MEDITACIONES SOBRE UN TEMA

 PEREGRINACIÓN ESPIRITUAL A TRAVÉS DEL EVANGELIO

ANTHONY BLOOM

 

 

EL TERMINO DEL VIAJE

La resurrección y la cruz

 

En ningún momento hemos de olvidar que el fin de nuestro viaje es el encuentro con Cristo resucitado. Ciertas personas, mientras que admiten la importancia de la resurrección en la experiencia de los apóstoles, dudan de que esta experiencia apostólica pueda tener para nosotros el mismo significado central; sin embargo, ¿no basta que nosotros creamos simplemente en las palabras de otros y que fundemos nuestra fe en algo totalmente inverificable? Deseo subrayar el hecho de que, entre todos los acontecimientos históricos del mundo, la resurrección del Señor pertenece por igual a la historia pasada y a la realidad presente. Cristo muerto en la cruz un día particular, Cristo resucitado de la tumba con su carne humana glorificada un día particular, pertenece al pasado como hecho histórico; pero Cristo una vez resucitado y que vive para siempre en la gloria del Padre pertenece a la historia de cada día y de cada instante, porque al vivir, según su promesa, está con nosotros ahora y siempre. La experiencia cristiana desde este punto de vista está esencialmente ligada al acontecimiento de la resurrección, porque es el único acontecimiento de los Evangelios que puede convertirse en parte de nuestra propia experiencia personal. Todo el resto lo recibimos de la tradición, hablada o escrita: el relato de la crucifixión y los diferentes acontecimientos que nos refiere la Sagrada Escritura; en cambio, la resurrección, ésa la conocemos personalmente, o de lo contrario ignoramos el hecho primordial y esencia de la vida de la Iglesia y de la fe cristiana. San Simeón el nuevo teólogo, decía: «¿Cómo puede el que no conoce nada de la resurrección en su vida esperar descubrirla y regocijarse de ella en su muerte?» Sólo la experiencia de la resurrección y la vida eterna pueden transformar la muerte del cuerpo en un sueño y la muerte misma en la puerta de la vida.  

RS/CENTRO-VCR  RS/CREENCIA-FE  Si esta afirmación escueta y perentoria suscita preguntas, exige respuestas, exige que os preguntéis a vosotros mismos si estáis dentro de la experiencia cristiana, tanto mejor. Ahí está la experiencia central, sin la cual no hay cristianos, ni existe cristianismo; sin la cual nuestra fe no es fe sino credulidad; no «la certeza de las cosas invisibles», sino la capacidad de aceptar el testimonio de otros, un testimonio inverificable, un testimonio que no se basa sino en que alguien ha dicho algo que parece increíble, pero que, sin embargo, por razones igualmente increíbles, estamos dispuestos a aceptar.   Volvamos ahora al acontecimiento de la resurrección, y preguntémonos por qué es tan central, por qué pudo decir san Pablo: «Si Cristo no resucitó, somos los más dedichados de todos los hombres, porque vana es nuestra fe» /1Co/15/14.Realmente, si Cristo no resucitó, toda nuestra fe, todas nuestras convicciones, toda nuestra vida interior y nuestra esperanza se fundan en una mentira; todo se funda en algo que nunca tuvo lugar y que no puede servir de base a nada.  

PABLO/RS: Pensemos ahora por separado en san Pablo y en los doce apóstoles. San Pablo, como sabemos, hebreo de hebreos, discípulo de los más grandes maestros, hombre de fe ardiente, fundado en las Escrituras, apasionadamente fiel a las tradiciones de sus antepasados, san Pablo que pudo haberse encontrado con Cristo, san Pablo que ciertamente estuvo en contacto con los discípulos de Cristo, san Pablo que no dejó nada por hacer para conocer, comprender y juzgar a este nuevo profeta -comparando cuanto sabía de él con todo lo que había entendido de las Sagradas Escrituras y en el testimonio de la comunidad hebraica-, san Pablo había rechazado a Cristo. Con todo lo que creía sobre el futuro Mesías, no había sido capaz de reconocer al Mesías cuando llegó. Con la intención de destruir las primeras semillas de la fe cristiana dejó Jerusalén y se puso en camino hacia Damasco; y fue en este viaje, el viaje de un perseguidor, donde se encontró cara a cara con Cristo resucitado. Y este encuentro es el que dio un significado y un valor absoluto a todo lo que hasta entonces había negado; al encontrarse con Cristo resucitado, supo con una convicción inmediata y cegadora que el que había muerto en la cruz, aquel a quien se había negado a reconocer como el Mesías, era en verdad el único que Israel había esperado.  

PABLO/CV:Porque Cristo estaba resucitado y vivo frente a él después de una muerte real, fue capaz de reconocer que todo lo que Cristo había dicho de sí mismo y todo lo que era misterioso y no tenía explicación en las Escrituras respecto al Mesías venidero era cierto y se refería al profeta de Galilea. Y a la luz de esta resurrección es como se hizo posible la fe total del Evangelio para él y para muchos otros. Solamente a causa de la resurrección puede uno reconocer al Hijo de Dios en aquel que murió en la cruz, y podemos admitir nosotros, con convicción y certeza, la historia total del Evangelio, comenzando por la anunciación, el nacimiento virginal, las enseñanzas, los milagros y el testimonio de Cristo relativo a sí mismo, corroborado por el testimonio de Dios en favor de su Cristo.  

APOSTOL/RS  RS/IMPORTANCIA Puede que esto sea suficiente para que comprendamos uno de los aspectos esenciales de la resurrección y su importancia; pero si nos volvemos ahora a los doce, vemos que la resurrección tuvo un significado todavía mayor, si es posible. La muerte de Cristo en la cruz fue algo más grande y más básico en la experiencia de los apóstoles que la muerte de un amigo, un maestro y un caudillo. Ellos hicieron más que llorar la pérdida de un amigo querido, la derrota de un caudillo en cuyo triunfo habían creído. Si leemos atentamente el Evangelio desde el punto de vista de la relación que existía entre los apóstoles y el Señor, vemos cómo poco a poco fue creciendo una identificación entre el Maestro y sus discípulos. Habiendo ido a él, unos en un acto de fe, otros escépticamente (¿Acaso «de Nazaret puede salir algo bueno?», Juan 1,46), habiendo pasado por todas las vicisitudes de la vacilación y de la duda y estando completamente ganados no sólo por lo que Cristo predicaba sino por toda su personalidad, los vemos ante la crucifixión formando un grupo que puede describirse realmente como separado del mundo, elegido en el sentido de «escogido y redimido». Cristo se había convertido en el centro absoluto de su vida. Cuando Cristo se dirigió a sus discípulos y les preguntó si también ellos querían dejarle, Pedro replicó: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna.» Tenemos aquí un grupo humano, centrado en torno a alguien que es vida eterna manifestada en un mundo transitorio y efímero, el mundo en el cual el pecado humano introduce la muerte y la corrupción; y este grupo humano no puede existir al margen de su relación a Cristo; no porque estén unidos por el afecto, la amistad y la lealtad, sino porque en él tienen ya la experiencia de la vida eterna, de una dimensión nueva, una dimensión no de relación, sino ontológica, substancial. No es exactamente una vida más grande, más plena, más rica, más hermosa; es una vida diferente, que Cristo les ha traído.  

Y cuando Cristo murió en la cruz rechazado, traicionado por los que permanecían fuera de este círculo de amor, de este misterio de amor divino, presente, encarnado, activo y transfigurador, no se trata precisamente de la muerte de un amigo y un maestro; es una tragedia mucho mayor. De ser posible para Cristo, con todo lo que él significaba, esto significaría que el odio humano era más fuerte que el amor divino; que el odio humano había conseguido rechazar el amor divino, desterrarlo de la morada de los hombres, que lo había desechado y dado muerte en el Calvario. Y esta muerte del amor divino, esta repulsa, va acompañada de la pérdida también de la presencia de la vida eterna en medio de la humanidad; ha sido arrojada fuera. El amor divino, que se le ha ofrecido al hombre de forma que fuera a la vez reproche y una gran esperanza, este amor divino es rechazado; y, sin él, ¿qué le queda al hombre? Exactamente lo que siempre fue suyo: un crepúsculo en el que luchar separado de Cristo, un crepúsculo consistente en un poco de afecto, un poco de odio y mucha indiferencia, un crepúsculo en el cual los hombres son extraños los unos a los otros, donde las relaciones son frágiles, unidas por vínculos que se rompen reiteradamente, por lazos que se desatan y disuelven.  

Mas, ¿qué hay de aquellos hombres que estaban unidos a Cristo, que habían experimentado la presencia del Dios vivo en medio de ellos? Todo lo que quedaba era la posibilidad de aguantar, de continuar existiendo, pero no ya de vivir. Desde que habían gustado la vida eterna, la vida efímera del tiempo que termina en la corrupción y la muerte no era más que la perspectiva de una derrota final, el aplazamiento de la vuelta al polvo, lo cual no podía llamarse ya vida, sino una muerte previa. De suerte que cuando la Escritura, por medio de imágenes o de palabras directas, nos hace comprender que en la muerte de Cristo todos hemos muerto hasta el punto de estar profundamente identificados y unidos a él, y que en su resurrección volvemos a la vida con él, la Escritura nos habla de algo muy preciso y real. Pero hay aquí algo que no podemos comprender con la misma trágica oscuridad que la que llenaba a los apóstoles, y por una razón muy sencilla y obvia, a saber, que el viernes santo, a pesar de todos los esfuerzos de imaginación que hagamos para detenernos sólo en la tragedia, sabemos precisamente que antes de que pasen tres días celebraremos la resurrección. No podemos olvidar nuestro conocimiento de la resurrección de Cristo; no solamente porque años tras año lo hemos experimentado y no podemos olvidarlo artificialmente, sino porque como miembros del cuerpo de Cristo, como cristianos integrados en el misterio de Cristo -el Cristo total que es la Iglesia-, tenemos dentro de nosotros esta vida eterna que da testimonio de que las tinieblas del viernes santo han desaparecido ya; están ya vencidas dentro de nosotros, dentro de nosotros está ya presente la luz, está ya presente la vida; la victoria, al menos parcialmente, está ya conseguida. Y para nosotros es imposible no recordar la resurrección venidera, aunque nos encontramos en medio del viernes santo.   Mas para los apóstoles, viernes santo (SS VIERNES) fue el último día de la semana y el último día de una vida tal como ellos le habían conocido; al día siguiente, el día que precedió a la resurrección, las tinieblas eran tan densas, tan oscuras, tan impenetrables como lo habían sido el viernes santo; y de no haber ocurrido la resurrección, todos los días del año y todos los días de su vida hubieran sido días de total oscuridad, días en los que Dios estaba muerto, en los que Dios había sido vencido, en los que Dios había sido definitiva y radicalmente desterrado de la comunidad de los hombres. Y si tenéis presente la unidad que gradualmente se había creado entre Cristo y sus discípulos, de suerte que la vida que ellos habían vivido era la vida de él, que en él y a través de él se movían, veían, percibían y comprendían, comprenderéis que su muerte fue no solamente su total e irremediable oscuridad del viernes santo -el último día de la historia para ellos-, sino que fue también su propia muerte, porque la vida les había sido arrebatada; no podían ya vivir, sino meramente existir.  

Así comprenderéis por qué para los apóstoles la resurrección fue una renovación tan completa, un acontecimiento tan decisivo; cuando Cristo se les apareció al tercer día, estando cerradas todas las puertas, su primer pensamiento fue que se trataba de una alucinación, de una aparición. Y Cristo en aquella ocasión, como en todas las ocasiones en que se apareció después de la resurrección narradas en los Evangelios, insistió en que no era un fantasma, una ilusión, sino una presencia verdaderamente corporal. Comparte el pan con ellos. Y entendemos también por qué las primeras palabras de Cristo son palabras de paz. «La paz sea con vosotros.» Les trae la paz que les había sido quitada con su muerte; los libera de la confusión extrema y sin esperanza en que se hallaban sumidos, ese estado de penumbra en el que la luz es irreconocible, esta vida transitoria de la que había sido arrojada la eternidad; y les da aquella paz que él había prometido, aquella paz que sólo él podía dar, aquella «paz que sobrepuja a todo entendimiento», la paz de la reintegración en la vida, más allá de toda duda, más allá de toda vacilación; la certeza poseída por hombres que por estar vivos no pueden dudar de la vida, la vida del mundo que ha de venir, llegado ya por medio de la resurrección de Cristo y el don del Espíritu Santo. 

RS/PASADO-PRESENTE: La alegría de la resurrección es algo que también nosotros hemos de aprender a experimentar; pero solamente podemos experimentarla, si primero aprendemos la tragedia de la cruz. Para resucitar de nuevo, hemos de morir. Morir al obstáculo de nuestro egoísmo, morir a nuestro miedo, morir a todo lo que hace el mundo tan estrecho, tan frío, tan pobre, tan cruel. Morir de suerte que nuestras almas puedan vivir, regocijarse, que puedan descubrir el manantial de la vida. Si lo hacemos así, entonces la resurrección de Cristo descenderá también a nosotros. Mas sin la muerte en la cruz no hay resurrección: la resurrección que es alegría, la alegría de la vida recobrada, la alegría de la vida que ya nadie puede quitarnos. La alegría de una vida que es sobreabundante, que, como la corriente, se precipita colina abajo, arrastrando con ella el cielo mismo reflejado en sus aguas espumosas. La resurrección de Cristo es realidad en la historia como fue real su muerte en la cruz; y porque pertenece a la historia creemos nosotros en ella. No sólo con nuestros corazones, sino con la totalidad de nuestra experiencia, conocemos a Cristo resucitado. Podemos conocerlo día tras día como le conocían los apóstoles. No al Cristo de la carne, no al Cristo tal como fue visto entre vacilaciones por la gente que le rodeaba durante los días de su vida terrena, sino al Cristo sempiterno. El Cristo del Espíritu, del cual habla San Pablo, el Cristo resucitado que pertenece al tiempo y a la eternidad, porque murió una vez en la cruz pero vive para siempre.

La resurrección de Cristo es el único, el solo acontecimiento que pertenece tanto al pasado como al presente. Al pasado porque ocurrió un día dado, en un lugar dado, en un momento dado, porque fue visto y conocido como un acontecimiento en el tiempo, en la vida de aquellos que le habían conocido. Pero pertenece también a cada día, porque Cristo, una vez resucitado, está vivo siempre, y cada uno de nosotros puede conocerlo personalmente; y a menos que le conozcamos personalmente, no habremos aprendido aún lo que significa ser cristiano.  

Volvamos al viernes santo, al día en que murió Cristo en la cruz para que nosotros podamos vivir. Dice un himno ruso:   ¡Oh Vida eterna!, ¿cómo puedes ser llevada al sepulcro?   ¡Oh Luz!, ¿cómo te extingues?

Realmente es la vida eterna la que parece descender al sepulcro. Es la luz eterna, la gloria de Dios revelada a nosotros en su Hijo la que parece extinguirse, alejarse de nosotros. Para comprender el significado del viernes santo, de la muerte salvadora de Cristo, hemos de comprender el significado de la encarnación. Cada uno de nosotros ha nacido en el tiempo, del no ser. Entramos en una vida fugaz y precaria, a fin de crecer en la estabilidad de la vida eterna. Sacados de la nada por la palabra creadora de Dios, entramos en el tiempo; pero en el tiempo podemos encontrar la eternidad, porque la eternidad no es una corriente interminable de tiempo. La eternidad no es algo; es alguien. La eternidad es Dios mismo, al cual podemos encontrar en el fluir efímero del tiempo; y a través de este encuentro, a través de la comunión que Dios nos ofrece por gracia y amor en mutua libertad, podemos también entrar en la eternidad a participar de la propia vida de Dios, convertidos, según las atrevidas palabras de san Pedro, en «participantes de la naturaleza divina».  

ENC/KENOSIS: El nacimiento del Hijo de Dios es distinto del nuestro. Él no entra en el tiempo desde la nada. Su nacimiento no es el comienzo de una vida, de una vida que va creciendo, es una limitación de la plenitud que poseía antes de que comenzara el mundo. El que poseía la gloria eterna con el Padre antes de todos los tiempos entra en nuestro mundo, en el mundo creado, al cual el hombre ha traído el pecado, el sufrimiento y la muerte. HI nacimiento de Cristo es para él no el comienzo de la vida; es el comienzo de la muerte. Acepta todo lo que es inherente a nuestra condición, y el primer día de su vida en la tierra es el primer día de su subida a la cruz.   J/MU/MILAGRO: Su muerte tiene una cualidad, un peso que le pertenece a él solo. No somos salvados por la muerte de Cristo porque fue particularmente cruel. Hombres, mujeres y niños sin cuento a través de los siglos han sufrido tan cruelmente. Muchos han sido quemados en las llamas, muchos se han helado en el hielo, muchos han muerto de una enfermedad larga y agudamente penosa, muchos han padecido tortura y cárcel en los campos de horror de la guerra. La muerte de Cristo es única porque Jesús de Nazaret no podía morir. No es su resurrección lo que es milagro increíble. Es su muerte. Sabemos por los escritos de san Pablo, realmente por la fe de toda la Iglesia, que la muerte es el resultado del pecado, entendiendo el pecado como nuestra separación de la comunión con Dios. Y Cristo es Dios mismo encarnado; unido a su divinidad, su misma humanidad, su verdadera humanidad está más allá de la muerte; el Hijo de Dios encarnado hace a su misma carne, a su misma naturaleza humana, incorruptible e inmortal. Y, sin embargo, muere. Aquí está la paradoja y aquí está la tragedia, la tragedia sin igual. Uno de los santos de la Iglesia ortodoxa nos dice que en la encarnación de Cristo tuvieron lugar dos acontecimientos. De un lado se hace hombre, pero nos revela la verdadera humanidad a la que estamos llamados, una humanidad que tiene su raíz en la misma vida divina, inseparable de Dios, inconquistable por la muerte. Mas para hacerse uno de nosotros, para compartir con nosotros verdaderamente nuestros sufrimientos y nuestro abandono, Cristo toma sobre sí todo el peso abrumador de la condición humana, todas las limitaciones que de otra manera eran ajenas a su humanidad gloriosa: el dolor y el cansancio, el hambre y la sed y hasta la posibilidad de la muerte; y cuando llega la hora padece nuestra muerte en la cruz, pero una muerte que es más que la nuestra. Nosotros morimos porque nos acabamos, nuestro cuerpo se desmorona y se marchita; no podemos ya vivir. Si en el curso de nuestra vida transitoria hemos adquirido el conocimiento de Dios, una vida común con él, entonces morir no significa ya para nosotros una derrota sino una nueva abundancia y plenitud de vida, como lo ve san Pablo cuando dice que para él morir no consiste en perder la vida, sino en ser vestido, revestido de la vida de la eternidad. Pero morir es siempre una tragedia para nosotros; cuerpo y alma son separados, la totalidad de nuestro ser humano se rompe y hemos de esperar la resurrección del cuerpo y la victoria de la vida eterna para ser verdadera y plenamente lo que estamos llamados a ser.  

En cambio, en la muerte de Cristo sucede algo diferente. El muere aunque no puede morir, muere aunque es inmortal, en su misma naturaleza humana inseparablemente unida a la divinidad. Su alma, sin estar separada de Dios, es arrancada del cuerpo, mientras que su cuerpo y su alma permanecen unidos a la divinidad. Él quiere yacer en la tumba incorruptible hasta el tercer día, porque su cuerpo no puede ser tocado por la corrupción. Está lleno de la presencia divina. Está penetrado de ella como una espada de hierro está penetrada por el fuego en el horno, y el alma de Cristo baja al infierno resplandeciente de la gloria de su divinidad. La muerte de Cristo es la separación de un cuerpo inmortal de un alma inmortal; de un cuerpo que no podía morir de un alma que está viva, que permanece viva para siempre. Esto hace de la muerte de Cristo una tragedia inimaginable, por encima de todo sufrimiento que se pueda describir o experimentar humanamente. La muerte de Cristo es un acto de supremo amor; estaba en lo cierto cuando decía: «Nadie me quita la vida, sino que yo la doy por mi propia voluntad» (/Jn/10/18). Nadie podía matarle a él, el Inmortal; nadie podía extinguir la luz que es el destello del esplendor de Dios. Él dio su vida, él aceptó la muerte imposible para compartir con nosotros la tragedia de nuestra condición humana.  

Así pues, el Señor mismo tomó sobre sus hombros la primera cruz, la más pesada, la cruz más espantosa; pero después de él miles y miles de hombres, mujeres y niños han tomado sobre sí su propia cruz, cruces menores; pero, ¡cuántas veces estas cruces, que son menores que la de Cristo, nos resultan aterradoras! Multitudes innumerables, amorosa y obedientemente, han caminado en pos de los pasos de Cristo, siguiendo el largo camino, el trágico camino que nos muestra el Señor; un camino trágico, pero que conduce de esta tierra al trono mismo de Dios, al reino de Dios. Ellos caminan llevando sus cruces; llevan caminando dos mil años los que creen en Cristo... Caminan siguiéndole, unas multitudes tras otras, y en el camino vemos cruces, innumerables cruces, en las cuales son crucificados los discípulos de Cristo. Cruces, una detrás de otra; y por más lejos que miremos, siempre cruces y más cruces. Vemos los cuerpos de los mártires, vemos los héroes del espíritu, vemos monjes y monjas, vemos sacerdotes y pastores; pero también vemos muchas, muchas más personas, gente ordinaria, sencilla y humilde de Dios, que llevan voluntariamente la cruz de Cristo. No tiene término esta procesión. Caminan a lo largo de los siglos, sabiendo que Cristo nos ha predicho que tendremos dolor en esta vida, pero que el reino de Dios será de ellos. Caminan con la pesada cruz, rechazados, odiados a causa de la verdad, por el nombre de Cristo. Caminan, caminan estas puras víctimas de Dios; los jóvenes y los ancianos, los niños y los adolescentes. Mas, ¿dónde estamos nosotros? ¿Vamos a permanecer de pie, mirando; viendo esa larga procesión, ese tropel de gente de ojos brillantes, de esperanza inextinguible, de amor resuelto, con increíble alegría en sus corazones, pasar a nuestro lado? ¿No nos uniremos a ellos, a esa multitud que eternamente se mueve, que está marcada como una multitud de víctimas, pero también como hijos del reino? ¿No vamos a tomar nuestra cruz y a seguir a Cristo? Cristo nos ha mandado seguirle. Nos ha invitado al banquete de su reino, y él va a la cabeza de la procesión. No sólo eso; está unido a cada uno de los que caminan. ¿Es esto una pesadilla?   ¿Cómo pueden la carne y la sangre aguantar esta tragedia, la visión de todos estos mártires, recientes y pasados? Porque Cristo ha resucitado, porque no vemos en el Señor que camina al frente de nosotros al profeta derrotado de Galilea, como lo han visto sus torturadores y perseguidores. Nosotros le conocemos ahora en la gloria de la resurrección.

Nosotros sabemos que todas sus palabras son verdad. Nosotros sabemos que el reino de Dios es nuestro, simplemente con que le sigamos.  

ANTHONY BLOOM
MEDITACIONES SOBRE UN TEMA
Peregrinación espiritual a través del Evangelio
HERDER.BARCELONA-1977.Págs. 138-153