MEDITACIONES SOBRE UN TEMA

 PEREGRINACIÓN ESPIRITUAL A TRAVÉS DEL EVANGELIO

ANTHONY BLOOM

 

LAS PARÁBOLAS DEL JUICIO
 

 

Una cosa que me ha sorprendido más de una vez al leer y predicar ciertos pasajes del Evangelio es que proclamamos el juicio como buena nueva. «Habéis de oír fragores de guerras y noticias de guerras. ¡Cuidado! No os alarméis» (Mateo 24,6); «levantad la cabeza, porque vuestra liberación se acerca» (Lucas 21,28). Incluso las últimas palabras del Apocalipsis: «Ven pronto, Señor Jesús», que se escribieron en expectación y con tanto anhelo por la Iglesia primitiva, les suenan a muchos siniestras; están más de acuerdo con una oración temprana de san Agustín: «Oh Dios, otórgalo... pero no precisamente ahora.» Para la mayoría de los cristianos, la idea misma del juicio de Dios produce terror; piensan en la posible condenación, no en la futura victoria de la justicia y de Dios. Muy pocos harían suya esta oración pronunciada una vez por un joven: «Te amo, Señor; si tu victoria significa mi destrucción, que yo perezca, pero que venga tu victoria.» Olvidamos todos con demasiada facilidad la promesa de Cristo: «Quien escucha mi palabra, y cree a aquel que me ha enviado, tiene la vida eterna, y no incurre en sentencia, sino que ha pasado ya de muerte a vida.» Estas palabras no nos dan un sentimiento de victoria porque no somos lo bastante sinceros en nuestro anhelo del triunfo de Dios -nos cueste lo que nos cueste- ni en nuestra fe; incluso las palabras de sobra conocidas: «Creo, Señor; ayuda mi incredulidad» están fuera del alcance de muchos de nosotros a veces.

JUICIO/BUENA-NUEVA Y, sin embargo, el juicio es buena nueva. Contiene la promesa de que el Señor vendrá, congregará a sus hijos, no habrá ya sufrimientos y el mal no subsistirá. Pero es buena nueva también de una manera distinta, más inesperada. Es obvio por la Biblia que no seremos juzgados de acuerdo con ninguna norma humana; la norma según la cual seremos medidos es la exigencia absoluta e inexorable de Dios de que solamente el amor cuenta, y además un amor puro, libre de ganga y plenamente expresado en la vida (Santiago 2). Con frecuencia esta exigencia se nos antoja difícil de soportar: «Señor, ¿quién podrá salvarse?», exclama Pedro. «Para los hombres, esto es imposible; pero para Dios todo es posible», replica el Señor (Mateo 19,25).

La misma escala -siendo como es sobrehumana- de las exigencias de Dios da testimonio de que nuestra vocación ha de ser igual a la de Dios y que nada por debajo de esto es digno del hombre. De una manera sorprendente se expresa esto en la historia referida por Mateo (22,15-22) del tributo al César: «¿Es lícito pagar tributo al César: sí o no?» Ésta parece ser una pregunta relativa a la condición ciudadana y a la responsabilidad social de los seguidores de Cristo. Pero es mucho más que eso, como lo expone uno de nuestros teólogos contemporáneos: «¿Por qué me tentáis, hipócritas? Enseñadme la moneda del tributo», responde Cristo; y luego: «¿De quién es esta figura y esta inscripción?» «Del César». «Pues, pagad lo del César al César, y lo de Dios a Dios.» Lo que lleva la efigie del César es suyo; lo que lleva la efigie de Dios, le pertenece a él; dad a cada uno lo que es suyo; la moneda al que la acuñó e imprimió en ella su signo, pero vuestro yo entero a aquel cuya imagen está impresa en vosotros; vosotros sois completamente de Dios como la moneda del tributo es del César.

Tenemos que ensanchar mucho nuestra visión para abarcar toda la serie de parábolas de Cristo sobre el juicio. Éstas no tratan tanto de hacer como de ser. En el fondo del juicio hay fe; ¿no dice el Señor mismo: «El que crea se salvará»?; pero una fe mucho, mucho más grande que todo aquello a lo que estamos acostumbrados: «Estas señales acompañarán a los que crean: en virtud de mi nombre arrojarán a los demonios, hablarán lenguas nuevas, tomarán en sus manos serpientes, y, aunque beban algo mortalmente venenoso, no les hará daño, impondrán las manos a los enfermos y éstos recobrarán la salud» (Marcos 16,17-18).

Mas si esto es estricta y formalmente así, ¿quién podría resistir el juicio de Dios? Ninguno, ciertamente, si la justicia se ha de impartir de acuerdo con las normas humanas de retribución ; mas «tenemos por abogado para con el Padre a Jesucristo, que es justo; y él mismo es la víctima de propiciación por nuestros pecados»; aquel que dice: «No he venido a condenar al mundo, sino a salvarlo» (Juan 12,47). ¿Ante quién hemos de comparecer entonces? ¿Quién nos condenará? Dos testigos se alzarán contra nosotros el día del Señor: nuestra conciencia y la palabra de Dios. Dice el Evangelio (/Mt/05/25-26 /Lc/12/58-59): «Procura reconciliarte con tu contrario mientras estás con él por el camino, no sea que el adversario te entregue al juez, y el juez te entregue al alguacil, y te metan en la cárcel. Asegúrate, de cierto, que de allí no saldrás hasta que pagues el último céntimo.» Los escritores espirituales han identificado frecuentemente este contrario con nuestra conciencia, el conocimiento natural y dado por Dios del bien y del mal, del cual habla Pablo en la carta a los Romanos: «Cuando los gentiles, que no tienen ley, hacen por razón natural lo que manda la ley, son para sí mismos leyes. Ellos muestran la realidad de la ley escrita en sus corazones, como se lo atestiguan su propia conciencia y sus recíprocos juicios internos de censura o elogio, como se verá en aquel día en que Dios juzgará los secretos de los hombres por medio de Jesucristo.» Otro acusador será la propia palabra de Dios: «No soy yo quien os juzga, sino las palabras que os he hablado»; esa palabra que es verdad y vida, a la cual responde todo nuestro ser, que puede vivificarnos, y a la que, sin embargo, tan negligentemente descartamos. «¿No es verdad que sentíamos abrasarse nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino?», dicen los peregrinos al volver a Emaús. No obstante, Cristo ha de advertir con tanta frecuencia: «La luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, por cuanto sus obras eran malas.»

La parábola de los talentos (/Mt/25/14-30 DOMINGO 33A). El señor da a cada uno de sus criados talentos «según su capacidad». Les hace ricos en posibilidades en la medida en que son capaces y no le pide a ninguno de ellos más de lo que él mismo le ha dado. Luego nos deja libres; no abandonados, ni olvidados, sino desembarazados, libres para ser nuestro verdadero yo, libres para obrar en consonancia. Sin embargo, llegará la hora de rendir cuentas, de hacer un balance de toda nuestra vida. ¿Qué hemos hecho de todas nuestras posibilidades? ¿Hemos llegado a ser todo lo que podíamos, hemos dado todos los frutos que podíamos haber dado? ¿Por qué hemos decepcionado la fe de Dios en nosotros y hemos frustrado sus esperanzas? A estas preguntas varias parábolas dan una respuesta. En la que estamos discutiendo vemos que en lugar de comerciar con sus talentos, es decir, de explotarlos, y con ello de arriesgarlos, el criado infiel «envolvió su único talento (su vida, su ser, él mismo), hizo un hoyo en la tierra y escondió el dinero de su señor». ¿Por qué obró así? Ante todo, porque era tímido y cobarde; temía el riesgo. No era capaz de enfrentarse con el riesgo de una pérdida y de su consecuencia, la responsabilidad. Y, sin embargo, no arriesgar nada es no ganar nada. En nuestras propias vidas, la cobardía se aplica no solamente a los bienes materiales en que nos asentamos, como la gallina sobre sus huevos y, al revés que ella, sin encubar jamás ninguna cosa. Se aplica a todo en nuestras vidas; en realidad a nuestra propia vida. Para estar seguros de marchar por la vida sanos y salvos, nos escondemos en una torre de marfil, cerramos nuestras mentes, sofocamos nuestra imaginación, endurecemos nuestro corazón y nos hacemos lo más insensibles que podemos, sobre todo porque tenemos ser lastimados y heridos, y en el mejor de los casos nos volvemos como esos pequeños organismos marinos, frágiles y vulnerables, que segregan una dura caparazón que los mantiene seguros, pero también los aprisiona en una inflexible armadura de coral que poco a poco los mata. Seguridad y muerte son correlativos. Solamente el riesgo y la inseguridad son compatibles con la vida. Así pues, es la cobardía la que es el primer enemigo del criado infiel y nuestro. Pero, ¿no nos advierte Cristo, en estas dos parábolas, que seamos prudentes y no emprendamos más de los que podemos llevar a cabo?. ¿Cuál es la diferencia entre el criado infiel y nosotros mismos, de un lado, y los hombres prudentes y reflexivos que desea él que seamos? Estriba en dos cosas. Los hombres descritos por Cristo estaban dispuestos, preparados y ansiosos de arriesgarse. Tenían un atrevido espíritu de actividad. No estaba ahogado ni sofocado por prudentes razones; únicamente medían sus fuerzas frente a otras superiores y obraban con realismo, que es también una forma de obediencia y humildad. Sus espíritus se cernían en lo alto; estaban preparados para ser de los que «arrebatan el reino con violencia» y «dan su vida» por sus amigos y por su Dios. El criado al que el señor arroja no quería correr ningún riesgo; prefería no disfrutar de lo que se le había dado antes que ponerse a sí mismo en peligro perdiéndolo.

Y aquí nos encontramos con otro aspecto de la parábola: ¿por qué él (por qué nosotros) tenía tanto miedo? Porque vemos a Dios y la vida como él veía a su señor: «Yo sé que eres un hombre duro, que siegas donde no sembraste, y recoges donde no esparciste; y así, temeroso, fui y escondí tu talento en tierra; aquí tienes lo que es tuyo.» Denigra a su señor, como denigramos nosotros a Dios y a la vida. «Sé que eres un hombre duro, ¿para qué esforzarse?» «Aquí tienes lo tuyo.» Pero, ¿qué es lo propio de Dios? La respuesta podemos encontrarla, como lo he dicho, en la parábola de la moneda del tributo. Suyo es todo lo nuestro. Cuando lo devolvemos o se lo toma, no queda nada para nosotros o nuestro. Estas dos ideas se expresan en el evangelio: «Quitadle aquel talento, y a ese siervo inútil arrojadle a las tinieblas exteriores; a quien no tiene, se le quitará aun lo que tiene.» Es decir, su mismo ser, su realidad misma, o, como lo expone Lucas, «incluso lo que se imagina que posee», a saber, el talento que ha escondido y dejado sin explotar, que ha quitado a Dios y al hombre. De la manera más trágica se realizan las palabras de Cristo: «Por estas palabras seréis justificados y por ellas seréis condenados.» ¿No dijo el criado, no decimos nosotros: «Sé que eres un hombre duro»? Mas entonces, ¿no hay esperanza? Realmente, la hay. Y está en la amonestación del Señor, que es también una promesa: «Con el mismo juicio que juzgareis, habéis de ser juzgados» y «No penséis que no seréis juzgados», lo cual subraya san Pablo de la siguiente manera: «¿Quién eres tú para juzgar al siervo de otro? Si cae, o si se mantiene firme, esto pertenece a su amo.» Todos estos pasajes se ilustran claramente en otra de las parábolas de Cristo; el del siervo perverso, de Mateo 18,23-35: «¡Siervo malvado! toda aquella deuda te la perdoné, porque me lo suplicaste. ¿No debías también tú tener compasión de tu compañero, como yo la tuve de ti? Así también mi Padre celestial hará con vosotros, si no perdonáis de corazón cada uno a vuestro hermano.»

Mas no es sólo porque somos cobardes y malos con Dios y con la vida, por lo que somos incapaces de resistir el juicio de Dios. Los capítulos 24 y 25 del Evangelio según San Marcos, juntamente con sus paralelos, nos dan más pistas.

La parábola del tiempo de Noé (/Mt/24/37-41) y la parábola de Lot (/Lc/17/28-30). ¿Qué había de malo en aquellos hombres? Eran gente jovial, alegre y ligera. No hacían nada malo. ¿Por qué los arrastró el diluvio y los sumergió? ¿No es porque, de un lado, no obraban bien (la vida no consiste en abstenerse de obrar mal, es decir, de «derrochar», sino en obrar bien, o sea, en «acumular» con Cristo nuestro Dios, (Mateo 12,30), y, de otro lado, porque se habían vuelto «carne», o sea, habían perdido toda su cualidad espiritual, volviéndose buenas bestias sumisas y ávidas? ¿Hasta qué punto se nos aplica esto a nosotros? Estamos tan propensos a abandonar el esfuerzo espiritual, el empeño constructivo pero costoso, la lucha desinteresada, a ser indolentes y débiles y decir: «¡No hago daño a nadie! Aunque peque privadamente, ¿qué les importa esto a los otros? Soy amable, agradable y complaciente. ¿A quién le importa que yo disfrute de los placeres, que fume, bebe inmoderadamente, que juegue... ?» ¡Ay, importa! Y ello porque no somos piezas disponibles de un todo material, sino miembros vivos los unos de los otros, de suerte que en nosotros y por nosotros la humanidad entera es privada del Espíritu de Dios, de un posible santo de Dios.

Un segundo modo de cómo podemos caer bajo la sentencia se pone de manifiesto en la Parábola del siervo vigilante (/Mt/24/45-51). Este hombre no es precisamente jovial y amable. Desea placeres. Ve que su señor tarda en llegar (¿tarda realmente? ¿No tiene razón Pedro cuando dice: «No demora el Señor la promesa, sino que usa de paciencia» (2Pe 3,9), y se aprovecha de la ausencia de su señor, del poder y libertad que se le da para satisfacer sus deseos a expensas de los otros siervos. ¡Cuidado! No es tan diferente de los joviales contemporáneos de Noé y Lot, o de nosotros; solamente es más ambicioso; las circunstancias le dan la facultad de satisfacer sus apetitos, su depravación y su sed de dominio. Goza también de impunidad, al menos por algún tiempo, y se deleita en ella. Sabe que obra mal, saborea el mal y probablemente se ríe de su amo ausente. ¡Qué fácil le es al hombre deslizarse de la bondad a la brutalidad feroz! ¡Con qué rapidez puede convertirse el gatito en lo que es siempre en el fondo: un animal de rapiña! ¡Atención, pues! ¿No nos advierte el mismo Señor: «El pecado está a la puerta»? (Génesis 4,7), por tanto «velad, pues, porque no sabéis en qué día va a llegar vuestro Señor; estad preparados; que a la hora en que menos lo penséis, llegará el Hijo del hombre» (Mateo 24,42-44).

Y una nueva amonestación nos llega por medio de la parábola de las diez vírgenes (/Mt/25/11-13).

¿He de ser franco? No me gustan las vírgenes prudentes. Hubiera preferido que dieran todo su aceite a las necias y fueran arrojadas en lugar de ellas (Romanos 9,1-3), en un acto de generosa locura; mas no era éste el propósito que perseguía Cristo. Su propósito era «¡Vigilad!» ¿Cuántos de nosotros dormimos durante nuestra vida? Lo llamamos ensueños o ser imaginativos. Mas en realidad es sopor; la realidad se convierte en sueño, mientras los sueños adquieren coherencia y nuestros mismos días se convierten en noches y nuestras vidas en sonambulismo. Además, ¿no es bastante cerrar los ojos para que sea de noche, para que nos esté permitido dormir? ¿No estamos todos a oscuras? ¿No se refiere Dios a nuestra condición en las palabras de Isaías (51,17): «Despertad los que dormís»? ¿Están aún encendidas nuestras candelas? ¿Somos las madrinas prudentes? ¿Aquellos de nosotros que estiman egoístas a las vírgenes prudentes son menos egoístas que ellas? ¿Somos capaces de despertar de nuestro sueño, alegres y amables, dispuestos a sacrificar la pequeña realidad que nos pertenece (un último fulgor de nuestras lámparas encendidas) por otros que se han despertado también al escuchar el grito en la noche, pero que descubren con horror que ninguna realidad en absoluto ha sobrevivido a sus sueños? Sueño, quimeras, falta de realidad; ¿es eso todo lo que hay en nosotros? ¿Llegará el día del Señor sobre nosotros como un ladrón para robarnos todo, todo, todo? ¿Habrá tinieblas y terror y llanto para nosotros?

¿Dónde podemos encontrar motivo para la esperanza? Paradójicamente -de manera bastante inesperada- en la parábola de las ovejas y los cabritos (/Mt/25/31-46).

Por una razón inexplicable, esta parábola se cita mucho más que cualquiera otra como imagen del juicio, como declaración de su decisión sin esperanza. Sin embargo nos dice algo esencial, no sobre muerte, condenación o salvación, sino sobre la vida: Dios no pregunta nada ni a los pecadores ni a los justos sobre sus convicciones ni sobre sus observancias rituales; todo lo que el Señor valora es el grado en que han sido humanos: «Tuve sed, y me disteis de beber; era forastero, y me hospedasteis; desnudo, y me vestisteis; caí enfermo, y me visitasteis; estaba en la cárcel, y fuisteis a verme.» Ser humano, sin embargo, requiere imaginación, sentido del humor y de la ocasión, y un interés realista y afectuoso por las verdaderas necesidades y deseos del objeto -¿he de decir la víctima?- de nuestros cuidados. Hay una historia en las vidas de los padres del desierto que ilustra este punto. Después de una vida social y política plena y brillante en la corte de Bizancio, san Arsenio se retiró al desierto de Egipto, buscando completa soledad y silencio contemplativo. Una señora de la corte, que había sido gran admiradora suya, fue a verle al yermo. «Padre», exclamó, «he emprendido este peligroso viaje para veros y oír de vos solamente un mandamiento, que hago voto de mantener toda mi vida.» «Si de verdad os comprometéis a no desobedecer nunca mi voluntad, he aquí mi mandamiento: Si alguna vez oís que estoy en un lugar, id a otro.» ¿No es esto lo que muchos dirían a todos aquellos virtuosos cuya virtud tienen que soportar?

Para mí, el propósito de la parábola de las ovejas y los cabritos es éste: si habéis sido verdadera y prudentemente humanos, estáis preparados para entrar en el reino divino, para participar de lo que es propio de Dios, pues la vida eterna no es otra cosa que la vida de Dios compartida por El con sus criaturas. «Ya que has sido fiel en lo poco, te confiaré lo mucho»; habiendo sido dignos de la tierra, seremos capaces de vivir la vida del cielo, participando de la naturaleza de Dios, llenos de su Espíritu. Si somos buenos administradores en lo que no es nuestro (todos los dones de Dios), entraremos en lo que es nuestro, como se muestra tan convincentemente en la parábola del administrador injusto (Lucas 16,1-12).

Esta larga meditación sobre algunas de las parábolas del juicio debe estimularnos a entrar dentro de nosotros mismos y examinar nuestra propia vida y nuestra alma, y aquí tenemos una norma para ese examen, que os ofrezco como una mera, pero útil, sugerencia. Está tomada de El camino del peregrino, un clásico autor espiritual ruso del siglo XIX.

«Volviendo mis ojos atentamente a mí mismo y observando el curso de mi estado interior, he comprobado por experiencia que no amo a Dios, que no amo a mis semejantes, que no tengo creencias religiosas y que estoy lleno de orgullo y sensualidad.

1. No amo a Dios. Porque si amara a Dios, estaría continuamente pensando en él con sincero corazón. Toda idea de Dios me proporcionaría contento y deleite. Por el contrario, pienso mucho más y con mucha mayor avidez en las cosas terrenas, y pensar en Dios es para mí fatiga y aridez. Si amara a Dios, entonces hablar con él en la oración sería mi alimento y delicia y me llevaría ininterrumpidamente a la comunión con él. Mas, por el contrario, no solamente no encuentro mis delicias en la oración, sino que incluso me supone un esfuerzo. Lucho con repugnancia, estoy enervado por la pereza y pronto a ocuparme ávidamente de cualquier fruslería sin importancia, con tal de que abrevie la oración y me libre de ella. Mi tiempo se desliza inadvertidamente en ocupaciones fútiles, pero cuando estoy ocupado con Dios, cuando me pongo en presencia suya, cada hora se me antoja un año. Si una persona quiere a otra, piensa en ella a lo largo del día sin cesar, se la imagina, cuida de ella, y en todas las circunstancias su amigo querido no se le cae del pensamiento. Mas yo, a lo largo del día apenas separo una sola hora en la cual sumirme profundamente en meditación sobre Dios e inflamar mi corazón en su amor, mientras que con avidez cedo veintitrés horas como ferviente ofrenda a los ídolos de mis pasiones. Soy aventajado en hablar de asuntos y cosas frívolas que degradan el espíritu; eso me causa placer. Pero en la consideración de Dios soy árido, estoy molesto y perezoso. Incluso si soy arrastrado sin querer por otros a la conversación espiritual, intento cambiar rápidamente de tema pasando a otro que satisface mis deseos. Soy incansablemente curioso de novedades sobre asuntos cívicos y acontecimientos políticos; busco con avidez la satisfacción de mi afán de conocimiento en la ciencia y el arte y en los medios de adquirir las cosas que deseo poseer. Pero el estudio de la ley de Dios, el conocimiento de Dios y de la religión, me hacen poca impresión y no satisfacen el hambre de mi alma. Miro estas cosas no solamente como no inesenciales, sino en ocasiones como una especie de accidente del que he de ocuparme quizá a ratos en tiempo libre. Resumiendo, si el amor de Dios se reconoce por la guarda de sus mandamientos (si me amáis, guardad mis mandamientos, dice nuestro Señor Jesucristo), y yo no solamente no los guardo sino que incluso me esfuerzo poco en hacerlo, entonces con toda verdad se sigue la conclusión de que yo no amo a Dios. Eso es lo que dice Basilio el Grande: «La prueba de que un hombre no ama a Dios y a su Cristo es que no guarda sus mandamientos.»

2. Tampoco amo a mis semejantes. Porque no solamente soy incapaz de resolverme a dar mi vida por ellos (de acuerdo con el Evangelio), sino que ni siquiera sacrifico mi felicidad, bienestar y paz por el bien de mi prójimo. Si le amara como a mí mismo, según ordena el evangelio, sus desdichas me apenarían también a mí y su felicidad me procuraría placer. Mas, por el contrario, escucho sin inmutarme extrañas y desgraciadas historias sobre mi prójimo o, lo que es todavía peor, encuentro una especie de placer en ellas. No encubro la mala conducta por parte de mi hermano con amor, sino que la proclamo abiertamente con censura. Su bienestar, honor y dicha no me deleitan como los míos propios, y como si fueran algo completamente ajeno a mí, no me proporcionan ningún sentimiento de contento. Y, lo que es más, sutilmente despiertan en mí sentimientos de envidia o desprecio.

3. No tengo creencia religiosas. Ni en la inmortalidad ni en el Evangelio. Si estuviera firmemente persuadido y creyera sin ninguna duda que más allá de la tumba está la vida eterna, continuamente pensaría en ello. La idea misma de inmortalidad me aterraría y viviría como un extranjero que pronto va a entrar en su país natal. Por el contrario, yo ni siquiera pienso en la eternidad, y miro el final de mi vida terrena como el límite de mi existencia. Anida en mí la idea secreta: ¿Quién sabe lo que sucederá después de la muerte? Si digo que creo en la inmortalidad, entonces me refiero a mi pensamiento solamente, pero mi corazón está muy lejos de una firme convicción sobre ello. De esto da testimonio abiertamente mi conducta y mi constante cuidado de satisfacer la vida de los sentidos. Si los santos Evangelios estuvieran dentro de mi corazón por la fe como palabra de Dios, continuamente me ocuparía de ellos, los estudiaría, encontraría mis delicias en ello y fijaría mi atención con profunda devoción en ello. Sabiduría, compasión y amor se ocultan ahí; ello me conduciría a la felicidad y hallaría contento en el estudio de la ley de Dios de día y de noche. En ello encontraría alimento como mi pan diario y mi corazón se sentiría arrastrado a la obediencia de sus leyes. Nada en la tierra sería lo suficientemente fuerte para apartarme de ello. Por el contrario, si de vez en cuando leo y escucho la palabra de Dios, es solamente por necesidad o por el afán general de saber, y al abordarla sin una atención realmente atenta, la encuentro insípida y sin interés. Normalmente termino la lectura sin provecho alguno, dispuesto solamente a pasar a la lectura profana, en la cual encuentro más placer y descubro temas nuevos e interesantes.

4. Estoy lleno de orgullo y de amor propio sensual. Todos mis actos lo confirman. Si veo algo bueno en mí, deseo manifestarlo o jactarme de ello delante de otros o interiormente admirarme por ello. Aunque muestre una humildad externa, sin embargo lo atribuyo todo a mi propio esfuerzo y me miro a mí mismo como superior a los demás, o al menos no peor que ellos. Si advierto una falta en mí, intento excusarla, la encubro diciendo: «Estoy hecho así», o «No tengo la culpa». Me enfado con los que no me tratan con respeto y los considero incapaces de apreciar el valor de las personas. Me jacto de mis dotes; mis fracasos en cualquier empeño los miro como un insulto personal. Murmuro y siento placer en la infelicidad de mis enemigos. Si persigo algún bien, es con el propósito de conseguir alabanzas, complacencia espiritual propia o consolación terrena. En una palabra, continuamente hago un ídolo de mí mismo y le tributo culto ininterrumpidamente, buscando en todas las cosas el placer de los sentidos y alimento para mis pasiones sensuales y mi concupiscencia.

Además de esto, me veo a mí mismo orgulloso, adúltero, incrédulo, sin amor a Dios y odiando a mi prójimo. ¿Qué estado puede haber más pecador? La condición de los espíritus de las tinieblas es mejor que la mía. Ellos, aunque no aman a Dios, odian a los hombres y viven de orgullo, sin embargo por lo menos creen y tiemblan. ¿Mas, yo? ¿Puede haber una condenación más terrible que la que me amenaza, y qué sentencia de castigo será más severa que la dictada contra la vida despreocupada y necia que reconozco como mía?» El juicio no contendría más que terror para nosotros, si no tuviéramos esperanza segura de perdón. Pues bien, el don del perdón está implícito en el amor a Dios y al prójimo. Sin embargo, no basta que se otorgue el perdón; hemos de estar preparados a recibirlo, a aceptarlo.

A todos se ofrece el perdón con mucha frecuencia, pero retrocedemos ante él; para nuestro orgullo, el perdón suena como una última humillación, e intentamos evitarlo revistiéndonos de falsa humildad: «No puedo perdonarme a mí mismo por lo que he hecho, ¿cómo puedo aceptar ser perdonado? Aprecio su bondad, pero mi conciencia es demasiado exigente, demasiado sensible para aprovecharme de su amabilidad», y nos servimos de palabras como «amabilidad» para hacer el don que se nos brinda lo más insignificante posible y nuestra repulsa lo más frustradora que podemos para nuestro generoso amigo. Por supuesto, no podemos, no deberíamos perdonarnos nunca a nosotros mismos. Seria monstruoso que lo hiciéramos; significaría simplemente que tomamos muy a la ligera el golpe que hemos inferido, la herida que hemos causado, la pena, la miseria y el daño que hemos ocasionado. Y, ¡ay!, esto lo hacemos siempre que somos impacientes a la vista de alguien a quien hemos ofendido y que parece angustiado «desmesuradamente». «¡Hasta cuándo vas a estar de ceño! ¡Por favor, deja de lamentarte! Ya te he dicho que lo siento; ¿qué más puedo hacer? Semejantes frases significan, si las traducimos a lenguaje llano: «Hace tiempo que me he perdonado a mí mismo; ¿hasta cuándo voy a esperar que me perdones tú?» Dios prohíbe que podamos perdonarnos alguna vez a nosotros mismos; pero hemos de aprender a no consentir nunca que eso suceda y también a aceptar, a recibir el don libre del perdón de otro. Rehusar hacerlo así es equivalente a decir: «No creo realmente que el amor borre todos los pecados, y tampoco confío en tu amor.» Hemos de consentir en ser perdonados mediante un acto de fe resuelta y de generosa esperanza, en recibir el don humildemente, como un milagro que solamente el amor, el amor humano y divino, puede operar, y en estar siempre agradecidos por su gratuidad, por su poder restaurador, salvífico y reintegrador.

No hay que esperar ser perdonado por haber cambiado en mejor, ni hemos de hacer de ese cambio una condición para perdonar a otras personas; solamente porque uno es perdonado, es amado, puede uno comenzar a cambiar, y no viceversa. Y esto no deberíamos olvidarlo nunca, aunque lo hacemos siempre.

PERDON/OLVIDO: Así pues, no hemos de confundir nunca perdón y olvido, o suponer que esas dos cosas van juntas. No solamente no pertenecen la una a la otra indisolublemente, sino que se excluyen mutuamente. Cancelar el pasado tiene poco que ver con el perdón constructivo, imaginativo y fecundo; la única cosa que tiene que desaparecer y ser borrada del pasado es su veneno; la amargura, el resentimiento, el enajenamiento; pero no la memoria. El verdadero perdón comienza en el momento en que la víctima de la injusticia, de la crueldad y de la calumnia acepta, tal como es al que ha ofendido; de la misma manera que el padre perdona al hijo pródigo por la única razón de que ha vuelto, sin hacer preguntas ni formular reclamaciones, sin poner condiciones para su reintegración en el hogar. El perdón de Dios es nuestro desde el momento en que Dios toma sobre sí mismo la carga y todas las consecuencias de nuestra caída, cuando de Hijo de Dios se convierte en el hombre de dolores (Isaías 52-53). No es categóricamente cuando nos convertimos en un santo. Dios ha concedido ya el perdón, cuando dijo: «Estoy dispuesto a morir por vosotros; os amo.» Aquí es también donde comienza el perdón entre personas humanas. Si en una crisis de familia, el ofensor simplemente se vuelve atrás, demasiado orgulloso o demasiado tímido, o quizás demasiado encogido por el miedo, para hablar casi, su redención comienza en el momento mismo en que la familia le dice: «Nosotros jamás hemos cesado de quererte; no temas; nosotros todavía te queremos; ahora que ya has vuelto, todos quedaremos reconciliados.» Y esto, el ofendido puede hacerlo mejor, y debe hacerlo, porque para él es mucho más fácil hacerlo que para la persona que es culpable, y también porque los que son justos comparten con los que cometieron la injusticia la responsabilidad del abismo que abrieron, la desavenencia, y deben compartir asimismo la expiación. De ellos han de partir los primeros pasos hacia la reconciliación. Recuerdo a un hombre de cierta posición, que fue una vez a verme y me dijo que un amigo suyo, que se jactaba de no pocos adelantos espirituales, le había ofendido. «¿Quién debe ir a hacer las paces con el otro?», me preguntó. «No puedo responder a su pregunta», le repliqué, «lo mismo que posiblemente tampoco puedo constituirme en juez entre ustedes; pero una cosa es cierta para mí: el más mezquino de los dos esperará a que el otro dé el primer paso.» El gran hombre no dijo una palabra, pero se fue derechamente a hacer las paces con su amigo. La vanidad había hecho lo que ni la humildad, ni la sabiduría, ni siquiera la mera amistad habían podido conseguir. ¡Qué triste...! ¡Qué diferente fue el perdón generoso, amante y libre que el padre otorgó al hijo pródigo!

Sin embargo, en ninguno de ambos casos significó el perdón el fin de los problemas. En la lejana y extraña región del desamparo, el ofensor rechazado no pudo por menos de aprender formas que resultan repelentes para su familia y sus amigos: el olor a puerco está todavía pegado al cuerpo del hijo pródigo, y los hábitos de su vida descarriada no van a disiparse de la noche a la mañana; habrá de perderlos gradualmente, puede que muy lentamente; puede, tiene que haber perdido muchas de las maneras más refinadas de su ambiente original; habrá de aprenderlas de nuevo, despacio. Y la familia podrá reintegrarle, regenerarle y redimirle solamente en la medida en que sus miembros recuerden (no olviden) sus debilidades, sus faltas de carácter, los hábitos que ha adquirido. Pero recordar sin resentimiento, sin un sentimiento de superioridad, sin un sentimiento de vergüenza, sino con la pena de la compasión, con esa compasión que hace que «abunde la gracia donde está presente el pecado»; con la voluntad y la firme decisión de no olvidar nunca de qué hay que defender a la persona amada: de su natural fragilidad, de la debilidad adquirida. De otra manera el que necesita nuestra ayuda saludable y protectora se encontrará sometido a la tentación irresistible y será víctima de recriminaciones interminables y amargas. Perdonar y poner a prueba son dos cosas muy diferentes. Perdonar significa aceptar al otro «como Cristo nos ha recibido a nosotros», «llevar los unos las cargas de los otros» como lleva él las nuestras; simultáneamente las de la víctima y las del ofensor; amando unas alegre y gustosamente, y amando las otras sacrificialmente, con la alegría del ofrecimiento propio.

Este es el modo de Dios. Su cruz da testimonio de su fe en la humanidad y en cada hombre particular, de su confianza invencible; así es cómo la muerte se convierte en vida nuestra, y su resurrección en eternidad para nosotros.

ANTHONY BLOOM
MEDITACIONES SOBRE UN TEMA
Peregrinación espiritual a través del Evangelio
HERDER.BARCELONA-1977.Págs. 111-133