieron aquellos hermanos nuestros que fundaron multitud de monasterios, verdaderos rostros históricos de Cristo. Con aquellos hombres y otros muchos después, la Iglesia creció por nuestras tierras y muchos salieron de ellas para dar a conocer en otros lugares a Jesucristo. Por eso también necesitamos que se hagan realidad en nuestra vida aquellas palabras del Apóstol:

«Para que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os conceda espíritu de sabiduría y de revelación para conocerle perfectamente; iluminando los ojos de vuestro corazón para que conozcáis cuál es la esperanza a que habéis sido llamados por él, cuál la riqueza de la gloria otorgada por él en herencia a los santos, y cuál la soberana grandeza de su poder para con nosotros los creyentes, conforme a la eficacia de su fuerza poderosa, que desplegó en Cristo» (Ef 1,17-20).

Porque hubo unos hombres que conocieron la esperanza a la que habían sido llamados, nosotros conocemos a Cristo el Señor. De ahí que nuestra responsabilidad sea grande: también nosotros hemos de saber la esperanza a la que Dios nos llama para así poder entusiasmarnos y transmitirlo, como otros hicieran con nosotros.

Pueblo de Dios, cuerpo de Cristo, creación del Espíritu

I/PUEBLO-DE-D: ¡Qué imagen tan preciosa la del pueblo de Dios! Pensar que, a semejanza del pueblo de Israel, somos una comunidad de elegidos, una comunidad cuya iniciativa procede de Dios.

¿Cuántas veces, por entenderla y vivirla como una organización promovida desde abajo y sujeta al juego libre del espíritu humano, nos desesperamos y desesperamos de tal pertenencia? Es necesario y urgente escuchar constantemente aquellas palabras del Apóstol:

«Pero Dios, rico en misericordia, por el grande amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo—por gracia habéis sido salvados— y con él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos con Cristo Jesús, a fin de mostrar en los siglos venideros la sobreabundante riqueza de su gracia, por su bondad para con nosotros en Cristo Jesús» (Ef 2,4-7).

La vida de la Iglesia debe conformarse a las exigencias provenientes del hecho de su elección: somos un linaje santo, una estirpe consagrada; la misión de la Iglesia no es afianzarse ni engrandecerse a sí misma, sino servir al reino de los cielos. Sin embargo, estas dimensiones derivadas de su elección, han de interpretarse valorando al mismo tiempo el carácter humano y transitorio de la comunidad. La Iglesia es, también, una institución de miembros pecadores y defectibles; su santidad se mezcla con la existencia de falsos profetas que, aún realizando las obras de Cristo, están muy distantes de su espíritu; ella no es el reino y por eso, su misión de servicio puede convertirse en ocasiones en antitestimonio del mismo reino.

La Iglesia, en distinción del pueblo de Israel, es una comunidad constituida por vínculos religiosos; su estructura no supone ni exige una continuidad en el plano étnico, cultural o social con ningún pueblo de la tierra, sino que está abierta a todo, a la plenitud, a la pluralidad de pertenencias nacionales. Por otro lado, su universalismo no está reñido con las peculiaridades específicas de cada pueblo, con los carismas personales, ya que la persona o cada persona se potencia en la comunidad, y ésta se enriquece con los carismas de aquél.

La imagen de «pueblo» nos hace presente aspectos muy familiares de la Iglesia y al mismo tiempo muy profundos; nos describe a la Iglesia en su dimensión tanto mistérica como social y temporal; el misterio se nos describe en cuanto que los miembros se agrupan en torno a Cristo, haciéndole presente hasta que vuelva en la fracción del pan y en el acontecimiento siempre interpelante de la palabra; la dimensión temporal y social se nos manifiesta en el mismo destino de la Iglesia, en su peregrinación hacia el reino de Dios.

Nuestra Iglesia, a la que pertenecemos y a la que amamos, es el pueblo de Dios en la historia. No está al margen de la historia. La Iglesia es un pueblo en la historia, es decir, como institución se integra—y por tanto se margina—en los planes de salvación de Dios a la humanidad. El Concilio Vaticano II nos dice: «Sin embargo, fue voluntad de Dios santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera santamente. Por ello eligió al pueblo de Israel como pueblo suyo, pactó con él una alianza y le instruyó gradualmente, revelándose a si mismo y los designios de su voluntad a través de la historia de este pueblo, y santificándole para sí. Pero todo esto sucedió como preparación y figura de la alianza nueva y perfecta que había de pactarse en Cristo y de la revelación completa que había de hacerse por el mismo Verbo de Dios hecho carne» («Lumen Gentium», c. 2, a. 9).

Jesús es para los escritores del Nuevo Testamento el cumplimiento de la esperanza de Israel (Lc 2, 29-32; Act 4,11-12). Y la Iglesia se presenta como la continuación y culminación de las esperanzas mesiánicas del pueblo elegido. Pensar que todos nosotros, los que pertenecemos a ella, somos continuación y culminación de la esperanza mesiánica del pueblo elegido, nos sobrecoge por la responsabilidad, por el cariño que Dios ha mostrado con todos nosotros y por el impulso que Dios da a nuestra vida de frescor y de ternura para con los hombres.

Parece que todo lo ponemos bonito y, sin embargo, existen incongruencias con lo que vemos y experimentamos en la vida. Es porque la Iglesia se halla en tensión del «ya y aún no», entre la posesión y la esperanza. Esto nos orienta hacia una Iglesia entre pentecostés y la parusía, entre la identidad consigo misma y la necesidad continua de reforma en sus miembros. La imagen de pueblo sugiere aspectos de debilidad y tribulación.

Lo mismo que en el pueblo de Israel, la historia de la Iglesia está marcada por los signos de asistencia de Dios y de infidelidad humana. La comunidad cristiana, nuestra comunidad local, necesita constantemente de la misericordia y de la fidelidad de Dios para perseverar en su ser. El camino de pentecostés a la parusía es largo y fatigoso, es un camino que está abierto al desánimo y a la lucha; por ello se hace más necesaria la intervención de Dios, gracias a la cual la renovación eclesial puede efectuarse constantemente en la historia.

I/CUERPO-DE-CRISTO: Según San Pablo en la primera carta a los corintios y a los romanos, el cuerpo de Cristo es la Iglesia particular; según las cartas a los colosenses y efesios, es la Iglesia universal. Prescindiendo de las interpretaciones dadas a estas cartas y textos, interesa destacar algo que es fundamental: al ser designados Cristo y la Iglesia como cabeza y cuerpo, se expresa su unión intima e inseparable (Ef 1,22 ss.; Col 1,18). Esta profunda conexión y hasta comunidad de destino lo confirman estos textos:

«Estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo—por gracia habéis sido salvados—y con él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús» (Ef 2,5-ó).

«Antes bien, siendo sinceros en el amor, crezcamos en todo hasta Aquél que es la cabeza, Cristo, de quien todo el cuerpo recibe trabazón y cohesión por medio de toda clase de junturas que llevan la nutrición según la actividad propia de cada una de las partes, realizando así el crecimiento del cuerpo para su edificación en el amor» (Ef 4,15-16).

Cuando nos ponemos a pensar y meditar en esta comunión de destino nos quedamos sobrecogidos. Cuando meditamos sobre la Iglesia, sobre nuestra Iglesia concreta y descubrimos esta comunión de destino, quedamos engrandecidos y a la vez consternados: engrandecidos por lo que somos y consternados por lo que queremos ser y no somos.

Hay algo excepcional en la carta a los efesios cuando se habla de la Iglesia como Cuerpo de Cristo. Son como dos puntos de vista que ayudan a entender el significado del hecho de ser la Iglesia Cuerpo de Cristo. El primero es la unidad, vista en doble dimensión; unidad entre los muchos miembros, sujetos de distintos carismas y ministerios, pero, al mismo tiempo, unidad entre las dos naciones antes separadas, judíos y gentiles, a los que Cristo reconcilió por su muerte en un solo cuerpo (cf. Ef 4,2-7; 2,14-18). El segundo punto de vista importante es la caridad (o amor) que, bajo la unión del hombre y la mujer, constituyen el misterio más profundo de la unidad de Cristo y la Iglesia (Ef 5,22-32). A pesar de la constante distinción entre Cristo y la Iglesia y del continuo señorío de la cabeza sobre el cuerpo, se trata de una unidad de mutua entrega. Siempre he pensado que desde el momento en que Cristo es cabeza de la Iglesia, y, por tanto, principio y fin de su crecimiento, esto sólo es posible por la obediencia a la cabeza. Si la Iglesia no es obediente a su cabeza y a la palabra de su cabeza, la Iglesia no crece sino que se entumece y atrofia, y cuando esto sucede, por ostentoso que sea su desarrollo, resulta fallido en lo más hondo y todo progreso, por grandioso que parezca, es un retroceso pernicioso. Porque en la Iglesia, sólo es auténtico aquel movimiento cuyo impulso viene de la gracia de Dios. Algunas veces nos confundimos y creemos que se da un crecimiento histórico; la Iglesia crece verdaderamente cuando, por la acción histórica de su Iglesia, Cristo penetra el mundo ya sea hacia fuera, por la evangelización de otros hombres que no conocían al Señor, ya sea hacia dentro, en profundidad, por la fe y el amor de los creyentes en su quehacer diario, de suerte que el mundo aparece como dominio de Cristo y como creación de Dios.

Conviene preguntarnos: ¿Cuándo ha fracasado la Iglesia y cuándo ha hallado nueva vida? Recorriendo la historia, incluso la historia de nuestra Iglesia local, observamos que ha fracasado siempre que por rodeos a menudo raros y encubiertos, ha querido apoderarse de Cristo y su palabra, poseerla como propiedad suya, y sin embargo ha crecido, ha hallado nueva vida, no se ha entumecido, no ha malgastado sus fuerzas en luchas internas, cuando ha vuelto de nuevo a Cristo, cuando se ha sometido a su palabra para hacerse nuevamente lo que realmente es: bien y propiedad de Cristo, cuerpo de Cristo.

I/TEMPLO-DEL-ES: El Espíritu incorpora al creyente de Cristo. El mismo crea la unidad de este cuerpo, que consta de sujetos distintos, portadores de distintos carismas. El Espíritu de Dios dado a la Iglesia y a cada uno de sus miembros, que es a la par el Espíritu del Señor resucitado, es la señal de que se ha iniciado y cumplido la novísima hora, la cual sin embargo, no está conclusa ni acabada. Desde la resurrección de Jesús, la resurrección final de todos no es ya para la comunidad creyente esperanza vaga, sino certidumbre firme. Así se entiende cómo la Iglesia es el pueblo escatológico de Dios, el pueblo de Dios de los últimos tiempos. Dios no ha llamado y congregado a su pueblo como a un forastero o a un extraño; él mismo se ha hecho presente y eficaz en su Iglesia por obra del Espíritu, que es el Espíritu de Jesús. Su poder se ha puesto de manifiesto en su pueblo, lo ha fundado y lo ha transformado, lo sostiene y lo conduce hasta su fin. Por eso la Iglesia es obra e instrumento, signo y testimonio del Espíritu de Dios que la llena. La Iglesia es el lugar de la especial presencia de Dios en mundo.

«¿No sabéis que sois santuario de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguno destruye el santuario de Dios, Dios le destruirá a él; porque el santuario de Dios es sagrado, y vosotros sois ese santuario» (1 Cor 3,16-17).

Por ser santuario de Dios el Apóstol se dirige a la comunidad de Efeso de un modo muy particular. Necesitamos también nosotros sus mismas palabras en estos momentos para darnos cuenta de lo que somos y a lo que estamos llamados:

«Por eso doblo mis rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra, para que os conceda, según la riqueza de su gloria, que seáis fortalecidos por la acción de su espíritu en el hombre interior, que Cristo habite por la fe en vuestros corazones, para que arraigados y cimentados en el amor, podáis comprender con todos los santos cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad, y conocer el amor de Cristo que excede a todo conocimiento para que os vayáis llenando hasta la total plenitud de Dios» (Ef 3,14-19).

La comunión en mi Iglesia

Nuestra Iglesia local está formada por comunidades parroquiales y otras comunidades en comunión con la parroquia, de muy variados compromisos y enmarcadas en situaciones económicas y culturales muy distintas. Cuando uno ve esta Iglesia y al mismo tiempo se retrotrae a ver la Iglesia primitiva para descubrir más profundamente la nuestra, ve que en aquélla, los creyentes llamados por la predicación misionera del Apóstol se reúnen en una casa desde sus familias y sus puestos de trabajo en el mundo. Ve cómo entre ellos existían profundas diferencias socioeconómicas, entre libres y esclavos, políticas, entre ciudadanos y extranjeros, raciales, entre bárbaros y escitas, sexuales, entre hombres y mujeres, religiosas, entre judíos y griegos. Pero al mismo tiempo uno observa con gran sorpresa, cómo todos se sienten unidos como hijos y hermanos en una misma casa, en una misma familia. Además esta pequeña reunión eclesial aparece en referencia a las demás comunidades del entorno y de toda la ecumene. La Iglesia en familia es una reunión con dimensiones universales y ecuménicas. Ante esta iglesia que vivía y se entendía así, uno se pregunta, ¿cuál es la causa de semejantes actitudes y de tan profundos compromisos? Si intentamos profundizar descubrimos en aquellas comunidades primitivas su esencial configuración cristológica Sus tres miembros están referidos a Cristo: Pablo es apóstol, siervo y preso de Cristo Jesús, por Cristo Jesús (Gal 1,1 ); la Iglesia constituida por los llamados, santificados, santos y hermanos en Cristo Jesús (Flp 1,1); y el saludo de gracia y paz que se le envía proviene de parte de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo, es decir, se expresa la relación de ambas iglesias con Cristo, se saludan desde El porque existen en El.

Estos datos nos permiten entrever el origen de la experiencia eclesial de la comunidad primitiva y nos abren el camino para descubrir la constitución última de la Iglesia. Descubrir esto, nos trae unas perspectivas y unas esperanzas nuevas a los que formamos parte de la Iglesia. Nos hace ver cómo en medio del mundo, el Padre por Cristo ha congregado un grupo de hombres, los ha reconciliado y agraciado, es decir, los ha amado (Rm 1,7), los ha llamado (1 Cor 1,2; Rom 1,7), se los ha apropiado santificándoles (1 Cor 1,2) y hermanándolos (Col 1,2). Esto lo ha realizado en muchos lugares concretos de la tierra, pero lo ha hecho también en nuestras tierras, con nuestros hombres, desde nuestras costumbres, desde nuestros modos de pensar y de ser. Nuestra comunidad, como cualquier otra comunidad cristiana, está constituida por las nuevas relaciones que funda la obra escatológica. El Padre por Cristo el Señor se ha santificado en ellos haciéndolos santos e hijos amados (Col 1,7). Esta religación vertical es la que, a su vez, funda la religación horizontal: por ser todos santificados como hijos del mismo Padre bajo el mismo Señor, son todos hermanos.

«Pablo y Timoteo, siervos de Cristo Jesús, a todos los santos en Cristo Jesús, que están en Filipos, con los episcopos y diáconos. Gracias a vosotros y paz de parte de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo» (Flp 1,1-2).

Las despedidas de las cartas nos manifiestan cómo se edifica la Iglesia. El Señor Jesús santificando y apropiándose de los creyentes, les hace abrazarse en su comunión de gracia y de paz. A la luz de las despedidas, vemos a la Iglesia como una familia de hijos y de hermanos, que existen en el Padre y en el Señor Jesucristo. Por eso se edifica en torno a la mesa, donde se proclama el evangelio, se parte el pan y se indica el camino.

«Os saludan todos los hermanos. Saludaos los unos a los otros con el beso santo. El saludo va de mi mano, Pablo. El que no quiera al Señor, sea anatema ¡Maran atha! Que la gracia del Señor Jesús sea con vosotros. Os amo a todos en Cristo Jesús» (1 Cor 16,20-24).

Esperanza para muchos, escándalo para algunos, pregunta para todos

En una Carta a las Iglesias, escrita por los jóvenes de Taizé se preguntaba: «Iglesia, ¿qué dices de tu futuro?». La pregunta es fuerte, es profunda; ante tal pregunta es necesario escuchar una y mil veces aquellas palabras del Apóstol:

«Así pues, ya no sois extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios, edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, siendo la piedra angular Cristo mismo, en quien toda edificación bien trabada se eleva hasta formar un templo santo en el Señor, en quien también vosotros estáis siendo juntamente edificados, hasta ser morada de Dios en el Espíritu» (Ef 2,19-22).

Solamente cuando pensamos y hacemos nuestras estas palabras, no entramos en la angustia ni en la desesperanza, sino que sabemos esperar porque nuestra profundidad está en Dios. Si recorremos la historia de la Iglesia observamos muchos momentos difíciles en que los creyentes entraron en la angustia o pasaron por circunstancias oscuras, pero sin embargo siempre llegó la esperanza y la Iglesia fue interrogante para todos los hombres.

Para quitar la angustia es necesario ir a la realidad originaria de lo que es la Iglesia familia e hijos y hermanos reunida por el Padre en torno a su Hijo en el Espíritu Santo. Desde esa realidad debemos preguntarnos: ¿Cómo se edifica la Iglesia? La pregunta tiene una respuesta sencilla: la comunidad se congrega por la llamada del Evangelio; reunida se incorpora a Cristo su Señor por el bautismo; incorporada se va identificando con él por la participación en su mesa; la cena del Señor es el centro de esta familia de hermanos, y esta familia de hermanos, reunida a la mesa, es servida por los distintos dones y servicios que el Señor reparte a cada uno para que todos sean consumados en la unidad de su amor y se proyecten al mundo para irradiar su señorío hasta que él vuelva.

La Iglesia que se edifica así es una Iglesia encarnada y por ello es y será siempre el lugar permanente del apocalipsis, es decir, el lugar de la revelación simultánea de la angustia y de la esperanza. Quizá por eso algunos no cesan de culparla y atacarla. Revela la decepción y la desesperanza tanto como la esperanza, y no precisamente con las ideas. Su historia es la historia de la salvación, y para comprenderla tenemos que esperar. El que pertenece a la Iglesia debe saber que se instala en este apocalipsis y que no saldrá si quiere de la esperanza, si sabe y gusta que toda posibilidad nos viene de Dios.

Hay quienes tienen prisa y quisieran que todo fuera más rápido; o a la inversa, quienes encuentran que todo va demasiado deprisa. Unos y otros se duelen. En uno y otro caso reaccionamos como si estuviéramos en lugar de Dios. Nos posesionamos de un poder del que no tenemos derecho; entonces nos salimos de la esperanza o somos demasiado pesimistas y vamos a dar en un crepúsculo horrible. Tenemos que convencernos de que nuestra época es tan amada y dirigida por Dios como las otras, y que nuestro pesimismo, venga de la postura que sea, forma parte del pecado contra el Espíritu, del pecado que en cierta manera se sitúa fuera del mismo perdón, porque al consentir en la duda sobre la bondad de las criaturas y sobre el futuro, atacamos la bondad del Creador. Pero hemos de confesar que la actitud contraria es señal de la misma falta; los que se dejan llevar por las ideas de novedad, sin darse cuenta que somos capaces de traicionar a Cristo y a la cruz de Cristo, cuando pretendemos prescindir del perdón y de la salvación de Dios al no reconocer que todos tenemos parte en el pecado, en el hastío, en la cobardía, y que en cada uno de nosotros hay una parte de crepúsculo.

Es necesario y urgente que desaparezcan de entre nosotros las sospechas y los a priori. Todo esto es destructor de la confianza en la Iglesia. Hace muy poco tiempo escuchaba la respuesta de un cristiano a un periodista, también cristiano, cuando le preguntó: ¿Qué es la Iglesia? ¿Dónde está? La contestación fue contundente: La Iglesia somos nosotros, ¿cómo podríamos perder la esperanza en nosotros mismos? Y es que quizá lo más difícil es llegar a amarnos a nosotros mismos en nuestra flaqueza, porque Dios nos ama. Es necesario escuchar más allá de las informaciones de los profesionales para descubrir en la Iglesia y en nuestros hermanos la inmensa llamada a la vida y a la esperanza:

«A mí, el menor de todos los santos, me fue concedida esta gracia: la de anunciar a los gentiles la inescrutable riqueza de Cristo y esclarecer cómo se ha dispensado el misterio escondido desde siglos en Dios, Creador de todas las cosas, para que la multiforme sabiduría de Dios sea ahora manifestada a los principados y las potestades en los cielos mediante la Iglesia, conforme el previo designio eterno que realizó en Cristo Jesús, Señor nuestro, quien, mediante la fe en él, nos da valor para llegarnos confiadamente a Dios. Por lo cual ruego no os desaniméis a causa de la tribulaciones que por vosotros padezco, pues ellas son vuestra gloria» (Ef 3,8-13).

Contemplar las riquezas de mi Iglesia

Para poder contemplar estas riquezas es necesario el silencio; sólo así Jesús nos habla y nos las da a conocer. ¿No es nuestra misión entregar a Dios a los hombres? ¿No es nuestra misión entregar a un Dios vivo, un Dios del amor? Los apóstoles dicen: «Vamos a consagrarnos constantemente a la oración y al ministerio de la palabra». Por eso cuanto más recibamos en el silencio y en el encuentro con Jesucristo, más podemos entregar y dar en nuestra vida activa. Para contemplar las riquezas de la Iglesia es necesario estar en esta actitud silenciosa porque es en esa actitud donde nos es posible caminar en presencia de Dios y ver a Dios en todos aquellos con quienes nos encontramos. Así es posible irradiar la alegría de vivir con Dios, de pertenecer a El.

Cuando uno se mira a si mismo no descubre nada; cuando se siente capitalizador de toda la Iglesia, no descubre riquezas en la Iglesia, sino desesperanza. Pero cuando uno siente lo que tiene que dar y lo da como discípulo de Jesucristo, es capaz de ver lo que otros dan y descubre la alegría de pertenecer a un pueblo donde de verdad se da a Jesucristo de múltiples maneras. Parece necesario recordar aquellas palabras del apóstol Pedro:

«Pedro y Juan subían al templo para la oración de la hora nona. Había un hombre tullido desde su nacimiento al que llevaban y ponían todos los días junto a la puerta del templo llamada Hermosa para que pidiera limosna a los que entraban en el templo. Este, al ver a Pedro y a Juan que iban a entrar en el templo, les pidió una limosna. Pedro fijó la mirada juntamente con Juan y le dijo: Míranos. El les miraba con fijeza esperando recibir algo de ellos. Pedro le dijo: No tengo plata ni oro; pero lo que tengo te doy: en nombre de Jesucristo, el Nazareno, ponte a andar. Y tomándole de la mano derecha le levantó» (Act 3,1-7).

También nosotros como Pedro y Juan queremos decir a los cristianos: miradnos. Es probable que vean muchas de nuestras deficiencias; también es verdad que quien espere recibir algo material va a encontrar muy poco. Encontrará hombres que de diversos modos y maneras no solamente dicen ponte a andar, sino que dan la mano para andar y levantar. Es verdad que todos lo tendríamos que hacer mejor. Pero sí tenemos que andar siempre con la verdad. Queremos decir la verdad a todos los que nos miran.

Nuestra Iglesia es rica, puede entregar muchas cosas como hicieron Pedro y Juan. La primera riqueza que tiene es ese conjunto de hombres bautizados que, con compromisos muy distintos y de diversos modos, son capaces de decir con San Pablo:

«Pues no me avergüenzo del Evangelio, que es una fuerza de Dios para la salvación de todo lo que cree: del judío primero y también del griego. Porque en él se revela la justicia de Dios, de fe en fe, como dice la Escritura: «El justo vivirá por la fe» (Rm 1,16-17).

Ante esta primera riqueza que es evidente para todos, aunque todos desearíamos estar más llenos de la fuerza de Jesucristo, no podemos sino decir con el apóstol:

«Ante todo doy gracias a mi Dios por medio de Jesucristo, por todos vosotros, pues vuestra fe es alabada en todo el mundo» (Rm 1,8)

«Doy gracias a Dios sin cesar por vosotros, a causa de la gracia de Dios que os ha sido otorgada en Cristo Jesús, pues en él habéis sido enriquecidos en todo, en toda palabra y en todo conocimiento, en la medida en que se ha consolidado entre vosotros el testimonio de Cristo» (1 Cor 1,4-ó).

Entre estos hombres siguen surgiendo ante la llamada de Dios, presbíteros, hombres que quieren servir a los hermanos, disponibles para entregar la Buena Noticia, que para seguir el mismo plan del Señor Jesucristo, connaturalizan su vida con El y se hacen compañeros del sucesor de los apóstoles que preside en la caridad nuestra Iglesia. Hombres que hacen realidad entre los demás aquellas palabras del Evangelio:

«El Espíritu del Señor está sobre mi, porque él me ha ungido. Me ha enviado para dar la Buena Noticia a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor» (Lc 4,18-19).

Las riquezas de nuestra Iglesia no se acaban ahí. Existen comunidades religiosas de carismas muy diversos que enriquecen a nuestra Iglesia. Hombres y mujeres que quieren hacer posible y visible aquella primera comunidad con la que se inicia la historia de la Iglesia y que tuvo como proyecto de vida el que ha de tener siempre toda comunidad cristiana:

«Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones. El temor se apoderaba de ellos, pues los apóstoles realizaban muchos prodigios y señales. Todos los creyentes vivían unidos y tenían todo en común; vendían sus posesiones y sus bienes y repartían el precio entre todos, según la necesidad de cada uno. Acudían al templo todos los días con perseverancia y con un mismo espíritu partían el pan por las casas y tomaban el alimento con alegría y sencillez de corazón. Alababan a Dios y gozaban de la simpatía de todo el pueblo. El Señor agregaba cada día a la comunidad a los que se habían de salvar» (Act 2,42-47).

Estos hombres que quieren vivir así, en la vida trabajan de modos diferentes, tienen dedicaciones distintas. Unos trabajan con los que nadie quiere o estorban, enfermos, viejos, locos, jóvenes abandonados y desarraigados de quienes les trajeron a este mundo. Todos han comprendido al sentir la llamada del Evangelio que lo han de hacer gratuitamente, sin oposición a nadie, sin odios a nadie. Todos han comprendido que no los sirven para hacer reivindicaciones, sino para poner el acento en el misterio del hombre, para hacernos descubrir que en ellos está Dios. Con su vida y con sus obras manifiestan al mundo que no basta cambiar las leyes, hay que cambiar los corazones.

Otros enseñan a los demás a ser hombres según Jesucristo. Los que lo hacen han comprendido que dar la mano a otros para adentrarse en un mundo sano y limpio, que es el que ofrece el Evangelio, es una tarea a la que merece la pena dedicar la vida; han entendido que transmitir libertad y ofrecer los propios ojos para que con ellos otros puedan mirar la realidad sin miedo, es una tarea en la cual merece la pena empeñar la vida; han descubierto que presentar el propio rostro en transparencia total para que en él otros puedan leer, es un riesgo que merece la pena vivirlo.

También hay hombres y mujeres que encerrando su vida entre las cuatro paredes de un convento, son testigos de esa incurable manía que el hombre padece de preguntar ininterrumpidamente, de su incurable esperanza y de la decisión a no aceptarse sin más. La existencia contemplativa ayuda a los hombres a descubrir cómo la dimensión calculadora y crítica conduce a una racionalización total de la vida, que sin duda libera de casi todas las presiones y necesidades externas, pero que no quita esa esclavitud que sufre el hombre cuando no busca, no encuentra o no vive el sentido de su vida y el significado de su empresa como hombre. Vosotros, los que estáis encerrados, sois para nosotros un faro de luz y una palanca de esperanza para la Iglesia; y para todo hombre que piensa; por lo menos sois un interrogante.

En nuestra Iglesia encontramos muchas más riquezas que nos ayudan a quererla, que nos capacitan, sin avergonzarnos, para decir aquellas palabras de Pedro y Juan: «Míranos», y que al mismo tiempo nos fuerzan a querer presentar cada día, con un rostro más limpio, la imagen de Jesucristo.

Estas riquezas surgen porque el Evangelio es la locura de un Dios que pierde siempre y se hace crucificar para salvar al hombre. El Evangelio es la locura de hombres que proclaman las bienaventuranzas, aunque lo hagan entre llantos, indigencias o persecución. Solamente desde aquí entendemos aquellas palabras del apóstol Pablo:

«Estoy avezado a todo y en todo: a la saciedad y al hambre, a la abundancia y a la privación. Todo lo puedo en aquél que me conforta» (Flp 4,12-13).

Haced lo que El os diga

No podemos terminar esta meditación en voz alta sobre nuestra Iglesia sin hacer patente la cercanía de María Encontramos en la Iglesia advocaciones de María que gozan de notable devoción popular o que expresan un título mariano especial. La cercanía que todos los cristianos han tenido a María ha sido muy grande. Nuestros antepasados cristianos, los que nos dejaron la fe, supieron descubrir en la Virgen aquel testimonio de las bodas de Cana cuando estaban en apuros unos hombres. Ella les dijo: <<Haced lo que El os diga». Y nos lo sigue diciendo a nosotros.

María es madre de la Iglesia, es madre porque la eligió el Padre desde siempre, y bajo la acción del Espíritu ha dado la vida humana al Hijo de Dios, a Jesucristo Nuestro Señor. A El que es cabeza de este cuerpo, al que todos nosotros pertenecemos, la Iglesia. Es madre porque así lo ha querido el Hijo, cuando desde lo alto de la Cruz quiso extender la maternidad de su madre y hacerla accesible a todos los corazones.

Ojalá nuestro amor a la Virgen se haga cada día más personal. Para ello se me ocurre que tenemos que pedírselo a Jesucristo.

CARLOS OSORO
A LA IGLESIA QUE AMO
NARCEA. MADRID 1989.Págs. 18-35