Por
Vicente Taroncher
Mora, Capuchino
No
cabe duda que el verdadero modelo de oración para el cristiano es Jesús, el
Hijo de Dios. Él permanecía unido al Padre y a Él acudía en las momentos más
trascendentales de su misión salvadora. Se retiró al desierto al inicio de su
vida pública. Y, deshecho en lágrimas y sudor de sangre, puso toda su
confianza en el Padre ante el tremendo drama de su pasión.
El
mismo Jesús recomienda a sus discípulos el espíritu y el ejercicio de la
oración: "Vigilad y orad” (Mt 26, 41), “Es preciso orar en todo tiempo
y no desfallecer" (Lc 18, 1), "Pedid y recibiréis” (Mt 7, 7).
Sin
perder de vista la perspectiva de Cristo, Pablo VI propone como modelo de oración
para la Iglesia a María “la Virgen Orante".
Meditando
y orando se encontraba María el día de la Anunciación. Mientras duró la
embajada celestial, María reflexionaba y se preguntaba cual era el plan de Dios
sobre Ella. Estaba absorta en Dios y dispuesta a cumplir su voluntad. Oraba
intensamente. Y en medio de su oración concibió en su seno al Hijo del Altísimo
por obra del Espíritu Santo.
Es
más, la que engendró al Hijo de Dios estando en oración, también dio origen
a la Iglesia naciente como Madre espiritual, estando en oración. "Los apóstoles
perseveraban unánimes en la oración, juntamente con María la Madre de Jesús
(Hchos 1, 14). Y en plena oración, por obra del Espíritu Santo nació la
Iglesia.
Pero
la oración por excelencia de María, que ha llegado hasta nosotros en el
evangelio de San Lucas (Lc 1, 34-37) es el Magnificat que, como afirma Pablo VI,
“al difundirse se ha convertido en la oración de toda la Iglesia de todos los
tiempos".
De
la oración de María el Papa resalta lo que pertenece a la esencia de la misma,
esto es, sus expresiones de glorificación al Señor y su espíritu de humildad,
de fe y de esperanza. Sin estas virtudes no puede haber verdadera oración.
A
lo largo de su vida María acude a su Hijo, rogando por las necesidades de sus
otros hijos. El ejemplo más claro es el de Caná de Galilea donde obtiene de
Jesús que convierta el agua en vino, para socorrer las necesidades de unos recién
casados. Y con sus ruegos logró que Jesús adelantase la hora de manifestarse
al mundo como salvador y que sus discípulos creyeran en Él. Y lo más
consolador para nosotros es que esa oración de intercesión la sigue ejerciendo
desde el cielo, porque "Ella -como afirma Pablo VI- no ha abandonado su
misión de intercesión y salvación".
El
primer y principal fin de la oración, de nuestra oración, es, como diría San
Francisco, “tributar toda alabanza, gloria, honor y bendición a Dios, sumo y
total bien". Glorificar al Padre es lo que hacía Jesús en el abatimiento
de su pasión (Jn 17, 1) Y esta es la actitud de María cuando recibe el saludo
de santa Isabel: “mi alma glorifica al Señor...”
La
humildad estaba en la base de la oración de María. “Dios resiste a los
soberbios y da su gracia a los humildes” (1 Pe 5, 5). Por eso “fijó sus
ojos en la pequeñez de su esclava” (Lc 1, 47). La oración del humilde, como
el publicano de la parábola, le justifica ante el Señor; mientras que el
fariseo soberbio, que oraba junto al altar, merece el rechazo divino (Lc 18, 9).
La Iglesia es también, debe serlo, “Virgen orante”, comunidad de oración, que llena de fe y esperanza “cada día presenta al Padre las necesidades de sus hijos” y, como afirma el Vat. II, “alaba incesantemente al Señor e intercede por la salvación del mundo”.